23. La inferioridad de la mujer en el orden
coránico
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Me
propongo disceptar aquí, de forma sucinta y con un método de
aproximación lo
más riguroso que me sea posible, sobre algunas de las referencias
básicas que
nos permiten entender mejor cuál y cómo es el estatuto que el sistema
islámico
reserva a la condición femenina.
Al abordar este
tema de la mujer en el islamismo, la investigación puede referirse a
dos cosas
distintas: a lo que la doctrina islámica consagrada establece sobre la
mujer, o
bien a la situación concreta de las mujeres en los países islámicos a
lo largo de
la historia o en el presente. Desde el principio, quiero dejar claro
que aquí
me voy a centrar en la doctrina, tal como quedó por escrito en
la
versión vulgata del Corán que ha llegado hasta nosotros.
Esta me parece la
vía más sólida para tratar sobre la cuestión de la mujer en el islam,
porque,
si no, cuando se ignora o tergiversa el libro sagrado, aparte de
escamotear la
situación real, como suelen hacer las que se dicen feministas
islámicas, el
discurso carece de fundamento. Es lo que ocurre cuando solo exponen las
fantasías de un «feminismo islámico» que entra en contradicción frontal
con la
textualidad de las suras del Corán, y que está desmentido por la
historia y por
la situación de las mujeres en los países de mayoría musulmana.
Pues
bien, hay una pregunta que sobrevuela el tema de la mujer en el islam:
¿es
verdad, o no, que el Corán estipula la desigualdad y la inferioridad de
la
condición femenina, correlativa a la supremacía masculina? Lo primero
que
debemos señalar es que la interrogación se refiere propiamente a las
mujeres
musulmanas, puesto que no caben dudas respecto a las que no lo son: las
mujeres
no musulmanas pertenecen a otra categoría, ínfima, la de seres privados
de todo
derecho y excluidos de la comunidad (umma). Están predestinadas
al
mercado de esclavos en esta vida y al fuego eterno en la otra. Y
volviendo a la
suerte de la mujer musulmana, veremos que la respuesta que da el Corán
a la
pregunta es compleja y con no pocas incoherencias, pero en conjunto es
apodíctica: hay una desvalorización del ser femenino, presentado en
posición de
inferioridad. No me refiero a los abusos, que siempre pueden acontecer
en el
terreno de los hechos concretos. Me refiero a la norma
santificada por
los textos sagrados.
Debo insistir en
que este estudio, como he dicho, se centra en el Corán, como base
incuestionable
del sistema semiótico de la religión islámica. El presente capítulo
tiene como
objeto examinar la concepción coránica de la mujer y el estatuto que se
le
asigna en el protoislam. Cuando, en ciertas ocasiones, hago referencias
a otros
momentos históricos o a otros textos, han de considerarse solo como
ilustraciones que reflejan la repercusión de los significados canónicos
a larga
distancia y en forma fractal. Lo expresó con perspicacia el antropólogo
Lévi-Strauss en sus reflexiones, tras un viaje a Pakistán, reseñadas en
Tristes
trópicos:
«El
islam se desarrolla según una orientación
masculina. Al encerrar a las mujeres, bloquea el acceso al seno
materno: el
hombre ha hecho del mundo de las mujeres un mundo cerrado. Por este
medio, sin
duda, también espera obtener el sosiego; pero lo obtiene a base de
exclusiones:
la de las mujeres fuera de la vida social, y la de los infieles fuera
de la
comunidad espiritual» (Lévi-Strauss 1955: 411).
Hay que alejarse
del discurso de tantos musulmanes y panegiristas del islam que parecen
tener la
necesidad compulsiva de estar constantemente mintiendo acerca de todos
y cada
uno de los temas básicos de la religión islámica: el Corán, la yihad,
la saría,
la tolerancia, la paz y también la mujer. No he encontrado en Internet
ningún
portal musulmán de los que exponen la religión islámica que dé muestras
de
suficiente altura intelectual como para exponer sin camuflaje lo que
realmente
dice el Corán y su sistema semiótico y jurídico. Sin el menor sentido
crítico, suelen
construir un detestable discurso oscurantista, basado en exégesis
engañosas y
falsedades históricas, casi siempre con un lenguaje no exento de
santurronería.
La
inferioridad de la condición femenina según el Corán
Lo primero será
despejar malentendidos que se basan en una interpretación capciosa del
uso de esa
forma de designación que desdobla el género en masculino y femenino,
como si
esto supusiera, en aquella oscura época, un avance en la consideración
de la
mujer. La distinción gramatical siempre ha existido, pero, en el Corán,
su
empleo solo tiene un valor enfático y, en modo alguno, significa una
reivindicación feminista, que sería absolutamente anacrónica.
Examinemos ese
tipo de incidencias, que encontramos en unas cuantas aleyas que, por
ejemplo,
utilizan la expresión «los creyentes y las creyentes». En singular, se
dice una
sola vez, para dictaminar que ninguno tiene nada que hacer cuando Dios
o Mahoma
decide algo sobre ellos:
«No corresponde a
un creyente o a una creyente, cuando Dios y su enviado han decidido
sobre un
asunto, tener opción en ese asunto» (Corán 90/33,36).
En plural,
aparece una docena de veces en estos versículos, que cito textualmente
en orden
cronológico, a continuación:
«Los que han
puesto a prueba a los creyentes y a las creyentes, y luego no se han
arrepentido, tendrán un castigo en la gehena» (Corán 27/85,10).
«¡Señor!
Perdóname a mí, a mis dos progenitores y a quien entre en mi casa como
creyente, así como a los creyentes y las creyentes. No hagas que los
opresores
crezcan sino en destrucción» (Corán 71/71,28).
«A los sumisos y
las sumisas, los creyentes y las creyentes, los devotos y las devotas,
los
sinceros hombres y mujeres, los resistentes y las resistentes, los
postrados y
las postradas, los donantes y las donantes de limosnas, los ayunantes y
las
ayunantes, los guardianes y las guardianas de su sexo, aquellos y
aquellas que
se acuerdan mucho de Dios, Dios les ha preparado un perdón y una gran
recompensa» (Corán 90/33,35).
«Los que hacen
daño a los creyentes y a las creyentes, por lo que ellos no han hecho,
cargan
con una infamia y un pecado manifiesto» (Corán 90/33,58).
«A fin de que
Dios castigue a los hipócritas, hombres y mujeres, así como a los
asociadores,
hombres y mujeres, y que Dios se vuelva hacia los creyentes y las
creyentes»
(Corán 90/33,73). También: 111/48,6. Y a la inversa en 113/9,67.
«El día en que
verás a los creyentes y las creyentes, su luz corriendo delante de
ellos y a su
derecha. [Se les dirá:] El anuncio para vosotros ese día [es la entrada
en]
jardines bajo los cuales correrán los arroyos, donde estaréis
eternamente»
(Corán 94/57,12).
«Sabe que no hay
más dios que Dios, y pide perdón por tu falta, y por las de los
creyentes y las
creyentes» (Corán 95/49,19).
«Si, cuando lo
habéis escuchado, los creyentes y las creyentes, al menos hubieran
pensado bien
de ellos mismos, y hubieran dicho: ‘Es una perversión manifiesta’»
(Corán
102/24,12).
«[Ha prescrito el
combate] a fin de hacer entrar a los creyentes y las creyentes en
jardines bajo
los cuales correrán los arroyos, donde estarán eternamente, y borrarles
sus
fechorías» (Corán 111/48,5).
«Si no fuera por
hombres creyentes y mujeres creyentes que no conocíais. Pero él no
permitió que
los pisotearais, y así os cayera una falta a causa de ellos, sin
saberlo»
(Corán 111/48,25).
«Los creyentes y
las creyentes son aliados unos de otros. Ordenan lo correcto, prohíben
lo
reprobable, elevan el rezo, pagan el tributo, y obedecen a Dios y a su
enviado»
(Corán 113/9,71).
«Dios ha
prometido a los creyentes y a las creyentes jardines bajo los cuales
correrán
los arroyos, donde estarán eternamente, y con buenas mansiones en los
jardines
del Edén» (Corán 113/9,72). A la inversa en: 113/9,68.
Si nos fijamos detenidamente
en estas citas, observaremos que, en efecto, se incluye a varones y
hembras creyentes.
Pero, por mucho énfasis retórico que se ponga (sobre todo en el
redundante
versículo 90/33,35), el contenido en común es bastante restringido:
ambos
asumen dificultades, tienen las obligaciones genéricas de todo
musulmán,
reciben de Dios el perdón y el premio, y entran en los jardines del
Edén.
También se reprende que algunos y algunas sean malpensados o
hipócritas. En
estos aspectos no se los discrimina. Pero ahí no se establece, ni se
implica,
ninguna doctrina de la igualdad, por lo demás inverosímil en aquellas
coordenadas históricas.
En un pasaje
conocido, se plantea a las mujeres, como condición para ser musulmanas,
que
acepten expresamente una serie de compromisos que no se exigen a los
varones
del mismo modo:
«¡Profeta! Cuando las creyentes vengan a
ti jurándote que no
asociarán nada a Dios, que no
robarán, que no fornicarán, que no matarán a sus hijos, que no
cometerán la
infamia perpetrada entre sus manos y pies [atribuyendo a sus maridos
hijos que
no son suyos], que no te desobedecerán en lo que es conveniente,
entonces acepta
su juramento de fidelidad y pide perdón a Dios por ellas» (Corán
91/60,12).
Con todo, los
especialistas dicen que este último versículo está abrogado por el
consenso,
por lo que el imán no tiene derecho a exigir tal juramento expreso.
¿Y qué pasa en
todos los demás aspectos que afectan a la mujer? Lo que descubrimos es
la desvalorización
y discriminación negativa de las mujeres en facetas de la mayor
importancia,
que abarcan desde la categorización teológica a la antropológica, a la
jurídica
y a la práctica cotidiana.
No iguala mucho
enunciar que unos y otros creyentes irán al paraíso, si cumplen lo que
Dios y
su enviado les manda, cuando lo que se les manda a unos y a otras es
muy diferente.
Pues está claro que lo que se les manda a ellos no es lo mismo que lo
que se les
manda a ellas, como demuestran otros múltiples pasajes coránicos que
exponemos
más abajo. No son los mismos los derechos y los deberes específicos que
se imponen
a los varones y a las hembras. Por tanto, no hay que llamarse a engaño:
el
Corán no establece una igualdad entre hombre y mujer, sino que estipula
diferencias
sustanciales, sobre las que edifica y consolida la desigualdad, en esta
vida y
en la otra.
Tanto las suras
del Corán como la ley muslímica establecen una jerarquía entre los
sexos, donde
a la mujer se le asigna un estatuto de inferioridad en los planos
natural,
sexual, social, económico, político, jurídico y teológico. El Corán
instaura y
consagra abiertamente la supremacía masculina y la subordinación
femenina, es
decir, un régimen de discriminación negativa para las mujeres. Esta
desigualdad
afecta a su ser ontológico, a su lugar antroposocial respaldado
legalmente y fundamentado
teológicamente en última instancia. Muy en particular, la relación
sexual se
presenta siempre desde el punto de vista unilateral masculino. En
cierto modo,
a las esposas musulmanas se les aplica, hacia dentro, un esquema de
dominación
análogo al establecido, hacia fuera, para los no musulmanes: son
descritas como
un terreno del que toma posesión el varón (Corán 87/2,223).
Además de la locución
desdoblada «los creyentes y las creyentes», encontramos en el texto
otras dos
más genéricas. La primera es la expresión que menciona «el macho» y «la
hembra»
en una misma aleya (10 veces). Lo que su contenido dice es:
– Que Dios creó
el macho y la hembra (Corán 9/92,3; 23/53,45; 31/75,39; 106/49,13).
– Que a unos y a
otras Dios los premiará por sus buenas obras (Corán 60/40,40; 70/16,97;
89/3,195;
92/4,124).
– Y que el
nacimiento de un macho vale más que el de una hembra (Corán 70/16,58;
89/3,36).
«¡Señor mío! He
dado a luz una hembra. Bien sabe Dios lo que ella ha dado a luz, y el
macho no
es como la hembra» (Corán 89/3,36).
La segunda
expresión habla de «hombres» y de «mujeres» en el mismo versículo (unas
20
veces). En su significación, hallamos que en ninguna ocasión se les
atribuye a
ellas un valor positivo concreto igual o superior a ellos:
– El sentido es
neutro en 2 versículos (Corán 39/7,81; 48/27,55).
– Las mujeres se
equiparan de manera puramente formal con los hombres 5 veces (Corán
90/33,35; 92/4,1;
92/4,7; 102/24,26; 111/48,25).
– Las mujeres se engloban
peyorativamente junto con los hombres 6 veces (Corán 90/33,73;
94/57,13;
102/24,26; 111/48,6; 113/9,67; 113/9,68).
– Las mujeres se
discriminan desfavorablemente respecto a los hombres, en contenidos
valorativos
y prácticos, 7 veces (Corán 87/2,236; 92/4,32; 92/4,34; 92/4,75;
92/4,98; 92/4,176;
102/24,31).
«No anheléis
aquello con lo que Dios ha favorecido a unos de vosotros más que a
otros. Los
hombres tendrán una parte por lo que ellos han hecho. Y las mujeres
tendrán una
parte por lo que ellas han hecho» (Corán 92/4,32).
Pero la parte que
corresponde a ellas no es igual, porque Dios ha decidido favorecerlos
más a
ellos. Es un hecho destacable que alrededor del 80% de las veces en que
se
reitera el desdoblamiento de género se halla en capítulos posteriores a
la
hégira. Y, si ampliamos el balance al conjunto del vocabulario coránico
de
términos que designan distintivamente a las mujeres, contabilizamos por
lo
menos 200 incidencias, de las cuales 150 concurren asimismo en
capítulos
posteriores a la hégira. Esto requiere una explicación plausible, que
probablemente sea la que sigue. Por una parte, responde a la
instauración de normas
legales que recortaban los derechos de las mujeres, en asuntos de
matrimonio,
herencia, etc., poniéndolas bajo la primacía del marido y al servicio
del nuevo
Estado. Por otra parte, sin duda, la insistencia refleja la necesidad
apremiante de contrarrestar la reticencia de las mujeres frente a la
guerra
emprendida por Mahoma; una guerra que las amenazaba con dejarlas viudas
o
huérfanas. Al mismo tiempo, había que levantar la moral de las
creyentes
obligadas a acompañar a las tropas yihadíes, en tareas de intendencia,
como
parece entreverse en el versículo siguiente:
«Su Señor ha
respondido a su invocación: ‘Yo no dejo que se pierda la buena obra de
ninguno
de vosotros, sea macho o hembra. Vosotros procedéis unos de otros. Así
pues, a
quienes han emigrado, han salido de sus hogares, han sufrido daño en mi
camino,
han combatido, y han sido matados, yo les borraré sus faltas, y los
haré entrar
en jardines bajo los cuales correrán arroyos, como retribución de parte
de Dios’»
(Corán 89/3,195).
En suma, el Corán
contiene una visión de la mujer caracterizada por una tendencia
misógina
fuertemente marcada e inscrita dentro de un sistema semiótico de supremacía masculina que se radicalizó
en el contexto poshegírico. Así quedó registrado de forma neta y
contundente en
afirmaciones lapidarias como estas:
«Los hombres
están un grado por encima de ellas» (Corán 87/2,228).
«Los hombres
tienen preeminencia sobre las mujeres, porque Dios ha favorecido a
ellos más
que a ellas» (Corán 92/4,34).
Se pueden
consultar algunos estudios sobre el tema, para explorar, en el Corán y
más
allá, el desequilibrado trato dado a la condición femenina en la
tradición
islámica:
–
Ghassan Ascha, Du statut inferieur de la femme en islam. París,
L'Harmattan, 1999.
– Ibn Warraq, «Las
mujeres y el islamismo», en Por qué no
soy musulmán (1995: 265-317).
– Anne-Marie
Delcambre, Las prohibiciones del islam
(Delcambre, 2006: 35-38).
– Documents musulmans originaux: Le
dernier
sexe, le sexe affaibli.
El
Corán toma y adapta el relato bíblico de la creación de Adán y Eva.
Como en la
Biblia, Dios creó a la pareja primigenia, el macho y la hembra. Se
repite
escuetamente en cuatro ocasiones dispersas: Corán 9/92,3; 23/53,45;
31/75,39;
106/49,3. Pero esto no supone que gocen de igual consideración: el
Corán
menciona por su nombre a Adán en 25 ocasiones, mientras que el nombre
de Eva no
aparece nunca, ni una sola vez en todo el libro. Este desequilibrio es
muy
significativo ya desde la pareja arquetípica. Desde el origen, ella es
solo «su
esposa» innominada:
«¡Adán!
Habita en el jardín, tú y tu esposa, y comed lo que queráis» (Corán
39/7,19).
El proceder del
mismo origen divino y provenir de una sola alma no implica en absoluto
un
estatus de igualdad. En efecto, se dice que la mujer ha sido creada
para el
hombre, más específicamente, para su solaz, y no a la inversa.
«Es él quien os
ha creado de una sola alma, y de ella ha hecho a su esposa para que él
halle
reposo en ella» (Corán 39/7,189).
Así, pues, la
hembra está en función del varón porque así lo ha instituido su
creador. Por
consiguiente, el estatuto de subordinación de la mujer está fundado
teológicamente,
ya que es el mismo Dios quien se lo confirió.
«Los hombres
tienen preeminencia sobre las mujeres, porque Dios ha favorecido a
ellos con
respecto a ellas y por lo que ellos gastan de sus fortunas» (Corán
92/4,34).
Esta inferioridad
determinada sobrenaturalmente, que no está en manos de ningún humano
alterar, será
la que legitime, en última instancia, el conjunto de las disposiciones
coránicas de carácter discriminatorio hacia la mujer, a lo que se añade
el
considerar también que tales disposiciones son igualmente de origen
divino. Este
último versículo apunta una razón complementaria, al esbozar una
justificación
socioeconómica: el hecho de que los hombres tengan que gastar parte de
sus
bienes para el mantenimiento de sus esposas es lo que les otorgaría
superioridad sobre ellas. Aunque, en puridad,
esta clase
de justificación está de sobra en una sociedad que se concibe como
fundada en
una estructura teocrática.
La desigualdad
marcada desde el origen persiste hasta el final. Se afirma que a unos y
otras
los retribuirá Dios, pero no significa lo mismo:
«El que, macho o
hembra, hace una buena obra, siendo creyente, entonces estos entrarán
en el
jardín, recibiendo allí una retribución sin medida» (Corán 60/40,40).
También
en: 92/4,124.
«El que, macho o
hembra, hace una buena obra, siendo creyente, lo haremos vivir una
buena vida.
Les retribuiremos su recompensa por lo mejor que hayan hecho» (Corán
70/16,97).
Sin embargo, la
promesa de retribuir a uno y a otra no implica que se los retribuya de
igual manera,
según se infiere claramente de las descripciones coránicas del paraíso,
donde
las mujeres apenas se mencionan salvo como huríes, para satisfacción de
los
varones.
Hay que retener
el carácter teológicamente fundado de la desigualdad, debido a que es
el mismo
Dios quien «ha favorecido a unos más que a otras», a los hombres más
que a las
mujeres (cfr. Corán 92/4,32; 92/4,34).
La
visión islámica que entraña un juicio de inferioridad sobre las
mujeres, tácito
o expreso, no se atribuye solo a una determinación divina, sino que
pretende
estar fundado en la misma naturaleza. No se valora igual el nacimiento
de un
hijo que el de una hija; el primero se celebra con júbilo, mientras que
el
nacimiento de una niña se vive como una desgracia que causa pesadumbre
a sus
progenitores:
«Cuando se
anuncia a uno de ellos lo que se atribuye al compasivo [una hija], su
cara se vuelve
sombría, sofocada de angustia» (Corán 63/43,17).
«Atribuyen hijas
a Dios. ¡Sea exaltado! Y a sí mismos lo que desean. Cuando se anuncia a
uno de
ellos una hembra, su cara se vuelve sombría, sofocada de angustia. Se
esconde
de la gente, a causa de la desgracia que se le ha anunciado» (Corán
70/16,57-59).
Por otro lado, el
Corán, aunque considera una desgracia tener una hija, rechaza tener por
ello un
sentimiento de vergüenza, y también la tentación de deshacerse de ella
enterrándola (Corán 70/16,19), si bien lo más probable es que semejante
práctica no se daba ya en Arabia en aquella época. En cualquier caso,
la
desigualdad persiste.
Esta idea de la
infravaloración de la mujer se expresa como algo consabido, a propósito
de la
narración del nacimiento de María, la madre de Jesús, porque, «el varón
no es
igual que la hembra» (Corán 89/3,36). El texto sagrado da por sentado
que no
supone lo mismo dar a luz una hembra que un macho. Y una vez supuesto
que la condición
femenina está determinada desfavorablemente por la propia naturaleza,
la
consecuencia más obvia será que parezca normal darle socialmente un
trato
discriminatorio.
El menoscabo en
el concepto natural de la mujer, plasmado en las suras coránicas, se
traduce
asimismo en el juicio negativo acerca de sus capacidades humanas. La
mujer es
juzgada como deficiente en el plano intelectual y moral, como
si ella
permaneciera de por vida en un estadio infantil, por lo que es
desvalorizada
para intervenir en los asuntos importantes:
«Ese ser criado
en medio de acicalamientos, que luego en la discusión no es capaz de
expresarse»
(Corán 63/43,18).
La inteligencia
femenina, según el Corán, únicamente destacaría en la malicia y el
engaño de
que hacen gala algunas mujeres. Su actitud moral es deleznable, como
demuestra
la historia del intento de seducción de la que fue objeto el apuesto
José por
parte de la esposa del amo que lo había comprado (cfr. Corán
53/12,22-34).
Si hiciéramos una
exploración por las leyendas del profeta, por ejemplo, en Al-Bujari,
comprobaríamos que la ginofobia funciona como un dogma revelado:
«Narrado por Abu
Said Al-Judry. Un día, durante la fiesta del fin de ramadán, el enviado
de
Dios, al pasar delante de las mujeres, dijo:
–¡Mujeres! Pagad
el tributo, porque he visto que sois la mayoría de los que arden en el
fuego
del infierno.
Ellas
preguntaron:
– Enviado de
Dios, ¿por qué razón?
Él respondió:
– Porque no paráis
de maldecir y no sois justas con vuestro marido. Aparte de vosotras,
nunca he
visto a nadie tan deficiente en inteligencia y en religión, y que pueda
hacer
que se descarríe un hombre sensato.
Las mujeres
preguntaron:
– ¡Enviado de
Dios! ¿En qué está nuestra deficiencia en religión y en inteligencia?
Él dijo:
–El testimonio de
la mujer ¿no es equivalente a la mitad del de un solo hombre?
Ellas
contestaron:
– Sí,
ciertamente.
Él dijo:
– Pues bien, ahí
está la falta de inteligencia. Además, cuando la mujer tiene la regla,
¿no
queda inhabilitada para el rezo y el ayuno?
Las mujeres
contestaron:
– Sí,
ciertamente.
Él dijo:
– Pues ahí está
la deficiencia en materia de religión» (Al-Bujari, Sahih, tomo
1, libro
6, capítulo 2, número 304).
Otro de los
fundamentos coránicos para la postergación de la mujer reside en la
visión que
la contempla como un ser impuro y como fuente de impureza.
La
impureza se concibe a la vez como un rasgo de su naturaleza y como un
estado
legal en el que uno puede incurrir por diversos motivos, entre ellos
por tocar
a alguien impuro. En tales casos, el que cae en estado de impureza
queda
incapacitado para ciertas actividades, por lo que tiene la obligación
de
cumplir con ciertas prescripciones mediante las cuales obtiene la
purificación.
Se considera que el cuerpo de la mujer, sobre todo durante los días del
período
menstrual, es sumamente impuro y puede contagiar impureza.
«La menstruación…
es un mal. Apartaos, pues, de las mujeres durante la menstruación y no
os
acerquéis a ellas hasta que se hayan purificado. Cuando se hayan
purificado, id
a ellas como Dios os ha ordenado» (Corán 87/2,222).
Hacer las
necesidades o tener contacto sexual con mujeres es suficiente motivo
para caer
en un estado de impureza ritual y legal, que constituye un impedimento
para acudir
al rezo, salvo que se efectúe antes el correspondiente rito de
purificación:
«¡Vosotros que
habéis creído! No os acerquéis al rezo borrachos… ni impuros … hasta
que os
lavéis. (…) Si estáis enfermos o de viaje, o si uno de vosotros viene
de hacer
sus necesidades, o si habéis tenido contacto con las mujeres, y no
encontráis
agua, buscad entonces tierra buena y frotad con ella vuestra cara y
vuestras
manos» (Corán 92/4,43).
«¡Vosotros que
habéis creído! Cuando os levantéis para el rezo, lavad vuestra cara y
vuestros
brazos hasta el codo. Pasad las manos por vuestra cabeza y lavad
vuestros pies
hasta el tobillo. Si estáis impuros, entonces purificaos. (…) Si habéis
tocado
a las mujeres y no encontráis agua, buscad entonces tierra buena y
frotad con
ella vuestra cara y vuestras manos» (Corán 112/5,6).
Dada la argüida
deficiencia natural, intelectual y moral adjudicada a las mujeres, no
es de
extrañar que quienes piensan así vean como lo más lógico que el orden
social
las coloque en una posición subalterna y así esté codificado
jurídicamente.
Porque, como ya he señalado, el sistema islámico afirma taxativamente:
«Los
hombres están un grado por encima de ellas» (Corán 87/2,228). «Los
hombres
tienen preeminencia sobre las mujeres» (Corán 92/4,34).
Entre las
múltiples consecuencias, se aparta a las mujeres de los asuntos
económicos.
Aunque se busca cierta equidad en la satisfacción de las necesidades de
la vida,
para lo que se estipula que la esposa tiene todo el derecho a recibir
alimento
y ropa, sin embargo, al mismo tiempo, se lanza una advertencia de que
no es
fiable como administradora de la hacienda familiar, tachándola de
insensata:
«Dad a las
mujeres su dote graciosamente. Si ellas os ceden con generosidad una
parte,
disfrutadla tranquilamente. No confiéis a los insensatos vuestra
fortuna, que
Dios os ha dado para subsistir. Pero sustentadlos de ella y vestidlos.
Y
habladles con educación» (Corán 92/4,5).
La postergación
social, ratificada jurídicamente, repercute en múltiples dimensiones de
la vida
privada y pública, como se comprueba en los apartados que se reseñan a
continuación.
El musulmán varón
puede casarse con una mujer no musulmana, aunque debe exigirle a ella
que se
convierta aal islam: «No os caséis con mujeres asociadoras hasta que
crean»
(Corán 87/2,221). En cuanto a la mujer musulmana, tiene completamente
prohibido
el matrimonio con un no musulmán.
La musulmana
virgen carece de libertad para contraer matrimonio: lo normal es que el
sistema
islámico le imponga el matrimonio concertado por un tutor. Las mujeres
musulmanas tienen prohibido casarse con hombres no musulmanes:
«Cuando las
creyentes vengan a vosotros como emigradas, examinadlas. Dios conoce
bien su
fe. Si conocéis que son creyentes, no las devolváis a los descreídos.
Ellas no
están permitidas para ellos, y ellos no están permitidos para ellas.
(…) Pero
no tengáis relaciones con las descreídas» (Corán 91/60,10).
Dentro del
matrimonio islámico, la esposa no adquiere derechos sexuales y ha de
estar
siempre disponible para su marido. La obligación del marido hacia ella
se
limita a correr con los gastos del alojamiento, el alimento y el
vestido, dado
que a ella se le impide buscarse la vida por sí misma. Se trata de una
relación
asimétrica en todos los aspectos, donde la mujer debe al marido tanta
obediencia como a Dios.
Por eso, cuando
el marido teme que la esposa lo desobedezca, tiene derecho a castigarla
físicamente (cfr. Corán 92/4,34). También puede repudiarla en cualquier
momento.
En cuanto al
modelo de matrimonio y familia, el Corán consagra la poligamia
masculina. La
mujer musulmana ha de estar disponible para la poligamia; de hecho,
para el
matrimonio poligínico, accesible a los pudientes. En este caso, la
mujer debe
compartir con otras mujeres al marido que, normalmente, se le impone, y
tiene totalmente
vetado el contacto con cualquier otro hombre. El hombre, en cambio,
puede
elegir y poseer a numerosas mujeres: hasta cuatro esposas, y además las
esclavas que posea, que legalmente pueden ser tratadas como concubinas.
El que
decide al respecto es finalmente el marido.
«Casaos con las
mujeres que os gusten: dos, tres y cuatro. Pero, si teméis no ser
justos,
entonces una sola, o lo que vuestras manos derechas posean» (Corán
92/4,3).
La frase «lo que
la mano derecha posee» es una expresión técnica que significa las esclavas
de la casa. Se repite 15 veces en el Corán. Por esta vía, el destino de
las no
musulmanas capturadas suele estar en los harenes de la aristocracia y
del
sultán. Así se le declaró lícito al propio Mahoma (Corán 90/33,50).
Véase, un
poco más adelante, el apartado sobre las mujeres no musulmanas.
La aleya 92/4,3 precisa
que si uno teme que no será justo, entonces que contraiga matrimonio
con una
sola mujer. Pero, ¿quién juzgará esto? El propio Corán, en la misma
sura,
afirma la imposibilidad de tratar equitativamente a las mujeres:
«No podréis nunca
ser justos con vuestras mujeres, aunque lo procuréis» (Corán 92/4,129).
La subordinación
de la mujer al marido, a veces enmascarada como «protección», como si
ella
fuera permanentemente una menor, cuenta, según el Corán, con la sanción
divina
y con cierta racionalización económica. En función de esto, se le exige
obedecer sin rechistar y guardar silencio sobre lo que ocurre en la
intimidad
del matrimonio, al mismo tiempo que se confiere al marido el derecho a
penalizar él a su esposa, de varias maneras (cfr. Sami Aldeeb, Frappez
les
femmes. Interprétation du verset coranique 92/4:34 à travers les siècles,
2016b), por el simple hecho de que él prevea que ella va a ser
desobediente:
«Los hombres
tienen preeminencia sobre las mujeres, porque Dios ha favorecido a unos
con respecto
a otras y por lo que ellos gastan de sus fortunas. Las mujeres
virtuosas son
obedientes y guardan el secreto que Dios manda guardar. A aquellas de
las que
temáis la disensión amonestadlas, abandonadlas en el lecho, y pegadles.
Si os
obedecen, no busquéis más medidas contra ellas» (Corán 92/4,34).
En resumen, ellos
mandan y ellas tienen la obligación de obedecer. Según la ley islámica,
el
marido, polígamo o no, está autorizado para castigar a su mujeres,
hasta que
sean dóciles. Se proponen tres grados de severidad en el castigo:
primero se
las reprende, segundo se las deja solas en el lecho, y tercero se las
golpea.
Otro aspecto
singular del mundo islámico es el matrimonio
con niñas menores, que no está contemplado en el Corán y, sin
embargo, sí
está permitido en el derecho islámico y es frecuente en no pocos países
musulmanes. La principal justificación la extraen de los hadices, es
decir, del
ejemplo paradigmático de Mahoma con Aisha, la hija de Abu Bakr: firmó
el
compromiso nupcial cuando la niña tenía seis años, y, tan pronto como
cumplió
los nueve, fue conducida a casa del predicador para comenzar la vida
marital.
No afecta solo a
las esclavas, sobre las que el amo tiene privilegios sexuales sin
restricción,
en un sistema que admite y promueve la esclavitud y el mercado
esclavista. Las
esposas legítimas se deben al deseo masculino. De tal manera que, legal
y
pragmáticamente, se concibe que, por medio del contrato matrimonial, el
marido
adquiere en exclusiva la vagina de su esposa. En consecuencia, esta
debe estar
en todo momento disponible para la satisfacción de su marido. Y él
tiene todo
el derecho a exigírselo.
La sura 23 exalta
como virtuosos a los hombres que satisfacen su apetito sexual solo con
sus
esposas y sus esclavas. Nada semejante se menciona sobre la
satisfacción de las
mujeres.
«Bienaventurados
los creyentes que se prosternan en su azalá (…) que guardan su sexo,
salvo con
sus esposas o con lo que sus manos derechas posean [las esclavas]»
(Corán
74/23,1-6)
«Os está
permitido, en las noches del ayuno, tener relaciones sexuales con
vuestras
mujeres. Ellas son un vestido para vosotros y vosotros sois un vestido
para
ellas. (…) Ahora, acercaos a ellas y buscad lo que Dios prescribió para
vosotros» (Corán 87/2,187).
Se compara al
varón con el propietario que acude a su campo: «Vuestras mujeres son un
campo
de labor para vosotros. Id a vuestro campo como queráis» (Corán
87/2,223). El
significado de esta última frase no parece claro, pues algunos
comentadores
interpretaron que esta aleya responde al hecho de que algunos
compañeros de
Mahoma eran aficionados a la penetración anal, de modo que, al decir
«como
queráis», se sobreentendería por delante o por detrás, con tal de que
se
eyacule siempre en la vagina.
«Puedes hacer esperar a la que tú
quieras de
ellas, y llevarte contigo a la que quieras. Y la que tú desees de las
que has
apartado, sin ningún inconveniente para ti. Esto es suficiente para que
estén
contentas, no se entristezcan y todas se conformen con lo que tú les
das »
(Corán 90/33,51).
En fin, en caso de violación, es
necesario
presentar cuatro testigos masculinos (Corán 102/24,13). No tiene
validez el
testimonio de la mujer agredida, ni el de otras mujeres.
La disolución del
matrimonio mediante repudio y divorcio resulta muy fácil para el marido
y muy
difícil para la esposa, como puede constatarse sobre todo en la sura 65
y en
otros pasajes, por ejemplo, en Corán 87/2,226-232 y 236-237, al regular
las
condiciones del repudio. Allí, es donde se estatuye que:
«Ellas tienen
derechos sobre ellos como ellos sobre ellas, según la costumbre. Sin
embargo,
los hombres están un grado por encima de ellas» (Corán 87/2,228).
«No
hay inconveniente para vosotros, si repudiáis a las mujeres que no
habéis
tocado y a las que aún no habéis asignado la dote. Y dadles alguna
gratificación» (Corán 87/2,236).
La iniciativa del
repudio se presenta como una prerrogativa del marido, que puede
despedir a una
esposa prácticamente a voluntad. Como requisito legal, basta que el
marido le
repita tres veces que la repudia, sin que en esto haya reciprocidad
para ella (véase
la sura 65, titulada precisamente El
repudio).
En caso de que la
repudiada vuelva a casarse, pierde la custodia sobre sus hijos del
anterior
matrimonio. En cambio, si el hombre contrae nuevas nupcias, no pierde
la
custodia de sus hijos.
En materia de
herencia, se plantean unas reglas complejas, pero, aunque tanto el
hombre como
la mujer reciban una parte, también queda meridianamente clara la
discriminación. Si heredan los hijos, la hija recibirá la mitad que el
hijo. Si
no hay hijos y heredan los padres, el padre recibirá dos tercios y la
madre un
tercio.
«Corresponde a
los hombres una parte de lo que han dejado los dos progenitores y los
parientes
cercanos, y a las mujeres una parte de lo que han dejado los dos
progenitores y
los parientes cercanos, sea poco o mucho. Una parte determinada» (Corán
92/4,7).
«Dios os ordena
con respecto a [la herencia de] vuestros hijos: al varón una parte
equivalente
a la de dos hembras (…) Si no tiene hijos y solo sus dos progenitores
son
herederos: para la madre un tercio» (Corán 92/4,11-12).
«Si el difunto
(…) tiene hermanos, hombres y mujeres, al varón una parte equivalente a
la de
dos hembras» (Corán 92/4,176).
La
mujer tampoco se estima muy fiable como testigo en los negocios o en
los juicios,
por lo que el testimonio de una mujer vale la mitad que el de un
hombre. Y en
ningún caso se admite como válido el testimonio solo de mujeres, por
muchas que
sean. La excusa que se aduce es que la mujer sería más proclive a
equivocarse.
«Haced que
testifiquen dos testigos de entre vuestros hombres. A falta de dos
hombres,
tomad a un hombre y dos mujeres entre quienes aceptéis como testigos,
de modo
que si una de ellas yerra, la otra pueda corregirla» (Corán 87/2,282).
A todo esto habrá
que añadir que el testimonio de los no musulmanes carece de valor, al
haber
quedado prohibido en Corán 99/62,2.
La tradición de
los hadices mahométicos refrendó el juicio despectivo antifemenino:
«Narrado por Abu
Said Al-Judry. El profeta dijo: ‘¿No vale el testimonio de una mujer la
mitad
que el testimonio de un hombre?’ Si, respondieron las mujeres. ‘Pues
bien,
replicó él, esto se debe a la falta de inteligencia de la mujer’»
(Al-Bujari, Sahih,
tomo 4, libro 52, capítulo 12, número 2658).
El
derecho penal islámico establece normalmente castigos dispares según el
sexo,
con pocas excepciones, como cuando se iguala la mujer con el hombre en
la pena
por delitos de adulterio (Corán 102/24,2) y de robo (Corán 112/5,38).
Pero
incluso esta igualdad acaba resultando más bien aparente, al quedar
desequilibrada por el sistema de testigos exigidos, a todas luces más
restrictivo para la mujer.
Para el hombre, las
relaciones sexuales con las esclavas son legítimas, mientras que hay
una absoluta
prohibición de la fornicación (Corán 50/17,32) y del concubinato, sea
con
mujeres solteras o casadas, que se consideran «preservadas» (Corán
92/4,24-25;
también 112/5,5).
Tanto el marido
como la mujer tienen tajantemente prohibido el adulterio, si bien
parten de
situaciones muy desiguales en cuanto al sexo. El Corán tipifica los
delitos de
adulterio y de fornicación, para los cuales, en principio, prescribe
que ambos
cómplices reciban el mismo castigo:
«A la fornicadora
y al fornicador flageladlos a cada uno de ellos con cien latigazos. No
tengáis
ninguna compasión hacia ellos en la religión de Dios, si creéis en Dios
y en el
último día. Que un grupo de creyentes sea testigo de su castigo» (Corán
102/24,2).
A pesar de que ahí
la pena por adulterio estipula cien latigazos, la tradición sostiene
que ese
versículo que ordena la flagelación estaría abrogado por otro versículo
desaparecido del Corán, pero que fue transmitido por el califa Omar, y
que
establece castigar el adulterio con la lapidación a muerte (Aldeeb
2016a: pág.
14 y la nota a 102/24,2 en pág. 388). De hecho, es esta pena capital la
que se
aplica en varios países islámicos, de conformidad con la ley islámica. Por ejemplo, bajo el régimen islamista de Irán,
han sido
lapidadas ya más de dos mil mujeres, desde 1979 hasta 2019.
Otro aspecto es
la denuncia por adulterio. El varón que presente acusación de adulterio
contra
una mujer preservada y no traiga los cuatro testigos masculinos
requeridos será
castigado con 80 latigazos, salvo que se arrepienta y haga una buena
obra
(Corán 102/24,4-5). Al parecer, no se estima tan grave esa denuncia en
falso.
Un supuesto
distinto, que llama la atención, es cuando es el marido quien acusa de
adulterio a su esposa, sin testigos:
«Los que acusen
[de adulterio] a sus propias esposas y no tengan más testigos que a sí
mismos,
cada uno testificará jurando por Dios cuatro veces que dice la verdad,
y la
quinta, que la maldición de Dios caiga sobre él, si miente» (Corán
102/24,6-7).
Es verdad que, en
tal caso, la mujer puede defenderse y evitar el castigo jurando que no
es
cierto, en los mismos términos (Corán 102/24,8-9). Pero, incluso en
este punto,
la acusación de adulterio se regula jurídicamente de manera no
equitativa,
pues, mientras que el marido tiene derecho a acusar de adulterio a su
mujer,
sin testigos, nunca se plantea el supuesto de que la esposa denuncie al
marido.
Parece evidente que a ella no se le permite.
Para el Corán, la
relación homosexual, tanto masculina como femenina, es objeto de
condena y
severos castigos, pero por esta «deshonestidad» se sanciona a las
mujeres con
mucha mayor la dureza que a los varones.
En las aleyas
coránicas aparece el término «deshonestidad» unas 25 veces. La palabra
tiene un
sentido amplio como relación sexual ilícita, y es la que se emplea
también para
designar específicamente las relaciones lascivas entre personas del
mismo sexo,
por lo menos en cuatro ocasiones. La homosexualidad es considerada un
pecado grave
y un delito que merece castigo.
«Acuérdate de Lot
cuando dijo a su gente: ‘¿Practicáis la deshonestidad que nadie en el
mundo ha
practicado antes? Satisfacéis vuestra concupiscencia con los hombres,
en lugar
de con las mujeres. Ciertamente sois gente inmoral’» (Corán
39/7,80-81).
Repetido casi idéntico en 48/27,54-55.
«Lo practicáis
con hombres, asaltáis en el camino, y practicáis lo repugnante en
vuestras
reuniones» (Corán 85/29,29).
«Aquellas de
vuestras mujeres que practican la deshonestidad, presentad en su contra
a
cuatro testigos de entre vosotros. Si testifican, recluidlas en las
casas hasta
que la muerte las llame, o hasta que Dios les dé una salida» (Corán
92/4,15).
El versículo
alude a la homosexualidad, según nota de Sami Aldeeb. Pero ese
castigo, que
algunos interpretan como emparedar a la homosexual convicta, estaría
abrogado
por un hadiz que ofrece una alternativa diferente: «Dios ha dado a las
mujeres
una salida, según el caso. Virgen con virgen: cien latigazos y el
destierro
durante un año. No virgen con no virgen: la lapidación». Por su parte,
a los
varones que incurren en el mismo nefando delito, se les impone un
castigo indeterminado,
mucho menos drástico, como indica el versículo inmediatamente
posterior:
«Cuando dos de entre
vosotros la practiquen, castigadlos. Pero si se arrepienten y hacen una
buena
obra, dejadlos. Dios es indulgente, misericordioso» (Corán 92/4,16).
No obstante,
pudiera ser que este versículo 92/4,16, si incluye este delito,
estuviera abrogado
por otro posterior que prescribe la flagelación:
«A la fornicadora
y al fornicador flageladlos a cada uno de ellos con cien latigazos. No
tengáis
ninguna compasión hacia ellos en la religión de Dios» (Corán 102/24,2).
A su vez, este último
versículo estaría abrogado por otro que no figura en el Corán, pero
transmitido
por Omar, como he señalado en el apartado anterior.
El
Corán establece el derecho a la venganza de sangre, en aplicación de la
ley del
talión, pero de tal modo que asigna un valor inferior a la vida de la
mujer,
puesto que legalmente no se puede compensar la vida de un hombre con la
vida de
una mujer, sino solo con la de otro hombre.
«Se os ha
prescrito el talión en caso de homicidio: hombre libre por hombre
libre, sirviente
por sirviente, hembra por hembra» (Corán 87/2,178).
Como se observa,
por la de un hombre matado se cobra la vida de un hombre; y la de una
hembra,
por la de una hembra. Pero esta pena se puede sustituir por una
indemnización económica
acordada, «conforme a la costumbre», y esta es que por la muerte de una
mujer
se pagará la mitad que por la de un hombre.
El velo y el
cubrimiento de la mujer muslim expresa de forma visible y simbólica el
puesto que
asigna el sistema islámico a la condición femenina, que no es otro que
el estar
supeditada a la supremacía masculina. Refrenda la inferioridad
atribuida a la
mujer en todos los planos: teológico y natural, intelectual y moral,
psicológico y social. Así lo recoge el ordenamiento jurídico islámico
(cfr.
Sami Aldeeb, Le voile dans l'islam. Interprétation des versets
relatifs au
voile à travers les siècles, 2016c).
La obligatoriedad
del velo femenino, en alguno de sus múltiples diseños, no aparece del
todo
clara en el Corán, pero hay en él suficientes indicaciones, donde se
apoyan
quienes sancionan esta costumbre y la convierten en inexcusable. Este
tema fue
analizado ya en el capítulo sobre las prohibiciones y las
prescripciones
rituales, entre las que se encuentran las reglas indumentarias.
El uso del velo,
aparte la excusa de que busca proteger a las mujeres, conlleva otra
razón de
fondo, que es una consecuencia de la concepción islámica del cuerpo
humano. Se
piensa que hay partes del cuerpo que constituyen de por sí objeto de
vergüenza
o tentación (awra). De ahí que esté
tajantemente prohibido mostrarlas (pues son haram).
En el hombre, van desde la cintura hasta la rodilla, partes que deben
cubrirse
siempre. En la mujer, en cambio, todo el cuerpo se considera awra, por lo que todo entero supone una
tentación.
El uso del velo
significa el ideal coránico para las mujeres, tanto vírgenes como
casadas, que
se compendia en un sometimiento dócil a Dios y al varón: ser «sumisas,
creyentes, devotas, arrepentidas, adoradoras, ayunantes» (Corán
107/66,5).
En clave
simbólica, existe una relación entre el significado del velo y el de la
circuncisión femenina, que, cada año, somete a millones de niñas
musulmanas a
una mutilación traumática. Aunque no se menciona en el Corán, concuerda
con su
visión de la mujer. Y muchos jurisconsultos defienden que se trata de
un
mandato divino. Sobre este asunto, ya tratamos en el capítulo sobre los
componentes rituales del sistema islámico. Se pueden consultar dos
documentados
libros de Sami Aldeeb sobre la circuncisión masculina y femenina (cfr.
Aldeeb
2012a y 2012b).
Por último, desde
un punto de vista semiótico y pragmático, el hecho de la persistencia
de esa
costumbre del velo en musulmanas que viven en países occidentales se ha
convertido en una bandera visible de la yihad, un significante
indumentario,
del que se sirve la umma islámica para territorializar el
derecho
islámico y proclamar públicamente que no están dispuestos a integrarse
en las
normas del país.
La desigualdad
entre los sexos llega a su culmen en las descripciones coránicas de los
jardines del paraíso, que parece concebido exclusivamente en función
del placer
de los varones, a quienes se les prometen hermosas vírgenes y apuestos
efebos. El paraíso de Alá semeja un burdel eterno
para machos.
«Y es a los
temerosos [de Dios] a quienes pertenece el mejor retorno. Las puertas
de los
jardines del Edén estarán abiertas para ellos. Allí estarán recostados,
pidiendo muchas frutas y bebida. Junto a ellos, las de mirada baja, de
la misma
edad. Esto es lo que se os promete para el día de la cuenta» (Corán
38/38,49-53).
«Estos son los
más cercanos [a Dios] en los jardines de la felicidad (…) sobre divanes
decorados, y recostados, unos enfrente de otros. Entre ellos deambulan
jovencitos eternos, con copas, jarras y un cáliz como una fuente, que
no les
producirán jaqueca ni embriaguez (…) Y habrá huríes de grandes ojos
negros,
semejantes a perlas preservadas, en retribución por lo que ellos
hicieron»
(Corán 46/56,10-22).
Descripciones
del mismo tenor se reiteran, a veces con nuevos detalles sensuales,
acompañados
de huríes: «estarán entre azufaifos sin espinas, plátanos de racimos
apiñados,
extensa sombra, agua fluyente y abundante fruta, inagotable y
disponible, sobre
lechos elevados. Las hemos formado con cuidado, las hemos hecho
vírgenes,
agradables, de una misma edad» (Corán 46/56,28-37); se casarán con
vírgenes
recatadas, de grandes ojos negros (Corán 56/37,48-49; 64/44,51-55;
76/52,19-20); doncellas de senos redondeados (Corán 80/78,31-33); como
esposas
purificadas (Corán 87/2,25); que nadie habrá desflorado antes (Corán
97/55,54-58); huríes recluidas en mansiones, intactas, recostadas en
almohadones verdes sobre bellas alfombras (Corán 97/55,70-74).
Al reconsiderar estas
ensoñaciones del voluptuoso paraíso preparado para los varones,
siempre
que sean obedientes a lo que manda el profeta árabe, quizá lo más
significativo
estriba en que nada análogo se dice, ni una sola vez, con respecto a
las
mujeres, por mucho que se afirme que para ellas también están abiertas
las
puertas de los jardines edénicos (Corán 94/57,12; 111/48,5; 113/9,72),
por donde
fluirán eternamente los riachuelos.
En resumen, la
descripción coránica del paraíso supone la consagración de las
desigualdades y
jerarquías de este mundo en el otro. Menciona a las mujeres solo para
ponerlas
al servicio incondicional de los hombres. A estos se les ofrecen
también
efebos, refrendando el esquema de dominación entre machos. El mito
proyecta una
superación imaginaria de las restricciones impuestas en la realidad
social,
idealizando una vida de desenfreno, que admite la homosexualidad, donde
abundan
los manjares y corre el vino. Todo en exclusiva para los varones, sin
que en
ningún momento se hable de la mujer como sujeto en ese paraíso.
Ya he mencionado
que el sintagma «lo que vuestras manos derechas poseen» es una
expresión
técnica para referirse a las esclavas que hay en una casa, compradas en
el
mercado y capturadas como botín en la guerra contra los no musulmanes.
Según el derecho
islámico, los «descreídos» carecen de derechos. Totalmente, si son
supuestamente politeístas o ateos. Parcialmente y en precario, como
dimmíes, si
se trata de judíos o cristianos. De ahí se desprende que, cuando
triunfa la
yihad, las mujeres e hijas de los vencidos vayan camino de la
esclavitud o, con
suerte, sean confinados en una incierta dimmitud.
El mercado de
esclavos y esclavas creció en importancia en el curso de la historia
islámica,
pero desde el principio estuvo presente en el Corán, aceptado y
regulado.
– Igual que
Mahoma (Corán 90/33,50), el musulmán tiene a gala ser amo de esclavos
(Corán
92/4,3).
– Se exhorta, eso
sí, a ser bueno con los esclavos (Corán 92/4,36). E incluso es posible
emanciparlos (Corán 102/24,33).
– Ahora bien, no
se les debe tratar como iguales (Corán 70/16,71; 84/30,28).
– Al amo
musulmán, además de con su esposa, le es lícito tener relaciones
sexuales con
sus esclavas (Corán 74/23,5-6; 79/70,29-30), aunque estas esclavas
estén
casadas (Corán 92/4,24).
– Si lo desea, el
musulmán puede casarse con una esclava, siempre que ella se haya hecho
creyente
(Corán 92/4,25).
En un momento,
parece que surge un rasgo de conmiseración, aconsejando que no se
obligue a las
esclavas a prostituirse para obtener provecho, pero la aleya continúa
diciendo
que «si alguien las obliga, Dios se mostrará indulgente,
misericordioso» (Corán
102/24,33).
En el islam, la
dicotomía entre creyentes y descreídos hace que no haya lugar para la
integración
de las mujeres como seres humanos sin más. A la sociedad islámica solo
pertenecen las creyentes y sumisas, es decir, las musulmanas. No se
concibe
nada común a todas las mujeres: las que no son musulmanas no cuentan
como
personas ni se las considera sujetos de derecho.
El punto de vista
islámico sobre las mujeres no musulmanas se sustenta en estas ideas:
Dios manda
a los musulmanes llevar la yihad a los países no islámicos hasta
conquistar el
mundo entero. Conforme a este mandato divino, el mundo les pertenece
por
derecho. Por el mismo argumento, se creen autorizados a capturar a las
mujeres
no musulmanas, sobre todo si no se les someten o se islamizan, porque
consideran
que, al no querer convertirse, carecen de todo derecho y forman parte
del
legitimo botín. A estas alturas, si las mismas mujeres musulmanas
libres tienen
restringidos sus derechos, no debe extrañar que en el sistema islámico
sea
normal que las no musulmanas sean despojadas por completo de ellos y
que estén
destinadas al reparto del botín y al mercado de esclavos.
En resumidas
cuentas, la doctrina coránica instaura la esclavitud como una
institución
fundamental, y así lo fue, durante siglos, en la economía doméstica y
en el
mercado internacional de las sociedades musulmanas. El pingüe
aprovisionamiento
de esclavas procedía invariablemente de la guerra y la depredación
contra
tierras no musulmanas.
La relación de
Mahoma con las mujeres representa el paradigma de supremacía masculina,
elevado
a un grado superlativo, dado que la tradición le atribuye buen número
de esposas.
La biografía de Ibn Hisham cuenta que, al morir, dejó un harén de nueve
viudas,
en su palacio de Medina. El Corán, aunque no da el nombre de ninguna de
ellas,
sí recoge cómo Dios le concedió derechos y privilegios sobre las
mujeres. Hasta
el punto de que Dios le declaró lícito, aparte de sus esposas y las
esclavas
que poseía, tomar a cualquier mujer creyente que se le ofreciera, si él
quería
casarse con ella.
«¡Profeta! Te
hemos permitido a tus esposas, a las que has dado su dote, a las
esclavas que
posees de lo que Dios te ha dado como botín, a las hijas de tu tío
paterno, a
las hijas de tus tías paternas, a las hijas de tu tío materno y a las
hijas de
tus tías maternas que habían emigrado contigo. Y a toda mujer creyente,
si ella
se ofrece al profeta, si el profeta quiere casarse con ella, un
privilegio
concedido a ti, no a los creyentes» (Corán 90/33,50).
En este aspecto,
sin embargo, el «buen modelo» (Corán 90/33,21) que según el libro
sagrado del
islam constituye Mahoma tampoco podría ser imitado, pues para el
creyente
musulmán está prescrito que no puede aspirar a más de cuatro esposas
simultáneas (Corán 91/4,3).
Resultan
muy reveladoras de la concepción
musulmana de la mujer las historias que narra la tradición de Mahoma,
donde lo
retratan, por ejemplo, a propósito de su matrimonio con Aisha, o en su
comportamiento con las adúlteras. Los textos correspondientes de los
hadices
están publicados como «Mahoma y su matrimonio con la niña Aisha» y
«Mahoma y
las mujeres adúlteras» en el capítulo dedicado a Mahoma en mi libro La
genealogía del islam (2021).
Al
final del recorrido, cae por su peso la conclusión de que, en la
religión
coránica, el concepto de la mujer musulmana, con respecto al hombre
musulmán,
presenta un perfil negativo, el de la incontestable inferioridad de la
mujer.
Está estigmatizada como inferior teológicamente. Es considerada
inferior por
naturaleza. Es vista como fuente de impureza. Es juzgada como
deficiente
intelectual y moralmente. Es tratada como inferior social y
jurídicamente.
Tiene menos valor en la venganza de sangre. Tiene menos derecho en la
herencia.
Tiene menos derechos en el matrimonio. Está supeditada en la relación
sexual.
Queda en desventaja en el divorcio. Está más indefensa en caso de
adulterio.
Recibe peor castigo por la homosexualidad. Sufre la mutilación genital.
Es
descrita como objeto sexual en el paraíso. El velo islámico simboliza
la
sumisión femenina y la supremacía masculina. Esta, y no otra, es la
caracterización que queda de manifiesto al indagar en los textos
sagrados del
islamismo.
La precedente
exposición está basada sobre todo en el texto del Corán, sin entrar en
el
estudio de los hadices de Mahoma, ni las exégesis, ni las escuelas de
jurisprudencia, donde las prescripciones que determinan la desigualdad
y
consagran la inferioridad de la mujer son apabullantes.
La condición
femenina se define en el Corán como taxativamente inferior a la
masculina. La
inferioridad de la mujer tiene un carácter antropológico, pues
su
humanidad es menor que la del hombre; tiene un carácter jurídico,
en
asuntos de testimonio, herencia, matrimonio, repudio, violación,
homosexualidad, etc.; tiene un carácter teológico, puesto que
la
revelación asevera que Dios ha elevado a los varones sobre las féminas
y les ha
conferido autoridad sobre ellas. Subyace una visión misógina que luego
se traduce
en el régimen jurídico.
Si el Corán
desvaloriza a la mujer, el menosprecio contagia toda la tradición
musulmana
ortodoxa, comenzando por los hadices de Al-Bujari y de Muslim. Desde
entonces,
incorporado como estructura de pensamiento que orienta la vida, no ha
cesado de
provocar consecuencias perniciosas, no solo para las propias mujeres,
sino para
el conjunto de la humanidad.
Pero todo esto se
suele escamotear en los medios informativos y formativos de nuestra
sociedad,
en la que no son pocos los émulos del conde don Julián que pacen por la
izquierda política, y los nostálgicos del obispo don Opas, entre el
redil de
los clérigos.
No
falta quien sostiene que las mujeres árabes mejoraron su situación y se
emanciparon gracias al islam. Para disipar semejante espejismo, bastan
unas
sencillas consideraciones sobre lo que relata la propia tradición
musulmana:
antes de la victoria mahometana, había mujeres socialmente relevantes,
que se
dedicaban a actividades de carácter público y mercantil con su propia
fortuna.
– Jadiya, la
primera esposa de Mahoma, era una mujer notoria y rica, que
administraba su
negocio en el comercio de caravanas, a escala internacional, en el que
empleó
precisamente al que luego sería su marido.
– Hind bint Utba,
esposa de Abu Sufián, jefe de un clan importante de la tribu curaisí,
mantenía
negocios con Siria. Fue la madre de Muawiya, que llegaría a ser el
primer
califa de la dinastía omeya.
– La madre de Abu
Yahl, otro dirigente curaisí, que era primo del padre de Mahoma, pero
enemigo
del islam, poseía y regentaba una tienda de perfumes.
Pues bien, esa
clase de actividades resultaron impensables para las mujeres después de
la
instauración del sistema islámico. Ya no se permitían actividades
públicas de
ese tipo a las mujeres, que acabaron recluidas cada vez más en el
ámbito
doméstico.
El único avance
podría haber sido, según resaltan algunos, la prohibición del
infanticidio
femenino. Pero esto tampoco parece seguro, dado que la historiografía
actual
cree que tal práctica no existía ya en la época de Mahoma.
Por otra parte,
el islam marginó a las mujeres del espacio público. El uso del velo
islámico
representa simbólicamente el conjunto del sistema de restricciones
impuesto a
las mujeres musulmanas, que implica la negación de su mayoría de edad y
su
férrea exclusión de la vida social y política. Esa
marginación de las mujeres, al estar fundada en el Corán, nunca fue
cuestionada
realmente por ninguno de los grandes pensadores musulmanes.
Un autor tan influyente como
Algazel (muerto
en 1111) describe perfectamente cuál es la ortodoxia acerca de la mujer
musulmana:
«Ella debe quedarse en casa e
hilar la lana.
No debe salir con demasiada frecuencia. Debe ser ignorante, no debe ser
sociable con sus vecinos y no debe visitarlos si no es absolutamente
necesario.
Debe cuidar de su marido y debe testimoniarle respeto, tanto en su
presencia
como en su ausencia. Debe tratar de satisfacerlo en todo. No debe
tratar de
engañarlo, ni de sisarle dinero. No debe salir de su casa sin el
permiso de su
marido y, si él se lo concede, debe hacerlo discretamente. Deberá
vestirse con
vestidos usados y pasar por las calles vacías. Deberá evitar los
mercados
públicos y asegurarse de que nadie pueda identificar su voz y
reconocerla. No
debe dirigir la palabra a un amigo de su marido, incluso si ella
necesita su
ayuda. Su única preocupación será la de preservar su virtud, su hogar,
tanto
como sus rezos y el ayuno. Si un amigo de su marido viene a visitarlo
mientras
él está fuera, ella no debe abrir la puerta ni responderle, a fin de
salvaguardar su honra y la de su marido. En cualquier ocasión, ella
estará
contenta con la satisfacción sexual que le procure su marido. Y siempre
estará
solícita para poder satisfacer en todo momento las necesidades sexuales
de su
esposo» (Al-Ghazali, El resurgimiento de las ciencias religiosas.
Véase
también: «Duties of wife toward husband», en Revival of religious
learnings,
vol. II. Karachi, Darul-Ishaat, 1993: 43-44).
En el mismo sentido, es elocuente
la
opinión del filósofo Averroes (muerto en 1198), que estaba
absolutamente
convencido de la lamentable inferioridad femenina: «Él habla de la
condición de
las mujeres en los países musulmanes para deplorarla. Constata, en
efecto, que
ellas no tienen otra función que la de ocuparse de los niños y, para
obtener
algún dinero, la de hilar y tejer. Así, dice, ellas están reducidas al
estado
de plantas. Pero, en realidad, Averroes no se lamenta por las mujeres.
Lo que
él deplora es su inutilidad y la carga que representan para su marido»
(Delcambre, 2006).
Los
países de mayoría musulmana mantienen en vigor buena parte de las
prescripciones coránicas, recogidas en el derecho islámico. En algunos
de
ellos, como Arabia Saudí e Irán, la ley islámica rige totalmente la
sociedad y
el Estado. En otros, de manera casi completa, como en Pakistán, Sudán,
etc.
Cuanto más islámico es un país,
más completa
y
rigurosamente impone la ley islámica. El hecho es que la mayoría de los
miembros de la Organización para la Cooperación Islámica, 56 Estados
más la
Autoridad Palestina, presentan en general un panorama desolador:
– La mayoría se encuentran
estancados en el
desarrollo económico, en lo que sin duda influye la postergación social
de la
mujer.
– No hay ninguna democracia
estable en esos
países, y la mujer apenas accede a la vida política.
– Ninguno ha ratificado la Declaración
universal de los derechos del
hombre. Y en todos ellos, los derechos de las mujeres son
sistemáticamente conculcados.
– En particular, rechazan la
libertad
religiosa. Dejar de ser musulmán puede ser perseguido y castigado con
pena de
muerte.
– Presentan, a nivel mundial, el
mayor índice
de analfabetismo, que, en áreas rurales, llega a ser masivo.
– En más de la mitad de esos
países, persiste
la práctica de la mutilación genital femenina (Aldeeb, 2012), y en
algunos de
ellos incluso el abandono de niñas recién nacidas.
– En esas sociedades musulmanas,
se da la
mayor falta de libertad de la mujer (según informe del Comité de
Derechos
Humanos de la ONU, en 2003).
Un ejemplo de
pretendido liberalismo islámico: en Arabia Saudí, en 2018, se introdujo
un
cambio legal por el que las mujeres pueden conducir, abrir un negocio,
asistir
a actos deportivos, acceder a la educación e ir al médico sin permiso
de un
varón. Pero, en la práctica, la policía religiosa sigue vigilando: las
mujeres
no pueden viajar solas, no tienen autonomía para casarse o divorciarse,
ni para
declarar ante la policía sin el permiso de un guardián masculino. Si lo
hacen,
se exponen a ser amonestadas o condenadas.
Mientras presume
de aperturismo, el gobierno saudí ha promovido una aplicación
informática que
permite a los hombres controlar a distancia a las mujeres que están
bajo su
tutela, una aplicación que ahora se distribuye en la respectiva tienda
digital
de Apple y de Google.
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