Para los antiguos
egipcios, el Fénix (Ave de la Inmortalidad) constituía - tal
vez - la más importante de las aves sagradas y simbolizaba la esperanza y la
continuidad de la vida después de la muerte. Unas veces era representada como
una especie de águila, revestida de plumas doradas y rojas, los colores del
sol naciente. Su voz era melodiosa, pero se hacía tan lastimera la hora de su
muerte, que consternada las demás criaturas por su melancólica belleza
acababan expirando también.
Su nombre egipcio, fenu, puede ser traducido como
«el brillante» - tal vez por el color de sus plumas - lo que explicaría por
qué en Heliópolis pudo ser interpretado como símbolo de la luz. Estaba
íntimamente relacionado con la divinidad solar, y ya en época tardía se le
asoció también al planeta Venus.
Todos los amanereces, y conforme a las creencias egipcias,
este pájaro, garza o águila, se «creaba a sí mismo», elevándose en
ardiente llama sobre el sicomoro celestial, o como el «alma de Osiris»
descansa (¿por la noche?) en este árbol sobre el sarcófago del dios. Esto
venía a confirmar la transición de los mitos egipcios a los fantasiosos
relatos de los griegos de que el Fénix provenía de Arabia o de
Etiopía (la «región del amanecer»), donde se nutría de perlas de incienso,
lo que le confería una larguísima existencia, volando desde allí al templo
de Heliópolies, embalsamando a su padre (Osiris) en un huevo (¿el Sol?) y
luego quemándose a sí mismo.
Según la leyenda, sólo uno de estós Fénix
podía tener cabida en el Universo. El poeta Hesíodo (entre los siglos VIII y
VII a.C.), autor de la Teogonía, afirmó que su longevidad era nueve
veces más que la del cuervo. Para otros autores, empero, podía llegar a los
97.200 años.
Cuando sentía la proximidad de la muerte, se autoinmolaba en
una pira que encendía con canela silvestre, y mientras el fuego se llevaba su
espíritu, un nuevo y esplendoroso
Fénix surgía de sus cenizas, que recogía con sumo cuidado los
restos de su padre, guardándolos en un huevo de mirra y ya en la ciudad de
Heliópolis los depositaba sobre el altar del Sol.
Se creía que su carne podía conferir la inmortalidad y sus
cenizas resucitar a los difuntos. Así, el tiránico emperador Heliogábalo
(204-222 d.C.), que introdujo cultos solares orientales en Roma y pasó a la
historia por sus crueldades y desenfrenos, se obstinó en comerse un Fénix
para conseguir la inmortalidad; en su lugar le fue servida un ave exótica...
Poco después fue asesinado por la propia guarda pretoriana...
Para el cristianismo, el mito del Fénix se
convirtió en el símbolo de la resurrección de Cristo, vencedor de la muerte.
Joseph.
M. Walker, Seres fabulosos de la mitología
En efigies monumentales, en pirámides de piedra y en momias, los egipcios buscaron eternidad; es razonable que en su país haya surgido el mito de un pájaro inmortal y periódico, si bien la elaboración ulterior es obra de los griegos y de los romanos. Erman escribe que en la mitología de Heliópolis, el Fénix (benu) es el señor de los jubileos, o de los largos ciclos de tiempo; Herodoto, en un pasaje famoso (II, 73), refiere con repetida incredulidad una primera forma de la leyenda:
«Otra ave sagrada hay allí que sólo en visto en pintura, cuyo nombre es el de Fénix. Raras son, en efecto, las veces que se deja ver, y tan de tarde en tarde, que según los de Heliópolis, sólo viene a Egipto cada quinientos años, a saber cuando fallece su padre. Si en su tamaño y conformación es tal como la describen, su mole y figura son muy parecidas a las del águila, y sus plumas, en parte doradas, en parte de color carmesí. Tales son los prodigios que de ella nos cuentan, que aunque para mí poco dignos de fe, no omitiré referirlos. Para trasladar el cadáver de su padre desde Arabia hasta el Templo del Sol, se vale de la siguiente maniobra: forma ante todo un huevo sólido de mirra, tan grande cuanto sus fuerzas alcancen para llevarlo, probando su peso después de formado para experimentar si es con ellas compatible; va después vaciándolo hasta abrir un hueco donde pueda encerrar el cadáver de su padre, el cual ajusta con otra porción de mirra y atesta de ella la concavidad, hasta que el peso del huevo preñado con el cadáver iguale al que cuando sólido tenía; cierra después la abertura, carga con su huevo, y lo lleva al Templo del Sol en Egipto. He aquí, sea lo que fuere, lo que de aquel pájaro refieren.»
Unos quinientos años después, Tácito y Plinio
retomaron la prodigiosa historia; el primero rectamente observó que toda
antigüedad es oscura, pero que una tradición ha fijado el plazo de la vida del
Fénix en mil cuatrocientos sesenta y un años (Anales, VI, 28). También
el segundo investigó la cronología del Fénix; registró (X,2) que, según
Manilio, aquél vive un año platónico, o año margo, el tiempo que requieren
el sol, la luna y los cinco planetas para volver a su posición inicial.
Tácito, en el Diálogo de los oradores, lo hace abarcar doce mil
novecientos noventa y cuatro años comunes. Los antiguos creyeron que, cumplido
ese enorme ciclo astronómico, la historia universal se repetiría en todos sus
detalles, por repetirse los influjos de los planetas; el Fénix vendría a ser
un espejo o una imagen del universo. Para mayor analogía, los estoicos
enseñaron que el universo muere en el fuego y renace del fuego y que el proceso
no tendrá fin y no tuvo principio.
Los años simplificaron el mecanismo de la generación del Fénix. Herodoto menciona un huevo, y Plinio un gusano, pero Claudiano, a fines
del siglo IV, ya versifica un pájaro inmortal que resurge de su ceniza, un
heredero de sí mismo y un testigo de las edades. Tertuliano, San Ambrosio y
Cirilo de Jerusalén han alegado el Fénix como prueba de la resurrección de la
carne. Plinio se burla de los terapeutas que prescriben remedios extraídos del
nido y de las cenizas del Fénix.
J.L. Borges, El libro de los seres imaginarios
Para
los chinos, el Fénix (Feng) es un pájaro de colores
resplandecientes, parecido al faisán y al pavo real. En épocas prehistóricas,
visitaba los jardines y los palacios de los emperadores virtuosos, como un
visible testimonio del favor celestial. El macho, que tenía tres patas,
habitaba en el sol.
En el primer siglo de nuestra era, el arriesgado ateo Wang
Ch'ung negó que el Fénix constituyera una especie fija. Declaró
que así como la serpiente se transforma en pez y
la rata en una tortuga, el ciervo, en épocas de prosperidad general, suele
asumir la forma del unicornio, y el ganso la del Fénix.
Atribuyó esta mutación al «liquido propicio» que. dos mil trescientes
cincuenta y seis años antes de la era cristiana, hizo que el patio de Yao, que
fue uno de los emperadores modelo, creciera pasto de color escarlata. Como se
ve, su información era deficiente o más bien excesiva.
En las regiones infernales hay un edificio imaginario que se
llama Torre del Fénix.
J.L. Borges, El libro de los seres imaginarios