1. El problemático estudio del sistema
islámico
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Cada día se
hace
más necesario y urgente obtener conocimientos bien fundados acerca del
islam,
dada su diseminación creciente por España, Europa y el mundo, así como
el
habitual camuflaje con que tal sistema se envuelve, por no hablar del
blanqueo
ideológico que le suelen prestar algunos medios informativos y
académicos, tan
obsequiosos con lo islámicamente correcto.
Para conocer un
sistema religioso o ideológico no sirven de mucho las vivencias y las
opiniones
subjetivas. Hay que partir del estudio de los documentos y los
acontecimientos.
Y buscar la mayor objetividad, sin que esto suponga esencializarlo,
mediante el
análisis de las estructuras semióticas y los mensajes que transmiten
sus textos
canónicos y subyacen en los hechos históricos.
Entre los hechos
sintomáticos vinculados con el islam, que hoy constatamos no lejos de
nosotros,
se encuentran realidades tales como la explosión demográfica, las
migraciones
masivas, la ubicuidad del terrorismo, o la implantación de mezquitas
integristas
y salafistas.
Lo primero, la
estrategia islamista de rechazar toda regulación de la natalidad ha
convertido
a muchos países musulmanes en productores de un excedente de población,
que
luego "exportan" a otros países como si fueran bombas demográficas,
en palabras de un analista. Ahí radica, sin duda, uno de los motores de
la
incontenible emigración a Europa.
La presencia
letal de ataques terroristas, como los que han sufrido varias naciones
europeas, no conoce fronteras. Su amenaza se ve facilitada por las
redes de
todo tipo que se desarrollan, entre los migrantes musulmanes, en las
sociedades
que los acogen.
Esto es aún más
preocupante porque ese terrorismo viene legitimado por los fundamentos
mismos
de la religión coránica. Como el estudio de las fuentes y la tradición
consagrada del islamismo pone al descubierto, se trata de un sistema de
creencias y prácticas cuyo núcleo se configura netamente como
incompatible con
la filosofía, el cristianismo, la modernidad y la democracia.
La ley islámica,
codificación sacralizada del derecho islámico, colisiona frontalmente
con los
artículos más básicos de la Declaración
universal de los derechos humanos, al tiempo que exige a los
musulmanes
anteponerla a cualquier otra legislación. Si la toman en serio, los
creyentes
mahometanos saben que el islam les manda emplear toda clase de medios
con el
fin de subvertir las sociedades no musulmanas, sin descartar en último
término
la violencia armada, que el Corán santifica como «combate en el camino
de Alá»,
un instrumento para expandir la supremacía de la religión de Alá en el
mundo
entero.
Ese proyecto de
imperialismo califal nos podrá parecer una fantasía delirante, pero no
cabe
negar que es, con toda certeza, la estrategia política inscrita en el
texto
coránico, amplificada en los dichos y la biografía de Mahoma,
codificada por
las escuelas de jurisprudencia suníes y chiíes, repetida en los rezos
muchas
veces al día, predicada en todas las mezquitas, enseñada a los niños en
las
escuelas, inculcada en las mentes muslimes (cfr. Aldeeb 2016).
No es algo del
pasado. Ese mismo proyecto lo recogen hoy en sus estatutos la Liga
Árabe, la
Conferencia Islámica, la Organización para la Cooperación Islámica, la
Liga
Musulmana Mundial, el Congreso Islámico Mundial y todas las demás
organizaciones islámicas internacionales y nacionales. Y no se ha
mencionado
ninguna de las muchas que hay de índole radical.
En el terreno
práctico, Francia y Alemania nos muestran, tras la experiencia de
varias
generaciones, cómo cualquier expectativa de asimilación o integración
de buena
parte de los inmigrantes musulmanes resulta altamente ilusoria. Por el
contrario, son ellos los que están trasplantando a Europa, en cuanto
pueden y
se les permite, las normas características de sus regiones de origen y
los
preceptos de su religión mahometana.
Este fenómeno
está suscitando una grave problemática de todo orden, cuya razón de
fondo
estriba, en última instancia, en las estructuras de una tradición que
incluye
en su normalidad una trama de rasgos antagónicos con los valores
europeos: el
rechazo de los derechos humanos, la supresión de las libertades
civiles, en
especial la libertad de conciencia y de religión, la postergación de
las
mujeres, la persecución de los homosexuales, la circuncisión y la
ablación
infantil, el asesinato por honor, el matrimonio concertado y con niñas
menores,
la poligamia para los hombres, la aceptación de la esclavitud, el
antisemitismo, la violencia contra los no musulmanes y contra los
musulmanes
apóstatas, la inquisición policial religiosa, la proscripción de
ciertos
alimentos y bebidas, los castigos crueles como la lapidación de la
adúltera, la
amputación de manos al ladrón, la crucifixión, la flagelación, la ley
del
talión, la destrucción de estatuas y de instrumentos musicales, la
prohibición
de las artes figurativas, el maltrato animal y el exterminio de los
perros
domésticos. La lista no es completa en absoluto, pero basta para
comprender que
esa cosmovisión, reforzada además por una teología anticristiana,
incuba
fatalmente una tendencia política de signo totalitario.
Mientras estas
inquietantes sombras se ciernen no solo sobre Europa, sino sobre la
humanidad,
observamos que la mayoría de los gobiernos, lo mismo que muchas
universidades,
no pocas iglesias e innumerables ONG, en lugar de exigir,
elementalmente, que
los inmigrantes, igual que todos los ciudadanos, acaten la ley y las
costumbres
nacionales, parecen haber claudicado ante los cotidianos atropellos del
estado
de derecho y estar dispuestos a capitular ante unos hechos que, en
muchos
casos, solo pueden interpretarse como una forma taimada de invasión y
sigilosa
conquista.
Por todas estas
razones y otras que cada cual hallará fácilmente, parece claro que
obtener
conocimientos bien fundados acerca del sistema islámico constituye una
tarea
que se hace más necesaria y urgente cada día. Y es nuestra
responsabilidad.
El interés de
algunos intelectuales europeos por el islam y su historia se acrecentó
en el
siglo XIX, de modo que empezaron a desarrollarse estudios rigurosos
sobre el
Corán. Unos cuantos quedaron fascinados. Los que profundizaron más, sin
embargo, no ocultaron su preocupación y sus consideraciones críticas.
Desde
entonces, las investigaciones se han acelerado, hasta producir una
verdadera
revolución teórica en el último cuarto de siglo. Y a lo largo de todo
el
camino, han surgido voces de advertencia que buscan despertar a Europa
del
sueño romántico y de la ingenuidad. Leamos unas citas.
Alexis de
Tocqueville (1805-1859), que lo estudió muy a fondo, escribió unas Notas sobre el Corán, de las cuales dice
el presentador de la primera edición:
«De la lectura
del Corán, como vemos en sus notas, él saca la idea de que la religión
de Mahoma
posee no solamente una desafortunada propensión a multiplicar los
llamamientos
a la guerra y al asesinato de los infieles, sino que además deja poco
espacio
real a la libertad y a las libertades, sobre todo en la medida en que
niega la
existencia de ‘órdenes’ diferentes, puesto que regula simultáneamente
los
dominios de lo ético, lo político, lo jurídico y lo social» (Alexis de
Tocqueville, Notes sur le Coran [1838] et
autres textes sur les religions, 2007: 31).
Y prosigue
subrayando que Mahoma, por un lado, trata de encauzar las pasiones
humanas
hacia fines desinteresados, pero «en cuanto a la parte egoísta, es
mucho más
visible aún»:
«La doctrina de que
la fe salva, que el primero de todos los deberes religiosos es
obedecer
ciegamente al profeta; que la guerra santa es la primera de
todas las
buenas obras… todas estas doctrinas, cuyo resultado práctico es
evidente,
se encuentran en cada página y casi en cada palabra del Corán. Las
tendencias violentas
y sensuales del Corán saltan a la vista de tal modo que no
concibo que
escapen a ningún hombre sensato. El Corán es un progreso sobre el
politeísmo en
cuanto que contiene nociones más nítidas y verdaderas de la divinidad,
y que
abarca con una visión más amplia y más clara ciertos deberes generales
de la
humanidad. Pero apasiona y a este respecto yo no sé si no ha hecho más
mal a
los hombres que el politeísmo, que, no siendo uno ni por su doctrina ni
por su
sacerdocio, no agitó jamás las almas muy de cerca y las dejaba tomar su
vuelo
bastante libremente. Mientras que Mahoma ha ejercido sobre la especie
humana un
inmenso poder, que, en conjunto, creo que ha sido más perjudicial que
saludable»
(Alexis de Tocqueville, Notes sur le
Coran [1838] et autres textes sur les religions,
2007: 32-33).
Uno de los
primeros
investigadores en abordar científicamente el estudio del Corán, el
orientalista
escocés Sir William Muir, a mediados del siglo XIX, formulaba un juicio
tan
lacónico como severo:
«La espada de
Mahoma y el Corán son los más fatales enemigos de la civilización, la
libertad
y la verdad que el mundo ha conocido hasta ahora» (William Muir, The
life of
Mohamed, 1861, IV: 322).
Hoy, no es un
riesgo especulativo entrevisto
por mentes lúcidas, ni una realidad ajena allá en países lejanos. Está
aquí.
Todo hace presagiar que la continua irrupción de seguidores del islam
en Europa
constituye una forma de allanar el camino a la islamización, hostil por
definición y potencialmente letal para la civilización europea. Y sin
embargo,
parece que muy pocos quieren darse por enterados, aunque no por falta
de
advertencias. El escritor inglés Hilaire Belloc nos pone en guardia:
«Millones de
personas modernas de la civilización blanca, es decir, la civilización
de
Europa y América, lo han olvidado todo sobre el Islam. Nunca han
entrado en
contacto con él. Dan por sentado que está decayendo, y que, de todos
modos, es
solo una religión extranjera que no los concierne. En realidad, es el
enemigo
más formidable y persistente de cuantos ha tenido nuestra civilización,
y en cualquier
momento puede llegar a ser una amenaza tan grande en el futuro como lo
ha sido
en el pasado. (...) Toda la fuerza espiritual del islam está presente
todavía
en las masas de Siria y Anatolia, de las montañas de Asia oriental, de
Arabia,
Egipto y África del Norte. El fruto final de esta tenacidad, el segundo
período
de poder islámico, puede retrasarse, pero dudo que pueda posponerse
permanentemente» (Hilaire Belloc, The
Great Heresies, 1938: 24-25).
«Gran religión
que se funda no tanto sobre la evidencia de una revelación como sobre
la
impotencia de entablar lazos afuera. Frente a la benevolencia universal
del
budismo, al deseo cristiano de diálogo, la intolerancia musulmana
adopta una
forma inconsciente en los que se hacen culpables de ella; pues si bien
no
tratan siempre de llevar a otro, de manera brutal, a compartir su
verdad, son
sin embargo incapaces (y es lo más grave) de soportar la existencia de
otro
como otro» (Claude Lévi-Strauss, Tristes
trópicos, 1955: 407).
«El islam que se
nos propone como guía de Occidente no ha dado al mundo más que vileza,
suciedad, ignorancia y miseria, y es además el islam que mantiene la
esclavitud. La mujer, cubierta con un velo elegante o envuelta en sus
harapos
no es más que una pobre criatura para la reproducción. El islam no es
más que
un inmoral harén. Desde el punto de vista religioso, descansa sobre una
mentira
y un fraude. Desde el punto de vista humano, constituye un
estancamiento del
espíritu y el elemento más nocivo para el desarrollo del pensamiento»
(Gabriel
Théry, Voici le vrai Mohammed et le faux
Coran, 1960: 44).
El mismo autor
opina que, en la labor de investigación histórica, no se debe tener en
cuenta
el estado de ánimo, ni el humor de la gente, ni las contingencias
políticas del
momento. Un trabajo que se califica de inoportuno hoy será inoportuno
también
mañana, dentro de un año y de un siglo. Entretanto, el error causará
estragos.
Está convencido de que la verdad es oportuna siempre.
«Europa pronto se
vendrá abajo a causa de su previo liberalismo, que ha demostrado ser
infantil y
suicida. Europa produjo a Hitler, y después de Hitler el continente se
ha
quedado ahí sin argumentos: las puertas están completamente abiertas
para el
islam, ya no se atreve a hablar de raza y religión, mientras que el
islam solo
conoce el lenguaje del odio contra las razas y religiones ajenas.
Debería decir unas palabras sobre la
política también... Entonces hablaría de cómo los musulmanes están
inundando,
ocupando y, dicho con claridad, destruyendo Europa, y cómo Europa se
presta a
esto con el liberalismo suicida y la democracia estúpida... Siempre
termina de
la misma manera: la civilización alcanza cierta etapa de maduración
donde no
solo no es capaz de defenderse, sino que, por lo que se ve, yace en una
adoración
incomprensible de su propio enemigo» (Imre Kertész, escritor húngaro,
premio
Nobel de Literatura 2002).
«La confrontación
decisiva se desarrolla en la cabeza de los musulmanes, no entre ellos y
el
resto del mundo. Se parece más a una guerra civil en el interior de
cada
persona que a una guerra exterior. El mundo moderno no asedia al islam,
ya ha
comenzado a invadir el interior de cada musulmana y cada musulmán. Un
musulmán
no puede rechazar la modernidad más que recusando su propia
racionalidad, su
propia libertad, su propia afectividad, el despliegue de su propia
individualidad. Algunos aceptan pagar ese precio, otros no. Todos se
encuentran
hoy ante una elección: permanecer dentro de un sistema fijado hace más
de un
milenio, fabricado por el poder califal hace catorce siglos para servir
de
ideología a un imperio fundado sobre la fuerza armada, o bien asumir
los
valores de la humanidad en marcha y participar en la construcción del
futuro»
(Capucin, Histoire de l'islam et de
Mohammed grace aux méthodes modernes, 2010: 168-169).
«Los medios
dominantes repiten a coro, y con ellos la clase política, la cantinela
de que
el islam es una «religión de paz, tolerancia y amor». ¡Es preciso no
haber
leído nunca el Corán, los hadices del profeta y su biografía para
atreverse a
defender semejante cosa! Si uno aducía esos textos pasaba por un
literalista
islamófobo. La publicación de mi Tratado de ateología hace diez
años me
mostró la magnitud del desastre. ¡Y al mismo tiempo la incultura de los
que más
que islamófilos son liberticidas!» (Michel Onfray, Pensar
el islam, 2016: 22).
«[El islam]
obstaculiza el pensamiento liberal, la igualdad, el control de la
natalidad y
el éxito económico. Si uno toma el Corán en su palabra, el islam, con
la mejor
voluntad del mundo, no es una religión de paz y tolerancia. ... El
islam está
fundamentalmente moldeado por el odio hacia los no musulmanes, ... El
islam
tiende al fanatismo, consume recursos espirituales y vitales y tiene un
efecto
paralizante en general» (Thilo Sarrazin, Toma
de poder hostil. Cómo el islam obstruye el progreso y amenaza la
sociedad,
2018).
«El
islam se define esencialmente en oposición al cristianismo:
Su testimonio de fe es específicamente una
negación de la Trinidad (‘No hay más dios que Dios’), sus escritos
condenan
absolutamente la encarnación de Dios en Jesús (asociacionismo condenado
violentamente por el Corán) y condenan igualmente la divinidad del
Espíritu
Santo.
Los cristianos son maldecidos diariamente en
el rezo ritual (hasta 17 recitaciones de la Fatiha,
la primera sura coránica, que califica a los cristianos como
‘extraviados’ del ‘camino
recto’ querido por Dios).
Los cristianos son condenados por el Corán y
la tradición musulmana a sufrir la suerte de los dimmíes (impuesto
oneroso,
trato humillante, limitaciones de culto, estatuto de inferioridad)»
(Florence
Mraizika, Le Coran décréé, 2018: 81).
«La incomprensión
cava una de las peores fosas que pueden dividir a una sociedad. Es lo
que ha
sucedido desde hace años entre los europeos y quienes se remiten a una
identidad islámica, y que, conscientemente o no, quieren vivir
separados. Esta
brecha se ensancha a medida que el islamismo se incrusta en las
comunidades
musulmanas, tanto en Francia como en el resto de Europa. Es suficiente
ya para
que mañana, los más adoctrinados de los islamistas arrastren a muchos
de sus
correligionarios a confrontaciones de gran escala con la población no
musulmana.
En este atolladero, los famosos ‘diálogos’
que exaltan ‘la gran fraternidad multicultural ciudadana’ han
pretendido
aportar un remedio. Pero, en realidad, más bien han ahondado el mal, al
sustentar el sentimiento de victimismo musulmán. ¿Cómo podría ser de
otra
manera, cuando se ocultan las faltas de civismo y las agresiones que se
multiplican
a diario con respecto a los no musulmanes, arguyendo un ‘derecho a la
diferencia’ sobre un fondo de odio a la identidad europea, destilado
por medios
manipuladores? Pero ¿qué otra vía puede ofrecer el pensamiento al uso
para
salir de esos engranajes mortíferos y afrontar el problema juntos? Será
necesario, ante todo, poder hablar unos con otros, lo que requiere un
mínimo de
lenguaje común y de comprensión. Ahora bien, esto no existe, o apenas»
(Édouard-Marie
Gallez, Comprendre l'islam, seul voie d'avenir, 2016).
«En esta
coyuntura, tampoco reside la solución en saludar la expansión de una
supuesta
alternativa modernizadora, como la que propugna Tariq Ramadan de
fachada
pluralista y de núcleo anclado en las ideas para él ‘reformistas’, en
realidad
fundamentalistas, con origen siempre en Ibn Taymiyya y paso obligado
por Abd
al-Wahhab, el fundador de la ortodoxia saudí, y los Hermanos Musulmanes
(punto
de llegada muy próximo en el fondo al tradicionalismo militante del
predicador
de al-Yazira, Yusuf al-Qaradâwi). El objetivo buscado, en
nombre de un
islamismo remozado, consistirá en la constitución en los países
occidentales de
una umma como comunidad cerrada de los creyentes, dispuesta a
jugar la
baza de la democracia, pero en realidad orientada a formar una
microsociedad
alternativa, en que germinarían sin dificultad las semillas de la
violencia»
(Antonio Elorza, Los dos mensajes del islam, 2008: 355).
Desde
el punto de vista panorámico de la historia de las religiones,
contemplamos los
grandes movimientos de su evolución: vemos cómo, en el siglo I, la
religión
hebrea se bifurcó dando nacimiento por una parte al cristianismo,
abierto a los
gentiles, mientras por otra parte se producía un repliegue étnico con
el
judaísmo rabínico. Bastante más tarde, en el primer tercio del siglo
VII,
surgió el mahometismo árabe, que comportaba una gran regresión hacia
formas
arcaicas del judaísmo más legalista del Pentateuco, ulteriormente
relanzado por
los califas con pretensiones de universalidad.
En nuestros días,
como nos dice el sabio Sami Aldeeb, islamólogo palestino con
nacionalidad
suiza, en la advertencia previa a su magistral traducción del Corán
(2019), no
sería honrado, ni moral ni intelectualmente, ocultar la realidad de lo
que a
fin de cuentas nos vamos a encontrar en el islam. Como previene este
autor, es
necesario saber, para no dejarse engañar.
Respecto al
presente estudio sobre el sistema islámico, aclaro de antemano que no
pretende
ser exhaustivo, tarea imposible, sino que aborda tan solo una selección
de
temas fundamentales, con un enfoque histórico-crítico, sistemático y
sintomático. La abundancia de citas textuales aportadas a lo largo del
libro
tiene el propósito de documentar fehacientemente los análisis que se
van
efectuando, a fin de propiciar un mejor conocimiento de los dogmas y
los mitos
fundantes del sistema.
Por descontado,
estas páginas no van dirigidas a quienes prefieren el desconocimiento,
la mentira
hábil o el eufemismo confortable en vez de la esforzada búsqueda de la
verdad.
Cada vez que
surge el tema, hay personas que no se recatan de pontificar
dogmáticamente que «todas
las religiones son iguales», o que «se explican por el miedo a la
muerte» y
tópicos por el estilo. Sería saludable que hicieran un esfuerzo para
descartar
una teología tan barata, y plantearse si no hay que criticar la crítica
a la
religión, tan escasamente científica, de los filósofos del siglo XIX.
Los que tengan
prejuicios globales o juicios negativos o positivos respecto a la
religión,
deberían saber que eso es irrelevante para el análisis, siempre que
este
respete los hechos. Aunque esto no niega de ninguna manera que puede
haber mala
religión, como hay mala filosofía, o mala política, o malas artes.
Sería la que
se deja llevar por mitos falaces y mentiras, hasta el fanatismo, por
rituales
de división, que siembran odio, y por acciones violentas hacia los
disidentes.
Nada de esto es intrínseco a su concepto genérico.
Lo exigible es que
todo estudio de un sistema
religioso mínimamente riguroso pueda enmarcarse en una teoría de la
religión
con pretensiones de cientificidad, aunque esta aún requiera mayor
fundamentación y desarrollo. De lo contrario, no logrará producir más
que un
discurso arbitrario, ideológico, veleidoso e ignaro.
La
promesa de mejorar la vida o alcanzar la salvación apunta a la
consecución de
bienes valiosos, cuyo acceso facilita, pero a la vez responde a una
primordial necesidad
de orden, satisfecha mediante la interpretación del mundo que aporta.
Al
definirlo como sistema «cultural» de signos,
se está indicando que no se trata de algo natural, ni sobrenatural,
sino que es
producto de la sociedad humana y está constituido como un lenguaje
complejo. El
lenguaje religioso, como sistema objetivo
de signos, proporciona una interpretación del mundo y favorece la
transformación del mundo. Aunque no modifica la realidad natural al
modo como
lo hace la intervención técnica, sino a través de las reglas que
organizan la
acción humana:
«Tales
signos y sistemas de signos no modifican la realidad designada, sino
nuestra
conducta cognitiva, emocional y pragmática con ella: dirigen la
atención,
organizan las impresiones en contextos y ayudan a las acciones. Solo
podemos
vivir y respirar en el mundo así interpretado» (Theissen 2000: 16).
Lo
específico de la religión en cuanto sistema
semiótico se caracteriza por el modo como, en él, se combinan y
articulan tres formas expresivas: el mito, el ritual y
el ethos respectivamente.
El mito se presenta en forma de relato o
un texto al que una comunidad atribuye un valor sagrado, que revela una
visión
del mundo y de la vida. Pertenece al orden de lo «pensado», y aporta
por medio
de su lenguaje metafórico una conceptualización de la naturaleza, la
humanidad
y lo divino. Este relato mítico está codificado principalmente en
narraciones
con elementos fantásticos, pero que de alguna manera se relacionan con
la
historia ordinaria, confiriéndole una interpretación. El mito cuenta
acontecimientos singulares, que dotan de sentido
a la realidad de la existencia y la historia. Cumple una función
legitimadora y
santificadora del orden social, aunque también puede deslegitimarlo y
cuestionarlo. La lógica del mito organiza las estructuras mentales y
enseña a
ver la realidad conforme a unas categorías
de pensamiento. De modo que no pertenece al dominio de lo irracional,
sino que entraña un tipo específico de logos.
El rito
utiliza gestos y palabras en una ceremonia o dramatización simbólica,
que favorecen
la participación de los fieles. Pertenece al orden de lo «vivido»,
induce una
experiencia de los significados narrado en los mitos y va moldeando la
sensibilidad de los participantes. Los que acuden a la liturgia se
adhieren
emocionalmente a la comunidad y su visión del mundo. La acción
simbólica ritual
proporciona esquemas de comportamiento, que luego aparecen traducidos
en
preceptos éticos y políticos. Así, el rito predispone y compromete a su
puesta
en práctica.
El ethos compendia en normas de
actuación los valores morales que rigen, en la práctica, la vida
personal y
social. No es ya un relato, ni un gesto simbólico, sino que pertenece
al plano
de lo «actuado», a la forma de comportarse cotidianamente en la
sociedad.
Implica imperativos que regulan el comportamiento efectivo en las
relaciones
sociales, económicas, políticas, familiares, etc., dotándolas de una
finalidad.
En principio, pueden formularse como valores abstractos (igualdad,
libertad,
solidaridad), pero también como máximas morales («ama a tu prójimo como
a ti
mismo»), desde los que la persona orienta las propias decisiones
libres. Asimismo,
el ethos se presenta codificado en normas concretas o preceptos
que
establecen pautas de actuación muy precisas, hasta el extremo de no
dejar
espacio para la opción personal, en algunos casos.
Desde
otro punto de vista, el mito, el rito y el ethos
se corresponden respectivamente con el plano imaginario, el plano
simbólico y el
plano empírico social.
En
cada una de esas tres formas expresivas, el
sistema semiótico, como lenguaje que es, obedece a una gramática, con
sus
reglas sintácticas y su léxico particular. En virtud de su propia
gramática,
cada concepción religiosa se configura a sí misma como un sistema
autónomo. Esta
autonomía la consigue por medio de la autoorganización
del sistema desde un centro, compuesto por unos axiomas fundamentales y
unos
temas que orbitan a su alrededor; y por medio de una doble referencia:
la autorreferencia, que lo identifica
con unos rasgos esenciales bien delimitados, y la heterorreferencia que
lo contradistingue
de los demás sistemas. Esto, por ejemplo, es lo que ocurrió cuando el
islamismo
canonizó el Corán y rompió con el cristianismo y el judaísmo.
Un
sistema religioso, al construir un orden
del mundo, infundir confianza en él y ofrecer formas de vida valoradas,
cumple
importantes funciones psicológicas,
en orden a organizar conocimientos, emociones y conductas, de manera
que normalmente
sirve para controlar las crisis y la incertidumbre, aunque también
puede
provocar crisis por la irrupción en lo cotidiano de unas exigencias
absolutas.
Al
mismo tiempo, la religión cumple variadas funciones
sociales, entre las que destaca
la socialización de los individuos, mediante la interiorización de los
valores
y normas, que produce su integración, pero en ocasiones impulsa su
radicalización. Por otro lado, incide igualmente en la resolución de
los
conflictos entre grupos, ejerciendo una mediación reguladora, si bien,
en
determinados contextos, puede provocar el agravamiento de los
conflictos.
Un
sistema religioso no siempre se presenta
como una religión reconocida y organizada como tal. Puede esconderse
tras la
apariencia de una concepción del mundo que disfraza sus mitos como
filosofía, o
incluso como «ciencia». En cualquier caso, lo determinante está en que
se
constituya un sistema cultural de signos, que confiere un sentido a la
vida,
implicando una significación última. Solamente varía el tipo de
lenguaje
empleado, o el género literario, o el modo de categorizarlo
idiográficamente. Esta
clase de sistema semiótico instaura y controla la «normalidad»
ontológica y
axiológica en las interacciones humanas con la naturaleza, con la
sociedad, consigo
mismo y con el sentido último implicado. En el fondo, en toda
civilización subyacen
históricamente fundamentos de ese tipo. Y las personas, por el mero
hecho de
relacionarse en sociedad, acaso sin conciencia de ello, no dejan nunca
de rendir
un culto, aunque sea tácito, aunque sea a dioses desconocidos.
Conforme
a la propuesta de Theissen, un lenguaje cultural de signos no solo
posee un
carácter semiótico, sino también sistemático. Cuenta con una serie de
elementos
específicos (léxico) y unas reglas de organización, de conexión
positiva o
negativa (sintaxis, gramática). En efecto, en cada sistema religioso
encontramos un núcleo duro, es decir, unas constantes teológicas o
ideológicas,
consistentes en unos axiomas
fundamentales, en cuyo entorno inmediato se desarrollan los temas fundamentales, subordinados a
tales axiomas, y más allá otros temas secundarios.
Estos
«axiomas» vienen a coincidir con lo que Roy Rappaport denomina «postulados sagrados últimos», en su
obra Ritual y religión en la formación de
la humanidad (Rappaport 1999: 373-389).
La
evolución histórica del sistema mantiene como base los axiomas o
postulados
establecidos, pero estos entran en interacción con las condiciones
iniciales que presenta la sociedad, de modo que los
acontecimientos repercuten en el devenir y su impronta se consolida en
el
sistema, determinando en buena medida las condiciones de la evolución
en un
momento posterior. En sus orígenes, el sistema islámico adoptó los
axiomas y numerosos
temas del judaísmo, con sus escrituras y su lenguaje mítico, ritual y
ético-legal. Y luego los reorganizó, en parte, después de su ruptura
con el
judaísmo. Se puede decir que los adoptó y los adaptó.
Por
último, si alguien se pregunta por la diferencia existente entre un
sistema de
signos como es la religión y un sistema de conocimiento científico,
bastará con
responder señalando unas cuantas pistas. La ciencia no trabaja con
mitos, sino
con teorías. No usa rituales, sino procedimientos. No tiene ética, sino
aplicaciones técnicas. No refiere a la realidad última, sino a campos
específicos de fenómenos susceptibles de observación o experimentación
y predicción.
Para
la buena intelección de los análisis y los argumentos que se exponen en
esta
obra, es necesario no perder de vista el enfoque teórico y los métodos
que han
servido de pauta. El objetivo es siempre la búsqueda de conocimiento, a
partir
de los estudios más innovadores, las aportaciones más recientes y las
indagaciones propias. Sobre el planteamiento metodológico hay que decir
que:
– Trata de sistemas,
no de personas: habla del islam como sistema de ideas, no de los
musulmanes.
– Trabaja con textos,
pertenecientes a siglos diferentes y distantes de nuestra cultura, tal
como
constan en los documentos existentes.
– Hace
referencias al contexto histórico, cuando pueden contribuir a
la mejor
comprensión del texto.
– Analiza los significados
codificados en los textos, que son el objeto principal de estudio, no
las
prácticas que hayan podido inspirarse en tales significados.
– Utiliza los métodos
histórico-críticos, que, por su aspiración científica, están
abiertos al
debate de todo el mundo y no al servicio de ninguna ideología.
Todas las
hipótesis y las explicaciones propuestas, por principio, dependen de
los datos
y los argumentos aportados, y que se puedan aportar. Y cuentan con
grados
variables de certeza, evidencia, respaldo o probabilidad. Además, hay
que
reconocer que nunca desaparece del todo la incertidumbre en la
traducción y en
las interpretaciones. Todo lo cual no obsta para ir avanzando en el
conocimiento.
Debo insistir en
que, a lo largo de estas
páginas, no son objeto de estudio las personas, ni se hacen juicios de
valor
acerca de ellas. La investigación, centrada básicamente en textos,
analiza
cuestiones históricas, antropológicas, filosóficas y teológicas,
típicas del islamismo como sistema de creencias,
símbolos y prácticas. Por eso, sería un error confundir el plano
personal y el
plano sistémico. Estoy completamente de acuerdo con que debemos todo el
respeto
a las personas, pero esto no puede implicar ningún desistimiento del
examen
crítico de cualesquiera sistemas de ideas. No sería responsable, ni
ética ni
intelectualmente, callar lo que la realidad exige que se diga, como
tampoco
tergiversar los significados mediante una artera hermenéutica que se
haga depender
de los intereses más que de la verdad.
Cuando
uno se acerca a estudiar el islam, el Corán, a Mahoma, descubrirá con
asombro
bibliotecas interminables, pero, tan pronto como empieza a orientarse
en la
bibliografía y los autores, llega a la constatación de que la inmensa
mayoría veneran
como intangibles las fuentes clásicas, mientras repiten y reeditan, una
y otra
vez, lo que ya dijeron los comentaristas mil años atrás. Siguen
encerrados en esa
esfera donde están absolutamente ausentes los métodos que han hecho
avanzar la
exégesis en los últimos doscientos años. En las cátedras modernas, por
fortuna,
se rompió el consenso entre los que dan por buena la perenne tradición
y
aquellos que sus adversarios llaman «revisionistas», los únicos que han
abierto
nuevos caminos al conocimiento de Mahoma, el Corán y el islam.
El
problema del atolladero islámico viene de antiguo. En los dos o tres
primeros
siglos del islamismo hubo, sin duda, voces discordantes. No faltaron
autores
críticos, al menos en ciertos aspectos significativos, como los
filósofos
mutazilíes (siglos VIII y IX), o como lo fue Al-Tabari (839-923). Pero
la
filosofía racional fue perseguida y acallada. En general, desde finales
del
siglo IX, fue desapareciendo del islam toda actitud crítica. Con
Al-Ghazali
(1058-1111) se asentó definitivamente una ortodoxia tradicionalista y
antirracional, completamente cerrada a toda disensión y a cualquier
innovación.
El obstáculo más
insalvable estriba, quizá, en el hecho de que, en la religión islámica,
está
prohibida la menor innovación. Introducir una novedad doctrinal o moral
se
considera no solo indeseable, sino extremadamente perverso, puesto que
el
profeta habría dicho que «toda innovación es un extravío que conduce al
infierno». Y es sabido que el Dios del Corán jamás perdonará al
innovador,
mientras no se retracte de su innovación.
En consecuencia,
el integrismo se volvió históricamente consustancial con el sistema
islámico. Y
se proyectó retrospectivamente sobre el mismo Corán. Luego, el libro
sagrado se
ha utilizado, durante siglos, para reforzarlo. De este inmovilismo tan
radical
se han derivado, ayer y hoy, consecuencias muy perniciosas.
En la experiencia
social, a veces, podemos encontrar musulmanes moderados, pero no sería
nada
exacto decir que la moderación sea un rasgo predicable del islam como
sistema. Y
es completamente equivocado decir que lo que ocurre es que el «islam
radical»
hace una interpretación forzada del Corán y la tradición de Mahoma,
porque los
radicales no hacen más que servirse de la interpretación mayoritaria,
autorizada y normal del islam. Sin embargo, muchos cierran los ojos, no
quieren
saber, o practican el disimulo manejando todo un repertorio de
eufemismos,
excusas y sublimaciones. Sería más honesto llamar a las cosas por su
nombre y
hablar con claridad, como vemos en estas líneas de Anne-Marie Delcambre:
«Aun a riesgo de
molestar, hay que tener el valor de decir que el integrismo no es la
enfermedad
del islam. Es la integralidad del islam. Es la lectura literal, global
y total
de sus textos fundadores. El islam de los integristas, de los
islamistas, es
sin más el islam jurídico que se atiene a la norma» (Delcambre 2003:
12).
Lejos de la
ilusión
de ser, como presume el sistema islámico, la religión perfecta y
definitiva, a
todas luces es una religión histórica, más bien deficiente y anclada en
el
medievo. No parece casual que los cincuenta y seis Estados de mayoría
islámica,
actualmente existentes, presenten un subdesarrollo notorio en sus
sociedades. No
se puede descartar que su religión, en buena medida, constituya un
factor determinante
del estancamiento y el atraso social, político y económico. En cierto
modo,
constituye un fenómeno similar al que se produce históricamente en
casos muy
alejados, pero estructuralmente homólogos, cuando las utopías
revolucionarias
secuestran a las naciones que caen bajo su dictadura, sometidas al yugo
de un
sucedáneo de religión.
Al haber
sacralizado los relatos y los preceptos
coránicos, el sistema semiótico islámico se volvió inmutable y esto,
aún hoy,
crea fricciones y enfrentamientos con la normalidad del mundo moderno.
Los fundamentos
dogmáticos y las férreas disposiciones de la ley islámica, por no
mencionar las
posición de las organizaciones y la figuras representativas, resultan
estructuralmente incompatibles con los valores éticos universales y
con los
derechos reconocidos hoy a escala internacional.
El mundo
musulmán, mientras mantenga su ortodoxia, es decir, mientras sea fiel
al Corán
y a la tradición establecida, no puede aceptar la declaración universal
de los
derechos del hombre, como realmente ocurre. La razón de esta rémora es
a la vez
teológica y filosófica. Desde hace mil años, los ulemas
tradicionalistas
proscribieron la filosofía, negando la autonomía de la razón humana.
Para ellos,
no cabe el reconocimiento de una naturaleza humana, o una racionalidad
humana,
a partir de la cual se deriven los derechos. Porque su dogma sostiene
que solo
Dios, exclusivamente él, puede ser fuente del derecho. No admiten más
principio
jurídico que la ley de Dios, tal como fue revelada a Mahoma y
codificada por las
escuelas de jurisprudencia califales en forma de ley islámica. Y creen
que
ningún hombre está autorizado a usurpar esa prerrogativa divina.
El islamólogo
William Muir, en The life of Mahomet
(1861) concluía que el legado del profeta, pese a los beneficios que
aportó, manifiesta
una religión de la que derivan por doquier tres males radicales, que
proseguirán «mientras el Corán sea la norma de la fe». Estos son:
«Primero, la
poligamia, el divorcio y la esclavitud se mantienen y perpetúan, atacan
la raíz
de la moral pública, envenenan la vida doméstica y desorganizan la
sociedad.
Segundo, la libertad de pensamiento en la religión está aplastada y
aniquilada.
La espada es el castigo inevitable por abandonar del islam. La
tolerancia es
desconocida. Tercero, ha interpuesto una barrera contra la recepción
del
cristianismo. Viven en un engaño miserable, al suponer que el
mahometismo
allana el camino para una fe más pura» (Muir 1861, volumen IV: 321).
El sistema
islámico es el que es, y sus estructuras son las que son. No tiene
sentido
escamotear este punto de partida. Por otro lado, sin embargo, si
atendemos a lo
que pasa, vemos que el comportamiento de un gran porcentaje de
musulmanes no se
atiene a la norma estricta del Corán y el derecho islámico, por lo que
habría
que concluir que se encuentran en una situación objetiva que sus ulemas
calificarán de apostasía. Pues sus prácticas y, sobre todo, sus
sentimientos se
alejan cada día más de las obligaciones que su religión les exige. La
situación
se vuelve cada vez más tensa en el seno de la sociedad musulmana y
entre los
musulmanes de los países occidentales. Muchos piensan que el islam
requiere una
reforma, algo sumamente problemático cuando se les ha dicho que poseen
la religión
perfecta.
No
pocos estudiosos que se han planteado la cuestión sostienen que el
islam no se
reformará nunca. No puede modernizarse, porque se arriesga a dejar de
existir. Pues
las atrocidades de la yihad, la guerra contra los cristianos y los
judíos, el
exterminio de los ateos y los politeístas, y el rechazo frontal de los
derechos
humanos no constituyen una desviación integrista, salafista o radical,
sino que
son prácticas normativas, pertenecientes a la esencia misma del Corán y
el
islam. De ahí que algunos pensadores opinen que el islamismo como
sistema no
puede ser reformado, solo puede ser derrotado intelectual y moralmente.
El
islam no se podría reformar por la simple razón de que el Corán siempre
será el
Corán.
Tal vez, en
determinados contextos donde la historia se remansa, o donde hay un
ambiente de
tolerancia, como ocurre en occidente, los musulmanes podrían vivirlo
como si
fuera una religiosidad convencional e inofensiva. Pero esto no basta.
Siempre permanecerían
ahí latentes sus textos arcaicos, a partir de los cuales, al cambiar el
contexto, resucitarían con renovada virulencia los gérmenes de la
intolerancia,
la violencia y el terror en nombre de Dios. Una reforma radical del
islam en
términos de la crítica moderna implicaría su autodestrucción, a no ser
que se
halle la manera de relativizar la tradición y el mismo texto sagrado.
No es imposible,
pues ya ocurre, que haya musulmanes que se reformen, dado que son
personas con
capacidad para razonar y ser libres. Y es precisamente en este proceso
donde es
un deber prestar ayuda a los musulmanes: apoyarlos cuando desean salir
del
enclaustramiento mental que el islam ocasiona, y promover con ellos la
reflexión, el espíritu crítico y el conocimiento objetivo del propio
islam y de
otras alternativas filosóficas y religiosas.
Habrá que superar
enormes obstáculos, porque la educación que se da a los musulmanes los
entrena
en una fuerte islamofobia, si por islamofobia entendemos lo que
la
palabra significa: tener miedo al islam. En efecto, la mayoría de los
musulmanes manifiestan miedo cerval a abordar el estudio objetivo del
islam, sienten
pavor a conocer y reconocer lo que realmente dicen sus fuentes, su
tradición y sus
comentadores clásicos.
Al final, habrá
que abordar el estudio histórico-crítico del intocable Corán y
distanciarse de toda
lectura literalista, dogmática y legalista del texto. Esto, sin duda,
tropezará
con enormes escollos disuasorios. Uno evidente es el trágico sino de
los
reformadores, que nunca faltaron a lo largo de la historia, sobre todo
a partir
del siglo XIX. Chocaron con un muro de incomprensión y anatemas. Entre
las
historias de los teólogos que buscaron fundamentar una reforma del
islam para
llevarlo a la modernidad y lo pagaron con su vida, baste evocar la del
sudanés
Mahmud Muhammad Taha, autor de El segundo
mensaje del islam (1967). Apoyándose en la distinción, aceptada
oficialmente, entre las suras de La Meca y las de Medina, argumentó la
tesis de
que el mensaje de la revelación se encuentra ya completo en el Corán
mequí, por
lo que hay que entender las suras mediníes como una respuesta a
circunstancias
contingentes, sin validez universal. Su aspiración era presentar un
islam libre
de la carga de intolerancia y violencia, basado en la palabra y no en
la
espada. Pero el gobierno islamista de Sudán lo acusó de herejía, lo
apresó y,
tras un oscuro proceso, lo sentenció a muerte y lo ahorcó en la prisión
central
de Jartún, el 18 de enero de 1985 (Aldeeb 2018).
En ocasiones, en
ciertos medios, hemos visto y oído a musulmanes que hablan de la
necesidad de
reformar el islam y adaptarlo a la sociedad europea, y acaban
reeditando lo de
siempre, solo que modernizando el lenguaje. Me parecen más creíbles
quienes
dicen abiertamente que lo que se proponen no es la europeización el
islam, sino
la islamización de Europa, como hace Tariq Ramadan, ideólogo islámico
afincado
en Europa, o los que levantan mezquitas en territorio europeo.
Lo
más sensato es desconfiar del falso reformismo. No hay que ser
ingenuos, como esos
conversos españoles que abogan por reformar y «purificar» el islam
mediante una
vuelta al Corán. Porque suscribir la tesis de los coranistas no ofrece
ninguna verdadera
solución (cfr. Aldeeb 2020). En eso de volver al Corán les llevan la
delantera los
salafistas, los integristas que sueñan con regresar a los tiempos de
los cuatro
primeros califas, supuestamente «bien guiados», tiempos de salvajes
guerras
civiles y agresiones a otros países de oriente y occidente.
Ante todo, hay
que desconfiar del doble lenguaje, habitual en tantas plataformas y
actividades
que promocionan una cara amable del islam. Lamentablemente, consiguen
engañar a
muchos desprevenidos o faltos de conocimiento para interpretar bien el
significado que tienen las palabras en la mentalidad islámica. Unos
ejemplos.
Cuando por «paz» se entiende solamente la que llega una vez que el
islam ha
derrotado a los que tiene como enemigos. Cuando se entiende por
«justicia» la
implantación del sistema legal de la saría. Cuando se llama
«igualdad»
a la pretensión de que las sociedades europeas acepten los usos y
costumbres
islámicos contrarios a las leyes. Cuando la «solidaridad» solo se puede
dar
entre musulmanes. Cuando la «santidad» significa la destrucción de
todas las
demás religiones para que domine el islam. Otro ejemplo concreto: si
hablan de
«renacimiento y unión de España», hemos de saber que lo que entienden
por
«renacimiento» es la reintroducción del islamismo en la sociedad
española, y
por «unión», el sometimiento del país bajo la bandera de Mahoma, de
tal modo
que España vuelva a ser Al-Ándalus. Este sibilino trampear con las
palabras no
es sino el ejercicio de la taqiya, o
el disimulo, una virtud recomendada
en el Corán. Desde que la ley islámica permite la taqiya, uno
no puede
creer una palabra de lo que dicen.
Mirando al futuro,
sería un paso adelante el surgimiento de grupos
musulmanes decididamente reformistas, aunque no bastará que lo hagan
solo en el
plano personal, si no van hasta la raíz del sistema y lo transforman.
Porque
los movimientos de reforma pasan con el tiempo, pero el Corán y los
hadices permanecen.
No habrá nada digno de perdurar, mientras no se declaren obsoletos, con
valor
puramente histórico, los pasajes que atentan contra los derechos
humanos; mientras
no sean abrogadas todas las aleyas que colisionan con la conciencia
moderna, o
que sean indignas de una fe ilustrada y adulta en Dios.
En cualquier
hipótesis, para cualquier planteamiento o debate, la
condición absolutamente imprescindible radica en adquirir un
conocimiento bien
fundado del islam, en palabras más precisas, del sistema islámico y de
los
componentes míticos, rituales y éticos que lo integran. Es lo que
intentamos hacer
en este trabajo: avanzar hacia ese conocimiento, desde una perspectiva
histórico-crítica, y con base en un minucioso estudio del Corán, las
fuentes
clásicas y las investigaciones más convincentes.
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