"ReDCE núm. 41. Enero-Junio de 2024"
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Este libro afronta uno de los temas más importantes en la teoría constitucional actual: la tensión entre el derecho constitucional, que quiere limitar y organizar el poder, y el surgimiento de pujantes empresas transnacionales (p. 15). Solo pueden suscribirse las palabras de Golia cuando afirma: «Las empresas transnacionales son un tema que permite probar la capacidad del derecho, en particular del derecho constitucional, para dar solución a los conflictos de una época marcada por los espacios jurídicos globales, sin fronteras y yuxtapuestos» (p. 17). En definitiva, la relevancia del libro radica en su voluntad de afrontar a fondo una cuestión que normalmente la academia solo deja apuntada. Y su interés crece por la metodología que aplica, que promueve un análisis desde el constitucionalismo social, en la línea de Gunther Teubner (p. 19).
La primera parte del trabajo está dedicada a configurar la categoría «empresa transnacional» (pp. 33-141). Encamina este esfuerzo mediante un acercamiento dogmático que se apoya en fuentes de soft law internacional y le lleva a concluir que la empresa transnacional es una formación social colectiva, unitaria y estructurada, que opera mediante una pluralidad de entes jurídicos con sede en diferentes ordenamientos, organiza esos entes y produce bienes o presta servicios en una pluralidad de Estados (p. 41). Sin embargo, el autor considera que no es suficiente una definición funcional e incorpora una aproximación con la que abarcar la realidad social. Para ello se vale del pensamiento de Luhmann, según el cual el sistema social se determina por el haz de relaciones comunicativas que se dan entre los actores en un ámbito y que reducen la complejidad. En este sentido, «un sistema social se constituye en “empresa” solo en el momento en que a través de sus procesos comunicativos, se auto describe como empresa. La empresa es un sistema social distinto en la medida en que instaura y reproduce actos comunicativos basados en la racionalidad, lenguaje y códigos propios, capaces de distinguirla de otros sistemas y, más en general, de su ambiente social» (p. 45).
El autor abre en este punto un inciso histórico para presentar la evolución de la empresa transnacional. Asume, por tanto, y este es un punto cuestionable, que la empresa transnacional es un fenómeno que viene de antiguo. En cualquier caso, estas páginas son útiles porque permiten a Golia encuadrar su investigación en el marco esencial de las relaciones Estado-Sociedad o Estado-sistema económico. Así, comienza repasando la época medieval para subrayar la idoneidad de la persona fictia en la persecución de fines sociales a través de la acumulación de capital. Esta línea se rompió con la construcción del Estado moderno, que monopolizó toda la legitimidad, dibujando una divisoria entre lo público y lo privado, de manera que la corporación quedó enclaustrada en este segundo espacio. En la época contemporánea del welfare state, donde se empiezan a generalizar las empresas con vocación internacional, se encuentra un equilibrio mediante un Estado que marca las reglas de juego con técnicas como el antitrust, la intervención en la economía o los derechos fundamentales. Y, finalmente, llegamos al momento actual, el de la «crisis del welfare State, la segunda globalización y la afirmación de la empresa transnacional» (p. 79). Se trata de un tiempo en el que el Estado ha perdido su capacidad de orientar o arbitrar las relaciones en su propio territorio y, en consonancia, los cuerpos electorales quedan marginados. La debilitación de la potestad estatal empuja a que el derecho público tome formas de derecho privado, y este, a su vez, ocupe espacios de aquel. Dadas estas circunstancias, Golia concluye: «[l]a teoría constitucional, en la medida en que se funda principalmente en postulados del iluminismo liberal, se encuentra hoy con escasos instrumentos teóricos adecuados para encuadrar los retos planteados por estos actores» (p. 95).
La primera parte termina con un capítulo clave, pues, a través del estudio del derecho de la empresa transnacional, el autor pone sobre la mesa una concepción del ordenamiento sin monopolio del Estado en la producción del derecho. Se centra así en analizar las tres formas del derecho de la empresa.
En primer lugar, el ordenamiento propio, que surge por un vacío normativo, sea porque el Estado no puede o no quiere regularlo. La forma jurídica cristaliza entonces cuando «las expectativas» que pesan sobre la empresa son formalizadas por ella misma, que las estructura en tres niveles, uno de autoobligación con los elementos esenciales, otro de control e implementación y finalmente el que contiene normas de conductas concretas (p. 102). La validez de este derecho no se funda en el poder político, sino en el empresarial; no hay una norma superior que justifique su validez. Acabada la preeminencia del Estado, el pluralismo jurídico en la globalización no se explica en términos territoriales, sino que es un pluralismo «politipico, en el sentido de que está caracterizado por ordenamientos funcionalmente diferenciados, que se yuxtaponen y cruzan de forma continua en los mismos ámbitos subjetivos y materiales, pero sin dejar de ser normativamente autocompresivos» (p. 106). Se trata así de unos ordenamientos, los de las empresas (pensemos en los códigos de conducta), que se caracterizan por ser voluntarios, en el que la producción, vigilancia y ejecución se realiza dentro de la empresa y cuya funcionalidad responde a la necesidad de ganar autonomía para asegurar su permanencia como sistema social.
En segundo lugar está el derecho que ordena las relaciones entre empresas. Consiste en un corpus de normas y principios estandarizados y fundados sobre la práctica comercial. Las empresas prefieren apoyarse en un derecho sin territorio, descentralizado y tendencialmente despolitizado que se aplica por órganos para-judiciales y arbitrales.
Y, en tercer lugar, encontramos el derecho híbrido que se refiere a esas formas de regulación estándar, que si bien son impulsados o creados por el Estado, conforman estructuras de gobernanza que dotan al conjunto de las empresas de autonomía organizativa y procedimental. Las empresas se acomodan a estas reglas, bien para poder entrar en el mercado, bien para ganar legitimidad ante los consumidores.
La conformación de un ordenamiento propio de la empresa transnacional conduce irremediablemente a plantearse si ostentan también la cualidad de poder soberano. Sin embargo, Golia esquiva este debate cuestionando la utilidad del concepto de soberanía incluso para los Estados, dadas las limitaciones que conlleva el contexto de la globalización. Para el autor la categoría clave es la de «autonomía», con la que se refiere a la capacidad de acción en un contexto de condicionantes externos de índole material y, más o menos mediados por el derecho (p. 132). Autonomía que es predicable de los ordenamientos estatales, pero también de los transnacionales o híbridos.
En verdad, hoy vemos unas redes de interdependencia y condicionamientos recíprocos de naturaleza económica y política, a partir de los cuales es difícil hablar de un ámbito último de decisión (p. 133). Conviene mejor hablar de autonomías recíprocas: las empresas transnacionales dependen de las estructuras de seguridad y poderes coercitivos que ofrece el Estado; y el Estado está subordinado a los actores económicos para controlar los sistemas de producción.
Aquí se alcanza uno de los puntos clave del trabajo. Afirmar que las empresas transnacionales tienen autonomía y ordenamiento originario implica dos consecuencias esenciales. Primera, se le ha de exigir una identidad constitucional. Segunda, en tanto que el ordenamiento estatal sigue reclamando su exclusividad en la producción del derecho dentro de su territorio, se hace preciso incardinar las normas de la empresa con las del Estado, sea mediante la «tolerancia» o la «resistencia constitucional», asunto que se tratará en la tercera parte (p. 141).
Una vez que se ha constatado que las empresas nacionales cuentan con un ordenamiento propio y autonomía, el autor revisa los diversos mecanismos jurídicos que intentan controlar a esas empresas (pp. 145 y siguientes). Dejando al margen los instrumentos constitucionales (recogidos en la tercera parte), repasa el derecho internacional, los códigos de conducta y los modelos de heteroregulación o de corregulación. E igualmente presenta medios extrajurídicos como el consumo ético o los movimientos de protesta «dal basso», esto es, movimientos ciudadanos que intentan democratizar la globalización.
En este punto el autor da un giro a su investigación y propone analizar el fenómeno de las empresas transnacionales a través del llamado «constitucionalismo social». Es esta una propuesta que está llena de implícitos, que el autor, seguramente por prudencia, no verbaliza. Al menos dos: que el acercamiento de la ciencia constitucional clásica no es operativo; y que los instrumentos de control descritos son insuficientes.
No sorprende, por tanto, que Golia comience deconstruyendo la dogmática tradicional. Entiende que ya no se puede sostener la idea de que la Constitución estatal asume el monopolio de todo constitucionalismo. Hoy distintos actores sociales desarrollan su propia «constitución civil», de manera que la constitución política es una entre las distintas «constituciones sociales». Solo durante el XIX y el XX, los Estados y sus constituciones pudieron postular la irrelevancia de los otros órdenes normativos en su territorio.
A su vez, las constituciones quedan desvinculadas del Estado-nación. Estos han perdido su monopolio en las estructuras productivas, financieras y de conocimiento, y la autonomía de su poder se ha debilitado. La globalización ha permitido que diversos «medium» (el dinero, el conocimiento, la información) ganen autonomía frente al Estado, pero sin que uno se convierta en dominante. La globalización implica, en definitiva, una diferenciación funcional (p. 228).
Una vez que ha fijado las insuficiencias de la dogmática tradicional, el autor identifica el filón constructivo del constitucionalismo social. Se trata de una doctrina que rechaza utilizar un concepto formal de constitución; de este modo, la categoría puede aplicarse a esas realidades que ha estudiado en la primera parte, a saber, los sistemas jurídicos privados o híbridos. Sería así un concepto de constitución que, al estilo del common law, tiene una estructura flexible, en el que jurisprudencia y doctrina ocupan un lugar determinante (p. 232). Para distinguir una constitución en ese magma elástico, habrá que atender a la existencia de funciones, ámbitos, estructuras y procesos constitucionales.
Todo sistema constitucional ha de cumplir una función constitutiva, mediante la cual se formaliza el derecho de un subsistema social. A su vez, debe desarrollar una función integradora que reduce y reconcilia los conflictos entre los distintos grupos sociales. Y, finalmente, también una función simbólica que consiste en la reflexión y perpetuación de los mitos fundacionales de una comunidad, ligados a aspectos culturales, territoriales, históricos y lingüísticos.
El sistema constitucional debe contar con ámbitos o esferas en las que sea posible la disensión y el pluralismo. Ha de existir al menos la esfera profesional, basada en competencias altamente desarrolladas. Y también la esfera espontánea, que carece de competencias, pero que canaliza impulsos externos y presiones sobre el sistema, controlando la esfera decisional. La relación dialéctica entre esferas espontáneas y organizadas hace posibles los procesos de autocontestación y repolitización.
Los procesos provocan una doble reflexividad. Un sistema legal causa una reflexividad jurídica a través del código binario, legal/ilegal. Pero el proceso de constitucionalización requiere la mediación del subsistema en cuestión (poder, dinero, conocimiento) para desarrollar su propia reflexividad. Por ejemplo, en el sistema estatal esta segunda reflexividad se produce cuando el proceso es utilizado para regular el reparto de competencias, procedimientos, etc. O, en el sistema económico esa reflexividad se da con las operaciones monetarias que sirven para controlar el flujo monetario. Para hablar de constitucionalización necesitamos la doble reflexividad del derecho y del medio concreto, sirviendo la primera para sostener la autoconstitución de la segunda (p. 247).
Ese acoplamiento entre lo jurídico y lo social se estabiliza a través de estructuras constitucionales de ligamen, que son a la vez instituciones del sistema jurídico y del social. Por ejemplo, en el concepto jurídico de validez, que tiene una necesaria explicación desde la legitimidad política. Pero, a su vez, el derecho secundario legitima al poder político. La misma función híbrida la desempeñaría la jurisdicción constitucional, la separación de poderes sea vertical u horizontal, o la ponderación de derechos.
El constitucionalismo social abre nuestra mirada a realidades constitucionales más allá del Estado. Y, en consecuencia, quiere facilitar la articulación de las «colisiones intersistémicas e interculturales» (p. 255). Para ello han de darse esencialmente tres pasos, inspirados expresamente en el derecho internacional privado (p. 256). El primero, al que se dedica la parte inicial del libro, consiste en tener en cuenta la existencia de diversas formas sociales de producción normativa que no se articulan jerárquicamente, por más que puedan existir referencias mutuas o vínculos. En el segundo paso se han de identificar criterios de reenvío formal o material mediante los cuales, en caso de conflicto, se determine la competencia, siempre desde una perspectiva funcional. Y, finalmente, se han de establecer normas de salvaguardia (orden público, contra límites, etc.), a través de los cuales, los operadores del derecho, en especial los jueces, deben verificar qué efectos tiene esa aplicación sobre la autonomía funcional del sistema normativo en cuestión.
En el epígrafe 4.4, Golia sale al paso de las teorías que podrían poner en cuestión la utilidad del constitucionalismo social. La primera de ellas es el «constitucionalismo estatocéntrico», que toma el territorio y el poder constituyente como categorías necesarias, de las que carece el constitucionalismo social. En cuanto a la referencia territorial, Golia sale al paso señalando que las constituciones en realidad debilitan el vínculo entre poder y territorio a la par que refuerzan el del poder con el pueblo. La autoridad, que se conforma con las funciones constitutivas e integrativas es la categoría crucial, y no el territorio (p. 264). Asimismo, tampoco se hace imprescindible la categoría de poder constituyente referido a una comunidad política concreta. Basta con la existencia de una variedad de sujetos que se entrelazan en procesos comunicativos (p. 268).
Una segunda corriente es la del constitucionalismo internacional, con su variante del constitucionalismo multinivel, según la cual es posible reconstruir la unidad de la decisión política a nivel transnacional, mediante distintos mecanismos como el ius cogens con valor erga omnes, elementos participativos, la superación del intergubernamentalismo, etc. (p. 275). Pero el autor le reprocha que sean modelos todavía pegados al constitucionalismo político, a la producción estatal del derecho, sin atender las divisiones funcionales.
La tercera corriente sería la del «constitucionalismo contestatario» que se caracteriza en términos generales como una posición que critica al constitucionalismo clásico por perpetuar la hegemonía neoliberal. (p. 280). Sin embargo, entiende el autor que algunas divisiones criticadas por los pensadores que defienden estas tesis, en especial la línea público/privado, sirven para que un subsistema encuentre su propio autocontrol y en cierto modo la propia juridicidad (p. 283).
En la época de los espacios jurídicos transnacionales y de la diferenciación funcional, las constituciones han perdido la capacidad para abarcar todos los ámbitos sociales de una comunidad territorial. El derecho constitucional ya no genera «superdiscursos» que compongan los conflictos, que en muchas ocasiones tienen dimensión transnacional (p. 288). En este contexto, ¿qué lugar corresponde a las constituciones estatales?
Una primera función sería la de articular la tolerancia o resistencia del ordenamiento estatal frente a la presión de otros ordenamientos, en virtud de su todavía dimensión simbólica como fuente de legitimidad. Tarea que según el autor se logra a través de los derechos o principios fundamentales (p. 298). En este sentido, va desgranando una serie de ejemplos. Los conocidos contra-límites en el derecho de la Unión. Su generalización en el ámbito del régimen transnacional de la economía, por ejemplo, en la Organización Mundial del Comercio, o a través de la «doctrina Calvo». Y, finalmente, refiere los casos específicos de Ecuador (Texaco-Chevron), India (Novartis) o Colombia (tratado con Francia). Son todo ellos supuestos en los que, con más o menos éxito, se intenta frenar desde la constitución estatal las externalidades de la economía transnacional.
A continuación Golia estudia los instrumentos de derecho constitucional ligados a una concepción procedimental de la democracia. Se detiene en los referendos de ratificación de los tratados de la Unión y mecanismos como la reforma o el control de constitucionalidad, que dan un espacio a la minoría parlamentaria. Compara el modo de ratificar los tratados de naturaleza económica en la Unión y los Estados Unidos. Y, finalmente, analiza el modo en el que se ha ratificado el tratado CAFTA, tomando como casos de estudio El Salvador y Costa Rica. Aunque en este apartado básicamente muestra los mecanismos, es el último punto, el referido a las repúblicas latinoamericanas, en el que parece concluir que allí donde la ratificación de los tratados pasa por un procedimiento de inclusión parlamentaria y social, acaba repercutiendo favorablemente en la economía (p. 358).
Una tercera vía para asegurar la responsabilidad de las empresas transnacionales es la expansión del constitucionalismo estatal, a través de sus valores, más allá de su territorio. Estamos ante un viejo conocido, si bien Golia destaca el nuevo interés de este tema precisamente en un espacio, el transnacional, donde los Estados no puede intervenir en sus formas clásicas (p. 363). Se trataría entonces de provocar una cierta afirmación autónoma de esos valores por parte del propio sistema transnacional, en virtud de la presión que ejerce el derecho del Estado. Sin embargo, el problema principal es el de la imputación: ¿cómo hacer valer un derecho estatal frente a un actor supranacional? (p. 367). En este sentido resulta especialmente ilustrativo el caso Nike, en el que un litigio en los tribunales de Estados Unidos, pese a la modesta condena civil, logró impulsar la modificación de las prácticas de la empresa frente a sus trabajadores de ciertos países asiáticos. Al hilo de este punto, el libro reflexiona sobre la opción de que los Estados, mediante tratados multilaterales, coordinen la respuesta frente a las empresas multinacionales. Estudia en detalle el Open-Ended Intergovernmental Working Group, cuya esencia consiste en facilitar el acceso a la justicia frente a las empresas transnacionales, de suerte que la condena estipulada en un Estado opere en los restantes Estados.
Finalmente, el autor dedica su atención al derecho de resistencia. Comienza recordando su sentido clásico (y paradójico), que sostiene la existencia de una higher law superior al derecho positivo, que permite adecuar este a los principios constitucionales y, a la vez, ejerce un poder de freno (pp. 390-391). Luego plantea la utilidad del derecho de resistencia ante la ineficacia del aparato estatal y la circunstancia de que los poderes transnacionales hayan inoculado las violaciones en el derecho interno, tomando forma de acto lícito. Ante esta situación el derecho de resistencia, sería utilizado como instrumento de última instancia para la constitucionalización y repolitización de los ordenamientos privados (p. 395).
Estamos ante un libro importante, cuya ambición intelectual corre en paralelo a la profundidad de análisis. Ahora bien, la relevancia del tema y la audacia del método propuesto, merecen algunos apuntes críticos, que son un modesto intento de prolongar el debate que el autor plantea de modo brillante.
Resulta imposible hoy día negar la pérdida de normatividad de la constitución. El libro se centra en uno de los fenómenos que la asedian, los poderes económicos transnacionales, pero es conveniente tener en cuenta que estos crecen en un momento en el que la norma suprema parece haber perdido capacidad vinculante por sus propias contradicciones internas. Es claro en el mandato de apertura al proceso de integración europea, que, de una tacada, aleja de la constitución todo un sistema normativo. En algunos casos, como España, la organización territorial queda en manos de fuentes secundarias. Los derechos fundamentales cobran su significado pleno en un contexto multinivel. E incluso las partes orgánicas, solo son comprensibles a partir del sentido que le dan los partidos políticos, expresamente reconocidos en la Constitución.
Las acotaciones anteriores sirven para señalar que el apogeo actual de los poderes económicos transnacionales llega cuando las constituciones ya están perdiendo la centralidad clásica. Ahora bien, existe una gran diferencia entre la crisis de la constitución causada por sus contradicciones internas y la provocada por la emergencia de poderes transnacionales. En el primer caso, la comprensión de la norma suprema como orden de valores da instrumentos a la jurisdicción constitucional para recrecer el parámetro de constitucional; y, a su vez, la configuración procedimental de la ley permite arbitrar a través de esta fuente consensos materialmente constitucionales[01]. Sin embargo, los poderes económicos transnacionales abren un espacio oscuro, al margen, no solo de las constituciones estatales, sino de la propia lógica del constitucionalismo[02]. Si este pretende dar carta de naturaleza al pluralismo político, cultural, religioso, etc., a través de procesos democráticos y con límites jurídicos, difícilmente podrá armonizar con una realidad, la de los poderes económicos transnacionales, que se mueve por el criterio esencial de la acumulación de capital. Más aún, de acuerdo con los análisis más perspicaces, esos poderes, en su manifestación tecnológica, cuestionan la propia idea de libertad política y transforman el sistema capitalista. En el primer caso, conciben la posibilidad de que el ser humano sea automatizado, habilitándose la posibilidad de predeterminar sus compartimientos[03]. En el segundo caso, las plataformas han sustituido a la oferta y la demanda como pauta para ordenar las relaciones económicas, a la vez que se ha producido una general datificación de los factores productivos[04].
¿En qué medida es posible, entonces, integrar fenómenos que ponen en cuestión los fundamentos materiales del constitucionalismo? Golia propone el constitucionalismo social. En este punto es necesario subrayar la influencia de las tesis de Teubner, que procede, no lo olvidemos, del derecho privado; no ha de sorprender, por tanto, que en ocasiones el libro reivindique el derecho internacional privado como analogía útil para comprender la nueva realidad. Creo, sin embargo, que el constitucionalismo social es una propuesta sociológica fértil para identificar la presencia del poder, pero tiene mucha menos utilidad para ordenar esos poderes desde las claves ideológicas típicas del constitucionalismo, esencialmente el principio democrático.
El recurso a la función constitutiva, espacios, estructuras y procesos, en cuanto que «condiciones de posibilidad» es un camino productivo para reconocer en qué medida un grupo funcionalmente determinado ha alcanzado una posición fáctica que se manifiesta en una autonomía suficiente para dotarse de sus propias reglas frente a otros. Digámoslo claramente y con los conceptos clásicos de la teoría política: quien tiene poder posee la capacidad de darse reglas, o al menos una regla, aquella que consigna los ámbitos en los que goza de mando. Ahora bien, la esencia del constitucionalismo consistió en transformar el poder en potestad, a través del derecho. Ese cambio solo fue posible dotando al poder de legitimidad, lo que se logró dando forma jurídica y estructura técnica a una serie de postulados ideológicos, esencialmente la democracia y la libertad. Si avanzamos hacia una idea del constitucionalismo que puede prescindir de esos valores, habrá que levantar acta de defunción del constitucionalismo como ideología[05]. Y esto se puede aceptar, siempre que en paralelo se haga el esfuerzo de distinguir cuáles son los postulados que alimentan las nuevas formas jurídicas. Porque cabe el riesgo de que el constitucionalismo social arroje un manto de silencio sobre los valores que despliegan las nuevas formas de poder, especialmente el tecnológico, que está transformando las estructuras políticas, económicas, culturales y sociales. Pretender que la relación entre las empresas transnacionales y los Estados puede reducirse a una cuestión de aplicación de normas es achicar la mirada bajo el peso asfixiante de la coherencia metodológica.
Y creo que Golia, implícitamente, también participa de mi anterior conclusión, o al menos así se puede deducir de la tercera parte de su trabajo. Son páginas sobresalientes destinadas a salvar a la constitución estatal de su naufragio. En verdad, lo que pretende es sostener el constitucionalismo en cuanto que propuesta ideológica: los valores constitucionales a través de los contra-límites; la dinámica mayoría/oposición mediante los mecanismos de la democracia procedimental; los derechos fundamentales con la expansión horizontal del derecho constitucional estatal; y, en fin, el constitucionalismo como forma de vida, en último extremo, mediante el derecho de resistencia.
Sin embargo, esta tercera parte deja al lector una sensación melancólica. Es obvio que Golia apunta mecanismos que pueden servir para controlar a las empresas transnacionales y lo hace incorporando ejemplos que enriquecen la teoría. Sin embargo, estamos ante técnicas que apuntan a unos frenos mínimos (tolerancia y resistencia en términos de Golia), pero no son instrumentos útiles para la racionalización cotidiana de las relaciones entre los poderes transnacionales y el Estado. Quizá porque esa estructuración estable es imposible y, efectivamente, solo caben barreras de contención. No obstante, me parece que el libro deja al margen las posibilidades que ofrece la Unión Europea (como ya se ha señalado, en las páginas 275 y siguientes descarta la utilidad del constitucionalismo internacional y, en especial, del constitucionalismo multinivel). Es verdad que los avances más significativos se han producido tras la publicación del libro, sea mediante respuestas desde el derecho de la competencia (caso Google), sea con intentos regulatorios (acuerdos internacionales sobre protección de datos o el reglamento de inteligencia artificial). Es indudable, por tanto, que la integración supranacional ofrece una vía que merece la pena ser explorada. Entre otras cosas porque intenta articular una alternativa frente a modelos autoritarios, como el chino, que parecen mantener una posición de superioridad frente a las empresas transnacionales. En definitiva, interrogarnos sobre las posibilidades de la Unión Europea frente a las empresas transnacionales es otro modo de analizar el destino de la democracia constitucional.
Resumen: Este trabajo es una recensión del libro mencionado en el encabezamiento. En los tres primeros epígrafes plantea los argumentos principales del texto. En el último epígrafe realiza una valoración crítica de las principales tesis presentadas en el ensayo.
Palabras claves: Recensión, empresas transnacionales, constitucionalismo social.
Abstract: This work is a review of the book mentioned in the title. In the first three sections the commentary presents the main arguments of the text. In the last section the commentary makes a critical assessment of the main theses presented in the essay.
Key words: Commentary, transnational companies, social constitutionalism.
Recibido: 6 de mayo de 2024
Aceptado: 13 de mayo de 2024
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[01] E. GUILLÉN LÓPEZ, «Constitución y ley. De la constitución como marco de la ley a la ley como definitoria de la constitucionalidad», en prensa.
[02] F. BALAGUER CALLEJÓN, La constitución del algoritmo, Fundación Giménez Abad, 2ª ed., 2023, pp. 53 y ss.
[03] S. ZUBOFF, The age of surveillance capitalism. Public Affairs, 2019, pp. 317.
[04] J.E. COHEN, Between truth and power: The legal constructions of informational capitalism. Oxford University Press, pp. 235 y ss.
[05] P. CRUZ VILLALÓN, «Introducción. A propósito de Niklas Luhmann, La constitución como logro evolutivo», en N. LUHMANN, La constitución como logro evolutivo, trad. P. Cruz Villalón, Tecnos, 2024 (1990), p. XV, en relación directa con la obra de Teubner afirma que esta corriente sociológica está recuperando un concepto premoderno de constitución, básicamente descriptivo.