|
|
Ayes Tortosa, Ideal,
20 de Julio de 2001 |
|
|
|
|
Escribir de la infancia desde la madurez y conseguir emocionar requiere de un buen hacer literario. Los avatares de la vida van restringiendo ese sentido de lo mágico, de lo trascendente, que heredamos al nacer. Manuel Villar Raso ha conseguido en su último libro publicado: "La casa del corazón" (que evoca sus años de infancia en el pueblo soriano de Olvega), mezclar ese mundo irracional, extremo y disparatado, de miedos sobrecogedores -casi inhumanos-, con exquisitas e insospechadas ternuras, patrimonio casi exclusivo de los niños.
La vida de los niños es mucho menos feliz y más atormentada de lo que muchas veces pensamos. Cuántos terrores e incluso angustias existenciales atraviesan sus mentes. Para ellos los adultos son una especie de gigantes, amables o tiranos. La llegada a Olvega de aquel maestro vengativo, excombatiente en la Guerra Civil, les llenaría de hielo las entrañas a los más pequeños: "Don Tiburcio llega al pueblo un domingo de verano y al día siguiente era invierno". Al leer los párrafos hiperrealistas, llenos de fuerza y vigor narrativo, pero envueltos al mismo tiempo en un lenguaje "alto" y poético, de "La casa del corazón", recuerdo otras recreaciones de ese mundo poderoso que gravita en torno al encuentro con la escuela, con los maestros, con los primeros amigos, con el descubrimiento de la sexualidad, del amor... Hallazgos cruciales para el resto de la existencia. Hay quien sostiene que no ha vuelto a tener amigos como los que tuvo a los doce años, quizá se deba a la mirada que tenemos a esa edad. Vienen a mi memoria películas como "Amarcord", y muchas otras, basadas en relatos similares a los de Salinger, Herman Hesse, Miguel Delibes, Laurie Lee, Roald Dahl... Plantean adultos que nos conducen al desamparo total, personajes frustrados y nefastos, pacto en muchas ocasiones de la mofa y de la 'venganza' literaria. Junto a ellos, en esa falta de ambigüedad del pensamiento de los niños, irrumpen personajes alados y hermosos por bondadosos, igual que en los cuentos de hadas, como aquella niña "Carmencita", primer y sensible amor del pequeño Manuel de la novela de Villar Raso; o su hermano David, que moriría en la mina, y tenía tal poder y vigor, que era capaz de alejar los escarchados y grises inviernos de la sórdida vida de aquel niño: 'El único mojón limpio en el paisaje era David y yo veía por sus ojos, respiraba por su boca y reconocía como un sabueso sus pasos antes de abrir la puerta. Oía la palabra Dios y en mi cabeza eran la misma cosa'. Y era también aquel hermano mayor quien le alentaba: "Voy a trazarte el camino para que un día vuelvas y todo el mundo te mire con orgullo. Te marcharás de casa...". David no se equivocó, Manuel se marchó de allí ("Escapar gente tierna que esta tierra está muerta", cantaba Serrat). Se marchó de aquel espacio (no sólo geográfico); de aquel pueblo castellano triste de muerte y rencores (arrastrados por una guerra absurda y reciente); de injusticias y alcaldes corruptos; de párrocos que hablaban de bolas de fuego que caerían sobre los pecadores; de maestros que hacían llorar lágrimas y sangre. Se marchó de aquel pueblo de hambre (le faltaba alimento al cuerpo y al alma). Se marchó y escribió aquella historia y muchas otras.
"Mal harán quienes lean el libro en identificar autor,
anécdotas y personajes con seres y hechos reales, porque este Olvega del que
escribo es sólo un sueño", aclara Villar raso. Tal vez, añado yo, sea también la
necesidad de olvidar, no sólo de recordar, aquella pesadilla, la de los pueblos
sombríos y míseros de postguerra. No se le puede dar la espalda al pasado,
quedarnos sin memoria nos llevaría a la nada, pero tampoco se puede caer en la
tentación de sublimar aquello que más bien hay que superar. "Por favor, aprecien
ustedes lo que tienen", me ha parecido leer en el dintel de la puerta de "La
casa del corazón". Contemplo la fotografía de la portada, esos cinco hermanos
(aún no había nacido Manuel) posando, serios para el fotógrafo e intento
adivinar cual de ellos es David, busco la mirada noble de aquel héroe y
consejero, que un día le dijo a su hermano menor: "Te marcharás de casa y
permanecerás fuera hasta que hayas probado todas las mieles del mundo y no
sientas los pies, las espinas, zarzas y malezas de la casa del padre, hasta que
quieras estar solo y tener un lugar tranquilo, limpio y sin tristeza, pero tuyo;
libros que leer e historias que contar...". Ayes Tortosa, Ideal, 20 de Julio de 2001 |
|
|
|
|
|
LA CASA DEL CORAZÓN |
|
Salvador Alonso, Ideal, 10 de Julio de 2001 |
|
|
|
|
Viajero impenitente por tierras africanas -Sáhara, Mauritania, Malí, Burkina Faso-, autor de una abundante obra narrativa, profesor de Literatura de la Universidad de Granada, Manuel Villar Raso (Olvega, Soria, 1936) acaba de publicar un nuevo libro en el que se remonta a su infancia soriana para construir un relato lleno de fuerza. La casa del corazón, que así se titula, es la última de una serie de novelas entre las que podemos citar Mar ligeramente sur, finalista del Premio Nadal 1975; Comandos vascos, Ultimos paraísos, El color de los sueños y una serie de novelas sobre Africa, entre ellas Las Españas perdidas y Donde ríen las arenas. La casa del corazón es el relato de la infancia de un niño hecho por él mismo, unas memorias infantiles, una serie de viñetas de la infancia, como el propio autor titula las estampas que va intercalando a lo largo del relato.
El libro recrea los duros años de la postguerra en un pueblo cercano al Moncayo, en las frías tierras sorianas, vistos por los ojos de un niño, el autor protagonista-narrador, y esta escrito con un lenguaje duro, tan duro como ese mundo de miseria que se describe en el libro. El clima, helado como los témpanos del invierno, la dureza del medio rural, el mundo, aquel pequeño mundo visto a través de los ojos de Manuel, un niño de 8 años, el menor de ocho hermanos, que crece entre la soledad, el desamparo, el miedo y los sueños.
Ese mundo está poblado de imágenes, sucesos y personajes tan reales como terribles, de modo que a veces cree uno estar ante el verdadero realismo mágico. La muerte, presente a lo largo de todo el relato, y unos personajes dibujados con trazos vigorosos, protagonizan los sucesos más extraordinarios y también los más vulgares y cotidianos, en un clima de violencia soterrada y en una tierra tan hostil como la propia época en que se desarrollan estas historias. Dos personajes destacan a lo largo del relato: la imponente y siniestra figura de don Tiburcio, el maestro, el Gigante sin alma que nos eslomaba a diario con seguridad, que maltrataba a los niños con verdadera saña, cuya conducta no aparece humanizada hasta el final, y David, el hermano al que el niño admira y venera como a un dios, cuya sombra protectora evoca constantemente. Junto a ellos, aunque con perfiles más difuminados, el padre y la madre, demasiado distantes del mundo del niño; don Carmelo, el cura cazador sin escrúpulos; Cagancho, Celedonio el pastor, el Gato -casi todos los personajes tienen mote-; el abuelo, que dialoga con los muertos del cementerio; la complaciente Carmencita de sus sueños o la niña Migue, orgullosa y coqueta; don Evaristo, el cacique poderoso y sin alma; los maquis.
El libro describe hechos espeluznantes con la mayor naturalidad y crudeza, como el cruel asesinato del extranjero, los ahorcados o la muerte del hermano, junto a extra-os sucesos que terminan por tener una explicación racional o las correrías y travesuras de los chiquillos, sus miedos y terrores.
Salvador Alonso, Ideal, 10 de Julio de 2001 |
|
|
|
|
Antonio Chicharro, El Ideal, 7-8-2001 |
|
|
|
|
EL ARTE MEMORIAL DE VILLAR RASO
Lo mejor de la literatura se resuelve en distancias cortas, esto es, en lo que pasa entre quien escribe y su escrito y lo que acontece entre ese escrito y el lector. Todo lo que ocurre alrededor de estos actos fundantes cumple otras funciones de alto, medio o bajo vuelo, incluidos por supuesto artículos mediadores como este mismo que escribo. Digo esto porque lo importante no es que se hable de un libro o de un escritor sino que ese libro y ese escritor existan y se encuentren accesibles. En algún cruce espacio-temporal se ejecutará a su manera la recepción lectora y una vez más alcanzarán vida los personajes y las historias de papel y los paisajes y el tiempo de palabras: es éste el mejor y mas largo reconocimiento de una labor creadora. Lo que define por tanto a las obras literarias es su singularidad y a un escritor tener una voz propia e historias que contar con su especificidad estética. Por eso, la literatura es asunto más cualitativo que cuantitantivo. Por esta razón, aunque podamos imponer ciertos órdenes explicativos y clasificatorios entre obras y autores, éstos nunca prevalecen sobre los mismos. Según este razonamiento, las listas de libros más vendidos y las clasificaciones olímpicas de escritores son, al menos para mí, papel mojado.
En este sentido, tras haber leído La casa del corazón (Cuentos de Olvega) (Soria, Centro Soriano de Estudios Tradicionales, 2001), de Manuel Villar Raso, poco me importa saber si este escritor granadino originario de las tierras sorianas es más o menos famoso o ha recibido últimamente algún premio literario, que lo ha recibido por cierto, porque este libro ha sido mi libro durante las cálidas horas de nuestra relación y en él he reconocido una obra genuina y a un escritor verdadero. Todo lo demás es ruido. Mi reconocimiento ha quedado rubricado con la llegada hasta la última de sus 215 páginas en tipo menor y con el recuerdo de las emociones e inquietudes que su lectura me ha suscitado. Ésta es la razón de que nuestra aguja de navegación literaria se detenga en él.
El libro, dividido en dos partes, consta de cuarenta cuentos que, sin perder su propia autonomía narrativa, van conformando en su sucesión el relato de los duros años de infancia vividos en plena postguerra y en el pueblo castellano de Olvega por un personaje, Manuel, trasunto del autor, alcanzando así una unidad superior. El primer cuento, "Nada como tu olor me place" , deja claramente establecidas las condiciones de un pacto con el lector al plantear la necesidad de activación de la convención de recepción ficcíonal: "Al ser quien esto escribe -dice el autor de ese pueblo soriano, llamado Olvega, mal harán quienes lo lean en identificar autor, anecdotas y personajes con seres y hechos reales, porque este Olvega del que escribo es sólo un sueño. (...) Tan sólo será cierto en la mente". El último, "De la cuna al mundo", cierra las memorias del protagonista y narrador, que habla en primera persona, una vez que abandona el pueblo para iniciar una nueva y decisiva etapa en su vida, la de estudiante. La ancha parte central la ocupan los relatos en los que, por lo general, personajes populares, desarraigados o marginales, así como ordinarios y extraordinarios sucesos acontecidos en el pueblo van alcanzando en la voz de este personaje y narrador, cuya escrutadora mirada no abusa del resentimiento ni elimina la compasión, ni la ternura ni el ocasional lirismo, su respectivo protagonismo narrativo, tales como el maestro, un triple asesinato, los compañeros de escuela, Carmencita o el amor infantil que la muerte truncara y el protagonista revive a placer en sus sueños diurnos, el cacique, la madre, el padre, el personaje-héroe de su hermano David que fluye por muchos de los relatos, los abuelos, el cura, el campo soriano y sus animales, entre otros muchos que conforman un friso narrativo de un tiempo oscuro, en el que la carencia era la medida de todas las cosas, materiales y no materiales.
El autor recurre a los recuerdos de aquel tiempo, a la memoria de sus experiencias --reales, soñadas, fantaseadas y deformadas, porque la memoria se mueve- vividas a lo largo de aquel largo invierno de varios años para levantar el armazón de sus historias y construir la suprema verdad de su ficción. No es por tanto un libro de memorias al uso. No tiene tanta importancia la serie de hechos que pueda estar en el origen de la narración como el resultado y verdad artísticos de la misma. Esto explica que en muchos de los cuentos se trencen narrativamente hechos verosímiles e inverosímiles y que el modo realista adoptado para su escritura, lo que incluye el uso de cierto léxico popular castellano, etc., cargue apropiadamente la mano en el feísmo como recurso estético y en los trazos expresionistas cuando no meramente mágicos para lograr su propósito. Esto explica que el libro todo termine hablando de algo más que de las peripecias vitales de un niño despierto que mira sorprendido y atemorizado su mundo inmediato, el universo de Qlvega. Este libro es concreción estética de la memoria histórica de niños y adultos que, sin voz y sin más que la tierra debajo de sus pies, vivieron en la España de un tiempo de silencio, un libro en el que se ajustan cuentas con el autoritarismo y la violencia, la explotación y la hipocresía, la mudez de Dios y sus vicarios, la sinrazón fascista y el secuestro de la infancia, con la maestría narrativa de quien adopta el arma letal de la mirada ingenua del personaje de un niño de nueve años que se enfrenta a la vida y la muerte como un juego, que provoca la risa tanto como una honda tristeza.
Un juego en efecto es este libro, un juego a la verdad. Por eso, Villar Raso ha puesto en él lo mejor de sí mismo y lo mejor de su arte literario, con crudeza no exenta de humor ni de inteligente ironía. Ahí radica la fuerza impresionante de este arte memorial.
Antonio Chicharro, El Ideal, 7-8-2001 |
|
|
|
|
|
Primera edición: Edita: Centro Soriano de Estudios Tradicionales
Colección: Cosas de Soria nº 9
SORIA 2001
Paginás: 216
ISBN:
978-84-95763-43-3,
Dauro Ediciones 2003 |
|
|
José Vicente
Pascual , Ideal, 6 de Julio de 2001 |
|
|
|
|
Vivimos en una ciudad tan rara que fácilmente se la podría confundir con Granada, esa quimera, ese territorio inexistente que tanto ha dado de sí a la hora de montar fábulas históricas y artificios literarios. En esta ciudad sobre la que deberíamos ir pensando en buscarle nombre, porque no es cuestión de vivir toda la vida en un sitio que se parece a Granada pero que no es Granada, suceden cosas extrañísimas, desconcertantes y a menudo engorrosas. Por ejemplo: se inauguran unos retretes nuevos en la Alhambra y el fenómeno, tan peculiar y escatológico, merece primera página y titulares gordos de prensa. Cuatro días antes el mejor de nuestros novelistas (vivos, coleando, dando tralla quiero decir, de los novelistas muertos ya hablaremos en otro momento), don Manuel Villar Raso, a él me refiero, recibe el premio 'Casino de Mieres' por su obra 'La mujer de Burkina'. Se han enterado cuatro amigos, seis familiares y aun despistado que ley— la esquinita superior izquierda de la página 50 de este periódico. Nuestro mejor suplemento literario, tenazmente entregado a las artes y las letras, dedicó a la noticia el espacio que merecía: ni una sola línea. Puede que Villar Raso se lo tenga merecido, por destacarse en demasía. Ya sabemos que los escritores son gente presuntuosa y es posible que mencionar su nombre siquiera (Manuel Villar se llama), le suba el ego excesivas décimas, lo que no conviene en modo alguno, vayamos a que el chaval se encarame a la parra, todo endiosado. Hace año y medio publicó su magistral "El color de los sueños" en la editorial Planeta, empresa que mantiene hacia Villar una sanísima mala conciencia desde que un tal Zaragoza copió diligentemente sus 'Comandos vascos' para convertirla en el curioso premio que cada año regala don José Manuel Lara a quien le apetece, no en vano el dinero es suyo. Cosas más raras se han visto. No tan raro es que Villar, siguiendo la costumbre y usos de los grandes de la narrativa, decida publicar en una editorial minúscula y soriana sus memorias de infancia, "La casa del corazón", novela que obsequia la mejor prosa castellana de las últimas décadas. Puede que esté exagerando, pero esto no sería raro sino simplemente un exceso de pasión por la obra apasionada de un hombre apasionado por la vida. Los medios de comunicación, especializados o no en literatura, ni mú. Rarísimo. Después de "El color de los sueños" y "La casa del corazón", Manuel Villar Raso, así como para entretenerse, obtiene el mencionado galardón 'Casino de Mieres', premio literario de muy honda tradición y prestigio, y limpio y muy decente, tan decente como para que Villar se haya hecho con él. Si el 'Casino de Mieres' fuese un certamen amañado se lo habrían concedido a Lucía Echevarría y su última novela, la que piensa titular, creo, "Sexo, tortillas, más sexo y la mitad de la población de Coslada son hombres, si lo sabré yo'.
Pues yo, maestro Villar, no puedo hacer otra cosa que
quejarme desde esta columna. No puedo hablar como él ni escribir como él. En la sección de reclamaciones, por desgracia, no nos enseñan a redactar como los únicos. Esto tampoco es raro. Lo demás es raro y más que raro. Todo rarísimo.
José Vicente Pascual , Ideal, 6 de Julio de 2001 |
|
|
|
ARTÍCULOS RELACIONADOS
-
José Vicente Pascual , Ideal, 6 de Julio de 2001
- Ayes
Tortosa, Ideal, 20 de Julio de 2001
-
Salvador Alonso, Ideal, 10 de Julio de 2001
-
Antonio Chicharro, El Ideal, 7-8-2001
|
|
Don Tiburcio en la escuela podía eslomarlos por cualquier cosa. La iglesia era fría física y espiritualmente, con unos curas o frailes que te amenazaban con las llamas del infierno a todas horas. Así que la presencia de la escuela y de iglesia en las conciencias duraba las 24 horas. Y estaba finalmente el mundo de la postguerra... El país surgido de la guerra era tan violento, frío y descarnado que no dejaba espacio para la felicidad y arañar la tierra o sacarle rocas de hierro a la mina de la Sierra para subsistir es todo lo que daba la vida... La violencia estaba igualmente en el campo y en las mentes. En el campo había maquis, sacamantecas, todo tipo de terrores para los niños y La casa del corazón está llena de esas historias.
En aquel entonces el pueblo estaba recogido en un puñado de casas alrededor de la plaza, el tiempo duraba más y los kilómetros eran más largos. Y sin embargo, La casa del corazón tiene un sentido ambivalente. Por un lado, de drama terrorífico y por otro de ternura, y también de referencia continua. El paisaje que azulea en nuestra cabezas e incluso el sabor de las comidas son los de la tierra de la niñez... De cualquier manera que lo ponga, nuestras raíces, nuestros gustos están en la tierra, en la familia; y lo mismo sucede con el mundo de los afectos. El corazón y la mente están en sus raíces y ambos, para el hombre mayor que escribe, no son incompatibles.
Este sentido de La casa del corazón es sin embargo la mera corteza de la narración. Hay otro sentido más profundo y que aparece en una de las viñetas finales cuando el hermano muerto del protagonista, al que adora, le dice desde la tumba al niño que corra el mundo y luego vuelva a la casa del corazón que es la tierra que lo vio nacer, el cementerio donde él yace, la nada y la pérdida del ser, que nunca debimos tener.
El conflicto básico de la novela para el niño es ser pastor, como quería su padre, minero como su hermano o cura como ambicionaba su madre, tres conceptos radicalmente distintos de lo que significaba ser en aquel entonces. Los elementos que le ayudarán a descubrir su identidad se le revelan en dos niveles: la presencia mágica del campo y su identificación con su hermano David, al que adora. Se inicia la novela con la llegada al pueblo de don Tiburcio y la única escapatoria es el campo. El campo le ofrece al niño-narrador un sentido de armonía y comunión con la naturaleza. El campo le fascina, pero el asesinato brutal de tres niñas y la no menos brutal muerte del alcalde comunista, emparedado durante varios años entre los muros de una corraliza, acaban desilusionándolo. La segunda salvación para él es su hermano David. Se acerca a él y a la mina donde trabaja, y la dureza de este tipo de vida, lo dejan confuso. Su hermano David quiere salvarlo a través del estudio; pero el solo recuerdo de don Tiburcio le hace odiar los libros. Obligado a elegir entre el campo o el seminario, su padre, tras la violenta muerte de David en la mina, cambia de opinión y decide que vaya a estudiar a un instituto de la capital, en contra de la opinión de la madre, descubriendo de esta forma el niño su futuro destino como escritor. Al final, el niño, sin perder su sentimiento hacia la casa paterna y la tierra del corazón, donde yace su hermano, se marchará e intentará ser el hombre libre que recoja el recuerdo de este hermano y las experiencias vividas de su niñez y del pueblo para que nadie muera del todo.
En la novela se cuentan anécdotas e incidentes; pero esto es lo de menos. El narrador nunca se limita a contar sucesos reales, sino que los elabora. ¿Y esto qué quiere decir? Sencillamente que las historias narradas nunca sucedieron como se cuentan; sino como alguien, que es el escritor, las cuenta y reconstruye, pues en toda historia el escritor pone algo de su cosecha, de su biografía, de su estado de ánimo y, aunque un mismo hecho puede ser visto desde diversas perspectivas, la que cuenta en el futuro es la del escritor. En esto consiste la creación literaria. ¿Fue real don Quijote? Don Quijote nunca existió. En La Mancha no sucedía nada en aquella época en la que vivió Cervantes y sin embargo a la larga, quijotes somos todos los españoles y lo que sucedió en este país en el siglo XVII, fue lo que Cervantes nos contó de la Mancha, donde nada sucedía. "Releo La casa del corazón " -dice Andrés Sopeña, presentador de la novela en la Cuadra Dorada- "y veo que me he quedado corto al apreciar lo que este trabajo aporta a la literatura. Nada sucedía en ese pueblo y sin embargo en La casa del corazón lo anecdótico adquiere categoría de lo esencial y es paradigma de la vida española de todos los pueblos de España en los años 40". |
|
|
|
SIPNOSIS En La casa del corazón , un niño de ocho años cuenta la historia de su niñez, de la familia y la escuela, de un inolvidable maestro llamado don Tiburcio y también del pueblo en los fríos años de la postguerra, en los que todo era frío y helaba el corazón. Era un frío físico y espiritual porque entonces no tenían el estómago tan lleno como ahora, entonces la comida nunca bastaba para quitar del todo el hambre, o por qué se llevaba unas ropillas que no calentaban, las ropas tampoco llegaban nunca a quitar el frío. "Les digo a mis hijos que en aquella casa no había frigorífico, televisor, radio o teléfono y me miran como si fuéramos cavernícolas".
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|