LUCES Y
SOMBRAS SOBRE
EL ORIGEN DE
LA VIDA
Juan Antonio Aguilera
Mochón
Departamento de Bioquímica
y Biología Molecular
Universidad de Granada
A
pesar de la aceptación casi generalizada de que parece que los primeros organismos
aparecieron en la Tierra hace unos 4.000 millones de años, lo que hoy sabe la ciencia acerca del origen
de la vida es, a menudo, sumamente sorprendente, y pone al descubierto falacias
muy extendidas (a veces por los propios científicos). No es extraño: nos
movemos entre paradojas, incertidumbres y enigmas que suelen obviarse o
resolverse de forma interesada, pues nos enfrentamos a un problema tan crucial
que no sólo preocupa y agita a los científicos: sus ramificaciones apetecen a
escritores de ciencia-ficción y proselitistas de diversa especie.
El problema de los orígenes humanos ha sido siempre uno de los
que más desasosiego ha producido entre los hombres con inquietudes. Hoy día,
para casi todas las personas con alguna cultura científica, la resolución
darwiniana de aspectos esenciales del problema ha sustituido, en parte, el
desasosiego por el placer espiritual que proporciona el avance en el
conocimiento.
A estas mismas personas, la inquietud les viene ahora de más
hondo: ¿qué mecanismos explican los "avances" evolutivos?, y de más
lejos: no nos es difícil contemplar nuestro particular origen como un episodio
de la historia evolutiva de los seres vivos, pero ¿qué decir del origen de los
propios seres vivos? En este artículo nos aventuraremos entre las tierras
movedizas que dificultan el acceso a una respuesta clara a esta remota y
profunda desazón.
¿Cómo abordar la cuestión del origen de la vida? Una mínima
reflexión lleva a la triste certidumbre de que todo lo que podremos hacer es
idear mecanismos verosímiles por los que la vida surgió en nuestro planeta,
pero no llegaremos a poder asegurar que los hechos fueron indudablemente de una
determinada manera. Esta conclusión da pie a que abunden las "tortugas
artificiales" (entre las que se cuentan ilustrísimos científicos)
dispuestas a elucubrar alegremente en la confianza de que nadie podrá probar
que mienten. Aún peor: muchos aprovechan para dar rienda suelta a sus fantasmas
cubriéndolos con una sábana de cientifismo.
Sin embargo, no se trata de cambiar el "todo vale"
por el "no se sabe nada"; siendo honestos, un tema especialmente
escurridizo hay que intentar atraparlo con redoblada precaución. Ésta puede
resumirse básicamente en una fórmula tácita: cualquier especulación sobre el
origen de la vida deberá sostenerse sobre datos y/o experimentos fiables.
Cuanto mayor rigor y fuerza sugestiva tengan estos apoyos, mayor credibilidad
tendrá la especulación.
La mejor manera de comenzar a afrontar los problemas aquí
tratados (¿cómo y cuándo aparecieron los primeros seres vivos capaces de
evolucionar?) es plantear "la situación de partida" en el planeta y
la "meta" que debió alcanzarse, con los primeros organismos listos
para evolucionar hasta los actuales.
Partimos de un planeta no mucho más caliente que ahora, del
que destaca la "calidad" de su atmósfera, pues parece, como veremos,
que sus componentes fueron un suministro esencial para la producción de materia
orgánica.
Y hemos de llegar a unos organismos que debieron compartir con
los actuales una serie de características bioquímicas, como hace suponer la
"coincidencia bioquímica básica" de los seres vivos actuales: unas
proteínas, las enzimas, que aceleran reacciones químicas determinadas; una
"fisiología" (que incluye el manejo apropiado de la materia y la
energía, y la relación con el medio) y una reproducción (con errores)
controladas por la información almacenada esencialmente en los ácidos nucleicos
(los cuales codifican la síntesis de aquellas proteínas), y una estructura
celular delimitada por una membrana. Unos organismos, por cierto, de una
complejidad extraordinaria.
Los resultados de los estudios y de las reflexiones rigurosas
en torno a este recorrido desde la situación de partida hasta la meta son
prolijos de exponer, y sólo destacaremos de entre ellos ciertas sugerencias (no
me atrevo a llamarlas conclusiones) especialmente relevantes, dejando de lado
notables aspectos del origen de la vida como la construcción del árbol
genealógico de todos los seres vivos, la obtención de energía en los primeros
organismos, el origen de las asimetrías en nuestra composición molecular, la
naturaleza de las primeras membranas, etc. Algunas de esas sugerencias son
sorprendentes por paradójicas. Otras se enfrentan a más o menos extendidas, y a
veces interesadas, falacias proclamadas por "entendidos en la
materia", y otros resultados abren controversias hoy irresolubles.
Quede claro para empezar que si la ciencia se caracteriza y
ennoblece por el reconocimiento de la provisionalidad de sus aseveraciones,
hemos de admitir, como científicos, que las que haremos aquí adolecen en mayor
o menor medida de incertidumbre. ¿Qué ofrece la ciencia en estos terrenos?
Sencillamente, la búsqueda honesta de la verdad. Esa búsqueda, interminable,
puede ser enormemente productiva y placentera, sin embargo. El placer nace de
la exploración intelectual (¡multidisciplinaria!), del descubrimiento, de
encajar otra pieza en el puzzle... aunque acaso haya luego que quitarla, y aunque
sepamos que lo más probable es que no acabemos el puzzle ¡nunca!
Es célebre
aquello que dijo el premio Nobel George Wald: “Con el tiempo, lo imposible se
vuelve posible; lo posible, probable, y lo probable, virtualmente cierto”. Es
posible que conforme pasa el tiempo esta aserción se esté volviendo cada vez
más incierta.
Es verdad que hablando de evolución nos las vemos con períodos
de tiempo abismales, como cientos e incluso miles de millones de años. Pero, ¿cuánto
exactamente, en lo que al origen de la vida se refiere? No parece difícil
estimar el tiempo máximo de que disponemos: basta calcular cuándo se formó la
Tierra con unas condiciones suficientemente "hospitalarias" y la edad
de los fósiles inequívocos más antiguos. La edad de la Tierra la conocemos
bien: nuestro mundo es un venerable planeta de unos 4.600 millones de años. Sin
embargo se calcula que, en realidad, hasta hace unos 4.000 millones de años las
condiciones ambientales no permitirían los procesos químicos presumiblemente
necesarios para la generación de sistemas vivientes.
La antigüedad de los vestigios de actividad vital es más
controvertida. Hasta hace no muchos años, los paleontólogos definían el periodo
Cámbrico como aquel en el que comenzaban a aparecer fósiles, evidentes y
numerosos, de pequeños organismos, y englobaban en un cajón de sastre llamado
Precámbrico a toda la época precedente. El Precámbrico abarca 4.100 millones de
años, y el Cámbrico sólo da paso a los 570 millones finales. Se disponía de un
tiempo extraordinariamente largo para alcanzar el estado de la vida cámbrica.
Pero los paleontólogos han afinado sin cesar sus
observaciones, reparando en algo obvio: si los organismos fósiles en conjunto
son más sencillos y pequeños conforme retrocedemos en el tiempo, podríamos
encontrar restos en estratos precámbricos si miramos... al microscopio. Se han
hallado así fósiles microscópicos de hasta ¡3.500 millones de años de
antigüedad! en Sudáfrica y en el oeste de Australia, aunque la certeza de su
origen biológico no es total [Figura 1]. Incluso los estratos más
antiguos de la Tierra (3.800 millones de años), en Isua (Groenlandia) parecen
albergar, no ya fósiles, sino huellas de actividad biológica (ciertas
"anomalías" isotópicas)1.
En definitiva, quizás se dispuso, después de todo, de sólo 200
a 500 millones de años. Una vez aparecidos los últimos antepasados comunes a
todos los organismos terrestres, de estructura procariota (sin núcleo), el
siguiente gran salto evolutivo en cuanto a organización de los organismos fue
la aparición de los eucariotas (células nucleadas), y ello ocurrió hace
aproximadamente 2.000 millones de años2. Por consiguiente, la
aparición de la vida fue relativamente muy rápida, aparentemente más sencilla
que ese avance organizativo posterior, que no parece ofrecer tantas dificultades
de comprensión.
En 1953, siguiendo las ideas prevalecientes en la época sobre
la formación de la Tierra y, en particular, de la atmósfera primitiva, según
las cuales ésta tendría un carácter reductor (en concreto, sería rica en CH4,
NH3, H2 y H2O), Stanley Miller3
hizo un experimento revelador. Miller, que comenzaba su tesis en la Universidad
de Chicago, reprodujo en el laboratorio aquella presunta atmósfera y la sometió
‑no sin temor‑ a una de las fuentes de energía seguramente
abundantes en aquellos remotos tiempos: descargas eléctricas. El resultado fue
asombroso, pues apareció en su "matraz" una serie de aminoácidos,
componentes esenciales de los seres vivos actuales.
Desde entonces, se han hecho miles de "experimentos de
simulación" de las condiciones primitivas, que han ido conduciendo ‑bajo
supuestos muy diversos‑ a la formación de más y más componentes químicos
"biológicos" sencillos, presuntos bloques de formación de los
organismos primigenios (véase la [Figura 2]). Lamentablemente, los geofísicos han analizado con detalle la
forma más probable en que se formó la Tierra, y esta forma debió conducir a la
pronta generación de una atmósfera ¡medianamente oxidante!, con abundante CO2,
N2 y H2O4. Con atmósferas así, los
rendimientos de las simulaciones de laboratorio son mucho menores5;
esto es, la atmósfera terrestre primitiva no parece la que se suponía óptima
para la generación de vida. No hubo nunca, así, unos mares rebosantes de
compuestos de carbono; nuestro joven planeta no dispuso, de entrada, de un
reconfortante caldo orgánico primitivo.
Pero para los optimistas, no hay mal que por bien no venga: se
sabe que el Sol de aquellos tiempos calentaba un 30% menos que el actual, y se
cree que, de no haber habido tanto CO2 en la atmósfera, los mares
del planeta hubieran estado congelados, lo que al parecer no ocurrió nunca en
períodos largos. En otras palabras, el efecto invernadero promovido por el CO2,
tan temido hogaño, pudo proporcionar antaño temperaturas más adecuadas para la
vida, al permitir la existencia de agua líquida6.
Por otro lado, acaso no haga falta recurrir a un laboratorio a
escala planetaria para albergar las reacciones necesarias para que comenzara la
vida. Se postulan ambientes localizados donde las condiciones serían
especialmente favorables: fuentes hidrotermales submarinas7, charcas
formadas por la caída suave (relativamente) de un cometa...
El ensamblaje funcional de
las biomoléculas
Los experimentos de simulación son muy diversos y a menudo
caprichosos e inverosímiles. Así se han conseguido formar todos los compuestos
que se pudieron necesitar en condiciones supuestamente similares a
las prebióticas8, pero asumiendo condiciones de muy diverso tipo
según qué experimento. Sin embargo, si para ensamblar los componentes de un ser
vivo se necesita una serie diversa de compuestos, hay que encontrar mecanismos
que permitieran disponer de todos ellos a la vez y sin compuestos
"entorpecedores". Esto es, un escenario plausible donde ocurriera
todo lo necesario. Una posibilidad sería que se formasen en ambientes separados
y diversos mecanismos naturales los congregaran.
No obstante, parece haber otra solución mejor, que no excluye
la anterior: su formación a partir de precursores comunes. Esto lo sugiere el
hecho de que muchos de los componentes vitales de un organismo se forman en los
experimentos de simulación a partir de ácido cianhídrico (¡cianuro!, al fin y
al cabo) y de formaldehido (que con agua es el ¡formol!), que a su vez se
formarían con relativa facilidad9,8. Qué gran paradoja: ¡un
mortífero veneno (para nosotros) y un "conservante de cadáveres",
esenciales para la vida! ([Figura 2]).
En cambio, habrán reparado en que no hemos dicho que en la
atmósfera primitiva hubiera oxígeno (O2); es que casi no lo había.
De haber abundado, hubiera saboteado la formación de numerosos compuestos
orgánicos, haciéndole la vida imposible a la Tierra.
Está uno en
su derecho de dudar de la verosimilitud de los experimentos de simulación, de
que se formen compuestos de interés prebiótico con tanta facilidad. Pero hay un
dato aplastante a favor de muchos de ellos: ¡hay realmente materia orgánica por todo
el Universo!, si bien aún no sabemos hasta qué punto compleja. Más aún: el
meteorito que cayó en Murchison (Australia) en 1969 tenía un contenido de
aminoácidos de sorprendente parecido al que surge en experimentos de simulación
clásicos (como el de Miller). Los datos recopilados por Christopher Chyba y
Carl Sagan10 les han llevado a proponer con fundamento que las
moléculas orgánicas caídas a la Tierra desde el espacio pudieron ser una fuente
de material de enorme importancia para el origen de la vida.
Acaso el problema más grave en el origen de la vida no sea el
de la formación de los "bloques de construcción" como aminoácidos,
azúcares, etc., ni siquiera el de la polimerización de éstos, sino el del
ensamblaje funcional de esos bloques. En los organismos actuales, la mayoría de
los trabajos vitales los desarrollan unas proteínas (largos polímeros de
aminoácidos, de estructura compleja), las enzimas. Éstas se sintetizan gracias
a la información contenida en los ácidos nucleicos [figura 3]. Pero para
que los ácidos nucleicos se dupliquen (lo que es necesario para la
reproducción) y expresen su información formando aquellas proteínas hace falta
que previamente existan ya proteínas. Es un círculo virtuoso que complica el
problema de los orígenes: para que funcione un ser vivo del tipo de los
actuales hay que formar, previamente, un conjunto de ácidos nucleicos y
proteínas conectados funcionalmente de forma muy elaborada. Es enormemente
improbable que un sistema así surgiera por azar a partir de los bloques
constituyentes. ¿Pudo empezar la vida apareciendo primero los ácidos nucleicos
o las proteínas? Es el problema del huevo o la gallina.
En 1981, unos descubrimientos de Thomas R. Cech (que le llevaron
a obtener el premio Nobel de Química en 1989) arrojaron una nueva luz a nuestra
penumbra intelectual. Cech y sus colegas encontraron la existencia de un tipo
de ácidos nucleicos, RNA (ácidos ribonucleicos), ¡con capacidades
enzimáticas!, capacidades tenidas por exclusivas de las proteínas. Se les dio
el nombre de "ribozimas"11 (véase “Los ribozimas”, Mundo Científico, nº 130, diciembre, 1992).
El primer impulso fue argüir que unas ribozimas primitivas no
necesitarían proteínas enzimáticas auxiliares, lo que eliminaría de una tajada
el problema del origen simultáneo. Esta sugerencia teórica se ha fortalecido
por los trabajos posteriores del propio Cech y de otros autores, quienes han
conseguido RNAs sintetizados de forma artificial con capacidad de formar
réplicas de otros RNAs preexistentes12. Más recientemente, el uso de
las nuevas técnicas de “evolución molecular dirigida in vitro” ha llegado más lejos que
el diseño racional, pues se han conseguido ribozimas mutantes que catalizan
reacciones requeridas para su propia (auto)replicación; están cerca de una
¡reproducción molecular en ausencia de proteínas!13 Estos RNAs
catalíticos tienen más de 150 nucleótidos, pero hay viroides de plantas con
ribozimas de sólo 52 nucleótidos... y ¡pueden bastar 19 para la actividad
catalítica!14 Aún más: Orgel y otros autores no parecen lejos de
conseguir la replicación de pequeños oligonucleótidos ¡en ausencia de toda
actividad enzimática!15
Todo ello lleva a imaginar un planeta en el que la vida
comenzaría a aflorar basada esencialmente en las propiedades de los RNA: un
extraño "mundo de RNA", como lo bautizara Walter Gilbert16
(otro premio Nobel). La evolución de este mundo hacia otro que, como el actual,
incluyera a las proteínas, no parece requerir dificultades insalvables, sobre
todo después de los recientes descubrimientos que, de una parte, casi
demuestran que la principal reacción de la síntesis de proteínas está
catalizada ¡por un RNA de los ribosomas!17 y, de otra, sugieren que
la primera enzima que unía los aminoácidos a los RNAs de transferencia (paso
previo a la síntesis de proteínas, como se verá luego) también pudo ser una
molécula de RNA18. Es, cuando menos, sorprendente que la noción de
una población de moléculas de acido nucleico en evolución, propuesta para una
época tan primitiva de la historia de la vida, esté sirviendo, por otra parte,
para propiciar el desarrollo de nuevas estrategias en biotecnología19.
Así pues, un mundo en el que los RNA llevaran la información genética
y además realizaran las tareas enzimáticas resulta muy prometedor de cara a
propiciar la llegada de las células que nos propusimos como "meta" al
comenzar el artículo. Pero ¿es verosímil la existencia de estos RNAs en la
Tierra primitiva?
Según lo que sabemos, la respuesta es negativa, incluso para
cadenas de sólo 10 o 15 nucleótidos. Su formación en nuestro planeta requeriría
la formación espontánea de esos nucleótidos a partir de componentes más
sencillos, y su posterior engarce. Pues bien, ¡no se ha encontrado un medio de
formar los nucleótidos en condiciones realistas de simulación de la Tierra
primitiva! Y aún haría falta engarzar los nucleótidos en cadenas de ácidos
nucleicos, los cuales debían funcionar en un medio acuoso... en el que predominan
las reacciones inversas, de hidrólisis.
Aunque se han propuesto alternativas en las que los RNA serían
precedidos por polímeros no de nucleótidos, sino de análogos más sencillos20
([Figura 4]), lo cierto es que ésta sigue siendo una importante laguna
en la hipótesis del mundo del RNA: ¿qué lo precedió?, ¿cómo se llegó a él?
En todo caso, hay que cuidarse de otra falacia a este
respecto: algunos autores hacen actuar, para salvar estos escollos en la evolución química que precedió a la biológica, a la selección
natural. Es una tontería que no merece mayores comentarios: la selección
natural puede actuar cuando ya existen sistemas autorreplicantes, como ya
dijimos, pero no antes. Y los sistemas autorreplicantes con capacidad de
evolucionar ¿no se basan necesariamente en los propios ácidos nucleicos?
Graham Cairns‑Smith, de la Universidad de Glasgow, ha
elaborado una hipótesis muy bien argumentada sobre la posibilidad de que antes
de los seres vivos orgánicos existieran ¡organismos minerales!21 De
arcilla, concretamente. Los cristales de arcilla, en efecto, pueden ser
sistemas con capacidad de crecimiento y replicación... ¡y acaso con capacidad
de evolucionar por selección natural! ¡Cómo es posible?
Los cristales de arcilla no son perfectos, no son uniformes.
En su estructura pueden albergar diversos tipos de "defectos", y
estos defectos se extienden al crecer los cristales, y se esparcen al
fracturarse los cristales... Y como los defectos alteran las propiedades de la
arcilla, podría haber cristales que se reprodujeran más rápidamente, o que
perduraran más, que otros con defectos distintos. Tendríamos una reproducción
diferencial, o la selección natural actuando.
¿Y esto de qué nos sirve? Según Cairns‑Smith, estos
sistemas arcillosos podrían evolucionar, llegando a incluir en sus estructuras
moléculas orgánicas ‑que ayudarían al crecimiento de los cristales‑
cada vez más complejas. Finalmente, llegarían a producirse cristales de arcilla
asociados a moléculas simples de RNA. Y estos RNA y otras moléculas orgánicas
llegarían a tomar el papel protagonista, el "poder genético" en la
evolución gracias a sus mayores potencialidades a este respecto. Acaso
conllevara este relevo la primera gran extinción, de hecho mayor en términos cualitativos
que otras tan llamativas como la de los dinosaurios.
En definitiva, la teoría de Cairns‑Smith valdría, de ser
cierta, para eludir aquella laguna previa al mundo del RNA. Pero la idea de los
organismos minerales abre un nuevo camino que lleva a una nueva laguna: ¿cómo
se haría el "relevo genético" de los organismos minerales a los
organismos orgánicos? Lamentablemente, Cairns‑Smith no da respuesta a
esta interrogante ni ha hecho ensayos experimentales que ayuden a resolverlo.
En cualquier caso, lo que sí parece cada día más verosímil es
que las superficies minerales, fueran de arcillas o fueran de otro tipo ‑como
piritas, por ej.‑, pudieran desempeñar un papel clave en la evolución
química previa al mundo del RNA. Estas superficies con capacidad de adsorción
de pequeñas moléculas orgánicas pudieron ser unos catalizadores enormemente
efectivos, aumentando la probabilidad, en ese "mundo casi‑bidimensional",
de reacciones que en el mundo tridimensional de las disoluciones acuosas tienen
muchas más dificultades22 (haga la prueba: es muchísimo más fácil
lograr una carambola deslizando al azar 3 bolas sobre una mesa de billar que
haciéndolas botar sobre una mesa de ping-pong).
Pero hay otra forma, desde una perspectiva teórica, de aumentar
enormemente las probabilidades de las reacciones de síntesis que nos interesan,
aun en disolución acuosa. Esta forma, sorprendente, consiste en alejar el
sistema en cuestión del equilibrio.
¿Qué quiere decir esto? Lo entenderemos con un ejemplo ya
clásico, el de la "inestabilidad de Bénard". Consiste en disponer un
fluido viscoso entre dos placas horizontales paralelas, separadas por una
distancia pequeña, y en calentar la placa inferior. Cuando la temperatura de
esta placa no es mucho mayor que la de la placa superior, el calor se disipa
gracias a la conductividad térmica del fluido. Pero cuando la diferencia de
temperaturas sobrepasa un cierto valor crítico, el fluido comienza a moverse.
Lo extraordinario es que el movimiento ocurre de una manera tan ordenada que el
fluido se divide en células cilíndricas horizontales de convección. Si la parte
superior del fluido está en contacto directo con el aire –esto es, si se
presciende de la placa superior-, las células de convección, vistas desde
arriba, presentan forma hexagonal.
La probabilidad de existir esas estructuras según la
termodinámica clásica es casi nula. Y sin embargo, la lejanía del equilibrio
más allá de un umbral, mantenida merced a intercambios (disipación) de energía y/o
materia (en el ejemplo, calor) con el medio, permite, en ciertos casos, que un
sistema se estructure espontáneamente. Y la estructuración, además de espacial,
puede ser temporal (sistemas con características oscilantes). Estas nuevas y
sorprendentes ordenaciones se conocen como estructuras disipativas.
Como señala Ilya Prigogine, el genial impulsor de la Termodinámica de los
sistemas alejados del equilibrio23, su creación no sólo demanda
alejamiento del equilibrio, sino que el funcionamiento del sistema se base en
interacciones no-lineales: entramos en el terreno del "caos
determinista" (Véase el número especial “La ciencia del caos”, Mundo Científico, nº 115, julio-agosto, 1991).
Con estas premisas, los entusiastas de la termodinámica del no‑equilibrio
‑los prigoginianos‑ más alejados, ellos mismos, del equilibrio
intelectual hacen este razonamiento tácito: 1) lejos del equilibrio se hacen
muy probables estructuras que cerca del equilibrio es enormemente difícil que
aparezcan; 2) los seres vivos, o sus propios constituyentes químicos, son
estructuras que cerca del equilibrio es enormemente difícil que aparezcan; 3)
lejos del equilibrio se hacen muy probables los seres vivos, o sus
constituyentes químicos.
El paralogismo salta a la vista de quien lo quiera ver. Es
necesario que se apunten mecanismos que permitan la formación de esos seres
vivos o de sus constituyentes como estructuras disipativas... Y en este sentido
no se ha hecho casi nada. No quiero decir que las estructuras disipativas no tengan
nada que ver, necesariamente, con el origen de la vida; es una posibilidad abierta.
Lo que sí es seguro es que no se entenderá el origen de la vida si no es
considerando flujos de materia y energía entre sistemas abiertos, fuera de
equilibrio.
Pero la no aparición, en experimentos de simulación, de
estructuras disipativas que hagan más probable la aparición espontánea de vida,
abona el terreno para quienes afirman, e incluso demuestran matemáticamente,
que el origen espontáneo de los seres vivos es imposible. ¿Realmente lo
demuestran?
¿Es imposible el origen
espontáneo de la vida?
Una de las falacias más populares, especialmente propalada por
los creacionistas, podría formularse así: "el mero azar, la espontaneidad,
supone el caos, el desorden". En cambio, en la historia del universo, de
un caos inicial fue surgiendo un orden cada vez mayor, consistente en la
aparición de estructuras muy improbables a priori. Y la improbabilidad
alcanza casi lo inconcebible cuando se trata de estructuras vivientes.
En efecto, teniendo en cuenta la desconcertante complejidad de
incluso organismos tan primitivos como debieron ser los ancestros de todos los
seres vivos contemporáneos, algunos autores, entre los que destaca el
astrofísico sir Fred Hoyle, desarrollan unos cálculos probabilísticos con los
que "demuestran" que por mero azar la aparición, no ya de la vida,
sino de una sola enzima del tipo de las actuales es imposible en un tiempo de
sólo varios miles de millones de años.
Son cálculos de este estilo: la probabilidad de que una cadena proteica
de 100 aminoácidos ‑formada a partir de los 20 tipos con los que hoy se
construyen las proteínas‑ tenga exactamente la secuencia de una enzima
actual de esa longitud es de uno entre 20100. Echen cuentas. Resulta
que aunque toda la faz de la Tierra hubiera estado cubierta, desde sus albores,
por una capa de un metro de espesor de aminoácidos, combinándose al azar cada
milésima de segundo, sería improbabilísimo que alguna vez hubiera surgido la
enzima actual en cuestión. Parece un argumento definitivo. Pero, sobre la base
de los datos que tenemos, reflexionemos siquiera sea brevemente.
En primer lugar hay que refutar el principio de que el azar
equivale al desorden. De hecho, si, como enseña la Termodinámica, el universo
aumenta su entropía continuamente, en sus comienzos debió tener una entropía
muy inferior a la actual; con otras palabras, ¡estaría mucho más
"ordenado"! Eso no quita que posteriormente ‑y paradójicamente‑
hayan ido apareciendo estructuras particulares más y más complejas como átomos,
galaxias, personas... Lo cual no es especialmente misterioso: digamos que un
trocito de universo puede aumentar su orden a costa de crear un mayor desorden
en el entorno.
¿Y cuáles pueden ser, en términos globales, las causas de los
aumentos locales de orden? De nuevo los creacionistas nos dan una respuesta
rápida. El Creador es el Ordenador. Con el nombre que se quiera: Hoyle habla de
una Inteligencia universal. Puede que sea la respuesta verdadera, pero no me
parece la más sensata.
La respuesta -a mi parecer- más juiciosa consiste en que, a
cualquier nivel, los distintos elementos constituyentes del Universo muestran
unas "afinidades electivas" muy definidas, tienden por sí mismos a
agruparse, organizarse, reaccionar, etc. de maneras determinadas (determinadas
por su propia naturaleza). Así, las partículas elementales forman
espontáneamente unas estructuras muy ordenadas que son los átomos. Los cuales
difieren entre sí en su estabilidad y abundancia y en sus afinidades relativas,
que determinan la generación de unas moléculas estables con mayor probabilidad,
las cuales... Extendiendo el ingenuo método de cálculo de Hoyle, acaso no nos
saliera una probabilidad aceptable de que se formara a partir del Universo
inicial (tras el big bang) ni siquiera un único aminoácido.
Esta tendencia espontánea a la (auto)organización (a la que
habría que añadir las posibilidades en sistemas abiertos lejos del equilibrio,
la complejidad generada mediante el caos determinista) es lo que Antonio Lima
de Faria, de la Universidad de Lund, llama autoevolución24. No
necesita de inteligencias ni de genes para ser prodigiosamente efectiva. Como
indica este autor, la evolución "es un fenómeno inherente a la materia y
la energía"; en ella "cada nivel es prisionero del precedente";
y "la evolución biológica está condicionada totalmente por el orden de las
evoluciones previas... la de las partículas elementales, la de los elementos
químicos y la de los minerales". Este autor denuncia lo que, para él, es
una falacia común entre los propios biólogos: las estructuras complejas de los
seres vivos se generan porque los genes dirigen cada paso de su formación. (No
obstante, el papel que da Lima de Faria a la autoevolución en detrimento del de
los genes es muy exagerado.)
Volvamos al caso particular de los cálculos de Hoyle sobre las
probabilidades de las enzimas. Para empezar, y prescindiendo para estos
razonamientos de que las primeras enzimas de interés evolutivo fueron probablemente
de RNA (las ribozimas), chocamos con la certeza de que la disponibilidad de
aminoácidos en la Tierra ha sido siempre abismalmente más escasa que en el
supuesto de Hoyle. Pero hay otra evidencia trascendental de signo opuesto:
experimentos químicos clásicos demuestran que los aminoácidos, dejados a su
"libre albedrío", ¡no se combinan de cualquier manera! Esto es, se
forman espontáneamente unas secuencias con alta probabilidad mientras que otras
no aparecen25. Se comprueba una vez más un aspecto del principio de
la autoevolución.
De otro lado, los mismos experimentos (como los de Sidney Fox
y sus colegas de la Universidad de Miami26) muestran que esos
aminoácidos engarzados al azar (pero, insisto, no aleatoriamente) exhiben
actividades enzimáticas débiles de diverso tipo. Esto se observa en un
laboratorio en experimentos de pocas horas; no ha hecho falta sembrar el
planeta de aminoácidos ni esperar una eternidad.
Por fin, Hoyle sólo alude a la selección natural como fuerza
creadora espontánea (ignorando además el poder de la selección acumulativa, que
luego veremos), pero parece desconocer los potentes mecanismos evolutivos que
ha desentrañado la genética molecular (y queda sin duda bastante por
descubrir). En particular, lo que podríamos llamar la "combinatoria
genética".
La combinatoria genética se basa en buena medida en el
excepcional descubrimiento, en 1977, de que los genes de los organismos
eucariotas no son, en la mayoría de los casos, continuos, sino que están
"hechos pedazos", interrumpidos por segmentos de DNA que no se
traducen para formar parte de las proteínas codificadas por aquéllos. Se conoce
a esos genes como fragmentados o en mosaico; a los segmentos codificadores se
les denomina exones, y a los segmentos "entremetidos", intrones.
El procesamiento de la información de estos genes se produce tras su
transcripción íntegra en un RNA. Del RNA se cortan y eliminan los fragmentos
intrónicos y se empalman los exónicos [figura 5]. Es como cuando una
película de la tele grabada en vídeo la copia usted... saltándose los anuncios
(intrones). Para algunos investigadores los intrones (como los anuncios) son
mayormente desechos, basura genética engendrada en recombinaciones o
transposiciones de genes y difícil de eliminar, quizá lo que se ha venido en
llamar DNA egoísta, que no sirve de nada al individuo que lo posee.
Tal vez eso sea verdad hasta cierto punto, pero parece que una
vez que se formaron los intrones fueron aprovechados en ocasiones por las
células (por la posibilidad de empalmar los segmentos de un gen de maneras
diversas) y han impulsado la evolución27.
Desde que en 1978 lo propusiera W.F. Doolittle28,
muchos autores creen que los primeros organismos, ancestros de todos los
actuales, debieron tener los genes fragmentados, si bien datos recientes
inducen a pensar en una “invasión de intrones” mucho más tardía. La existencia
de mecanismos para cortar y pegar RNA (lo que se acaba de comprobar que no
requeriría RNAs excepcionalmente largos), aunque fuera de forma imprecisa, los
habría beneficiado, ya que les permitiría generar proteínas uniendo información
útil que estuviera dispersa por una región del genoma primitivo. El poseer
varias copias de cada exón (por duplicación génica, proceso habitual)
aseguraría que algunas de las proteínas fueran correctas, aunque también se
hicieran empalmes ineficaces de exones.
Los intrones, primitivos o relativamente modernos, pudieron
permitir a lo largo de la evolución recombinaciones novedosas de exones sacando
a la luz montajes inéditos. De esta manera, la adquisición de funciones antes
inexistentes estaría enormemente acelerada: es muchísimo más fácil obtener una
nueva proteína útil de la combinación de exones que de mutaciones sucesivas de una proteína inicial. Apoya fuertemente
esta conjetura la constatación de que en muchos casos los exones se
corresponden con unidades estructurales discretas de las proteínas (los
llamados "dominios"). Aún más; hoy conocemos numerosos casos en los
que un mismo dominio básico, con ligeros retoques, sirve para la construcción
de proteínas de muy diversa función. La evolución puede jugar
así a la construcción modular de multitud de proteínas partiendo de un número
muy limitado de módulos en catálogo29.
Puede plantearse una objeción: si el antepasado de los
organismos actuales tenía, como algunos sugieren, los genes fragmentados, y si
éstos son tan interesantes evolutivamente, ¿cómo es que las eubacterias no los
tienen? Se arguye que las eubacterias lograron eliminar totalmente los intrones
(disponen de genes en una pieza) porque ello les supuso una ventaja adaptativa:
la pérdida de material genético que supone la pérdida de intrones favorece una
mayor velocidad de reproducción, y la "estrategia evolutiva"
eubacteriana basada en la rapidísima proliferación y en la mutación y otros
mecanismos aceleradores de la variación genética (como la movilidad de
elementos genéticos) ha dado un resultado excelente, como bien sabemos28.
Conocemos este potente mecanismo evolutivo, y algunos otros.
Pero no quiero decir que conozcamos cómo se explica la evolución; antes al
contrario, pienso que queda bastante por descubrir y clarificar. Creemos que,
en el simple axioma neodarwinista
"evolución mediante mutación y selección" está la clave, pero
resulta insuficiente. Baste aquí esta reflexión ilustrativa: como hemos
señalado, la aparición, mediante evolución química, de los sistemas vivientes
fue mucho más rápida que el siguiente gran avance organizativo (la aparición de
los eucariotas), y eso que para éste se contaba con el supuesto gran poder
creador de la selección natural. Seguimos sin pruebas de este poder; al
contrario, la capacidad de la “selección + mutación” para generar complejidad
parece insignificante para lo que necesitamos explicar. Pero otros mecanismos
como los aquí esbozados antes (haría falta otro artículo para presentarlos
adecuadamente), de elucidación reciente, proporcionarían una “diversidad
compleja” al filtro de la selección natural, y mejoran nuestra comprensión de
la evolución por medios naturales. Que no se tenga el asunto resuelto no
justifica la afirmación de que es irresoluble. No obstante, reconozco que es
mucho más simple, que evita muchos quebraderos de cabeza, atribuir a alguna deslumbrante invención de oscuro significado
los méritos de la evolución. Pero, cuidado, que en este caso también tendrá que
responder de las deficiencias de la evolución. Aunque aceptemos una explicación
natural de la evolución biológica, ésta se basa de forma esencial en los
mecanismos íntimos mediante los que la información genética se transmite de
generación en generación, y por los que esa información se traduce en la
síntesis de los "obreros moleculares" de las células, las proteínas.
Este segundo proceso, la traducción de los mensajes de los
ácidos nucleicos a las proteínas, es uno de los que más dificultades ofrece en
el origen de la vida. La maquinaria de traducción es en la actualidad muy
compleja, y debemos resaltar que para que se descodifique (traduzca) el mensaje
de los ácidos nucleicos se requieren unas proteínas para cuya síntesis deben
descodificarse los ácidos nucleicos. Por tanto, el DNA contiene, codificado, su
propio aparato descodificador, y se precisa el descodificador efectivo (¡ya
descodificado!) para descodificar al descodificador codificado.
Las hipótesis sugeridas para resolver tamaña aporía, algunas
interesantísimas, carecen aún del poder de convicción que les daría el tener
apoyo experimental. No vamos aquí a entrar en ellas, aunque es una cuestión
fundamental, pues supone la aparición del mecanismo básico de funcionamiento de
los seres vivos contemporáneos. Sólo haremos ahora un breve planteamiento que
vale para otros problemas evolutivos, como el ya comentado de la génesis de las
sofisticadas enzimas actuales a partir de secuencias antepasadas bastante
aleatorias y poco específicas.
Existen dos posibilidades extremas. El montaje del aparato
traductor pudo ser fruto de un encuentro afortunado de las piezas necesarias
del que nació la íntima relación entre los ácidos nucleicos y las proteínas. La
alternativa es que el montaje se efectuara de forma secuencial, con un largo y
hoy mal visto episodio de relaciones pretraduccionales. Pueden imaginarse
situaciones intermedias en las que el papel del "azar" sea mayor o
menor.
Son evidentes las ventajas de un mecanismo secuencial en el
que cada etapa prospere por selección, ya que se conseguirían con mayor
probabilidad ganancias de información (u organización) con mucha menos dificultad.
Valga este ejemplo ilustrativo: abrir una caja fuerte con una combinación
desconocida de 6 cifras nos llevaría por término medio, si tardásemos un
segundo en cada prueba, 106/2 segundos (cinco días y 19 horas,
aproximadamente), mientras que si la caja tuviese 6 puertas consecutivas con
una combinación de una cifra cada una, la abriríamos como mucho en 10 x 6
segundos (un minuto). La dificultad teórica de este mecanismo secuencial
(selección acumulativa) en la evolución estriba en que cada estadío debe tener
un valor adaptativo, verse favorecido por la selección (abrir una puerta), y
que las ventajas adquiridas deben conservarse y transmitirse en el material
genético (que la puerta quede abierta).
La evolución de la maquinaria de traducción es, en cualquier
caso, inseparable de la evolución del código genético.
El código genético: ¿un
"accidente congelado"?
Recordemos que, en virtud de este código, cada una de las 64
(43) combinaciones de tres elementos que pueden hacerse con los
nucleótidos A, U, G y C determina la incorporación a una cadena proteica de uno
entre 20 aminoácidos o indica el final de la cadena. Es un diccionario con
muchos sinónimos (pues hay muchas más palabras que significados) en el que las
palabras GAU y GAC significan (codifican el aminoácido) aspartato, GCU, GCC,
GCA y GCG significan alanina, etc., Gracias a tal diccionario se expresa la
información genética contenida en el DNA [Figura 6].
La correspondencia en la actualidad es de modo tal que no
exige ninguna afinidad química entre cada triplete (palabra) y su aminoácido
(significado). Aparentemente, ofrecería la misma funcionalidad cualquiera de
los códigos posibles con los mismos tripletes y aminoácidos, aunque sólo
existan en realidad unos pocos, entre los que las diferencias son mínimas. Es
como un mismo idioma con sólo ligeras variantes dialectales en diferentes
entornos (como mitocondrias y citoplasma). Parece evidente que esos códigos
tuvieron un origen común en tiempos inmemoriales.
¿Inmemoriales? ¿No podremos encontrar pistas ‑memoria‑
de ese origen?
Los mensajes genéticos son curiosos criptogramas del tipo "...CAAGUAUGC..." Como vemos, no
hay espacios ni puntuación entre las palabras‑tripletes, pero las células
saben dónde empieza y acaba cada una. Ello es así porque reconocen exactamente
el punto donde comienza el mensaje y realizan una lectura exactísima
"contando las letras", desde ese punto, de tres en tres. (Por ej.,
lea así "VEOMUYMALCONESEOJO".) Las infelices células primitivas
carecían de ese aparato de lectura tan eficaz, por lo que cabe suponer que sí
precisaban de puntuación. ¿De qué tipo? Se han propuesto varios sistemas de
puntuación ancestrales, por ejemplo, el basado en mensajes de la forma
RNYRNYRNY..., donde R = A o G, Y = U o C y N = A, G, U o C30. Es decir,
R e Y pudieron haber señalado el principio y final de cada palabra,
respectivamente, y N el significado. La mejora
del aparato de traducción
(ribosomas, etc.) fue permitiendo prescindir de la puntuación y así
extender el vocabulario.
El que esto era así lo corrobora el que aún esa posición
central de los tripletes, N, es la más cargada de significado. Dos tripletes
con la misma letra‑nucleótido en esa posición frecuentemente codifican
dos aminoácidos de similares características, cuando no el mismo aminoácido.
Esto hace que se aminoren los efectos de las mutaciones en las que se sustituye
una letra por otra ‑mientras esto no ocurra en el sitio N.
Hay otra pregunta interesante que responder: ¿pudieron constar
los códigos más primitivos de dupletes o cuadrupletes, por ej., en vez de
tripletes? Puede que sí. Sin embargo, uno de esos códigos difícilmente
devendría en otro de tripletes, pues muchos mensajes con sentido fisiológico
(por la utilidad de la proteína codificada) lo perderían. Es fácil de entender.
Pruebe con esta sucesión de letras: "HACEGRANRATOCOMIBIENPEROPOCO",
interpretada aplicando un código de cuadrupletes, y dígale a un amigo pródigo:
"HACE GRAN RATO COMI BIEN PERO POCO". Es, no cabe duda, un mensaje
interesante; acaso consiga una suculenta invitación. Ahora cambie la clave
interpretativa a una de tripletes, y pruebe a decirle a otro amigo: "HAC
EGR ANR ATO COM IBI ENP ERO POC O". Acaso consiga un exabrupto. El cambio
de clave ha sido nefasto. (El razonamiento ya los hizo Francis Crick,
bautizándolo como el "principio de continuidad".)
Puede haber, además, razones de naturaleza química para la
"elección" de los tripletes. Ahora bien, ¿por qué cada triplete codifica
un determinado aminoácido y no otro? Hay dos posibilidades extremas: que se
deba al azar o a la existencia de afinidades químicas entre tripletes y
aminoácidos. Hasta hace poco, la aparente isofuncionalidad de los códigos
alternativos, su casi-universalidad (antes creída universalidad sin más) y la
no exigencia actual de afinidad entre aminoácidos y tripletes llevó a pensar
que la "elección" del código fue cuestión de azar: empezó a funcionar
casualmente un código cualquiera de los muchísimos posibles y ya no pudo modificarse
apenas, pues ello privaría de sentido a los mensajes ya establecidos. Sería,
así, un "accidente congelado".
Sin embargo, hace algunos años se encontró una correlación
positiva muy fuerte entre la hidrofobicidad ("aversión" al agua) de
la mayoría de los aminoácidos y la de los nucleótidos que los codifican,
correlación que puede estar implicada en afinidades débilmente selectivas entre
unos y otros31 [Figura 7]. Estas relaciones químicas debieron
ser decisivas en los inicios de la vida, ¡aunque ahora importen poco! Al principio
la promiscuidad sería notable, pues sólo se distinguiría entre grupos formados
por aminoácidos "parecidos". Esta baja especificidad sólo aumentaría
al mejorar el aparato traductor.
¿Y por qué se seleccionaron precisamente los 20 aminoácidos
actuales? La síntesis de algunos es "dificultosa". En los albores de
la vida, el código apenas contaría más que con los sintetizados fácilmente por
medios abióticos (disponibles en el medio). Posteriormente, la clave genética
se iría haciendo menos ambigua y se incluirían aminoácidos "nuevos",
formados en el metabolismo de los seres vivos primitivos (coevolución del
código y de la síntesis de aminoácidos). Esos aminoácidos mejorarían la
"calidad" y versatilidad de las proteínas. Pero, ¿en qué sitio del
código se introducirían los nuevos aminoácidos? En este sentido, J.T. Wong32
hizo una observación sagaz: cuando un aminoácido deriva en las células de otro
aminoácido, es muy frecuente que ambos estén codificados por tripletes muy
parecidos. Todo indica que, en cierto modo, el aminoácido primitivo legó
algunos de sus tripletes a su aminoácido "hijo", que tal vez
debiera, en razón de su carácter químico, estar codificado por tripletes
distintos (véase la [Figura 8]).
La evolución de la clave genética fue inseparable, como ya
dijimos, de la evolución de la maquinaria de síntesis de proteínas y del perfeccionamiento
evolutivo de las propias proteínas.
Hasta que se llegó a un punto en el que los códigos quedaron casi
"congelados": se hizo muy improbable un cambio cuando el beneficio
que conllevase no compensara el perjuicio de modificar mensajes (proteínas)
preexistentes ya adaptados a la actividad vital. Y eso ocurrió, al parecer, muy
pronto en la historia evolutiva. Aun así, ha habido cambios de vez en cuando (¡por
eso el código genético no es universal!) y todavía hoy los sigue habiendo,
gracias a que es posible "descongelar" parcialmente el código33.
En definitiva, se puede reconstruir parte de la historia de
nuestros códigos genéticos a base de consideraciones químicas, metabólicas, e
incluso criptológicas.
Ahora estamos en condiciones de responder a una cuestión
inquietante: los códigos con que funcionamos, fundamento básico de la propia
"esencia vital", ¿son los mejores posibles? La respuesta parece
categórica: NO. Un buen bioquímico actual sería capaz de idear (¡y quizás un
biotecnólogo del futuro utilizar!) muchos códigos de tripletes aparentemente
mejores que los naturales, pues incluirían muchos más aminoácidos útiles para
las proteínas (de hecho, ¡la ampliación del código para que incluya un
aminoácido más se ha conseguido por primera vez en el laboratorio hace pocos
meses!)34, y mejor "ordenados" de forma que se minimizara
en mayor medida el efecto de las mutaciones35 (aunque es discutible
hasta qué punto esto último representaría una ventaja evolutiva). Es claro que
los códigos que tenemos son un mero apaño, resultado del juego de las
presiones selectivas y de la triste disponibilidad de moléculas en los
tiempos primigenios. Los seres vivos no somos obras perfectas de ingeniería.
Como bien dice Jacob36, la evolución es una gran chapucera (y con
frecuencia ha dispuesto de materiales deplorables).
Nosotros
mismos empezamos a ser capaces de superarla. Los fundamentalistas de lo
sobrenatural o de lo natural suelen ignorar estos aspectos “humillantes” de
nuestro origen, pues la humillación recaería sobre el Creador o la Naturaleza.
(En disquisiciones de esta índole, es habitual la licencia de definir lo
natural por contraposición a lo específico humano.) Queda cierto consuelo para
quien opine que nosotros (los humanos) somos superiores o más evolucionados. Se
le dirá que esa jerarquía resulta de considerar como mérito –a priori-
nuestras particularidades, y eso tiene poco de científico. Y así es; pero, ¿qué
desatino sería ese de una escala de valores “científica”?
Los humanos somos, de momento, los seres más inteligentes y
"sensibles" del planeta; ¿no nos hace esto superiores desde un punto
de vista ético? También somos los que hacemos los mayores disparates, pero se
debe a que no dejamos de ser animales. No olvidemos nuestros orígenes, tan
chapuceros y miserables químicamente, y acaso entendamos mejor la existencia de
los individuos de una especie que rara vez tienden a lo sublime, a menudo a la
solidaridad tribal, con frecuencia a la horda racista. Hay que recordar que el
humanismo/humanitarismo le supone al hombre una lucha dramática por encauzar
noblemente algunas de sus tendencias naturales, y no seguir a la naturaleza,
moralmente indiferente, neutra. Por más organizada, compleja y maravillosa que
sea (¡y hasta qué extremo lo es!), la naturaleza no respeta a la naturaleza. Las
investigaciones y reflexiones sobre el origen y evolución de la vida nos
muestran a las claras la potencia creadora de ésta, pero también su poder
destructor. Valga como ejemplo (clásico ya) la terrorífica contaminación global
que algunos irresponsables organismos provocaron hace unos miles de millones de
años: llenaron todo el ambiente de un potente veneno, ¡oxígeno! (tan
incompatible con el origen de la vida). Miren por donde,
éste acabó promoviendo la evolución de organismos más y más complejos
("superiores"), pero por pura casualidad y, como destacaría un
conservacionista acérrimo, a costa de tantas vidas... Por ello la consigna
"sé natural", pretendiendo que se siga el ejemplo de la naturaleza,
puede tomarse también como una incitación a la barbarie. Sólo el hombre es lo
bastante noble (o egoísta-inteligente) para contenerse en su explotación de la naturaleza.
No se trata de llegar a
extremos disparatados de amor al próximo, pero sí de respetar incluso al
lejano/extraño y salvaguardar el precioso tesoro natural... con la humanidad
como principal joya. Si no lo hacemos, puede servir de consuelo que, quizás, como
en otras ocasiones (evoquemos un instante a los dinosaurios), nuestra extinción
dé paso al despertar de una nueva inteligencia dominante, no demasiado humana. Y que, casi con total certeza, lo que no
conseguiremos es acabar con la vida, siempre dispuesta, desde sus inciertos
orígenes, a (re)emprender, explosiva, la conquista del planeta.
FIGURAS
Figura 1. A-E) Microfósiles
"auténticos" (según Schopf y Walter, 1983) del grupo de Warrawoona,
en North Pole (Australia occidental). Se encontraron en sílex estromatolíticos
carbonáceos y su edad es de 3556 ± 32 millones de años. Es clara su morfología
de microorganismos filamentosos. F-I) Microfósiles dudosos
("dubiomicrofósiles"), esferoidales, de la misma procedencia y antigüedad.
La existencia de "fósiles verdaderos" (según el criterio de J.W.
Schopf) de unos 3500 millones de años de edad en Australia y Sudáfrica pone un
límite a la fecha de la aparición de la vida sobre la Tierra: este hecho
crítico ocurrió antes de esa edad. J-L) Sin embargo, y lamentablemente, la
certeza sobre la biogenicidad de los "microfósiles verdaderos" no es
absoluta: muy recientemente, Juan Manuel García Ruíz, del Instituto Andaluz de
Geología Mediterránea, en Granada, ha demostrado la fácil aparición de
morfologías totalmente equiparables a los microfósiles tomados por auténticos
en sencillas simulaciones de los ambientes geológicos en que tales fósiles
aparecen. (Fotografías cedidas gentilmente por: A-I, J. William Schopf, de la Universidad
de California en Los Angeles; J-M, Juan Manuel García Ruíz, del I.A.G.M. de
Granada.)
Figura 2.
Algunos productos de interés de los experimentos de simulación
prebiológica. Las materias primas se muestran en la parte superior: gases
atmosféricos entre los que destaca la ausencia de O2. Entre los
primeros intermediarios formados destacan el ácido cianhídrico y varios
aldehídos. Estos compuestos y muchos de los productos subsiguientes aparecen en
medios extraterrestres, lo que acredita su existencia prebiótica en la Tierra
primitiva. Los resultados que se obtienen adolecen de tres inconvenientes
principales: (i) se obtiene una mezcla compleja de "compuestos de interés
prebiológico" y otros compuestos que entorpecen ulteriores reacciones;
(ii) para obtener compuestos complejos, como bases nucleotídicas (y sus
derivados) o polipéptidos, ha de partirse de materiales "elaborados",
al menos parcialmente purificados y en concentraciones relativamente altas;
(iii) a menudo las condiciones para la obtención de productos distintos son
también diferentes.
Figura 3. Tres procesos fundamentales de
todos los seres vivos conocidos y, por tanto, muy probablemente, del último
antepasado común (pero no necesariamente de ancestros más remotos): (a) la
replicación del DNA, (b) la transcripción de la información del DNA a moléculas
de RNA mensajero, y (c) la síntesis de proteínas (o traducción), en la que la
información que porta la secuencia de bases del RNA mensajero se traduce en una
secuencia de aminoácidos de la proteína que se forma. De las proteínas, a su
vez, dependen procesos fundamentales, como el metabolismo. Todo ello ocurre en
el interior de las células, separadas de su entorno por una membrana.
Figura 4. Comparación entre la estructura
de un nucleósido y la de cuatro análogos acíclicos de nucleósidos. Se especula
que algún análogo de los nucleósidos, en el que la ribosa estuviera sustituida
por un compuesto más sencillo, pudo preceder a la aparición de los verdaderos
nucleósidos (y los verdaderos RNA, por tanto). Con ello se intentan sortear las
dificultades que presenta el acceso de la D-ribosa (el estereoisómero de ribosa
presente en todos los RNA) en el mundo prebiótico: una síntesis deficiente que
se acompaña de la formación de muchos productos similares (que
"contaminarían" los primeros RNA), entre ellos, la L-ribosa.
Figura 5. Procesamiento de un gen
fragmentado. Se transcribe el gen entero en una molécula de RNA precursor. La
maduración de ésta supone la eliminación sucesiva de los intrones y la unión de
los exones vecinos. En los eucariotas, el RNA mensajero maduro, formado en el
núcleo, pasa al citoplasma, donde su mensaje se traducirá en una proteína. A
menudo, cada exón codifica un "dominio" de la proteína, con entidad
estructural propia.
Figura 6. El código genético llamado
"universal". Ejemplo de lectura: el codón UGG corresponde al Trp. (*)
Excepciones a la universalidad del código; los codones señalados tienen un
significado distinto en algunos sistemas (como mitocondrias, Mycoplasma o algunos protozoos ciliados). El código suele
considerarse arbitrario y perfecto; ambas cosas parecen falsas.
Figura 7. Se representa la posición media
(según los datos de diversos autores) en la ordenación de los aminoácidos
(abcisas) y de los dinucleósido monofosfatos correspondientes a las dos
primeras bases de los anticodones de aquéllos (ordenadas) atendiendo a sus
hidrofobicidades. Los aminoácidos se representan por su símbolo de una letra
(A, alanina, C, cisteína, etc.). (Figura reproducida de Lacey y Mullins, 1983.)
Figura 8. Esquema de la posible evolución
del código genético. Comenzaría con la correspondencia entre las cuatro bases
en la posición central de los codones y cuatro grupos de aminoácidos
relativamente abundantes en la Tierra prebiótica. La evolución se dirigió a la
conquista de un mayor carácter unívoco, adquiriendo significado las posiciones
primera y tercera de los tripletes. El código "universal" se formó
muy pronto en la historia de la vida, cuando la química de ésta era muy pobre.
La "autocongelación" del código (la paradoja de que cuando propicia
proteínas de mayor calidad dificulta su propia evolución) impidió ulteriores
mejoras. R= base púrica (A o G); Y= base pirimidínica (C o U); Orn= ornitina.
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