La bronca del escritor israelí
Amos Oz (Jerusalén, 1939) es un escritor
comprometido con el proceso de paz árabe-israelí. Su último libro recoge el
periplo del pueblo judío. Pero su opinión moderada le coloca en una incómoda
posición en su país y fuera de él. En esta entrevista ataca a los
intelectuales europeos.
SOL ALAMEDA
EL PAIS SEMANAL -
17-10-2004
Amos Oz (Jerusalén, 1939) es un escritor comprometido con el proceso de
paz árabe-israelí. Su último libro recoge el periplo del pueblo judío. Pero
su opinión moderada le coloca en una incómoda posición en su país y fuera de
él. En esta entrevista ataca a los intelectuales europeos.
“Si le parece,
cuando acabemos de hablar de mi libro, le hablaré sobre mi incómoda relación
con los intelectuales europeos”. ¿Me estaba riñendo? ¿Quería decir que
habláramos de su libro, que era para lo que acudía a la cita con EL PAÍS, y
que luego ya veríamos? La duda se disipó enseguida; sólo con volver a mirar
a este hombre sesentón, risueño, de aspecto saludable y amistoso. Porque
Amos Oz no tiene el aspecto de un escritor al uso, de un intelectual, ni
siquiera de alguien que se relacione de alguna manera con la literatura…
Aunque es verdad que algunos colegas suyos aman la vida de campo y la
navegación a vela, este judío que vive en el desierto parece un pionero. Es
lo que quiso ser, y fue, cuando, huyendo del destino que le preparaba su
familia, llegó a un kibutz a los 15 años. Cavó la tierra para construir
Israel, arrimó el hombro y se quemó al sol por una idea entonces llena de
romanticismo. Y ahora, con la paz aún pendiente y el camino sembrado de
muertos, la decepción no ha podido con él. Como un pequeño tanque bien
pertrechado de argumentos, está dispuesto a emplear todo el esfuerzo
necesario para proclamar sus puntos de vista sobre cómo conseguir la paz en
cuantos medios se le pongan a tiro. Los suyos son puntos de vista de un
judío moderado y comprometido. Es uno de los principales promotores del
Tratado de Ginebra, escrito por palestinos e israelíes y apoyado por el 40%
de ambas poblaciones, donde se busca una solución para el conflicto. Es
decir, lo que quería Amos Oz aquella tarde que se encontró con El PAÍS era
ir al grano. Echar una reprimenda a los intelectuales europeos que miran
hacia Palestina e Israel sin implicarse, según él, más que para tranquilizar
sus conciencias.
Pensaba en el motivo que le ha llevado a escribir esta biografía,
‘Una historia de amor y oscuridad’ [editorial Siruela], en el momento en que
lo ha hecho. Es una obra literaria que además tiene un interés histórico.
¿Ha sentido la necesidad de contarse todo eso a sí mismo o ha querido
profundizar en la postura del pueblo judío colocando a los judíos en un
plano de igualdad con los palestinos, en tanto que víctimas?
Necesitaba contar la historia porque tengo hijos que no conocieron a
mis padres, y ahora tengo incluso nietos que quizá no sepan nunca por qué
han nacido en Israel. En el barrio de Jerusalén en el que me crié había un
cartero curioso. Tenía la costumbre de escribir en los sobres sus propias
cartas, antes de depositarlas en el buzón; nunca abría un sobre, pero
escribía cosas como “no malcríe a sus hijos, no les hace ningún favor” o,
sencillamente, “su colada lleva tres días tendida en la cuerda, y las
palomas…”. Pero no quiero cambiar de tema. Cuando estaba escribiendo este
libro me sentía muchas veces como aquel cartero, con una carta de mis padres
a mis hijos, de mis abuelos a mis nietos, de los que nos precedieron a los
que quizá no han nacido aún, y en el sobre escribía cosas de mi vida, mis
ideas y mis avisos sobre las palomas. No es un ensayo disimulado, no es un
libro polémico: es una historia que el mundo está a punto de olvidar. Los
europeos la están olvidando. Los israelíes la están olvidando. Y los
palestinos nunca la han oído. Tenía necesidad de contarla. Para mí, contar
historias es como la comida, el sueño o el sexo; necesito darlo y recibirlo.
Se diría que quería contar su historia de una vez por todas, lo
que se trasluce en una escritura sincera, sobre todo en las páginas sobre su
madre, quien es el hilo conductor.
Ella es la heroína del libro, no yo. Por eso me resisto a llamarlo
autobiografía o memorias. Yo no soy más que un personaje secundario, los
protagonistas son mis padres.
En el libro se ve la persecución del pueblo judío a través de su
familia, desde sus bisabuelos en Rusia. Precisamente uno de estos bisabuelos
dice desesperado: “Dios nos odia”. ¿Se ha preguntado a qué era debido ese
odio hacia los judíos en tantos lugares y durante tanto tiempo?
La pregunta de por qué se odia a los judíos no se le puede hacer a un
judío. Es como preguntar a una mujer por qué hay tantos hombres misóginos…
Las odian porque tienen un problema ellos. Y no todo el mundo odia a los
judíos. En la península Ibérica nos expulsaron, pero antes había una
situación idílica. Incluso en Alemania, a principios del siglo XX, vivían
una luna de miel. Quizá no es bueno para nadie no disponer de un hogar, ser
siempre invitado de otros. A veces, invitados muy bien acogidos, pero
siempre invitados.
Lo que tiene de nuevo este libro es el terrible amor de los judíos
hacia Europa. Mis padres y mis abuelos me lo ocultaron. A nadie le gusta
hablar a sus hijos de un amante que les ha rechazado. Tuve que adivinar
hasta qué punto querían a Europa. Tuvieron mucha suerte, porque si Europa no
les hubiera expulsado en los años treinta, les habría matado en los
cuarenta. Pero el dolor y el agravio estaban ahí. Los judíos de países
árabes también fueron expulsados. Hay que contar esta historia no para
demostrar que los palestinos no tienen razón, que la tienen, porque ellos
tienen sólidos argumentos a su favor. Yo crecí en una atmósfera muy
nacionalista y militante.
Es de los pocos que reconocen que los palestinos tienen razón, que
ellos fueron expulsados de su tierra. ¿Cuándo se dio cuenta de esa
realidad?
Creo que todo viene del suicidio de mi madre. Me volví muy suspicaz
sobre los valores y el sentido ético de la familia de mi padre. Cuando
rechacé a mi padre, rechacé sus ideas políticas y me fui a un kibutz.
Hay un pasaje precioso que no sé si es exactamente biográfico. De
niño, está con su tía en una tienda de ropa. Usted se escapa a la trastienda
y se encuentra en una especie de laberinto de cajas y vestidos. Allí hay una
especie de niña preciosa a la que persigue. Hasta que ve que es una
viejecita monstruosa y se esconde en un armario. Y de ahí lo rescata un
viejo árabe y lo devuelve a su tía. ¿Es un símbolo para usted?
Todo es auténtico, pero no todo es una confesión. Cuidado. La mitad
de lo que sabemos acerca de otras personas es imaginación. No me refiero a
la literatura. Hablo de mi mujer, mis hijos: la mitad de lo que sé sobre
ellos es imaginación. Así que, al leer este libro, se debe tener en cuenta
que la línea entre fantasía y realidad no existe. La fantasía es muy real.
Por ejemplo, cuando escribí sobre lo que pasaba en el dormitorio entre mis
abuelos no pude consultarles, pero sí a mis propios genes. Y ellos me lo
cuentan porque están dentro de mí.
La falta de rencor que hay en todos los personajes es muy
reconfortante…
Este libro lo escribí cuando ya no sentía odio. Durante muchos años
odié a mi madre por haber abandonado a un marido y a un hijo tan
maravillosos, como si se hubiera fugado con un amante. Odiaba a mi padre por
ser un idiota que había dejado escapar a una esposa maravillosa. Y me odiaba
a mí mismo porque tenía que ser un monstruo para que mi madre me hubiera
dejado. “Si hubiera hecho mis deberes y hubiera ayudado con los platos, ella
estaría viva todavía”. Pero el libro lo escribí cuando la ira y el odio se
habían pasado. Cuando sentí que podía invitar a los muertos a tomar un café
en mi habitación. Mi padre, mi madre, mis abuelos, mis vecinos…, invitarles
a sentarse para hablar. Hay muchas cosas de las que nunca hablaban conmigo,
así que ahora había llegado el momento de que yo les hablase a ellos. Y de
presentarles a mi mujer y a mis hijos. Es el espíritu con el que escribí.
Pero también teniendo presente el valor que tenía como testimonio
la persecución de su propia familia. Después de todo, es un escritor
comprometido.
En nuestro caso, lo personal y lo histórico no son dos cosas tan
diferentes. La historia es personal. Pero la línea no está clara. Cuando mi
madre pasaba sus noches de insomnio, seguro que también se acordaba de su
pueblo, en el que todos habían sido asesinados. Y ella, en Jerusalén, se
acordaba de ellos. ¿Eso es histórico o personal?
Según usted, los palestinos tienen que entender que la necesidad de
seguridad que sienten los israelíes es debida al Holocausto y las
persecuciones. ¿Esa necesidad de seguridad es en parte una paranoia?
En primer lugar, los paranoicos pueden tener auténticos enemigos.
Pero los palestinos, como enemigo, son poca cosa para los
israelíes. En cuanto a capacidad de destrucción.
Ahora lo explico. Los paranoicos pueden tener verdaderos enemigos,
igual que un hipocondriaco, a veces, puede estar enfermo, y un megalómano,
ser un gran hombre. Israel tiene enemigos reales; no los palestinos, sino el
islam fundamentalista, Irán, una posible coalición de naciones islámicas
fanáticas. Ése es el auténtico peligro para la vida de cada uno de nosotros.
No los palestinos; ellos son una tragedia cercana, muy cercana, pero no son
una amenaza contra Israel. En eso tiene razón.
¿Cree que esa diferencia de poder bélico con los palestinos es lo
que hace que Europa se incline en su defensa?
En parte, porque los europeos se centran sólo en Israel y Palestina.
Cuando el primer ministro de Irán declara que hay que destruir Israel y
expulsar o matar a los judíos, no hay ninguna manifestación en las calles de
Madrid. La política española es que éste es un mundo pluralista y hay países
que pueden apoyar el genocidio, aunque nosotros, no; pero si Irán quiere
apoyarlo, tiene derecho a su opinión. No es extraño que los israelíes estén
preocupados y nerviosos. Pero todo esto tiene que ver con otra parte de
nuestra conversación, sobre mi incómodo diálogo con los intelectuales
europeos. Cuando acabemos de hablar sobre mi libro, le hablaré de mi
relación con ellos.
Sin embargo, es un moderado en su pueblo. Admite que los
palestinos tienen derechos y promueve el Tratado de Ginebra, que busca una
solución para que ambos pueblos compartan la tierra. No debe sentirse
cómodo.
Mi postura no siempre es fácil. Hay muchas personas que se han
convertido en exclamaciones andantes, en Israel y Palestina, pero también en
Madrid. Es muy fácil ser un eslogan. Yo no pretendo lanzar una reprimenda a
los malos, como una institutriz victoriana. Nuestros intelectuales y los
intelectuales occidentales tienen tradiciones distintas. Ellos son de
izquierdas, yo también; son pacifistas, yo también; se opusieron a la guerra
de Irak, yo también. Sin embargo, vivimos en planetas diferentes, porque
para ellos lo más importante es decidir quiénes son los buenos y quiénes son
los malos; firman un manifiesto, expresan su condena, su indignación, su
protesta, y luego se van a la cama sabiendo que están en el bando de los
ángeles. Para mí, lo importante no es saber quiénes son los ángeles. No vivo
en un mundo de ángeles y demonios, vivo en un mundo más complejo. En
política, me siento como si llevara una bata de médico y tuviera ante mí a
unos heridos graves por un accidente de coche, todos ellos llenos de sangre.
No pregunto quién ha tenido la culpa, pregunto qué puedo hacer ahora. Para
mí es más fácil dialogar con palestinos pragmáticos que con dogmáticos pro
palestinos en Madrid. Afortunadamente, tengo que negociar la paz con los
palestinos, no con los amigos españoles de los palestinos. Cuando hablo con
colegas palestinos, no los fanáticos, hablamos como dos médicos junto al
lecho de un paciente. A veces no estamos de acuerdo en el tratamiento, pero…
Pero nunca se ha podido llegar a un verdadero acuerdo, aunque ha
habido momentos en que se vislumbraba cercano.
Porque tanto israelíes como palestinos tienen pésimos dirigentes en
este momento. Tal vez es un problema universal, no sólo de Oriente Próximo.
Son dirigentes sin valor, imaginación ni capacidad visionaria. Pero hay una
buena noticia, para variar: la mayoría de los judíos israelíes y la mayoría
de los árabes palestinos están tristemente listos para una solución
pragmática. Los sondeos de opinión lo muestran cada semana. Suelo decir que
el paciente israelí o palestino está bastante dispuesto a someterse a la
operación; no le gusta, pero está listo. Pero los médicos son unos cobardes.
Usted debe desesperarse al ver cómo pasa el tiempo y se llena de
muertos…
Lo que acaba de decir, para mí, es un lujo. Nunca malgasto el tiempo
en decir que es terrible. Me levanto por la mañana y me pregunto qué puedo
hacer. Cojo el teléfono, llamo a un amigo palestino, veo si podemos dar una
respuesta conjunta al atentado del día anterior. Si podemos aparecer los dos
en televisión esa noche, le sugiero alguna alternativa. Ésa es la mentalidad
de hospital. Los intelectuales europeos firman manifiestos, llaman cosas
terribles a Bush; yo también, pero eso no basta. Se le puede llamar de todo.
¿Y qué? Supongamos que a Bush le afecta y que esta noche todos los
estadounidenses, los británicos y los italianos se van de Irak. ¿Y entonces
qué? Se producirá un genocidio espantoso. He aquí una tarea para los
intelectuales europeos, los intelectuales españoles: muy bien, que se vayan
de Irak, ¿pero qué sugiere usted después? Otra tarea: hay una simbiosis
involuntaria entre la televisión y el terrorismo, porque el terrorismo
significa aterrorizarnos, y lo logran cuando vemos en directo las imágenes
espantosas de Rusia, hace unas semanas. A lo mejor no hace falta que veamos
todas esas imágenes. No estoy sugiriendo que se aplique la censura.
Necesitamos saber todos los detalles. A través de la radio y los periódicos.
¿Pero tenemos que ver toda esa pornografía de sangre? No quiero que los
Gobiernos censuren imágenes. La libertad de expresión es sagrada. Pero la
sociedad civil y los intelectuales deberían reflexionar y tomar quizá la
decisión voluntaria de no verlas. Si vemos todo lo que pasa, estamos
haciéndoles el juego a los terroristas.
Y justificando que ahora Putin tome una serie de medidas que atentan
contra la democracia en Rusia. Utilizando ese terror.
Sean los Gobiernos o los terroristas, la pornografía de la sangre no
es libertad de expresión. Lo que yo quiero es tener toda la información que
sea, y saber de forma inmediata qué ha sucedido, cuánta gente, cuál es la
situación… Por eso es una tarea para los intelectuales: ¿dónde poner el
límite? Yo no lo sé. Pero, en vez de gritar “¡Bush, al infierno!”, “¡Sharon,
asesino!”, “¡Putin, dictador!”, ¿no pueden hacer los intelectuales un poco
de trabajo intelectual?
En su libro se habla con nostalgia de las intenciones de los
primeros judíos que poblaron Israel. Cuando llegaron sus abuelos y todos los
que querían implantar el socialismo; cuando su padre, en el momento en el
que se reconoce el Estado de Israel, llora y dice: “Por fin tenemos una
tierra, un Estado donde estar”. ¿Aquel sueño se ha ido estropeando con el
paso del tiempo?
Hay una verdad que es universal, no sólo israelí: los sueños y las
fantasías, cuando se hacen realidad, son decepcionantes. Israel es un sueño
hecho realidad: un poco gris, un poco sucio, un poco raído, y a veces ni
siquiera huele bien. Pero es lo que ocurre con cualquier sueño. Ocurre
cuando uno escribe una novela. La novela que uno tiene en la cabeza es mucho
mejor que la que acaba haciendo. O cuando se planta un jardín, o se hace
realidad una fantasía sexual. El sueño de mis padres era un sueño mesiánico:
crear un paraíso ético, como el sueño de los profetas. Pero a la mañana
siguiente hay problemas con el alcantarillado, y resulta que nuestro amante
ronca cuando duerme. La diferencia entre mi madre y yo es que ella creció
con un menú muy romántico: grandes sueños, un gran amor, una gran vida
poética… Y esa dieta la mató. Es muy peligrosa, sobre todo cuando uno se
vuelve adicto a diversos tipos de idealismo. Se puede morir por una
sobredosis de sueños románticos. Son como una droga. En cambio, yo soy un
hombre prosaico.
Me encantaría leer los cuentos que su madre le contaba de niño.
Mi madre era mejor escritora que yo, pero, en cierto sentido,
escribió a través de mí. A eso me refería cuando decía que ahora invito a
los muertos a mi casa. En el libro hay un núcleo radiactivo que es su
muerte. Todo el relato se mueve en círculos alrededor de su muerte. A veces
se aproxima y a veces se aleja, hasta las últimas páginas. Me costó mucho
crear esta estructura. ¿Cómo hacer las modulaciones entre una conversación
con Ben Gurion, las fantasías e historias de mi madre, la vida en Israel
hace 90 años, la cultura del kibutz y mi vida actual en Arad, además de la
mujer que me enseñó lo que era el sexo? ¿Cómo orquestar todo eso? Era un
enorme problema musical. La gente me pregunta si me costó mucho hacer una
confesión. Confesarse no es nada al lado de crear una estructura y la
combinación artística capaz de armonizar todas esas cosas.
Debió de sentirse satisfecho al terminar.
Eso es quedarse corto. Cuando estaba escribiéndolo pensaba que no iba
a conseguirlo, que iba a acabar conmigo. Tuve enormes dificultades con la
composición. Y es un libro escrito por un novelista, no es una memoria
cronológica. Lo construí como una sinfonía.
Me gustaría hablar de cómo se repiten las cosas. Los maltratadores
suelen ser tipos que fueron maltratados o que vieron maltratar. ¿Hasta qué
punto, con el muro que está construyendo Sharon, se está imitando la memoria
colectiva del sufrimiento del Holocausto…? ¿Qué diferencia hay entre el
gueto polaco y el muro actual?
No es una buena comparación. A los judíos les encerraron en el gueto
para que fuera más fácil detenerlos y matarlos. En la actualidad existe un
muro entre Europa y África. Cada puesto de control de pasaportes es un muro.
Pero lo que está construyendo Sharon no es un muro entre Israel y Palestina,
sino en medio de Palestina. Si se tratase de construir una muralla entre dos
vecinos que se llevan mal, diría: muy bien, constrúyala entre mi jardín y el
de los palestinos. El poeta Robert Frost escribió que “buenas vallas hacen
buenos vecinos”. Pero un buen muro es el que se levanta entre mi jardín y el
del vecino, no en medio de su jardín. Sharon lo está construyendo donde no
debe. No tiene nada que ver con el gueto, pero lo levanta para quitarles
algo a los palestinos. Cuando uno vive en un barrio peligroso pone rejas en
las ventanas, es legítimo; pero si aprovecha para quitarle un dormitorio al
vecino, hace mal. Más trabajo para los intelectuales europeos: ¿qué muro es
legítimo y cuál no lo es? Decir “abajo todos los muros” es infantil.
Perdone, estoy utilizándola para pedir a mis aliados históricos, la gente de
izquierdas, que cambien su postura, que hagan sus deberes y propongan ideas
constructivas.
¿Y qué les dice a los norteamericanos?
Lo mismo. La vida no es Hollywood, no consiste en buenos y malos. En
Estados Unidos hay gente que ve el mundo en blanco y negro, y, por tanto,
envía sus ejércitos a luchar. No son tan distintos de algunos intelectuales
europeos que también ven el mundo en blanco y negro, pero en sentido
opuesto. Y no tienen ejércitos que enviar. Ni siquiera en los poquísimos
casos en los que estaría bien hacerlo, como en estos momentos en el sur de
Sudán, o en Kosovo hace años.
Y, al fin y al cabo, los europeos lo estropearon y ellos deben
arreglarlo, ¿no? Son los culpables de la situación del mundo árabe, que
fueron sus colonias. Y también del Holocausto judío…
Por supuesto. Árabes y judíos fueron víctimas de los europeos de
maneras distintas. Los árabes, mediante el imperialismo y la explotación, y
los judíos, mediante la persecución, la discriminación y, al final, el
asesinato en masa.
En la Alemania de principios del siglo XX, los judíos que llegaban
del este querían aprender alemán, ser asimilados por la cultura y contribuir
a ella. De hecho, en la cultura centroeuropea se produjo el mestizaje.
Luego, todo se hundió…
No voy a caer en la trampa de insultar a Europa. Ya no soy europeo,
pero soy hijo de judíos a los que Europa rechazó. Hace 70 u 80 años, los
judíos eran los únicos europeos de Europa. Los demás eran patriotas
españoles, o patriotas polacos, o patriotas búlgaros. Mis padres y abuelos
eran europeos, políglotas, y soñaban con una Europa unida. Por eso les
etiquetaron de cosmopolitas, que era la palabra más terrible tanto en el
vocabulario fascista como en el comunista. También les llamaban parásitos,
porque eran intelectuales. ¿Por qué? Porque deseaban ser europeos. Mi padre
decía, con triste sentido del humor, que en Checoslovaquia había tres
nacionalidades: los checos, los eslovacos y los checoslovacos, que eran los
judíos. En Yugoslavia, nueve nacionalidades: serbios, eslovenos, croatas,
yugoslavos… Tardé muchos años en comprender qué broma tan amarga debía de
ser aquella, cuánto dolor ocultaba.
¿Y qué va a pasar ahora?
Que israelíes y palestinos llegarán a un acuerdo tristemente
pragmático: habrá un Estado de Palestina al lado del de Israel; sin luna de
miel ni historia de amor, pero viviremos como vecinos civilizados. No sé
cuándo llegará, pero puedo prometer, en nombre de israelíes y palestinos,
que si Europa tardó más de mil años en acabar con las guerras y crear la CE,
nosotros lo haremos más deprisa y derramaremos menos sangre que Europa.
Tengan un poco de paciencia y no tengan una actitud de condena, indignación,
paternalismo… No nos digan que somos terribles. Traten de ayudar. Den a las
dos partes toda la empatía que puedan. Eso es lo que hago en mi libro, no
juzgo quién era bueno y quién malo entre mi padre y mi madre. Escribo sobre
los dos, con toda la empatía de la que soy capaz. A veces con ironía, pero
siempre con empatía.
En la época de Rabin y Peres seguían levantándose asentamientos
ilegalmente. Los palestinos tienen un Gobierno corrupto. No sólo hay una
desconfianza mutua que hace que parezca imposible llegar a un acuerdo,
tampoco vistos desde Europa ofrecen ustedes garantías…
Existe la idea sentimental de que primero hay que construir la
confianza entre las partes, y después acordar la paz. Es todo lo contrario.
Primero hay que firmar un contrato con los dientes apretados, y después
construir la confianza. Cuando existe confianza mutua no hay necesidad de
contrato. Con los palestinos, Israel necesita un contrato muy detallado, y
ambas partes necesitarán garantías de un tercero –Europa, Estados Unidos–,
porque no existe esa confianza. Pero el contrato es lo primero. De nuevo
habla el médico del hospital.
En la última época de Clinton se llegó a anunciar que había un
acuerdo. Era parecido a lo que presentaron en el Tratado de Ginebra. ¿Qué
pasó al final?
Que los líderes de las dos partes no tuvieron el valor suficiente
para hacer lo que sabían que tenían que hacer. Con el tratado intentamos
crear un modelo de acuerdo de paz. No tenemos ninguna autoridad; hemos hecho
una labor de intelectuales: escribir una receta. Que el paciente se tome
luego la medicina o no… Pero, por lo menos, hicimos una sugerencia que
abarca todos los aspectos en disputa y permite un compromiso, aunque no sea
muy feliz. Compromiso en el sentido de concesión, de encontrarse con el otro
a medio camino. El Tratado de Ginebra cuenta con el apoyo del 40% de la
población, tanto en Israel como en Palestina. No es suficiente, pero es
mucho. Cientos de miles de personas, en las dos partes, firmaron un
manifiesto en el que decían que aceptan una solución con dos Estados. Hay
que hacer las cosas con tiempo y paciencia, no podemos hacer milagros.
¿Qué va a pasar con los ortodoxos, los que están en los
asentamientos?
No hay duda de que lo pasarán muy mal, porque para ellos es el fin
del mundo. Pero son minoría en Israel.
Los primeros judíos que llegaban a Israel, como su familia, no
tenían mucho que ver con los que siguen llegando. Entonces, en Israel había
más profesores que alumnos, hablaban varios idiomas.
Aquélla sigue siendo la sociedad más discutidora del mundo. La gente
discute sin cesar. Todo el mundo habla y nadie escucha. Yo escucho a veces
porque vivo de ello; pero la gente habla, tiene ideas. Todo el mundo es un
mesías, todo el mundo es un profeta. Ésos son los genes de los primeros
israelíes, aquellos europeos que escribían una carta a Stalin, con una copia
para el Papa, llena de ideas sobre cómo transformar el mundo para que todos
fueran felices. Esos sueños siguen existiendo en la sociedad israelí.
Se diría que, en los años treinta, sus ideales eran de más altura,
¿no?
Ustedes no oyen hablar de ellos porque sus medios sólo hablan de
autobuses incendiados y bombas en las calles. En Israel sólo oímos hablar de
España en la televisión cuando estalla una bomba; si no, España no existe.
Pero lean nuestra literatura. Nosotros leemos mucha literatura española.
Leemos a Javier Marías, a Muñoz Molina; leemos a autores españoles para
saber cómo es esta sociedad que todavía se debate con las sombras del
pasado, que por la noche quizá todavía sueña con la Guerra Civil. Y eso lo
sabemos por su literatura, no por sus medios de comunicación. Lean nuestra
literatura y sabrán más sobre nosotros. España y nosotros tenemos que hablar
no sólo sobre Sharon, Arafat, Aznar o Moratinos. Existen muchos genes judíos
en las culturas ibéricas, y muchos genes ibéricos en la cultura judía. Es
intolerable que el único tema de conversación entre nuestros países sea
Sharon o los asentamientos. Si leen nuestros libros y nosotros leemos los
suyos, vamos a hablar sobre cosas profundas. La vida es demasiado corta para
pasarla siempre en el mundo de la CNN.
Entonces, hágame un resumen de cómo vislumbra el futuro inmediato.
Israel tiene que abandonar los sueños de gloria bíblica y conformarse
con un hogar reducido. Los palestinos tendrán que decir adiós al sueño de la
Palestina anterior al año 1947. Tendrán un apartamento con un salón y un
dormitorio, y tendrán respeto. Debemos dividir la casa en apartamentos. Los
checos y los eslovacos lo hicieron sin derramar sangre. Se puede hacer.
‘Una historia de amor y oscuridad’, de Amos Oz, está publicado por
Siruela.
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