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Primera edición: Editorial Comares, S.L. 2000
Paginás:
360 p. ; 21x15 cm
ISBN:
978-84-8444-024-6
PROLOGO
En la época de mis estudios en la Universidad de Nueva York, a principios de los años 60, apenas había interés alguno por la cultura de las minorías étnicas, salvo por la literatura negra, gracias a Ralpli Ellison que fue uno mis profesores; pero ni sola palabra sobre literatura chicana. Los puertorriqueños en el este eran grupos marginados, poco menos que salvajes, y los chicanos del sudoeste ni existían. Fue a finales de los 60 cuando, coincidiendo con el mayo francés, empezarnos a oír hablar en Europa de una minoría ruidosa, llamada chicana, y del teatro campesino de Luis Valdez. De mi primer viaje a San Diego, por aquellas fechas, recuerdo un conato de conversación en español con una camarera chicana que, antes de responderme, miraba con suspicacia a su jefe anglo, sentado en la caja. Había visto chicanos envilecidos por sus patronos anglos en películas, pero no tenía ni idea de su marginación real. También recuerdo de aquel viaje un tour en autobús por San Diego, en el que el conductor-guía explicaba la historia de California, cargando las tintas sobre la masacre de la población nativa cometida por prisioneros y conquistadores, a los que de acuerdo con Bartolomé de las Casas denunciaba como criminales. Si en aquel momento alguien me hubiera preguntado por mi nacionalidad, no hubiera sabido dónde ocultarme. A mediados de los 80 hice el mismo viaje. El camarero, también chicano, no sabía cómo dirigirse a mi. Finalmente me preguntó de dónde era y, al responderle que de España, me contesta: ¡Andele!, ¿y por qué me habla en inglés? Hice el mismo tour alrededor de San Diego y el conductor-guía del autobús explicaba con orgullo los orígenes europeos de la ciudad, la segunda de los Estados Unidos después de San Agustín, gracias a España y mucho antees de que el Mayflower anclara en las costas de Nueva Inglaterra. La permanencia de una población autóctona hispana, anterior al tratado de Guadalupe Hidalgo de 1848 y la entrada de millones de braceros, que se sentían en California como en su casa, habían hecho el milagro de la hispanización de este estado y, mutuamente, de la anglonización de los hispanos, mientras la visión de una España bárbara de conquistadores, toreros y flamenco se disolvía en la lejanía.
Pero el cambio tenía raíces más hondas: Viajando del desierto de Altar a Yuma, oí decir a un scholar de la universidad de Arizona que estábamos en Aztlán, la región arquetípica donde vivieron los aztecas antes de que se asentaran en Tenochtitlán, hoy ciudad de Méjico. Se trataba de una vasta región, en un tiempo española, que comprendía los estados de Nuevo Mexico, Arizona, California, Texas, Nevada, Utah, Colorado y Wyoming. Más tarde, en una librería de la universidad de Tucson cayó en mis manos Peregrinos de Azltán, de Miguel Méndez y la leí fascinado. Luego compré El sueño de Santa María de las piedras y quedé al punto atrapado por la cultura de una minoría silenciosa, como a ellos les gustan llamarse, en la que la lengua de Cervantes llamaba a las puertas de Shakespeare con la exigencia de compartir con él el estatus de lengua oficial. De Méndez pasé a Rolando Hinojosa, autor de una saga a lo Faulkner sobre río Grande, llamada Belken County; luego les sucedieron Tomás Rivera, tan próximo a lo real maravilloso de Carpentier, Rulfo y Márquez; Pocho de Villarreal, tal vez la primera novela sobre el mundo chicano, El Diablo en Texas de Aristeo Brito, Bless Me, Ultima de Rudolfo Anaya, hijo espiritual de Rulfo y de William Faulkner, y tantos otros. El Tercer Mundo, como a muchos norteamericanos tanto les gusta llamar a las tierras al otro lado de Río Grande y Ciudad Juárez, no empezaba en esa frontera porque, al menos en lo cultural, lo tenían dentro de los Estados Unidos, en una minoría chicana que tenía sus raíces en Santa Fe, fundada por los españoles en 1585 y en la propia Los Angeles, visitada por los españoles en 1769 y fundada unos años más tarde. Los nativos americanos, con un híbrido de español e inglés, no eran por tanto unos advenedizos, sino una minoría traumatizada que a pesar de todo conservaba su lengua y estaba creando una literatura desconocida y nueva, incluso para la literatura española, que era urgente dar a conocer en España, como así se hizo en Granada, en 1998, donde se celebró bajo mi dirección el primer congreso de lengua y literatura chicana en Europa, al que acudieron una veintena de escritores. |
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