24. La hostilidad hacia los judíos y los
cristianos
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Si leemos el Corán, es obvio que las
alusiones, las invectivas y los apóstrofes referidos a los judíos y los
cristianos son muy extensas, mucho más que los versículos donde se los
nombra
explícitamente. No obstante, el método de estudiar las designaciones
explícitas
en su contexto inmediato, a la vez que se tiene en cuenta la posición
cronológica, resulta una táctica de indagación que rinde sus frutos y
permite
conocer, con suficiente precisión, el pensamiento y la doctrina del
Corán, así
como su evolución, aunque no se lleve a cabo un análisis monográfico y
exhaustivo.
La designación «hijos de Israel» la
emplea el Corán 40 veces, en total, y se encuentra repartida a lo largo
de los
capítulos: 24 incidencias antes de la hégira; y 16, después. Pero su
sentido no
es homogéneo, sino que cambia drásticamente al pasar del período mequí
al
mediní. Las menciones antehegíricas se producen en narraciones de la
historia
de Moisés en relación con Faraón, los signos, el éxodo, el paso del
mar, la
travesía del desierto y la llegada a la tierra prometida.
«Hicimos atravesar el mar a los hijos
de Israel. Faraón y sus soldados los siguieron entonces, con furia y
hostilidad. Cuando estaba a punto de ahogarse, dijo: ‘Creo que no hay
más dios
que aquel en el que creen los hijos de Israel’» (Corán 51/10,90).
La expresión manifiesta un significado
al mismo tiempo poblacional y religioso. Es el pueblo hebreo, en
sentido
genérico, heredero de las promesas de Dios, cuya historia bíblica es
evocada
como paradigma de la revelación y el favor divino en numerosas suras.
En seis ocasiones, todas ellas
anteriores a la hégira, destaca la historia de que Dios entregó a
Moisés y a
los israelitas el Libro, es decir, la Torá (Corán 48/27,76; 50/17,2;
50/17,4;
60/40,53; 65/45,16; 75/32,23). Por ejemplo:
«Dimos a los hijos de Israel el libro,
la sabiduría y la profecía, les proporcionamos cosas buenas y los
favorecimos
con respecto a todo el mundo» (Corán 65/45,16)
El libro por excelencia, la mayor
parte de las veces que se menciona, es la Torá. Y es, como dijimos en
el
capítulo sobre el Corán, la «madre del libro», de la que se hizo una
traducción
al árabe (Corán 63/43,4; 89/3,7; 96/13,39; 96/13,43).
Sin embargo, en las suras coránicas
posteriores a la hégira (la 87 en adelante), la expresión «hijos de
Israel» se
refiere, la mayoría de las veces, no a los de los tiempos bíblicos,
sino a los
coetáneos a los que el predicador árabe se dirige, con diferente tono.
En el
capítulo 87 cronológico (2 de la vulgata), les recuerda su historia
pasada y los
exhorta a unirse al movimiento mahomético, si bien ya los acusa de
negar los
signos de Dios (Corán 87/2,83). Mientras que, en el capítulo 112 (5 de
la
vulgata), arremete contra ellos, acusándolos de sus maldades y las de
sus
antepasados, por violar la alianza con Dios y tergiversar la Torá
(Corán
112/5,13), por extraviarse y cometer excesos (Corán 112/5,32), por
desmentir y
matar a los profetas (Corán 112/5,70), por ser unos descreídos y unos
malditos
(Corán 112/5,78).
También se trae a colación la figura
de Jesús en relación con los hijos de Israel:
– Dios puso a Jesús como ejemplo para
los hijos de Israel (Corán 63/43,59).
– Fue enviado a los hijos de Israel
como signo de su Señor (Corán 89/3,49; 109/61,6).
– Un grupo de los hijos de Israel, los
apóstoles de Jesús, creyeron (Corán 109/61,14).
– Jesús maldijo a los hijos de Israel
que no creen (Corán 112/5,78).
– A pesar de los milagros realizados
por Jesús, ellos no creyeron, sino que lo imputaron de magia (Corán
112/5,110).
Las referencias a los hijos de Israel,
por distintas vías, van evolucionando hasta terminar,
indefectiblemente,
reuniendo elementos para una descripción negativa que los descalifica.
Diríamos
que, conforme al sesgo ideológico de la versión final del Corán, se
trata de
armar una justificación para que los hijos de Israel (= Jacob)
sean
sustituidos por los hijos de Ismael (supuestamente los árabes),
apropiándose estos de la herencia de aquellos. Y así lo observamos
nítidamente
claro en otros pasajes.
Otra denominación parecida, pero no
coextensiva,
es la de «gentes de Moisés», utilizada en cuatro ocasiones, todas antes
de la
hégira. Excepto en una, que es elogiosa (Corán 39/7,159), tienen un
cariz
negativo hacia esas gentes, que actuaron mal ante Dios. Y lo mismo
ocurre con
otras construcciones del mismo tipo, que aparecen esporádicamente:
gentes de
Noé, gentes de Hud, gentes de Abrahán, gentes de Lot, gentes de Faraón,
gentes
de Madián, gentes de Tuba, gentes de Salih, gentes de Al-Rass. Llama la
atención que, en todos los casos, esas «gentes» o «pueblos» se dibujan
con
connotaciones peyorativas: desmienten, descreen, desobedecen. Todos son
ejemplos retóricos para ilustrar la idea coránica de que todos los
pueblos han
rechazado a los enviados de Dios y por eso fueron castigados. Esto se
presenta
como escarmiento y advertencia a los oyentes, a la par que va
preparando el terreno
para uncirlos finalmente a la causa de la yihad, cuya misión será
agredir, cual
brazo castigador de Alá, a todos los que no acepten al profeta del
islam.
No
es tan obvio el significado de la expresión tan tópica de «las gentes
del libro»,
de donde se ha derivado a hablar de «las religiones del libro». Esta
último
calificativo, en una acepción general, puede designar aquellas
religiones que
tienen un libro sagrado, cosa que ocurre con todas las grandes
religiones de
India, China, Egipto, Persia y Oriente Medio. Pero, en el texto
coránico, esto
carece de sentido.
También podría
referirse a las tradiciones religiosas monoteístas (judíos, cristianos
y
muslimes), por cuanto poseen un libro canónico, cada cual el suyo, en
el que
supuestamente se registra la «revelación» del único Dios. Pero, si lo
pensamos
con rigor, de alguna manera, la expresión solamente encajaría con el
islamismo,
pues solo él posee un libro en singular, el Corán. Por el contrario, la
Biblia
hebrea no es un libro, sino una pequeña biblioteca compuesta de al
menos
cuarenta libros. Y el Nuevo testamento cristiano consta de
veintisiete
escritos de distintos autores. No les cuadra la designación de «libro»
en
singular.
Sin embargo, la
exégesis más convincente es otra, la de Sami Albeeb, quien demuestra
que la
expresión «las gentes del libro» se refiere en exclusiva al pueblo
judío, que
recibió la escritura, o libro, de Moisés. El «libro» designa la Torá.
Por
tanto, tenemos que descartar como una equivocación eso de llamar
«gentes del
libro» a los cristianos y a los mahometanos. En consecuencia, también
es un
completo error hablar de tres «religiones del libro».
Pero pasemos a analizar lo que dice el
Corán. Allí, la denominación que destaca sobre todas las demás es
precisamente la
de «gentes del libro», que se reitera hasta 31 veces. De estas, solo
encontramos
una en los capítulos antehegíricos, tolerante por las circunstancias,
pidiendo
que no se discuta con ellos:
«No disputéis con las gentes del
libro, sino de la mejor manera, salvo con aquellos que han oprimido.
Decid: ‘Creemos
en lo que descendió hacia vosotros y en lo que descendió hacia
vosotros.
Nuestro Dios y vuestro Dios son uno solo. Y somos sumisos a él’» (Corán
85/29,46).
A diferencia de
la expresión «hijos de Israel», distribuida por las suras de La Meca y
las de
Medina, la locución «gentes del libro» se concentra en capítulos
posteriores a
la hégira. Esto quiere decir que a esta última identificación se le
confirió, entonces,
un significado específico que, además, distaba mucho de respetar las
buenas
maneras. Porque la constante es enjuiciar negativamente a las gentes
del libro,
no las de cualquier libro sagrado, sino las del libro por antonomasia:
el de la
Ley de Moisés. Si repasamos los treinta versículos concernidos, solo
encontramos cuatro en los que parece que se valora en sentido favorable
a un
grupo de esa gente. Por ejemplo:
«Entre las gentes del libro, hay
quienes creen en Dios, en lo que ha descendido sobre vosotros, y en lo
que ha
descendido sobre ellos. Postrados ante Dios, no cambian las aleyas de
Dios por
un bajo precio. Esos tendrán su recompensa junto a su Señor» (Corán
89/3,199).
Al seguir examinando el texto en su
estado redaccional final, comprobamos, en efecto, que, en el conjunto
de los versículos
donde aparece la denominación «gentes del libro», el significado de la
expresión no es meramente descriptivo, sino que está marcado con un
sesgo
peyorativo: todo son acusaciones, reproches, insultos, imprecaciones y
amenazas
por parte de los autores del Corán.
«Muchos de las gentes del libro
hubieran querido, después de que creísteis, haceros abjurar, por
envidia de su
parte, después de que la verdad se les había manifestado» (Corán
87/2,109).
«Los que descreen entre las gentes del
libro, así como los asociadores, irán al fuego de la gehena, donde
estarán
eternamente. Esos son lo peor de la creación» (Corán 100/98,6).
Con todo, sigue siendo una incógnita
por despejar quiénes son esas gentes del libro, algo no tan
evidente a
primera vista. Como hemos dicho, hay una interpretación usual que
imagina que son
los judíos, los cristianos y los mahometanos conjuntamente, pero esto
resulta
precipitado. En primer lugar, no puede referirse a los musulmanes,
porque son
ellos quienes están señalando a esas gentes del libro como adversarios.
Tampoco
puede referirse al conjunto de los judíos y los cristianos, por más que
muchos
traductores lo hayan entendido así. Porque, en el texto coránico, el
«libro» (o
la escritura) indica primordialmente la Torá mosaica, cuyas «gentes» no
son
sino los seguidores de la religión judía.
Por lo tanto, hay que desterrar la inercia
ordinaria de hablar de las «gentes del libro» sobreentendiendo que
abarca a
judíos, cristianos y musulmanes. Más aún, es necesario rechazar la
frase hecha
de las «religiones del libro», que pretende conglobar el judaísmo, el
cristianismo
y el islamismo. Esta interpretación no tiene base ninguna, aparte de
que la
frase «religiones del libro» ni siquiera figura en el Corán.
Está absolutamente claro que el Corán jamás
aplica el calificativo de «gentes del libro» a los seguidores de
Mahoma. Esta designación
se refiere en exclusiva a los judíos de religión, cuyo libro es la
Torá. Aunque
sí es verdad que, entre la treintena de incidencias de esa expresión,
encontramos dos versículos en los que parece que se refiere a los
cristianos,
más en concreto, por lo que se dice, más bien a miembros de las
iglesias de
Nicea:
«No son todos iguales. Entre las
gentes del libro, hay una comunidad que, de pie, recita las aleyas de
Dios
durante la noche, y se prosterna» (Corán 89/3,113).
«¡Gentes del libro! No exageréis en
vuestra religión, y no digáis sobre Dios más que la verdad. El Mesías
Jesús,
hijo de María, no es más que un enviado de Dios, su palabra que él
envió a
María, y un espíritu de él. Creed, pues, en Dios y en sus enviados»
(Corán
92/4,171).
Menos transparente resulta la otra
aleya que empieza «Di: ‘¡Gentes del libro! No exageréis en vuestra
religión’»
(Corán 112/5,77). Son las únicas dos ocasiones en que se dice eso de
«no
exageréis». Y es muy posible que se trate de un añadido tardío al
texto. En la
mayoría de los casos, queda claro que solo se refiere a los judíos de
religión,
incluyendo los de tiempos pretéritos y los coetáneos de Mahoma (cfr.
Corán
92/4,153-157). En definitiva, las denostadas gentes del libro son
exclusivamente los judíos rabínicos, aunque existe cierta confusión en
determinados
versículos.
Otra pregunta que suscita el texto es
acerca de cuál sería el auditorio al que se dirigía la predicación de
esos
versículos que sermonean sobre los judíos, llamándolos gentes del
libro. La
respuesta más probable y sorprendente es que los escuchantes directos
no son
nunca esas «gentes del libro» nombradas. Pues, de los treinta y un
versículos, en
diecinueve se habla gramaticalmente en tercera persona, de modo que se
habla de
ellos, pero no con ellos. Otros seis comienzan anteponiendo un «Di:»,
esto es,
se indica que se les diga algo, lo que supone igualmente que se está
hablando
sobre ellos y no con ellos:
«Di: ¡Gentes del libro! ¿Por qué no
creéis en las aleyas de Dios?» (Corán 89/3,98).
Los seis restantes empiezan
directamente con el vocativo «¡Gentes del libro!», pero, a veces, es a
continuación de un versículo introducido también por «Di:», lo que hace
sospechar que en todos los casos, sin excepción, se está tratando de
ellos en su
ausencia, y que la interjección utilizada no es sino una ficción
oratoria. La
conclusión es que el texto considera a las gentes del libro, los
judíos, suficientemente
distanciados ya, y convertidos en objeto de una sostenida diatriba
contra
ellos. Y no solo en el plano de la dialéctica o la polémica, sino en el
de la explícita
confrontación armada, conducente a la conquista y la captura del botín
de
guerra. Por no creer, es decir, por resistirse a Mahoma, no solo irán
al
infierno, sino que sufren la yihad aquí:
«Hizo descender de sus fortificaciones
a aquellos de las gentes del libro que los habían apoyado, e infundió
el terror
en sus corazones. A unos los matasteis, y a otros los hicisteis
prisioneros. Él
os ha dado en herencia sus campos, sus viviendas, sus bienes y una
tierra que
nunca habíais pisado. Dios es omnipotente» (Corán 90/33,26-27).
«Es él [Dios] quien desterró de sus
viviendas a los que descreyeron entre las gentes del libro, cuando el
primer
enfrentamiento. No creísteis que serían expulsados, y ellos creyeron
que sus
fortificaciones los protegerían de Dios. Pero Dios llegó sobre ellos
por donde
no esperaban, e infundió el terror en sus corazones. Demolieron sus
casas con
sus propias manos y con las manos de los creyentes» (Corán 101/59,2).
El término «judíos» se cuenta 21 veces
en el corpus coránico. De ellas solamente dos en capítulos anteriores a
la
hégira, en los cuales hay alusiones históricas y ninguna referencia a
los
judíos contemporáneos del predicador árabe. Sin embargo, a partir del
capítulo
87 en orden cronológico (sura 2 de la vulgata), igual que ocurre con
las «gentes
del libro», está presente la mención de los «judíos» y la polémica
contra ellos.
En el Corán, el
término los judíos designa a veces a
los judíos en general, pero más específicamente a los judíos de
religión, los
judíos rabínicos, en el mismo sentido que se dice «las gentes del
libro» y «las
gentes de Moisés». En cambio, la designación «hijos de Israel», como
hemos
visto, abarca a todos los judíos étnicos, tanto ortodoxos, como
nazarenos, o
incluso judíos cristianos.
En ocasiones, se
les aplica a los judíos de religión el descalificativo de kufar,
que se
suele traducir por «infieles». Esa palabra árabe (en singular kafir,
étimo
del vocablo español «cafre») significa literalmente «los que recubren».
En el
Corán, al parecer, designaba inicialmente solo a los judíos rabínicos,
por
cuanto eran acusados de tapar o esconder buena parte del verdadero
mensaje de
la Biblia (Corán 55/6,91). Pero luego pasó a aplicarse asimismo a los
cristianos; y más tarde, se generalizó su uso para designar a los
politeístas, terminando
por tachar de «infieles» a todos los no musulmanes.
El Corán
alecciona a sus creyentes para estar prevenidos frente a los judíos,
que han
descreído a Mahoma, que intentarán atraerlos a su religión (Corán
87/2,120;
87/2,135). Redarguye con la tesis de que Abrahán no era judío ni
cristiano
(Corán 87/2,140; 89/3,67). Los culpa de haber rechazado y asesinado a
los
profetas enviados por Dios (Corán 87/2,87; 89/3,183-184). Los acusa de
tergiversar las palabras de la Biblia (Corán 92/4,46). En un momento,
quizá de
debilidad, concede que Dios juzgará quién lleva razón entre las
religiones (Corán
103,22/17). Pero, en seguida, sostiene que los judíos no mantienen ya
la
alianza con Dios (Corán 110/62,6), ni son sus hijos bienamados (Corán
112/5,18). Después de conceder que a cada comunidad se le dio un libro
y una
legislación (Corán 112/5,43-50), se desdice porque no reconocen la
nueva
revelación. Postula, entonces, un rechazo total de los otros, en pro de
la
autoafirmación de los seguidores de Mahoma como pueblo elegido
sustituto:
«¡Vosotros que
habéis creído! No toméis a los judíos y a los nazarenos por aliados.
Son
aliados unos de otros. Quien de vosotros se alíe con ellos es de los
suyos»
(Corán 112/5,51).
«Encontrarás que
los más fuertes de los humanos en enemistad hacia los que han creído
son los
judíos y los asociadores» (Corán 112/5,82).
«Los judíos dijeron:
‘Esdras es hijo de Dios’ (…) Esta es la palabra de sus bocas. Imitan la
palabra
de los que ya antes descreyeron. ¡Que Dios los destruya! ¿Cómo son tan
perversos?» (Corán 113/9,30).
«Tenéis un buen modelo en Abrahán
y en los
que
estaban con él, cuando dijeron a sus gentes: ‘Nos desentendemos de
vosotros y de
lo que adoráis fuera de Dios. Renegamos de vosotros, y la enemistad y
el odio
han aparecido entre nosotros y vosotros para siempre, hasta que creáis
solo en
Dios’» (Corán 91/60,4).
La doctrina
coránica respecto a los judíos fue evolucionando desde la inicial
exaltación
épica de su historia, hasta la difamación de los judíos de entonces,
para
desembocar en la declaración de guerra y el proyecto de avasallamiento,
que
inspirará el comportamiento musulmán en el futuro:
«Salvamos a los
hijos de Israel del castigo humillante, de Faraón. Era soberbio y
desmesurado.
Los favorecimos, en conocimiento, respecto a los pueblos del mundo y
les
aportamos signos en los que hay una prueba manifiesta» (Corán
64/44,30-33).
«Esos a los que
se encargó la Torá, pero que no se han hecho cargo de ella, se parecen
al asno
cargado de libros. Qué detestable parecido el de esas gentes que
desmienten las
aleyas de Dios. Dios no dirige a las gentes injustas» (Corán 110/62,5).
Este decreto de avasallamiento
quedó acuñado
como la última palabra de Mahoma sobre el asunto. Será la piedra
angular del
régimen de dimmitud, de «enemistad y odio», y segregación
social para la
población judaica en los Estados del sistema islámico.
El islamismo, aunque reconoce que
los judíos,
los
cristianos y los zoroastras adoran de alguna manera al único Dios, los
clasifica también en la categoría de descreídos, en cuanto no
musulmanes. De ahí que, en la sociedad islámica, solo logren escapar de
la
muerte, si se atienen a una de dos salidas que les ofrecen: o la
islamización,
o la aceptación de la dimmitud, para vivir en apartheid,
sojuzgados,
avasallados. Jurídicamente se concibe como un sistema de «protectorado»
impuesto, o de «pacto» otorgado; en cualquier caso, fundado en un acto
de poder
y en una estructura de opresión permanente, por la que esos sectores de
la
sociedad permanecen excluidos, confinados y explotados. Así lo predica
la
doctrina, lo estipula la ley y lo lleva a cabo el comportamiento
político, que suele
aplicar la intolerancia en diferentes grados, en la medida en que no
puede, o
no le interesa, exterminarlos del todo; algo que, por desgracia,
también ocurre
a veces.
La razón última justificativa de
tanta
hostilidad
contra los judíos, como todo en el Corán, es de orden teológico: se les
culpa e
incrimina por haber incurrido en la ira de Dios. No se trata de
una
expresión incidental, sino de una de las maneras de referirse a los
judíos sin
mencionar su epónimo gentilicio. Aparece en el versículo séptimo (sea
una
interpolación, o no) de la primera sura, que es usada como la fórmula
de rezo
incesantemente repetida por todo musulmán:
«Dirígenos por el camino recto, el
camino de
quienes
tú has agraciado, no el de los que han incurrido en tu ira, ni el de
los extraviados»
(Corán 5/1,6-7).
Aunque no sean
los únicos en concitar la ira divina, está fuera de duda que en ese
versículo las
acusaciones se refieren respectivamente a los judíos y a los
cristianos. Con
respecto a los judíos, la misma expresión se repite en otros versículos
(Corán
87/2,90; 89/3,112; 91/60,13; 105/58,14; 112/5,80), donde, además, se
los
degrada asemejándolos a animales grotescos e impuros. Ya hemos visto
cómo se
los compara metafóricamente con asnos (Corán 110/62,5).
«Cuando fueron
insolentes a propósito de lo que se les había prohibido, les dijimos:
‘Sed unos
monos despreciables’» (Corán 39/7,166).
«Habéis conocido
a aquellos de los vuestros que profanaron el sábado. Entonces, les
dijimos: ‘Sed
unos monos despreciables’» (Corán 87/2,65).
«Di: ¡Gente del
libro! (…) ¿Os informo de algo peor que eso como retribución ante Dios?
Aquellos a los que Dios ha maldecido, que han incurrido en su ira, que
él ha transformado
en monos y en cerdos, y que adoran a los ídolos, esos tienen la peor
situación,
y son los más extraviados del camino recto» (Corán 112/5,60).
Al respecto, no
faltan quienes afinan, precisando que los «monos» son los judíos, y los
«cerdos»
son los cristianos (cfr. Spencer 2006).
La interpretación
de que la frase «los que incurren en la ira» alude a los judíos y la
expresión «los
extraviados» alude a los cristianos es la que han mantenido los
comentadores y
exegetas musulmanes a lo largo de toda la historia (cfr. Aldeeb 2014a y
2014b).
En las
compilaciones de leyendas de Mahoma, se enaltece la hostilidad obsesiva
hacia
los judíos, con fantasías de cómo hasta la naturaleza se confabula
contra
ellos:
«Abd Allah Ibn
Umar narra que el enviado de Dios dijo: ‘Combatiréis contra los judíos,
y si
uno de ellos se esconde detrás de una roca, la roca dirá: – Siervo de
Dios,
aquí hay un judío detrás de mí, mátalo’» (Al-Bujari, Sahih,
tomo 4, libro
16, hadiz 2925).
La misma
historieta se cuenta, puesta en boca de Abu Huraira, en Al-Bujari, Sahih,
tomo 4, libro 16, hadiz 2926. Debía ser muy popular, porque, en los
hadices de
Muslim, se repite por triplicado: Sahih, volumen 7, libro 52,
capítulo
18, hadices 7337, 7338 y 7339.
La inquina de
Mahoma hacia los judíos y los cristianos fue en aumento hasta el final
de sus
días. Así lo podemos comprobar en el relato de su muerte recogido en la
prestigiosa biografía de Ibn Sad: «Cuando se acercaba el postrer
momento del
profeta, este se tapaba el rostro con una sábana; pero cuando se sintió
peor,
se la quitó de su rostro y dijo: ‘La condenación de Alá caiga sobre los
judíos
y los cristianos que convirtieron las tumbas de sus profetas en objetos
de
culto’» (Ibn Sad, Kitab al-tabaqat
al-kabir, vol. 1). Y con tales palabras exhaló su último aliento.
En el Corán llegado hasta nosotros, el
término «nazarenos» aparece en catorce versículos, dos veces en uno de
ellos. Se
suele traducir de forma inexacta por cristianos, con lo cual se
ha
evitado incluso plantear el problema de los genuinos nazarenos,
que
deben distinguirse de los cristianos. Solo en los últimos decenios, los
islamólogos han descubierto el papel relevante de la secta nazarena.
Esta difuminación
de los judíos nazarenos sugiere cuán tardía fue la época en la que
fraguó el
texto final del Corán, cuando, en aquel medio persa de la corte de
Bagdad, ni
se recordaba ya su existencia, tan determinante en el nacimiento del
protoislam.
En árabe, cristianos se dice propiamente masihi (de Mesías),
pero,
probablemente por un uso que se normalizó, se les acabó denominando nazara
(nazarenos).
Ahora bien, el hecho es que no se ha
borrado del todo el rastro de los nazarenos, que fueron mentores del
profetismo
de Mahoma (cfr. Corán 42/25,5; 70/16,103) y aliados suyos en las
primeras batallas
(cfr. Corán 113/9,100) que pretendían abrir camino hacia la conquista
de
Jerusalén. De ahí que sea preciso dilucidar cuáles son las menciones
que se
refieren efectivamente a los cristianos y cuáles serían una alusión
residual a
los judíos nazarenos. Puede consultarse «Clave de lectura del Corán.
Los
nazarenos, los asociadores, los judíos, la gente del libro, los kufar
y
los musulmanes».
El término nazareno
existía ya en el Nuevo testamento (Mateo 2,23 y Hechos 2,22), y
la voz cristiano
surgió por primera vez en Antioquía de Siria (Hechos 11,26). De las
veces en
que el Corán emplea el calificativo «nazarenos», ¿cuándo se debe
traducir
correctamente por «cristianos» y cuándo por «nazarenos»? Sami Aldeeb,
en su
Corán en francés, optó por dejar siempre la traducción literal,
nazarenos, advirtiendo
de la confusión y, en algún caso, de la interpolación (en Corán
87/2,62).
Históricamente, la
denominación nazarenos alude a la secta judeocristiana de la
que derivó
el primer islam. En cambio, los cristianos son los de las grandes
iglesias,
imperial, nestoriana y jacobina. Estos cristianos, en ciertos pasajes
del
Corán, parecen asimilarse a los que llama «asociadores», es decir, los
que
ponen otros dioses además de Dios; pero esto no está del todo claro,
porque a
veces se enumeran a unos y a otros como distintos en la misma aleya
(cfr. Corán
103/22,17). Según el análisis codicológico de Jean-Jacques Walter
(2014), fue
la mano de un autor en particular, distinto de otros redactores del
Corán, la
que introdujo a un tiempo el monoteísmo y la condena de los
«asociadores», entendiendo
por tales a los cristianos, con apoyo en la distorsión coránica que
insidiosamente
confunde la Trinidad con un triteísmo. Por eso, tilda de descreídos a
los
cristianos.
«No digas tres. (…) Dios no es más que
un solo Dios. ¡Exaltado sea! ¿Cómo puede tener un hijo?» (Corán
92/4,171).
«Han descreído quienes dijeron: ‘Dios
es el Mesías, hijo de María’». (Corán 112/5,17).
«Han descreído quienes dijeron: ‘Dios
es el tercero de tres’. Porque no hay más dios que un solo Dios» (Corán
112/5,73).
Lo más probable
es que la consideración condenatoria hacia los cristianos como
«asociadores» no
se les adjudicaba en el estrato primitivo del corpus coránico, pero sí
se les
echaba en cara ya a mediados del siglo VIII. En efecto, Juan Damasceno,
en su Libro
sobre las herejías (hacia el año 746), lo atestigua:
«Nos llaman
asociadores (ἑταιριστάς), porque afirman que
hemos
introducido un asociado con Dios, diciendo que Cristo es el Hijo de
Dios, y
Dios. A estos les respondemos que esto nos lo han transmitido los
profetas y la
escritura. ¡Y vosotros aseveráis haber aceptado a los profetas! Pues,
si
decimos equivocadamente que Cristo es Hijo de Dios, estaban equivocados
quienes
nos lo enseñaron y nos lo transmitieron» (Juan Damasceno 1864a, columna
767).
Por un lado, los
nazarenos (nazara) son citados como amigos y aliados de los
protomusulmanes:
eran una «comunidad en el buen camino» (Corán 112/5,66). Así se refleja
en otros
versículos:
«Los que han
creído, los judíos, los sabeos y los nazarenos, los que de ellos han
creído en
Dios y en el último día y han hecho buenas obras, no tienen nada que
temer y no
estarán tristes» (Corán 112/5,69).
«Encontrarás que
los más cercanos en aprecio hacia los que han creído son los que dicen
‘somos
nazarenos’. Esto, porque entre ellos hay sacerdotes y monjes, y no son
arrogantes» (Corán 112/5,82).
Por el contrario,
hay pasajes donde se rechaza la fe cristiana, la filiación divina de
Jesús y la
doctrina de la Trinidad: los llamados «nazarenos», en estos casos, solo
pueden
ser los cristianos de las iglesias de la Antigüedad tardía,
contra los
que arremete polémicamente:
«Abrahán no era
ni judío ni nazareno, sino que era recto, sumiso. No era de los
asociadores»
(Corán 89/3,67).
«Los judíos
dijeron: ‘Esdras es hijo de Dios’. Y los nazarenos dijeron: ‘El Mesías
es hijo
de Dios’ (…) Han tomado a sus doctores y sus monjes como señores, fuera
de
Dios, así como al Mesías, hijo de María, cuando se les ha ordenado no
adorar
más que a un solo Dios. No hay más dios que él. ¡Exaltado sea por
encima de lo
que le asocian» (Corán 113/9,30-31).
En otros casos, «los
nazarenos» constituyen una inserción anticristiana ulterior. Antoine
Moussali,
en sus estudios histórico-críticos del Corán, explica por qué en una
misma
sura, la 5 de la vulgata, se exhorta a los creyentes: «no toméis a los
judíos y
a los nazarenos como aliados» (Corán 112/5,51); y poco después se
contradice
afirmando que los más amigos de los creyentes son los que se denominan
«nazarenos»
(Corán 112/5,82). Pues bien, al salmodiar el versículo 51, se nota que
la
expresión «y los nazarenos» rompe el ritmo de la frase, por lo que se
trata
visiblemente de un añadido al texto primitivo (cfr. Moussali 1996).
Hay que destacar que se habla de los «judíos»
y los «nazarenos» solamente en capítulos posteriores a la hégira, lo
cual
significa que antes no se habían suscitado las polémicas con ellos. Fue
sin
duda el contexto de la invasión y la guerra lo que dio ocasión a la
enemistad.
Y es posible, incluso, que ese enfrentamiento fuera posterior a la
muerte de
Mahoma, de modo que los hadices y la biografía contendrían leyendas
ficticias,
elaboradas a posteriori, con el fin de legitimar la política de los
califas.
Llama igualmente
la atención que, en los 14 versículos donde aparece la palabra
«nazarenos», se
hable a la par de los judíos y los nazarenos en todos
los casos
excepto uno, que solo menciona a los nazarenos (Corán 112/5,14), pero
que, no
obstante, tiene su paralelo con la misma acusación para los judíos
(Corán
92/4,46). Da la impresión de que, al darle la última mano al texto, se
empaquetaron juntos a unos y otros, para descalificarlos, sin la menor
sensibilidad
para distinguir a los auténticos nazarenos, aquellos híbridos
judeocristianos, que tan decisivos habían sido en los orígenes.
Aquellos nazarenos, mentores y aliados, fueron
literalmente
raspados del texto coránico.
Al final, el
destino previsto para los cristianos es el mismo que el de los judíos.
Descalificados por herejes, descreídos y asociadores, no debe aceptarse
alianza
con ellos, porque son enemigos a los que se aterrorizará con la amenaza
del
infierno:
«Infundiremos el terror en los
corazones de los que han descreído, por haber asociado a Dios algo de
lo que él
no ha hecho descender ningún argumento de autoridad. El fuego será su
albergue.
¡Qué detestable morada para los opresores!» (Corán 89/3,151).
La animadversión
lleva a tachar a los cristianos como inmundos «cerdos» (Corán
112/5,60). Se les
declara la guerra, que no cesará hasta que se sometan a la hegemonía
musulmana.
Y se les aplicará, quizá impropiamente, el decreto de reducción al
estado de dimmíes
(cfr. Corán 113/9,29).
«¡Vosotros que
habéis creído! Los asociadores no son más que impureza. Que no se
acerquen al
santuario prohibido» (Corán 113/9,28).
«Es él quien ha
enviado a su enviado con la dirección y la religión de la verdad, a fin
de que
la haga prevalecer sobre toda otra religión. Aunque repugne a los
asociadores»
(Corán 113/9,33).
«Combatid contra
todos los asociadores, como todos ellos os combaten» (Corán 113/9,36).
Tras las
escaramuzas dialécticas, en la encrucijada oportuna se pasa a la
batalla
militar con las cimitarras y a caballo. Como es normativo, esa actitud
tan violenta
contra los cristianos busca una fundamentación teológica en la palabra
divina,
presuntamente revelada. El pecado imperdonable es que andan
«extraviados». En
el plano mítico, por considerar a Jesús como hijo de Dios y no
adherirse a la
predicación del mesianismo mahomético. En el plano práctico, por no
obedecer a
Mahoma, por oponérsele y resistir al avance de la yihad. La hostilidad
se
consagra y se inserta simbólicamente en el rezo islámico diario, como
ya hemos
visto:
«Dirígenos por el
camino recto, (…) no el de los extraviados» (Corán 5/1,6-7).
Los categorizados
como «extraviados» son por antonomasia los cristianos. La idea de
extraviarse
del camino de Dios, o de la buena dirección, es muy común por todo el
texto del
Corán: la palabra y sus derivados se repite unas 190 veces. Se llega a
decir
que «Dios extravía a quien él quiere y dirige a quien él quiere» (Corán
43/35,8;
también: 55/6,39; 59/39,36; 60/40,33; 70/16,93; etc.). Pero, sobre
todo, «Dios
extravía a los descreídos» (Corán, 60/40,74).
«Aquel que
desobedece a Dios y a su enviado, se ha extraviado con un extravío
manifiesto»
(Corán 90/33,36).
Pero hay ciertos
versículos en los que parece verosímil que se esté llamando extraviados
a los
cristianos en particular, aunque no es concluyente:
«¿No has visto a
aquellos a los que se les dio una parte del libro? Lo cambian por el
extravío,
y quieren que os extraviéis del camino» (Corán 92/4,44).
«Quienes han
descreído y han rechazado el camino de Dios, se hallan extraviados con
un
extravío lejano» (Corán 92/4,167).
No obstante, los
exegetas y comentadores de la tradición musulmana son prácticamente
unánimes en
dar la interpretación de que los «extraviados» aludidos en la primera
sura
representan a los cristianos.
Por otro lado, encontramos
una proclama parenética para seguir «la religión de Abrahán» (Corán
87/2,135 y
otras cinco iteraciones), en contraposición a la religión de los
judíos, los
nazarenos y los asociadores. Pero, si el argumento fuera consecuente,
exigiría también
abandonar la religión de Mahoma, a todas luces mucho más próxima a la
ley del
judaísmo que a la mítica fe de Abrahán, de quien apenas se nos dice que
fue un
hombre recto, o un gentil.
Hay un estudio
acerca de las actitudes del Corán hacia el cristianismo que presenta
una
hipótesis interesante de cómo, durante el surgimiento gradual del
islam, entre
610 y 710, Jesús fue sustituido en parte por Mahoma, como nuevo mesías
(cfr. Segovia
2015).
En la visión simplista, que quizá solo sea
proyección de la propia imagen
sobre los demás, el libro atribuido a Mahoma, el Corán, que se llama
«libro» a
sí mismo, designa también como «libro» (en singular y erróneamente) a
la Torá,
y al Evangelio.
Pero las palabras «libro» (o escritura) y
«corán» (leccionario) utilizadas
en el Corán no se refieren, la mayoría de las veces, a lo que
históricamente
llamamos el Corán, sino a la Biblia hebrea, en especial la Torá, que se
leía o
recitaba en las reuniones litúrgicas de los protomusulmanes, junto con
los
judeonazarenos, en los primeros tiempos, si bien no podemos precisar
hasta
cuándo.
El término «Torá» aparece 17 veces en el
corpus coránico: de ellas, 16 en
suras posteriores a la hégira, lo que significa toda una reivindicación
de la
Biblia potenciada en los tiempos más borrascosos. El islamismo no se
concebía a
sí mismo, todavía, como una religión autónoma, ni nueva.
Por su parte, el término «Evangelio» se
utiliza 12 veces: una antes y 11
después de la hégira. Y llama la atención que, en diez ocasiones, se
asocien en
el mismo versículo la Torá y el Evangelio, con lo que se vinculan
habitualmente
las menciones de una y otro. Esto puede ser un claro indicio que
desvela la
pertenencia al nazarenismo (dado que los nazarenos tenían como libros
sagrados
el Pentateuco y una versión peculiar del Evangelio según Mateo).
Una única vez se dice «gentes del Evangelio»
(Corán 112/5,47), sin que
nunca se emplee la expresión paralela «gentes de la Torá», inexistente,
porque
evidentemente se los denomina «gentes del libro», como hemos concluido
más
arriba.
Mahoma y los premusulmanes se habían adherido
a la religión de Moisés y
la de Jesús, con toda probabilidad en la versión nazarena. Y no otra
cosa es lo
que predicó y guio sus andanzas durante toda su vida.
En el Corán, cuando se plantean dudas acerca
de lo que enseña Mahoma, se
remite a los oyentes a que pregunten a los que ya antes tenían el libro
(Corán 51/10,94).
Está declarando cuáles son sus fuentes. La remisión al libro de los
judíos
constituye la mayor prueba aducida para defender la autenticidad de lo
que
descendía, es decir, se revelaba por boca de Mahoma, algo que
simplemente era
un recordatorio y una «confirmación» de lo que Dios había revelado
antes, por
Moisés y por Jesús.
«Ha hecho descender sobre ti el libro con la
verdad, que confirma lo que
está antes de él. Él hizo descender la Torá y el Evangelio,
anteriormente, como
dirección para los humanos» (Corán 89/3,3-4).
A los protomusulmanes se les requería creer,
no solo en el libro de su
enviado, sino en los libros revelados anteriores:
«¡Vosotros que
habéis creído! Creed en Dios, en su enviado, en el libro que ha hecho
descender
sobre su enviado, y en el libro que había hecho descender antes. Quien
no cree
en Dios, en sus ángeles, en sus libros, en sus enviados y en el último
día, se
ha extraviado con un extravío lejano» (Corán 92/4,136).
El Corán sostiene que el mesías Jesús vino
precisamente a confirmar la
Torá (Corán 89/3,50), y afirma una continuidad hasta el punto de
pretender que,
en el Evangelio, Jesús habría anunciado la futura llegada de Mahoma
(Corán 109/61,6).
Y el personaje de Jesús se alza por encima del mismo profeta, gracias a
los
milagros que hizo, autorizado por Dios (Corán 112/5,110).
Mahoma buscó apoyo en la autoridad de la Torá
y el Evangelio para
legitimarse (Corán 111/48,29). E insistía en que tanto la Torá como el
Evangelio contienen verdadera «dirección y luz» para los humanos (Corán
112/5,44 y 46).
A pesar de todo, los redactores del Corán
giran hacia una posición cada
vez más ambivalente y finalmente crítica hacia los libros bíblicos y
hostil hacia
las comunidades que los poseían. Aparte de introducir una cuña sobre
Abrahán,
relativizándolos en un juicio retrospectivo (Corán 89/3,65), amagan con
descalificaciones:
tenían la Torá, pero no la observaron (Corán 110/62,5), le volvieron la
espalda
(Corán 112/5,43), la alteraron por un bajo precio (Corán 112/4,44). Y
juzgan
que su comportamiento no se adecuaba a lo prescrito por los libros
revelados:
«Si se hubieran conformado a la Torá, al
Evangelio y a lo que ha
descendido hacia ellos de su Señor, habrían recibido sustento de lo que
hay en
el cielo y en la tierra» (Corán 112/5,66).
«Di: ‘¡Gentes de libro! No tenéis ningún
fundamento hasta que apliquéis
la Torá, el Evangelio y lo que ha descendido hacia vosotros de parte de
vuestro
Señor’» (Corán 112/5,68).
En estos dos versículos precedentes, la frase
«lo que ha descendido hacia
ellos de su Señor» (apuntando al Corán) seguramente constituye un
añadido
póstumo. Y lo mismo ocurriría en el versículo citado a continuación,
que postula
nada menos que una legitimación de la yihad, llamada «combate en el
camino de
Dios», con base en los libros sagrados, alineando el Corán detrás de
los otros
dos:
«[Los creyentes]
combaten en el camino de Dios, matan, y se hacen matar. Una verdadera
promesa
suya en la Torá, el Evangelio y el Corán» (Corán 113/9,111).
Pero el desarrollo
del mensaje coránico no se detiene en esa equiparación. El paso
siguiente fue
desacreditar las escrituras bíblicas, acusando a judíos y cristianos de
alterarlas, olvidarlas, tergiversarlas y falsificarlas:
«Hay judíos que desplazan de su lugar las
palabras (…) Tergiversan con
sus lenguas y atacan la religión» (Corán 92/4,46).
«[Los hijos de Israel] desplazan las palabras
de su lugar, y han olvidado
una parte de lo que se les había revelado. (…) Hicimos un pacto con los
que
decían ‘somos cristianos’, pero han olvidado una parte de lo que se les
había
revelado. Hemos suscitado entre ellos enemistad y odio hasta el día de
la
resurrección» (Corán 112/5,13-14).
«¡Gentes del libro! Nuestro enviado ha venido
a vosotros, a manifestaros
mucho de lo que habíais ocultado del libro» (Corán 112/5,15).
Al final, acaban
rechazando por completo las escrituras judías y cristianas, y podemos
imaginar
que materialmente las destruyeron. Porque el islam no conserva ni el
Antiguo ni
el Nuevo testamento (a diferencia de la cristiandad, que asumió
la
Biblia hebrea). Así que el Corán, por
un lado, extrajo la sustancia de la Torá y el Evangelio y, por otro,
los arrojó al fuego, sin que, en realidad, haya la mínima prueba
histórica de
que sus textos hayan sido manipulados (algo qué sí está demostrado
respecto al
Corán).
Tras la conquista árabe musulmana de
provincias pertenecientes al Imperio
Romano de Oriente, los habitantes que se mantuvieron cristianos pasaron
a ser
súbditos de segunda clase. No se les forzaba, al principio, a
convertirse al
islamismo, pero se los privaba de derechos básicos: no se les permitía
ejercer
cargos políticos, ni celebrar públicamente su culto, ni construir
iglesias, ni
exponer la cruz, etc.; soportaban onerosos impuestos y humillaciones.
Con el
tiempo, sufrieron toda clase de coacciones, extorsiones y
arbitrariedades, que
los hicieron disminuir de modo paulatino.
La organización
del régimen de la dimma no está desarrollada en el Corán, pero
hay un
versículo, ya citado, que canaliza la actitud hostil hacia judíos,
cristianos y
zoroástricos, al tiempo que aporta el fundamento último para esa
institución de
avasallamiento imperativo que se les aplica:
«Combatid contra
aquellos a los que se les dio el Libro, que no creen en Dios ni en el
último
día, que no prohíben lo que Dios y su enviado han prohibido, y no
profesan la
religión de la verdad, hasta que paguen el tributo en mano, y en estado
de
humillación» (Corán 113/9,29).
Un estudio monográfico,
rigurosamente documentado, sobre este versículo que sirve de fundamento
al
tributo impuesto a judíos y cristianos, la yizia, lo tenemos en
Sami
Aldeeb (2016).
El islam
justifica el origen este sistema de sumisión al dominio islámico, que
dio en
llamarse dimma, o régimen de dimmitud, y que los
clasifica como dimmíes,
con apoyo en dos referencias fundadoras, sobre cuya base legislaron
luego los
jurisconsultos musulmanes:
1. Mahoma, tras
la toma del oasis judío de Jaibar, en 628, después de matar a los jefes
y
capturar esclavas, permitió que siguieran viviendo en el lugar y
cultivando sus
tierras, a cambio de que le entregaran como tributo la mitad de la
producción.
Y con la advertencia de que se reservaba el derecho a expulsarlos de
allí en
cualquier momento. Es lo que cuentan tanto Al-Bujari como Ibn Hisham.
2. El califa
Omar, en 638, después de la rendición de Jerusalén pactada con el
patriarca
Sofronio, otorgó a los cristianos un pacto de sumisión con condiciones.
Hay un
texto, conocido como Pacto de Omar, que conserva, según dicen,
las
estipulaciones concretas (en algunas páginas de Internet se hallan
versiones
que omiten las condiciones más ominosas; otras ofrecen una traducción
horrenda,
o han suprimido el texto). Ahora bien, la historicidad de este
documento es más
que dudosa, lo mismo que ocurre con la de todo lo concerniente a los
primeros
tiempos del islamismo. El documento puede consultarse en Internet,
mientras
siga estando ahí:
Está claro que
instaurar la dimmitud es uno de los instrumentos de la yihad,
cuyo
objetivo, tras la conquista, es el confinamiento bajo dominación de los
no
musulmanes en el seno de la sociedad islámica, regida por la ley
teocrática
derivada del Corán. Es como una yihad consolidada estructuralmente en
una
segregación social para quienes profesan, si bien imperfectamente, el
monoteísmo, por lo que son «tolerados». La dimmitud fue la
fórmula de
sometimiento diseñada por los califas para mantener desarmadas e
impotentes a
las poblaciones vencidas: «un sistema jurídico y religioso de
discriminación
hacia los no musulmanes, que los redujo (…) al estado de minorías
fósiles,
cuando no fueron completamente eliminadas», en palabras de la gran
investigadora de la dimmitud, Bat Ye'or (2006: 15).
El sistema de la dimma
constituye la imposición de un estatuto de privación de derechos para
la
población no musulmana, en particular judíos, cristianos y
zoroástricos. En
principio, se les respeta la vida, por ser de alguna manera
monoteístas,
siempre que se avengan a someterse al «protectorado» por parte de la
teocracia
islámica, y no intenten salir de su régimen de confinamiento social.
Ahí se los
somete a depredación tributaria (la yizia) y, en cualquier
circunstancia, sus derechos se hallan postergados frente a los de un
musulmán,
y a merced de las arbitrariedades de los gobernantes.
A los politeístas
o idólatras, lo mismo que a los ateos, se les niega todo derecho,
absolutamente. El dilema que se les plantea es: o bien la conversión al
islam,
o bien la desposesión total. Si se niegan a convertirse, los varones
serán
ejecutados, todos sus bienes expropiados, sus mujeres e hijos reducidos
a
esclavitud. Es la norma del sistema. Citemos al prestigioso islamólogo
Joseph
Schacht, cuando escribe sobre la posición legal de los no musulmanes:
«La base de la
actitud islámica hacia los no creyentes es la ley de la guerra; estos
tienen
que convertirse, o ser subyugados, o matados (excepto las mujeres, los
niños y
los esclavos); la tercera alternativa, en general, solo ocurre si se
rechazan
las dos primeras. Como excepción, a los árabes paganos solo se les da
la opción
entre conversión al islam o muerte. Aparte de esto, los prisioneros de
guerra
pueden ser esclavizados, o matados, o dejados con vida como dimmíes
libres, o canjeados por prisioneros de guerra musulmanes, a criterio
del imán;
también se firma un tratado de rendición que conforma la base legal
para el
trato a los no musulmanes a los que se aplica. A menudo se le llama dimma,
‘compromiso’, ‘pacto’, ‘responsabilidad’, porque los musulmanes se
comprometen
a salvaguardar la vida y la propiedad de los no musulmanes en cuestión,
que son
llamados dimmíes. Este tratado estipula para los no musulmanes
que se
han rendido todos los deberes que derivan de ello, en particular el
pago de tributo,
es decir, el impuesto de capitación (yizia) y el impuesto sobre
la
tierra (jaraŷ), cuyo monto se determina en cada caso. Los no
musulmanes
tienen que vestir con ropa distintiva y tienen que marcar con signos
distintivos sus casas, que no pueden edificarse más altas que las de
los
musulmanes; no pueden montar a caballo ni portar armas, y tienen que
ceder el
paso a los musulmanes; no pueden escandalizar a los musulmanes
mostrando
abiertamente su culto o sus costumbres distintivas, como beber vino; no
pueden
edificar nuevas iglesias, sinagogas, o ermitas; tienen que pagar el
impuesto de
capitación en condiciones de humillación» (Schacht 1964: 130-131).
Así, la historia
de los mozárabes hispánicos, entre principios del siglo VIII y finales
del XI,
en Al-Ándalus, constituye un paradigma de la suerte lacerante de los dimmíes
bajo la dominación islámica. Léase Historia de los mozárabes de
España, de
Francisco Javier Simonet (1903); Al-Ándalus y la cruz, de
Rafael Sánchez
Saus (2016); Histoire et société en Occident musulmán au Moyen Âge,
de
Vincent Lagardère (2017).
En realidad, durante
siglos, los dimmíes, avasallados, contribuyeron en mayor medida
que los
súbditos de primera clase al mantenimiento del sistema que los oprimía.
Eran el
sector no musulmán de la población sobre el que parasitaba el sector
musulmán
y, en particular, la oligarquía que detentaba el poder del califato.
En ciertos casos,
la fórmula de la dimma se ha aplicado a otros no musulmanes,
además de a
judíos y cristianos. Por ejemplo, históricamente, en la conquista de
India, en
zonas donde la población hindú y budista era demasiado numerosa para
forzarlos
a convertirse, o decapitarlos, se les aplicó de hecho el régimen de dimmitud.
En el seno de los
sucesivos imperios islámicos y en los países musulmanes, el
hostigamiento
contra judíos y cristianos no cesó nunca, aunque variara su grado de
opresión,
y no se suavizó realmente hasta la llegada de la colonización europea.
En la historia y
en la actualidad, cabe distinguir también otra variedad de dimma,
hacia
el exterior. Cuando no logra derrotar a un país de dar al-harb
(territorio
de guerra), la yihad le ofrece una paz temporal, un armisticio, a
cambio de
humillarse ante el imperialismo musulmán y pagar un cuantioso tributo
anual. De
este modo, se pasa a la situación de dar al-sulh (territorio de
tregua).
Tal sería hoy, según algunos, el caso de Europa en relación con los
Estados
árabes, en el marco del llamado Acuerdo Euro-Árabe (consúltese Bat
Ye'or 2006).
El totalismo
islámico no es capaz de conformar su sociedad y sus relaciones con las
demás naciones
más que mediante la exclusión y la violencia. Como otras ideologías
totalitarias, el islamismo se muestra altamente contagioso, y sus
efectos
resultan fatalmente devastadores para la igualdad, la libertad y la
racionalidad humanas.
Como en todos los
temas analizados en el corpus coránico, también en este de las
relaciones con
los judíos y los cristianos, descubrimos una serie de estratos
redaccionales
que se fueron sedimentando con el paso del tiempo, unos probablemente
ya en los
materiales de los códices originales, otros por obra de censores y
escribas que
fueron perfilando el texto, y que han dejado en él las trazas de varias
capas de
significación superpuestas, que encontramos a veces yuxtapuestas, a
veces
erosionadas, a veces entremezcladas. La evolución es algo normal,
porque
cambian las situaciones y los puntos de vista, pero hallarla en un
mismo libro,
en un mismo capítulo y, a veces, en un mismo párrafo, vuelve el mensaje
problemático, ambivalente y hasta contradictorio. Salir del atolladero
recurriendo
a las doctrinas de la abrogación quizá ayude en determinados casos,
pero en
muchos otros resultan oscuros sus criterios. Aunque desconocemos la
cronología
de los pasajes y las variantes, nos queda el análisis del texto final,
rastreando
su contexto ideológico y el entorno histórico.
Según hemos
podido comprobar a lo largo del tema, un análisis metódico nos puede
desvelar
con un grado aceptable de aproximación, y siempre susceptible de
mejora, cuál
ha sido la historia de los significados. Trataré de hacerla inteligible
aplicando un modelo en cierto modo arqueológico. Aunque el texto puede
parecer
una superficie plana, debemos concebir que en él afloran, o subyacen,
distintos
«estratos», que remiten a otros tantos momentos de la evolución
doctrinal y
política, y que cristalizaron lingüísticamente.
Todo demuestra
que el contenido básico de la predicación de Mahoma fue el de la Biblia
hebrea,
sobre todo la Torá, las historias y los preceptos del Pentateuco, junto
a
breves extractos de los profetas, complementados con ciertos elementos
del
Evangelio. Solo tardíamente comenzó a distanciarse de los judíos y los
cristianos, entrando en conflicto creciente con ellos, pero sin dejar
de
apropiarse de las tradiciones que de ellos había recibido, adaptándolas
y remodelando
algunos aspectos, que terminarían por configurar el perfil de la nueva
comunidad sarracena.
En primer lugar, la
evolución de la relación con los judíos se puede sintetizar en cuatro
pasos que
se suceden:
A. Tomando pie en
los relatos bíblicos, se habla de los hijos de Israel, como pueblo
elegido por
Dios, como herederos de la promesa que Dios hizo a Abrahán y Jacob,
considerándolos
prototipo de los creyentes. También se exalta a Moisés, que transmitió
el libro
de la Torá.
B. Se culpa a las
gentes de Moisés, porque, a pesar de tener el libro con la ley de Dios,
no la
cumplieron. Más aún, cuando Dios les envió profetas, los desmintieron,
los
persiguieron y hasta los mataron.
C. Los judíos se
negaron a creer en lo revelado a Mahoma, aunque solo confirmaba lo que
ya
estaba en la Torá. No creyeron ni obedecieron la verdad que había
descendido en
la Torá, el Evangelio y el Corán.
D. Los judíos son
acusados de falsear las palabras de la Torá. Se dice que son perversos
y que
han suscitado la ira de Dios. Por ello, serán castigados. Y, así, se
justifica
atacarlos, matarlos y avasallarlos como un deber de los árabes
mahometanos, los
únicos que poseen la religión de la verdad y el libro que la contiene.
De manera
paralela, observamos en el Corán la evolución con respecto a los
cristianos
(sin dilucidar ahora las diferencias, ya indicadas, entre cristianos y
nazarenos). Las etapas se pueden resumir así:
A. Primero se los
describe como amigos, aliados y auxiliares. Se dice que van por el buen
camino,
que creen en Dios y en el último día, y que obran bien. Al mismo
tiempo, se
exalta al mesías Jesús y se afirma que el Evangelio es un libro
luminoso.
B. Se lanzan
invectivas contra la creencia cristiana en la filiación divina de Jesús
y
contra el misterio de la Trinidad. Se les acusa de servir a los monjes
como señores.
C. Se prohíbe el
trato con los cristianos y tomarlos como aliados, a la vez que se los
tacha de «asociadores»,
cada vez con mayor agresividad verbal.
D. Se decreta la
agresión física, la guerra y el terror contra los cristianos. Jesús es
sustituido
por Mahoma. El Evangelio es desplazado por el Corán. Se apropian,
mediante su
singular reinterpretación, del mesías, de la escatología y la
implantación
islamizada del reino de Dios por medio de la violencia. Al final del
trayecto,
los musulmanes acaban creyendo que solo su profeta y su libro poseen
toda la
verdad.
En el Corán, pues,
las relaciones tanto con los judíos como con los cristianos describen
un mismo itinerario.
Mahoma y los suyos parten desde una posición de neófitos que se
entregan al
proselitismo mesianista y escatológico, de signo nazareno. Luego buscan
atraerse a los afines en religión, contemporizando con ellos como
posibles
aliados. Como no responden a lo esperado, polemizan con ellos y los
recusan por
descreídos, con una oratoria cada vez más agresiva. Finalmente,
imbuidos por un
radicalismo milenarista que cree llegada su hora, se lanzan a la guerra
y la
destrucción de todos los que no se les rinden. Ahí está en ciernes la
génesis
del islam.
Los que
recopilaron las hojas sueltas del primitivo Corán jamás pensaron que
venían a
sustituir a la Biblia. Mahoma y sus inmediatos sucesores jamás tuvieron
la
intención de fundar una nueva religión. Sin embargo, los escribas
califales que
revisaron la última versión y fijaron el texto canónico invirtieron la
significación inicial: mahometizaron a todos los demás profetas y
mitificaron a
Mahoma junto a Dios en la confesión de fe; desterraron la Biblia y
entronizaron
el Corán. Presentan a Mahoma y sus seguidores como aquellos que cumplen
lo que
establecía la Torá y el Evangelio, como si fueran los verdaderos judíos
y los
verdaderos cristianos (Corán 111/48,29).
A través de ese
recorrido, se iba operando un proceso de sustitución completa:
descalificado el
pueblo judío, fue sustituido por el árabe; acusados de falseamiento, la
Torá y
el Evangelio fueron reemplazados por el Corán. Las figuras bíblicas de
la
Biblia hebrea y del Nuevo testamento se reconvirtieron en
personajes
propios del Corán, plenamente islamizados y al servicio de la causa, en
historias remodeladas y narradas en lengua árabe. Así, se consumaba lo
que se
puede describir como un caso manifiesto de canibalismo cultural.
El
islam, finalmente, quedó consolidado en un nuevo sistema semiótico
independiente.
La labor de los
sucesivos escribas del Corán dejó su impronta en el texto, pero nadie
se
preocupó por expurgar los versículos obsoletos de las suras, a fin de
dar
consistencia de conjunto al planteamiento final. Se mantuvieron muchos
versículos incoherentes entre sí. Sin embargo, esto no impide que los
musulmanes, más allá del Corán, cuenten con unas doctrinas ortodoxas
muy
estrictas, desarrolladas extensamente en la tradición de los hadices,
las
biografías de Mahoma, los comentarios, las historias y las escuelas de
jurisprudencia.
Como el saber de
las abrogaciones queda para los especialistas, los musulmanes
corrientes se las
arreglan con el sermón de los viernes. No les preocupan lo más mínimo
las
incoherencias, si es que se percatan de ellas. Además, tienen su
utilidad. El
repertorio de variantes entremezcladas será aprovechado, utilizando
unas u
otras aleyas como señuelo o camuflaje, en el combate dialéctico.
Cualquier
musulmán sagaz, cualquier apologista del islam, puede extraer la cita
oportuna
con la que defender la posición que más interese a sus fines, en tal o
cual
momento, haciendo caso omiso de su validez actual.
La construcción
del primer islam había sido un resultado imprevisto. Nadie lo hubiera
pronosticado en vida del profeta, ni en La Meca, ni en Medina. Pero, al
final,
el islamismo es lo que llegó a ser, en medio de aquellos
acontecimientos
históricos y así quedó constituido en las últimas fases del libro. Si
retrocedemos en el tiempo de su composición, llegaríamos a las
comunidades mesiánicas
de los nazarenos de principios del siglo VII. Y si retrocediéramos aún
más
atrás, varios siglos antes, nos encontraríamos con unas sinagogas de
judíos
cristianos, disidentes de las iglesias apostólicas, observantes de la
ley de
Moisés y entusiastas de los profetas hebreos que anunciaron el reino
escatológico
del Mesías, que, como los movimientos milenaristas que les sucederían,
esperaban
instaurar en la tierra, acaudillados por Jesús en su nueva venida.
Puede consultarse
en Internet una presentación acerca de lo que el Corán dice de los
judíos y los
cristianos, que resume investigaciones de Édouard-Marie Gallez (2017).
Esos
bienintencionados que promueven caritativamente el acercamiento, la
hermandad,
el diálogo cristiano-musulmán tienen, en general, poca idea de lo que
dicen,
por muy teólogos que sean algunos. Antes de nada, deberían conocer
mejor lo que
los musulmanes han dicho y hecho en la historia, lo que hacen y se
proponen hoy.
Deberían investigar cuál es la doctrina islámica consagrada por su
tradición y,
sobre todo, saber qué establece el Corán, de manera taxativa e
inapelable. Solo
quienes no conocen el islam y quienes leen sus textos sin entenderlos
pueden
alentar ilusiones tan vanas con aquellos a quienes su Dios les ha
prohibido
discutir sobre religión (Corán 60/40,4) y les ha mandado mostrar
«enemistad y
odio» (Corán 91/60,4) hacia los que no se conviertan al islam, contra
los cuales
está mandado combatir hasta su entero sometimiento (Corán 113/9,29).
En realidad,
nunca ha existido verdadero debate teológico entre musulmanes y
cristianos. El
Corán solo ofrece simulacros retóricos para adoctrinamiento de sus
adeptos, en
los que no se da la voz al otro. En la larga historia de las
confrontaciones, tenemos
noticia histórica documental de algunos esbozos de argumentación: Juan
Damasceno en la Controversia entre un sarraceno y un cristiano
(hacia
746); o Manuel II Paleólogo en Veintiséis diálogos con un persa
(1391),
que todavía suscitan alboroto en nuestros días. Francisco de Asís, en
1219, en
medio de la quinta cruzada, fue a Egipto con un compañero fraile
decidido a ver
al sultán Al-Malik Al-Kamil, pero no fue a «dialogar», sino a tratar de
convencer al sultán, para que abandonara la ley de Mahoma y reconociera
a
Cristo, si quería salvarse. Raimundo Lulio escribió el Libro del
gentil y
los tres sabios (1276), como una disputa entre las tres religiones
acerca
de la verdad.
En nuestros días,
Benedicto XVI abordó el tema, en un discurso que levantó polémica, Fe,
razón
y universidad, en Ratisbona, 2006. Y el papa Francisco, con el Documento
sobre la fraternidad humana por la paz mundial y la convivencia común
(2019), firmado junto con el Gran Imán Ahmad Al-Tayeb, de Al-Azhar,
quizá solo
ha contribuido a la confusión. Porque, salvo una dudosa política que se
pliega
a la dimmitud, no hay constancia de ningún acercamiento de
posiciones
real y recíproco.
Gabriel Théry,
que conocía a fondo la urdimbre del Corán y que llevó a cabo un
análisis de las
relaciones entre islamismo y cristianismo, ya diagnosticaba y advertía:
«Mientras que el
Corán no sea expurgado -y no puede serlo en absoluto- de esos textos
anticristianos que los musulmanes creen neciamente que descendieron de
Alá en
línea recta, nuestros buenos apóstoles podrán siempre exprimir ese
Corán para
hacerle sudar la mística del ¡acercamiento cristiano-musulmán! De ahí
no saldrá
nada más que lo que contiene realmente: el odio al cristiano» (Théry
1964: 239)
Para escapar de
la ingenuidad, es imprescindible el estudio para aumentar nuestro
conocimiento
y ejercitar el pensamiento crítico. Si no, seremos como esos
periodistas que,
cuando se comete un atentado islamista, salen al quite inmediatamente,
pontificando
que eso no tiene nada que ver con el islam, ¡que es una religión de
paz! Los
insultos y las sistemáticas invectivas contra judíos, cristianos y
asociadores
demuestran una abierta incitación al odio, combustible de la guerra
estructural
contra ellos.
Las cosas tienen
su propia lógica, cuyo rastro podemos seguir. En la formación del
Corán, cada
fase o estado del sistema comporta su lógica interna. También tiene su
lógica la
transición desde un estado del sistema a otro, al evolucionar. Y
podemos analizar
la estructura y objetivar la significación. Lo que no tiene ninguna
lógica es
proceder con patente de corso para servirse una vez de unas aleyas y
otra vez
de otras que dicen lo contrario, según convenga tácticamente en cada
momento.
Esto lo llamaríamos piratería intelectual, o saqueo textual, o
simplemente
manipulación y engaño.
En fin, la
posición antijudía y anticristiana del islam es intrínseca, y no
coyuntural, no
solo porque se encuentra inscrita en el sacrosanto Corán, sino porque
la
elaboración doctrinal que condujo a ella forzó la ruptura que
representaba una
condición esencial para la independización del islam como sistema
religioso.
Pero que esto siga teniendo algún sentido en nuestro tiempo es una
cuestión muy
diferente.
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