4. La historia científica
de la génesis del islam
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Ya señalamos el
problema de la tardía elaboración y la falta de historicidad que afecta
a las
fuentes islámicas clásicas, que, no obstante, deben seguir examinándose
con
rigor. De los doscientos primeros años de la hégira, no se conservan
documentos
árabes musulmanes que sirvan de base para el estudio de la aparición y
desarrollo del protoislam y el islam primitivo, a excepción del Corán,
todavía
en proceso de composición. De este solamente se han hallado fragmentos
de
manuscritos antiguos, de final del siglo VII y primera parte del siglo
VIII,
que presentan variantes respecto a la vulgata llamada de Utmán, y que
atestiguan que su redacción no estaba concluida.
Es sorprendente,
pero real, que no haya quedado, o no hayan dejado, documentación árabe
referente a los propios orígenes islámicos, datable en los dos siglos
iniciales. La biografía del profeta, escrita por Ibn Hisham, es de la
primera
mitad del siglo IX. Las colecciones de relatos tradicionales del
profeta son de
la segunda mitad del siglo IX o principios del siglo X. La explicación
más
plausible es que el celo de los califas, sobre todo los abasíes, se
empeñó en
eliminar toda información que pudiera contradecir la versión de la
historia
oficial auspiciada por ellos.
En contraste, sí
se han localizado fuentes no musulmanas. Han aparecido abundantes
referencias a
aquellos tiempos formativos del islam en documentos extramusulmanes
coetáneos
de los hechos, escritos en diversas lenguas de aquellas regiones: en
textos
griegos, siríacos, coptos, armenios, siríacos orientales, latinos,
judíos,
persas y hasta chinos. Tenemos disponible una recopilación de tales
textos,
reunidos y traducidos al inglés en un grueso volumen, obra de Robert G.
Hoyland: Seeing Islam as others saw it (1997).
Para conocer
mejor los tiempos protoislámicos y primoislámicos, aparte de las
fuentes
literarias, resultan no menos importantes la geografía histórica, las
excavaciones arqueológicas, las inscripciones murales, los petroglifos
o textos
grabados en roca, las piezas monetarias y cualquier testimonio
documental que
aporte información de aquella época.
Sobre el estudio
numismático de las monedas en curso durante el siglo VII, con sus
efigies y
leyendas, pueden consultarse las teorías de Yehuda D. Nevo y Judith
Koren
(2003), y Volker Popp (en Ohlig y Puin 2009). Asimismo, las críticas
que opone
Stefan Heidemann (en Angelika Neuwirth 2010: 149-195).
En cuanto a las
inscripciones en roca, o petroglifos, abundantes en el desierto de
Néguev y en el
sur de Arabia, contamos con las investigaciones de Yehuda Nevo (1993 y
2003),
Christian Julien Robin (2013). Caso aparte es el estudio de las
inscripciones
en el Domo de la Roca de Jerusalén, cuya interpretación es muy debatida
(cfr. Elad
2008, Kropp 2009, Gibson 2013).
La convergencia
de investigaciones en múltiples disciplinas históricas y
antroposociales ha
trastornado por completo el paisaje tradicional y está obligando a
reescribir la
narración de los acontecimientos que acaecieron en la eclosión y
expansión de
aquel sistema político-religioso que, con el tiempo, se denominaría
islamismo. De
sus comienzos, solo queda fuera de duda el hecho bruto de la conquista
sarracena de Arabia, Siria y Palestina, Persia y el norte de África.
Apenas
sabemos nada fiable de lo que realmente pasó, del cómo y el por qué,
más allá
de las fabulaciones tardías, exculpatorias y sin fiabilidad histórica,
típicas
de la apologética musulmana, luego acríticamente repetidas incluso por
muchos estudiosos
occidentales, de quienes lo más caritativo que puede decirse es que se
han
dejado seducir.
Resulta
imprescindible poner en entredicho la tradición, para elaborar un nuevo
relato
de la historia, a partir de las numerosas piezas que se han venido
descubriendo,
y tratar de recomponer en lo posible el panorama, forzosamente
incompleto y
desprovisto de modelo. Solo este esfuerzo permitirá ir dibujando una
imagen de
perfiles más verídicos, la reconstrucción de una historia que fue
soterrada por
las insidias del poder califal, la incuria de los cronistas y la
credulidad de
los exégetas.
Aquí, el
propósito estriba en desarrollar una especie de narración histórica,
que irá
tejiendo informaciones procedentes de fuentes documentales,
investigaciones de
especialistas cualificados y revisiones bibliográficas solventes. No
siempre
será posible dilucidar cuál es la versión más verdadera o la hipótesis
mejor
probada, pero al menos se podrá entrever algunos hechos ocurridos y su
significado, y descartar lo que carece de todo criterio de
historicidad. A
veces, se consignarán distintas hipótesis, entre las que no cabe optar,
al
menos por ahora. Otras veces, se expondrá la que parece contar con un
mayor
grado de probabilidad, conforme al estado actual de la cuestión y el
alcance de
mis conocimientos.
De
norte a sur, los antiguos dividían la península arábiga en tres partes:
Arabia
Pétrea, Arabia Desierta y Arabia Feliz, comprendiendo desde Jordania
hasta
Yemen actuales. Hoy, cada vez parece más claro que Arabia y los árabes
no
habían quedado fuera del alcance de las civilizaciones vecinas, ni de
la
dinámica de formación de reinos influidos por aquellas, o aliados con
alguna de
ellas. Tampoco habían quedado al margen de la difusión del judaísmo y
el
cristianismo en sus varias versiones. Lejos de la historia hagiográfica
sustentada por la tradición musulmana, Arabia, antes de Mahoma, no
vivía en
absoluto sumida en una tenebrosa situación de «ignorancia», ni
extraviada en la
idolatría y el politeísmo. No estaba desconectada, sino en interacción
secular
sobre todo con Etiopía, con Persia y con las provincias orientales del
Imperio romano.
Hoy es necesario reescribir toda la historia que nos ha legado la
tradición
califal (Cfr. Djaït 2005).
Por
fortuna, existe cantidad de hallazgos e
investigaciones recientes que aportan piezas para ir recomponiendo el
rompecabezas, es decir, el mapa político y la historia previos,
coetáneos y
subsiguientes al surgimiento del imperio arabomusulmán.
Según
las indagaciones de Dan Gibson, desde
muy antiguo, en tres ocasiones antes de Mahoma, los árabes se
organizaron
políticamente e irrumpieron más allá de sus tierras para conquistar
otras
naciones. Lo protagonizaron tres pueblos de estirpe árabe que, por lo
demás, se
mencionan en el Corán.
Primero,
el pueblo de Ad, que en la
historia de Egipto se conocen como hicsos, mientras la Biblia habla de
edomitas
y del país de Edom, sus jeques y sus reyes. Durante el segundo milenio
antes de
Cristo, formaron una confederación tribal poderosa, cuyas huellas se
han
encontrado en Egipto, Palestina, Irak, Jordania, Omán y Yemen.
Segundo,
el pueblo de Madián unió de
nuevo las tribus árabes y las condujo a la hegemonía sobre otros
pueblos más al
norte, a finales del siglo XII antes de nuestra era. De ellos se habla
en los
libros bíblicos del Pentateuco, Jueces y Crónicas.
Y
tercero, el pueblo de Tamud, que los
judíos y los romanos llamaban nabateos. Crearon el Imperio nabateo,
entre el
200 a. C. y el 200 d. C. Llegaron a controlar casi toda Arabia, parte
de Siria
hacia el norte y todo el Néguev hacia el oeste. La parte septentrional
fue
incorporada por Imperio romano en el año 106. La Biblia alude a ellos
en el
primer libro de los Macabeos.
Gibson
concluye, entre otras cosas, que «no
era una casualidad que Mahoma se refiriera a estos pueblos. Eran
pueblos
significativos en el pensamiento de sus oyentes. Esto nos lleva a creer
que
Mahoma se estaba dirigiendo a una audiencia del norte de Arabia, el
solar
patrio de Ismael, Ad, Tamud y Madián» (Gibson
2017: 190).
En
torno a la época en que Mahoma accede a la
escena histórica, había en Arabia, aparte de los beduinos de vida
nómada, unos
reinos árabes que prácticamente recubrían toda la península y que se
vieron
implicados en la interminable guerra entre los romanos y los persas.
Los árabes
no andaban, pues, como tribus marginadas de la civilización, sino
metidos de
lleno en su torbellino, constituyendo Estados y participando en las
confrontaciones de los imperios, en la encrucijada entre Europa, Asia y
África.
Además, por toda Arabia, hacía mucho tiempo que el judaísmo y el
cristianismo,
con sus diferentes corrientes, no solo eran conocidos, sino que estaban
implantados. En torno a este período, los diferentes reinos árabes, que
solo
presentamos muy sucintamente, eran el gasánida, el lájmida, el kindita
y el
himyarita.
El reino de
Gasán, en la región occidental de la Arabia Pétrea, al llegar el
siglo VI,
era de población árabe cristiana miafisita. Había habido un reino
nabateo al
menos desde el siglo II a. C., con capital en Petra. Roma lo anexionó
en 106 d.
C. Más tarde, el reino gasánida fue tradicional aliado de
Constantinopla frente
a los persas. Los gasánidas rompieron con el emperador romano Mauricio
(582-602), al parecer por la disidencia religiosa, pues eran
miafisitas. Hubo
combates con el rey, régulo o filarca gasánida Al-Mundir IV (rigió
569-581),
Alamundaro para los griegos, y también con su hijo Al-Numan VI (reinó
582-583),
Naamanes para los griegos. Siguió un período de gran inestabilidad en
la
región. Los persas arrasaron el reino, al invadirlo en 614. Tras la
batalla de
Yarmuk (636), los sarracenos mahometanos destituyeron a los gobernantes
gasánidas y ocuparon militarmente el territorio, anexándoselo en 638.
El reino de Hira, o Lájmida, o
de los munadir, con capital en Al-Hira, se extendía por la región
oriental de
la Arabia Pétrea y al sur de Mesopotamia. Desde 266, era un reino árabe
cristiano (nestoriano), veterano aliado de Persia. En 602, el emperador
sasánida Cosroes II lo disolvió, anexionándolo como una satrapía de su
imperio.
Con esto, habían desaparecido los dos reinos que ejercían de barrera
entre los
grandes imperios, el romano oriental y el persa. De los gasánidas se
había
escrito que nadie podía superarlos por lo mortífero de su caballería,
pero, en
638, serían conquistados por los sarracenos del califa Omar.
El reino de Kinda, con capital en
Qariat-Al-Fau, en la zona central de Arabia, formado por tribus
emigradas de
Yemen. Se estableció hacia 425. Daban culto a deidades ancestrales,
pero se
convirtieron al judaísmo a finales del siglo V. A mediados del siglo
VI, hacia
540, fueron anexionados por los lájmidas, para ser poco después (hacia
552)
conquistados por Abraha, rey de Himyar, y entrar bajo el influjo del
cristianismo.
El reino de Himyar, o reino himyarita,
u homerita para los griegos, era, desde mediados del siglo IV, la
principal
potencia en Arabia. Dominaba Yemen y gran parte de Arabia Desierta,
antes de
expandirse hacia el norte (Robin 2012: 525-553). Hacia el año 500, los
reyes de
Himyar favorecieron el judaísmo y eran tributarios del reino de Aksum,
situado al
noreste de África, en la ribera opuesta del mar Rojo (Etiopía), cuyos
reyes
eran cristianos desde mucho tiempo atrás.
En
Himyar, entre 518 y 522 gobernó Madikarib
Yafur, que era un rey cristiano.
En
522, Aksum puso en el trono de Himyar a Yusuf
Dhu Nuwas, un príncipe árabe convertido al judaísmo, pero este se
rebeló contra
el negus de Aksum. Hacia finales de 523, este Dhu Nuwas perpetró una
masacre
contra los notables cristianos de Najrán (parece haber un eco de este
hecho en
la sura 85). Estos eran cristianos anticalcedonienses (según algunos,
nazarenos), pero favorables a los bizantinos. Entonces, el cristiano
negus de
Aksum, Kaleb, reaccionó, desembarcó con su armada, derrotó a Dhu Nuwas
(en 525)
y emprendió la conquista de Himyar, donde entronizó a un rey cristiano.
Regresó
a Aksum, dejando la mayor parte de su ejército en Himyar.
Pero,
poco después de 531, el general que
mandaba el ejército aksumita, llamado Abraha, se sublevó y se apoderó
del trono
de Himyar, rompiendo con el negus. Adoptó la titulatura y le lengua de
los
reyes himyaritas y llegó a consolidar su poder hacia 548. Luego, en
552,
acometió una nueva expedición por Arabia central, calificada de
victoriosa en
las inscripciones sobre roca.
Así,
Abraha llegó a conquistar y unificar toda
Arabia en un reino cristiano, aliando con Bizancio (en época de
Justiniano,
527-565), setenta años antes del surgimiento del islam (cfr. Robin
2012). Es el
reino de Himyar ampliado. El cristianismo oficial del reino de Himyar
era el
jacobita, el mismo de Aksum. Abraha, que reinó de 535 a 565, mandó
construir la
gran iglesia (Al-Qalis) de Saná, en Yemen.
Sin
embargo, parece que el rey Abraha modificó
su orientación religiosa, abandonó el cristianismo jacobita y se habría
adherido a la secta mesiánica judeocristiana de los nazarenos. Así se
deduce
del cambio teológico que se entrevé en la fórmula de fe que mandó
grabar en las
paredes rocosas del valle o rambla (wadi)
de Murayghan (a 230 kilómetros de Najrán, al suroeste de la península
de
Arabia). En efecto, las inscripciones de Abraha dicen: «Con el poder de
Dios y
de su Mesías», cuando otras inscripciones más antiguas decían: «En el
nombre y
con la salvaguardia de Dios, de su hijo Cristo vencedor y del Espíritu
santo»
(Robin 2012: 536 y 538). Jesús no se califica ya con las expresiones
«Hijo de
Dios» y «Cristo vencedor», sino solamente «su Mesías». Podemos advertir
cómo
concuerda esto con lo que luego formularía la cristología coránica, que
a Jesús
lo llama Mesías, al tiempo que le niega la filiación divina (cfr. Robin
2012:
540).
El
historiador bizantino Procopio de Cesarea,
en su Historia de las guerras de
Justiniano, es una de las fuentes
que relatan la conquista aksumita de Himyar y el protagonismo de
Abraha. Señala
cómo el emperador Justiniano buscó el apoyo de Aksum y de Himyar para
su guerra
contra el imperio persa sasánida.
Las
fuentes árabes, por su parte, también
mencionan a Abraha, y registran la expedición que lanzó contra La Meca
y su
templo (pero ¿qué Meca?, ¿quizá Petra?). Pero su ejército, a cuyo
frente iba un
elefante, fue rechazado milagrosamente, hecho que parece evocado por el
Corán,
en la sura llamada El elefante (19/105,1-5).
La formación de
las condiciones históricas que produjeron el contexto de la emergencia
del
poder árabe mahometano se entiende mejor, si evocamos los
acontecimientos del
siglo VI. Esta centuria, en el Imperio romano de oriente, fue la época
de los
célebres emperadores Justino y Justiniano, pero no serían tiempos
tranquilos,
sino tempestuosos y agitados. En efecto, sobrevino una interminable
cadena de
desastres y calamidades: la peste bubónica, una anomalía climática, los
terremotos, las plagas de langostas y las guerras incesantes. (El
Imperio
romano de oriente no se llamaría propiamente «bizantino» hasta las
reformas
introducidas por Heraclio desde 620, cuando, entre otras cosas, hizo
del
griego, en vez del latín, la lengua de la administración imperial.)
En
Oriente Próximo, el siglo VI sufrió azotes
de todo tipo, naturales y sociales. Sobrevino lo que se conoce como
«pequeña
edad de hielo de la antigüedad tardía», un enfriamiento de larga
duración, acompañado
por tres grandes erupciones volcánicas, entre los años 536 y 547 d. C.
Después
del óptimo climático romano, «una fase de clima cálido, húmedo y
estable en
buena parte del corazón mediterráneo del Imperio», que contribuyó a la
abundancia de las cosechas y a la prosperidad de la economía, la
bonanza acabó
abruptamente por culpa de las partículas de ceniza, la reducción de la
energía
solar que llegaba a la Tierra y la brusca y prolongada caída de las
temperaturas. En medio de esa catástrofe surgió otra, la llamada plaga
de
Justiniano, que asoló el Imperio romano de oriente, según narra el
historiador
coetáneo Procopio de Cesarea. El primer brote de la mortífera pandemia
de peste
se inició en Egipto y se propagó por todo el Imperio entre 541-544,
afectando
al propio emperador. Algunas estimaciones cifran en cuarenta millones
las
víctimas producidas. La peste se repetiría cíclicamente durante los dos
siglos
siguientes, con efectos catastróficos para las ciudades y para los
campos. En
576, una inmensa plaga de langosta devastó Siria y Mesopotamia.
La
cultura daba también signos de agotamiento.
Desde la segunda mitad del siglo V y a lo largo del VI, se aprecia un
descenso
en el número y la talla de los escritores cristianos, lo que sin duda
concordaba con la crisis general que conmocionaba aquel Imperio romano,
tan
poderoso otrora. En la parte de occidente, se consumó el hundimiento
definitivo
de Roma, datado por los historiadores en el año 476, con la deposición
del
último heredero imperial. En lo que concierne al Imperio romano de
oriente, su
historia proseguiría durante un milenio más, con altibajos, fieramente
hostigado y, a veces, a punto de sucumbir.
En
la vida de Simeón Estilita el Joven
(521-592), compuesta por Nicéforo, maestro de Antioquía, se describe el
terrorífico terremoto del año 551, que Simeón vivió allí en Antioquía
(Nicéforo
de Antioquía 1865, PG, tomo 86). Mucho tiempo después, Teófanes
Confesor
(758-818) recogía un relato de ese terremoto y maremoto:
«El
día noveno del mes de julio, ocurrió un
terremoto grande y terrible por toda la región de Palestina, Arabia,
Mesopotamia, Siria y Fenicia. De modo que Tiro, Sidón, Beirut, Trípoli
y Biblos
sufrieron muchos daños. Y perecieron muchos miles de personas. En la
ciudad de
Bosra [Siria], una gran parte del promontorio adyacente al mar, llamado
Litoprósopo, fue arrancada y desplazada al mar. Y se formó un puerto
idóneo
para atracar muchas naves grandes, cuando aquella ciudad no había
tenido puerto
antes. Además, el agua se retiró mil pasos hacia alta mar, por lo que
muchas
naves se hundieron en el fondo» (Nicéforo 1865, PG, tomo 86,
col. 3086,
nota 26).
Da
la impresión de que la polémica con las
herejías pasaba a un segundo plano, mientras había que afrontar
problemas más
acuciantes, como eran la resistencia contra los desastres de la
naturaleza y la
interminable confrontación armada con los persas, a lo que aún había
que añadir
las invasiones de los pueblos ávaros, eslavos y lombardos por el este
de
Europa, así como las incursiones de los árabes sarracenos, cada vez más
frecuentes, acaso como lóbrego pródromo de la invasión que se
consumaría al
siglo siguiente.
Hay
un episodio que prefigura algunos acontecimientos
posteriores. Yusuf Dhu Nuwas, un rey árabe de Himyar, a quien ya nos
hemos
referido, se había convertido al judaísmo y quiso imponerlo por la
fuerza,
desencadenó una guerra contra los cristianos, masacrando a muchos en la
ciudad
de Najrán (año 523). Lo significativo es que su proyecto declarado era
establecer un reino «davídico» independiente, en el extremo suroeste de
Arabia.
No es difícil caer en la cuenta del carácter netamente mesiánico de
este
propósito, que evoca el nazarenismo. Como ya hemos indicado, el negus
de Aksum,
al parecer con apoyo de Justino, el emperador de Constantinopla, entró
en
acción y depuso a Dhu Nuwas. Ya por entonces, no solo las
confrontaciones
armadas, sino los debates ideológicos sobre judaísmo y sobre distintas
interpretaciones del cristianismo se extendían por las tierras de los
sarracenos. No parece que quedara mucho espacio para la idolatría
politeísta,
ni que las diatribas mahométicas fueran en absoluto una novedad.
En
el año 570, los persas invadieron el sur de
Arabia, le dieron el nombre de Yemen y se lo anexionaron. Destruyeron
la
catedral de Saná. En Yemen permanecerían hasta que, en 628, fueran
derrotados
por los bizantinos. Y no mucho después, ante el avance sarraceno, su
gobernante
se unió a Mahoma.
El
mismo año 570, los sasánidas lanzaron una
gran campaña contra la provincia romana de Siria. De modo que, en 572,
se
recrudeció la guerra entre los emperadores Justino II (565-578) y
Cosroes I
(reinó 531-579). Este último rompió la paz firmada con los griegos en
540. Unos
años más tarde, avanzaba por Siria en 573. Constantinopla reaccionó y
obtuvo la
victoria en Metilene, en 576. Pero esto tampoco significó el final de
la
guerra.
En
las provincias romanas de Oriente, la
guerra no se limitaba a la confrontación con el Imperio persa, sino
que, cada
vez más, implicaba el enfrentamiento con los árabes de la frontera
meridional y
los procedentes del desierto. La población árabe asentada por Siria,
Palestina,
Sinaí y Nabatea estaba en buena medida romanizada y cristianizada. La
región
Nabatea era conocida como «provincia de Arabia», que, en el siglo VI,
dependía
del patriarcado de Antioquía. En cambio, los sarracenos de la Arabia
Desierta,
más al sur de la frontera, estaban paulatinamente más alejados, pero de
ninguna
manera desconectados de constantes intercambios con los imperios.
Procopio de Gaza
El filósofo y
hermeneuta cristiano Procopio de Gaza (465-528), residente en la ciudad
de
Gaza, es un buen testigo de cómo, en el primer tercio del siglo VI,
llegaban de
más allá de la frontera no solo algunos camelleros, sino también
agresivas
partidas de saqueadores. Traduzco aquí un pasaje de su Panegírico
del emperador Anastasio (que reinó de 491 a 518,
predecesor de Justino), donde narra cómo el emperador «venció a los
árabes que
atacaban las provincias de Oriente». Su discurso se dirige al emperador:
«Después
de haber recibido el poder, estimaste
conveniente expulsar a todo malhechor y bárbaro lejos de tu imperio, a
fin de
asegurar la libertad de tus súbditos. Ordenaste hacerlo y pronto se
obtuvo el
éxito. Pues comprendiste que Oriente, parte privilegiada del imperio,
estaba
siendo perturbada por ciertos bárbaros fronterizos, hombres soberbios y
feroces, que únicamente reconocían como virtud el atacar los bienes de
los
demás. Y en verdad irrumpían velozmente y se replegaban velozmente, y,
para
reponerse, se escondían con facilidad. Además, no tenían ni lugar ni
ciudad
definidos para vivir, sino que cada cual lleva consigo toda su casa,
montando
una cabaña destartalada dondequiera que esté. Tales hombres ¿de qué
fechoría se
abstendrán? A su depredación estaban expuestas ciudades antes
afortunadas y
espléndidas, que entonces se hallaban desprovistas de auxilio y
privadas de
defensores. De ellas, unas ya habían caído y otras estaban a punto de
ser
capturadas, y la población civil ya había huido. Pero más que la misma
calamidad los angustiaba el miedo por el futuro. Pues un rumor aciago
atormentaba los oídos de todos, anunciando cosas todavía más horrendas.
Se oía
decir que la ciudad sería derrotada, las riquezas arrebatadas, las
mujeres
raptadas para violarlas, los niños tratados nefandamente, los ancianos
deshonrados, la juventud arrastrada y las mocitas conducidas no al
lecho gozoso
de un esposo afortunado, según las esperanzas antes concebidas, sino al
placer voluptuoso
del enemigo bárbaro y de aspecto repugnante. Todo esto era patente»
(Procopio
de Gaza 1865, PG, tomo 87, col. 2803 y 2806).
Leoncio
de Bizancio
El
teólogo griego Leoncio de Bizancio
(485-543) nos da noticia de un hecho sorprendente, que los árabes, al
menos
determinadas tribus y reinos del norte de la península arábiga, eran
«sarracenos
cristianos», algunos, por lo que se sabe, desde mucho tiempo atrás.
Pero los
cristianos estaban en conflicto entre sí. Algunos árabes habían sido
ganados
para el miafisismo (también llamado monofisismo), iniciado por
Eutiques, un
siglo antes, y difundido por el monje Jacobo el sirio. Así, pues,
continuamos
encontrando interesantes informaciones acerca de las sectas que
permanecían
activas por Siria, Palestina y regiones árabes más al este y al sur.
«Los
sarracenos profesaban los dogmas de los
jacobitas y acostumbraban a vivir del mismo modo que ellos. Estos
jacobitas
predican que hay una sola naturaleza en Cristo y vagaban por los
desiertos
acompañando a los sarracenos, y les prestaban diligentemente su
ministerio y
dedicación» (Leoncio de Bizancio 1865, PG, tomo 86, col. 1899 y
1902).
Procopio
de Cesarea
Tenemos
un cronista excepcional en el
historiador romano oriental Procopio de Cesarea (500-565), coetáneo de
Justiniano, el emperador de los romanos (reinó 527-565). Procopio fue
testigo
ocular de las grandes campañas bélicas del general Belisario. En los
volúmenes
de sus Historias (publicadas en el Corpus
scriptorum historiae byzantinae),
narra las guerras en Mesopotamia, contra los persas; en África, contra
los
vándalos; en Italia, contra los ostrogodos. Allí aparecen los árabes,
denominados de manera general sarracenos, organizados en diversas
tribus y
reinos, bajo jeques y reyes, unos defendiendo la frontera imperial
romana, como
el rey Aretas de los gasánidas; otros aliados con los persas, como el
rey
Al-Mundir III de los lájmidas.
Este
Procopio da noticia, en su Historia de
las guerras, de la alteración climática súbita que sobrevino desde
el año
536, como ya dijimos, que arruinó las cosechas y provocó una inmensa
hambruna y
mortandad:
«Durante
este año, tuvo lugar el más terrible
portento. Pues el Sol daba su luz sin brillo, como la Luna, durante el
año
entero, y parecía completamente como el Sol en un eclipse, porque los
rayos que
emitía no eran luminosos, ni como suele emitirlos. Y desde que
aconteció este
desastre, ni la guerra, ni la peste, ni ninguna otra cosa que llevara a
la
muerte abandonó a los hombres. Fue en el tiempo en que Justiniano
llegaba al
décimo año de su reinado» (Procopio de Cesarea 1924, libro IV, cap. 14).
Podemos encontrar
una copiosa información en Procopio. Había sarracenos cristianos en
reinos y
tribus árabes. Habla de sus costumbres y habilidades, y describe su
propensión
belicosa y depredadora.
«Llegaba
el equinoccio de invierno, y en esta
estación los sarracenos siempre dedicaban unos dos meses a su dios, y
durante
este tiempo nunca emprenden ninguna incursión en tierra de otros»
(Procopio de
Cesarea 1924, libro II, cap. 16). [Esta costumbre se evoca en el Corán
113/9,5.]
«Porque
los sarracenos son por naturaleza
incapaces de escalar una muralla, pero los más inteligentes en el
saqueo» (Procopio
de Cesarea 1924, libro II, cap. 19).
«Mientras,
los sarracenos sometían sin cesar a
pillaje durante todo este tiempo a los romanos de Oriente desde Egipto
hasta
los confines de Persia, y su devastación fue tan continua que todas
aquellas
regiones quedaron prácticamente despobladas. Según creo, nunca podrá un
hombre,
por más que lo investigue, llegar a descubrir el número de personas que
murieron así» (Procopio de Cesarea, La historia
secreta, 1927, cap. 18: 22).
Timoteo
Presbítero de Constantinopla
Timoteo
el Presbítero (datado hacia el año
600), es conocido por su obra sobre los diferentes modos de acceder a
la fe
cristiana, ortodoxos y desviados. Al tratar de las herejías, mantiene
en su
catálogo a los ebionitas y los cerintianos, que, como ya sabemos por
otros
autores, pertenecen a la cuerda de los nazarenos. En su exposición,
reitera las
características que se les venían atribuyendo desde tiempos de Ireneo,
aunque
con alguna variante, como que «Cristo ciertamente fue crucificado, pero
aún no
ha resucitado, sino que resucitará en el tiempo de la resurrección
universal» (Timoteo
Presbítero 1865, vol. 1, PG, tomo 86, col. 27 y 30). También
afirma
expresamente que estaban entre los grupos que practicaban el bautismo
(col.
70).
La
Iglesia imperial o melquita se atenía al
dogma del concilio de Calcedonia (451), pero no logró imponerlo a todas
las
iglesias. Tenía dos grandes rivales. Primero, la Gran Iglesia de
Oriente,
llamada Iglesia nestoriana, o diofisita, que se extendería más allá de
Siria y
Palestina, por Mesopotamia, Persia, hasta India y China. Segundo, la
Iglesia
miafisita, o jacobita, denominada así por Jacobo Baradeo, obispo de
Edesa (de
543 a 578), cuya actividad infatigable creó una red eclesiástica
paralela. Se
dice que consagró dos patriarcas, veintisiete obispos y miles de
presbíteros y
diáconos. A ella pertenecen los coptos. Se cuenta que Jacobo Baradeo
evangelizó
a los árabes gasánidas.
Con
tales desencuentros, las tensiones entre
las Iglesias dentro del Imperio no cesaban de agravarse, pese a los
esfuerzos
de los emperadores constantinopolitanos por encontrar una fórmula de
consenso.
Al finalizar el siglo VI, todo el Creciente Fértil parecía
desmoronarse. El
reino gasánida y el lájmida se derrumbaban. La guerra con los persas se
cernía
en el horizonte. Y nadie sospechaba que un nuevo atroz enemigo surgiría
llevando
la situación de caos al paroxismo.
A
fin de insertar históricamente el
surgimiento de la religión que con el tiempo se llamaría islamismo y se
vincularía a Mahoma, exponemos sumariamente algunos hechos de los que
marcaron
aquel primer tercio del siglo VII. Entre otros cronistas, está el poeta
épico
Jorge de Pisidia (580-635), quien nos narra los avatares de la vida del
emperador Heraclio y sus expediciones bélicas (sobre él hay una
excelente tesis
doctoral, de Gonzalo Espejo Jáimez, 2015).
Por
lo que respecta a los árabes de aquel
tiempo, hemos de insistir en que no andaban aislados de la
civilización, ni
vivían en la «ignorancia», puesto que llevaban como mínimo tres siglos
bajo la
influencia de persas y romanos. En lo religioso, no solo convivían con
judíos,
con cristianos de lengua hebrea, griega y aramea, sino que la mayoría
de la población
árabe, lejos de ser politeísta, se había convertido al judaísmo o al
cristianismo,
en alguna de sus ramas. Al norte de la península arábiga se asentaban
dos
reinos cristianos, el gasánida y el lájmida, en tanto que al sur se
situaba el
reino de Himyar (homeritas de Yemen, la Arabia Feliz) y, a la orilla
occidental
del mar Rojo, el reino de Aksum (en la actual Etiopía), ambos también
cristianos. No obstante, cada uno de los reinos árabes se adscribía a
distinta
confesión cristiana, ya que los gasánidas, aliados de los romanos, eran
monofisitas,
mientras que los lájmidas, lindando con los persas, eran nestorianos de
la gran
Iglesia de oriente.
Los
especialistas señalan que había tres
núcleos principales de la cristiandad árabe. Uno por los Altos del
Golán, en Siria,
y también entre los gasánidas. El segundo, en la ciudad oasis de
Najrán, al
suroeste de Arabia, cerca de la frontera con Yemen. Y el tercero en la
ciudad
de Hira, capital de los lájmidas, ubicada al sur del actual Irak (cfr.
Bridger
2015: 3).
La
situación geopolítica a gran escala venía
marcada, como ya hemos visto, por la intermitente, pero interminable
confrontación
entre los imperios, persa y romano oriental, que se había agudizado en
tiempos
de Justiniano, ante los ataques de Cosroes I en 531. No iba a terminar
hasta
628, con la derrota de Cosroes II frente a Heraclio.
Cuando ascendió al
trono sasánida Cosroes II,
en 591, prometió inicialmente mantener la paz con Constantinopla. Pero,
al alba
del siglo VII, la secular confrontación se reanudó. Cosroes II (que
reinaría
hasta 628) rompió su compromiso de paz, en 603, y comenzaron las
hostilidades.
Pese a la reacción del emperador Heraclio (reinó entre 610-641), los
formidables ejércitos persas vencieron a los romanos en Emesa, en 611,
y conquistaron
Antioquía; luego tomaron Damasco, en 613, y Jerusalén, en 614, con
apoyo de los
judíos de Persia y de Galilea, así como de los nazarenos. También
ocuparon
Egipto, en 619 (que permanecería bajo poder persa hasta 628). Y se
adentraron
en Anatolia con la intención de llegar hasta Constantinopla.
El año 614, al
tomar Jerusalén, los persas se
apoderaron de la reliquia del verum
lignum crucis, la reliquia de la cruz de Cristo.
En medio de aquel
contexto de la insidiosa
guerra entre romanos y persas, señalan las crónicas un levantamiento de
judíos
palestinos en Tiberíades (años 613-617), esta vez contra el emperador
romano
Heraclio, en el bando de los persas. Cuando cayó Jerusalén, el
poder
persa puso como gobernador de la ciudad a un «judío». Muchos cristianos
fieles a ortodoxia
de Constantinopla se vieron obligados a huir, otros intentaron la
resistencia y
fueron aplastados. Sofronio de Jerusalén, que años más tarde sería
patriarca de
la ciudad, describió en un poema las masacres que siguieron a la toma
por los
persas (citado en Qadr 2019: 228).
Otro
aspecto relevante
es que, en esa misma guerra, es muy probable que nos encontremos ante
una
temprana aparición en escena de los árabes sarracenos seguidores de
Mahoma, integrados
con los nazarenos judíos, como tropa mercenaria de los persas. Una
hipótesis
histórica es que el mismo Mahoma estuviera implicado de alguna manera
en esa
guerra, y que (a diferencia de la tradición islámica que habla de la
huida
desde La Meca), la huida a Yatrib (Medina) no fuera sino la escapada
hacia el
desierto, al sur, ante la noticia del contraataque iniciado por
Heraclio
precisamente en el año 622, el año de la hégira. En tal caso, los
aliados de
Mahoma en Yatrib, mencionados en las fuentes musulmanas como
«auxiliares»,
posiblemente serían los judíos nazarenos con quienes compartían la
misma fe y
las mismas batallas.
Lo
cierto es que los romanos de
Constantinopla, con su emperador Heraclio a la cabeza, emprendieron una
gran
contraofensiva en 622. Ese mismo año vencieron a los persas en
Capadocia y los
expulsaron de Anatolia. Acometieron la reconquista de Siria y
Palestina.
Hicieron retroceder a Cosroes II hacia el interior de su imperio y lo
derrotaron definitivamente en la batalla de Nínive, en diciembre de
627. Poco
después, Cosroes sería asesinado por los suyos y el Imperio persa
sasánida
entró en una fase de inestabilidad y descomposición, para desaparecer
completamente, en 651, bajo la ocupación árabe.
Heraclio
entró triunfalmente en Jerusalén, en
629, para devolver a su lugar la reliquia de la vera cruz. Este mismo
año,
según las historias musulmanas, Mahoma habría hecho capitular a los
jefes de La
Meca. Lo históricamente cierto es que los mahometanos emprendieron el
ataque a
la Arabia Pétrea, pero fueron derrotados por los romanos en la batalla
de Muta,
en septiembre de 629. Ante este descalabro, los sarracenos huyeron otra
vez a
refugiarse en el desierto, con el fin de recomponerse, por lo que más
tarde se
vería.
En
efecto, los ejércitos de Mahoma (y pudiera
ser que él en persona), con sus aliados los judíos nazarenos, volvieron
a la
carga, en 634, e infligieron una grave derrota militar a los ejércitos
de
Heraclio en Gaza. Esta sorprendente victoria les allanó el camino hacia
Palestina y Siria, hacia Jerusalén, que quedaba a poco más de cien
kilómetros
de distancia. Por lo que narran algunas fuentes, podría deducirse que
fue
entonces cuando ocurrió la muerte de Mahoma.
Los
lugartenientes del califa Omar prosiguieron,
a sangre y fuego, el avance desde Gaza a Cesarea. El mismo año 634, los
mahometanos se apoderan de la fortaleza romana de Bosra, al sur de
Siria y al
oriente del Jordán. En 635, cayó Damasco. Hacia el este, acometieron la
agresión contra Mesopotamia y Persia (635-642), cuyo imperio, herido de
muerte,
acabó colapsando del todo, irreversiblemente.
En
636, el cuerpo expedicionario de Heraclio
se disponía a frenar a los sarracenos, pero, traicionado por una parte
de sus
aliados en mitad de la contienda, acabó derrotado en la batalla del río
Yarmuk,
situado al sureste del mar de Galilea, cerca de Damasco, de modo que
toda la
provincia de Siria quedó indefensa.
«En
el año 947, indicción 9 [equivalente al 635-636 d. C.], los árabes
invadieron
toda Siria, marcharon hacia Persia y la conquistaron. Los árabes
subieron a la
montaña de Mardin y mataron a muchos monjes de [los monasterios de]
Cedar y
Bnata. Allí murió el hombre bendito Simón, portero de Cedar, hermano de
Tomás
el sacerdote» (Tomás el Presbítero, Crónica, citado en Hoyland
1997:
119)
«En
enero, [la gente de] Homs dio su palabra [de sumisión] para salvar sus
vidas y
muchas aldeas fueron arrasadas por la matanza de [los árabes de] Mahoma
(Muhmd)
y muchas personas fueron masacradas y hechas prisioneras desde Galilea
hasta
Bet (Escitópolis, en Judea).
En
el vigésimo sexto [día] de mayo, el Tesorero salió de las inmediaciones
de Homs
y los romanos los persiguieron [a los árabes].
En
el décimo día de agosto, los romanos huyeron de los alrededores de
Damasco [y
allí fueron muertos] muchos, unos diez mil. Y en el cambio de año los
romanos
llegaron. El vigésimo día de agosto, en el año novecientos [cuarenta y]
siete,
se concentraron en Gabita (Yarmuk, 636) [una multitud de] romanos, y
muchas
personas de los romanos fueron muertas, unas cincuenta mil» (Tomás el
Presbítero, Fragment on the Arab Conquests, ll. 8-11, 14-16,
17-23. Hay
palabras ilegibles que se han sustituido por conjeturas entre
corchetes. Tomado
de Hoyland 1997: 117).
A
finales de 637, se rindió Jerusalén, después de dos años de duro asedio
por
parte de las huestes sarracenas. En enero de 638, el califa Omar
entraba
triunfalmente en Jerusalén a lomos de una burra, y haciéndose aclamar
como
Redentor.
Una
epidemia de peste bubónica, que había castigado
la región en los años 614 y 628, se abatió de nuevo en 638, agravando
las
hecatombes producidas por las guerras.
En
Constantinopla, el año 638, Heraclio y el
patriarca Sergio, con el afán de superar de una vez la división
existente entre
ortodoxos calcedonianos y monofisitas, patrocinaron y promulgaron una
fórmula
cristológica de compromiso (conocida como monotelismo: que en Cristo
había una
sola voluntad y actuación teándrica), pero este último intento no
contentó a
ninguna de las partes y terminó en un fracaso rotundo e irremisible.
Las
guarniciones bizantinas, abandonadas a su
suerte, ya no podían contener a los ejércitos árabes conquistadores. En
641,
ocuparon Egipto. En 642, cayó Alejandría, donde el piadoso Omar mandó
destruir
la gran biblioteca alejandrina. En 643, sus tropas saquearon Trípoli.
Más
adelante, los árabes asediaron Cartago por
tierra y mar, en 698, arrasaron la ciudad, y masacraron a espada a la
mayoría
de sus habitantes. En 711, invadieron el reino visigodo de Hispania.
Un
factor que, sin duda, favoreció la
conquista árabe fue el malestar generado, desde hacía mucho tiempo, por
la
persistente disidencia religiosa en las provincias de Oriente. Según
algunos,
frente a las disensiones inveteradas, aparecía un nuevo orden promovido
por una
nueva religión. Pero no parece que entonces nadie pensara que era una
nueva
religión. Más bien, solo era el inesperado triunfo de una herejía
marginal, ya
presente desde tiempos pretéritos. De hecho, durante mucho tiempo, la
mayoría
de la población continuó siendo cristiana, cada cual según su
respectiva
iglesia, mientras que la religión de los nuevos amos era vista como una
secta
más, en la que se podía reconocer un extraño parecido con el
nazarenismo.
La
repercusión a gran escala de la violenta
irrupción del milenarismo sarraceno supondría el completo colapso del
mundo
antiguo y la fractura entre la ribera norte y la ribera sur del
Mediterráneo,
que perdura hasta hoy. Bizancio se quedaba sin sus provincias
orientales y norteafricanas.
El historiador Peter Brown nos ofrece una instantánea:
«Hacia
el año 700, el Estado del antiguo
Imperio universal de la Roma de Oriente, llamado Rum
por los musulmanes, había disminuido dolorosamente de tamaño.
Había perdido las provincias orientales y las tres cuartas partes de
los
ingresos que había percibido hasta entonces. Durante dos siglos, hasta
840
aproximadamente, casi cada año hubo de hacer frente a los ataques del
Imperio
islámico, un Estado diez veces más grande, con un presupuesto quince
veces
mayor que el suyo, capaz de reunir unas fuerzas militares que superaban
a los
ejércitos de los rumi en una
proporción de cinco a uno» (Brown 1996: 205).
Los anales y la
cronología de la formación del sistema islámico, de su gestación y
desarrollo
durante los primeros tiempos, uno o dos siglos, permanecen en una densa
penumbra,
agravada por las narraciones fantasiosas de los autores de la tradición
oficial
abasí, elaborada muy tardíamente. Por fortuna, hay cada vez más
investigaciones
que nos permiten efectuar una reconstrucción, inevitablemente
fragmentaria y
con diferentes grados de probabilidad, pero esclarecedora desde el
punto de
vista histórico. Establezcamos las principales fechas, a fin de recrear
la
sucesión de acontecimientos y comprender mejor el proceso.
595: Según la
datación tradicional, el futuro Mahoma contrajo matrimonio con Jadiya,
una rica
comerciante para la que trabajaba. Ella era una judía probablemente
nazarena.
Pocos años después, hacia el 600, los judeonazarenos habrían comenzado
a
adoctrinar a sus vecinos árabes, consiguiendo adeptos en el clan de
Mahoma.
603: Cosroes II
rompió el compromiso de paz con Constantinopla y pronto se desataron
las
hostilidades, que se prolongarían hasta 628.
610: Subió al
trono constantinopolitano Heraclio, emperador romano. Algunas
poblaciones
árabes cristianas, como los gasánidas, son aliados de Constantinopla.
610: Los persas
sasánidas de Cosroes II acometieron
la guerra contra las provincias orientales del imperio de
Constantinopla. Invadieron
Siria y Asia Menor, hasta Calcedonia. Por entonces, el proselitismo
judío
nazareno logró transmitir entre algunos clanes árabes su mesianismo
escatológico, apocalíptico y milenarista. En este proceso, desempeñó un
papel
destacado un predicador al que más tarde llamarían Mahoma.
611: Los
formidables ejércitos persas, con tropas auxiliares de mercenarios
judíos (quizá
nazarenos), y al parecer con apoyo de la descontenta población judía de
Siria,
vencieron a los romanos en Edesa y conquistaron Antioquía.
613: Los persas
sasánidas prosiguieron su campaña: tomaron y saquearon Damasco, la
capital
siria.
614: En mayo, los
persas de Cosroes II se dirigieron a Jerusalén, gobernada por los
cristianos. Con
el ejército sasánida iban tropas de judíos (rabínicos o talmúdicos), en
su
mayoría de Babilonia, bajo el mando del exilarca Nehemías. También
colaboraron
fuerzas de los nazarenos, compuestas de judíos nazarenos y árabes
conversos
(¿quizá Mahoma?). Y contaron con el apoyo de los judíos de Galilea.
Tras un
asedio de solo veinte días, tomaron la ciudad. Jerusalén permanecería
en poder
persa hasta el año 628, cuando caiga ante Heraclio. Los persas, tras
conquistarla, se apoderaron de la reliquia de la santa Cruz, el verum
lignum
crucis, destruyeron gran cantidad de iglesias y monasterios
cristianos.
En 614, los persas
confiaron el gobierno de Jerusalén
a los judíos (rabínicos) y su exilarca, cuyo plan era la reedificación
del templo
y la entronización de un sumo sacerdote para restaurar el culto. Pero
el plan
de los nazarenos era otro: querían reconstruir el templo con el fin de
acelerar
el descenso del Mesías y el apocalipsis. Cuando estos nazarenos, judíos
y
árabes, iban a poner manos a la obra fueron detenidos por los judíos
rabínicos
que obstruyeron su camino hacia el monte del templo. Como consecuencia,
se rompió
el pacto con los judíos rabínicos, que expulsaron a los nazarenos de
Jerusalén
y luego de Palestina (Lafontaine 2020: 39-40).
En Jerusalén, se
desató una guerra abierta
entre los gobernantes judíos (rabínicos) impuestos por Persia y los
cristianos (leales
a Constantinopla). Estos últimos mataron al exilarca, a su consejo y al
sumo
sacerdote. La reacción judía perpetró la terrible matanza de Mamilla,
cerca de Jerusalén, en la que masacraron a unos 34.000 (según otros,
hasta
60.000) cristianos
desarmados, hombres, mujeres y niños, y arrojaron sus cadáveres en
numerosas
cuevas de los alrededores. El monje Antíoco de Palestina relató
aquellos
acontecimientos en su obra La toma de Jerusalén:
«Entonces, los
viles judíos, enemigos de la verdad y llenos de odio a Cristo, cuando
percibieron que los cristianos habían caído en manos del enemigo, se
regocijaron en extremo, porque detestaban a los cristianos; y
concibieron un
plan malvado de acuerdo con su vileza con respecto a la gente. A los
ojos de los
persas su importancia era grande, porque eran los traidores de los
cristianos.
Y entonces, en esta ocasión, los judíos se acercaron al borde del
estanque y
llamaron a los hijos de Dios, mientras estaban encerrados allí, y les
dijeron: ‘Si
queréis escapar de la muerte, haceos judíos y negad a Cristo; y
entonces
saldréis de ese lugar y os uniréis a nosotros. Os rescataremos con
nuestro
dinero, y os beneficiaremos’. Pero su conjura y deseo no fueron
satisfechos, su
trabajo resultó ser en vano; porque los hijos de la Santa Iglesia
eligieron la
muerte en nombre de Cristo antes que vivir en la impiedad: y
consideraron mejor
que su carne fuera castigada, en vez de arruinar sus almas, de modo que
no
estuvieron de parte de los judíos. Y cuando los sucios judíos vieron la
firme
rectitud de los cristianos y su inamovible fe, entonces se agitaron con
ira
viva, como bestias malvadas, y luego imaginaron otra conjura. Desde
antiguo
ellos habían comprado al Señor de los judíos con plata, y así mismo
compraron a
los cristianos del estanque; porque dieron plata a los persas,
compraron a un
cristiano y lo mataron como a una oveja. Sin embargo, los cristianos se
regocijaron porque estaban siendo asesinados en nombre de Cristo y
derramaban
la sangre por su sangre, y asumían la muerte por su muerte...»
«Cuando la gente
regresó a Persia, y los judíos se quedaron en Jerusalén, comenzaron con
sus
propias manos a demoler y quemar las iglesias sagradas que habían
quedado en
pie...»
«¡Cuántas almas
fueron asesinadas en el estanque de Mamel! ¡Cuántos perecieron de
hambre y sed!
¡Cuántos sacerdotes y monjes fueron masacrados por la espada! ¡Cuántos
niños
fueron aplastados bajo los pies, o perecieron por el hambre y la sed, o
languidecieron de miedo y horror al enemigo! ¡Cuántas doncellas,
rechazando sus
abominables ultrajes, fueron entregadas a la muerte por el enemigo!
¡Cuántos
padres perecieron delante de sus propios hijos! ¡Cuánta gente fue
comprada por
los judíos y masacrada, y se convirtieron en testigos de Cristo!
¡Cuántas
personas, padres, madres y tiernos infantes, que se habían ocultado en
fosas y
cisternas, perecieron por la oscuridad y el hambre! ¡Cuántos huyeron a
la
iglesia de la Resurrección, a la de Sión y a otras iglesias, y fueron
masacrados y consumidos por el fuego! ¡Quién puede contar la multitud
de
cadáveres de los que fueron masacrados en Jerusalén!» (citado en
Conybeare 1910:
508-509).
Al parecer, hay
ecos de estos acontecimientos en el Corán. Pues unos versículos (Corán
89/3,123-127)
que la tradición musulmana entiende como referidos a la batalla de
Badr,
primera victoria de los seguidores de Mahoma, supuestamente acaecida en
624, no
se han interpretado correctamente. Según algunos especialistas
actuales, se trata
de un error de comprensión, porque lo más probable es que esos
versículos se
refieran a la toma de Jerusalén por los persas, el año 614. En aquella ocasión, el poder persa habría
expulsado a sus mercenarios sarracenos, que de este modo habrían
quedado a
salvo del combate posterior (Bonnet-Eymard 1988. Véase la nota de Sami
Aldeeb
al versículo 89/3,123).
614-617: Hay
noticias poco claras de que se libraron combates por la conquista de la
explanada del templo jerosolimitano. Probablemente esto se corresponde
con lo
que ya hemos contado, del enfrentamiento entre judíos ortodoxos y
nazarenos.
617: Hasta este
año la administración de Jerusalén estuvo en manos de judíos rabínicos.
Debió
ser tan conflictiva que las autoridades persas los despojaron del
gobierno. Mientras
tanto, los sarracenos había huido al desierto de Arabia (¿Petra?),
donde se
reagruparon en torno al predicador mesiánico apocalíptico, más tarde
apodado
Mahoma.
619: Los persas en
su avance ocuparon Egipto, que permanecería bajo su poder hasta el año
628. Al
mismo tiempo, se iban adentrando en Anatolia, con las miras puestas en
Constantinopla.
622: Heraclio,
emperador de los romanos orientales inició la contraofensiva: organizó
un gran
ejército y emprendió la campaña militar contra los persas sasánidas,
logrando
invertir el curso de la guerra e infligir una derrota tras otra a los
persas.
622: Este mismo
año se suele marcar como el de la hégira de los árabes "emigrados en el
camino de Dios". Pero ¿cuál es el acontecimiento que conmemora esta
fecha,
para que el califa Omar la designara como el inicio de una nueva era?
¿Qué es
lo que hicieron realmente los sarracenos y Mahoma diez años antes de la
muerte
de este? Ya habían sido empujados hacia el sur. ¿Huyeron más al sur
(hégira a
Petra, a Hegra, o al oasis de Yatrib), ante el avance de las tropas
imperiales
romanas?
624-625: Los
ejércitos de Heraclio fueron penetrando en Persia.
626: Mientras el
emperador Heraclio se hallaba en plena campaña contra Cosroes en
Persia, una
confederación de los ávaros atacó por el oeste (los Balcanes) y asedió
Constantinopla. El patriarca Sergio organizó con éxito la defensa de la
ciudad.
627: En la
batalla de Nínive, Heraclio derrotó a los persas. Este mismo año,
Heraclio tomó
Jerusalén. Se cuenta que expulsó de la ciudad a los judíos, que habían
colaborado con los persas. Mientras, en Yatrib, Mahoma organizaba una
coalición
militar de sus árabes nazarenos con los judíos nazarenos. (Mucho
después, la
historia califal ocultaría estos hechos, fabulando episodios
imaginarios de
enfrentamientos con tribus judías de Yatrib.)
627-629: Los
romanos vencedores acordaron tratados de paz con los persas, poniendo
fin a 25
años de guerra ininterrumpida con ellos.
628: Heraclio
derrotó
a los persas en Jerusalén y restauró allí el poder romano. Este mismo
año 628,
los ejércitos de Heraclio expulsaron a los persas de Egipto.
629: La batalla
de Muta. Un ejército expedicionario de Mahoma (coligado con los judíos
nazarenos)
se enfrentó a las tropas de la guarnición romana en Muta, al sureste
del Mar
Muerto. Pero los sarracenos fueron derrotados.
630: En marzo,
Heraclio entraba triunfante en Jerusalén, portando y restituyendo la vera
cruz
recuperada.
632 / 634: La muerte
de Mahoma. Algunos historiadores piensan que no está clara la fecha del
fallecimiento del profeta, pues una crónica de la batalla de Gaza lo
menciona.
Según esto, habría muerto en 634, quizá en un ataque a Jerusalén. Si
esto fuera
así, Abu Bakr nunca habría sido califa, sino que le habría sucedido
directamente Omar. Otra hipótesis sostiene que Mahoma acabó asesinado
en un
complot tramado, en 634, por Abu Bakr, Omar y Abu Ubaida, con la
complicidad de
Aisha (cfr. Lammens 1910). El relato del envenenamiento por una judía
de Jaibar
y el posterior fallecimiento el 8 de junio de 632 se habría inventado
para
camuflar lo ocurrido y, de camino, prestigiar a Abu Bakr y su familia.
632: Habría
accedido al poder como primer califa, Abu Bakr (632-634), si no es
cierta la
conjura del «triunvirato» señalada por Lammens.
634: La batalla
de Gaza. En la primavera de 634, las tropas de Mahoma derrotaron al
ejército
romano y mataron al candidato Teodoro, jefe supremo del ejército
romano. La
crónica de Tomás el Presbítero, del año 640, da a entender que los
árabes iban
comandados por el propio Mahoma. Esta gran victoria al este de Gaza
dejó
expedito el camino hacia Jerusalén. ¿Tal vez los sarracenos llegaron
hasta
luchar en Jerusalén y allí habría muerto Mahoma? Es una de las
hipótesis.
634: Califato de
Omar Ibn Al-Jatab (reinó 634-644).
636: La batalla del
río Yarmuk, cerca de Damasco, donde los ejércitos sarracenos de Omar
vencieron sobre
los ejércitos del emperador romano Heraclio.
637: La ciudad de
Jerusalén, sitiada, pactó su rendición a las tropas de Omar.
638: Entrada
triunfal de Omar en la Jerusalén conquistada, a lomos de un asno y
haciéndose
llamar Redentor (Al-Faruk).
638-640: Los
nazarenos emprendieron una precaria reconstrucción del templo, donde
ofrendaron
sacrificios animales conforme a la ley mosaica. Según la crónica del
obispo Sebeos:
los judíos (nazarenos) se construyeron un lugar de culto en la
explanada del
monte del Templo, pero los ismaelitas, celosos, expulsaron de allí a
los
judíos, que tuvieron que contentarse con un sitio marginal (cfr. Leila
Qadr
2019: 270).
640: Se consumó
la ruptura de los sarracenos de Omar con los «judíos» (nazarenos). De
modo que
Omar los expulsó de la ciudad y luego de toda Arabia.
641: Los
sarracenos conquistaron el Egipto romano.
644: El califa Omar
fue asesinado.
644: Califato de
Utmán Ibn Affan (reinó 644-656). Utmán habría mandado compilar una
versión
oficial del Corán y destruir todas las demás.
647: Los
sarracenos prosiguieron la guerra, atacando el exarcado romano de
Cartago.
651: Las tropas
califales ultimaron la conquista de Persia.
656: El califa
Utmán fue asesinado.
656: Califato de
Alí Ibn Abi Talib (reinó 656-661), primo hermano y yerno de Mahoma.
656-661: La primera
guerra civil (o fitna), por la sucesión al califato.
661: El califa
Alí también fue asesinado. Su hijo Hasan firmó un tratado de paz con
Muawiya,
el poderoso gobernador de Siria.
661-684: Comenzó
la época sufiánida, en la que acceden al califato descendientes
de Abu
Sufyan, de la familia Omeya, parientes lejanos del profeta.
661: El califa Muawiya
I (reinó 661-680). Instauró en el poder a la dinastía omeya.
Sobre el califato
Omeya puede consultarse en Internet:
661: Un terremoto
destruyó el templo de Jerusalén levantado por Omar, y Muawiya lo
reconstruyó.
670: Hasan, hijo de Alí, fue asesinado
por envenenamiento.
680: El califato
de Yazid I (reinó 680-683), hijo de Muawiya.
680-692: La segunda
guerra civil. Contra el califa omeya se rebeló Husain Ibn Alí y luego
Abdallah
Ibn Al-Zubair.
680: Husain, el
otro hijo de Alí, fue asesinado en Kerbala.
680: Abdallah Ibn
Al-Zubair (reinó 680-692) se proclamó califa. Se estableció y se hizo
fuerte en
La Meca. Hubo una larga guerra contra Yazid I y sus sucesores.
683: El califa
Muawiya II (reinó 683-684), hijo y sucesor de Yazid I. Abdicó en 684.
684-750: Se pasó
a la época marwánida, a la que dio nombre Marwan I, procedente
de otra
rama de los omeyas (a la que pertenecía Utmán).
684: El califa
Marwan I (reinó 684-685).
685: El califa
Abd Al-Malik (reinó 685-705). Condujo la guerra contra el anticalifa, o
califa
rival, Ibn Al-Zubair, a quien finalmente derrotaría. Abd Al-Malik
promovió la
arabización y la islamización paulatina del Estado. Con él se extendió
la idea de
considerar al califa como lugarteniente de Dios en la tierra. En contra
de la
actitud anterior, más contemporizadora, se empezó a concebir que había
una sola
revelación verdadera, exclusivamente árabe, la del libro sagrado árabe,
el
Corán. Asimismo, un profeta árabe, transmisor de la revelación, Mahoma.
Y una
ciudad santa árabe, La Meca, aunque, durante un tiempo, todavía siguió
teniendo
la preeminencia Jerusalén, como lo demuestra la construcción allí de la
Cúpula o
Domo de la Roca.
685: Aparece, por
primera vez, una efigie de «Mahoma» en monedas del califa disidente
Abdallah
Ibn Al-Zubair (m. 692), que era nieto de Abu Bakr y sobrino de Aisha.
El dato
más sorprendente es que, con anterioridad al año 685, no se encuentra
ninguna
mención de Mahoma en documentos árabes.
685-690: El
nombre de Mahoma (MHMD) apareció acuñado en monedas del califa omeya
Abd
Al-Malik y, más tarde, en algunas inscripciones del Domo de la Roca.
692: El general
Al-Hayyay Ibn Yusuf, a las órdenes de Abd Al-Malik, combatió, derrotó
y, por
último, decapitó al anticalifa Al-Zubair.
692: Se inició la
construcción del Domo de la Roca que imitaba el edificio de la iglesia
del
Kathisma (es decir, del Trono de María), con el fin exaltar la
supremacía de
Abd Al-Malik. Este santuario de la Roca, reconstruido y reformado más
de una
vez, aparece decorado con numerosas inscripciones murales, cuya
significación
sigue siendo objeto de debate hoy día.
705: Al morir
Abd-Al-Malik, el paleoislam y el Corán estaban en fase de configuración
y
consolidación, que, en unos decenios, darían paso al islam clásico,
desde el
720 en adelante. Anotamos, a continuación, solo algunos datos
significativos
para el contexto de la construcción histórica del islamismo, sus
fuentes, sus
leyes, su tradición.
708: Se introdujo
el mihrab en las mezquitas, el nicho que marca la dirección o quibla
para el
rezo.
713: Un fuerte
terremoto destruyó la ciudad de Petra, quizá la ciudad donde realmente
nació y
vivió Mahoma (cfr. Dan Gibson 2011 y 2017).
744-747: Tercera
guerra civil. Enfrentamiento entre omeyas y abasíes, del que estos
últimos salieron
vencedores.
745: Escritos de
Juan Damasceno, en los que alude a Mahoma y a sus seguidores
sarracenos, contra
cuya doctrina argumenta.
746: Un gran
terremoto arruinó de nuevo Petra, y fue abandonada.
750: La dinastía
abasí se alzó con el poder. Trasladó la capital a Bagdad, en el
territorio del
antiguo imperio persa. El islam, árabe
desde su fundación, empezaría poco a poco a desnacionalizar su sistema
semiótico, tratando de presentarse como un mensaje universal. Pero no
logró
superar, sino que agudizó, la oposición al judaísmo y al cristianismo;
y al
mismo tiempo reintrodujo una fuerte división entre particularismo y
universalismo, en el plano de la contraposición radical entre los
«creyentes» y
los no creyentes.
La primera
gramática del árabe apareció a final del siglo VIII, lo que facilitó su
enseñanza e imposición sobre el griego y el arameo.
Para la
cristiandad, los siglos VII y VIII fueron siglos oscurecidos por una
doble
irrupción: la de los eslavos y la de los sarracenos mahometanos.
Después, hubo
en Bizancio una época de esplendor, el imperio medio, entre 867 y 1204.
787: El concilio
de Nicea II, con la emperatriz bizantina Irene de Atenas, declaró
herética la
doctrina iconoclasta (mimética con el islam), aunque esto no terminó
con la
crisis de la cristiandad.
813-819: La cuarta
guerra civil (o fitna), esta vez entre los abasíes, enfrentados
por la
sucesión en el califato.
843: La
emperatriz Teodora, regente del emperador Miguel III, restauró
definitivamente
el culto a los iconos en el Imperio bizantino.
850: El califa
Al-Mutawakkil (reinó 847-861), reprimió a la escuela racionalista de
los
mutazilíes, e impuso el nuevo dogma del Corán como libro increado
(Mraizika 2018: 16).
923: Se fueron componiendo
las colecciones de hadices, con miles de relatos de hechos y dichos de
Mahoma, con
la pretensión de ser «auténticos».
930: Ibn Muyahid
introdujo la normalización ortográfica en la escritura del Corán, hasta
este
momento defectiva y ambigua.
Para completar
este prontuario histórico con la sucesión de los acontecimientos
precipitados
por la expansión árabe y musulmana, tiene fundamental importancia
considerar la
historia desde el punto de vista de la yihad, siguiendo el hilo de sus
batallas
a lo largo del tiempo, para lo cual tenemos que remitimos a una cronología histórica de la yihad, que
abordaremos en otra parte.
En líneas
generales y en síntesis, proponemos distinguir tres fases en el proceso
de
aparición y evolución ulterior del sistema islámico en cuanto
ensamblaje de
ideas que interpretan y regulan la práctica social:
1ª. El protoislam
surgió, con toda probabilidad, a partir de un movimiento
judeocristiano, la
secta mesiánica de los nazarenos, difundida entre ciertas tribus
árabes, como
la de los curaisíes, a cuyo clan Banu Hasim pertenecía Mahoma. Hay
pruebas de
que estos belicosos mesianistas, árabes y judíos conjuntamente, tomaron
parte
en las batallas entre el Imperio romano oriental y el Imperio persa
sasánida
(610-629). Más tarde, empezaron a actuar por cuenta propia, quizá desde
629. En
la batalla de Gaza, en 634, resultaron victoriosos y, a partir de ahí,
emprendieron el camino hacia Jerusalén. Tras la conquista de Damasco y
la victoria
de Yarmuk (en 636), tomaron Jerusalén (a fines de 637). En medio de una
oscura
disputa, quizá por el control del templo, se produjo una ruptura
(639-640) de
los arabonazarenos con sus aliados judeonazarenos, alzándose los árabes
con la
hegemonía.
2ª. El islam
primitivo como religión específica de las tribus árabes que
configuraron un
Estado militar controlado por la minoría árabe. Este proceso debió
estar en
ciernes poco después de la muerte de Mahoma y se potenció tras el éxito
de las
primeras conquistas. La facción de los muhāŷirūn
o sarracenos, una vez que rompió con los judíos nazarenos (hacia el año
640),
se reafirmó recomponiendo su ideología político-religiosa con un
carácter
étnico, propiamente árabe. Esta fase se consolidó en el reinado de Abd
Al-Malik
(685-705) y culmino en el de Omar II (m. 720). Abd Al-Malik reconfiguró
y
reorganizó el poder, promoviendo entonces la islamización: la
arabización
lingüística de la administración, la mitificación de Mahoma como
profeta de los
árabes y la canonización del Corán como libro sagrado en árabe. Se
desarrollaron las escuelas de jurisprudencia más antiguas.
3ª El islamismo
como religión imperial del califato. En la época del califato abasí
(a
partir de 750), el islam empezó a presentarse como religión con
pretensiones de
poseer un mensaje universal. Florecieron las escuelas de
jurisprudencia, que
codificaron la ley islámica. Luego, en el siglo IX, se hicieron las
últimas
revisiones del texto coránico, se redactó la biografía de Mahoma, se
elaboraron
las colecciones de relatos del profeta y se redactaron las exégesis
clásicas del
Corán. Desde entonces, el poder musulmán animó, y a veces forzó, la
conversión
al islam de gentes procedentes de otras naciones y religiones: árabes,
persas,
judíos, egipcios, norteafricanos, hispanos, indios, chinos.
En resumen,
Mahoma, que habría sido un «predicador» del mesianismo nazareno y un
jefe
militar ocasional, pasó a ser exaltado como el héroe nacional árabe,
proclamado
como fundador de la nueva religión mahometana o islámica. El Corán, sin
embargo, solo en las suras más tardías, atribuidas al período de
Medina, habla
supuestamente de él como «enviado» y «profeta» de Alá, consagrado
mediador
definitivo de la voluntad de Dios y abanderado de la dominación de la
ley
divina, o sea islámica, sobre el mundo entero. De esta misión,
arrebatada a sus
mentores nazarenos, derivaron Mahoma y sus adeptos la presunta
legitimidad que
los autorizaba a imponer la supremacía de su religión por medio de la
espada.
Durante
el siglo VII y primer tercio del VIII,
la religión de los árabes seguidores de Mahoma y gobernados por los
primeros
califas no se la conoció con el nombre de islam o islamismo, ni sus
adeptos se
llamaban musulmanes.
En
los primeros tiempos, en la época del
protoislam (Mahoma tras la hégira) y del islam primitivo (califas
omeyas), se
empleaban diferentes etnónimos o calificativos para los árabes
invasores:
sarracenos, agarenos, ismaelitas, tayeye, mahgrāyē
o muhāŷirūn.
La
voz sarracenos
aludía a gentes procedentes del desierto, que habitaban en tiendas. Se
ha dicho
también que su etimología podría proceder de Sara, la esposa de
Abrahán, pero
no es probable.
El
vocablo agarenos
menciona a los supuestos descendientes de Agar, la esclava egipcia
concubina de
Abrahán y madre de Ismael, el patriarca putativo de los árabes. De
Ismael
deriva el apelativo de ismaelitas o ismaelíes.
La
palabra tayeye
o tayaye procede del gentilicio de
una importante tribu del norte de Arabia, utilizado a menudo en lengua
siríaca
para designar al conjunto de los árabes.
La
designación más antigua con un carácter
específico para referirse a los seguidores de Mahoma parece ser la de mahgrāyē (en siríaco), con su
equivalente muhāŷirūn (en árabe), y
μαγαρίται (en griego), que significa los «emigrados», indicando los de
la
hégira, los árabes que habían ido con Mahoma y habían invadido como
conquistadores Palestina y Siria, dominándolas violentamente, y se
habían
expandido luego a Egipto y Persia.
Solo
con posterioridad (quizá desde mediados
del siglo VIII) se emplearon los apelativos «mahometano», «islámico»,
«muslime»
y «musulmán». El mismo título de «Mahoma», aplicado al antiguo
predicador
árabe, no habría aparecido antes del año 691, cuando lo hizo en algunas
monedas
y en el Domo de la Roca. La palabra «musulmán» no adquirió el
significado
actual de miembro de la religión islámica hasta el año 775 (cfr.
Mraizika 2018:
80-81).
A
mediados del siglo VIII, en la literatura
tanto helénica como romana, la religión de Mahoma se conocía como «la
fe de los
ismaelitas». Por esa época, en textos griegos y en sus traducciones
latinas,
encontramos escrito el nombre de Mahoma como Μάμεδ, o Μουχαμὲθ (en
griego), Mamed, Mahumetus, Muchamethus, Mohammedes (en latín). En
cuanto al
sistema religioso o doctrinal se denominaba con el término μαγαρισμὸς
(en
griego), margarismus (en latín),
término que seguramente procedía del siríaco mahgrāyē
(literalmente, emigrado) La traducción griega μαγαρίτης
llegó a adquirir el sentido de «renegado» o «apóstata», y con ella los
bizantinos designaron a los seguidores de Mahoma, en especial a los
cristianos
conversos al magarismo o agarenismo. Por último, de manera también
tardía, se
acuñó el vocablo eslamismus (en
latín), es decir, islamismo, así como el apelativo musulmán o muslime
con el
significado de seguidor de la religión coránica.
En
la versión latina de las controversias
entre un sarraceno y un cristiano, escritas por Juan Damasceno, hacia
el año
745, se lee: «In sequenti vero tempore,
cum venisset Machumethus Margarismum Eslamismumve annuntians» [«un
tiempo
después, cuando vino Mahoma anunciando el magarismo o islamismo»] (Juan
Damasceno
1791: 87).
A
principios del siglo IX, Teodoro Abucara, o
Abu Qurra (m. 820), escribió sus propios tratados contra los adeptos de
Mahoma,
que por entonces eran aún considerados como una herejía del
cristianismo: «in Syria episcopatum inter Mahummedanos,
Nestorianosque, et Jacobitas haereticos gessise» [«en Siria ejerció
el
episcopado entre los herejes mahometanos, nestorianos y jacobitas»]
(Abucara 1791:
82). Así pues, a mediados del siglo VIII, cuando el califato de Damasco
llegaba
a su ocaso, el islamismo era percibido por los cristianos como una
herejía o
secta de los mahometanos, del mismo modo que las iglesias nestorianas
(diofisitas) y las jacobitas (siriaca miafisita, o monofisita). Se
categorizaba
como una corriente religiosa propia de los árabes, lo que parece
indicar que
aún no se presentaba claramente como una nueva religión, ni mucho menos
con la
pretensión de universalidad, aspectos que se irían desarrollando más
tarde,
bajo el imperialismo califal abasí.
En
el Nomocanon
de Juan de Antioquía, en el siglo XI, aún se habla de «contaminado de
agarenismo» («Agarenismo pollutus»,
traduciendo en paralelo al griego μαγαρίσας) (Cotelerius 1677: pág.
157),
aunque por entonces ya se los denominaba «musulmanes», y además se hace
una
oportuna aclaración: «magarismo, esto es, agarenismo, sarracenismo,
mahometismo»
(Cotelerius 1677: nota de la columna 728).
Los
contemporáneos del islam primitivo no lo vieron
nunca como una nueva religión, y, como he indicado, ni siquiera
utilizaban las
palabras islam y musulmán. Todo esto se fraguó posteriormente a partir
de los
acontecimientos políticos y de unas hojas coránicas coleccionadas y
reinterpretadas: «El islam que nosotros conocemos está fundado sobre un
texto
remodelado como consecuencia de un arduo descifrado de un corpus de
fragmentos
bíblicos, canónicos o no, luego coranizados por una civilización persa,
extraña
a la revelación cristiana, que reconstruyó con todas sus piezas un
sistema
político-religioso, fuera del contexto tribal y árabe» (Leila Qadr
2019: 366).
En
el Alcorani
textus universus, publicado por Ludovico Marraccio, a finales del
siglo
XVII, que incluye una vida de Mahoma, se utilizan las expresiones
latinas: «eslam» (Marraccio 1698: 2 y 42), «eslamiticam
sectam» (p. 27), «fidem eslamiticam» y «eslamismum»
(p. 28). No tiene mucho
sentido el intento de algunos que hoy pretenden establecer una
distinción entre
islam e islamismo, porque, en realidad, da exactamente igual, mientras
esté
fundado en el mismo Corán y en el mismo Mahoma.
El
«islamismo» es, evidentemente, la doctrina
o fe del islam, palabra cuyo significado etimológico y más directo no
es otro
que «sumisión». Más acá de la ideología, el significado pragmático no
conlleva
tanto sumisión a Dios cuanto sometimiento a Mahoma y al poder musulmán.
Y no se
trata de obediencia, que podría ser voluntaria, sino, en realidad, de
sometimiento coercitivo y al dictado de un poder terrenal, que se
disfraza
arrogándose el poder de Dios, a fin de imponer por la fuerza un sistema
de
leyes y costumbres, premios y castigos.
Para
entender más
a fondo la gestación del sistema islámico, es necesario profundizar en
un
estudio actualizado. Los descubrimientos, las indagaciones, los
análisis y, por
supuesto, las polémicas, han girado y giran hoy en torno a una inmensa
variedad
de temas concernientes a todos los aspectos del sistema islámico. Entre
los más
significativos y esenciales para el conocimiento de la gestación y
formación
del islam, están los que vamos a tratar en los próximos capítulos:
– El origen judeonazareno
del islam. La reconstrucción del surgimiento del islamismo como
movimiento
político-religioso a partir del mesianismo de la secta judía de los
nazarenos,
cuyos antecedentes se remontan hasta los macabeos y los zelotas.
– La composición del Corán. El proceso de
formación del libro, al hilo del
auge de un nuevo poder, con el análisis de sus materiales iniciales,
sus etapas
de elaboración, sus estratos redaccionales y semánticos.
– Los fundamentos
del sistema islámico edificado sobre el Corán, donde se sustentan
sus
postulados sagrados últimos, su mitología, sus rituales y sus esquemas
legales de
comportamiento ético y político
– La historia
de Mahoma. La búsqueda del Mahoma histórico y su papel en la
fundación del
sistema. Se cuestiona la fiabilidad de la biografía y las compilaciones
de la
tradición del profeta. Se duda de la localización de la ciudad La Meca
donde
vivió el profeta, que probablemente fuera una población distinta de la
constituida
más tarde como ciudad santa y centro de culto para los musulmanes. Se
estudia
la evolución de su mensaje y su significación en la vida de los
creyentes.
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