Jubilado por la naturaleza y a falta de pantano a
su medida, el hipopótamo se sumerge en el hastío.
Potentado biológico, ya no tiene qué hacer junto al
pájaro, la flor y la gacela. Se aburre enormement y se queda dormido a la
orilla de su charco, como el borracho junto a la copa vacía, envuelto en su
capote colosal.
Buey neumático, sueña que pace otra vez las praderas
sumergidas en el remanso, o que sus toneladas flotan plácidas entre nenúfares.
De vez en cuando se remueve y resopla, pero vuelve a caer en la catatonia de su
estupor. Y si bostez, las mandíbulas disformes añoran y devoran largas etapas
de tiempo abolido.
¿Qué hacer con el hipopótamo, si ya sólo sirve como draga
y aplanadora de los terrenos palustres, o como pisapapeles de la historia? Con
esa masa de arcilla original dan ganas de modelar una nube de pájaros, un
ejército de ratones que distribuyan por el bosque, o dos o tres bestias
medianas, domésticas y aceptables. Pero no. El hipopótamo es como es y así se
reproduce: junto a la ternura hipnótica de la hembra reposa el bebé sonrosado
y mostruosos.
Finalmente, ya sólo nos queda hablar de la cola del
hipopótamo, el detalle amable y casi risueño que se ofrece como único asidero
posible. Del rabo corto, grueso y aplanado que cuelga como una aldaba, como el
badajo de la campana materia. Y que está historiado con finas crines laterales,
borla santuaria entre el doble cortinaje de las ancas redondas y majestuosas.
J.J.Arreola, Bestiario