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El Corán, libro divino del islamismo
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El
Corán constituye un texto escrito en lengua
árabe, considerado como libro sagrado, y hasta divino, por los fieles
del
sistema islámico. En cuanto libro disponible, las ediciones modernas
tenidas por
más fidedignas son dos: la del alemán Gustav Flügel, Al-Qoran.
Corani textus arabicus (Leipzig, 1834); y la edición
canónica del Corán preparada por la
egipcia mezquita y universidad de Al-Azhar (El Cairo, 1923), bajo los
auspicios
del rey Fuad de Egipto.
Ambas
presentan múltiples diferencias en la
numeración de los versículos, lo que entorpece las citas y referencias.
En nuestros
días, se ha generalizado el uso de la versión de la vulgata fijada y
publicada por
los eruditos de Al-Azhar. Sin embargo, hay que tener en cuenta que
ninguna de
las dos constituye una edición crítica, que aún no se ha hecho. Del
Corán hay
múltiples variantes en textos antiguos. No se sabe exactamente cuándo
se
terminó de fijar el libro que ha llegado hasta nosotros, compuesto por
114
capítulos, llamados tradicionalmente suras, con un total de 6.236
versículos,
también llamados aleyas. La edición cairota adjudica 86 de los
capítulos a la
época de Mahoma en La Meca, antes de la hégira, y 28 a la época de
Medina,
después de la hégira. Los capítulos antehegíricos contienen 4.613
versículos
(el 74%), y los poshegíricos, 1.623 versículos (el 26%); pero estos
últimos son
más largos, por lo que suman el 35% del texto coránico.
Aunque
hay en circulación distintas versiones
del Corán, todas ellas postulan corresponder estrictamente al «Corán de
Utmán»
el califa (m. 656), pero los manuscritos antiguos disponibles ponen en
evidencia lo infundado de semejante pretensión. Los manuscritos
coránicos conocidos,
que están sirviendo para el desarrollo de la investigación científica
sobre el
texto, son muy numerosos, pero los más antiguos son todos muy
fragmentarios. Lo
que está claro es que hubo un tiempo dilatado de formación,
composición,
alteración y reescritura del texto, con expurgación de las versiones y
variantes consideradas inconvenientes. En cualquier caso, lo cierto es
que no
existe hasta ahora ninguna edición crítica del Alcorán, el libro
sagrado del islamismo.
Empezando por lo
más externo, ni siquiera está claro de cuántos versículos consta el
Corán, pues
su número varía según la versión y la edición: el publicado en Egipto y
Arabia
Saudí, según la lectura de Hafs, contiene 6.236 versículos; el
publicado en
Marruecos, según la lectura de Warsh, contiene 6.214 versículos; el
publicado
en Sudán, según la lectura de Al-Duri, contiene 6.204 versículos; el
publicado
en el Imperio otomano, hacia 1880, contiene 6.344 versículos; el
publicado por
Gustav Flügel, en 1834, contiene 6.238 versículos.
Con todo,
contamos con gran cantidad de ediciones impresas a nuestra disposición.
A
efectos prácticos, para acceder al Corán, lectores y estudiosos tenemos
al
alcance (también en Internet) ediciones bilingües de la vulgata árabe
cotejada
con una u otra de las lenguas modernas. Y nos ofrecen la ventaja de
poder comparar
entre sí las mejores traducciones en inglés, francés, alemán y español,
por
ejemplo, lo que proporciona una visión estereoscópica de los
significados, para
la mejor comprensión, con toda seguridad más acertada que la que cabe
obtener
de una lectura inmediata del texto árabe, por mucho árabe que uno sepa,
y, sin
duda, más fiable que la interpretación que da por buena, sin enfoque
crítico,
la exégesis tradicional musulmana. Puede consultarse una página de
Internet
donde se recopilan traducciones del Corán a distintas lenguas europeas:
Los
conquistadores árabes de Oriente Medio, que ya utilizarían ciertos
textos en
sus rituales religiosos, sintieron la necesidad de poseer un «libro
sagrado»
propio, es decir, árabe. Y, de hecho, procedieron a formar una
colección (quizá
distintas colecciones) con los materiales que manejaban. Los relatos
musulmanes
dejan claro que, durante la vida de Mahoma, no se había tenido ningún
interés
por recoger cuidadosamente por escrito las llamadas revelaciones.
Hablan de que
algunos habían copiado retazos, o las habían aprendido de memoria, y
que el
poder califal mandó recopilar el Corán, tarea que atribuyen a Abu Bakr,
a Omar,
a Utmán, siendo este último el que cuenta con más atribuciones. Todos
ellos se
esforzaron por destruir los textos disidentes, pero es que tampoco
queda ningún
ejemplar de los suyos. La suposición de que el Corán actual corresponde
exactamente al de Utmán no pasa de ser una especulación fácilmente
descartable,
un deseo piadoso.
El texto del
Corán se gestó históricamente al paso que se constituía el islamismo
como
movimiento apocalíptico militar. Y el islam imperial, más tarde, acabó
de
producir el libro del Corán. No cabe duda de que una parte de los
materiales incluidos
en el libro se remontaban hasta la época de Mahoma y sus escribas. Pero
la elaboración
del códice básico para la versión canónica hay que situarla, lo más
probablemente, en el reinado de Abd Al-Malik (m. 705). Con todo, el
Corán no
alcanzó la forma «definitiva», tal como lo conocemos hoy, hasta el
siglo X, cuando
se terminó de aplicar al texto la normalización ortográfica. En esta
dirección
apuntan los especialistas (John Wansbrough 1977; William Campbell 1986;
Alfred-Louis de Prémare 2002; François Déroche 2009). Esto significa
que se
concluyó tres siglos después de la hégira.
Bastantes suras presentan una estructura en
la que, tras cada cierto
número de aleyas, se repite una frase aclamatoria o lapidaria. Esto
sugiere que
tal vez fueran salmodiadas por un lector, mientras la asamblea repetía
un
estribillo, a modo de salmo responsorial (cfr. sura 26).
Con palabras de Patricia Crone y Michael
Cook, en su obra Hagarism,
ateniéndose al análisis del carácter literario del Corán:
«El libro resulta notoriamente falto de una
estructura general, frecuentemente
oscuro e inconsecuente tanto en lenguaje como en contenido, superficial
en su conexión
de materiales dispares, y dado a la repetición de pasajes enteros en
versiones
variantes. Sobre esta base, cabe argüir con toda verosimilitud que el
libro es
el producto de la edición tardía e imperfecta de materiales de una
pluralidad
de tradiciones» (Crone y Cook 1977: 18).
A tenor de las
indagaciones de los coranólogos, el libro actual del Corán está
compuesto de
materiales heteróclitos, procedentes de himnos litúrgicos, resúmenes
esquemáticos de la Torá, borradores para la predicación, preceptos
legales,
etc.
El libro es el
resultado final de una serie de compilaciones previas, que no se han
conservado, debido a la destrucción sistemática de las versiones
coránicas no
coincidentes con la oficial califal. Pero el largo proceso de edición,
acabado
básicamente a mediados del siglo IX, dejó sus huellas en el texto,
donde se
descubren operaciones de borrado, añadido, reescritura, interpolación y
resignificación. En el texto recibido, se perciben hoy huellas de las
etapas de
formación, sedimentadas en forma de estratos superpuestos,
tanto
textuales como semánticos.
La inmensa mayoría
de los musulmanes reverencian como digna de absoluta confianza la
tradición
recogida por escrito en las primeras biografías y en las colecciones de
hechos
y dichos de Mahoma, como ya he señalado. Muy en especial sostienen, a
ultranza,
que el Corán es un libro que contiene la mismísima palabra de Dios, en
árabe, revelada
o comunicada a Mahoma y predicada oralmente por él entre los años 610 y
632. Por
ello es el profeta del islam. Esa predicación habría sido aprendida de
memoria
por algunos compañeros del profeta. Solo algunos elementos se habrían
escrito
en vida de Mahoma, pero, con posterioridad, todo fue reunido en un solo
códice,
formando un libro cuyo texto sería auténtico, infalible, inmutable,
inalterable, perfecto y, para la mayoría, increado. Este dogma islámico
tradicional
se repite durante siglos, sin el menor cuestionamiento, sin permitir
una sola
pregunta, ni una sola duda. Veamos unos ejemplos tomados de
introducciones o
prólogos a distintas ediciones del Corán en español.
El prefacio a una
traducción de mitad del siglo XX, El
sagrado Corán, de Rafael Castellanos y Ahmed Abdoub, escenifica el
dictado
del ángel:
«Una
serena noche, exactamente el 17 de
Ramadán (febrero 610 de la era cristiana), mientras se hallaba sumido
en la
adoración de Dios, se le apareció un arcángel que le dijo: ‘Albricias,
¡oh,
Mahoma!, yo soy Gabriel y me envía Dios para anunciarte que serás su
Apóstol
para toda la humanidad’. Luego agregó: ‘¡Lee!’. Mahoma contestó
asombrado: ‘No
sé leer’. ‘¡Lee!’, insistió Gabriel; ‘No sé leer’, repitió Mahoma.
Entonces el
arcángel recitó: ‘¡Lee, en el nombre de tu Señor que todo lo creó!’
(Corán
96,1-19).
Repitió
todas aquellas palabras que le fue
dictando Gabriel, que a poco desapareció, y que quedaron grabadas en su
memoria.
Confuso
y temeroso salió del algar para regresar a su casa, cuando a poco andar
escuchó
una voz que le llamaba. Levantó la mirada y encontró al arcángel que
llenaba el
horizonte y que le decía: ‘¡Oh, Mahoma, en verdad tú eres el Apóstol de
Dios y
yo soy Gabriel!’» (Castellanos 1952: 13-14).
En
la segunda edición de la traducción de Hadhrat
Mirza Tahir Ahmad, de la Comunidad Ahmadía, asentada en el pueblo de
Pedro Abad,
provincia de Córdoba, El sagrado Corán,
reproduce la consabida creencia:
«El
Santo Corán es la palabra de Dios y fue
revelada a Mohammad el Santo Profeta del Islam (que la paz y
bendiciones de
Al-lah sean con él) palabra a palabra. Esta revelación se extendió a lo
largo
de veintidós años. De entre todas las Escrituras, el Santo Corán es la
única
que manifiesta que ha sido revelada por Dios palabra a palabra» (Tahir Ahmad 1988/2003: 3).
En
el prólogo a una traducción de inspiración
sufí turca, de Alí Ünal, El sagrado Corán,
aunque parece cuestionar la eternidad del texto, se comprueba la misma
dogmática tradicional:
«El
Corán es la Palabra de Dios y por lo tanto
eterna e increada. Pero, como libro que fue trasmitido al Profeta por
el
Arcángel Gabriel y compuesto por letras y palabras, recitadas, tocadas
y
escuchadas, no es eterno. La definición general del Corán es la
siguiente: El
Corán es la Palabra milagrosa de Dios revelada al profeta Muhammad, la
paz y
las bendiciones sean con él, anotado sobre hojas y transmitido a las
generaciones sucesivas por numerosos canales de transmisión dignos de
confianza, y cuya recitación es un acto de veneración y una obligación
durante
las oraciones diarias» (Ünal 2006: 8).
En
el prólogo que el traductor Raúl González
Bórnez, de orientación chií, inserta en una edición comentada, El Corán, se condensan todos los tópicos
acostumbrados:
«El
Corán es la revelación divina transmitida
a Muhammad (Mahoma, 570-632) por el ángel Gabriel a lo largo de
veintitrés años
(610-632). Es la palabra de Dios para la humanidad (...) Es,
posiblemente, la
única revelación divina que la humanidad conserva completa en la lengua
original en la que fue revelada. Todos los eruditos del mundo islámico
sin
excepción, desde el principio y hasta nuestros días, han estado y están
de acuerdo
en que el texto original árabe es absolutamente fiel a la palabra
revelada y
que no añade ni quita nada de ella» (González Bórnez 2006: 11).
En
la introducción a otra traducción, El Corán,
Andrés Guijarro insiste en el dogma islámico de la unicidad y la
inimitabilidad:
«Los
musulmanes consideran al Corán la Palabra
de Dios, transmitida al último Profeta, Muhammad, por medio del
arcángel
Gabriel, con un sentido y unas palabras precisas. Estas palabras han
llegado
hasta nosotros a través de numerosas personas, oralmente en un
principio y por
escrito en un estadio posterior, algo que, desde el punto de vista del
islam,
garantiza su absoluta autenticidad. Para el islam, el Corán se
considera algo
inimitable, único y protegido de la alteración por Dios» (Guijarro
2010: 22).
En
otra edición española del libro, El
Corán, Bahiŷe Mulla Huech reitera las mismas presunciones,
remachando la
intraducibilidad de la absolutamente perfecta lengua árabe coránica:
«Para
los creyentes, el Corán, siendo un Libro
Revelado, tiene un origen divino. Su vocabulario, sus conceptos y su
expresión
literaria no han surgido del brillante espíritu de Muḥammad, sino que
fue Dios
mismo quien se los transmitió a su Profeta. Aunque redactados en una
lengua
concreta, el árabe clásico del siglo VII cristiano, están absolutamente
por
encima de cualquier creación humana, y así lo afirma en repetidos
pasajes el
propio Corán. Es, pues, evidente que ninguna traducción a otra lengua,
por muy
esmerada que se la suponga, puede alcanzar el grado de perfección
absoluta del
idioma original» (Huech 2013: 9).
La antología no
tendría fin. Y no solo entre los tradicionalistas. En realidad, hasta
los
intelectuales más ilustrados, y aparentemente más críticos, sustentan
una
creencia unánime en la fiabilidad de las fuentes islámicas
tradicionales. No
dudan de que la historia de los orígenes del islam, el Corán y la vida
de
Mahoma han relatado fidedignamente los acontecimientos tal como
ocurrieron.
Baste como ejemplo lo que escribe, sin pestañear, el prestigioso
novelista
Salman Rushdie:
«El
grado de autoridad que uno puede conceder
a los evangelistas acerca de la vida de Cristo es relativamente
pequeño.
Mientras que sobre la vida de Mahoma lo sabemos todo más o menos.
Sabemos dónde
vivió, cuál fue su situación económica, de quién se enamoró. Sabemos un
montón
acerca de las circunstancias políticas y las circunstancias económicas
de la
época» (Rushdie, citado por Tom Holland 2012: 13).
Sin
embargo, con toda certeza, Salman Rushdie
está equivocado, como veremos más adelante. La historiografía
clásica y, tras ella, la islamología y la
coranología académicas clásicas, que funcionaban dando por buena la
veracidad
de las tradiciones musulmanas (las biografías y los hadices de Mahoma),
han quebrado
completamente ante los resultados de las nuevas investigaciones, con la
aplicación
de métodos histórico-críticos y análisis pluridisciplinares, sobre todo
desde
la segunda mitad del siglo XX y, de manera creciente, estos últimos
años.
En
síntesis, la tradición musulmana, en todo
el mundo, cree como absolutamente cierto lo que constituye el dogma
islámico más
fundamental: que el Corán es literalmente la palabra de Dios revelada a
Mahoma.
Creen que esa palabra ha llegado hasta nosotros como un texto perfecto,
único e
inalterable, especialmente protegido por Dios. Sus características
esenciales
se compendian en las siguientes:
1.
Es palabra literal de Dios, su autor,
2.
un libro increado, junto a Dios,
3.
revelado por medio de un ángel a Mahoma,
4.
en lengua árabe clara,
5.
inalterado, inimitable, intraducible,
6.
predicado en La Meca y Medina y memorizado,
7.
puesto por escrito en parte viviendo Mahoma,
8.
editado por el califa Utmán Ibn Afán,
9.
dirigido a toda la humanidad.
Esta
concepción del Corán, de su naturaleza y
su autoría la comparten unánimemente todas las escuelas islámicas y los
eruditos musulmanes de ayer y de hoy. Hasta el punto de que, si una
sola de tales
características esenciales fallara, lógicamente se hundiría el edificio
entero
de la religión islámica.
Las
creencias son libres, sin duda. Pero la
contrastación histórica mediante los análisis histórico-críticos puede
demostrar, con pruebas e indicios, que esa caracterización se halla
lejos de la
realidad y que tan extendidas y firmes convicciones resultan harto
problemáticas.
Cuando no existe más fundamento que la autorreferencia de lo que el
Corán dice
del Corán, o la referencia circular de que hubo revelación a Mahoma
porque este
lo dice, la argumentación no vale.
En
concreto, de esas nueve características
básicas preconizadas por la concepción islámica del Corán, si atendemos
a la
ciencia histórica, las tres primeras son afirmaciones gratuitas en el
sentido
de que exceden toda realidad constatable, por lo que nadie está en
condiciones
de verificarlas fehacientemente. Son cuestiones que se enuncian más
allá de las
competencias del historiador, cuyo trabajo debe ceñirse a los elementos
que
sirven para reconstruir el proceso de composición del libro. No se
puede
investigar la autoría divina, ni la eternidad del libro, ni la
revelación de un
ángel, aunque sí el problema de la atribución del libro a Mahoma.
Respecto
a las seis restantes características,
a saber, la perfección de la lengua árabe del Corán, su
inalterabilidad, inimitabilidad
e intraducibilidad, el lugar donde predicó Mahoma, la transmisión oral,
el
proceso de composición por escrito, el editor del libro, y sus
destinatarios, son
afirmaciones que, al menos en principio, pueden ser objeto de estudio y
cuya
inexactitud podemos anticipar que se ha comprobado, a la luz de los
métodos filológicos
e históricos.
Cuando
la investigación histórico-crítica
acerca del Corán descubre una realidad completamente diferente de lo
que cuenta
la tradición y asume la fe islámica mayoritaria, los musulmanes se
niegan a
aceptar los resultados de los análisis, que, por supuesto, siguen
siempre abiertos
al debate y en busca de métodos objetivos. En visión islámica del
mundo, solo
cabe pensar en función de una dogmática, y esto impulsa a los muslimes
a
renegar del conocimiento científico.
En la definición
de la naturaleza del Corán, hubo históricamente una disputa entre la
escuela
racionalista de los mutazilíes y la doctrina de los ulemas
tradicionalistas.
Discrepaban sobre la concepción del libro: si era un libro creado, o
increado.
A principios del siglo IX, los califas apoyaron por un tiempo la
concepción
racionalista, mantenida por la escuela filosófica y teológica mutazilí,
que
defendía que el Corán era un libro creado. Esta fue la doctrina oficial
entre
827 y 850. Pero este último año, el califa Al-Mutawakkil (reinó
847-861), cedió
ante los ulemas rigoristas, prohibió la filosofía y persiguió a los
mutazilíes,
y declaró obligatorio el dogma del «Corán increado», tan eterno como
Dios. A
esto, desde el siglo X, se añadió otro dogma:
el cierre del «esfuerzo de interpretación» (iŷtihad), por el que
se
prohíbe toda crítica racional del texto del Corán y de la tradición
mahomética,
que en adelante solo deberán ser objeto de acatamiento y aplicación.
Los musulmanes creen que el Corán,
dado su origen divino, tiene asegurada la infalibilidad. Y Dios
garantizaría
además la inalterabilidad del texto. Pero, sobre todo, sostienen que es
absolutamente
inimitable, de manera que aducen esta inimitabilidad como prueba de su
origen
divino. Y de ello deducen también la imposibilidad de traducirlo a otra
lengua.
Los exegetas musulmanes más serios
reconocen que Mahoma no hizo milagros y que no hay milagros que
respalden El
Corán. El único milagro sería su inimitabilidad (sobre la
inimitabilidad del
Corán, véase Sami Aldeeb 2016: 15.). Por eso, el propio Corán, cuando
sus
detractores lo acusan de ser una fabulación, los desafía a que
produzcan algo
similar, aunque solo fuera un capítulo:
«Aunque los humanos y los genios se
unieran para aportar uno semejante a este Corán, no aportarían nada
semejante a
él» (Corán 50/17,88).
«Dicen: ‘Lo ha fabulado’. Di: ‘Aportad
entonces un capítulo semejante a él y llamad a quien queráis, aparte de
Dios’»
(Corán 51/10,38).
«Dicen: ‘Lo ha fabulado’. Di: ‘Aportad
entonces diez capítulos semejantes fabulados, y llamad a quien queráis,
aparte
de Dios’» (Corán 52/11,13).
«O dicen: ‘Lo ha inventado’. No creen.
Que aporten entonces un relato semejante, si son verídicos» (Corán
76/52,33-34).
«Si tenéis duda acerca de lo que hemos
hecho descender sobre nuestro servidor, aportad un capítulo semejante a
él y
llamad a vuestros testigos, aparte de Dios» (Corán 87/2,23-24).
Pues bien, si el argumento de la
inimitabilidad se fundamenta en la perfección del libro, debida a su
autoría
divina, habrá que demostrar que esa perfección inimitable es verdadera,
o al
menos verosímil, en el texto. En estas mismas páginas, lo vamos a
examinar tanto
en la forma como en el contenido.
El contenido del
libro conocido hoy como Corán no es, sin embargo, el de los primeros
tiempos.
El propio texto da a entender que el primer capítulo actual, la sura 1,
era
algo aparte, que no formaba parte de él, cuando dice «te dimos los
siete
versículos repetidos, así como el gran Corán» (Corán 54/15,87). Una
cosa era el
Corán y otra, lo que ahora aparece como primera sura, con sus siete
versículos.
Pero no es solo esto: en el Corán hay menciones a un Corán que no puede
ser él
mismo, pues se hallaba todavía en fase temprana de formación.
Las diferencias entre las primitivas
versiones del Corán están atestiguadas desde antiguo por los sabios
musulmanes
clásicos. Véase una selección de citas, recogidas por David Wood:
Los mismos sabios musulmanes nunca
dejaron de advertir las incoherencias observables en el Corán. En
general
buscaron justificaciones, o acabaron por sacralizar el texto, hasta
ponerlo
fuera del alcance de toda reflexión humana.
Históricamente, ya Ibn Jaldún (muerto
en 1406), en su Discurso sobre la historia universal, daba por
sentado
que la ortografía del Corán era defectuosa (cfr. Ibn Jaldún 2018).
Otros asumen
que hay serias objeciones, como el filólogo y exegeta egipcio
Al-Suyuti, en su Comentario
del Corán, que indica cinco pasajes cuya atribución a Dios le
parece
discutible (cfr. Al-Suyuti 1505).
Un
caso más reciente lo hallamos en el
intelectual persa Ali Dashti (1897-1982), en su libro Twenty
three years. A study of prophetic career of Mohammad, publicado
por primera vez en 1974, llevó a cabo una crítica racionalista de la fe
ciega: «La
creencia puede embotar la razón humana y el sentido común» (Dashti
1974: 15),
incluso en los académicos eruditos. Es necesario un «estudio
imparcial», un
examen escéptico de los sistemas de creencias ortodoxos. Desde este
enfoque,
rechaza los milagros atribuidos a Mahoma por la tradición musulmana, y
niega
que el Corán se pueda considerar como la palabra de Dios. Arguye que el
Corán
no contiene nada nuevo que no haya sido expuesto ya por otros, ni en
cuanto a
ideas, ni tampoco en cuanto a los preceptos morales. Las historias
coránicas
están tomadas, con ligeras modificaciones, de las de los judíos y los
cristianos, cuyos rabinos y monjes trató y consultó Mahoma en sus
viajes a
Siria, así como de leyendas conservadas por descendientes de los
tamudeos y los
aditas. Muchos de las obligaciones y ritos del islam derivan de
prácticas que
los árabes paganos adoptaron de los judíos (cfr. Dashti 1974: 46).
En retrospectiva
histórica, es notoria la crítica coetánea a la manera de formarse el
Corán,
recogida en la Apología de Al-Kindi,
de Abd al-Masih Ibn Ishaq Al-Kindi, autor cristiano que no hay que
confundir
con el filósofo musulmán de Al-Kindi. Está datada en torno al año 830
(aunque
es discutido). En diálogo con Al-Hachemí, un amigo musulmán, lo desafía
en
estos términos:
«Muéstrame la más
mínima prueba o señal de una sola obra maravillosa realizada por tu
maestro
Mahoma para certificar su misión y demostrar que las masacres y las
rapiñas que
llevó a cabo fueron, como lo demás, por mandato divino. Sé que no
puedes. Y así
te conviene (¡el Señor te corrija!) no culpar o injuriar a quienes
niegan que
el Señor envió a tu maestro como Apóstol con el cometido de imponer su
religión
a espada y lo empujó a ser un aventurero en busca de sus propios fines,
ayudado
en eso por sus parientes, clan y conciudadanos. (…)
El resultado de
todo esto [las diversas redacciones del Corán] es patente para ti, que
has
leído las Escrituras y has visto cómo, en tu libro, las historias están
todas revueltas
y entremezcladas; una evidencia de que muchas manos diferentes
estuvieron
trabajando en ello, y causaron discrepancias, añadiendo o eliminando
cualquier
cosa que les gustaba o disgustaba. ¿Son tales, ahora, las condiciones
de una
revelación hecha descender desde el cielo?» (Al-Kindi 1882: 18-19 y 28).
En
cuanto al mundo islámico chií, en las
fuentes anteriores al siglo X, los primeros sabios del chiismo, sobre
todo los
duodecimanos, acusan a los califas suníes de haber falsificado el
Corán, en
especial eliminando todas las referencias a Alí y a la familia de los
descendientes del profeta árabe (cfr. Brunner 2005).
De
hecho, existe un manuscrito hallado en
Bankipur, India, en 1912, en persa y árabe, que contiene dos suras
adicionales,
reconocidas por los chiíes y desaparecidas del libro, así como cambios
en unas
cuarenta aleyas, que afectan a otras 24 suras del Corán normativo, que
es el
suní «utmaniano». El manuscrito fue descubierto por el historiador y
filólogo
inglés, William St. Clair Tisdall, y publicado en 1913. Hay una
traducción
francesa, disponible en Internet (Tisdall 1913).
Por
su parte, los estudiosos chiíes, más
dispuestos a la crítica, admiten abiertamente que hay más de 10.000
palabras
del Corán que tienen una o más variantes posibles. Y señalan hasta 208
ejemplos
concretos de falsificación (cfr. Aldeeb 2016: 12).
Más datos sobre la alteración del Corán, en
una documentado artículo de
Sami Aldeeb, cuya traducción está disponible en la red:
Hoy se conocen no pocas versiones coránicas
discrepantes y no es descartable que, en algún lugar, aparezcan
manuscritos que
amplíen al panorama (cfr. Abbasi 2004: 14-15).
Ante la
acumulación de datos sobre la azarosa composición y las múltiples
modificaciones del Corán, no es de extrañar que se hayan manipulado
también, de
manera ostensible, las referencias que contiene a textos judíos y
cristianos:
En
el estudio del Corán, observamos dos enfoques o paradigmas teóricos
distintos,
que determinan la elección de los métodos utilizados. Al primero lo
identificaremos como tradicionalista y al segundo, como histórico-crítico,
si bien sus detractores lo tachan de «revisionista».
Casi la totalidad
de los exegetas y comentadores musulmanes, y luego los coranólogos
académicos
modernos, se han atenido al primer paradigma, que pretende explicar las
oscuridades del Corán mediante la referencia a lo que llaman las
«circunstancias
de la revelación». Y creen que estas se encuentran descritas en las
primeras
biografías de Mahoma (las de Ibn Hisham, Al-Waqidi, e Ibn Sad) y en los
episodios y dichos del profeta (los hadices de Al-Bujari, Muslim y Abu
Dawud).
Con ese método tradicional, se elaboraron los comentarios exegéticos
(los tafsir,
por ejemplo, de Al-Tabari), que sirvieron de legitimación al derecho
islámico
(la saría) y luego han servido a los especialistas modernos
para escribir
sus monografías.
El segundo
paradigma parte de la indagación en el propio el texto y la
búsqueda del contexto histórico real, con especial atención
al subtexto bíblico,
aplicando con rigor los métodos de la historia, la filología, la
hermenéutica,
las ciencias antroposociales y todos los instrumentos científicos
disponibles. Tiene
en cuenta las fuentes no árabes coetáneas. No pierde de vista la
tradición
musulmana consagrada, pero se abre al cuestionamiento creciente de sus
contenidos, que tienen poco de historia y mucho de leyenda, como ya
vimos al
tratar de las fuentes islámicas clásicas.
Existe una
especie de tercer paradigma, el de los investigadores que tratan de
conciliar
los métodos histórico-críticos, sin abandonar el enfoque que da por
buena la
tradición clásica islámica, o intenta hacer equilibrios con ella. Pero
quizá
esto no deba llamarse paradigma, sino una mezcla o componenda de dos
que, en
última instancia, son incompatibles. En esta senda parece situarse,
entre otros,
Angelica Neuwirth, codirectora del proyecto Corpus Coranicum.
Ante todo, el
Corán es un producto histórico, que puede y debe estudiarse igual que
los demás
documentos de esa índole. No se puede entender el libro actual del
Corán, si no
es a través de un largo proceso de formación, composición y transmisión
histórica. Sobre ello hay discusiones e indagaciones desde antiguo. La
aplicación de métodos histórico-críticos sobre el Corán y sobre Mahoma,
iniciados en el siglo XIX, se va incrementando desde los años 1970.
Desde
comienzos de siglo XXI, la indagación se ha acelerado y se han
formulado
teorías más radicales, dando lugar a un fuerte debate entre los
especialistas,
en general con una gran renuencia por parte de la mayoría de los
eruditos
musulmanes. Por citar solo unos pocos nombres entre los investigadores
más destacados,
que han abierto caminos al debate, mencionaré estos, cuyas obras más
significativas están recogidas en la bibliografía:
Henri
Lammens (1910 y 1926), Richard Bell (1925 y 1937), Gabriel Théry
(1960), Régis
Blachère (1966), Günter Lüling (1974), John Wansbrourgh (1977), William
Campbell (1986), Patricia Crone (1987), Anne-Marie Delcambre (1987),
Bruno
Bonnet-Eymard (1988-1997), Antoine Moussali (2000), Christoph Luxenberg
(2000),
Joseph Azzi (2001), Alfred-Louis de Prémare (2002), Édouard-Marie
Gallez (2005),
Jacqueline Chabbi (2008), François Déroche (2009), Mohammad Ali
Amir-Moezzi (2011
y 2014), Jean-Jacques Walter (2014), Sami Aldeeb (2016), Leila Qadr
(2015 y
2019), Florence Mraizika (2018).
Algunos
mantienen posiciones radicales. Por
ejemplo, Mohamed Ali Abdel Jalil, ensayista sirio, profesor en la
Universidad
de Aix-Marseille, quien sostiene la tesis de que el Corán es
básicamente un
texto traducido al árabe, por obra de Waraqa Ibn Naufal (cfr. Abdel
Jalil 2012).
En
la historia musulmana se ha insistido
mucho en la «tradición oral», pero, a pesar del papel
importantísimo concedido a los memorizadores y lectores, lo más
probable es que
la oralidad no desempeñe una función relevante en la composición por
escrito
del Corán. Todo él es resultado del trabajo de diversos escribas.
Primero, en
vida de Mahoma, unos conocidos secretarios o escribanos, o quizá su
maestro
Waraqa Ibn Naufal, reunieron las «hojas» utilizadas en la liturgia y
para el
adoctrinamiento. Una parte de ellas debió incluirse luego en el volumen
del
Corán: resúmenes de lecturas, himnos litúrgicos, borradores o esquemas
de
sermones para la predicación y arengas para animar al combate.
Lo que parece
fuera de discusión es que el libro tuvo una elaboración larga y
azarosa, y que
el texto actual no estuvo concluido del todo hasta el primer tercio del
siglo X,
cuando se aplicó el diacritismo y el vocalismo de forma sistemática. El
texto
final acusó el efecto de la dilatada influencia del poder califal, en
virtud de
la cual se introdujeron alteraciones e interpolaciones en numerosos
pasajes.
Algunas de estas modificaciones se detectan hoy con claridad. En tales
casos,
no es difícil restituir el texto original.
El
Corán utiliza algunas veces los términos
revelar o inspirar, pero lo más característico para referirse a sí
mismo es emplear
el término «descender»: se concibe a sí mismo como una escritura que
«desciende»
del cielo, o que Dios hace «descender» sobre el profeta. Así, del Corán
se dice
que es un libro que Dios lo hizo descender (Corán 25/97,1; 38/38,29;
39/7,2; 39/7,196;
45/20,2; 50/17,82; 55/6,155-156; 64/44,3; 69/18,1; 70/16,64 y 89;
72/14,1;
85/29,47; 87/2,91 y 231; 89/3,7; 92/4,113; 96/3,36; 112/5,49 y 101 y
104), o
que descendió de parte de su Señor (Corán 39/7,3; 51/10,20; 55/6,114;
59/39,55;
87/2,285; 112/5,67-68), en el mes de ramadán (Corán 87/2,185), un Corán
árabe
(45/20,113; 53/12,2), las aleyas o signos de Dios (Corán 49/28,87), un
libro que
se pueda leer (Corán 50/17,93), un libro con la verdad (Corán
50/17,105-106;
58/34,6; 59/39,2; 59/39,41; 62/42,17; 70/16,102; 87/2,176 y 213;
92/4,105;
94/57,16; 96/13,1 y 19; 112/5,83), con el recuerdo (Corán 54/15,6 y 9;
59/39,23;
70/16,44; 73/21,10 y 50; 85/9,51; 99/65,10), que confirma lo que había
antes de
él (Corán 55/6,92; 66/46,30; 87/2,41 y 97 y 136; 89/3,3; 92/4,47 y 60 y
136 y
162; 112/5,48 y 59), que confirma lo que está con ellos (Corán).
Aunque, por
otro lado, se cuenta que Dios hace descender no un libro, sino aleyas
sueltas,
o una sura (Corán 50/17,106; 70/16,101; 87/2,99; 94/57,9; 98/76,23;
102/24,1 y
34 y 46; 103/22,16; 105/58,5; 113/9,86 y 124 y 127), conforme se le
iban
dictando a Mahoma, en distintas circunstancias. Desciende el recuerdo
(Corán
38/38,8).
La
misma expresión del descenso se usa a
propósito de otras comunicaciones atribuidas a Dios: hizo descender el
libro de
Moisés, la Torá (Corán 55/6,91; 112/5,44), la Torá y el Evangelio
(Corán 89/3,3
y 65 y 84; 112/5,46-47; 112/5,66). De Jesús se afirma que es Palabra de
Dios,
que él hizo descender sobre María (Corán 92/4,171). Incluso se relata
que desde
el cielo descendió un banquete para los apóstoles (Corán
112/5,112-115). Por lo
demás, se dice igualmente que descienden los ángeles, los espíritus y
los
demonios; que Dios hace descender el agua de la lluvia, el maná, los
castigos o
las misericordias.
Para informarse y
documentarse más ampliamente acerca de las investigaciones sobre el
Corán, es
ilustrativo un sitio de Internet mantenido por el islamólogo Mehdi
Azaiez,
titulado Coran et
sciences de l'homme. Texte, contexte, lectures:
Los
manuscritos más antiguos del Corán, en pergamino o papiro, conservados
hasta
hoy son ejemplares incompletos y, a veces, solo unas páginas o unos
fragmentos.
Los primeros códices que evidencian la existencia de un Corán ya
completo son
dos: el de Samarcanda y el de Topcapi. Ambos se encuentran solo
relativamente completos
y presentan diferencias textuales con respecto a la versión canónica de
hoy.
El manuscrito de Samarcanda, también
llamado de Taskent, después de un complicado recorrido por San
Petersburgo y
Ufá (en la república rusa de Baskortostán), se custodia actualmente en
el
centro Hast Imam de la mezquita Telyashayakh, en la ciudad de Taskent,
Uzbekistán.
Consta aproximadamente de un tercio del libro, que abarca desde la sura
2 a la
43. Este códice está escrito con caracteres cúficos y su datación
oscila entre
780 y principios del siglo IX. Aunque se le considera el «Corán de
Utmán», es
siglo y medio posterior a la fecha de la supuesta recensión de ese
califa.
El
otro ejemplar relativamente completo es el manuscrito
de Topkapi, conservado en el museo del antiguo palacio del sultán,
en Estambul,
Turquía. Está datado en 874. De este Corán, también pretenden que
corresponde
fielmente al códice de Utmán, pero no hay la menor prueba de dicha
identificación.
Con
mayor antigüedad, se conservan únicamente
fragmentos y páginas sueltas de manuscritos coránicos. Conforme a las
dataciones efectuadas, los más antiguos se podrían remontar a finales
del siglo
VII y principios del siglo VIII. En todos ellos, se emplea el tipo de
escritura
árabe conocida como scriptio defectiva,
es decir, solo el esqueleto consonántico, sin signos diacríticos ni
vocales. Según
François Déroche y Christian Robin, en la actualidad existen entre
1.500 y
2.000 hojas coránicas, datadas en torno a un siglo después de la hégira.
Entre
los manuscritos más célebres, cabe señalar
los siguientes:
A.
Los manuscritos de Saná. Gran cantidad de
fragmentos muy antiguos
descubiertos en 1972, ocultos detrás de una pared, en la mezquita mayor
de
Saná, capital de Yemen. Están escritos en pergamino y en papiro, y
pertenecen a
cerca de mil coranes distintos. El experto alemán Gerd-Rüdiger Puin los
dató
entre 657 y 690, con la técnica del carbono 14. Otra datación más
reciente,
basada en los rasgos paleográficos, apunta a los años 710-715, en el
reinado
del califa omeya Al-Walid. Finalmente, hay especialistas que los fechan
un
siglo después de la hégira. Uno de los manuscritos de Saná es un
palimpsesto, un
pergamino borrado y reutilizado, que como soporte dataría de antes del
650. En este
Corán, las suras no siguen el orden actual y muestra numerosas
variantes. Solo
contiene un 10% del corpus coránico.
B.
El manuscrito de Tubinga M a VI 165, de
la Universidad de
Tubinga, Alemania, se ha datado entre 649 y 675. Son 77 páginas que
contienen aproximadamente
un 20% del texto del Corán.
C.
El manuscrito de Raqqada, en Túnez,
datado en la segunda mitad o
finales del siglo VII. Son siete hojas, con material correspondiente a
nueve
suras.
D.
El manuscrito de Birmingham, en Reino
Unido, son dos hojas del
Corán en pergamino, halladas, en 2015, en la biblioteca de la
Universidad de
Birmingham, Reino Unido, entre la colección reunida por Alphonse
Mingana, un
siglo antes. La piel del pergamino se ha datado entre 568 y 645; pero
el
carbono 14 suele dar fechas anteriores a lo real. La datación más
probable del
escrito estaría entre 660-670. El manuscrito contiene una parte de las
suras 18
a 20. Estas hojas pertenecen al mismo códex que otras existentes en la
Biblioteca Nacional de Francia.
E.
El manuscrito de París - San Petersburgo,
es el códice conservado
en el Palacio de Invierno de San Petersburgo, excepto unas hojas que se
hallan en
la Biblioteca Nacional de Francia, en París. Se ha datado entre 670 y
705.
Contiene el 40% del Corán.
F.
El manuscrito de Berlín, con signatura
Wetzstein II 1913, abarca
un 85 % del corpus coránico. Datado entre final del siglo VII y
principios del
VIII. Le faltan 34 suras. De las restantes 80, hay ocho incompletas. Y
todas
han sido retocadas parcial o totalmente, por ejemplo, agregando signos
diacríticos o vocálicos.
Hay
unos pocos manuscritos que reutilizaron el
soporte material para escribir, tras haber borrado un texto anterior,
de modo
que constituyen palimpsestos. Así ocurre, como he indicado, en
un
manuscrito de Saná y también un manuscrito de Cambridge, datado de
finales del
siglo VII a principios del VIII.
En
Internet, tenemos disponible información
sobre los manuscritos coránicos antiguos, en la página titulada The
quranic
manuscripts:
Para ver un
resumen con resultados de la datación de los fragmentos manuscritos más
antiguos, se puede consultar el sitio Radiocarbon (Carbon-14)
dating of manuscripts
of the Qur'ān:
El texto coránico
insiste reiteradamente en que está escrito en lengua árabe. Lo repite
trece
veces en distintos capítulos (cfr. Corán 44/19,97; 45/20,113;
47/26,195;
53/12,2; 59/39,28; 61/41,3 y 44; 62/42,7; 63/43,3; 64/44,58; 66/46,12;
70/16,103; 96/13,37).
En
efecto, el Corán y los materiales a partir
de los cuales se comenzó a recopilar están escritos en lengua árabe, si
bien en
una forma arcaica de árabe que no es todavía el árabe califal. Los
manuscritos más
antiguos están escritos con el alfabeto cúfico, un estilo caligráfico
utilizado
para escribir el árabe, elaborado en la ciudad de Kufa, en el actual
Irak,
mediante una adaptación del alfabeto sirio antiguo. O, según otros, a
partir
del alfabeto persa.
No
está claro en qué variedad dialectal del
árabe se compusieron los primeros textos, pero sí que en su redacción
se
utilizó la escritura defectiva, es decir, un alfabeto, o
alifato, que
disponía únicamente de signos escasos para las consonantes y carecía de
signos
para las vocales breves. Esto, sin duda, se prestó a múltiples
equívocos de
lectura, durante mucho tiempo, hasta la reforma que introdujo los
puntos
diacríticos consonánticos y los signos vocálicos.
La
lengua árabe disponía de solo 15 grafemas
para representar 29 fonemas distintos. De modo que un mismo signo
servía
indistintamente para dos o más sonidos: son las consonantes homógrafas.
En
concreto, hay nueve grafemas para representar veinte fonemas:
ٮ
|
b = t = th
|
ح
|
j = h = kh
|
د
|
d = dh
|
ر
|
r = z
|
س
|
s = sh
|
ص
|
s = d
|
ط
|
t = z
|
ع
|
'
[ayn] = g
|
ڡ
|
f = q
|
En
un tiempo posterior, al tratar de subsanar
estas deficiencias y establecer una escritura
plena, los eruditos tuvieron que optar por fijar una de las varias
lecturas
o permutaciones posibles: determinaron el valor de los grafemas
consonantes
mediante signos diacríticos, inventaron la hamza
como signo auxiliar e introdujeron la notación de las vocales mediante
unos
puntos revoloteando encima o debajo del renglón consonántico. Cabe
suponer que,
en un contexto tan lejano del original, en no pocos casos, se
efectuaron
opciones que alteraban la lectura y el significado. Aquellos signos
diacríticos
y los de vocalización no empezaron a incorporarse antes de finales del
siglo IX
y principios del X. Durante los tres primeros siglos del islamismo, por
tanto,
en función de las permutaciones posibles, persistieron miles de
lecturas variables,
que afectaban a innumerables versículos del reputado códex de Utmán.
Según François
Déroche (2009), la redacción del Corán ocupó un tiempo largo, que duró
hasta la
reforma del erudito Ibn Muyahid (859-936), en Bagdad, consistente en
una
normalización del texto, que añadió de forma sistemática los puntos
diacríticos
para consonantes y los signos de las vocales breves, limitando así al
máximo la
variabilidad de lecturas posibles.
Este mismo sabio fue
quien, ante la evidente diversidad de los textos coránicos, para
atajarla y a
la vez justificarla, impulsó la idea, luego tradicional, de que el
Corán se
había revelado a Mahoma en siete lecturas distintas, cada una
de ellas
con dos transmisores distintos: en total, catorce versiones
canónicas
oficiales. Sobre esto, se puede consultar en Internet la exposición que
hace Samuel
Green (2020):
Se explica que, al final, de las
catorce prevalecieron solo tres versiones, con variantes textuales.
Una, la procedente
de Nafi de Medina, transmitida por Warsh (m. 812). Dos, la de Abu Bakr
Asim, de
Kufa, leída por Hafs (m. 805). Y tres, la de Abu Amr Ibn Al-Alá, de
Basora, interpretada
por Al-Duri (m. 860). En nuestra época, las más utilizadas son la de
Hafs, sobre
la que se basó la edición egipcia de 1923, y la de Warsh, predominante
en el
norte de África.
Es difícil no interpretar
ese intento de sistematizar las lecturas como una racionalización
llevada hasta
el extremo, un ardid para el camuflaje del hecho de la disparidad
observable entre
los ejemplares existentes. Porque no se encuentran solamente catorce
versiones.
Según algunos expertos, en la actualidad están en uso treinta y dos
versiones
del Corán árabe. Y al efectuar la comparación entre ellas, parece ser
que se
llegan a contabilizar más de 45.000 variantes.
Además,
la aparición en el Corán de palabras y
expresiones no árabes, sino prestadas de otras lenguas, constituye otra
peculiaridad ampliamente demostrada. Puede consultarse un resumen en
David
Abbasi (2004: 14-16).
Desde
el siglo VIII antes de nuestra era, el
arameo se había difundido como lengua franca por todo Oriente Medio.
Presentaba
una variante oriental y otra occidental; esta última, el dialecto
siroarameo (o
siríaco), se convirtió en la principal lengua literaria de la
cristiandad
oriental, en la liturgia, la teología, y también en la piedad popular
(Reynolds
2010 y 2018). El estudio más incisivo, de Christoph Luxenberg,
desentraña una
lectura siroaramea del Corán como clave para entenderlo (Luxenberg
2000). Con
toda probabilidad, el libro sagrado que se leía en el culto de la
comunidad a
la que pertenecía Mahoma era un leccionario en lengua siroaramea
(Luxenberg
2000: 326 nota).
La
lengua «árabe» en la que se escribió el
Corán por primera vez difería de la que posteriormente llegó a ser el
árabe
clásico. Con seguridad «esta lengua debió haber sido una lengua híbrida
arameo-árabe», lo que llevaría a admitir que «La Meca» fue
originalmente un
asentamiento arameo (Luxenberg 2000: 327).
Para
otros, como David Belhassen, el idioma
del Corán no es una lengua, sino una fabricación artificial (Belhassen
2018).
En tales
condiciones, se comprende fácilmente que haya oscilaciones en el propio
texto
coránico. Ajenas a tales vicisitudes lingüísticas y semánticas, las
propias
aleyas del Corán pretenden que el texto no solo está preservado por
Dios de
toda adulteración, sino que constituye, en el orden del significado,
una obra
completa, un libro perfecto, exponente de una religión asimismo
perfecta:
«Somos
nosotros quienes hemos hecho descender
el recuerdo, y somos nosotros quienes lo guardaremos» (Corán 54/15,9).
«No
hemos descuidado nada en el libro» (Corán
55/6,38).
«Hemos
hecho descender sobre ti el libro, como
una exposición manifiesta de todo, una dirección, una misericordia y un
anuncio
a los sumisos» (Corán 70/16,89).
«Hoy
he completado para vosotros vuestra
religión, hoy he cumplido mi gracia hacia vosotros, y he aprobado el
islam como
religión para vosotros» (Corán 112/5,3).
Sin
embargo, estas pretensiones parecen
excesivas. En la actualidad, una vez examinado el libro, queda poco de
la
unicidad y perfección del texto coránico recibido. Ni siquiera está
escrito en
perfecto árabe y tampoco se ha transmitido incólume. Según los
numerosos
hallazgos de la investigación: «es forzoso concluir que la tesis previa
de una
transmisión oral fiable del texto del Corán resulta de una mera
leyenda»
(Luxenberg 2000: 332). Se impone un giro radical en el método y la
comprensión
que han prevalecido hasta hace poco:
«Si
el precedente análisis, respaldado
filológicamente, ha demostrado que, sobre la base de criterios tanto
filológicos como objetivos, el texto del Corán ha sido mal leído e
interpretado
en un grado considerado hasta ahora inimaginable, entonces la
consecuencia
inevitable es la necesidad de una lectura fundamentalmente nueva del
Corán»
(Luxenberg 2000: 332-333).
Los más antiguos testimonios
documentales del Corán se remontan, como hemos reseñado, a la segunda
mitad o a
finales del siglo VII, y de ellos se conservan solo hojas sueltas o
fragmentos
de manuscritos. No hay indicios de lo que pudiera ser un ejemplar
completo del
Corán con anterioridad al siglo IX. Quizá se deba a que el poder
califal mandó,
en varias ocasiones, la destrucción sistemática de los documentos
anteriores,
de manera que no se conserva ninguna versión perteneciente al primer
siglo del
islamismo.
Por
tanto, al llevar a cabo la coranificación
de los textos seleccionados por mandato califal, fueron condenados a la
desaparición
los materiales previos empleados, concordantes o no, así como las
ediciones
coránicas disidentes. Y, al parecer, este proceso no ocurrió una única
vez.
Veamos cómo habrían sucedido los hechos:
1.
Durante la vida de Mahoma, este ciertamente
no tuvo interés en poner por escrito sus «revelaciones». No hubo ningún
proyecto de formar un Corán como libro. Los materiales escritos que se
utilizaban para la predicación y para la lectura en las reuniones
litúrgicas
eran, sin duda, hojas heredadas del movimiento nazareno o redactadas
por
escribas religiosos de Mahoma. Eran, sobre todo, resúmenes en árabe de
la Torá
y de un Evangelio no canónico. A partir de estos materiales se formaría
más
tarde el estrato más primitivo del Corán, que promovía un mesianismo
escatológico predicado a los árabes, seguramente cristianizados ya en
su
mayoría.
2.
Algunas tradiciones islámicas refieren que, después de la muerte de
Mahoma, Abu
Bakr (califa de 632 a 634) mandó coleccionar las hojas escritas, que
podemos
llamar protocoránicas, a Zaid Ibn Thabit, un nazareno que había sido
escriba
del profeta, y que supuestamente hizo una selección y compilación de
tales hojas.
También se cuenta que fueron destruidas más tarde por el gobernador de
Medina,
en la campaña del año 665 (cfr. Powers 2009).
3.
Un historiador de los primeros tiempos, Ibn
Sad, habla de la recopilación hecha por el califa Omar (reinó 634-644),
que heredó
los materiales de Abu Bakr y los incrementó con otros, a fin de evitar
que se
perdieran los relatos memorizados por algunos que ya empezaban a
fallecer. De
hecho, muchos de ellos habían muerto en la guerra civil de 632-634. Tal
vez fuera
esta la colección que pasó a poder de Hafsa, la hija de Omar, una de
las viudas
de Mahoma.
Además,
se mencionan otras colecciones
coránicas que había por diversas provincias del imperio árabe. La que
gozó de
mayor prestigio parece ser la colección atribuida a Abdallah Ibn Masud
(m. 652),
que fue uno de los compañeros del profeta islámico.
4.
Narra Al-Bujari que el califa Utmán Ibn Afán
(reinó 644-656), a la vista de las divergencias en la recitación del
Corán, encargó,
hacia 650, a una comisión presidida por el mismo Zaid Ibn Thabit ya
citado, que
hiciera una criba de las hojas existentes, para establecer la versión
definitiva
y canónica del Corán. Se dice que, una vez terminada, se distribuyeron
varias
copias: la principal quedó en Medina y otras se enviaron a las grandes
ciudades
del imperio: Kufa, Basora, Damasco y La Meca. Asimismo, Utmán decretó
quemar los
materiales originales utilizados o descartados y las demás colecciones
existentes, entre ellas el códex de Ubay Ibn Kab y el códex de Alí, que
ordenaba
las suras cronológicamente (cfr. Campbell 1986). Hoy, en realidad, no
existe
ninguna copia que se pueda identificar como el códex utmaniano.
La leyenda cuenta
que el califa Alí llevó consigo un ejemplar del Corán de Utmán a Kufa
(Irak
actual). Luego, en el siglo XIV, esa copia llegó a manos de Tamerlán. Y
esa
sería la conocida hoy como códice de Samarcanda, actualmente en
Taskent, que ya
hemos mencionado. Pero este manuscrito, aparte de incompleto, data con
toda
probabilidad del siglo IX y presenta variantes respecto a otros
atribuidos
también a Utmán. Históricamente, lo cierto es que los seguidores de
Alí, los
chiíes, fueron derrotados y obligados a destruir sus propios
documentos, de
manera que el chiismo acabó adoptando el Corán mayoritario suní.
5.
La tradición relata que, en época del
primer califa omeya, Muawiya (reinó 660-680), se quemaron las versiones
disidentes del Corán. Y se destruyó incluso la colección de Hafsa, tras
la
muerte de esta en 665.
6.
Probablemente el libro del Corán no recibió
una forma semejante a la actual hasta el reinado del califa omeya de
Damasco, Abd
Al-Malik (reinó 685-705), el mismo que hizo construir en Jerusalén el
Domo de
la Roca. Mandó compilar el códex del Corán a instancias del gobernador
de Irak,
Al-Hayyay Ibn Yusuf, que quería imponer una doctrina ortodoxa uniforme.
Adaptó
y puso en el orden los capítulos del Corán y lo convirtió en libro
sagrado oficial.
Se dice que mandó la quema masiva de todos los demás manuscritos. Con
todo, la
recensión de Abd Al-Malik no es aún idéntica al Corán actual, aunque
con mucha probabilidad
constituyó la base para el libro del Corán que finalmente se impuso
(cfr.
Chabbi 2016).
La islamóloga
Patricia Crone (1987) sostiene que lo más probable es que la historia
islámica
anterior a Abd Al-Malik sea en gran medida una invención tardía, y
coincide en
que el Corán se compiló en tiempos de este califa. A la misma
conclusión llega
Jacqueline Chabbi (1997 y 2016). Por su parte, Dan Gibson subraya que
hay referencias
que avalan que la formación del Corán fue promovida por Al-Hayyay Ibn
Yusuf, al
servicio de Abd Al-Malik (cfr. Gibson 2017: 179).
Y
recordemos que, todavía en ese momento, los
manuscritos coránicos solo utilizaban la escritura defectiva, como ya
quedó
dicho. El significado dependía de la lectura que se hiciera del esquema
consonántico,
lo que cernía una gran incertidumbre sobre el texto escrito.
7.
En época abasí (a partir de 750), el texto
escrito fue objeto de numerosas supresiones, adiciones, sustituciones e
interpolaciones. En la segunda mitad del siglo IX, cuando los califas
de Bagdad
volvieron a la doctrina tradicional, se buscó fijar la historia
oficial, así
como el texto coránico y su interpretación. Entonces, se persiguió a
los
disidentes, como fue el caso de los filósofos racionalistas mutazilíes,
cuyas obras
fueron destruidas.
A
partir del siglo X, se impuso el uso de un
solo Corán, el llamado impropiamente «códice de Utmán» y se prohibieron
todos
los demás. De hecho, no subsiste ningún ejemplar completo de un Corán
anterior,
salvo los fragmentos dispersos que hemos mencionado. Esta versión fue
la base
para la edición cairota de 1923. No obstante, durante bastante tiempo,
hubo
musulmanes que preferían códices distintos, residuales, que eran
atribuidos,
quizá inverosímilmente, a compañeros de Mahoma, como Abdullah Ibn Masud
(594-653), Ubay Ibn Kab (m. 649), o Abu Musa (614-672). Todavía en
1007, en
Bagdad, se mandó destruir una recensión que se creía que era la de Ibn
Masud.
En
definitiva, lo que parece incuestionable es
que Mahoma no tuvo interés en poner por escrito los relatos de su
predicación,
o sus presuntas revelaciones, algunas de las cuales llegarían más tarde
a
integrarse en el texto del Corán. Solamente determinados episodios o
discursos
sueltos debieron ser registrados por escrito, ocasionalmente, por
diversas
personas y diversos motivos. Y a ellos se agregaron otros escritos
heteróclitos, todos ellos objeto de modificaciones que darían como
resultado
una superposición de estratos compositivos y semánticos.
El hecho es que,
desde el principio, los textos coránicos fueron objeto de
modificaciones. Un
ejemplo incontestable de inserción posterior en el texto se encuentra
en una
sura adscrita a la etapa de La Meca (Corán 69/18,83-101), que recoge la
leyenda
de Alejandro Magno (en el Corán, llamado Dhu Al-Qarnain, el Bicorne).
Reproduce
una versión tomada de un relato original griego, compuesto en honor del
emperador Heraclio, con motivo de su conquista de Jerusalén. Como esta
conquista ocurrió en 629, el relato griego no puede ser anterior.
Forzosamente
la leyenda tuvo que incluirse, en la sura 18, un tiempo después de esa
fecha.
La
recopilación efectiva y sistemática de los materiales
que constituyen el actual Corán, según venimos exponiendo, se llevó a
cabo por
iniciativa de los califas, y así consta en la tradición musulmana,
aunque no
haya unanimidad en su historia. A veces, se dice que fue por deseo de
Abu Bakr;
otras veces por orden de Omar; pero, sobre todo que fue por mandato de
Utmán (m.
656), quien creó una comisión a tal efecto. Sin embargo, lo más
probable es,
como ya hemos indicado, que fuera en tiempos de Abd Al-Malik (m. 705).
Pero ninguno
de ellos debería confundirse con el Corán actual, completado en el
siglo IX y,
finalmente, convertido en vulgata por la edición de Flügel (1834) o la
de El
Cairo (1923). No tiene sentido denominarlo «Corán utmaniano».
Así
pues, el texto del Corán se fue elaborando
y perfilando a lo largo de más de doscientos años. Según Jean-Jacques
Walter, su
redacción se habría prolongado desde el año 620 al 847. Y no concluyó
del todo
hasta la normalización ortográfica de Ibn Muyahid, implantada hacia 930.
«Con respecto a
la forma de composición, hay razones para suponer que el Corán se
conformó a
partir de una pluralidad de obras religiosas agarenas anteriores, En
primer lugar,
esta pluralidad anterior está atestiguada por numerosas vías. Por el
lado
islámico, el mismo Corán da oscuras indicaciones de que la integridad
de la
escritura era problemática, y con esto podemos correlacionar la
acusación
contra Utmán de que el Corán habían sido muchos libros, de los cuales
él había
dejado solo uno. Por el lado cristiano, el monje del monasterio de Bet
Hale
distingue intencionadamente entre el Corán y la Surat
al-baqarat [capítulo 2 del Corán actual] como fuentes de la
ley, mientras que Levond atribuye al emperador León el relato de cómo
Al-Hayyay
destruyó las antiguas ‘escrituras’ agarenas. En segundo lugar, está la
evidencia interna del carácter literario del Corán. El libro carece
sorprendentemente de estructura general, es con frecuencia oscuro e
inconsecuente tanto en el lenguaje como en el contenido, apresurado en
su
concatenación de materiales dispersos, y dado a la repetición de
pasajes
enteros en versiones variantes. Sobre esta base, se puede argumentar
plausiblemente que el libro es el producto de una edición tardía e
imperfecta
de materiales procedentes de una pluralidad de tradiciones» (Crone y
Cook 1977:
17 y 18).
Las alteraciones, adiciones, sustracciones
y reescrituras del texto del Corán, así como los deslizamientos en el
sentido
de las palabras, tienen como finalidad eminente dotar al propio Corán y
a
Mahoma de un estatuto igual o superior al de Jesús y el Evangelio. Por
lo
mismo, rebaja a Jesús, calificándolo como «hijo de María», pero no hijo
de
Dios.
Entre
las tácticas empleadas por los editores sobre
los materiales de las suras, con el fin de lograr cierta unidad
doctrinal, encontramos
una doble simulación. Primera, como si Dios fuera el que habla o
pronuncia todo
el texto coránico, para lo que antepusieron «Di:» en más de trecientos
pasajes.
Y segunda, como si Mahoma fuera el sujeto en una serie de versículos,
haciendo
que el profeta ocupe en el texto el lugar que originalmente ocupaba
Moisés
(Corán 50/17,1), o Jesús (Corán 111/48,29), e incluso el mismo Dios
(Corán
92/4,80). De manera parecida, una serie de menciones de Jesús fueron
sustituidas
por Alá/Dios (Corán 71/14,24-25; 72/14,45; 85/29,43; 107/66,10-11).
Mediante
este tipo de modificaciones, se conseguía transformar el significado el
texto.
Hasta
ahora, no hay consenso unánime a la hora
de fijar las etapas de formación, selección y rectificación de los
materiales
que finalmente acabaron componiendo el texto del libro del Corán hoy
conocido. Sin
embargo, cada día ofrece menos dudas el hecho de que hubo un proceso de
redacción, largo y complejo, del que quedan numerosas huellas
discernibles en
el azaroso ordenamiento de las suras y las aleyas.
Las
discrepancias observadas en los
manuscritos de Saná dan prueba fehaciente de que hubo una evolución del
texto y
de que su transmisión comportaba a la vez transformaciones creativas
(cfr.
Hilali 2017).
No
es fácil, pero tampoco imposible, deslindar
las sucesivas etapas en la composición del texto, desde tiempos del
profeta
árabe hasta el califato de Mutawakkil, que fue quien declaró el dogma
de la
naturaleza increada del libro. Aunque todavía después, persistiera la
indeterminación del significado de las aleyas, debido a las
deficiencias en la
escritura del texto. Teniendo en cuenta los resultados de las
indagaciones de
reconocidos expertos, por provisionales que sean, es posible establecer
una
hipótesis sobre cómo fue la evolución, que dejó sus huellas en la
estratificación textual. Cabe discernir y datar, con suficiente
precisión,
hasta siete estratos sedimentados y superpuestos, que se
identifican
mediante ciertos elementos rastreables en el texto coránico, junto con
la ayuda
de otros datos conocidos del contexto histórico.
«1º.
El primer estrato que lleva el nombre de
Corán es el leccionario formado durante la vida de Mahoma, antes de 634
por lo
tanto, a partir de traducciones y paráfrasis de la Torá y el Evangelio
de los
Hebreos. Forma alrededor de un cuarto del Corán actual.
2º.
Aproximadamente la mitad del Corán actual
está formada por discursos de Mahoma recolectados por Utmán, hacia 650,
pero
pronunciados por Mahoma antes de su muerte en 634.
3º.
Los versículos que incluyen las palabras
islam o musulmanes datan de después de 691, porque estas palabras se
introdujeron cuando se crearon estos términos para sustituir a los de mahgrāyē o muhāŷirūn.
4º.
Las interpolaciones que introducen el
nombre ‘Mahoma’ en el Corán datan de después del momento en que Mahoma
fue recuperado
oficialmente como profeta, así que, en cualquier caso, después de 686,
y es
probable que mucho más tarde, pues hacia 720 su papel profético todavía
no era
aceptado generalmente. Por la misma razón, hay que datar en el mismo
período el
versículo que hace de él un modelo a imitar [Corán 33,21], y los que
describen
los actos que hay que imitar: el matrimonio con la esposa de su hijo
adoptivo,
la parte del botín que corresponde a Mahoma, y que luego corresponde al
califa,
ya que este último imita a Mahoma, el cambio de la quibla, etc.
5º.
Las prescripciones jurídicas se
introdujeron después del libro de jurisprudencia islámica Al
fiqh Al-Akbar, por tanto, después de 750.
6º.
Los más de 300 ‘Di:’ se añadieron entre
los años 800 y 827.
7º.
Los más de 100 versículos donde falta el ‘Di:’
se introdujeron después del año 827 y antes de la fijación definitiva
del Corán
hacia 850.»
(Capucin, Histoire
de l'islam et de Mohammed grace aux méthodes modernes, 2008: 159.)
Otra
reconstrucción de la historia de la redacción y la
elaboración del Corán la
encontramos en Mohammad Ali
Amir-Moezzi: Le Coran silencieux et le
Coran parlant. Sources scripturaires de l'islam entre histoire et
ferveur (2011).
Un ejemplo conspicuo
de los deslizamientos semánticos lo tenemos en el cambio de
significación de
las palabras «islam» y «musulmán», que no adquirieron el sentido actual
antes
del año 775, tras la consolidación del poder abasí durante el califato
de
Al-Mahdi. Este definió la teología ortodoxa frente a la herejía, a fin
de
reforzar la autonomía del sistema islámico frente a sus competidores.
Por
consiguiente, el versículo que dice «La religión, para Dios, es el
islam»
(Corán 89/3,19), leído en el sentido hoy habitual, tuvo que haberse
añadido
después del año 775.
Dado que la
disposición de los capítulos y versículos del Corán es caótica, los
esfuerzos
que se han hecho por desentrañar la fecha de composición o transmisión
de cada
uno de los capítulos tropiezan con enormes dificultades. La misma
tradición
musulmana propuso una división global entre suras de La Meca (610-622)
y suras
de Medina (622-632), o sea, capítulos compuestos antes o después de la
hégira. Luego,
algunos coranólogos establecieron subperíodos en la etapa mequí, a la
vez que
proponían un reordenamiento cronológico de los capítulos. Así, Theodor
Nöldeke
1860, William Muir 1878, Régis Blachère 1966. También está el orden
cronológico
determinado por Al-Azhar, que es el seguido por Sami Aldeeb. A esto hay
que
añadir que la composición de cada sura tampoco es neta, puesto que se
han
identificado 153 versículos, reconocidos como poshegíricos, que están
interpolados
acá y allá, en 35 capítulos anteriores a la hégira. Se puede consultar
una
exposición comparativa de las propuestas de orden cronológico de las
suras del
Corán, disponible en Internet:
Por otro lado,
recientemente se han llegado a cuestionar todas las propuestas de
ordenación
cronológica, haciendo ver que carecen de fundamento seguro. Se rechaza
incluso
la periodización en suras de La Meca o antehegíricas y suras de Medina
o
poshegíricas, cuya diferencia no sería más que un constructo retórico,
sin
verdadero contenido histórico.
«Porque el Corán llamado de La Meca es
ya intolerante y agresivo. El Corán amenaza con el infierno desde la
primera
sura revelada (la 96), cubre de insultos a los incrédulos desde la
segunda sura
revelada (la 68) y habla ya, en futuro, de ‘combatir en la senda de
Alá’ en la
tercera sura revelada (la 73). Además, la más antigua biografía de
Mahoma lo
describe desde La Meca como un hombre decidido a utilizar una violencia
letal»
(Jean-Mairet 2016).
El resultado es
que tropezamos irremisiblemente con la completa ausencia de una
cronología fiable
para clasificar los capítulos del Corán y sus versículos. Todos los
ordenamientos propuestos se basan en criterios tautológicos o en
conjeturas
indemostrables. A pesar de esto, en nuestro análisis, tendremos en
cuenta la
clasificación en dos etapas, antehegírica y poshegírica, así como el
ordenamiento cronológico de los capítulos establecido por Al-Azhar. El
motivo
es pragmático: hemos comprobado que, operativamente y en líneas
generales, al
realizar búsquedas en el texto teniendo en cuenta el orden cronológico,
se
obtienen resultados coherentes con respecto a la evolución temática e
histórica.
Los autores del texto coránico
combinaron ideas de origen siríaco, hebreo, árabe, persa, griego, las
reinterpretaron
y adaptaron en resúmenes, esquemas y alusiones. Entre ellas lo
fundamental consiste
en el subtexto bíblico. Una cuarta parte del contenido del Corán está
compuesta
de materiales procedentes de la Biblia judía y del Evangelio de los
Hebreos (cfr.
Qadr 2019: 25). De tal manera que, de los 6.236 versículos coránicos:
502
versículos se refieren a Moisés; 245 versículos tratan de Abrahán; 131
versículos, de Noé. Así, en buena medida, el texto coránico está
constituido
por sumarios, glosas y evocaciones, a veces poco exactas, que manejan
los relatos
bíblicos según su conveniencia. En cualquier caso, resulta
imprescindible
conocer bien la Biblia para entender el Corán.
Otro componente destacado es el
aspecto legal: 800 versículos establecen preceptos religiosos y
sociales, ampliamente
tomados de la Torá hebrea. También se detectan elementos procedentes de
la
Misná, el Targum, el Talmud, los apocalipsis intertestamentarios, los
evangelios extracanónicos, etc. Al menos en ciertos pasajes, las
figuras de la
Biblia hebrea y del Nuevo testamento no están tomadas
directamente,
sino, por ejemplo, de escritos apócrifos de los primeros siglos
cristianos
(cfr. Reynolds 2010). Algunas traducciones del Corán tienen el cuidado
de señalar
esas referencias en nota a pie de página, por ejemplo, la de Sami
Aldeeb
(2016).
Es
evidente que el Corán se refiere en gran
cantidad de pasajes a profetas anteriores, en su mayoría hebreos, de
los que da
una versión simplificada y peculiar, si la comparamos con el original
bíblico,
que precede en más de un milenio. El Corán no solo se inspira en los
profetas
bíblicos, sino que se apropia de ellos, hasta el punto de tratarlos
como
musulmanes, sustentando la tesis, fantasiosa y antihistórica, de que el
islam
sería la religión primigenia de la humanidad, respecto de la cual se
habrían
alejado la religión judía y la cristiana.
Es probable que el «Evangelio», en
singular, mencionado en el Corán fuera el que se leía en la comunidad
nazarena
a la que perteneció Mahoma, según unos, un evangelio según Mateo
recortado, o
tal vez una versión siríaca del Diatessaron
(armonización de los cuatro evangelios, obra de Taciano el Sirio, en la
segunda
mitad del siglo II) (cfr. Reeth 2006: 67-81).
A
la luz de las investigaciones de Christoph
Luxenberg, Guillaume Dye, Anne-Marie Delcambre y tantos otros, podemos
imaginar
que el texto coránico se parece a un tapiz compuesto de remiendos, en
el que se
cosen traducciones adaptadas de múltiples textos sirios, persas,
griegos y
hebreos, con contenidos judíos, cristianos, zoroástricos y maniqueos.
Otros,
para describir ese estilo de composición del Corán a partir de textos
preexistentes y heterogéneos, han utilizado el concepto de pastiche.
El
diccionario lo define así: «Imitación
o plagio que consiste en tomar determinados elementos característicos
de la
obra de un artista y combinarlos, de forma que den la impresión de ser
una
creación independiente».
De hecho, en el
texto del Corán, encontramos tantas referencias bíblicas, y tal
exaltación de
la «revelación» dada a Moisés y a Jesús, que no cabe la menor duda. Más
aún,
cuando es el mismo texto coránico el que insiste en que su mensaje no
es sino
una continuación y una confirmación de lo que Dios había revelado con
anterioridad a Noé, Abrahán, Moisés y Jesús. Y se refiere
explícitamente a un
libro anterior y considerado superior:
«Os
ha prescrito en materia de religión lo que
había mandado a Noé, lo que te hemos revelado, así como lo que habíamos
mandado
a Abrahán, a Moisés y a Jesús» (Corán 62/42,13).
«Ha
hecho descender sobre ti el libro con la
verdad, confirmando lo que está antes de él. Y ha hecho descender la
Torá y el
Evangelio, antes, como dirección para los humanos» (Corán 89/3,3-4).
«Dios
quiere manifestaros e indicaros las
leyes de los de antes de vosotros y volverse a vosotros» (Corán
92/4,26).
«Hemos
hecho descender a ti el libro con la
verdad, confirmando lo que está en el libro antes de él, y que
predomina sobre
él» (Corán 112/5,48).
A
pesar de estas afirmaciones tan claras, la
tradición musulmana se empeña en negar los préstamos bíblicos que ha
tomado y
en borrar la dependencia de textos judíos y cristianos. Para ello, se
basa en
una serie de pasajes del Corán que los acusa de haber falsificado las
sagradas
escrituras y de ocultar su verdadero mensaje:
«No
midieron a Dios en su verdadera medida
cuando dijeron: ‘Dios no ha hecho descender nada sobre un humano’. Di:
‘¿Quién
hizo descender el libro con el que vino Moisés como luz y dirección
para los
humanos? Lo registráis en hojas [de las que] mostráis [lo que queréis],
y
ocultáis mucho, mientras se os enseñó lo que no sabíais, ni vosotros ni
vuestros padres’» (Corán 55/6,91).
«¿Pretendéis
entonces que os crean, aunque un
grupo de ellos escuchaba las palabras de Dios y luego las desplaza [de
su posición],
después de que él se las razonó, a sabiendas?» (Corán 87/2,75).
«¡Ay
de aquellos que escriben el libro con sus
propias manos y luego dicen: ‘¡Esto es de parte de Dios’, a fin de
cambiarlo
por un bajo precio! ¡Ay de ellos por lo que sus manos han escrito! ¡Y
ay de
ellos por lo que realizan!» (Corán 87/2,79).
«Quienes
ocultan lo que Dios ha hecho
descender del libro y lo cambian por un bajo precio, estos solo
ingerirán fuego
en su vientre. Dios no les hablará el día de la resurrección, ni los
purificará.
Y tendrán un castigo doloroso» (Corán 87/2,174).
«Entre
ellos hay algunos que tergiversan con
sus lenguas el libro para que creáis que eso está en el libro, cuando
no está
en el libro en absoluto. Dicen: ‘Esto es de parte de Dios’, cuando no
es de
parte de Dios. Dicen mentiras sobre Dios, a sabiendas» (Corán 89/3,78).
«Entre
las personas del libro hay quienes
creen en Dios, en lo que descendió sobre vosotros y lo que descendió
sobre
ellos, postrados ante Dios, que no cambian los signos de Dios por un
bajo
precio. Estos tendrán su salario ante su Señor. Dios es puntual en
ajustar
cuentas» (Corán 89/3,199).
«Entre
los judíos están aquellos [que]
desplazan las palabras de sus posiciones» (Corán 92/4,46).
«Pero
como rompieron su compromiso, los hemos
maldecido y hemos endurecido sus corazones. Desplazan las palabras de
sus
posiciones, y han olvidado una parte de lo que se les recordó. Tú no
dejarás de
ver una traición por su parte, excepto unos pocos de ellos. Concédeles,
pues,
tu gracia y absuélvelos. Dios ama a los que obran bien» (Corán
112/5,13).
«¡Oh
enviado! Que no te entristezcan los que
se apresuran al descreimiento entre los que dijeron: ‘Hemos creído’ con
sus
bocas, mientras que sus corazones no han creído. Hay entre los judíos
[un
grupo] que escucha la mentira, [te] escucha [para decir mentiras sobre
ti a]
otras gentes que nunca han venido a ti, y [hay un grupo que] desplaza
las
palabras de sus posiciones» (Corán 112/5,41).
A
esa supuesta falsificación de los libros revelados
de los judíos, contraponen la sedicente verdad del Corán, como libro
traído
desde el cielo, directamente de Dios, desde fuera de la historia. Pero,
para
los expertos, la acusación de falsificación de la Biblia carece de todo
fundamento, mientras que no se pueden negar las evidencias del proceso
de
composición y múltiples alteraciones del Corán y su interpretación.
Sobre
todo, después del ascenso de los abasíes,
en 750, el texto sufrió retoques y los autores de los comentarios, en
su
mayoría persas, cambiaron el método exegético necesario para entender
el Corán.
En vez de recurrir a la Biblia para aclarar los pasajes oscuros,
empezaron a
remitirse a unos hechos y dichos del autoproclamado profeta, compilados
por
entonces y básicamente inventados a tal propósito. Sustituyeron el
contexto
histórico real por un contexto imaginario, e impusieron una ortodoxia
más
acorde con la ideología y la teología del imperio califal.
No
obstante, la dependencia de la Biblia, que
siempre fue ostensible en el Corán, ha quedado irrebatiblemente
demostrada
mediante los métodos de análisis modernos.
Por
último, advirtamos cómo se da, ante la
Biblia, una actitud diametralmente opuesta entre la tradición islámica
y la
cristiana. Al contrario que el islam, el cristianismo, en sus escritos
y su
liturgia, tiene especial interés en mostrar la continuidad con la
Biblia
hebrea, adoptada como suya, y, aunque también resalte su propia
novedad, no
cesa de hacer continuas referencias al Antiguo testamento en
los
escritos neotestamentarios.
En los capítulos más antiguos, que se
suponen pertenecientes al primer período de La Meca, no encontramos
ninguna
referencia a un Corán. Solo en capítulos enmarcados a mediados de los
doce años
de La Meca, se empieza a mencionar un Corán y un Corán en lengua árabe.
Pero ¿qué
significa esto? Ante todo, aclaremos los términos.
Siempre
se ha dicho que la palabra corán (qur'an)
significa etimológicamente «recitación»,
aludiendo a que el texto del libro se recita o se entona como salmodia,
pero
esto no es exacto. Según el filólogo Luxenberg, la palabra es
etimológicamente
aramea/siriaca (qeryana) y designaba, en las iglesias sirias, el
leccionario utilizado para los actos
litúrgicos (cfr. Luxenberg 2000; Gallez 2005).
La
palabra «Corán» aparece cerca de 70 veces en
el texto del Corán: 57 en capítulos anteriores a la hégira, y 9 en los
posteriores. Pero, cuando la palabra aparece en un capítulo del Corán
actual,
¿a qué se está refiriendo? En muchos casos es oscuro. Es dudoso que se
refiera
al Corán por lo menos en diez menciones pertenecientes a la época de La
Meca. Es
llamativo que el propio texto coránico, en pasajes datados en una fase
temprana, contenga varias decenas de referencias al «Corán» como un
libro que
se sobreentiende ya acabado, en un momento en que el Corán en cuanto
tal solo
podía estar, necesariamente, a medio componer, por lo que no podía
existir aún como
un todo, ni formar un libro. A lo sumo, podría haber una colección
incompleta de
hojas, dado que todavía faltaban bastantes años de la actividad de
Mahoma, sin
los que no se daban las condiciones para que el libro llegara a estar
completo.
Por otro lado, en el Corán, la palabra
«Corán» se utiliza claramente para designar otros libros o escrituras,
que no
son el libro sagrado de los musulmanes, sino la Torá de Moisés, o unas
hojas de
Abrahán (entiéndase las partes de la Torá que hablan de él), o el
Evangelio.
Por
consiguiente, hay que concluir que el
Corán del que se habla en algunos capítulos del Corán actual no puede
ser el
libro al que históricamente llamamos Corán (cfr. Théry 1960). En
efecto, en
capítulos del segundo período de La Meca, que se suele fechar entre los
años
616 y 618, encontramos menciones del «Corán» como un libro ya
existente, cuando
aún faltaban al menos catorce de actividad de Mahoma, hasta su
fallecimiento, y
aún no se habían «revelado», ni podían haberse compuesto, bastantes
capítulos de
La Meca y, por descontado, ninguno de los de Medina. Citas de esos
capítulos
datados en fecha temprana:
«Hemos
hecho el Corán fácil para el recuerdo.
¿Hay alguien que se acuerde?» (Corán 37/54,17; 37/54,22; 37/54,32;
37/54,40
repite cuatro veces este mismo versículo, como intrusión fuera de
contexto).
«Así hemos hecho descender un Corán
árabe y en él hemos expuesto las amenazas» (Corán 45/20,113).
«Hemos
hecho fácil [su comprensión] en tu
lengua» (Corán 64/44,58).
Además, la
expresión «lo que ha descendido», o la palabra Corán, aparece como un
claro
añadido tras la expresión «la Torá y el Evangelio», en suras de las
últimas
(Corán 112/5,66-68; 113/9,111).
Para la tradición
musulmana, es un dogma incuestionable que el Corán fue «revelado» por
Dios a
Mahoma, por medio de un ángel o espíritu. No habría sido producto de la
historia de una sociedad y de una mente humana. Sostienen que el libro
es un
glorioso Corán escrito sobre una tabla guardada en el cielo, que es el
original, la madre del libro, que existe eternamente junto a Dios. Este
punto
es fundamental, porque no hay otro motivo, salvo este apriorismo de la
naturaleza divina del Corán, que pueda inducir a los musulmanes a
aceptar a
ciegas lo que dice el libro y, por él, a perseverar en las
prosternaciones
corporales y mentales ante su divino autor. Pero ¿cuál es la «tabla»
original y
cuál es la «madre» del Corán árabe? Leamos los versículos donde
aparecen estas
ideas:
«Es un Corán
glorioso, en una tabla guardada» (Corán 27/85,21-22).
«Por el libro
manifiesto. Lo hemos hecho un Corán árabe (…) Está en la madre del
libro ante
nosotros, elevado, sabio» (Corán 63/43,2-4).
«Es él quien ha
hecho descender sobre ti el libro. En él hay signos precisos, que son
la madre del
libro, y otros que son equívocos» (Corán 89/3,7).
«Dios borra y
confirma lo que quiere. Y la madre del libro está ante él» (Corán 96/13,39).
Y aún cabe otra
mención, en una variante textual que diría: «La madre del libro basta
como
testigo entre mí y vosotros, con aquel que tiene el conocimiento del
libro»
(Corán 96/13,43).
Cuando se alude a
ese «libro» o «madre del libro», los exegetas musulmanes han
interpretado que
se trata del Corán eterno, preexistente en el cielo, arquetipo del
revelado. Pero
la lectura más directa y correcta, mediante el análisis que relaciona
los
versículos unos con otros, nos llevará a entender que el «glorioso
Corán»
guardado en tabla y la «madre del libro», no constituye una entidad
mítica en
el cielo, sino que son las tablas de la Ley mosaica mencionadas tres
veces en
el propio Corán (39/7,145-154). Es el
libro de la Torá de Moisés, que está en posesión de los judíos y todos
conocen.
Por su parte, la
crítica histórica debe ser metodológicamente ajena a creencias míticas
o
legendarias. Imaginar una composición sobrenatural del texto no
proporciona
ninguna explicación. Lo que puede demostrarse con toda evidencia es
que, en
gran medida, el contenido del Corán procede de fuentes literarias
conocidas
históricamente. El término Torá se menciona explícitamente 18 veces; y
Evangelio, 12 veces. Los análisis detectan la adopción y adaptación de
otros
textos religiosos anteriores: el Midrás
y el Talmud judíos; y apócrifos
cristianos, como el Evangelio de la
infancia, el Evangelio del
seudo-Mateo y el Protoevangelio de
Santiago. De hecho, el mismo Corán se hace eco de las acusaciones
que algunos
hacían a Mahoma de plagiar escritos antiguos que alguien le enseñaba:
«Dicen los que no
creen: ‘Esto no es sino una perversión que él se ha fabulado, y otra
gente le
ha ayudado en ella’. Cometen una opresión y una mentira. Dicen:
‘Leyendas de
los antiguos que él se hace escribir. Se las dictan por la mañana y al
atardecer’. Di: ‘El que sabe el secreto en los cielos y en la tierra lo
ha
hecho descender’» (Corán 42/25,4-6).
«Sabemos que dicen: ‘No es más que un
humano el que le enseña’. Pero la lengua de aquél al que hacen alusión
es
extranjera, y esta es una lengua árabe clara» (Corán 70/16,103). El
aludido podría
ser Abd Allah Ibn Salam, aquel rabino que se había unido a Mahoma (cfr.
nota de
Aldeeb a este versículo).
En
cuanto al contenido del mensaje mahomético, no hay en el Corán ideas
importantes
que no se hubieran expuesto antes. Sami Aldeeb estima que el 80% del
contenido
es de carácter judaizante. Son masivos los influjos y los préstamos de
textos
precedentes, tanto canónicos como apócrifos, como ya hemos mencionado.
En muchos capítulos del Corán se le
repite al predicador que su misión no es otra que recordar y advertir
el
mensaje ya conocido (Corán 37/54,17.22.32.40; 45/20,113; 64/44,58).
Esos mismos
capítulos desconocen por completo que Mahoma fuera enviado de Dios o
profeta.
La síntesis que
intenta hacer el Corán aparece malograda, puesto que el libro se
presenta
abigarrado, ya sea en el orden de las suras, en la lógica de los
relatos, en
las contradicciones entre aleyas, en constantes incoherencias y
oscuridades.
La función práctica
estratégica del Corán no es otra que la de justificar la apropiación de
las
tradiciones judía y cristiana, que lleva a cabo el islam, a la vez que
las
rechaza, con el fin de investir a los musulmanes como nuevo pueblo
elegido: «Sois
la mejor nación suscitada entre los humanos» (Corán 89/3,110).
Para esa
apropiación, los autores de los textos coránicos siguieron varios
pasos. Tradujeron
al árabe distintos pasajes de la Biblia, esquematizándolos. Alteraron
el
sentido de los relatos con vistas a su asimilación árabe, y poco a poco
los fueron
islamizando. Así, acabaron por dictaminar que la Torá y el Evangelio
habían
sido falsificados, motivo por el cual debían ser recusados.
En cambio, hay muchos pasajes donde se
reconoce la existencia muy anterior de la revelación de Dios a Moisés
en el
monte Sinaí, se dice que Dios dio el libro de la Torá a Moisés, se
afirma que
el Corán árabe es solo una confirmación del libro judío.
La incoherencia,
por tanto, resulta insalvable, pues el mismo Corán insiste en que su
mensaje
estaba ya en escrituras antiguas, «en las hojas de Abrahán y de Moisés»
(Corán
8/87,18-19). Lo que ha descendido en lengua árabe clara «está en las
escrituras
de los antiguos» (Corán 47/26,196). Hasta el punto de que, en suras
anteriores
a la hégira, encontramos que el referente clave es, en todos los casos
y pese a
las apariencias y retoques, el libro de la Torá de Moisés, no el Corán
(por
entonces inexistente):
«Hicimos el Corán
fácil para el recuerdo» (Corán 37/54,17. 32. 40; repetido en 64/44,58).
«Le hicimos
descender un Corán árabe» (Corán 45/20,113).
«Este Corán (…)
es una confirmación de lo que está antes de él, y una exposición del
libro, no
hay ninguna duda» (Corán 51/10,37).
«Lo hicimos
descender en una noche bendita» (Corán 64/44,3).
«[Dios hizo
descender] antes [del Corán], el libro de Moisés, una guía y una
misericordia.
Este es un libro que confirma, en lengua árabe, para advertir…» (Corán
66/46,12).
«Hemos expuesto
en este Corán, para los humanos, toda clase de ejemplos» (69/18,54)
Esta confusión
con la palabra nos ha obligado a preguntarnos ¿a qué Corán se refiere
el Corán?
Cuando la sura 15 del Corán actual se refiere a un Corán que ya existía
entonces, diciendo «Esos son los signos del libro y de un Corán
manifiesto»
(54/15,1), no puede estar refiriéndose a sí mismo, al Corán donde tal
cosa está
escrita. Porque tal afirmación se hace en un capítulo encuadrado por
Nöldeke en
el segundo período de La Meca (años 616-618), cuando el Corán distaba
mucho de
estar compuesto como un libro. Es probable también que hubiera otro
texto de
lectura, un «corán» en árabe, utilizado en los actos de culto,
consistente en
traducciones al árabe de pasajes de la Torá hebrea.
En cuanto al
Corán actual, diferentes investigaciones encuentran que sus
características son
básicamente las de un texto traducido al árabe, adaptado a
partir de
otras lenguas, en concreto, del siroarameo: «Se trata de una
traducción,
redacción, revisión, corrección, reformulación y adaptación del texto a
las
necesidades de los receptores» (Abdel Jalil 2012: 3). Su función
consistió
inicialmente en proporcionar a los árabes seguidores de Mahoma un libro
en su
lengua, que luego aportaría la base para confeccionar un libro sagrado
propio.
La tesis de que hubo unos originales no árabes del Corán la sustentan
autores
como Günter Lüling, en Über den Ur-Qur'an (1974) y Christoph
Luxenberg,
en The Syro-Aramaic reading of the Koran (2000). Según Lüling,
alrededor
de un tercio de las suras son himnos cristianos adaptados.
Uno
de los rasgos más extraños del Corán es la
falta de indicación concreta espacial y temporal de dónde y cuándo se
produjeron los acontecimientos relatados, la falta de nombres propios
de los
supuestos protagonistas y los destinatarios contemporáneos. Ni siquiera
se
dicen los nombres de Mahoma, sus mujeres o sus compañeros:
«El
Corán es un texto que sorprende por su
ausencia total de complemento circunstancial de tiempo y lugar. La
ausencia
casi total de nombre propio complica y vuelve vana cualquier
conclusión. En
efecto, la mera evocación evanescente de figuras bíblicas esquemáticas,
especie
de prototipos desencarnados y marionetas del sistema islámico, solo
conduce a conjeturas
muy diversas, y hasta diametralmente opuestas, según los métodos y
paradigmas
postulados» (Qadr 2019: 26).
En
cuanto a los destinatarios del mensaje del
Corán, ¿es un mensaje para los árabes, o para toda la humanidad? La
respuesta
hay que buscarla en relación con la consideración de Mahoma como «sello
de los
profetas» (Corán 90/33,40), tema que se tratará en el capítulo
posterior. Hay
que averiguar si su profetismo se dirigía solo a los árabes o bien a
los
hombres en general y, en segundo lugar, dilucidar si eso implica que
sea el
último mensaje. La tradición musulmana lo interpreta como el mensaje
definitivo
de Dios a toda la humanidad. Sin embargo, esto entra en colisión con
los
pasajes coránicos donde se afirma taxativamente que va dirigido a los
árabes.
Aquí se pone de manifiesto una incoherencia más.
Es innegable que los versículos y
capítulos del Corán tuvieron que ser concebidos y redactados por un
sujeto
humano, lo mismo que las alteraciones e interpolaciones introducidas
con
posterioridad. Pero esto no exige que la autoría del libro deba ser
necesariamente de un solo autor. Los análisis realizados por los
expertos
durante más de un siglo identifican textos preislámicos, escritos de
tiempos
del profeta árabe, aportaciones de sus compañeros, inserciones
atribuibles a
ulemas y escribas de la corte califal. Simplificando todo lo posible,
las
hipótesis concernientes a la autoría se pueden reducir a tres.
A. La hipótesis no científica, sino
mitológica, dice que fue Dios el autor del libro, que fue transmitido a
Mahoma,
que lo recitó o fue dictando, y otros seguidores lo habrían memorizado
y puesto
por escrito. El proceso habría ido desde Dios al ángel Gabriel, por
medio de
este a Mahoma y, finalmente, a los amanuenses que elaboraron los
manuscritos.
B. La hipótesis de la autoría de
Mahoma, que lo compuso por sí o dictando a sus escribas y secretarios.
Según
esto, un Mahoma erudito lo escribió él mismo o con ayuda de otros.
Aquí, la
objeción es que la tradición musulmana afirma que no sabía leer, ni
escribir. Y
esto agrava el segundo problema: ¿de dónde pudo Mahoma obtener el vasto
conocimiento de las fuentes judías y cristianas, bíblicas y
extrabíblicas que se
trasluce en el Corán? Que lo ideara y compusiera él solo resulta
bastante
inverosímil.
C. La tercera es la hipótesis
histórica de un autor con una profunda formación en el judaísmo bíblico
y
rabínico, y conocedor del cristianismo, incluidos algunos textos
extracanónicos. Este autor tuvo que ser alguien muy vinculado a Mahoma,
de
quien sería maestro o consejero, y junto a quien adaptó aquella
religión a los
árabes. Tales conocimientos no podría poseerlos entonces más que un
judío bien
instruido. Probablemente se tratase de un erudito judío, o judío
nazareno, que
aleccionó a Mahoma y lo acompañó hasta el final, redactando al menos
una parte
del Corán. De él nunca se habla directamente en el Corán, como tampoco
de
Mahoma, pero su presencia tácita, página tras página, aporta una
explicación
racional a la composición del texto protocoránico. Dicho autor acaso
nos es
desconocido, pero bien pudiera ser el Waraqa Ibn Naufal de quien habla
la
tradición musulmana. O acaso, según otros, un rabino llamado Abd Allah
Ibn
Salam.
Respecto a la primera hipótesis, supone
asumir el mito de una revelación al dictado de un ángel de parte de
Dios, con
Mahoma como transmisor, o recordador, quien solo tardíamente, en la
etapa de
Medina, se atribuyó a sí mismo la categoría de «enviado» y de «profeta»
de ese
Dios. En realidad, dejando aparte su intencionalidad teológica, la
creencia en
el origen divino cumple la función de volver innecesaria la cuestión de
quién
fue el autor efectivo que compuso las suras, y da pie a la condena de
toda
búsqueda histórica del autor humano y sus fuentes. Al mismo tiempo,
serviría como
base para postular la independencia de la nueva religión, y para
descartar
finalmente los libros sagrados judíos y cristianos.
Al margen, cabe preguntar si es el
Corán un libro digno de Dios. Dado que se supone que es Dios el autor y
el
sujeto que habla en todos los capítulos coránicos, ¿no parece
totalmente
inapropiado poner en boca de la divinidad sonoros juramentos, y en su
comportamiento, toda clase de arbitrariedades, incoherencias, crueles
venganzas
y mezquindades?
En cuanto a la segunda hipótesis, que
sería Mahoma el autor, el Corán ni siquiera menciona su nombre. La
mayor parte
de las suras anteriores a la hégira presentan al predicador como un
hombre ordinario
que repite el mensaje, si bien es verdad que no le falta carisma
personal para
predicar, recordar y advertir. Al menos durante el primer período de La
Meca
(610-615), y hasta después de la hégira, nadie lo consideraba como
enviado de
Dios, o como profeta, ni siquiera él mismo: «Recuerda, pues, tú eres
solo un recordador.
Tú no eres un dominador sobre ellos» (Corán 68/88,21-22).
La tercera hipótesis, que sugiere un autor
erudito y muy versado, queda abierta a variantes que contemplen una
pluralidad
de autores, que habrían intervenido a lo largo del tiempo. Lo esencial
aquí estriba
en la afirmación de que el Corán es obra humana. En efecto, vemos cómo,
en
muchos versículos, habla la voz de un sujeto innominado, que se dirige
con
frecuencia a Mahoma y a otros destinatarios, incluido el propio Dios.
¿Quién es
ese sujeto? Parece claro que no es Dios, ni en forma simbólica, ni
gramaticalmente, porque hay muchísimos casos en los que se refiere a
Dios en
tercera persona. Una explicación verosímil sería que ese personaje
fuera el
mismo que redactó buena parte de los materiales del Corán, a lo largo
de una
veintena de años.
Por
otra parte, sería necesario clarificar
también la idea de «revelación». Es necesario cuestionar la concepción
islámica
que la entiende como un dictado textual, literal, cosificado. Ni la
religión cristiana,
ni la judía, conciben que haya revelación en ese sentido. La autoría de
los
libros bíblicos se atribuye siempre a personajes humanos. Y su carácter
revelado solo significa que fueron de alguna manera inspirados por
Dios. Esta
pretensión más modesta, por lo demás, no sería incompatible con la
pluralidad
de autores del Corán que nos descubre la investigación.
La
suposición de un autor único del Corán, ya sea
divino o humano, no se puede argumentar a partir de la demostración de
que cada
capítulo está dotado de coherencia interna, subyacente en su estructura
retórica, tal como se esfuerza trabajosamente en hacernos ver Michel
Cuypers
(2011). Podemos conceder que los escribas califales hicieron un arduo
trabajo
sobre el texto, aunque solo hasta cierto punto. Porque las
incoherencias están
ahí y saltan a la vista. Basta un poco de atención para notar que hay
fuertes
contrastes entre un estilo más piadoso y hasta santurrón, frente a otro
harto
intolerante, combativo y agresivo; hay cantidad de aleyas que afirman
lo
contrario que otras; hay incongruencias insuperables. Todo esto denota
diferentes plumas y orientaciones. Jean-Jacques Walter, mediante el
análisis
codicológico del texto coránico, ha identificado huellas de no menos de
treinta
autores, y posiblemente hasta cien, que habrían intervenido en la
escritura del
Corán (cfr. Walter 2014).
Hay un estudio
sistemático de los errores lingüísticos detectables en el texto
coránico, Introduction
aux erreurs linguistiques dans le Coran, publicado por el
coranólogo Sami
Aldeeb (2021a), donde demuestra fehacientemente cómo, desde el punto de
vista
de la lengua árabe, abundan las faltas en el texto del Corán. En la
primera
parte de la obra, analiza los diversos tipos de errores existentes en
el texto
coránico. Y en la segunda, presenta a dos columnas el texto árabe en
orden cronológico
y, al lado de cada versículo, las incorrecciones gramaticales y
lingüísticas
observadas. El autor las clasifica en once categorías:
1. Las ambigüedades a nivel de palabra
y de frase.
2. Las faltas de ortografía.
3. Las variantes de lectura y los
errores de transcripción de los copistas.
4. El uso de palabras inapropiadas.
5. La permutación defectuosa de los
elementos del discurso.
6. Los errores gramaticales y la
enálage.
7. Las contradicciones en el texto: en
el plano de las normas y en el plano del relato.
8. La repetición, la dispersión y la
redundancia.
9. La dislocación de los versículos
del Corán.
10. Las lagunas en el texto coránico.
11. La ausencia de signos de puntuación.
Está disponible
una extensa divulgación de ese estudio, en una serie de artículos
publicados
por el autor en su sitio de Internet, y traducida el español como Errores
lingüísticos en el Corán, igualmente en Internet:
Según
estimaciones de Sami Aldeeb, en el texto
árabe del Corán canónico de Al-Azhar, el más difundido hoy, se
encuentran más
de 2.500 errores lingüísticos y estilísticos (Aldeeb 2016: 5). La
colocación
tardía de los acentos y los puntos diacríticos con sus oscilaciones da
lugar a
varios miles de variantes. De tal manera que la variabilidad afecta
actualmente
a 3.462 versículos del total de 6.236 de esa edición de El Cairo (cfr.
Aldeeb
2016: 10 y 13; 2021a). Aproximadamente la mitad de los versículos del
Corán
presentan dificultades o incorrecciones lingüísticas formales. Cerca
del 25%
son expresiones ambiguas, oscuras o ininteligibles. Y en torno al 15%
del texto
delata lagunas, es decir, faltan palabras en la frase.
En resumen, habría trescientos errores
con respecto a la gramática árabe. Unos mil setecientos errores
estilísticos e
incorrecciones de los tipos señalados. A la vista de esto, continuar
afirmando
la perfección de «el Corán que el Señor del universo ha hecho descender
en una
lengua árabe muy clara» (Corán 47/26,192-195) parece un aserto poco
fundado.
Corán 45/20,85-88 y 95-97. En la
historia de Moisés, se cuenta que un «samaritano» hizo el becerro de
oro. Pero
la Biblia narra que fue Aarón (Éxodo 32,7). Además, no podía haber un
samaritano en tiempos de Moisés, que vivió en el siglo XIII a. C.,
porque
Samaría no existió antes del 870 a. C.
Corán 45/20,120. En el relato de Adán,
el Corán menciona un solo árbol prohibido, el «árbol de la eternidad»,
que
corresponde al bíblico árbol de la vida. Pero la Biblia habla de dos
árboles
del paraíso prohibidos, el árbol del conocimiento del bien y del mal
(Génesis
3,1-7), ausente en el Corán, y el árbol de la vida, comiendo del cual
se vive
para siempre (Génesis 3,22).
Corán 45/20,121. Satán tienta a Adán,
y él y su mujer, ambos simultáneamente, comieron la fruta del árbol
prohibido;
mientras que, en la Biblia, la serpiente tentó a Eva, que comió primero
y luego
le dio a su marido (Génesis 3,1-7).
Corán 49/28,6-8 y 38; 60/40,24. El
Corán sitúa a un personaje llamado Amán junto al Faraón, en días de
Moisés
(siglo XIII a. C.). Pero, en la Biblia, ese personaje Amán aparece
ampliamente
en el libro de Ester (capítulo 3 en adelante). Amán fue consejero del
rey
Asuero de Persia, en el siglo V a. C. Evidentemente resulta un
anacronismo.
Corán 49/28,23. Cuando Moisés llegó a
los pozos de Madián, encontró allí a dos mujeres. Pero la Biblia cuenta
que
eran siete mujeres (Éxodo 2,16).
Corán 55/6,74. Al padre de Abrahán el
texto coránico lo llama Azar, en vez de Téraj (Génesis 11,26-27),
probablemente
confundiéndolo con Eliezer, que fue un criado de Abrahán (Génesis 15,2).
Corán 56/37,101-107. El Corán da a
entender que el hijo de Abrahán llevado al sacrificio es Ismael, el
hijo de
Agar (puesto que el nacimiento de Isaac se narra después). Pero, en la
Biblia,
se trata indudablemente de Isaac, el hijo de Sara (Génesis 22,1-18).
Corán 60/40,36. El Faraón ordena a
Amán que construya una torre de ladrillo para llegar a Dios. Esto
supone una
mezcolanza con la historia de la torre de Babel (Génesis 11,1-9).
Corán 67/51,13. El redactor coránico
inventa el relato sobre Abrahán en la hoguera, a partir de la palabra
Ur,
traducida incorrectamente por «fuego», cuando se trataba del nombre de
la
antigua ciudad mesopotámica de donde provenía Abrahán.
Corán 73/21,68-69. Se vuelve a
mencionar que Dios libró a Abrahán del horno caldeo, cuando la
narración
correcta debería ser: Dios lo hizo salir de Ur (Génesis 11,31).
Corán 97/2,249. Se atribuye al rey
Saúl un episodio en el que pone a prueba a los soldados prohibiéndoles
beber
agua de un río; pero en la Biblia ese relato corresponde a Gedeón, el
quinto de
los jueces (Jueces 7,4-8).
Corán 89/3,33-35. El Corán vincula a
María, la madre de Jesús, con la «familia de Amrán» (89/3,33). Habla de
la
madre de María indicando que es la «mujer de Amrán» (89/3,35), el padre
de
Aarón y Moisés. También designa a María como «hija de Amrán»
(107/66,12) y «hermana
de Aarón» (44/19,28). Casi trece siglos de anacronismo separan a una
María de
otra.
La falta de lógica afecta a la misma
explicación sobrenatural del origen
del Corán, cuando, desde el principio, los mahomistas afirman dos cosas
opuestas: una, que el Corán es la palabra de Dios hecha libro, que
descendió de
una sola vez en la noche del destino, conforme a su interpretación de
la sura
97. Otra, que el Corán descendió sobre el enviado paulatinamente, a lo
largo de
veintitrés años, en diversas circunstancias. Y es que, si analizamos
los
significados contenido en el libro, lo más chocante está, más allá de
los
errores formales y materiales, en las incongruencias, desacuerdos y
contradicciones entre las aleyas.
Una clave de
interpretación convincente puede estar, en muchos casos, en el hecho de
la
evolución y la metamorfosis que se operó con el tiempo en el Mahoma
histórico y
su mensaje. Esta evolución, sin duda, comenzó ya en La Meca, ante la
hostilidad
de las autoridades, y se aceleró tras la hégira, en Medina. La
inestabilidad política
y la ideología mesiánica potenciaron un cambio de fase, a partir de
ciertos
elementos que estaban ya dados de antemano.
El resultado es
que la evolución producida y rastreable a través del Corán, podría
afectar a aspectos
fundamentales del sistema islámico, o al menos al énfasis que se les
da. Por
ejemplo, el mensaje de Dios que llama a obedecer a sus profetas se mudó
en un
mensaje de beligerancia contra los descreídos. La devoción religiosa de
los
creyentes seguidores de Mahoma giró hacia la guerra, la victoria de las
armas y
el reparto del botín. El premio y el castigo, señalados para el día del
juicio
final y la otra vida, se anticiparon y se llevaron a efecto en esta
vida, por
mano de Mahoma, su ejército y su ley. Como Aisha comentó una vez,
parece que,
en lugar de estar Mahoma al servicio de Dios, es este quien interviene
al
servicio de Mahoma. El gran orientalista escocés William Muir dijo algo
muy parecido:
que, durante los años de La Meca, Mahoma estaba al servicio de Dios,
pero, en
los años de Medina, Dios parecía estar al servicio del profeta. En
cualquier
caso, observamos cambios radicales de actitud:
– Mahoma, que se
presentaba como mero predicador, se transformó en enviado
de Dios y en profeta
armado que manda y conquista con poder absoluto.
– Mahoma, que
empezó siendo un empleado sin fortuna, pasó a ser inmensamente rico en
Medina.
– Mahoma, que fue
monógamo con Jadiya, su primera mujer, se hizo polígamo en Medina.
– La alquibla, u
orientación en el rezo, fue primero hacia Jerusalén, y se cambió hacia
La Meca
(Corán 87/2,144 y 149-150).
– El calendario
de fiestas judío se alteró: la celebración semanal pasó del sábado al
viernes; y
el ayuno se trasladó al mes de ramadán.
– Los elogios
iniciales a los beneficios del vino fueron reemplazados por su
prohibición
(Corán 70/16,67; 87/2,219; 112/5,90).
– La libertad de
las mujeres en la vida social se acabó, con su reclusión en casa y la
imposición del velo.
– El mensaje de
paz y la misericordia de Dios se reservó en exclusiva para los
musulmanes (Corán
39/7,156).
– Las llamadas a
la paciencia se sustituyeron por llamadas al combate hasta el final
contra los que
no se someten al islam (yihad).
– La sumisión del
creyente a Dios significó cada vez más sometimiento a Mahoma y
obligación de
someter a todos los demás en nombre de Dios.
– La tolerancia
hacia otras religiones proféticas derivó hacia su persecución y
opresión, en
pos de la supremacía del islamismo.
En síntesis,
observamos una paulatina alteración de lo que empezó siendo una
comunidad nazarena
sumisa a Dios, hasta la configuración de una comunidad árabe musulmana (umma), que dio nacimiento propiamente al
islam como religión autónoma. El sesgo final, un tanto sectario, que
singulariza esta evolución iniciada por Mahoma lo determinó el éxito
que obtuvo
en promover, por medio de la espada, la expansión de aquella fe
milenarista.
Los eruditos
musulmanes y los investigadores occidentales, para dar cuenta de la
dualidad
del mensaje, buscaron distinguir en el Corán entre los capítulos de la
época mequí
y los de la época mediní, lo que explicaría la evolución de Mahoma y su
movimiento. Con todo, la evolución en ese sentido aparece muy confusa,
por la
aleatoria disposición de los capítulos en el libro, ajena a todo orden
cronológico. La consecuencia más evidente es que se tropieza con una
enorme
dificultad para percibir con claridad los cambios y, sobre todo, en qué
orden fueron
sucediendo.
Al mismo tiempo,
surge la pregunta de si realmente hay dos mensajes diferentes en el
Corán.
Incluso en el ámbito musulmán, no han faltado intelectuales que
destacaron esta
dualidad. Pero es una cuestión espinosa. Por ejemplo, el pensador
sudanés
Mahmud Muhammad Taha, defendía en sus obras una reforma liberal del
islamismo,
basándose en la idea de que el mensaje universal del Corán, el
verdadero islam,
se encuentra ya completo en las suras de La Meca, antes de la hégira,
mientras
que los capítulos de Medina, después de la hégira, tendrían solo un
carácter
coyuntural, de manera que deben prevalecer los primeros. Esta es la
tesis que
defendía en su obra El segundo mensaje
del islam (1967). Lamentablemente, esta interpretación fue la causa
de que
Taha, ya anciano, fuera condenado por el gobierno islamista de Sudán y
ahorcado,
en 1985, en Jartún (cfr. Aldeeb 2018). No es el único reformista que ha
sufrido
persecución o ha perdido la vida por sostener tesis análogas.
A pesar de todo,
la tensión entre dos fases o dos mensajes inherentes al pensamiento y
la praxis
de Mahoma, y plasmados en el Corán, no resuelve satisfactoriamente la
problemática que suscitan las afirmaciones opuestas y a veces
contradictorias
entre unos versículos y otros, incluso dentro del mismo capítulo, y
todos con
la pretensión de revelar la palabra eterna e inmutable de Dios. Hay
algunos casos
muy conocidos: un versículo alaba el vino (Corán 70/16,67), otro
previene
contra él (Corán 87/2,219) y un tercero lo prohíbe tajantemente (Corán
112/5,90); un versículo dice que Dios está en
todas
partes (Corán 87/2,115), otro justifica orar mirando a Jerusalén (Corán
87/2,115) y otra estipula «vuelve tu rostro hacia el lado del santuario
prohibido» (Corán 87/2,144), que los musulmanes interpretan como la
caaba
de La Meca, centro y sede de la divinidad. Hay un breve
estudio de Benjamin Lisan sobre las contradicciones e
incoherencias del Corán (Lisan 2018).
El caso más
flagrante de colisión entre versículos lo tenemos entre aquellos que
predican la
tolerancia y aquellos otros que pregonan la intolerancia, la violencia
y la guerra,
que mandan la yihad contra toda otra religión, hasta que la religión de
Alá
prevalezca y domine en el mundo entero.
«Ten
paciencia con lo que dicen y apártate de
ellos discretamente» (Corán 3/73,10).
«Cuando
tu Señor revela a los ángeles: ‘Yo
estoy con vosotros; fortaleced, pues, a los que han creído. Yo
infundiré el terror
en los corazones de los que han descreído. Golpeadlos por encima del
cuello, golpeadles
todos los dedos’» (Corán 88/8,12).
Los comentadores
y jurisconsultos musulmanes se percataron pronto de este atolladero de
incoherencias,
de modo que buscaron una solución mediante la llamada doctrina de
la
abrogación. Cuando dos versículos se contradicen, uno de ellos
prevalece
sobre el otro. Así, hay versículos «abrogantes»
y «abrogados». Esta doctrina ofrece un mecanismo para esquivar las
contradicciones patentes del discurso coránico. Pero, en general,
ocurre que los
versículos que hablan de tolerancia religiosa y de búsqueda de
la paz
(atribuidos a la época de La Meca) son los que resultan abrogados,
anulados y sustituidos por otros más tardíos (de la
época de Medina), que insisten en
mandatos de tipo político y bélico. La tradición muslim, además,
entiende que,
sobre todos los demás, prevalece el llamado «versículo de la
espada», por
ser la última prescripción de Mahoma recogida en el Corán. Según
autores
clásicos musulmanes, solo este versículo habría abrogado 124, o incluso
140,
versículos coránicos anteriores, más proclives a la tolerancia.
Esta doctrina del abrogante y el abrogado
puede utilizarse a veces en
sentido inverso, cuando los musulmanes se hallan en situación de
minoría o
debilidad. Entonces pueden, a ejemplo de Mahoma, promover la
tolerancia, hasta
que la situación cambie y alcancen la mayoría o poder suficiente para
optar a imponerse
por medio de la fuerza. Este comportamiento está legitimado por la
doctrina del
disimulo, o taquiya.
Parece
ser una característica recurrente del proceder
islámico, el sustentar a la vez dos ideas contradictorias y servirse de
una o
de otra según las conveniencias del momento. Esto desvela otro aspecto
de la
doctrina de la abrogación, ese sofisticado mecanismo de
racionalización, en
virtud del cual nunca se es consecuente del todo, puesto que los
versículos
abrogados nunca quedan descartados, sino que siguen formando parte del
Corán, no
dejan de considerarse revelados y uno puede echar mano de ellos en
determinada
tesitura. No es raro ver cómo son citados en cada oportunidad, de buena
o mala
fe, para engaño de desprevenidos propios y extraños.
Porque,
lamentablemente, es raro que, para un musulmán, empezar a hablar del
islam no
sea empezar a mentir. El que no sabe está engañado. El que sabe trata
de
engañar. Su lenguaje funciona como un doble lenguaje, pervertido por
sistema,
como el de los comunistas de antaño y de ahora. Lo que llaman paz,
tolerancia,
igualdad, justicia o religión no se parece en nada a lo que un europeo
entiende
normalmente.
Algunos
especialistas piensan que los versículos coránicos que sirven de apoyo
a la
abrogación (en especial 87/2,106) son una interpolación muy conveniente
para
los califas que culminaron la construcción del islam. Pues tanta
variabilidad
en la norma colisiona frontalmente con el dogma de la intangibilidad de
la
palabra divina y el principio de que la Ley debe cumplirse íntegramente.
Otra forma de
concebir la abrogación tiene que ver con la posición asumida por el
Corán
(abrogante) con respecto a la Biblia hebrea y el Evangelio (abrogados),
tachados de falseamiento y proscritos. También la podemos vislumbrar en
relación con las fiestas judías, o la orientación para el rezo, que
fueron
abandonadas. Y en general, afectaría a todo lo dispuesto por el Corán a
propósito de los judíos y los cristianos, hacia los cuales la actitud
final de
Mahoma se mostró cada vez más hostil.
En el fondo, el
invento de la doctrina de la abrogación implica una forma astuta de
asumir que
había habido evolución y mutaciones en Mahoma y en el protoislam,
aunque esto no
sea conforme con el dogma de la inmutabilidad del Corán, exigida por su
autoría
divina. El hecho es, sin embargo, que la mutabilidad resulta patente en
los
preceptos coránicos, y los cambios de criterio no son raros en sus
páginas.
Algo muy humano, incontestablemente.
Conclusiones del estudio
sobre el
Corán
Carece tanto de
veracidad histórica como de sentido teológico decir que el Corán sea un
libro
eterno o una revelación literal de la palabra de Dios. Porque conocemos
su
procedencia. La investigación ha reconstruido el probable proceso de su
composición,
ha analizado los estratos superpuestos que subyacen en su contenido y
ha
identificado la huella de una pluralidad de autores.
El
Corán conocido es el resultado de las mutaciones,
alteraciones y agregaciones efectuadas por orden de los califas, tanto
por los «bien
guiados», como por los omeyas y los abasíes.
Tras
los análisis, la pretendida perfección
del Corán (que mostraría su naturaleza sobrenatural), ha quedado
pulverizada. En
consecuencia, los fundamentos divinos del islam no poseen más que un
carácter
mítico. Incluso la historicidad de su atribución a Mahoma está en
entredicho.
Lo lógico sería que el edificio creado por la tradición se desplome,
tarde o
temprano, aunque aún se mantenga en pie por obra y gracia de la inercia
humana
y por un ciego apego a la tradición.
No
hay Corán originario al que se pueda volver,
o que se pueda restituir, porque, ya en su origen, se formó mediante
una
agregación de textos heteróclitos, sin orden lógico ni cronológico,
entre los
que se incluyeron diversos materiales, probablemente utilizados para el
culto y
la predicación, junto con breves relatos de acontecimientos alusivos a
Mahoma y
sus primeros seguidores árabes, así como sumarios inconexos de
preceptos
jurídicos. A lo contrahecho de su composición inicial hay que sumar las
alteraciones ulteriores, patrocinadas por califas, tanto omeyas como
abasíes.
Hubo
una evolución del protoislam y el
proto-Corán que, poco a poco, transformó el mesianismo escatológico de
Mahoma
en una teología califal legitimadora del despotismo oriental
(cfr.
Wittfogel 1957) típico de las sociedades musulmanas a lo largo de la
historia.
Desde
el punto de vista de los efectos
prácticos, la divinización del Corán se ha mostrado nociva para el
desarrollo
del conocimiento y de la actitud ética. Al pretender ser absolutamente
incuestionable, prohíbe a los musulmanes aplicar al texto cualquier
clase de
argumentación racional o análisis crítico. También destruye la ética,
no solo
por negar la libertad humana mediante la imposición de normas
heterónomas, sino
más aún por convalidar la venganza, la mentira, la traición, el expolio
de
botín y el asesinato, con tal de que se haga en la senda de Alá, esto
es, creyendo
que perseguir a los infieles para someterlos es una obra de religión.
Es como
si Alá fuese el nombre o personificación de un proyecto de dominación
irrestricta, teocrático e imperial, por el que la umma
musulmana está llamada a combatir.
Habiendo
dimanado de las escrituras
anteriores, de la Torá y el Evangelio, el Corán extrajo de ellos, a
través de
la interpretación judeonazarena, un mesianismo milenarista
radicalizado, que movilizó
los espíritus sarracenos:
«Es
un texto escatológico que se inscribe en
un contexto de espera del fin del mundo, que no se comprende más que en
un
ambiente de masacre y de guerra de naciones contra naciones. Es un
texto que
sigue paso a paso a los profetas bíblicos, buscando cumplirlos,
identificando
por turnos al héroe principal con figuras bíblicas: Moisés, Abrahán,
Jesús,
Judas Macabeo, Daniel. Un texto violento que hace de la reconstrucción
de la
Casa un fin absoluto que justifica todos los medios» (Qadr 2019: 365).
Si
es un hecho probado que hubo tantas mutaciones
textuales y semánticas, si es cierto que hubo una deriva belicista y
política ya
en tiempos de Mahoma, quienes deseen salvar el mensaje religioso del
islam
tendrán que reconocer que en el Corán hay numerosas aleyas que deben
ser
corregidas o eliminadas. Porque no puede olvidarse que el Corán es un
libro de
creencias religiosas, pero también es un manual de guerra, un código
civil y un
código penal, y que sus seguidores pretenden dogmáticamente que está
sustraído
a todo cuestionamiento humano.
La
realidad del Corán se halla muy lejos de
esa visión cristianesca, concordista y mendaz del islamismo que suelen
tener
los clérigos y los laicistas de nuestro entorno.
Las
conclusiones caen por el peso de los datos
y los argumentos que proporcionan los análisis. No cabe duda de que el
Corán
consiguió armar un sistema religioso-político sólido, que ha
funcionado
con eficacia históricamente, y que desarrolló una inmunología
ideológica
potente, respaldada siempre por un aparato de represión política. A
estas
alturas, contamos ya con los elementos para hacer una recapitulación
sintética
en los siguientes puntos:
1.
El Corán es un libro de 114 suras
yuxtapuestas sin orden ni concierto, una obra enrevesada en la que
intervinieron decenas de escribas. Por más que pretenda ser palabra
divina, sus
versículos ponen de manifiesto un discurso humano, con muy numerosas
incoherencias y no pocas contradicciones.
2.
La legitimación del libro como
increado pertenece al orden mítico, y la prueba milagrosa de su
carácter
divino, que sería la perfección del texto árabe, inalterable e
inimitable, se
demuestra como una afirmación dogmática rigurosamente gratuita.
3.
Es un libro de autoría humana, no descendido
del cielo, ni dictado por un ángel, sino obra de decenas de escribas,
teólogos
y juristas a lo largo de muchísimos años.
4.
La lengua árabe en que está escrito
el libro se muestra como una lengua tosca, plagada de incorrecciones,
errores
gramaticales y vocablos ininteligibles.
5.
Los escritos originales, en vida de Mahoma,
no pasarían de ser una colección de hojas utilizadas en la liturgia y
para el
adoctrinamiento, de signo sectario, mesianista y escatológico. Y esos
escritos,
que no podemos discernir, tampoco serían perfectos, ni permanecieron
inalterados.
6.
El texto usado por el primer islam
ya constituido no correspondía a lo predicado por Mahoma y
supuestamente memorizado
por sus seguidores, dado que había sido expurgado según el interés de
los
primeros califas: el libro se formó mediante una selección de
materiales, que
conllevó la destrucción de todos los anteriores.
7.
El texto canónico actual no solo se
aleja de los escritos producidos en vida del profeta, sino que tampoco
cabe
identificarlo con el editado por Utmán (hacia 650). Más bien estaría
emparentado con la versión promovida por Abd Al-Malik (hacia 690). Y
terminó de
fijarse en el siglo X (hacia 930), tras haber sido objeto de
rectificaciones por
el cálamo de los teólogos califales que perfilaron su literalidad y su
significación.
8.
El contenido del libro se alimenta de fuentes
heterogéneas, de modo que produce una aleación de creencias, ritos y
normas de
comportamiento práctico procedentes del judaísmo, el cristianismo, el
zoroastrismo y el paganismo.
9.
El mensaje del libro va dirigido
propiamente a los árabes y solo en época imperial se intentó redirigir
a toda
la humanidad. Pero esta apertura universal resulta imposible, porque la
ideología
teocrática que contiene, una especie de mesianismo totalitario,
impide
integrar la diversidad humana. Proscribe el pensamiento racional y la
libertad
religiosa, discrimina a las mujeres y a los no musulmanes, ataca a las
demás
religiones y culturas, y hasta llega a proponer su destrucción. No es
compatible con el respeto a los derechos humanos y las libertades
civiles.
10.
Las flagrantes contradicciones entre
unas aleyas y otras plantearon un problema que los teólogos y
juristas
muslimes intentaron resolver mediante la doctrina de la abrogación.
No
obstante, los versículos supuestamente abrogados continúan formando
parte del
Corán, y se prestan con frecuencia a un uso engañoso, según las
conveniencias,
sobre todo de cara a los no musulmanes.
En suma, como dice
Sami Aldeeb en la advertencia preliminar a su traducción francesa del
Corán, no
sería honrado, ni moral ni intelectualmente, ocultar la realidad de lo
que a
fin de cuentas nos vamos a encontrar, siempre que no sucumbamos al
engaño:
«Como
los demás libros sagrados, el Corán
comporta directamente, o indirectamente a través de la zuna de Mahoma
que los
musulmanes deben seguir, normas contrarias a los derechos del hombre
reconocidos
hoy en los documentos internacionales. Por eso, invitamos a los
lectores a
leerlo con espíritu crítico y situarlo en su contexto histórico, a
saber, el
siglo VII. Entre las normas que violan los derechos del hombre, que
inspiran
las leyes de los países árabes y musulmanes, y que los movimientos
islamistas
querrían aplicar, en todo o en parte, señalamos estas a título de
ejemplo:
– La desigualdad
entre los hombres y las mujeres en el matrimonio, el divorcio, la
herencia, el
testimonio, las sanciones y el empleo, el matrimonio de niñas
impúberes, y la
circuncisión masculina y femenina practicada en niños.
– La desigualdad
entre musulmanes y no musulmanes en el matrimonio, el divorcio, la
herencia, el
testimonio, los castigos y el empleo.
– El no
reconocimiento de la libertad religiosa, en particular la libertad para
cambiar
de religión.
– La exhortación
a combatir a los no musulmanes, a ocupar sus países, a imponer a los no
musulmanes el pago de un tributo (la yizia)
y a matar a quienes no sigan una religión monoteísta.
– La esclavitud,
la captura de los enemigos y la apropiación de sus mujeres.
– Los castigos
crueles como la condena a muerte del apóstata (quien abandona el
islam), la
lapidación de la adúltera, la amputación de manos del ladrón, la
crucifixión,
la flagelación y la ley del talión (ojo por ojo, diente por diente).
– La destrucción
de las estatuas, las pinturas y los instrumentos de música, así como la
prohibición de las artes.
– El maltrato
hacia los animales y el exterminio de los perros de compañía» (Aldeeb
2016: 3).
A
pesar de los escollos, la apologética
islámica exalta la santidad del Corán y la vida modélica del profeta,
así como
todos los preceptos sacralizados como palabras literales e intocables
de Dios. El
sistema islámico defiende el dogma de la naturaleza perfecta e increada
del
libro, y persigue a todo el que la niegue. Pero muchos ponen en duda
que el
Corán sea revelación de Dios, y, sea como fuere, como escribió Renán,
de lo único
que no cabe dudar es de que nos revela a Mahoma. En él cristalizó la
ideología
religioso-política, mesiánica y milenarista, que había impulsado
aquella
coalición de los árabes, invasores y conquistadores de Siria,
Palestina, Persia
y Egipto. A partir de ahí, sufrió una deriva, imprevista por sus
primeros
autores, hasta transformarse en fundamento de la teología del imperio
califal,
que lo entronizó como libro de recitación y manual de adoctrinamiento
masivo
para la nueva religión.
En
cuanto a la afirmación del carácter
revelado del libro, eso es y será siempre una afirmación gratuita, que,
en el
fondo, depende de un pronunciamiento de la razón a ciegas, que pide una
adhesión irracional. Pero lo que se afirma gratuitamente se puede negar
de la
misma manera. Y si, por convención, admitiéramos llamar revelados a los
textos
sagrados de las distintas tradiciones religiosas, todavía habría que
juzgar el
valor de cada una de ellas según su coherencia racional y según sus
consecuencias prácticas, mejores o peores, en el funcionamiento de la
sociedad
y la vida de las personas.
El
texto árabe de las suras del Corán entraña una gran dificultad de
intelección.
Y, por ende, de traducción. En la tradición mahometana, se cuenta que
los
mismos compañeros de Mahoma no entendían algunas palabras. Había
pasajes
oscuros y otros ambiguos o contradictorios.
Examinemos, por
ejemplo, el capítulo 97 (Corán 25/97,1-5), que los musulmanes
interpretan como relato de la primera revelación del Corán a Mahoma. Si
consultamos las distintas traducciones, nos sorprenderá la enorme
disparidad.
En la traducción
del Corán hecha por el austriaco converso Muhammad Asad (1980), que es
la
versión adoptada por la Junta Islámica española (2001), observamos la
interpretación tópica de que lo que desciende es la palabra divina en
forma de
libro:
«Ciertamente,
hemos hecho descender esta [escritura divina] en la Noche del Destino.
¿Y qué puede
hacerte concebir lo que es esa Noche del Destino?
La Noche del
Destino es mejor que mil meses:
los ángeles
descienden en ella en huestes, portando la inspiración divina con la
venia
de su
Sustentador; contra todo lo [malo] que pueda ocurrir
da indemnidad,
hasta que despunta el alba».
Es habitual que
las traducciones incluyan glosas o aclaraciones, mediante las cuales
proyectan
sobre el texto la propia ideología, como vemos en la edición bilingüe
comentada
de Mohammed Bahige Mulla Huech (2013), publicada en España:
«Ciertamente,
hemos (comenzado) a revelar el Corán en la Noche Más Digna.
Pero ¿quién es
capaz de evaluar el valor trascendental de la Noche Más Digna?
(La remuneración
de un bien hecho en) la Noche Más Digna vale más que (su equivalente
llevado a
cabo a lo largo) de mil meses.
Esta Noche, el
arcángel (Gabriel), junto con otros ángeles, descienden –previo permiso
del
Señor– a la Tierra con todos los Decretos divinos (para el año
siguiente).
Es una Noche de
paz (para todo creyente, porque las bendiciones de Dios) rigen su curso
hasta
el rayar del alba.»
Hay traducciones
más fieles a la literalidad del texto árabe, como la de los Progressive
Muslims
(2006), o la francesa de Sami Aldeeb (2016). Esta última viene a decir:
«Lo hemos hecho
descender en la noche de la predeterminación.
¿Qué sabes tú de
la noche de la predeterminación?
La noche de la
predeterminación es mejor que mil meses.
Los ángeles y el
espíritu descienden con la autorización de su Señor, para todo orden.
Es paz, hasta la
aparición del alba.»
La traducción de
Julio Cortés (1979), que es probablemente la más exacta y concisa en
lengua
española, dice así:
«Lo hemos
revelado en la noche del Destino.
Y ¿cómo sabrás
qué es la noche del Destino?
La noche del Destino
vale más de mil meses.
Los ángeles y el
Espíritu descienden en ella,
con permiso de su
Señor, para fijarlo todo.
¡Es una noche de
paz, hasta el rayar del alba!»
La
indeterminación de la traducción parece insuperable. ¿Noche del
destino, del
decreto, de la dignidad, del poder, de la determinación, de la
predestinación?
Si aplicamos los criterios que nos proporcionan las indagaciones de
Günter
Lüling (1974) y Christoph Luxenberg (2000), que tienen en cuenta el
trasfondo
cristiano y arameo de muchos materiales coránicos, entonces, la sura
procedería
originalmente de un himno referido a Jesús, propio de la
vigilia de
Navidad. Y, sin entrar en detalles, podría resultar una traducción
similar a la
siguiente:
«Lo hemos hecho
descender en la noche de la tiniebla.
¿Qué sabes de la
noche de la tiniebla?
La noche de la
tiniebla es mejor que mil noches de luna.
Los ángeles y el
espíritu descienden en ella
con el poder de
su Señor.
Todo el orbe es
paz, hasta que alumbra el alba.»
En esta
composición, según Leila Qadr (2019: 5), quizá resuenan ecos de los
escritos de
san Efrén, muy difundidos por todo el Oriente Próximo en aquellos
siglos. Pues,
en su himnario de Navidad, se lee:
«No contemos
nuestra vigilia como una vigilia ordinaria: es una fiesta cuya
recompensa
sobrepasa el ciento por uno» (Himno 21 de Navidad).
También podría
haber resonancias del tema que evoca la luz que brilla en medio de las
tinieblas, que los evangelistas, tomándola del profeta Isaías (9,1),
utilizaron
como metáfora del nacimiento de Jesús:
«El pueblo que
habitaba en tinieblas vio una gran luz» (Mateo 4,16).
«Por las entrañas
de misericordia de nuestro Dios, nos visitará una Luz de la altura,
para
iluminar a los que habitan en tinieblas y sombras de muerte, para guiar
nuestros pasos por el camino de la paz» (Lucas 1,78-79).
«La luz brilla en
la tiniebla» (Juan 1,5).
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