Traducido del inglés por Amalia Lozano España
"ReDCE núm. 41. Enero-Junio de 2024"
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Las inquietudes sobre el futuro del federalismo estadounidense, que han comenzado a preocupar a los ciudadanos contemporáneos, nos conducen a dos cuestiones fundamentales. Concretamente: ¿Qué es el federalismo? ¿Qué queremos del federalismo?
Preservar el federalismo, modificarlo o hacerlo efectivo y equitativo son consideraciones que, obviamente, plantean la pregunta de qué es exactamente el federalismo. Pero preguntarse qué es el federalismo también debería plantear inmediatamente la cuestión de qué fines o propósitos humanos buscamos que sirva. De hecho, solo a la luz de los fines del federalismo se hace visible la naturaleza del federalismo. Todas las instituciones y procesos políticos son comprensibles solo a la luz de los propósitos o fines para los cuales los hombres los conciben o, de manera no intencional, llegan a servir. No tienen una naturaleza o patrón significativo, nada que merezca la atención humana, salvo en relación con dichos propósitos o fines. Por así decirlo, las cosas políticas se definen por su capacidad para cumplir o no con los fines que se persigue, o si no, dejan de servir.
Servir o no servir: ahí está la dificultad. Las instituciones son cosas complejas y obstinadas. No son neutrales con respecto a los propósitos humanos; más bien, cada institución y proceso tiene su peculiar propensión a producir ciertos resultados en lugar de otros. Pero no es fácil conocer estas propensiones, saber qué instituciones y procesos son los más adecuados para qué fines. En consecuencia, a menudo los seres humanos no desempeñan correctamente su labor política. Buscan más de lo que una institución dada puede ofrecer, o persiguen de ella fines contradictorios, o mezclan procesos que tienen objetivos contrapuestos, etc. Así, los propósitos deliberados a menudo dan paso a, o se mezclan con, propósitos no intencionales que las instituciones generan por su propia naturaleza. Lo que los hombres quieren y, por así decirlo, lo que sus instituciones buscan, se mezclan y confunden en el desarrollo práctico de los asuntos. De esta mezcla de intención humana y naturaleza institucional surge gran parte de la frustración de la vida política, así como sus confusiones, tensiones, fracasos y éxitos parciales.
Esta es la perspectiva desde la cual debe entenderse el federalismo —como un arreglo político que solo se vuelve inteligible a través de los fines que los hombres buscan que sirva, y por la capacidad o resistencia del federalismo a esos fines. En diversas épocas, los hombres han perseguido diversos objetivos del federalismo, y la variedad de sistemas federales ha resultado, como veremos, por la peculiar combinación de fines que se buscan en cada sistema federal concreto. Sin embargo, la naturaleza del federalismo se revela como tal en las formas en que el federalismo ha servido y ha fracasado a la hora de servir a esos diversos fines.
La característica distintiva del federalismo radica en su peculiar ambivalencia respecto a los fines que los hombres buscan alcanzar con él. En el sentido literal, esta ambivalencia implica que el federalismo es siempre un acuerdo apuntado en dos direcciones contrarias o con el objetivo de asegurar dos fines opuestos. Uno de esos fines reside siempre en la razón por la cual las unidades de entidades no siempre se consolidan en un gran país unitario; el otro fin es hallado en la razón por la cual los miembros de entidades no optan simplemente permanecer como pequeños países totalmente autónomos. La tendencia natural de cualquier comunidad política, ya sea grande o pequeña, es hacia la consolidación y la búsqueda de autonomía. El federalismo es el esfuerzo deliberado por modificar esa tendencia. Por lo tanto, cualquier estructura federal dada es siempre la expresión institucional de la contradicción o tensión entre las razones particulares que tienen las entidades miembros a buscar mantenerse pequeñas y autónomas, pero no completamente, y a ser grandes y consolidadas, pero no del todo. Las diferencias entre los sistemas federales surgen de estas variaciones en las razones para desear el federalismo.
Esta visión del federalismo se refleja plenamente en el primer federalismo del cual tenemos algún conocimiento. Desafortunadamente, una comprensión adecuada del federalismo griego antiguo, y por ende del federalismo en general, ha sido obstaculizada por la tendencia localista de los observadores contemporáneos que consideran el federalismo americano como el modelo mismo del federalismo en sí. Desde esta perspectiva local, consideran el federalismo griego como un producto tan peculiarmente inepto y desfasado, muestra de la incapacidad política griega, que apenas vale la pena mencionarlo. La expresión clásica y profunda de esta visión condenatoria se encuentra en el primer párrafo del «Federalist» de Hamilton. Las «pequeñas repúblicas» de Grecia, por más gloriosas que fueran en otros aspectos, eran políticamente deleznables. Estaban desgarradas por la «facción doméstica y la insurrección» y perpetuamente vibraban «entre los extremos de la tiranía y la anarquía». La razón de esta imbecilidad política, según Hamilton, fue su fracaso para lograr «una Unión firme», esto es, su fracaso para desarrollar una forma satisfactoria de federalismo.
Pero esto parece injusto para los griegos y no aborda el problema del federalismo con suficiente consideración. El razonamiento antiguo respecto al federalismo dio origen a lo que yo he denominado federalismo de «polis»[01]. Este término transmite por sí mismo todo lo necesario para explicar por qué los griegos no avanzaron hacia «una Unión firme». Su enfoque hacia el federalismo se basaba en la visión griega de que la vida valiosa solo podía vivirse en comunidades políticas muy pequeñas. El término para estas comunidades —polis— generalmente se traduce como ciudad-estado; pero, como ha dejado claro el Profesor Leo Strauss en otros contextos, esta traducción difumina un punto esencial. Estas no eran ciudades en nuestro sentido moderno, es decir, subdivisiones de algún todo más grande y, por lo tanto, fácilmente capaces de ser absorbidas o parcialmente absorbidas en ese todo. Más bien, eran pequeños países autónomos (literalmente: autolegisladores). Los griegos creían que solo en una polis autónoma, no más grande, digamos, que Atenas, podían las personas llegar a conocerse, gobernarse verdaderamente a sí mismas, compartir una visión de una vida buena y crear las condiciones en las cuales el más alto potencial humano podía ser realizado. Este era su «valor» político más profundo. Así, los griegos tenían una razón profundamente importante para preservar la autonomía de cada pequeño país; esa preservación era la condición previa para la buena vida.
Esto implicaba que cualquier esfuerzo verdaderamente encaminado a ampliar la comunidad política —para establecer un gobierno a mayor escala—inevitablemente hacía la vida menos valiosa. No obstante, reconocieron la utilidad de la unión e inventaron el federalismo como una manera de lograr algunas de las ventajas de la consolidación. Sin embargo, no podían estar de acuerdo con la idea moderna y familiar de que el poder gubernamental de un pueblo debería dividirse entre un gobierno central y un grupo de gobiernos locales. Dado el profundo valor que atribuían a las polis como comunidades políticas completas, los griegos no podían aceptar compartir el gobierno de la polis con una autoridad federal más grande. Por lo general, típicamente solo veían en el federalismo la posibilidad de que un grupo de pequeños países, para lo demás bastante autónomos, podían llevar a cabo unas funciones comunes mínimas, especialmente las relacionadas con los problemas de la guerra y la defensa común. Es decir, concebían el federalismo principalmente como un aspecto de la política exterior de la polis, un ejercicio de lo que Locke y Burke, dos mil años más tarde, todavía podrían llamar el «poder federativo» o la función de política exterior del gobierno.
Esta visión mínima del federalismo explica por qué el federalismo figura tan poco en la literatura política griega (por ejemplo, no hay ninguna referencia seria a él en toda «La Política» de Aristóteles) y, para el caso, en toda la literatura política hasta tiempos bastante modernos. El federalismo clásico o premoderno no se concebía como un aspecto esencial del gobierno; no tenía nada que ver con la naturaleza de la polis o de la política, sino que era sólo algo que las políticas hacían para protegerse o para participar en ciertas observancias religiosas.
La propia palabra federalismo —Federal…de «foedus» (fe)— relativo a una liga o contrato[02], sugiere sus características esenciales tal y como las entendieron, quizás, todos los escritores hasta la era moderna. En lugar del principio federal moderno de dividir el poder sobre la misma población entre los estados miembros y un gobierno nacional, la teoría premoderna del federalismo desarrolló tres principios operativos para los sistemas federales:
1. El órgano federal central no gobierna a los ciudadanos individuales, sino que trata únicamente con los gobiernos de los estados miembros. De hecho, no gobierna a nadie, ni a ciudadanos ni a estados miembros, sino que opera más bien mediante el consentimiento voluntario de los Estados miembros a la decisión central.
2. El órgano federal central no se ocupa de los problemas políticos fundamentales de la población; estos se consideran asuntos internos y permanecen bajo la jurisdicción de los gobiernos de los estados miembros. La autoridad central (si «autoridad» no es un término demasiado contundente) se limita estrictamente a determinadas tareas exteriores de interés mutuo para los estados miembros.
3. Cada gobierno miembro tiene un voto igual en el órgano federal central. Esta igualdad de sufragio se basa en la igualdad de soberanía que poseen los gobiernos individuales. En cuanto a sus ciudadanías individuales, cada una de ellas era igualmente una «polis» autónoma o, en épocas posteriores, un gobierno soberano. Por lo tanto, independientemente de su diferente tamaño o fuerza, los gobiernos individuales son los ciudadanos iguales del sistema federal, las partes iguales en su pacto federal.
La asociación voluntaria de comunidades políticas iguales para propósitos comunes mínimos: esto es lo que típicamente significaba el federalismo durante más de dos mil años, desde la experiencia griega hasta la redacción de la Constitución en 1787[03]. De hecho, el federalismo tenía este significado tradicional en el período de redacción también. Como se puede ver, esta lista de tres características es precisamente lo que los antifederalistas sostenían que era necesario para que un sistema fuera federal. Ahora, curiosamente, la mayoría de los principales federalistas sostenían la misma opinión sobre las características necesarias para el federalismo. Pero, entonces, ¿qué ocurre con el hecho de que la Constitución manifiestamente fue más allá o violó estos principios operativos del federalismo? La Constitución creó un gobierno que gobernaba a los ciudadanos directamente, trataba importantes problemas «internos» domésticos y que no descansaba completamente, o incluso principalmente, en el sufragio igual de los estados. ¿No es esto una prueba de que el significado del federalismo estaba cambiando en ese momento y que se estaba creando una nueva y moderna forma de federalismo? Para nada. El simple hecho es que nadie durante el período de redacción sostuvo seriamente que la Constitución creaba una forma de gobierno puramente federal, o que el gobierno propuesto sería simplemente una nueva variedad de federalismo. La opinión más precisa, y al mismo tiempo la más ampliamente aceptada, fue la expresada por James Madison al final del Federalista 39: «La Constitución propuesta... no es, en rigor, ni una Constitución nacional ni una Constitución federal, sino una composición de ambas». Esta es, por supuesto, también precisamente la opinión de Tocqueville: «Evidentemente, esto ya no es un gobierno federal, sino un gobierno nacional incompleto, que no es exactamente nacional ni exactamente federal»[04].
Ahora bien, esta «composición», o gobierno compuesto de elementos federales y nacionales, surgió de los compromisos de la Convención. Pero, para entender esos compromisos y el tipo de «federalismo» que se creó, es necesario considerar brevemente un desarrollo importante en la historia del federalismo que precedió a la Constitución estadounidense. El gran formulador de esta nueva etapa del federalismo fue Montesquieu, y el federalismo que discutió puede llamarse federalismo de pequeña república. Este nuevo federalismo de pequeña república es similar en muchos aspectos al federalismo de la polis, pero se produce un cambio vital en el fin o propósito del federalismo. La pequeñez del país ya no se concibe como la condición previa para vivir una buena vida, sino solo como la condición previa del republicanismo y la libertad republicana. El carácter pequeño e íntimo de un país ya no es la condición previa de todas las virtudes, sino ahora solo de la ciudadanía republicana. La razón para preservar la autonomía de un país pequeño se atenúa en cierta medida, y, por ende, el argumento contra la ampliación de la autoridad federal o incluso contra la consolidación completa con otros en un solo gran país es algo menos temible.
Para aceptar una consolidación sustancial, los griegos habrían tenido que revisar su pensamiento sobre toda la cuestión de la política y la existencia humana. Pero ahora, para aceptar tal consolidación, el federalismo de pequeña república, tal como lo enseñó Montesquieu, solo tendría que estar convencido de que la forma de gobierno republicana podría asegurarse de alguna manera en un país grande. Y eso es precisamente lo que sucedió en América en 1787. Madison desarrolló una teoría en la que se demostró que el gobierno republicano no solo era compatible con una gran extensión territorial y una gran cantidad de población, sino que, de hecho, los requería. Convencido por el argumento de Madison de que su republicanismo estaba a salvo, el defensor del federalismo de pequeña república ahora estaba preparado para abandonar o, al menos, modificar su postura sobre el federalismo. Así, el cambio en el razonamiento respecto a los fines del federalismo, pasando de un énfasis en la buena vida a un énfasis en el republicanismo, fue un paso decisivo en el desarrollo de lo que se llama el federalismo moderno o estadounidense.
Ahora, el argumento de Montesquieu, que reducía el fin del federalismo a la preservación del republicanismo, influyó en el pensamiento estadounidense sobre el federalismo; pero en la concepción estadounidense, el argumento a favor del federalismo se redujo aún más y se hizo aún menos estricto. La razón de Montesquieu de por qué las repúblicas tenían que ser pequeñas y, por tanto, sólo podían unirse a nivel federal y no nacional, tenía dos vertientes, por así decirlo: un argumento positivo y otro negativo. Por el lado positivo, las repúblicas tenían que ser pequeñas porque solo en un país pequeño (que además fuera igualitario y frugal) podía engendrarse en la ciudadanía la virtud patriótica, el «resorte» o «principio» del republicanismo. El argumento negativo se basaba en la convicción de que «un gran imperio supone una autoridad despótica en la persona que gobierna», es decir, un grado de autoridad incompatible con la preservación de la libertad republicana. Esta última se convirtió en la versión truncada americana de Montesquieu. La preocupación por la virtud ciudadana, aunque obviamente influyó en el pensamiento y las costumbres americanas, recibió mucha menos atención que el miedo a la inevitable «autoridad despótica» en el gobierno central de un país grande. En este argumento truncado o atenuado por el federalismo de pequeña república, las razones para preservar la autonomía de las pequeñas repúblicas miembros se volvieron aún menos profundas que las que daba Montesquieu, y mucho menos profundas que las razones del federalismo de polis para preservar la autonomía de la «polis». En consecuencia, las razones para limitar las funciones de la autoridad central o para no formar una gran república consolidada bajo un auténtico gobierno son mucho menos profundas. Los antifederalistas y otros que mantenían este argumento atenuado de la pequeña república seguían pensando en términos de federalismo, pero ahora se trataba de un federalismo desvitalizado, un federalismo transformado, que ya no insistía plenamente en la prioridad de las repúblicas miembros, sino que ahora era capaz de tratarlas simplemente como partes de un todo político mayor.
Esta transformación en la razón del federalismo, de ser una mera defensa contra el despotismo en una gran república, hizo posibles los compromisos de los cuales resultó la Constitución; explica tanto la gran victoria de los nacionalistas en Filadelfia en 1787 como también su derrota parcial. La creencia continuada en el federalismo, aunque atenuada de este modo, obligó a los principales redactores de la Constitución, todos nacionalistas, a consentir que se injertaran algunas características auténticamente federales en la Constitución. Sus oponentes, que ya no veían en el federalismo las razones tradicionales para repúblicas autónomas, sino solo uno entre los muchos medios posibles para garantizar la libertad, se contentaron con el modesto grado de federalismo que lograron. El compromiso sobre el federalismo creó «un gobierno nacional incompleto, que no es exactamente nacional ni exactamente federal».
Para entender el juicio de Tocqueville, es crucial distinguir cuidadosamente lo que es «exactamente federal». Ahora bien, esto no presentaba mayores dificultades en el pensamiento político hasta la aparición del federalismo estadounidense. Desde el principio, el federalismo fue entendido como un acuerdo político mediante el cual los países pequeños, con profundas razones para seguir siéndolo, podrían, no obstante, voluntariamente y como iguales, tratar de satisfacer ciertas necesidades comunes mínimas. Además, no se limitaba a ser un federalismo condicionado históricamente, sujeto a cambios profundos conforme evolucionaban las circunstancias históricas. Más bien, la naturaleza misma del federalismo derivaba de los fines que lo generaron, es decir, la importancia dada a preservar la autonomía frente al servicio de las necesidades comunes. Así, cuando en Estados Unidos disminuyeron drásticamente las razones para preservar la autonomía, también se redujeron o eliminaron los argumentos para fundar un sistema federal. De ahí que los hombres que redactaron la Constitución fueran con toda naturalidad más allá del federalismo hacia una república nacional y, además, eran perfectamente conscientes de que lo habían hecho. Definieron cuidadosamente su sistema como una «composición» de elementos federales y nacionales. Desgraciadamente, los politólogos que han venido después de ellos no han sido tan cuidadosos. Las características federales y nacionales del compuesto se han agrupado bajo la etiqueta de federalismo estadounidense o «federalismo moderno». Pero esta agrupación ha ocultado la consecuencia más novedosa e importante del compuesto estadounidense, a saber, el notable grado de descentralización que caracteriza al orden político estadounidense. El federalismo estadounidense no es, estrictamente hablando, un sistema federal, sino más bien un sistema nacional que está profundamente (y valiosamente) inclinado hacia la descentralización por su singular mezcla de elementos del federalismo. Si, entonces, ha de ser considerado un sistema federal, podemos denominarlo federalismo descentralizado, un pálido sucesor del federalismo de polis y del federalismo de pequeña república. Es un federalismo cuyo fin, y por ende su naturaleza, ya no es propiamente federal, sino que su fin es generar nuevos modos de descentralización.
Para comprender esta novedosa e importante característica del sistema estadounidense, es obviamente necesario distinguir cuidadosamente entre federalismo y descentralización. Desafortunadamente, los dos términos se confunden con demasiada frecuencia o se utilizan como sinónimos, aunque generalmente con algunos indicios incómodos de que ambos fenómenos difieren significativamente. Ahora bien, la propia palabra descentralización implica la existencia de un centro real a partir del cual se van a centralizar las cosas, y no solo la existencia de ese centro, sino también su prioridad o supremacía. Es decir, descentralizar implica un gobierno que es el todo, del cual algunas funciones se transfieren a las partes, pero dicha transferencia no desafía la prioridad o primacía del todo político. En sentido estricto, el federalismo no reconoce ni puede reconocer la primacía del ente mayor; las unidades federadas se consideran necesariamente a sí mismas como los entes políticos decisivos. Como hemos visto, la esencia del federalismo reside en el hecho de que se apoya en argumentos sobre por qué un grupo de entidades políticas debe, a pesar de ciertos intereses comunes, seguir siendo decisivamente ellas mismas y no debe formar una nación. La descentralización, por el contrario, presupone una nación y se basa simplemente en argumentos sobre cómo la nación debe organizarse para alcanzar la libertad u otras cualidades deseadas.
Desde esta perspectiva de la distinción entre descentralización y federalismo, es evidente que el objetivo y la razón de ser del «federalismo moderno», tal como se manifiesta en el sistema estadounidense, es el mismo que el de la descentralización. En resumen, el «federalismo» estadounidense es una especie del género de la descentralización. Sin embargo, el «compuesto» estadounidense, producido casi accidentalmente por el juego de ideas y fuerzas en la Convención Constitucional, se convirtió en una variación sumamente ingeniosa de la descentralización. Se diferencia de todas las demás clases de descentralización en que descansa sobre algunos elementos auténticamente federales. El sistema estadounidense no deja algo tan vital como la descentralización a la prudencia y la voluntad del gobierno; como tantas otras cosas en ese sistema, la descentralización está constitucionalizada. Los auténticos elementos federales de la Constitución inclinan permanentemente al gobierno estadounidense en la dirección de la descentralización. La Constitución establece un gobierno que encarna auténticos elementos federales de dos maneras diferentes: en primer lugar, mediante la división constitucional del poder ejecutivo entre el gobierno central y los estados; y, en segundo lugar, a través de ciertos aspectos federales de la organización del propio gobierno central.
En cuanto a la primera, la transferencia de funciones a los estados no es decidida prudencialmente por el gobierno central, ni de vez en cuando según lo dicten las circunstancias, como sería el caso en un sistema ordinario descentralizado. Por el contrario, en Estados Unidos, los poderes del gobierno central están enumerados constitucionalmente, mientras que otros poderes están reservados constitucionalmente a los estados. Este es un residuo significativo del federalismo auténtico, en el cual todo el poder de gobierno permanecería en manos de los miembros federados. En segundo lugar, la organización del gobierno central, aunque primordialmente nacional, es auténticamente federal en varios aspectos. El ejemplo más notable, por supuesto, es la igualdad de los estados en el Senado. Esto sigue exactamente la tradición del auténtico federalismo, en el que cada estado, como comunidad igualmente autónoma, goza de igualdad o casi igualdad en el órgano central de la federación. Por otro lado, el procedimiento de votación per cápita en el Senado[05], y el mandato fijo y no revocable de seis años de los senadores, se apartan del principio federal, en la medida en que disminuyen la influencia de los estados como tales en el Senado. Este no es el lugar para un análisis exhaustivo de los elementos federales y nacionales en la organización del gobierno central estadounidense[06]. El punto importante aquí es simplemente mostrar la necesidad, para un análisis de ese gobierno, de la visión madisoniana que lo ve como una «composición» de elementos tanto nacionales como federales.
Los elementos federales formales de la «composición» comprometen permanentemente al gobierno estadounidense con la descentralización y generan los procesos y comportamientos políticos informales que mantienen ese compromiso como una realidad. Es este descentralizado federalismo —descentralización constitucionalizada por medio de un auténtico federalismo vestigial— lo que, a mi juicio, crea lo que Morton Grodzins denominó «descentralización por medio de un caos suave». Es este federalismo descentralizado el responsable de la mayor parte de las complejidades peculiares y exasperantes de la descentralización estadounidense. Genera el complejo sistema de colaboración y conflicto entre el gobierno nacional y los estados; hace que el Congreso tenga una perspectiva a la vez local y nacional; contribuye a dar forma a nuestro peculiar tipo de partidos políticos y elecciones nacionales; y presenta increíbles dificultades (y oportunidades) a la Corte Suprema al tratar de exponer como un todo inteligible lo que es, de hecho, un compuesto de tendencias federales y nacionales contradictorias. Pero el compuesto federal y nacional estadounidense, nuestro federalismo descentralizado, con todas sus inconsistencias y dificultades inevitables, bien puede ser indispensable como medio de sostener constitucionalmente la descentralización y sus ventajas en una época en la que las tendencias a la centralización son tan poderosas.
¿Cuáles son las ventajas o los fines de la descentralización, exactamente? La fuente clásica para una discusión sobre la descentralización es, por supuesto, Tocqueville. Su idea de descentralización administrativa es familiar para todos los politólogos. Sin embargo, hay algo esquivo en esta idea tocquevilliana; de hecho, sostengo que la interpretación común del significado de Tocqueville es errónea. Una explicación cuidadosa de lo que Tocqueville entiende por descentralización administrativa, y de cuáles cree que son sus ventajas, es extremadamente útil para comprender el federalismo descentralizado estadounidense.
Cabe señalar desde el principio que Tocqueville habla principalmente de descentralización y no de federalismo. Él consideraba el federalismo de la manera tradicional, tal como ha sido discutida anteriormente; por lo tanto, como veremos, para él el federalismo era una especie de descentralización gubernamental, no administrativa, y, por ende, como indefendible en sí misma. Lo que interesaba a Tocqueville era la descentralización, o más concretamente, la descentralización administrativa. Ahora bien, el propio Tocqueville advirtió que es fácil malinterpretar la idea de descentralización administrativa.
«Centralización» es una palabra que se repite constantemente, pero que, en general, nadie intenta definir con exactitud.
Sin embargo, hay dos tipos muy distintos de centralización, que es necesario comprender bien.
Algunos intereses, como la promulgación de leyes generales y las relaciones internacionales de la nación, son comunes a todas las partes del país.
Hay otros intereses que preocupan especialmente a ciertas partes de la nación, como, por ejemplo, las iniciativas locales.
Concentrar los primeros en el mismo lugar o bajo el mismo poder directivo es establecer lo que yo llamo centralización gubernamental.
Concentrar el control de los segundos de la misma manera es establecer lo que yo llamo centralización administrativa[07].
La interpretación más común de la distinción de Tocqueville es, creo, la siguiente: «Centralización gubernamental» significa que la política debe formularse a nivel central, y el poder de legislar pertenece al gobierno central. La «descentralización administrativa» implica que las políticas centrales sean administradas localmente; el poder de ejecución pertenece a los entes subfederales. Por ejemplo, el profesor G. W. Pierson resume la recomendación de Tocqueville de esta manera: «Que las leyes sigan siendo nacionales, pero que la administración de esas leyes esté descentralizada»[08].
Podemos prepararnos para liberarnos de esta concepción errónea tan común de la distinción de Tocqueville entre descentralización gubernamental y administrativa considerando tres razones por las cuales esta idea equivocada se arraigó tan fácilmente. En primer lugar, dado que nuestro lenguaje equipara administración y ejecución, nos resulta difícil pensar que descentralizar la administración pueda significar otra cosa que descentralizar la ejecución de las leyes. A pesar de esta tendencia de nuestro lenguaje, debemos considerar por el momento la posibilidad de que Tocqueville tenga algo en mente completamente diferente. Pensemos en lo «administrativo» como un adjetivo que indica una clase de cosas u objetos, en lugar de un proceso como la ejecución. En segundo lugar, la traducción ampliamente utilizada de Reeves es extremadamente descuidada en cuanto al uso que hace de las palabras clave de Tocqueville «administrativo» y «gubernamental», lo cual hace extremadamente difícil entender la verdadera intención de Tocqueville. Por ejemplo, Reeves afirma que Tocqueville dijo: «el Estado gobierna pero no ejecuta las leyes»[09]. De hecho, Tocqueville escribió: «L'État gouverne et n'administre pas»[10](«El Estado gobierna y no administra»). Aquí, como en muchos pasajes, Tocqueville establece cuidadosamente y con claridad la oposición entre gobernar y administrar; pero la distinción es arbitrariamente reemplazada en la traducción por un falso énfasis en la ejecución local de las leyes. Sin embargo, la tercera razón para la confusión común es bastante diferente. La ejecución local de políticas elaboradas al nivel central es, de hecho, un complemento legítimo al principio de la descentralización administrativa propiamente dicha, por el que el propio Tocqueville se interesó algún tiempo después de escribir «La Democracia en América». En consecuencia, la idea de la descentralización administrativa como ejecución local no distorsionó tanto el significado de Tocqueville como para hacer que el error fuera manifiestamente absurdo; y esto contribuyó a la extensión y persistencia de la idea errónea.
Cualesquiera que sean las razones del malentendido común, Tocqueville no tenía en mente la distinción entre formulación centralizada de políticas y ejecución local. Más bien, sus dos tipos de centralización se basan en diferenciar entre los tipos de materias o asuntos que son apropiados para los diferentes niveles de gobierno, en lugar de los distintos procesos políticos apropiados para esos niveles. La enseñanza de Tocqueville sobre la descentralización administrativa gira en torno a esta distinción entre tipos de asuntos o materias. Sin embargo, no es fácil entender qué quiere decir con materias gubernamentales y administrativas. De hecho, el propio Tocqueville admite que hay «algunos puntos en los que estos dos tipos de centralización se confunden...Pero clasificando ampliamente los asuntos «objetos» que caen más particularmente dentro de la competencia de cada nivel, la distinción puede hacerse fácilmente»[11]. Una aclaración completa de la distinción de Tocqueville requeriría una excursión más extensa en sus obras, especialmente en el Ancien Régime, lo cual no es apropiado aquí. Unos pocos ejemplos tendrán que ser suficientes.
«Inglaterra era administrada, así como gobernada» por sus grandes terratenientes[12]; pero, mientras que los señores franceses «vigilaban y gobernaban» a sus aldeanos, estos «elegían a sus propios funcionarios y se administraban a sí mismos según criterios democráticos»[13]. Del mismo modo, Tocqueville distinguió cuidadosamente entre cuestiones administrativas y gubernamentales para refutar el argumento de que el fracaso del feudalismo demostraba la necesidad de la centralización en general. Ese fracaso, decía, no tenía nada que ver con la descentralización administrativa, sino que más bien era el resultado de la descentralización gubernamental del feudalismo; «la causa de todas las miserias de la sociedad feudal era que el poder, no solo de la administración, sino del gobierno, estaba... fragmentado de mil maneras»[14].
Lo que sugieren estos ejemplos se ve confirmado por la interpretación autorizada que John Stuart Mill hizo de Tocqueville. Mill conocía el cuidado con que Tocqueville distinguía entre descentralización gubernamental y descentralización administrativa, y sabía perfectamente que la descentralización administrativa no podía entenderse simplemente como la ejecución local de una política centralizada. Así, al recapitular el relato de Tocqueville sobre la municipalidad estadounidense, Mill escribió que el pueblo controla directamente:
Así, el pueblo delibera sobre la administración (es decir, «vota todos los impuestos locales y decide sobre todas las iniciativas nuevas e importantes») y también controla la parte ejecutiva de la administración. Tan lejos está el sentido de administración de Tocqueville de ser sinónimo de ejecución, que en esa «administración» coexisten tanto un aspecto de formulación de políticas (deliberativo) como ejecutivo. Todo lo cual tiene sentido solo si se entiende como se ha dicho aquí —es decir, que los términos gubernamental y administrativo se refieren a diferentes tipos de asuntos o materias, en lugar de referirse a la política y su ejecución. Y lo que Tocqueville quiere, como Mill comprendió bien, no es solo la transferencia de la ejecución a las localidades, sino la devolución de todo el proceso de formulación y ejecución de la política en relación con los asuntos administrativos.
Una última cita y podremos generalizar respecto a la naturaleza de los dos tipos de centralización. Al estudiar los conflictos entre la Corona francesa y el Parlamento, Tocqueville dice que sus conflictos eran «casi siempre en el campo de la política, no en el de la administración»[16]. Aquí Tocqueville usa la palabra política en lugar de gubernamental; lo hace en muchos lugares y ayuda a clarificar lo que él entiende por gubernamental. Son asuntos gubernamentales aquellos que afectan al orden político en su conjunto. Por lo tanto, el poder de promulgar «leyes generales» sobre intereses «comunes a todas las partes de la nación» corresponde justamente al gobierno central. Ahora, las cosas se convierten en asuntos gubernamentales de dos maneras; lo que quiere decir que los individuos y las localidades pueden afectar a todo el orden político de dos maneras. La primera es obvia: no se debe permitir que los entes locales utilicen sus «libertades provinciales» de tal manera que afecten negativamente al bienestar físico del resto del país. Pero, de forma más sutil, tampoco se debe permitir que esos entes locales actúen de tal forma que afecten decisivamente a la naturaleza del orden político; no debe permitirse que una parte determine el carácter del conjunto político. Así, por ejemplo, la responsabilidad de la educación puede ser delegada normalmente en las municipalidades; según la enseñanza de Tocqueville, la educación es una cuestión meramente administrativa, siempre que se lleve a cabo de forma compatible con el carácter político del conjunto. Sin embargo, cuando las municipalidades actúan con respecto a la educación de manera contraria al carácter general del régimen, la educación se convierte, debido a esa contrariedad, en un asunto gubernamental. De ahí que el Estado deba tener la autoridad final en materia de educación y está autorizado, cuando sea necesario, a establecer un plan general de educación. Aunque las acciones locales en todos estos asuntos puedan no afectar en absoluto el bienestar físico del resto del país, lo que se haga a nivel local podría tener efectos «sociales», «políticos» o gubernamentales sobre el resto del país. En lo que respecta a estos asuntos gubernamentales, Tocqueville es rotundamente centralista, lo cual no es más que decir que él cree en el gobierno central. «Por mi parte», dice, «no puedo concebir que una nación pueda vivir, y mucho menos prosperar, sin un alto grado de centralización del gobierno»[17].
Una vez que se entienden los asuntos gubernamentales como aquellos que afectan tanto al bienestar físico como a la naturaleza misma del conjunto político, entonces se comprenden fácilmente las cuestiones administrativas. Son las cosas cotidianas, las cosas internas del sistema, que constituyen la vasta mayoría de los asuntos de un gobierno; son las pequeñas cosas, inmensamente interesantes para la mayoría de los hombres, como veremos —que pueden ser realizadas con seguridad y de forma salutífera en el ámbito local de la manera que se elija, porque su realización no afecta al conjunto en absoluto o solo de forma insignificante. En lo que respecta a las cuestiones administrativas, Tocqueville es enfáticamente descentralista. «Creo que las instituciones provinciales [entendidas por descentralización administrativa] son útiles para todos los pueblos, pero ninguno tiene una necesidad más real de ellos que aquellos cuya sociedad es democrática»[18].
No podemos entender completamente lo que Tocqueville considera por descentralización administrativa, a menos que consideremos por qué la valora. Es decir, siguiendo el principio empleado en el caso del federalismo, debemos entender la descentralización en términos de sus propósitos. Como siempre, son los fines a los que se dirigen o los objetivos a los que vienen a servir las cosas políticas los que las hacen comprensibles.
La descentralización administrativa es una de las principales prescripciones de Tocqueville para la nueva era democrática; su propósito es prevenir o mitigar algunos de los peligros y defectos más graves de la época. El análisis de Tocqueville sobre los males y peligros propios de la democracia nos resulta familiar y puede exponerse aquí brevemente. Según Tocqueville, la nueva era democrática debe ser vista en contraste con la era predecesora de desigualdad. Los miles de años de desigualdad, tuvieron dos características sobresalientes: mientras la mayoría de los hombres vivían miserablemente, había picos ocasionales de logros en el arte, filosofía, heroísmo y modales; y sobre todo, para nuestros propósitos aquí, la era de la desigualdad fue una época en el que el despotismo tenía un alcance e intensidad relativamente limitados. En contraste, «es más fácil establecer un gobierno absoluto y despótico entre un pueblo cuyas condiciones sociales son iguales que entre cualquier otro»[19]. De hecho, el despotismo democrático no solo será más fácil de establecer, sino que será más terrible y duradero que cualquier despotismo hasta ahora.
Resulta de suma importancia, entonces, descubrir por qué las sociedades aristocráticas de la era de la desigualdad eran relativamente inmunes al despotismo. La sorprendente respuesta es que la sociedad aristocrática limitaba el despotismo porque, por su propia naturaleza, tendía a lograr la división adecuada entre gobernar y administrar; es decir, tendía a asegurar la práctica generalizada de la descentralización administrativa. La excesiva centralización que resulta en despotismo no podía afianzarse en una sociedad aristocrática debido a su estructura de mosaico de asociaciones naturales —municipios con sus inmunidades, dominios eclesiásticos, gremios, nobles con sus criados, dependientes y vasallos; sobre todo estos últimos, porque en las comunidades aristocráticas «todo ciudadano rico y poderoso es, en la práctica, el jefe de una asociación permanente y obligada, compuesta por todos aquellos a quienes hace colaborar en la ejecución de sus designios»[20]. La fortaleza y el vigor de las partes de la sociedad aristocrática atraían el poder hacia sí mismas y, por lo tanto, impedían de forma natural el exceso de poder del conjunto. Por su propia naturaleza, la sociedad aristocrática delegaba con seguridad la autoridad sobre los asuntos administrativos en el mosaico de asociaciones y localidades que componían esa sociedad. Si acaso, la sociedad aristocrática tendía peligrosamente a un exceso de descentralización, es decir, a una descentralización tanto gubernamental como administrativa.
En la nueva era de igualdad, la democracia tiene precisamente la tendencia opuesta. Por su propia naturaleza, la democracia destruye la variedad y la fortaleza de las asociaciones, localidades e individuos. Mientras que en la sociedad aristocrática la autoridad fluía naturalmente hacia las partes poderosas, en la democracia la autoridad fácilmente escapa de los iguales, débiles y aislados que componen la sociedad, y fluye hacia el gobierno central del conjunto. Tocqueville concluye que la peligrosa «centralización será el gobierno natural» de la era democrática y que un despotismo nuevo y más terrible es su tendencia natural. Sin embargo, esta propensión de la democracia natural puede ser superada. El despotismo democrático centralizado puede evitarse mediante la nueva ciencia política de Tocqueville para la nueva era democrática. La nueva ciencia no puede ni intentará reinstaurar el modo aristocrático de descentralización administrativa; sería una locura tratar de implantar instituciones aristocráticas en la nueva sociedad democracia. Más bien, Tocqueville busca e idea:
En resumen, el principio de descentralización administrativa, adaptado a la nueva era de igualdad, deja el poder del gobierno intacto, al tiempo que proporciona un «recurso democrático» para resolver el problema de inherente a la democracia, ese nuevo y más terrible despotismo del que la democracia es singularmente capaz.
De hecho, el problema de la democracia es aún más grave que la amenaza de un nuevo despotismo. Por su tendencia más profunda, la tendencia al «individualismo» (en el sentido peyorativo especial en el que Tocqueville utiliza la palabra), la democracia amenaza literalmente con deshumanizar a la humanidad, aislar completamente a los hombres unos de otros, hacerlos «iguales y semejantes, dando vueltas constantemente en favor de los placeres triviales y banales con los que sacian sus almas», apáticamente hundidos por debajo del nivel de la ciudadanía, de hecho, por debajo del nivel del hombre «eternamente arrojado hacia sí mismo solo... encerrado en la soledad de su propio corazón»[22].
Nadie ha comprendido mejor que el profesor Marvin Zetterbaum cuán seriamente consideraba Tocqueville el problema de la democracia y, en consecuencia, cuán amplia era la tarea que se impuso. El propósito de los estudios de Tocqueville
«es nada menos que la transformación de los átomos de la sociedad democrática en ciudadanos, en hombres cuyo primer pensamiento no es su interés privado, sino el bien común...
Él comienza con el llamado habitual a la descentralización administrativa, para fomentar la actividad individual en asuntos importantes para la comunidad local o el municipio... Al aprender a involucrarse y a cooperar en los asuntos políticos que le afectan directamente, cada ciudadano debe adquirir los fundamentos de la responsabilidad pública. Por consiguiente, el municipio es el lugar de la transformación del interés propio en un sentido de patriotismo»[23].
Transformar el individualismo solipsista en una ciudadanía comprometida con el bien público a través del interés propio, esa es la tarea. El principio general y el instrumento clave es la asociación—el equivalente creado artificialmente de las poderosas figuras e instituciones aristocráticos que florecieron de forma natural en la era de la desigualdad. Dentro de todas las asociaciones, los gobiernos locales surgidos de la descentralización administrativa son los más importantes. Como afirmó John Stuart Mill:
Así pues, en la nueva ciencia política de Tocqueville, la descentralización administrativa tiene fines inmensamente importantes que cumplir.
Cuando los lectores modernos reflexionan sobre Tocqueville, tienden a concebir sus fines de manera reducida—reduciéndolos, en una palabra, a la libertad, la libertad frente al gobierno. Por lo general, se le considera como alguien que proporcionó salvaguardias contra la tiranía en un sentido negativo; y la descentralización administrativa se concibe, por tanto, principalmente como el fin para frustrar el gobierno positivo de la autoridad central. Es decir, los lectores modernos a menudo dan a Tocqueville la misma interpretación limitada que le dan a los redactores de la Constitución, quienes, como Tocqueville, también son concebidos demasiado estrechamente como meros defensores celosos de una libertad negativa. Enfatizo aquí, por el contrario, los resultados más amplios y positivos para la sociedad que Tocqueville busca de la descentralización administrativa. Pretende nada menos que transformar a los individuos solitarios en miembros de la sociedad, a los súbditos en ciudadanos, a los que buscan simplemente comodidades en titulares de derechos y, por ende, busca promover la virtud en la única forma compatible con la política moderna y, finalmente, la liberación de la reserva natural de energía humana. Estos grandes objetivos de la descentralización administrativa pueden considerarse bajo cuatro títulos: combatir los efectos del individualismo; generar patriotismo; imbuir a los hombres democráticos con la idea de derechos; e infundir a la sociedad una energía humana sin precedentes. Para Tocqueville, la primera línea de defensa contra los «efectos del individualismo» son las «instituciones libres», de las cuales el autogobierno local es la principal. Al transferir los asuntos administrativos en la ciudadanía local, o al menos a ese número relativamente grande de personas que pueden participar activamente en los asuntos locales, la descentralización administrativa ayuda a sacar al hombre democrático de su aislamiento privado e individualista hacia la vida política. Un hombre ordinario, absorto en sus asuntos privados, no es probable que se interese mucho por la gran política o
Nótese que la mera ejecución local de la política centralizada relativa a dicha carretera no será suficiente. Lo que interesa al ciudadano local es la política en sí misma —si habrá tal carretera, por dónde irá, qué tipo de carretera será—y no solo la ejecución de la política; eso es lo que afecta a su bolsillo y sus pasiones, y, por lo tanto, genera su interés, que es el punto decisivo para Tocqueville. Arrastrados a la vida pública por la codicia, por así decirlo, los hombres toman conciencia de su dependencia de sus semejantes y aprenden que deben compartir y ayudar para recibir cooperación a cambio. Y lo que comienza como avaricia y cálculo puede convertirse gradualmente en algo más elevado.
Pero nada de esto se conseguiría si la democracia estadounidense se manifestara únicamente en las elecciones nacionales. Es necesario
Otros pueden lamentar las confusiones y superposiciones de las jurisdicciones políticas estadounidenses y la multiplicación de cargos y elecciones, porque agotan al votante, o lo confunden y oscurecen los mandatos democráticos de las elecciones, o complican la aplicación de políticas. Pero no Tocqueville. Él ve la confusión y la multiplicación como el costo valioso de un sistema de descentralización administrativa, un sistema que transfiere la toma de decisiones a las localidades para involucrar a la ciudadanía a millones de personas que un sistema más «racional» dejaría a su propia suerte.
2. Así, las instituciones libres, generadas y sostenidas por la descentralización administrativa, atraen primero a los hombres hacia una cooperación interesada y luego, espera Tocqueville, por la habituación, hacia una auténtica simpatía con sus semejantes. Pero Tocqueville espera aún más que simplemente «combatir los efectos del individualismo». Además, busca una restauración del patriotismo que la era democrática de otro modo destruiría. Un patriotismo «desinteresado», un patriotismo «instintivo» que—el amor natural al propio lugar y al propio pasado— está desapareciendo junto con el viejo orden que la democracia está reemplazando. Sin embargo, es posible un nuevo tipo de patriotismo, un patriotismo más calculador y menos ardiente, pero debe ser generado y alimentarlo con destreza. La descentralización administrativa es el principal artificio para la creación de ese nuevo tipo de patriotismo. Con una omisión, Mill resume excelentemente a Tocqueville en este punto
Para completar el resumen, sin embargo, hay que añadir una nota importante que Mill omitió. Tocqueville enfatiza aquí, como en todo momento, que los hombres deben ser enseñados a ver la unión del interés privado y público para que trabajen patrióticamente «por el bien del estado, no solo por deber o por orgullo, sino, me atrevo a decir, por codicia»[29]. En resumen, la necesaria «intervención amplia y frecuente de los ciudadanos en la gestión de los asuntos públicos» no ocurrirá a menos que los asuntos públicos apelen, hay que atreverse a decirlo, a la codicia de los ciudadanos. Pero esto es precisamente lo que hace la descentralización administrativa, al poner al alcance del hombre común aquella parte de los asuntos públicos que apela palpablemente a los intereses inmediatos de la ciudadanía.
3. El mismo punto —la explotación del interés privado como nueva base del bien público— emerge a una escala aún mayor en el ensayo de Tocqueville sobre «la idea de los derechos en Estados Unidos». La idea de los derechos, dice Tocqueville, no es nada menos que la idea de «virtud introducida en el mundo político»[30]. Sin la idea de los derechos, solo prevalecería la coerción, los hombres ni siquiera podrían definir la anarquía y la tiranía, y no sabrían «cómo ser independientes sin arrogancia y cómo obedecer sin servilismo». Pero esta indispensable «idea de los derechos» se está marchitando en el mundo moderno. Al igual que el patriotismo de tipo instintivo y todas las cosas antiguas que pertenecían a la era de la desigualdad, la vieja idea de los derechos ya no es viable. Sus dos soportes indispensables, la religión y la moral, se están desintegrando.
«Si, en medio de esta disrupción general, no logras conectar la noción de derechos con la del interés privado, que es el único punto inmutable en el corazón humano, ¿qué medios tendrás para gobernar el mundo, excepto el miedo?
Tocqueville estaba convencido
Que el único medio que poseemos en la actualidad para inculcar la idea de los derechos y hacerla, por así decirlo, palpable para los sentidos es dotar a todos con el ejercicio pacífico de ciertos derechos».
Palpable para el sentido común, es decir, conectado con la pasión y el interés privados, pero transformada a través de la descentralización administrativa y otros dispositivos de la nueva ciencia de la política de Tocqueville, hacia el espíritu cívico y el bien público. De este modo, la idea de virtud, sobre una base más modesta, pero más sólida, debe ser restablecida en el mundo político.
4. Finalmente, Tocqueville comenta repetidamente sobre el hecho de que en un país libre «todo es actividad y bullicio»[31], especialmente actividad política y bullicio. Esto es cierto en las monarquías y aristocracias libres, pero es especial y completamente cierto en las repúblicas democráticas, y fue sorprendentemente cierto en la república estadounidense. Advierte a sus lectores franceses que, aunque puedan imaginar las libertades de Estados Unidos e incluso su extrema igualdad, «la actividad política predominante en Estados Unidos es algo que uno nunca podría entender a menos que lo haya visto»[32].
Además, la inmensa actividad política se extendió a la vida civil, la dinamizó y atrajo de ella una inmensa efusión de energía del pueblo estadounidense. «Quizás», concluye Tocqueville, «teniendo todo en cuenta, ese sea el mayor beneficio del gobierno democrático»[33].
La vida política que logra este resultado extraordinario es, sobre todo, la vida política local que es posible gracias a la descentralización administrativa. Tocqueville ofrece seis ejemplos del «tipo de tumulto» que se encuentra en América. La lista es instructiva. Dos ejemplos son asociaciones no políticas, un grupo eclesiástico y una sociedad antialcohólica; uno trata sobre grupos que se ocupan de la política nacional; otro es de ciudadanos que eligen a representantes (ya sean locales o nacionales, no se especifica); y los dos ejemplos centrales son de gobiernos locales que trabajan en asuntos administrativos, consultando «sobre algunas mejoras locales» y planificando «una carretera o una escuela». La descentralización administrativa es, por tanto, una parte vital de esa actividad política que infunde energía a toda la sociedad.
Ahora, en el ámbito político, la descentralización administrativa hace maravillas. «Un poder central, por muy ilustrado y sabio que sea... nunca puede ocuparse solo de todos los detalles de la vida de una gran nación»[34]. Solo miles de gobiernos locales, aprovechando los intereses y habilidades, si no del grueso de la población, al menos de millones de ciudadanos, pueden hacerlo. Es cierto que, cuando la administración es descentralizada
Además, a esta abundancia de energía pública, se deben sumar los vastos esfuerzos privados fruto de las «instituciones políticas libres». Lo político es constructivo respecto al ámbito privado; la descentralización administrativa genera una gran cantidad de empresas privadas útiles para la sociedad. De hecho, «a largo plazo, la suma de todas las iniciativas privadas supera con creces cualquier cosa que el gobierno pueda haber hecho»[36].
Las palabras finales de Sobre la libertad de Mill se hacen eco de los pensamientos de Tocqueville y, de manera incidental, hacen inteligible la amistad y la admiración mutua entre estos dos hombres.
Ese era el peligro de la nueva era democrática. El remedio de Tocqueville consistía en apoderarse de los intereses privados de esos hombres y convertirlos en la comunidad política, y así engrandecerlos como hombres y ciudadanos.
Podemos profundizar nuestra apreciación de estos cuatro fines que Tocqueville pretendía que sirvieran a la descentralización administrativa y, al mismo tiempo, hacernos a la idea de cómo trabajar dentro de este sistema, recurriendo a un argumento expuesto anteriormente en este documento. Por descentralización administrativa, como ya argumenté en contra de lo que creo que es la concepción predominante, Tocqueville no entendía ni podía entender la mera ejecución local de la política central. Por tres razones, la mera ejecución local no podría lograr lo que Tocqueville tenía en mente. En primer lugar, los hombres no saldrán de su «individualismo apático» hacia la actividad ciudadana, a menos que sus esfuerzos puedan influir suficientemente en resultados lo bastante importantes para ellos, de manera que merezca la pena el compromiso. Tocqueville se burla, en efecto, de la idea de que los hombres responderán a la mera oportunidad de ejecutar las políticas centrales, y hace que el Estado, en un discurso imaginario, pida a sus ciudadanos que hagan precisamente eso. «Debéis hacer lo que yo quiera, tanto como yo quiera y exactamente como yo lo exija. Debéis cuidar los detalles sin aspirar a dirigir el todo». Tocqueville concluye que «no es en esos términos como se consigue el concurso de las voluntades humanas»[39]. En segundo lugar, incluso si la oportunidad de ejecutar pudiera seducir a los ciudadanos para que participaran, los que se limitan a ejecutar la política no pueden enriquecerse mucho con esa experiencia; y esa ampliación es la razón más profunda de la descentralización administrativa. Ejecutar es una experiencia relativamente solitaria de mandar y obedecer, mientras que deliberar juntos es lo que hace a los hombres reflexivos. Elegir y decidir juntos es la experiencia ciudadana sensata e instructiva. Al igual que el sistema de jurados y las asociaciones políticas, las instituciones municipales deben ser una «escuela de ciudadanía». Lo que se busca no es un puñado de meros agentes ejecutivos locales, sino, en innumerables comunidades, cientos de miles que «dejen sus arados para deliberar sobre el proyecto de una carretera o una escuela pública...»[40].
Por último, Tocqueville no solo quiere la formación de los ciudadanos, sino también la de los políticos y los hombres de Estados. Lo que se ha dicho sobre la inadecuación de la ejecución local como educación política para los ciudadanos se aplica con mayor fuerza a la educación de los políticos y los hombres de Estado. Solo la plena responsabilidad de la política, de la deliberación, de conseguir la aprobación, así como de la ejecución, produce esa educación. Además, añade Tocqueville de forma irónica, la vida política activa generada por la descentralización administrativa es terapéutica y preventiva para el cuerpo político nacional.
Pero todo ello exige que los municipios tengan derecho a decidir y, por tanto, sean realmente independientes y poderosos, aunque solo sea en los asuntos limitados de carácter administrativo. Tocqueville lo expresa con elocuencia.
«El municipio combina dos ventajas que… despiertan intensamente el interés de los hombres; la independencia y el poder. Es cierto que actúa dentro de un ámbito más allá del cual no puede pasar, pero dentro de ese dominio sus movimientos son libres... El habitante de Nueva Inglaterra está apegado a su municipio no tanto porque haya nacido allí, sino porque ve al municipio como una corporación libre y fuerte de la cual es parte y que merece la pena intentar dirigir»[42].
Para responder a las cuestiones que se plantean en esta conferencia, es indispensable tener claros los fines del federalismo y de la descentralización. La posibilidad de que el federalismo sobreviva, cómo puede adaptarse y modificarse para abordar los problemas contemporáneos, etc., todo ello requiere saber qué es lo que queremos del federalismo y qué es lo que, por su naturaleza, puede ofrecer. Una investigación sobre los fines y la naturaleza del federalismo clásico revela que el federalismo estadounidense se comprende mejor si conocemos como lo entendieron estrictamente sus Fundadores—es decir, como una «composición» de elementos tanto federales como nacionales. Una reflexión más profunda nos lleva a comprender que el «federalismo» estadounidense se convirtió en una extraordinaria especie de descentralización, lo que podemos llamar federalismo descentralizado. La genialidad de este sistema radica en que, al conservar elementos del federalismo clásico, nuestros gobiernos se inclinan constitucionalmente en la dirección de la descentralización. Lo que hemos llegado a desear, y lo podemos obtener del federalismo estadounidense, son las ventajas de la descentralización.
Tocqueville es la fuente fundamental de instrucción sobre la descentralización, aunque su idea de la descentralización administrativa ha sido concebida de manera limitada e incorrecta. Al instruirnos en las numerosas y variadas ventajas que ofrece la descentralización administrativa de acuerdo con Tocqueville, adquirimos una nueva apreciación del sistema federal estadounidense, y por qué promueve esta.
Resumen: Este ensayo analiza la concepción del federalismo estadounidense y la posición ambigua y, en ocasiones, mal interpretada que se tiene del mismo. El autor examina la visión histórica del federalismo y cómo la Constitución estadounidense, junto con la visión de los padres fundadores, no representa un Estado completamente federal, sino una conjunción de elementos tanto federales como unitarios. Esta combinación ha permitido el desarrollo de la vida política y de la democracia en Estados Unidos. En este sentido, el autor profundiza en la posición de Alexis de Tocqueville y cómo la concepción de la descentralización administrativa, más que el federalismo, ha permitido cultivar la actividad ciudadana, el espíritu público y la virtud republicana dentro de un gran Estado.
Palabras claves: Federalismo, Estados Unidos, Descentralización Administrativa, Tocqueville.
Abstract: This essay analyzes the conception of American federalism and the ambiguous and sometimes misinterpreted position it holds. The author examines the historical view of federalism and how the U.S. Constitution, along with the vision of the Founding Fathers, does not represent a completely federal state but rather a combination of both federal and unitary elements. This combination has allowed the development of political life and democracy in the United States. In this context, the author delves into Alexis de Tocqueville's position and how the conception of administrative decentralization, rather than federalism, has allowed the cultivation of citizen activity, public spirit, and republican virtue within a large state.
Key words: Federalism, United States, Administrative Decentralization, Tocqueville.
Recibido: 20 de mayo de 2024
Aceptado: 15 de junio de 2024
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[*] Publicado en inglés en Publius: The Journal of Federalism, vol. 3, 1973, pp. 129–152.
[†] Por la presente, el autor expresa su agradecimiento a la Fundación Atlanta y, en especial, por su espíritu de liderazgo a Sr. Oscar van Leer, por su temprano, generoso y comprensivo apoyo. El presente artículo es una recompensa parcial y tardía por su amabilidad.
[01] Las dos primeras partes de este artículo se basan en gran medida en algunos trabajos que he publicado anteriormente. Véase D.J. FLARAR, «On the Relationship of Federalism and Decentralization», Cooperation and Conflict, Peacock Publishers, 1969; y, W.M. FISK y H.GARFINKD,The Democratic Republic, Rand McNally, Chicago, 1970,. pp. 133; C.C.S. BENSON «The Federalist's View of Federalism» en C.C.S. Benson (eds.), Essays on Federalism, Instituto para Estudios del Federalismo, 1961. En el último ensayo mencionado se examina más a fondo el despectivo tratamiento que Hamilton da al federalismo griego.
[02] S. JOHNSON, Dictionary of the English Language, Londres, 1785.
[03] Véase para un examen serio de los desarrollos federales importantes en el período anterior a la Fundación Americana: P. RILEY, «Historical Development of the Theory of Federalism 16th-19th Centuries», tesis doctoral inédita, Universidad de Harvard, 1968.
[04] A. DE TOCQUEVILLE, Democracia en América, vintage Books, vol. I, p.164.
[05] El Sr. Gerry... (favoreció) que los Estados votaran per cápita, lo que, según él, le daría…un aspecto y espíritu nacional a la gestión de los asuntos. «El Sr. L. Martin se opuso a la votación per cápita, ya que se apartaba de la idea de que los Estados estuvieran representados en la segunda cámara.» Véanse las discusiones de los días 14 y 23 de julio en M. FARRAND, The Records of the Federal Convention of 1787, Yale University Press, 1966, vol. 2, pp. 5 y 94.
[06] Cfr. El Federalista 39 para la precisión y claridad del análisis de James Madison sobre la Constitución como un compuesto de elementos federales y nacionales.
[07] M. LERNER, La Democracia en América, Harper y Row, 1966, p. 78; citado de aquí en adelante como Maryer Lerner.
[08] G. W. PIERSON, Tocqueville in America, Doubleday Anchor, Johns Hopkins University Press, p. 470. Cursiva aquí y en todo el texto, salvo indicación contraria.
[09] Edición vintage, p. 84.
[10] A. DE TOCQUEVILLE, De la Democratie en Amerique, Gallimard, 1961, p. 81.
[11] M. LERNER, op. cit., p.78.
[12] A. TOCQUEVILLE, The Old Regime and the French Revolution, Doubleday Anchor Book. 1963. p. 27. De aquí en adelante citado como Old Regime.
[13]A. TOCQUEVILLE, op.cit., p.47.
[14] M. LERNER, op.cit., pp.78y ss.
[15] J.S. MILL, Essays on Politics and Culture, en G. HIMMELFARB (eds.), Doubleday Anchor Books, 1963, p.185. De aquí en adelante citado como Essays.
[16] A. TOCQUEVILLE, op. cit., p. 59.
[17] M. LERNER, op.cit., p. 79.
[18] M. LERNER, op. cit., p. 86.
[19] M. LERNER, op. cit., p. 670.
[20] M. LERNER, op. cit., p. 486.
[21] Para Tocqueville, «el problema de la democracia debe resolverse... en el nivel de la democracia: es decir, su resolución debe ser perfectamente acorde con la igualdad, el principio de la democracia.» M. ZETTERBAUM, Tocqueville y el Problema de la Democracia, Stanford University Press, 1967, pp. 85-86.
[22] M. LERNER, op. cit., p. 478.
[23] M. ZETTERBAUM, op. cit, pp. 89-92.
[24] J.S. MILL, op. cit, p. 185.
[25] M. LERNER, op. cit., p. 482.
[26] M. LERNER, op. cit., p. 484.
[27] M. LERNER, op. cit., pp. 482-483.
[28] J.S. MILL, op. cit., pp. 245-246.
[29] M. LERNER, op. cit., p. 218.
[30] Todas las citas en esta sección sobre derechos son de la edición vintage, pp. 254-256. Véase M. LERNER, op. cit., pp. 219-221. Se han realizado ligeras modificaciones del texto.
[31] M. LERNER, op. cit., p. 223.
[32] M. LERNER, op. cit., p. 223.
[33] M. LERNER, op. cit., p. 225.
[34] M. LERNER, op. cit., p. 82.
[35] M. LERNER, op. cit., p. 83.
[36] M. LERNER, op. cit., p. 86.
[37]M. LERNER, op. cit., p. 225.
[38] J.S. MILL, op. cit, p. 360. Estoy en deuda con mi esposa. Ann Stuart Diamond, por haberme subrayado la importancia de la relación entre Mill y Tocqueville, y por señalar lo acertado de este pasaje.
[39] M. LERNER, op. cit., p.82.
[40] A. TOCQUEVILLE, op. cit., p. 259.
[41] M. LERNER, op. cit., p. 61.
[42] M. LERNER, op. cit., p. 61.