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LA VELOCIDAD DE LAS COSAS

Rodrigo Fresán

 

Con el paso de los libros y la sostenida práctica de esa imprecisa ciencia que, a falta de otro mejor, responde al nombre de Literatura, he comprendido, no sin algo de esfuerzo y bastante sorpresa, que en el fondo y en la superficie de todas las historias existen tan sólo dos categorías de escritores y, por lo tanto, dos categorías de lectores. Están aquellos que al final de un cuento suspiran ¿Por qué no se me habrá ocurrido a mí? y están los que optan por sonreír ¡Qué suerte que se le ocurrió a alguien! Eso es todo, todos somos lectores de un modo o de otro. El Bien y el Mal –las claves obvias de nuestra caída y los códigos secretos de nuestra salvación– descansan en paz, se revuelcan en las sábanas rojas de la guerra y se enferman de buena salud en el centro mismo de esa diferencia irreconciliable que, tarde o temprano, conducirá al final de nuestros días en el universo. Algo los une sin embargo: para los hombres, para todos los escritores y los lectores, la Historia –vano mecanismo de defensa siempre es el pasado. Sólo a medida que envejecemos comenzamos a comprender, gracias al tibio y casi inútil consuelo al que se accede con la perspectiva de los años, que hemos vivido la Historia casi sin darnos cuenta y que –¿primera y última cortesía de la muerte?– no demoraremos en encontrarnos ligados a Ella por toda la eternidad. Así, nuestra humilde y hasta entonces fluvial historia desemboca, con un último aliento, en el inconmensurable océano donde van a dar todas las tramas. Así, el fin de los tiempos y el fin de la Historia; y, de vivir adentro de un volumen de cuentos, de ser uno de sus personajes, nada me molestaría menos que ubicar este embrión de relato –una breve introducción en realidad, apenas la incierta luz de una teoría, la sombra de un cuento– en las primeras páginas. La paradoja del fin del mundo en el principio de un libro. Una humilde trampa que funcionase no para desconcertar al lector sino para juguetear con la idea de un nuevo inicio concebido durante el último acto del inmenso e inalcanzable universo imposible de poner por escrito, ahí afuera. Sí, el principio de un libro también puede ser el fin del mundo. Me explico, intento explicarme: navego en un barco de bandera imprecisa y de nombre casi vergonzoso por su obviedad. S.S. Neptuno. Si esto fuera un cuento, claro, no vacilaría en cambiárselo. Doncella de Palestina, tal vez. Da igual. Lo que sí me interesa asentar a modo de preámbulo –bien lo saben aquellos que alguna vez hayan optado por el agua antes que por el aire– es que cuando se cabalgan los mares es cuando más lejos y más afuera de todo nos sentimos. Desconfíen, por favor, del discurso vertiginoso de astronautas en órbita. No en vano hay quien juró que el hombre no es más que un invento del agua para poder trasladarse de un sitio a otro. Estamos construidos con agua y no con aire. Es por eso que, cuando nos arriesgamos a ser uno con las olas, no podemos disimular la sensación de extravío y, al mismo tiempo, la sospecha de estar de regreso en el hogar ancestral después de tanto tiempo lejos de casa. De ahí la felicidad profunda que no demora en invadir a aquellos que se ahogan. Muchos años atrás, yo estuve a punto de morir ahogado en un par de oportunidades, y no creo estar faltando a la verdad si digo que recuerdo aquello como algo raramente placentero. Alcanza con flotar bajo la noche, los ojos cerrados, las estrellas reflejándose en una piscina generosa, para comprenderlo. En el agua, lo primero que se hunde es nuestro apellido y los tristes diplomas y honores que supimos conseguir. Lo último en desaparecer es el recuerdo de un rostro ovalado de mujer que nos sonríe desde las alturas donde esas madres flamantes y perfectas arrullan con la inconfundible canción en la que se cuenta que están dejando de ser lo que fueron hasta entonces para poder ser ellas de una buena vez por todas.

 

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