12. Dios en la teología
coránica
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Al abordar un tema tan intangible como el que
es objeto de la
teología, nunca debemos olvidar que un enfoque histórico-crítico y la
aspiración científica del estudio se centra en unos textos, que están
ahí, a
los que se aplican métodos de análisis textual, filológico, semiótico,
etc. En
consecuencia, no pensemos en ningún momento que estamos hablando de
Dios como
una realidad en sí, a la que podemos conocer directamente, aunque sea a
través
de la óptica adoptada por los diferentes puntos de vista, islámico,
judío, o
cristiano. No. Solamente contamos con esos puntos de vista. Dios no es,
ni
puede ser, un referente empírico con el que contrastar lo adecuado o
inadecuado
de una descripción, una creencia o una metáfora. A nuestro alcance,
tenemos únicamente
relatos e imágenes descritas en los textos correspondientes: textos
procedentes
siempre de contextos históricos, humanos, sobre los que retroactúan y
producen
indudables efectos, en virtud de la acción de sus seguidores.
El
investigador no es necesariamente un actor.
Como el que estudia literatura tiene por qué ser escritor. El que se
dedica a
la historia del arte no tiene por qué ser artista. Sin embargo, a
veces hay
gente tan confundida que cree que quien analiza la religión está
haciendo
proselitismo.
La mayoría de los sistemas religiosos
presentan sus textos sagrados como fruto de una revelación divina. Pero
no
existe una única manera de explicar qué sea eso de la «revelación». Es
preciso
aclararlo, porque el modo de entender el concepto de revelación divina
será
determinante a la hora de considerar qué significado damos a las
mediaciones en
que se afirma que está plasmada tal revelación, ya sean textos,
personas,
objetos o acontecimientos.
Conforme a la dogmática del islam, los
musulmanes creen que el
libro del Corán constituye literalmente la palabra de Dios descendida a
Mahoma,
es decir, que Dios es el autor del libro y que él lo ha «revelado» al
profeta árabe.
Los musulmanes creen, pues, que Dios habla en lengua árabe. Pretenden
que las
aleyas no serían palabras humanas e históricas, sino divinas y eternas.
El
divino texto coránico habría sido transmitido de parte de Dios,
revelado
mediante un dictado literal efectuado por un ángel en distintas
ocasiones, a lo
largo de unos veinte años. El ángel y el profeta son meros
transmisores. Desde
que el califa Al-Mutawakkil (hacia 859) declaró el dogma del Corán
increado,
pocos han cuestionado esta creencia.
En el propio Corán, la idea no está tan
clara. A la luz de una
lectura atenta del libro, no podemos deducir que sea una obra que tiene
por
autor a Dios, como si fuera un discurso que sale de él en cuanto sujeto
hablante. La pretensión de que sea Dios el sujeto de toda la narración
del
Corán es algo que se ve cuestionado internamente en muchos de sus
versículos.
Por ejemplo, cuando, más que hablar Dios en primera persona, se habla
sobre
Dios en tercera persona. Los pronombres personales que se utilizan para
Dios,
según los casos, son «yo», «nosotros» o «él» con escasa coherencia.
Esto era
tan evidente para los comentadores musulmanes que, muy temprano,
obviaron la
dificultad anteponiendo a muchos versículos el imperativo «Di» (añadido
a
principios del siglo IX, en 300 casos). Con ello, lo dicho por Mahoma
se ponía
indirectamente en boca de Dios (cfr. Corán, sura 72). A pesar de todo,
este
recurso no remedió todos los casos: sigue habiendo muchos pasajes en
los que,
formalmente, se habla acerca de Dios en tercera persona, y no es Dios
quien
habla, o bien se identifican locuciones de varios hablantes. En
general, ni
siquiera se sabe con certeza cuándo es Mahoma el interlocutor. Otro
ejemplo: la
sura 59 es un discurso que menciona reiteradamente a Dios, y que
resultaría
absurdo entenderlo como pronunciado por él.
Por otro lado, según los biblistas, los
relatos bíblicos de
intervenciones divinas, milagros y apocalipsis no se deben entender al
pie de
la letra, sino metafóricamente. Pues constituyen un género literario
específico,
que implica una interpretación humana y una redacción con palabras
humanas. Así
lo reconoce unánimemente la exégesis moderna y la teología ilustrada.
En cuanto a los evangelios, por contraste, no
comportan la
pretensión de ser palabra divina, sino que siempre se han atribuido a
un autor
humano. En las pocas ocasiones en que el relato hace intervenir una
«voz» del
cielo, por ejemplo, diciendo «Este es mi hijo, escuchadlo», no cabe
duda de que
el enunciado posee un sentido simbólico, no literal, y está expresado
con un
lenguaje mítico. Los autores de los textos evangélicos son personas
humanas, a
las que se da el nombre de Marcos, Mateo, Lucas, etc. Por mucho que la
iglesia
los considere inspirados por Dios de alguna manera, el concepto está
muy lejos
de la noción islámica de «revelación» literal.
En todo caso, sea cual sea el modo de apelar
a Dios al hablar de
revelación, habrá que tener en cuenta que tal consideración es siempre
y
necesariamente el postulado de una comunidad creyente. Lo cual implica
tanto el
determinar qué contenido se tiene por «revelado», como optar, de forma
tácita o
expresa, por un significado del vocablo «revelación». Los motivos que
conducen
a estas convicciones, tanto antaño como hoy, por su propia naturaleza,
nunca pueden
aportar una demostración apodíctica. El historiador podrá constatar el
hecho de
que se habla de revelación, pero no podrá contrastar históricamente
ninguno de
sus contenidos.
Cuando el Corán menciona a «Dios» o la
«voluntad de Dios», nunca
cabe esperar evidencia alguna de su procedencia divina. Los preceptos
coránicos, la Ley islámica, la yihad o el velo femenino son realidades
sociales, pero decir que son lo que Dios manda no pasa de ser una
postulación
indemostrable, una verdad de índole subjetiva que se admite sin
pruebas, una
afirmación gratuita que cualquiera puede rechazar sin necesidad de
esgrimir un
solo argumento en contra. Esto no quiere decir que los humanos no
estemos
constantemente arguyendo sobre la base de ese tipo de mitos y
postulados
últimos; lo que importa es caer en la cuenta de que no se trata de un
discurso demostrable,
ni científico.
Por consiguiente, desde el punto de vista del
análisis, la
pretensión de que un texto sea revelado constituye un dato irrelevante.
No digo
que no se le deba dar importancia, sino que, para el estudio, carece
absolutamente de significación. Pertenece al ámbito de la fe o la
teología, no
al de las ciencias del hombre. Para estas, solo hay dichos humanos
sobre Dios,
ideas humanas, significados míticos o metáforas, recogidos a veces en
libros
que los adeptos consideran sagrados.
¿De qué hablamos, cuando hablamos de Dios?
Hablamos de ideas
acerca de Dios, codificadas en lenguajes culturales de signos. Nos
referimos a
signos de distinto tipo, narrativos, litúrgicos y axiológicos, que
confieren
sentido a la vida de una comunidad, en coherencia con unos postulados
sagrados
últimos, que suelen ser categorizados como divinos.
Es evidente que la creencia monoteísta en la
unidad y unicidad de
Dios la adopta Mahoma de la tradición hebrea. Esto lo confirma el
Corán, con
las referencias que hace al libro de Moisés y a numerosos personajes y
profetas
bíblicos, así como con las incontables alusiones y adaptaciones de
pasajes de
la literatura judía y cristiana.
No existe ningún libro sagrado árabe
anterior, que pudiera ser una
fuente independiente. Las referencias alusivas a la «religión de
Abrahán»
(Corán 92/4,125), en cuanto postulación de una religión anterior, son
tardías y
no pasan de ser fantasiosas, un vano intento de crear una genealogía
alternativa, que no derivara del judaísmo.
Pero tomemos como punto de partida el texto
del Corán tal como
está. Al realizar búsquedas en el Corán, encontramos algunos datos
significativos sobre el lugar que ocupa la mención de Dios, y la
caracterización con la que es descrito el Dios islámico. Los siguientes
términos o expresiones aparecen:
– «Dios»: 3.100 veces.
– «Señor»: 1.000 veces.
– «Padre» referido a Dios: nunca (en
el Nuevo testamento,
266 veces).
– «No hay más dios que Dios»: 34 veces.
La mención de la divinidad resulta, en el
Corán, absolutamente
abrumadora, obsesiva, casi desesperada, en vista de esa necesidad
compulsiva de
nombrarlo sin cesar. Por ejemplo, solo en el capítulo 3, de doscientos
versículos, la palabra «dios» aparece 211 veces. Ahora bien, ¿qué idea
se hacen
de Dios los que predican sobre él, o los que oyen la predicación? El
contexto
era la realidad geopolítica de la primera mitad del siglo VII, una
región por
la que pululaban iglesias, sectas, monasterios y sinagogas. Eran
conocidas las
escrituras judías y cristianas, la Biblia, los evangelios, el Talmud,
libros
extracanónicos, homilías e himnos siríacos. Y los que redactaron el
Corán
dejaron constancia de ello. No obstante, aquí nos interesa el resultado
del
sincretismo islámico, compendiado en el Corán (89/3,64). Dar cuenta al
detalle
de su concepción de Dios requeriría desmenuzar el libro entero, cosa
harto desmedida.
Por tanto, me limitaré a filtrar una serie de atributos sobresalientes
y
actuaciones sintomáticas, que puedan desvelarnos los rasgos de carácter
del
Dios coránico, siempre a sabiendas de que solo se trata de una
aproximación.
Hay un sucinto estudio de Asma Hilali acerca
de la imagen de Dios,
un tema, según ella, vinculado al principio de unicidad que funda la
teología y
el dogma islámico, que fue motivo de divergencias entre las diferentes
escuelas
teológicas en los tres primeros siglos del islam. La autora investiga
tres
aspectos fundamentales: la imagen de Dios y los modos de argumentar
sobre ella;
la dimensión política del debate teológico en torno a la imagen de
Dios; y el
uso de los textos en el acto de lectura y comprensión de la imagen de
Dios. En
todos los aspectos, entran en acción unos mecanismos de representación
que
implican una hermenéutica textual (cfr. Hilali 2012: 140).
«Creer y obedecer a Alá fundan el principio
de la unicidad en el
islam. (…) En el Corán, transmitido a partir del primer siglo del islam
(632 d.
C.), se anuncia claramente que el Corán va a trastornar literalmente
las
creencias de los entornos religiosos preexistentes. Además, se menciona
con
frecuencia que el asociacionismo (širk) es un enemigo del Dios
del islam.
Varios versículos coránicos anuncian la imposibilidad de representar a
Dios
bajo forma humana y evitan la tendencia antropomórfica. Se dice en el
Corán que
‘Nada es semejante a él’ (42,11), y que ‘Las miradas no pueden
alcanzarloç’
(6,103). Sin embargo, ciertos pasajes evocan atributos humanos
corporales»
(Hilali 2012: 141).
En efecto, hallamos que se describe la imagen
de Dios y de sus
actos en términos mundanos y netamente humanos:
«Vuestro Señor es Dios, que creó los cielos y
la tierra en seis
días. Después se sentó en el trono» (Corán 39/7,54).
«No han medido a Dios en su verdadera medida,
mientras que la
tierra entera estará en su puño y los cielos serán plegados por su mano
derecha»
(Corán 59/39,67).
«Allá donde os
volváis está
el rostro de Dios» (Corán 87/2,115).
«La gracia está
en la mano
de Dios y la da a quien quiere» (Corán 8973,73).
Por no hablar de otros rasgos demasiado
humanos, que nos muestran
un Dios movido por exaltadas emociones de alegría, ira, celos, dudas o
sed de
venganza. Es una imagen paradójica, que condujo a interpretaciones
contrapuestas de los versículos coránicos. Unos comentadores tienden a
valorar
positivamente el antropomorfismo. Otros optan por un radical
trascendentalismo
de la divinidad.
En la teología islámica, no obstante, esa
misma absoluta
trascendencia atribuida a Dios (con una función de legitimación
incuestionable) corre el riesgo de convertirse, de hecho, en su
contraria, en
una inmanencia igualmente absoluta, manifiesta en forma de
palabra
coránica y de Ley islámica, consideradas estrictamente como coeternas
con Dios
y descendidas a este mundo. Esta paradoja se consuma en la práctica,
donde
realmente la Ley ocupa el lugar de Dios, por cuanto manda como Dios y
aparece
como el único Dios alcanzable para los creyentes. En puridad, esa ley
inmutable
y procedente de fuera semeja un perfil de opresión tal que coarta la
posibilidad de fundamentar una sociedad de personas libres. Si algún
día
deciden aspirar a la libertad, los musulmanes tendrán que reconocer que
tantos
preceptos con los que creen estar obedeciendo a Dios, solo forman parte
de una
ley humana, de carácter histórico, relativo, cuestionable, perfectible.
Cuando examinamos los capítulos del Corán,
descubrimos numerosos atributos,
epítetos o calificativos concernientes a cómo se entiende que es Dios.
A
continuación, vamos a recopilar una apretada estadística, en la que se
pone
entre paréntesis el número de veces de cada incidencia.
Ante todo, Dios es el creador de todo. El
sustantivo «creador»
aparece 18 veces, casi todas antes de la hégira. Pero la mención de la
creación
de «los cielos y la tierra», con variantes en la frase, se repite unas
160
veces (100 antes y 60 después de la hégira). A diferencia de la noción
bíblica
del creador que crea por amor, en el Corán la evocación es siempre para
recalcar
y extremar su soberanía como dueño absoluto. Él ha creado como muestra
de su
poder (30 veces), todo le pertenece en los cielos y la tierra (27
veces), suyo
es el reino o la soberanía de cielos y tierra (20 veces), solo él
conoce el
secreto de los cielos y la tierra (20 veces), él sustenta el orden
natural en
los cielos y la tierra (18 veces), es el amo o señor de cielos y tierra
(15
veces), lo que está en los cielos y la tierra alaba su grandeza (15
veces), en
cielos y tierra hay signos (6 veces) para los humanos, sus siervos, a
los que
pedirá cuentas el último día.
«Todos los que están en el cielo y en la
tierra van ante el
clemente como siervos» (Corán 44/19,93).
«De Dios es el reino de los cielos y de la
tierra, y lo que hay
entre ellos» (Corán 112/5,18).
El
Dios del Corán recibe una gran variedad de
atributos, mediante los cuales se describe su personalidad: Dios es
conocedor
de todo (94 veces), perdonador (59 veces), misericordioso (57), sabio
(43),
todo lo ve (40), todopoderoso (31), informado de todo (29), orgulloso
(27),
todo lo oye (24), independiente (15), fuerte en el castigo (14),
verídico en
su promesa (13), indulgente (12), laudable (10), compasivo con los que
lo
sirven (10), uno solo (10), el mejor (9), dispensador del favor a
los
creyentes (9), magnánimo (9), inmenso (8), retribuidor (8), rápido en
ajustar
cuentas (7), aliado de los creyentes (7), el fuerte (7), el grande (6),
el
altísimo (5), el persistente (5), el garante (4), el señor (4), la
verdad (4),
el vengador (4), el creador de todo (3), el mejor conspirador (3),
socorredor
(2), guardián (2), la dirección (2), la luz de cielos y tierra (1), el
enemigo
de los no creyentes (1), el firme (1), el vencedor (1).
Si discriminamos entre los períodos
antehegírico y poshegírico,
observaremos los cambios que se producen después de la hégira:
– Desaparece el calificativo «garante» de los
profetas, así como
la afirmación «su promesa es verdadera».
– Llama la atención el incremento en gran
proporción de los
siguientes calificativos: todo lo conoce (de 9 veces a 85),
misericordioso (de 4
a 53 veces), perdonador (de 7 a 52), sabio (de 2 a 41), todo lo ve (de
5 a 35),
todopoderoso (de 5 a 26), todo lo oye (de 2 a 22), informado de todo
(de 5 a 24),
orgulloso (de 4 a 23), fuerte (de 1 a 6), aliado de los creyentes (de 1
a 6) y
rápido en ajustar cuentas (de 2 a 5).
– Al mismo tiempo, se introducen nuevas
expresiones, que solo
constan en los capítulos llamados mediníes: enemigo de los no creyentes
(1),
inmenso (8), magnánimo (9), dispensador del favor a los creyentes (9),
compasivo con los que lo sirven (10), indulgente (12) y fuerte en el
castigo
(14).
En esta evolución, no se da una ruptura, pero
sí se produce una
transformación de la idea del Dios coránico, en consonancia con las
circunstancias existentes tras la hégira, es decir, con la necesidad de
incorporar
creyentes o, en palabras más claras, reclutar tropas para la yihad, sea
mediante
la seducción o el amedrentamiento, la promesa de favores o la amenaza
del
castigo.
La
descripción del ser divino concita cuantos atributos excelsos se han
acuñado
para el poder soberano imperial. Porque la
expresión «él es Dios» viene complementada explicitando que es: el
único, no
hay más dios que él, en los cielos y la tierra, el señor, el rey, el
santo, el
creador, el inventor, el formador, el subyugador (Corán 59/39,4).
Aunque él
ordena a los creyentes que obren con justicia, que juzguen con justicia
y que sean
justos (Corán 70/16,90; 112/5,8), nunca se dice que Dios es justo, ni
tampoco se
menciona la justicia de Dios.
El credo islámico está tomado básicamente
de la religión de Moisés y la tradición judía: hay un único Dios,
omnipotente,
creador del cielo y la tierra, que se ha revelado a Moisés en el monte
Sinaí. Reitera
que Dios dio a Moisés su Ley para regir a su pueblo y que, en ella,
según el
Corán, está la buena dirección. Narra que Dios interviene en la
historia de los
distintos pueblos suscitando en ellos a sus enviados, ungidos y
profetas, para
liberar y castigar. Mahoma se formó en el marco de la fe monoteísta
judía, y
transmitió sus escrituras a los árabes. Entre ellos instauró la Ley
mosaica,
adaptada, junto a una versión radical del mesianismo apocalíptico
nazareno. No
encontramos ahí ningún elemento nuevo, excepto cierto expresionismo en
la
descripción de los castigos infernales y los placeres del paraíso. El
esquema
básico es simple y, una vez que se produjo la apropiación, se
desplegaría
fractalmente a lo largo de la historia.
Pero
el punto de partida no garantiza la fidelidad
a la tradición, ni la continuidad de un mismo monoteísmo. El Dios
coránico
descrito en las suras no debe entenderse como si fuera un Dios
indiferenciado,
válido para cualquier religión. Como hemos señalado, sus rasgos de
carácter y
sus actuaciones presentan un perfil singular. El Dios islámico creó el
universo,
para ejercer un poder como amo absoluto y omnímodo, desde una
trascendencia
impasible. No se implica con su creación.
La ruptura teológica del Dios islámico
con respecto al bíblico viene marcada por dos diferencias específicas.
La
primera es que no cabe analogía alguna entre lo divino y lo humano.
Queda muy
claro cuando el Corán, al hacerse eco de la creación del hombre del
Génesis y
decir que «Él ha creado, el macho y la hembra» (Corán 9/92,3), calla y
oblitera
completamente la afirmación bíblica de que los creó «a su imagen y
semejanza»
(Génesis 1, 26-27).
La segunda diferencia estriba en que
el Dios islámico rechaza cualquier metáfora de relación familiar con la
humanidad. No admite ninguna intimidad como la expresada con la idea
poética de
un amor conyugal, al modo de Yahveh y el pueblo hebreo. Pero, sobre
todo, le
repugna cualquier implicación de paternidad con los humanos. La
teología
coránica sostiene tajantemente que no se puede considerar a Dios como
Padre. No
hay Hijo de Dios, ni hijos de Dios.
«Porque no está bien que el clemente
tome un hijo » (Corán 44/19,92).
«Los judíos y los nazarenos dijeron:
‘Nosotros
somos los hijos de Dios y sus predilectos’. Di: '¿Por qué entonces os
castiga
por vuestras faltas?' Más bien sois humanos entre los que él ha creado»
(Corán
112/5,18).
«Los judíos dijeron: ‘Esdras es hijo
de Dios’. Y los cristianos dijeron: ‘El Mesías es hijo de Dios’. (…)
Que Dios
combata contra ellos» (Corán 113/9,30).
El Dios islámico es descrito como amo que
solo reconoce esclavos
que lo teman y obedezcan. En definitiva, el Dios islámico se yergue
como el
enemigo declarado del Dios Padre cristiano, a quien teológicamente
busca
arrebatarle el trono.
Como reflexionaba
un musulmán marroquí que se hizo cristiano hace un tiempo, existe un
gran
contraste entre en la imagen de Dios del islamismo y la que ofrece el
cristianismo. En sus propias palabras:
«La base del
cristianismo es el amor de Dios. Dios ha creado al hombre a su imagen.
Quiere
ayudarlo a vencer el mal, a salvarse, porque Él lo ama de modo
indescriptible.
Por eso a los cristianos les incumbe difundir el mensaje del amor,
tanto de
palabra como por la acción, en el mundo entero. En cuanto al islam,
parte de
una idea de que un dios, llamado Alá, es el gobernador absoluto. No ha
creado a
los seres humanos más que para adorarlo. Por esta razón, deben obedecer
lo que
Él ordena y evitar lo que prohíbe, con la intención de otorgarles el
poder de
gobernar la tierra, de imponer, se quiera o no, su religión, de
combatir a las
otras religiones, a fin de evitar la sedición» (Rachid 2017).
La cercanía de Dios nunca se concibe como una
relación personal
directa, sino que es sustituida por el sometimiento al profeta, al
libro y sus
prescripciones de todo orden. No hay que dejarse confundir por una
aleya, muy
citada, que expresa la cercanía con una metáfora enormemente gráfica:
«Hemos
creado al hombre, y sabemos lo que su alma le susurra. Estamos más
cerca de él
que su vena yugular» (Corán 34/50,16). Una expresión como esta resulta,
más
bien, inquietante. Primero, no es que el hombre pueda acercarse al
creador,
sino solo al revés. Y luego, ¿qué es lo que evoca esa imagen?, ¿qué se
suele
acercar a la yugular? En la práctica cotidiana, el cuchillo del
matarife, que
la secciona. Y en el fragor de la batalla, la daga o el sable del
enemigo…
En última instancia, se impone la conclusión
de que el islam no
es una religión bíblica. Llevó a cabo un saqueo cultural de la
Biblia, para
luego rechazarla. Durante un tiempo, el mahometismo primitivo sostuvo
que solo
venía a confirmar lo que habían transmitido los profetas anteriores,
los libros
de Moisés y de Jesús, pero, posteriormente, acusó a los judíos y los
cristianos
de haber falsificado sus escrituras. Al final del recorrido, la ruptura
fue
completa y el islam no reconoce otro libro que el Corán. Al revés que
los
cristianos, que conservan como propia la Biblia hebrea.
Desde un punto de vista pragmático e
histórico, los conceptos configuran
lo que acaba siendo la realidad de las cosas. En este sentido, la
concepción
coránica de Dios codifica el programa de una civilización anclada en
una época
oscura. El nombre de Alá no es el del Dios de cualquier fe. Opera como
clave de
un proyecto de Estado teocrático, en forma de dictadura política de una
ley totalitaria,
que sacraliza la violencia y el terror contra toda oposición. Está
asociado a
un proyecto mesiánico militar, de conquista y dominación mundial
violenta. Su ethos
manda odiar al enemigo, perseguir al disidente y matar al descreído. Y
no se
puede decir que no sea lo que siempre han llevado a cabo sus más
fieles,
invocando el nombre de su Dios. Para ello, como trasunto de Alá en este
mundo,
Mahoma constituye, sin duda, un buen modelo.
El encabezamiento de las suras incluye,
aunque no pertenezca al
texto, la jaculatoria «En el nombre de Dios, el clemente, el
misericordioso». La
sura 55, se titula precisamente «El clemente» y, en su primera parte,
exalta
los beneficios de la creación que Dios ha puesto a disposición del
hombre.
Pero, en seguida, agrega que todo ello desaparecerá y solamente
persistirá el
majestuoso y temible «rostro de Dios» (Corán 97/55,26-27; también en
49/28,88).
La misericordia del Dios coránico tiene límites: es únicamente para los
que se
someten y obedecen. Esta es la razón por la que se justificará odiar a
los que
no son musulmanes. La descripción que se hace del paraíso y del
infierno,
preparados por el mismo creador, sugiere una amenaza para todos más que
una
actitud de perdón. Si comparamos, ahí se ha borrado la redención por la
cruz
del Mesías. No hay certeza alguna de salvarse para los humanos: solo
una vida
errante sobre la tierra, bajo el rostro vigilante del amo, en un
sistema de
esclavitud sin amor y sin esperanza (cfr. Qadr 2019: 311). El narrador
de la
sura, o quizá Dios, repite nada menos que treinta y una veces (en un
conjunto
de 78 versículos), de modo desafiante: «¿Cuál de los beneficios de
vuestro
Señor negaréis?» (Corán 97/55,13 etc.). Como si pretendiera tapar la
boca a cualquier
réplica por parte de los hombres o de los genios.
Dado su carácter tan polémico, sería
defendible la tesis de que
el Corán, más que una teología como tal, desarrolla lo que podemos
denominar
una teomaquia, en el sentido de una guerra sin cuartel de su
idea de
Dios contra la idea de Dios cristiana.
Más allá de lo que se dice acerca de cómo
es, en el Corán leemos cómo obra Dios: lo que dice, lo que hace, lo que
manda;
lo que dijo, hizo o mandó en otros tiempos; lo que hará en un futuro
escatológico. Aunque seguramente la diferencia entre lo que uno es y lo
que uno
hace parece más gramatical que real, vamos a examinar ahora por
separado lo que
el Corán presenta como el obrar de Dios.
La expresión «Dios hace» no cuenta con muchas
incidencias: él es
el creador y, respecto a la naturaleza, hace caer la noche y venir el
día y
salir el sol, soplar los vientos y volar las nubes, hace descender agua
del
cielo y renacer la tierra que da frutos. Con respecto a los humanos,
envía
mensajes a sus siervos, hace temer a sus creaturas, les manda una
desgracia,
hace revivir a los muertos, hace entrar en los jardines a los que
salva. Pero,
por encima de todo, lo que destaca es su soberana e irrestricta
voluntad:
concede su favor a quien él desea (Corán 94/57,29; 110/62,4). No está
sujeto a
ningún compromiso con el mundo, ni con la humanidad, ni se debe buscar
en él
una racionalidad, porque taxativamente:
«Dios hace lo que él desea» (Corán 72/14,27;
89/3,40; 103/22,18).
«Dios hace lo que él quiere» (Corán 87/2,254;
103/22,14).
Ahí, Dios es pura voluntad, por encima de
cualquier logos. Hasta
el punto de que, si lo desea, puede borrar unas aleyas reveladas (Corán
96/13,39). O podría, si quisiera, destruir al Mesías y a su madre, y a
todos
los que están en la tierra (Corán 112/5,17). Dios es perdonador, pero
nadie
tiene garantía de su perdón y de nada servirá implorar perdón:
«Dios perdona a quien él quiere y castiga a
quien él quiere» (Corán
87/2,284. Repetido en 89/3,129; 111/48,14; 112/5,18; 112/5,40).
«Que pidas perdón por ellos, o que no pidas
perdón por ellos da
igual. Aunque pidas perdón por ellos setenta veces, Dios no los
perdonará jamás»
(Corán 113/9,80; también 104/63,6; 113/9,84).
Desde el punto de vista islámico, se supone
que es voluntad de
Dios todo lo que el libro del Corán recopila. Pero la expresión «Dios
quiere»,
referida a algo concreto, no se prodiga mucho en las páginas del Corán.
La
primera aparición es para afirmar que a quien quiere dirigir le abre la
mente y
a quien quiere extraviar se la cierra (Corán 55/6,125). Las restantes
pertenecen al período posterior a la hégira. Dios quiere ponérselo
fácil a sus
servidores (Corán 60/40,31; 87/2,185). Les impone las antiguas leyes de
los
judíos. Y su voluntad es incondicional e inapelable.
«Dios quiere manifestaros e indicaros las
leyes de los de antes de
vosotros, y volver a vosotros» (Corán 92/4,26).
«Cuando Dios quiere el mal para unas gentes,
nada puede detenerlo.
No tienen, fuera de él, ningún aliado» (Corán 96/13,11).
«Cuando Dios quiere probar a alguien, tú no
podrás hacer nada por
él contra Dios» (Corán 112/5,41).
«Sabe que Dios quiere afligirlos por una
parte de sus faltas.
Muchos humanos son perversos» (Corán 112/5,49).
«Dios quiere castigarlos con eso y que sus
almas perezcan siendo
no creyentes» (Corán 113/9,55; lo mismo en 113/9,85).
En términos muy generales, la voluntad
soberana de Dios encuentra
su cauce a través de todo el sistema de mandatos de su Ley. A partir de
ahí,
sin que su arbitrio absoluto quede comprometido, la función divina por
antonomasia estriba en juzgar y retribuir mediante premios y castigos.
En el
texto, cuantitativamente, la balanza se inclina hacia el castigo:
– Se dice que Dios premia con el «paraíso»
(139 veces), con la
victoria y con el «botín» (10 veces, todas poshegíricas).
– Se dice que Dios «castiga» (415 veces). De
ellas, con un «castigo
doloroso» (62 veces); con un «castigo terrible» (12 veces); con el
«infierno» o
la gehena (121 veces); con el «fuego» (182 veces, de las que 26
concreta el «fuego
de la gehena»).
Sin entrar en el tema, dejamos constancia
solamente de que, en el
orden social coránico, el castigo se anticipa y se traduce en un
durísimo
régimen de penas corporales. Pero, prosigamos nuestras búsquedas a
través del
texto coránico con mayor detenimiento, a fin de continuar desvelando
los rasgos
de carácter del Dios islámico.
El
Dios de Mahoma, Alá, parece resultar de una
combinación del mesianismo de Yahveh, el dualismo de Ahúra Mazda y la
sed de
sangre de Moloc. Como las teologías apocalípticas zelotas y las futuras
teologías de la revolución, exige sacrificios humanos para acabar con
toda
disidencia. Lamentablemente, siempre media un
abismo
insalvable entre lo que los insurrectos creen que hacen y lo
que hacen
en realidad.
El sistema islámico, nacido en medio de
guerras violentas, fue
instaurando un orden social sacralizado, que se expandió y sobrevivió
generando
violencia permanente. Los capítulos poshegíricos, con sus disposiciones
respecto a la organización social, política, económica y religiosa,
establecieron la trama básica sobre la que, más adelante, se
desarrollaría el
derecho islámico. Su fundamento, según la mentalidad islámica, reside
no en
unos principios jurídicos, sino única y exclusivamente en la voluntad
divina
revelada y codificada.
Es imposible concebir un orden social y legal
diferente, una vez
que se ha creído que está basado en la Ley dada por Dios, lo que
implica que ya
es y solo puede ser perfecta e inobjetable. En este contexto, ¿quién
pedirá
cuentas a Dios? Sería una blasfemia.
Encontramos un
rasgo extraño
de la
imagen coránica de Dios en el hecho de que, al principio de varias
suras, se lo
presenta profiriendo juramentos por diversos fenómenos de la creación,
o por elementos
sacrosantos de la tradición judía. Debe resultar tan raro que ciertos
traductores (por ejemplo, Muhammad Asad 2001) tratan de disimularlo
anteponiendo
«considera» a la frase exclamativa, mientras que otros (como Raúl
González 2006)
optan por insertar «juro» por delante del juramento. Leámoslos en orden
cronológico, y sin olvidar que es Dios quien habla:
«¡Por la noche
cuando cubre! ¡Por el día cuando se manifiesta! ¡Por lo que ha creado,
el macho
y la hembra!» (Corán 9/92,1-3).
«¡Por el tiempo!»
(Corán 13/103,1).
«¡Por el astro,
cuando declina!» (Corán 23/53,1).
«¡Por el sol y su
claridad! ¡Por la luna cuando lo sigue! ¡Por el día cuando lo
manifiesta! ¡Por
la noche cuando lo cubre! ¡Por el cielo y el que lo ha edificado! ¡Por
la
tierra y el que la ha aplanado! ¡Por el alma y el que la ha formado!»
(Corán
26/91,1-7).
«¡Por las
higueras y los olivos! ¡Por el monte Sinaí! ¡Por esta comarca segura!»
(Corán
28/95,1-3).
«¡Por el pacto de
los curaisíes!» (Corán 29/106,1).
«¡Por el monte!
¡Por un Libro escrito en pergamino desenrollado! ¡Por el templo
visitado! ¡Por
la bóveda elevada! ¡Por el mar enardecido! El castigo de tu Señor
caerá» (Corán
76/52,1-7).
Estos sonoros juramentos
puestos en boca de Dios, en el Corán, curiosamente siempre en capítulos
catalogados como del primer período de la predicación en La Meca, tal
vez
sirvan como invocaciones mágicas para infundir el temor de Dios. Pero
no tienen
mucho sentido, pues parece absurdo que Dios jure por su creación,
evidentemente
inferior a él. Según algunos investigadores, quizá reflejen una fórmula
de
juramento o conjuro procedente de tradiciones preislámicas, desde luego
poco
congruentes con el monoteísmo (cfr. Qadr 2019: 347). Quizá se trate de
textos
anteriores adaptados para la comunidad de Mahoma. Y, desde luego, la
interpretación
se simplifica si admitimos que el que habla es Mahoma, o cualquier
otro, y no
Dios.
Para el lector
occidental, tales juramentos no solo resultan chocantes, sino que
presentan un
fuerte contraste con el evangelio, cuando este pone en boca de Jesús:
«No
juréis de ninguna manera: ni por el cielo, porque sea el trono de Dios;
ni por
la tierra, porque sea el escabel de sus pies; ni por Jerusalén, porque
sea la
ciudad del gran Rey. No jures tampoco por tu cabeza… Que vuestro sí sea
un sí,
y vuestro no un no» (Mateo 5,34-37). Y un último detalle sumamente
revelador:
si se supone que las palabras de la sura 95 se pronunciaron en La Meca,
¿dónde
estaba esa comarca de La Meca rodeada de higueras y olivos, por los que
se
jura?
Dios exige temor,
sumisión y obediencia al poder
Lo que reclama el Dios
islámico es que crean
en él y en su enviado, y que los creyentes se integren en el nuevo
orden. A los
creyentes les pide fundamentalmente que teman y que obedezcan los
mandatos del
profeta. En sintomático que Mahoma nunca predique el amor a Dios, que
solo
menciona en una aleya, absolutamente excepcional, y es para
reconducirlo a que
lo sigan a él:
«Si amáis a Dios, seguidme.
Dios os amará y os
perdonará vuestras faltas» (Corán 89/3,31).
En cambio, a todo lo largo de
los capítulos, se
apremia constantemente al temor y la obediencia ciega, a la sumisión de
las
creaturas respecto a su creador y su profeta.
– La exhortación al «temor» a
Dios se repite
350 veces.
– El término obediencia y
derivados lo
hallamos 122 veces.
La locución
imperativa «temed a Dios» aparece 55 veces en el Corán (11 en suras
anteriores
a la hégira, y aumenta hasta 44 en suras posteriores). A continuación,
se
establece un nexo entre el temor a Dios y la obediencia a su enviado,
que
articula la referencia al plano mítico con el plano fáctico donde el
poder
político instaura las normas del orden social.
«Temed a Dios y
obedecedme» (Corán 89/3,50).
«Temed a Dios
como debe ser temido, hasta que muráis como sumisos» (Corán 89/3,102).
«Cuando Dios y su
enviado han decidido sobre un asunto, ni el creyente ni la creyente
tienen
opción en ese asunto. El que desobedece a Dios y a su enviado está
extraviado
con un extravío manifiesto» (Corán 90/33,36).
Al final de este
desarrollo, se consuma una especie de asociación total de Dios y su
enviado, de
modo que conjuntamente anuncian su palabra (Corán 113/9,3), prohíben
(113/9,29), dan su favor (113/9,59), juzgan las obras (113/9,94) y
castigan. El
enviado se describe tan completamente identificado con Dios que, en la
acción,
resulta imposible distinguirlos.
Se repite una y
otra vez el llamamiento a obedecer a Dios y a su enviado, que en la
práctica se
reduce a obedecer a Mahoma, y así de claro se dice. Siempre en la época
de la
organización subsiguiente a la hégira:
«Obedeced a Dios
y a su enviado» (Corán 88/8,1; 88/8,20; 88/8,46; 89/3,32; 89/3,132;
90/33,33; 95/47,33;
102/24,54; 105/58,13; 106/49,14; 108/64,12; 112/5,92).
«Obedeced a Dios,
obedeced al enviado y a aquellos entre vosotros que tienen autoridad»
(Corán
92/4,59).
«Quien obedece al
enviado, ha obedecido a Dios» (Corán 92/4,80).
Parece como si
uno hubiera reemplazado al otro, o se hubiera fusionado con él. Por
esta vía,
en el mismo Corán, se ha ido avanzando hacia una especie de
divinización del
profeta. Hasta el punto de que, cuando los creyentes que acuden a él
para
comprometerse a acatar las normas, tienen la obligación de prestar
juramento de
lealtad a Mahoma (Corán 91/60,12).
En resumen, ante
tales exigencias de sumisión y obediencia, queda muy poco espacio para
la
libertad humana, y ninguno para la libertad religiosa. No hay clemencia
para el
no creyente. Ni siquiera es lícito pedir perdón por familiares y
allegados, si
no creen. Todo disidente se expone al exterminio. Uno podría imaginar
fácilmente que un Dios con el carácter descrito en el Corán jamás
aguardaría el
regreso del hijo pródigo, sino que, más bien, mandaría al hermano mayor
con un
grupo de sicarios para eliminarlo.
Dios
instituye la supremacía masculina sobre la mujer
Una
característica estructural del orden fundado en el Corán es el estatuto
de
inferioridad de la mujer. No es que el Dios coránico sea misógino, pues
otorga
su perdón y sus recompensas, e impone sus castigos, por igual a hombres
y
mujeres, a los creyentes y a las creyentes (cfr.
Corán
27/85,10; 71/71,28; 90/33,35; 90/33,58 y 73; 94/57,12; 95/47,19;
102/24,12;
111/48,5-6; 113/9,71-72). Pero no es menos cierto que, al crearlos,
estableció la supremacía masculina y que no hay nada que hacer cuando
Dios ha
decidido algo así. En su adaptación del mito de Adán y Eva, el Corán
asevera
que la mujer ha sido creada por Dios para solaz del hombre:
«Es él quien os ha creado de una
sola alma, y
de ella ha hecho a su esposa para que él halle reposo en ella» (Corán
39/7,189).
Porque el creador lo ha querido
así, en casi
todos los asuntos tratados, la mujer está en función del varón y en
inferioridad de condiciones. Nunca a la inversa. En el Corán, y
consiguientemente en el islam, la mujeres tienen un estatuto
subordinado con
fundamento teológico, pues ha sido instaurado por el mismo Dios. Por
mucho que
algunos traductores se esfuercen en almibararlo, está bien claro, y no
solo por
la célebre aleya:
«Los hombres tienen preeminencia
sobre las
mujeres, porque Dios ha favorecido a unos con respecto a otras y por lo
que
ellos gastan de sus fortunas» (Corán 92/4,34).
Si la inferioridad es
consustancial con el
ser
dado a la mujer en la creación, el Corán es consecuente cuando estipula
el
conjunto de las disposiciones discriminatorias hacia la mujer:
desigualdad de
derechos entre hombres y mujeres en el matrimonio, la poligamia, el
divorcio,
la herencia, el testimonio, las sanciones y el empleo, y el matrimonio
de niñas
preadolescentes. En la medida en que el comportamiento de Mahoma
trasluce la
voluntad divina, su relación con las mujeres también representa el
«buen modelo»
(Corán 90/33,21). Y difícilmente podemos negar que sea un paradigma de
supremacía masculina y de privilegios sobre las mujeres (Corán
90/33,50-51).
El estatuto de inferioridad
femenina es solo
una de las instituciones legales de tipo despótico oriental que el
Corán manda
y su Dios ratifica. Porque hay otras: la circuncisión que mutila a
niños y
niñas; la desigualdad jurídica entre musulmanes y no musulmanes en
múltiples
asuntos; la prohibición de abandonar la religión islámica; el
sometimiento de
judíos y cristianos a un oneroso régimen de dimmitud; la
autorización
para asesinar a los no monoteístas, o reducirlos a la esclavitud; la
imposición
de castigos crueles, como la pena de muerte para el apóstata, la
lapidación para
la adultera, la amputación de manos para el ladrón, la crucifixión, la
flagelación, y la aplicación de la ley del talión; la destrucción de
estatuas,
pinturas e instrumentos musicales, y la prohibición de las artes
figurativas (cfr.
Aldeeb 2016: 3).
El
carácter del Dios coránico no hay que entenderlo en abstracto, ni solo
a partir
del texto. Está inscrito en un contexto histórico en el que se
manifiesta,
inicialmente, marcado por dos factores: las campañas militares y la
formación
de una estructura de poder de signo teocrático y mahometocéntrico,
basado en el
despotismo absoluto del profeta-rey. Aunque no se dan indicaciones
precisas de
tiempo y lugar, sabemos que se trata de una situación de ataque en
dirección a
Palestina y Siria. Sabemos que los seguidores de Mahoma sufrieron una
derrota
en Muta (año 629), pero que obtuvieron una gran victoria en Gaza (en
634), otra
decisiva junto al río Yarmuk (en 636), y que luego tomaron Jerusalén
(en 637).
La disciplina se
vuelve crucial, la obediencia y el temor. En ese contexto mesiánico de
sacralización de la guerra es donde se insiste en que Dios lo ve todo,
lo oye
todo, conoce los pensamientos de los creyentes y las maquinaciones de
los descreídos
enemigos. Dios es el más grande y poderoso, el aliado de los árabes que
han
creído, su auxilio en la conquista. Si temen y obedecen, él será
perdonador,
misericordioso e indulgente con ellos, les dispensará sus favores, las
recompensas de la victoria y los jardines del paraíso. De lo contrario,
el
castigo será tremendo. Todo gira en torno al sometimiento a la Ley
revelada y
en torno a la eficacia de la yihad en el camino de Dios, que legitima
la lucha
contra los no musulmanes y la ocupación de sus países.
«Combate en el
camino de Dios. (…) Incita a los creyentes. Quizá Dios contenga el
rigor de los
que no han creído. Dios es más fuerte en rigor y más fuerte en
intimidación»
(Corán 92/4,84).
«Dios ha
prescrito: ‘Yo venceré, yo y mis enviados’. Dios es fuerte, orgulloso»
(Corán
105/58,21).
«Cuando hayan pasado los meses
prohibidos,
matad a los asociadores allí donde los encontréis. Capturadlos,
asediadlos,
tendedles toda clase de emboscadas. Pero si se rinden, hacen el rezo y
pagan el
tributo, dejadlos. Dios es perdonador, misericordioso» (Corán 113/9,5).
«Si no os movilizáis, os castigará
con un
castigo doloroso, os sustituirá por otro pueblo, y no le haréis ningún
daño.
Dios es todopoderoso» (Corán 113/9,39).
Dios está con los que luchan en la
yihad
Una vez conocida la voluntad de poder
transmitida
a Mahoma y su movimiento mesiánico escatológico, prosigamos el rastreo
de la
actuación divina desde perspectivas más particulares. ¿Con quién
está Dios?
Antes de la hégira, con los que lo temen y obran bien. Después, el
significado
se reconvierte y especifica con toda claridad: Dios está con los
creyentes, con
los que temen y los que obran bien, que son los que se entregan al
combate y los
que muestran su aguante en la adversidad de la lucha. Veamos unas citas
en las
que se dice «Dios está con»:
«Si buscáis conquistar, la conquista os
vendrá. Y si renunciáis,
es mejor para vosotros. Pero si reanudáis la lucha, nosotros la
reanudaremos.
Vuestra tropa no os servirá de nada, por mucha que sea. Dios está con
los
creyentes» (Corán 88/8,19).
«¡Vosotros que habéis creído! Cuando
encontréis una tropa, estad
firmes y acordaos mucho de Dios. Quizá venzáis. Obedeced a Dios y a su
enviado,
y no discutáis, si no fallaréis y vuestro ímpetu desaparecerá. Y
aguantad. Dios
está con los que aguantan» (Corán 88/8,45-46).
«Si se encuentran entre vosotros cien que
aguantan, vencerán a
doscientos. Y si se encuentran entre vosotros mil, vencerán a dos mil,
con
permiso de Dios. Dios está con los que aguantan» (Corán 88/8,66).
«No os debilitéis y no apeléis a la paz,
cuando vosotros sois
superiores y Dios está con vosotros» (Corán 95/47,35).
«Combatid todos contra los asociadores, como
ellos combaten todos
contra vosotros. Y sabed que Dios está con los que temen» (Corán
113/9,36).
«¡Vosotros que habéis creído! Combatid contra
los no creyentes que
tengáis alrededor, y que encuentren rudeza en vosotros. Sabed que Dios
está con
los que temen» (Corán 113/9,123).
No
hay que hacer grandes elucubraciones para
caer en la cuenta de que los que creen, los que temen y los que
aguantan son
los soldados de la yihad. Es con ellos con quienes está Dios
preferentemente.
Los únicos que, si mueren en combate, tienen asegurado el paraíso.
Dios ama preferentemente a los que
combaten
El Corán traza una descripción de la
imagen de Dios en la que aparece, ante todo, movido por su absoluto
poder, pero
en unos cuantos pasajes lo mueve el amor o, por el contrario, la
cólera, quizá
con rasgos demasiado humanos y antropomórficos. Comenzando por el amor,
nunca
se tematiza «el amor de Dios» a los humanos. Solo hay un único
versículo,
extraño y sin eco en todo el texto del Corán, que alude al amor de Dios:
«A los que han creído y han hecho las
buenas obras, el clemente los colmará de amor» (Corán 44/19,96).
En cambio, la locución «Dios ama» se
emplea en 18 ocasiones y «Dios no ama» 17 veces. Pero la cuestión es ¿qué
o
a quién ama Dios? En resumidas cuentas, literalmente a los que
obran bien
(5 veces), a los que temen (3 veces), a los que son equitativos (3
veces), a
los que se purifican, a los que se arrepienten, a los que aguantan, a
los que
confían en él, a los que combaten en su camino, a ciertas gentes.
Tengamos en
cuenta que todas estas alusiones son de época poshegírica, cuando se ha
dado el
paso al combate armado, por lo que las «buenas obras» más
significativas se
refieren a las de aquellos que marchan a la guerra o la financian.
«Gastad en el camino de Dios, y no os
arrojéis por vuestra propia
mano a la perdición. Obrad bien. Dios ama a los que obran bien» (Corán
87/2,195).
«Cuántos profetas combatieron (…) No se
desanimaron a causa de lo
que les afligió en el camino de Dios, no se desanimaron, y no cedieron.
Dios
ama a los que aguantan» (Corán 89/3,146).
«Dios no os prohíbe, respecto a los que no
han combatido contra
vosotros por la religión, ni os han echado de vuestros hogares, que
seáis
buenos y equitativos. Dios ama a los que son equitativos» (Corán
91/60,8).
«Dios ama a los que combaten en su camino, en
fila, como si fueran
un edificio de plomo» (Corán 109/61,4).
«De Dios son los soldados de los cielos y de
la tierra» (Corán
111/48,4).
Volviendo la frase en negativo, si buscamos
en el texto qué o a
quien no ama Dios, hallaremos que no ama a los corruptores, los
presuntuosos, los transgresores, los descreídos, los pecadores, los
traidores,
los opresores, los arrogantes, los ingratos. La mayoría de estas
incidencias
pertenecen también al contexto posterior a la hégira. Y, claro está,
Dios no
ama a los que pretenden escapar de la guerra.
«Combatid en el camino de Dios a los que
combaten contra vosotros,
y no transgredáis. Dios no ama a los transgresores» (Corán 87/2,190).
Dios entra en cólera con los descreídos, los
maldice y los castiga
El amor y el desamor divinos no se sitúan en
el plano de los arcanos
sentimientos, sino que cumplen una función precisa para la institución
y la orientación
de los valores, así como en la determinación de las sanciones
correspondientes,
tanto en esta vida como en la otra. El desamor se puede traducir más
concretamente
en términos de la cólera de Dios y el castigo divino.
En cuanto a las menciones de la cólera de
Dios (una
veintena de veces), antes de la hégira predomina la fórmula que dice
que la
cólera de Señor caerá sobre ellos, por lo general en relatos de la
historia
sagrada. En cambio, después de la hégira, abundan más las invectivas
que
amenazan directamente a los que incurren en la cólera de Dios, o a
aquellos
contra los que Dios está en cólera, en el momento presente.
«El que no cree
en Dios después de haber creído (…), el que abre el pecho a la
increencia, una
cólera de Dios caerá sobre ellos. Y tendrán un gran castigo» (Corán
70/16,106).
«No creen en lo que Dios ha hecho descender
(…) Han incurrido en
su cólera una y otra vez. Los que no creen tendrán un castigo
humillante»
(Corán 87/2,90).
«El que mate a un creyente deliberadamente,
su retribución será la
gehena donde estará eternamente. Dios está en cólera contra él y lo
maldice. Y
le ha preparado un gran castigo» (Corán 92/4,93).
La imagen islámica de Dios lo describe como
alguien muy proclive a
la amenaza y al castigo, que lo inflige a través de la naturaleza, o a
través de
las gentes, y en particular por medio de sus profetas y su pueblo
elegido, llamado
a dominar. El Corán da un paso más y nos desvela que, en el fondo, es
Dios el
verdadero sujeto agente de la guerra que les ha impuesto como misión.
No deben
tener ningún remordimiento.
«No sois vosotros los que los habéis matado,
sino que es Dios
quien los ha matado» (Corán 88/8,17).
«A fin de que Dios castigue a los hipócritas
y las hipócritas, a
los asociadores y las asociadoras, y que Dios se vuelva a los creyentes
y las
creyentes» (Corán 90/33,73; lo mismo en 111/48,6).
El
Dios coránico guerrea y aporta la plena
justificación para hacer la guerra en su nombre. Santifica el «camino»
expeditivo de las razias y las batallas, a las que él y su profeta
llaman a los
creyentes con insistencia. Su significado real y nada metafórico del
combate
queda de manifiesto cuando se afirma que los «emigrados» cuentan con la
expresa
autorización de Dios para matar, desterrar, talar las palmeras,
dominar la
tierra y repartirse el botín del saqueo de las ciudades (cfr. Corán
101/59,3-9).
Las gentes del libro (los judíos) que no
creen en la revelación de
Mahoma o, en general, los que no acatan las normas tenidas como
divinas, los
que se han desviado del camino recto, son vistos con una mirada tan
hostil que
no solamente son tratados como humanos de inferior o ínfima categoría,
y despojados
de los derechos básicos, sino que el Corán proyecta sobre ellos una
completa
deshumanización.
«Cuando transgredieron lo que se les había
prohibido, les dijimos:
‘Convertíos en monos despreciables’» (Corán 39/7,166; también en
87/2,65).
«Los que Dios ha maldecido, contra los que
está en cólera, él los
ha convertido en monos y en cerdos» (Corán 112/5,60).
De manera que, como se dice ahí en el plano
narrativo, acaban
siendo literalmente expulsados de la especie humana, cuando Dios,
contraviniendo el orden de su creación, los transforma en animales, en
monos y en
cerdos. Al negarles la humanidad, queda expedito el camino para
perpetrar, con
buena conciencia, toda clase de exacciones, atropellos y asesinatos.
Recapitulando, en la concepción islámica,
queda desterrada la
razón crítica y toda racionalidad humana, por sospechosas de rivalizar
con la
inescrutable e irrestricta voluntad divina. Alá es el absoluto señor de
los
cielos y la tierra, el señor del trono, el señor de los siglos, el amo
de la
creación, que reclama de sus siervos adoración, temor y obediencia.
Porque solo
Dios tiene derechos. Y, por ello, solo Dios es fuente de derecho,
lo que
implica que una sociedad islámica consecuente no podría reconocer más
régimen
que el teocrático. Esto significa a la vez dos cosas. Primera, que el
Dios del
Corán y el derecho islámico resultan incompatibles con la afirmación de
los
derechos humanos, las libertades políticas y la democracia, esto es,
con la
autonomía humana y los valores laicos. Y segunda, no menos importante,
que, al entronizar
la imagen de Dios como un autócrata inexorable,
obstruye el simbolismo de Dios como Padre que ama y salva, central en
el
evangelio cristiano, cuyo mensaje exhorta a desarmar toda violencia y
promover
la libertad de los hijos de Dios. Este contraste ayuda a comprender
mejor la
posición de la teología coránica.
Se diría que el Dios del Corán está hecho a
imagen de Mahoma y a
semejanza de los califas que supervisaron la redacción del libro. La
inevitable
conclusión del estudio no permite dilucidar en los relatos coránicos
sino
doctrinas y preceptos de hombres, a veces con tales rasgos de barbarie
que solo
parecen desdecir de Dios.
Cuando los autores del Corán se quejan
amargamente de que las «gentes
del libro» (los judíos) acusaran a los «gentiles» (en este caso, los
árabes) de
que «dicen mentiras sobre Dios» (Corán 89/3,75), aunque la verdad o la
mentira
teológica nunca puede contrastarse con su referente divino, y solamente
cabe debatirla
en el plano del discurso, bien pudiera ser, pese a esta restricción,
que aquellas
gentes del libro no estuvieran faltos de razón.
Los teólogos islámicos están muy
preocupados por la idolatría y la descreencia en el Dios único. El
reino
apocalíptico del único Dios, la imposición de su fe y su ley heterónoma
al
mundo entero es el hilo conductor del relato coránico y la
justificación del
combate armado contra los oponentes, tachados de politeístas, idólatras
o
gentes sin religión.
Algunas aleyas coránicas hacen recaer una
sospecha de politeísmo
sobre la concepción cristiana de Dios, mediante una malinterpretación
del dogma
de la Trinidad: «No digas tres… Dios no es más que un solo Dios» (Corán
92/4,171).
Pero, este mismo versículo llama a Jesús el Mesías, enviado de Dios,
palabra de
Dios y un espíritu que procede de él. Además, el tema resulta todavía
más enrevesado,
cuando en un pasaje se implica que la trinidad estaría formada, además
de Dios,
por Jesús y María (Corán 112/5,116), como si los cristianos los
consideraran
otros «dos dioses», algo verdaderamente disparatado. Para más confusión
aún, la
denominación de «espíritu» se utiliza a veces para designar al ángel
enviado [Gabriel]
(Corán 44/19,17; 80/78,38).
En el Evangelio cristiano, por su parte, no
hay definida una
teología de la trinidad y, desde luego, jamás se sugiere nada parecido
a «tres»
dioses. Lo que encontramos allí es que se califica a Dios como Padre,
que
comunica su Espíritu, el cual no es sino Dios mismo presente en Jesús y
comunicado
también a sus seguidores. El calificativo «hijo de Dios» significa la
filiación
divina, de orden espiritual, dada por antonomasia en Jesús, pero que
designa
asimismo la condición de los cristianos y de los humanos todos. En
cualquier
caso, proyectar retrospectivamente una metafísica helénica que habla de
sustancias y naturalezas no es la única manera de significar el
misterio.
El Corán lanza violentas diatribas en contra
del «asociacionismo»,
consistente en poner otros dioses junto a Dios. No faltan quienes
pretenden
identificar el calificativo de «asociadores» con los cristianos, pero
la
investigación más crítica deja claro que no se refiere especialmente a
ellos. Hay
un pasaje donde el Corán dice de manera explícita que los asociadores
son los
que han asociado con Dios a los genios, así como los que le adjudican
hijos e
hijas que le han inventado (cfr. Corán 55/6,100).
Puestos a entrar en polémica, el tema
coránico de no «asociar» a
nadie con Dios parece justificado, en el plano teológico, como rechazo
del
politeísmo y la idolatría, para reafirmar la unidad y unicidad de Dios.
Sin
embargo, en el plano práctico, cabe interpretar una cosa bien distinta,
cuando
observamos, en el caso particular del islamismo, la vinculación
indisociable entre
«Dios y su enviado», utilizada significativamente solo en las suras
posteriores
a la hégira, donde se reitera unas sesenta veces (Corán 87/2,279;
88/8,46; etc.).
Tanta insistencia indica que se trata de un punto esencial y sistémico.
No solo
hay que obedecer a Dios, sino también a Mahoma (Corán 90/33,36).
Lo cierto es que Mahoma fue incorporado a la
profesión de fe
islámica, que debe pronunciarse para ser musulmán y formar parte de la umma:
«No hay más dios que Dios y Mahoma es el enviado de Dios». No basta con
creer
en Dios, sino que también es obligado creer en Mahoma como enviado suyo.
Respecto a la idolatría, normalmente la
noción se aplica a la
adoración de imágenes figurativas, esculturas o pinturas de seres o
poderes
deíficos. Pero, cabe preguntar, cuando se adora unas reificaciones
sacralizadas
por la tradición religiosa, tenida por monoteísta, si no se incurre de
manera
análoga en el riesgo de idolatría.
El riesgo de idolatría está siempre presente,
aunque sea de manera
sutil. En puridad, si Dios es trascendente y solo él es absoluto, nada
de este
mundo inmanente puede manifestar adecuadamente el absoluto divino.
Entonces, dejando
aparte leyendas que solo sirven para enmascarar la verdad, cualquier
realidad
de este mundo relativo que se tome como un absoluto conllevaría el
riesgo de
incurrir en idolatría. Yendo con el argumento hasta el final,
absolutizar la
letra del Corán sería idolatría; absolutizar los preceptos de la Ley
islámica
sería idolatría; absolutizar el velo de la mujer sería idolatría;
absolutizar
la circuncisión sería idolatría; y así sucesivamente. Los mismos
rituales islámicos
se mueven en ese terreno resbaladizo, cuando ordenan venerar una piedra
negra,
peregrinar y recorrer siete veces entre los montes Safa y Marwa (Corán
87/2,158),
y tantas otras sacras mediaciones relacionadas con una idea de Dios.
En última instancia, podrían ser
cuestionables los mismos 99
nombres de la divinidad, que serían cien si contamos Alá, que la
tradición
mahometana le atribuye. De ellos, 81 están extraídos del Corán. Ahora
bien, estrictamente
hablando, si Dios es absolutamente trascendente e inefable, carece de
sentido
ponerle nombre. Más aún, hacerlo podría suponer incurrir en alguna
clase de
idolatría. Si se consideran ídolos todas las imágenes sagradas creadas
por el
hombre, entonces también habría que considerar ídolo cualquier otra
obra humana
representativa de la divinidad, incluidas las palabras. Los mismos
nombres
asignados a Dios, que evidentemente no son Dios, vendrían a ser como
otros
tantos idolillos verbales. A fin de cuentas, todo concepto de Dios
vertido en
una revelación literal no sería más que el avatar de un ídolo. La única
alternativa sería conceder a determinadas representaciones o
significantes culturales,
debidamente interpretados, una función de epifanía, manifestación o
evocación analógica
de lo divino. Porque entonces, aunque inevitablemente comporten
antropomorfismos,
pueden estar abiertos a la significación del misterio.
¿Es el mismo Dios el del islamismo y
el del cristianismo? ¿Es el mismo el Dios de Jesús y el de Mahoma?
Sobre la
realidad divina en sí misma, ya hemos repetido que cae fuera de nuestro
alcance
humano dar una respuesta concluyente. Solo contamos con ideas de Dios
pensadas
por humanos y formuladas en un lenguaje cultural. Ahora bien, podemos
analizar
la idea de Dios, la imagen de Dios, tal como la describe cada
tradición, en sus
textos consagrados y en su contexto histórico. Hay un excelente
artículo de
Rémi Brague, filósofo e historiador de la religión, que ayuda a
clarificar el
embeleco de «los tres monoteísmos», «las tres religiones abrahánicas» y
«las
tres religiones del libro», expresiones utilizadas tan alegremente.
«Se utilizan estas expresiones por motivos
nobles: representan un
lugar común o, eventualmente, un terreno de entendimiento. Sin embargo,
esas
expresiones son a la vez falsas (porque cada una oculta un grave error
sobre la
naturaleza de las tres religiones a las que se pretende colocar en un
mismo
plano) y peligrosas (porque favorecen una pereza mental que nos
dispensa de
examinar de cerca la realidad» (Brague 2007: 393).
Lo primero que observamos es que la
concepción o imagen de la
divinidad ni siquiera es idéntica o uniforme en el seno de un mismo
sistema
religioso, pues encontramos una variabilidad notable a lo largo del
tiempo. Más
aún, las discrepancias saltan a la vista, si no cerramos los ojos, tan
pronto
como comparamos las distintas tradiciones religiosas, por mucho que, a
veces,
pueda haber coincidencias puntuales o parecidos entre ciertos aspectos
de una
religión y otra. Porque no todos los dioses son iguales (cfr. Barreau
2001), si
examinamos el panorama histórico de las religiones.
En cualquier caso, más allá de unas
coincidencias genéricas y
abstractas, las divergencias entre la imagen divina expresada en los
textos
canónicos de los musulmanes y la de los textos cristianos resultan
decisivamente
significativas. Aunque tenga sus orígenes en la misma tradición hebrea,
el Dios
del islam, o sea, el Dios de Mahoma tal como lo describe el Corán, no
se
corresponde en su concepto con el Dios bíblico y cristiano, ni en el
plano
histórico-crítico, ni en el plano teológico, por más que en el plano
puramente
especulativo se afirme un monoteísmo.
Es cierto que el islamismo defiende en
abstracto la idea
monoteísta, lo mismo que el judaísmo y el cristianismo, pero resulta
claro que
no presenta la misma configuración concreta en su concepción de Dios.
Parece
muy difícil sostener que sea el mismo el Dios de Jesús y el de Mahoma.
Aunque obtener
una respuesta aclaratoria acerca de la realidad divina en sí misma, o
llegar a
verificarla, cae fuera de nuestro alcance, sin embargo, tenemos la
posibilidad
de analizar la idea de Dios, la imagen de Dios, tal como la encontramos
formulada en los textos canónicos que cada tradición religiosa ha
adoptado como
referentes de su sistema de creencias.
Partamos de la idea de un Dios eterno, que se
concibe como
atemporal, anatural, ahumano, ahistórico, y que, no obstante, establece
alguna
relación con el mundo de los hombres. La cosmovisión monoteísta
originaria del
antiguo pensamiento hebreo evolucionó históricamente desde un
henoteísmo, y
durante siglos fue reinterpretada y matizada. En el judaísmo, se
decantó
fundamentalmente como Dios de justicia, el Dios de la Ley, que reclama
a su
pueblo la práctica de la justicia. En el cristianismo, predomina la
imagen de
Dios como amor, un Padre que llama a sus hijos a la igualdad y la
libertad.
Jesús, en cuanto encarna esa imagen, es la Sabiduría de Dios comunicada
a los
humanos. En el islamismo, en cambio, se impone la idea de un Dios
dominador que
exige sumisión incondicional de sus siervos a un sistema cerrado de
preceptos revelados
por Mahoma y recopilados en el Corán.
Hay discrepancia en el entendimiento de la
profecía y, por tanto,
de la «revelación». En la tradición cristiana, propiamente no es Dios
quien
habla, sino profetas inspirados por él, cuya palabra es humana, si bien
referida a Dios. En la tradición islámica, se cree que es Dios quien
dicta su
palabra literal, directamente o por medio de un ángel, a Mahoma como
enviado
suyo. En cambio, las intervenciones divinas escenificadas en los textos
evangélicos (por ejemplo, «Este es mi hijo, escuchadlo», u otras
epifanías) son
un modo de significar la fe de los discípulos en que Dios confirma a su
enviado,
pero no pretenden transmitir otro contenido concreto de revelación
sobrenatural.
Es difícilmente conciliable la imagen de un
Dios que hace salir el
sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos (Mateo 5,45)
y la
imagen de un Dios que manda matar sin piedad a los idólatras y los no
creyentes
(Corán 5,33; 9,5; 9,133). El mismo mensaje de tolerancia y no violencia
se
transmite en la parábola del trigo y la cizaña (Mateo 13,25-31), o
cuando
Santiago y Juan deseaban que bajara fuego del cielo sobre una aldea
samaritana
que no los acogió, y Jesús los reprendió (Lucas 9,54-55); o en el
episodio del
huerto de los Olivos, cuando Jesús mandó a Pedro: «Vuelve la espada a
la vaina»
(Juan 18,10-11).
Todos los atributos de Dios, su unidad y
todos sus nombres,
descritos por el Corán, se asemejan demasiado a una traslación de los
atributos
de un déspota oriental, que Mahoma no solo concibió, sino que él mismo
encarnó
en su vida.
La teología
coránica y su exégesis califal presentan una sola y única divinidad,
como un
Dios amo todopoderoso que demanda sumisión total, que perdona a los
creyentes,
pero sobre todo castiga a los que no creen. Inspira temor y exige
obediencia
ciega. Se diría que el Corán de Mahoma con sus disposiciones contrarias
a la
racionalidad degrada al ser humano, a la mujer, al increyente y, en último término, también a la propia idea
de Dios.
Pues, sin duda, desdice de la clemencia y la misericordia con la que
rutinariamente se invoca a Alá, el describirlo como un dios que, por su
implacable cólera, castiga a aquellos que él mismo ha predestinado a
perderse (dado
que él guía a quien quiere y extravía a quien quiere).
El musulmán tiene un miedo cerval a incurrir
en la cólera de ese
Dios. No en vano una mayoría de las suras abunda en amenazas de
terribles
castigos divinos. La versión del sufismo solamente cambia el matiz,
como si
dijera algo así: Vamos a amar al Amo, ya que no podemos zafarnos de él.
Porque
ese amor «místico», un tanto al margen de la ley, se tolera solo en la
medida
en que el sufí se somete a ella, como Ley de Dios, y moviliza
internamente todo
el ser para su cumplimiento a rajatabla. De hecho, las cofradías sufíes
formaban grupos de militantes armados, muy eficaces al servicio de los
ulemas y
del califa.
Uno percibe que el Corán no transmite la
alegría del reino de
Dios, ya presente, ni la esperanza de reconciliación y salvación. El
tono de su
mensaje se manifiesta más bien amenazador: urge el sometimiento a un
sistema
insoportable de normas, sustentado en el miedo al castigo y al
infierno, al
tiempo que impone la misión de combatir con la espada contra las demás
religiones, hasta conseguir la hegemonía de la religión de Alá.
En fin, una piedra de toque para enjuiciar la
teología califal se
encuentra en su convencimiento de que al modo de operar de Dios no se
le debe
buscar ninguna racionalidad, ningún logos. Por lo que tampoco
cabe
esperar ningún compromiso de Dios con la historia humana mediante una alianza,
al contrario de lo que narra la Biblia con Noé, con Abrahán, con
Moisés, o en
Jesús.
En Internet, se puede leer el artículo El
mensaje coránico es incompatible con el
cristianismo (cfr. Castilla
2020).
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Texte arabe et traduction française par ordre chronologique selon
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Traducción del árabe al inglés y comentarios de Muhammad Asad (alias de
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Jean-Claude
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Castilla,
Martín
2020 El
mensaje coránico es incompatible
con el cristianismo.
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seminario/textos/MartinCastilla.Mensaje
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«Images de Dieu en islam sunnite: textes et usage», en Isabelle Sachet
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Turín, Amazon Italia
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Rachid,
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2017
Entrevista en Islam Verité. 19
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