¿CARBÓN A LOS REYES MAGOS?

 

      Ya vienen los Reyes Magos cargaditos de regalos. Los padres nos ilusionamos poco menos que los niños, pero, ay, ya dormimos con un ojo entreabierto y desconfiamos hasta del gato -sobre todo si va calzado-. Quiero compartir con ustedes mis inquietudes, seguramente poco originales, como quien, al desvelarse, espabila a los demás y ya se duerme a pierna suelta.

      Para empezar, confesaré que sólo alguna que otra vez me pongo al lado de mis hijos cuando ven la tele (práctica recomendable en cualquier época, ya lo sé). Me he esforzado en prestar tanta atención como ellos a lo más subyugante que aparece estos días: los anuncios de juguetes. Y he sentido la hipnótica persuasión. Los grandes mercaderes que ya engañaron al pobre diablo cuando le vendieron sus almitas en una oferta 3x2, intentan ahora inundar y lavar con imágenes truculentas, eslóganes y musiquitas los cerebros infantiles. Qué-bo-ni-to-¿lo-re-pi-to? (vaya, no sólo los infantiles). Pero la agresividad de la campaña navideña es tanta que invita a hacerle una llave de yudo que la vuelva en su contra, aprovechándola para que los niños perciban, con más claridad que en otras ocasiones, las insidias publicitarias y el asedio inmiseri­corde de que son objeto. Que se diviertan viendo los anuncios, incluso los dramatizados en forma de serie moralista "de familia", con cierta incredulidad y desconfianza.

      En cualquier caso, los niños decidirán qué quieren y escribi­rán su carta a los Reyes. Un escueto pedido cargado de esperan­zas concretas. También puede que digan lo que más desean cuando se sienten en el regazo de alguno de los Magos, que suele preguntar­les si han sido buenos, condicionando el éxito de la noche mágica al comportamiento previo. Incluso es frecuente que se diga a los niños que, gracias a su magia, los Reyes saben con detalle cómo se han portado. Esta versión de los Reyes como ultra-Gran Hermano orwelliano, como amorosos e invisibles vigilantes de obras e incluso policías del pensamiento, me parece detestable, pues atenta contra la autonomía y la libertad más profunda de los niños. De querer darle a los regalos carácter de premio (y a su ausencia, o al carbón, de castigo), creo que debemos tener la gallardía de decirles a los hijos que es que los padres nos chivamos a los Reyes.

      Con unos criterios u otros, todos acabamos metidos en el gran juego anual entre la fantasía y la realidad. Generalmente, uno rememora con añoranza su propia ilusión infantil y desea revivirla en sus hijos. Sin embargo, ¿ustedes no tienen a veces cierta mala conciencia? Es cierto que la fantasía es esencial en el desarrollo y en la estabilidad psicológica humanos: acordémonos de Bruno Bettelheim y su "Psicoanálisis de los cuentos de hadas". Pero este autor no confundía la fantasía con el engaño. Con los Reyes ¿no nos metemos claramente en el terreno de la mentira? Aunque, aun así, veo un aspecto potencialmente emancipador: es un engaño con caducidad garantizada a corto o medio plazo. Cuando el niño crezca y madure, acabará por saber la sorprendente verdad, es decir, la amorosa mentira. El modo de averiguarlo será una inquietante revelación del mundo "oscuro" (¿recuerdan el Demian de Herman Hesse?) o, mucho mejor, una estimulante prueba de inteligencia: ¿cómo pueden los Reyes estar a la vez...? Al final, el niño debe llegar a saber que las cosas son como son, no depende de cómo se mire, a pesar de lo que diga la posmoderna y jarabera canción. Que lo que "depende" son las apreciaciones y los juicios de valor. En todo caso, la des-ilusión será un encontronazo con la cruda realidad que supondrá una especie de iniciación, de entrada al mundo adulto. Que abrirá un proceso crucial y delicado: mantener vivas la fantasía y la esperanza de forma digna, esto es, sin engañarse sobre la realidad.

      Pero volvamos con los regalos. Por fin llega el gran día, la gran noche de la maravilla: ¡a ver qué nos han echado! La indes­criptible sensación de que la magia nos toca personalmente, y que muchos no olvidaremos jamás... Lástima que para muchísimos lo que llega es un desencanto que se hace cruel cuando se comparan los regalos propios con los ajenos. Los niños "menos favorecidos", es decir, más pobres, ven que los juguetes maravillosos de los anuncios (de los que seguramente nadie les ha hecho sospechar), los caros, se los echan los Reyes a los niños que ya tienen muchas más cosas, están más mimados y viven mucho mejor. Por eso me parecen peor, en Reyes, los juguetes caros y famosos (aunque vengan con el marchamo de alguna organización benéfica despistada) que los bélicos. No soy psicólogo, líbreme Freud, pero me temo que el efecto puede ser demoledor. El niño que vive una realidad cotidiana miserable comprueba que la "realidad mágica" también está en su contra. La fantasía, que debe mantener viva la esperanza, potenciar la autoestima, dar energía para superar las adversidades en un mundo hostil, hace aquí lo contrario. También los ángeles de la guarda de los pobres son especialmente ineptos. Si al menos todo esto generara en los malhadados rabia contra la injusticia, si fuera un revulsivo que alentara una rebelión contra el orden real profunda y no autodestructiva... Pero me temo que lo que consiguen los Reyes es alimentar el sentimiento de la propia insignificancia sin esperanza de redención. Aunque ¿qué esperába­mos?: los Magos nacieron literariamente ya con mala pata: su torpeza -al solivian­tar a Herodes- propició la legendaria matanza de niños (Mt 2.1-16).

      Claro que en Navidad no sólo están los regalos de Reyes. El que lleguen tan tarde, cuando las vacaciones se acaban, nos empuja a anticipar presentes en Nochebuena o Navidad. Y los hipercomer­ciantes, siempre al acecho, ya nos asechan con el transformista San Nicolás, a ver si arrojamos más dinero a la hoguera de las navidades. ¡No admitamos al intruso! De introducir alguna altera­ción en el reparto, propongo, apoyándome en la arbitrariedad del rango, número y nombres asignados a los Magos, que se estudie sustituir a Gaspar -que apenas aporta novedad respecto a Melchor- por la recién fallecida poeta "de los niños" (o añadirla al trío, junto al popular "Secayó"). ¿Se imaginan?: Mechor, Gloria y Baltasar. Mejorarían en gracia y discurso (¡tan pobre ahora!), y hasta ganarían un sexo. Animarían a regalar ingenio, literatura, incluso versos fritos o poco hechos, en contra de la vulgar concupiscencia consumista. Claro que esto perjudicaría al comercio, ¡qué incorrec­ción!

      Me atrevo, en fin, a sugerir -ahora más seriamente- que adelantemos al día de Navidad nuestros regalos más costosos, pero sin intermedia­rios ultramundanos, con lo cual ganará nuestra dulce vanidad (¿no le fastidia un poquito que el agradeci­miento se lo lleven otros, aunque sean ficticios?). Y, sobre todo, al dejar para los Reyes menos cosas y más asequibles, machacarán menos la esperanza de los niños más desventu­rados. Se trata de mera sensibilidad, lejos aún de la generosidad y la solidaridad: que vengan los Reyes Magos, cargaditos e igualita­rios.

 

 

            Juan Antonio Aguilera Mochón

            Padre de Héctor Arturo, Selena Gala y Guillermo Antares

 

 

(Publicado en IDEAL el 22-12-1998.)