"ReDCE núm. 40. Julio-Diciembre de 2023"
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Las libertades comunicativas integran una familia muy estrecha, en las que la libertad de expresión se reconoce como la cabeza y, en cierto modo, la misma ofrece un manto en el que se recogen el resto de libertades y derechos que se relacionan con la comunicación pública, lo que ha propiciado un antiguo debate sobre la autonomía de cada una de ellas. La Constitución española de 1978 puede servir como ejemplo a este respecto, al haber regulado en un mismo precepto, en el apartado 1 del art. 20, toda una serie de derechos, que empiezan por la libertad de expresión; siguen por la libertad de producción y creación literaria, artística, científica y técnica, y con la libertad de cátedra; y terminan con la libertad de información. Pues bien, ha sido mucho lo que se ha escrito sobre las libertades de expresión y de información; menos, sobre la libertad de cátedra; y diría que, aún menos, sobre la libertad artística, que doctrinal y jurisprudencialmente, con alguna excepción, venía siendo tratada casi como un apéndice, una hija menor de la libertad de expresión. Porque, es cierto que los lazos entre los miembros de esta familia son muy intensos. Al final, comparten una vocación ––su aportación a la conformación de una opinión pública–– y son expresión de ese afán tan característico de los humanos que es la comunicación con los demás. Si asumimos que el ser humano es social por naturaleza, debemos reconocer de inmediato que lo es porque es un ser locuaz, expresivo. Además, la discusión sobre cuáles son los límites a estas libertades tiene un ineludible marco común ante problemáticas que son muy similares, y el propio objeto de las mismas resulta en muchos casos mestizo ––¿cuándo estamos expresando una opinión o relatando una información? ¿El arte no puede tener una finalidad de expresión política o buscar transmitirnos un hecho? ––. Incluso, los sujetos privilegiados que ejercen algunas de estas libertades ––el periodista, el profesor o el artista–– a veces tampoco ofrecen unas fronteras seguras en un mundo cada vez más líquido donde las distinciones profesionales se ven difuminadas ––así, hablamos de periodismo ciudadano, artistas callejeros…––. Lo cual ha justificado que, en muchos casos, se dé un tratamiento integral a todos estos derechos y libertades y que, en cierto modo, el foco se ponga en la libertad de expresión como núcleo común. Sin embargo, no podemos negar que, al mismo tiempo, es también interesante un estudio singularizado que permita observar aquellos elementos específicos que caracterizan a cada uno de estos derechos y libertades comunicativos. Y es aquí donde debe situarse la obra del profesor Víctor Vázquez, La libertad del artista (Athenaica, 2023).
Se trata de una obra que, si se me permite, creo que está llamada a integrarse como un clásico entre los estudios jurídicos. De hecho, podría traducirse a cualquier lengua de un país que pertenezca a esa órbita que llamamos de cultura liberal sin necesidad de mover una coma del texto. Porque, lo primero que hay que señalar, es que no estamos ante un estudio del Derecho positivo de ningún país, sino ante una reflexión constitucional cosmopolita sobre una libertad, la libertad artística, cuyo reconocimiento es en buena medida común en toda democracia con independencia de la concreta dicción de los diferentes textos jurídicos. Y es, además, una obra sin lugar a dudas singular: no se trata de una monografía jurídica al uso, de corte manualístico, donde se exponen el contenido y límites de un derecho, trufada de referencias legales, jurisprudenciales y doctrinales; sino que estamos ante un ensayo jurídico, escrito por un jurista sobre un tema jurídico, pero que entra en diálogo con el propio objeto cuya protección preocupa ––el arte y, como precisa la cursiva desde el título de la obra, el artista––. De ahí que las aportaciones y fuentes jurídicas se complementen con referencias que evidencian un destacado conocimiento del arte y de los movimientos artísticos a lo largo de la historia y de la filosofía del arte. Una construcción ensayística que impregna también la propia estructura de la obra, en la que la aproximación a esta libertad fundamental y a las problemáticas constitucionales en torno a la misma fluye casi como un relato donde se diluyen las rupturas propias de los esquemas del jurista antes señalados ––objeto, límites, etc. ––, aunque todos estos elementos vayan brotando en el discurso. Un relato, todo sea dicho, dibujado con una prosa muy cuidada.
La principal aportación jurídica de esta obra es, como se ha venido diciendo, ofrecer una aproximación a la libertad artística que permite comprender lo que ésta tiene de específico y las particularidades que abonan su protección constitucional entre las libertades comunicativas. El punto de conexión con ellas se encuentra en que el arte es, como sitúa el autor, un acto comunicativo que debe reconocerse como una forma de discurso público, al margen de que pueda conectarse de forma más o menos mediata con el discurso político o de relevancia pública. Se aborda así una cuestión clásica en los estudios sobre las libertades comunicativas: ¿sólo merecen protección determinados discursos sobre materias privilegiadas democráticamente ––singularmente, las cuestiones políticas–– o estamos protegiendo algo más al dar tutela a estas libertades? El profesor Víctor Vázquez en esta obra responde que debemos llevar cuidado para no caer en visiones utilitarias que puedan llevar a una funcionarización o instrumentalización democrática de estas libertades, olvidando que en el fundamento de su protección reside también el reconocimiento de que la comunicación resulta esencial para la autonomía personal y para el libre desarrollo de la personalidad. Y esta respuesta, que es válida para cualquiera de las libertades comunicativas, tiene que ser especialmente recordada cuando nos referimos a la libertad artística, como se hace en la obra. En primer lugar, porque existen movimientos artísticos que han renunciado a priori a ser inteligibles socialmente, que se construyen herméticamente, pero que también deben ampararse constitucionalmente. Tomando el ejemplo de las vanguardias, el autor explica cómo cualquier movimiento, hasta lo más cerrados, pueden terminar influyendo en la opinión pública. De ahí que defienda la necesidad de proteger constitucionalmente cualquier manifestación artística con independencia de su conexión o no con la política; porque la legitimidad de una democracia en una sociedad abierta, al final, reclama un alto grado de libertad y de espontaneidad en los procesos comunicativos, como señala el profesor Víctor Vázquez. Y, en segundo lugar, el autor pone también el acento en cómo el arte es precisamente ese lugar “dentro del cual el hombre es único”, cómo la creación artística es una actividad en la que el yo del artista se realiza de forma muy íntima y que, en consecuencia, merece esa especial protección por su estrecha relación con el libre desarrollo de la personalidad.
Para la delimitación de esta libertad, el profesor Víctor Vázquez opta por resolver el galimatías que presenta identificar el objeto protegido situando al artista como centro: “el arte (para el jurista) es lo que los artistas hacen”. Y es a ese proceso creativo que realiza un artista y a la propia sociedad que quiere disfrutar del mismo, que también goza de un derecho a la “experiencia artística” visto en perspectiva pasiva, a las que se le da protección. Algo que no hace sino trasladar, en cierto modo, el problema final de la determinación de cuándo estamos ante una acción que merece esta protección constitucional iusfundamental. Situar al artista como centro de la protección puede ofrecer algunas ventajas para evitar discusiones sobre si una obra es o no arte, pero no se trata de un puerto seguro libre de cuestionarnos quién tiene tal condición de artista o, de forma más general, si alguien fuera del gremio artístico puede en algún momento ejercer esta libertad con la mayor de las protecciones constitucionales.
También apunta la obra un tema que, el día de mañana, puede ser capital: la deshumanización del arte. Algo que es trasladable a muchos de los ámbitos donde se ejercen derechos fundamentales, especialmente las libertades comunicativas. Las herramientas de inteligencia artificial creativas presentan no sólo un problema de derechos de autor, sino directamente de titularidad del ejercicio de las libertades fundamentales. Nos recuerda el autor que en principio no reconocemos la titularidad de derechos a robots, pero, ¿puede quien diseña uno de estos instrumentos de IA invocar su libertad artística o su libertad de expresión ante un régimen jurídico que restringiera severamente su uso en determinados ámbitos? Es una cuestión que queda abierta.
El núcleo esencial de la protección constitucional que ofrece la libertad artística es, como sintetiza el profesor Víctor Vázquez, el derecho a la irreverencia. Sin ese derecho a la irreverencia, a poder contestar la moral establecida, sería imposible reconocer la libertad del artista. Algo que tiene, en mi opinión, también mucho en común con la libertad de expresión, que es, como en algún caso he sostenido, la libertad del disidente, del hereje, del subversivo, de aquel que quiere impugnar con su palabra (en este caso, con su creación artística) los valores establecidos en una sociedad.
Así las cosas, la obra afronta la cuestión sobre el contenido constitucionalmente protegido de la libertad artística en torno a dos pilares: ese derecho a la irreverencia cuyos límites hay que perfilar cuando una manifestación artística suponga un daño jurídicamente relevante a un bien jurídico, y la “excepción de ficción”, que permite afirmar una suerte de inmunidad jurídica tendencialmente plena a todas aquellas representaciones artísticas que se mantengan en el mundo figurado o de la mera representación.
Sabemos que cuando abordamos cualquier problema en relación con los límites al ejercicio de libertades fundamentales la clave está en la identificación del daño a un bien jurídico de relevancia constitucional. En particular, esa idea del daño es la que, como recuerda el autor, está presente en la filosofía política desde Stuart Mill para justificar los límites a la libertad de expresión, y es en su concreción donde se sitúa el debate jurídico-constitucional.
Pues bien, en este punto se encuentra una de las principales tesis del trabajo, difícilmente refutable si se asumen los postulados de un ordenamiento liberal: la ficción no puede dañar jurídicamente. Habrá quien pueda sentirse ofendido, pero allí donde sea claro que una representación artística no es más que algo figurado no puede haber daño jurídico. Con una importante advertencia al respecto: en el ámbito artístico (pero creo que también en cualquier espacio relacionado con las libertades comunicativas) nadie es público cautivo ni pasivo, por lo que, por mucho que a uno le repugne algo, si no hay un daño efectivo, no podrá pretender jurídicamente silenciar ese discurso para que otros no puedan escucharlo. A mayores, el mérito artístico de una obra o su buen o mal gusto no puede erigirse en canon de enjuiciamiento jurídico para valorar su licitud.
A partir de ahí, el cuerpo del trabajo plantea supuestos en los que la frontera de la ficción se desdibuja y, en consecuencia, en los que pueden aparecer las responsabilidades jurídicas. Es el caso de la “ficción sucia”, cuando un artista se inspira en hechos reales o cuando el pacto de ficción no es claro y no se sabe bien si se está narrando una realidad o algo inventado, lo que puede terminar afectando a derechos de la personalidad de los implicados. Pero también en casos de autoficción “indiscreta”, en los que se pasa de la autobiografía a la autoficción en la que se mezclan autor, narrador y personaje sin saber qué parte es ficticia. También presenta casos en los que el arte va “más allá de la ficción”. En particular, cuando el acto artístico se convierte en un acto delictivo en sí mismo, difuminándose la frontera entre hechos y ficción (“el delito como bella arte”), y cuando el objeto artístico se proyecta sobre la indemnidad del propio cuerpo humano (el caso, por ejemplo, de los tatuajes) o cuando afecta directamente al bienestar animal. A este último respecto, la obra recoge unas reflexiones de sobresaliente interés sobre la tauromaquia, partiendo de que en ella encontramos un ejemplo paradigmático de arte sin ficción en el que se produce el sacrificio ritual de un animal en público. El autor sitúa el conflicto que plantean las medidas abolicionistas donde el afán por proteger el bienestar animal colisiona con la libertad artística que, además, en este caso se vincula de forma especialmente intensa con una determinada cultura. Un debate en el que debe asumirse, en todo caso, que “la moral social no puede ser argumento suficiente para la censura artística”.
Del mismo modo, pierden la inmunidad jurídica aquellos casos en los que una representación artística ficticia opera “sin pacto” y provoca un peligro real y cierto. De forma que la protección jurídica cuando nos encontremos con representaciones ficticias, pero en las que no estuviera presente con el público ese pacto de ficción (el ejemplo de referencia es La Guerra de los Mundos de O. Welles), habrá que valorar toda una serie de elementos contextuales para apreciar si cabe exigir responsabilidades jurídicas, sin que la ficción “temeraria” pueda ser excusa para justificar una inmunidad absoluta. Asimismo, cuando nos encontremos con que un artista pretenda apoyarse fraudulentamente en su libertad artística para dañar un bien jurídico, también habrá que hacer una valoración concreta para ver si, en ese caso, estamos ante un abuso jurídicamente reprochable.
De todo ello se extrae una regla que es capital: cuando la excepción de ficción no opere como inmunidad absoluta, si estamos ante representaciones artísticas, es necesario que el juez de la libertad artística valore específicamente el contexto y el código del género correspondiente para determinar si hubo un daño efectivo. Tampoco esta apreciación supone una novedad en el ámbito de la libertad de expresión, donde cada vez está más extendida la convicción de que el enjuiciamiento de sus límites requiere una valoración de todos los elementos contextuales presentes en el caso, debiéndose evitar juicios de peligrosidad hipotéticos o abstractos o reproches fundados en cómo suena un determinado discurso. Es su efectiva peligrosidad, su carácter auténticamente amenazante, o el daño real sobre un bien jurídico ––aunque sea ideal–– lo único que justifica un límite a estas libertades. Algo que nos recuerda también el profesor Víctor Vázquez, en especial en relación con el discurso del odio que, si ya es una categoría en sí misma problemática, aún más cuando de lo que se trata es de una suerte de “discurso del odio artístico”.
Más allá, si el derecho a la irreverencia constituye el núcleo esencial de la protección constitucional de esta libertad, debemos desechar los límites tradicionales que venía imponiendo el viejo Derecho de la moralidad a las libertades comunicativas en general, y a la libertad artística en particular. En sociedades plurales y abiertas como las democracias modernas, ni lo sagrado ni una pretendida moral pueden justificar hoy límites a estas libertades, como se detalla en la obra. Aun así, todavía podemos encontrarnos algunas problemáticas residuales en relación con estos viejos límites, que son desgranados en los capítulos que dedica a “El artista y lo sagrado” y a “Lo obsceno. El Ulysses no era porno”. Unos ámbitos en los que también han aparecido nuevas problemáticas. Concretamente, aborda especialmente los problemas relacionados con el cambio cultural que postula un pretendido derecho a no sentirse ofendidos, con particular proyección en la esfera religiosa, y cómo hoy el nuevo blasfemo es, precisamente, no ya un outsider que ataca las convicciones colectivas, sino un insider que desde la afirmación de los valores liberales se opone a quienes reclaman una particular protección frente a la blasfemia o el insulto religioso en aras de proteger la paz social y los sentimientos de minorías religiosas. En cuanto a la obscenidad, el problema actual lo sitúa en los límites al porno, algo que queda fuera del ámbito de estudio de este libro, aunque en ocasiones haya que deslindar cuando determinadas obras artísticas recurren a contenidos sexuales explícitos.
El último capítulo, al que se añade un epílogo, lo dedica a la cuestión de la censura y a la cultura de la cancelación. También aquí la obra desborda la aproximación netamente jurídica y se proyecta sobre cuestiones de gran actualidad, pero que en muchas ocasiones pasan desapercibidas en los estudios jurídicos. Se apunta cómo el concepto de censura jurídico, como medida adoptada por un poder público que pretende dificultar o impedir la elaboración o difusión de una obra artística, se ve desbordado por una concepción social mucho más amplia de este fenómeno que también debe preocupar al jurista. Por un lado, las nuevas formas de censura informal en manos de las plataformas digitales pueden comprometer gravemente el pluralismo en el espacio público. Y, por otro, el autor se detiene a detallar toda una serie de cuestiones problemáticas que se pueden plantear cuando, en un Estado social, los poderes públicos intervienen en el mundo artístico a través de la subvención. Casos en los que la neutralidad del Estado colisiona con la posibilidad de que los poderes públicos desplieguen un discurso político artístico. Un ámbito en el que, a juicio del autor, hay que ser cauteloso para no confundir aquello que podríamos identificar como ideales éticos de neutralidad en el buen gobierno, con exigencias constitucionales. De manera que los poderes públicos dispondrían de un amplio margen para la promoción del arte y para la financiación de las artes, así como en el discurso artístico del Estado. Eso sí, cuando estemos ante la habilitación de un foro público, el profesor Víctor Vázquez hace suya la doctrina norteamericana que exige la radical neutralidad de los poderes públicos, y también identifica una serie de cautelas en relación con la promoción de la libertad artística para evitar que vía subvención se pueda terminar interfiriendo en el proceso creativo, penalizando expresiones amparadas constitucionalmente (algo que extiende también al ámbito de los bonos culturales, en los que predica una cierta exigencia de neutralidad para preservar el derecho de acceso a la cultura de los ciudadanos).
La cultura de la cancelación que afronta en el epílogo es el contrapunto a esa visión optimista que ofrece el autor donde la idea de irreverencia y de transgresión dan sentido moral a la actividad del artista. Hoy, observa el autor, en esta atmósfera de cancelación cultural, es el censor el que se presenta como un ciudadano comprometido en su lucha puritana para erradicar los nuevos pecados en la esfera pública.
Quienes sigan creyendo en las virtudes de una aproximación liberal en la conformación de nuestro espacio público y quieran descubrir la proyección de la libertad en el arte, ese territorio donde ejercer un “fragmento de soberanía radicalmente individual”, no dejen de leer este sugerente ensayo.
Resumen: La recensión presenta un ensayo que formula una reflexión constitucional cosmopolita sobre la libertad artística, cuyo reconocimiento es común en toda democracia. Se trata de una singular que entra en diálogo con el propio objeto cuya protección preocupa -el arte y, como precisa la cursiva desde el título de la obra, el artista.
Palabras claves: Libertad, derecho fundamental, libertad artística, libertad del artista.
Abstract: The review presents an essay that formulates a cosmopolitan constitutional reflection on artistic freedom, whose recognition is common in every democracy. It is a singular one that enters into dialogue with the very object whose protection is of concern - art and, as the italics in the title of the work specify, the artist.
Key words: Freedom, Fundamental right, Artistic freedom, Freedom of the artist.
Recibido: 4 de septiembre de 2023
Aceptado: 19 de octubre de 2023
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