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El gran viaje

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Todo el poblado habíamos iniciado el viaje a Europa con el espíritu más alto, mis dos hermanas pequeñas con una canción melodiosa y sin pizca de miedo al fracaso. Todos en busca de trabajo y de una vida nueva. La gente de la aldea subía a los topes del par de camiones que hacían el viaje con grano desde Argelia y nosotros en el toyota comprado por Tobías. De eso hacía ya tres años. Nunca hubiéramos abandonado nuestra casa de no ser por la sequía. La tienda prosperaba. Tobías hacía viajes semanales a Nigeria, de donde traía género muy barato y la familia progresaba. Mi padre entonces tenía el pelo oscuro, sin las hebras blancas que le aparecieron al desaparecer Maradi de la vista y detenernos en Agadez. Vi que su cabeza se balanceaba nostálgica y que caminaba como un borracho, su voz con un tonillo extraño y un respingo en su pie izquierdo al andar, debido tal vez al calor y al polvo, que fue empeorando al abandonar el coche. Era la ciudad en la que había nacido y en la que sus padres le habían dejado una gran mansión, que él había vendido por tierras en Maradi, que ahora la sequía había matado y no valían nada. Fue en ese momento en el que me di cuenta de que mi padre no estaba preparado para este viaje y de que se había venido abajo al ver aquel gran monumento de su imaginación convertido en techos hundidos y paredes de barro demolidas por las lluvias. Para mí que fue esta desilusión la que la hacía caminar doblado y con un salto en su pierna izquierda mucho más que la pérdida de sus recuerdos de infancia, de sus campos y del ahogo que todos sentíamos al ver las montañas cuarteadas del gran desierto del Aïr en el que pronto entraríamos.

Qué alegría ver ocultarse a Aïsata tras la esquina en sombra de su casa para no ser vista, mientras yo ayudaba a mi padre y a mis hermanos a cargar el coche. Sabía que se fijaba en mí desde hacía tiempo, pero no tenía idea de que le importara tanto mi partida. Nos habíamos encontrado en numerosas ocasiones en las calles y en las tiendas y nada importante había sucedido entre nosotros excepto la rápida huida de nuestras miradas hacia el suelo, un acto reflejo que se prolongaba un segundo o dos, pero que a mí me dejaba sin respiración y que en el recuerdo ahora duraba una vida entera. Fueron varios los encuentros. El primero sucedió al doblar la esquina de un pasadizo casualmente. Ella estaba sentada en la escalera de su casa y, al mirarme y yo mirarla, sucedió lo previsible, pues me obligó a bajar los ojos de inmediato a los pies y tropecé. Ella saltó de la escalera. Me cogió antes de caer al suelo y me levantó. Era más pequeña que yo, pero lo suficientemente fuerte como para sostenerme en pie; luego me miró, se disculpó tímidamente y corrió a ocultarse en su casa. El siguiente fue de improvisto y ni siquiera lo había imaginado; de ahí que todavía sienta sus manos en mi cintura y su olor, más fuerte que el mío, su silueta al doblar ella la puerta y mi garganta seca al intentar balbucear una respuesta de agradecimiento, que se quedó en mis labios. En la ocasión más viva y fuerte, fui yo quien le puso la mano en la cintura y la besé de forma torpe y rápida, sin que ella objetara. Su olor entró en mi alma de una manera tan intensa que no se borrará mientras viva; porque pude tocar sus pechos y bajar la mano a su cintura sin que se opusiera; luego fue ella la que me empujó al otro lado de la puerta y estuvimos mirándonos horas en la penumbra, tal vez segundos, inmóviles en el silencio, aunque muy conscientes los dos de que nadie nos veía o sin importarnos que nos vieran. Aïsata se apretó ligeramente a mí y yo a ella, y fue como si sus pechos tuvieran muelles. No nos movimos pero, al marcharme, salí de su casa mirando alrededor como si hubiera robado.

Cuando hoy pienso en aquellas escenas, y lo hago de forma inconsciente a todas horas, siento que Aïsata siempre iba más lejos que yo, que ella acariciaba mi pene y que el tacto de su mano era increíblemente amoroso y aterrador, así como su olor, que nunca me han abandonado. Cuando días después me enteré de que Aïsata y su familia se aprestaban a coger uno de aquellos camiones que hacían el viaje al norte, por la misma ruta que nosotros haríamos, me alegré infinito de que la sequía asolara los campos de mi padre y que tuviéramos que abandonar la tienda, que en Agadez se nos estropeara el coche y que necesitáramos coger uno de aquellos camiones que me darían la posibilidad de verla en el amino o en Europa y, en cualquier caso, de vivir en la imaginación aquellos pasadizos y casas abandonadas de mi pasado.

En la rambla de Tamia, el coche se envolvió en humo y Tobías, mi padre y yo sacamos a toda prisa las posesiones familiares, las sillas plegables, la comida, los cacharros de cocina, y las alejamos por si se incendiaban. En segundos todo quedó esparcido por la rambla y el coche lleno de curiosos que, sin entender, le decían a mi padre que aquel mal trasto no servía para cruzar los desiertos y que era mejor abandonarlo y regresar o subirse a uno de aquellos camiones que nunca dejaban tirada a la gente en los desiertos. Es cuando me fijé en el pelo de mi padre, repentinamente blanco, y vi pánico en su rostro y en el de mi madre y de todos nosotros. Alto como una espiga, mi padre se echó la cantimplora a la boca y se quedó mirando las colinas y casuchas de su niñez, luego paseó la vista por las hermosas palmeras de la rambla y por las acacias desperdigadas de las colinas, mientras los niños en harapos corrían hacia el camión que nos envolvía en polvo. Por la manera cómo miraba a los emigrantes colgados de los topes, pensé que la escena le llenaba los ojos de un terror que contenía todo lo que él desearía que sus hijos nunca vieran, todos aquellos recuerdos de infancia y todos aquellos años de privaciones trabajando un mísero terruño para comprar este coche que debía llevarnos al paraíso de los blancos. Sin más palabras dejó la cantimplora en manos de mi madre y se acercó al camión. Habló unos minutos con el chofer y, al regresar, cojeaba visiblemente, pronunciaba palabras a saltos y sudaba. "No puedo darles todo el dinero que llevamos para dejarnos sabe Dios dónde, en medio del desierto. Iréis con él Tobías y tú. Nosotros arreglaremos el coche y regresamos a Birmi Khoni, una suerte que no hayamos vendido la casa y la tienda. Luego, cuando hayáis ahorrado bastante, todos nos reuniremos y la familia volverá a ser la misma de siempre". Mi madre le objetó tímidamente que yo era demasiado joven y él simplemente dijo: "tiene a Tobías con él". Nos hicieron un huevo en aquel camión congestionado y fue así como desde la altura los fue perdiendo y me alejé definitivamente de mi infancia. Aïsata no iba en él, pero yo tenía la esperanza de encontrarme un día con la posible esposa, la mujer más decente y hermosa, que había conocido nunca y que, de llamarla o encontrarme con ella un día, me seguiría.

Nos hicieron un hueco en aquel camión congestionado por ochenta personas y cada mañana nos despertábamos compitiendo con los cuervos la paz de un paisaje cada vez más montañoso, agreste y silencioso. Atrás quedaban los gritos de los vendedores y las voces de las mujeres, el sonido metálico de sus calderos hacia el pozo y de una radio cantando alabanzas y sonidos elaborados a Alá, en las primeras ablaciones de la mañana, y luego relatando una letanía de desgracias por el ancho mundo, argumentos y sonidos mil veces repetidos en la tienda de Tobías y en los tenduchos de la carretera de Birmi Khoni, siempre idénticos, pero nunca los mismos en el recuerdo. Porque creía haberlo oído todo y no era así. No había oído el nuevo silencio que se apoderaba de todos nosotros mientras desayunábamos pan de maíz con agua, ni la forma de quitarme de encima el sonido de los dos gigantescos camiones con trailers, envueltos en la misma nube de polvo que nos envolvía. Incluso sin mirar a aquella gente, enfundada hasta las cejas, podía ver los ojos alargados, inquietos e inmutables, los rostros impasibles, ocultos en el velo, algunos con gafas negras con ribetes de oro, y todos vestidos con ropa negra, ahora blanca por el polvo, hombres y mujeres mezclados por primera vez y comiendo juntos maíz al amanecer, maíz al mediodía y maíz al anochecer, incluido en el pasaje.

De vez en cuando, alguien se dormía y se caía en un movimiento brusco del camión y parecía hacerlo en cámara lenta como si saltara la pértiga y el suelo fuera un colchón que no le hiciera daño. Tobías me decía a todas horas que no me soltara del pasamanos y nunca lo hice hasta que al dejar atrás el temible Akakus libio, llegando a Ghadamés, me quedé solo y sin nadie en el mundo. Sucedió en un giro brusco del camión y su caída le partió la cabeza, quedándome como digo huérfano definitivamente. Hasta ese día me bastaba con tocar su hombro con un pequeño gesto de la mano, para no estar solo los cientos de millas que nos separaban de mi madre, y sentir que Tobías era mi mundo y que los dos estaban conmigo. "Tienes a Tobías", había dicho mi padre y ella, con lágrimas en los ojos, había añadido que yo nunca estaría solo, que ella y Tobías siempre irían conmigo, y así había sido hasta ese momento inolvidable. Ahora, ya huérfano, tenía mucho en qué pensar para retener sus palabras. Lo enterré entre unos pequeños montículos, para mejor recordar el lugar, porque al otro lado de la tapia de barro las pistas se perdían en el infinito de campos grises y yermos sin horizonte, que hacían cerrar el puño de rabia. Tras aquella tapia estaba Ghadamés, una erupción en el camino y pito de barro por el que salía el fuego del infierno, rodeada de campos áridos y altozanos grises, con casuchas de adobe, amontonadas como un rebaño. Y me quedé con su chaquetón. Preferí no enterrarlo con su chaquetón porque, aunque, arrugado y sucio, iba forrado por dentro y durante el día retenía el frescor de la noche y por la noche guardaba el calor del día, y también porque sé que él hubiera querido que me lo quedara; de hecho era yo quien lo llevaba por las noches y en la cumbre del calor del día. También me quedé con el dinero y con sus papeles y abandoné mi nombre por el suyo. Oksama, mi nombre, suscitaba resabios y preguntas en los policías fronterizos mientras que el suyo sonaba más occidental y limpio. También lo hice porque, aunque había muerto algo muy querido, que me dejaba sin defensas y con una rabia incontenible, era una forma de llevarlo siempre conmigo. No era un hombre corriente este hermano y había tenido más mujeres de las que yo podía contar, aunque supongo no hacía con ellas otra cosa que cogerles las manos y pronto perdía interés. Por mí nunca lo perdió. Era su favorito y nunca entenderé por qué mi padre lo echó de su lado contra su voluntad y lo hizo montar conmigo en aquel camión. Tal vez lo hizo porque sabía que él sí podría abrirnos camino a la familia en el extranjero, lo mismo que había hecho en casa con la tienda. A Tobías no le gustaban los camiones y no dijo nada. Lo vi confuso unos instantes, con la cabeza oculta en las manos; luego me abrazó por la espalda, sonrió y siempre pensaré que si en ese momento no desobedeció a nuestro padre fue por mi culpa y que soy de alguna forma responsable de su muerte. Montó en el camión a mi lado; luego se colocó el dinero y la ropa entre las piernas y lo fue llevando así apretado todo el camino, temeroso de que nos robaran, ya que todos aquellos pasajeros, incluidas las mujeres y nuestros paisanos, eran ladrones potenciales.

Cuando la sequía empezó a hacer miserables nuestras vidas, tenía dieciséis años y era excepcionalmente sensible al olor de las mujeres, al olor de Cora, sentada al sol de su escalera con las piernas redondas y desnudas hasta la rodilla, poniéndose aceites y flores de jazmín en el pelo; al olor de Desiré, una mujer mayor que no esperaría a que yo acabara mis estudios de maestría en Maradi, en la misión del p. José; a los ojos de Sunita, una niña que me sonreía a mí y al mundo. Era muy bonita, pelo brillante, piel marrón oscura, labios anchos de color púrpura, una verdadera muñeca africana de esas que se exhiben en los escaparates, un regalo del paraíso, pensé la primera vez que la vi en la polvorienta esquina de la calle con los ojos cerrados como si soñara en un lugar lejano, y sus padres la casaron con un nigeriano del otro lado de la frontera, cerrándome las puertas del cielo. Ahora a mis dieciocho, sólo quedaba Aïsata en mi mente y no era de nadie y se metió de rondón en mi cuerpo y en mi mundo, aunque su olor maduro me obligaba a un cambio de vida audaz y rápido, a hacerme con un trabajo en Europa para poder hacerla mía. La sequía había perdido nuestros campos, la gente había dejado de comprar y algo les sucedía a mis padres, como una irritación que podía traducirse en un tortazo si yo o mis hermanas hacíamos algo que no fuera lo esperado. Para colmo, las cosas iban mal en la tienda de Tobías, la gente no tenía dinero para comprar, y ello les obligó a alquilar habitaciones y a una forma de vida nada agradable de vivir. Nuestra casa tenía siete cuartos. Mis padres se fueron a vivir al más pequeño, mis hermanos y yo al más grande y mis hermanas en el otro, todos en esterillas, dejándoles el resto y las camas a las que nos las alquilaban. Al atardecer veíamos a las mujeres colgadas de nuestras ventanas o en la puerta de nuestra casa, solicitando clientes, y por las noches sus gritos y peleas nos rompían el sueño. Aprendí pronto que había tres clases de mujeres: mujeres del día, mujeres de la noche y mujeres de mirada limpia que cepillaban las estrellas de su pelo y las esparcían por el camino para cortejar a los viandantes. Merecían vivir en un lugar mejor que Birmi Khoni, en el que nada era duradero, y yo les daba todos los nombres que me gustaban: Cora, Sunita, Evangeline. La policía no necesitaba excusas para entrar en nuestra casa y los misioneros protestantes y católicos tampoco perdían la ocasión de hablarles a mis padres de salvación. Mis dos hermanas mayores, Zora y Razia, se cansaron de escuchar las voces que pasaban de largo ante nuestra puerta. Razia se marchó con un conjunto musical a Niaomey y Zora se casó con un prometedor soldado, que al menos le daría de comer. "Dios me las da y Dios me las quita", dijo mi madre. "A mí Dios nunca me ha dado demasiado, ¿qué puede quitarnos, mujer?", le contestó mi padre con la primera blasfemia que le oí en sus labios. Fue cuando él juzgó que había llegado el momento de emigrar con el resto del poblado y me alegré porque al fin podría trabajar y hacer mía a Aïsata. Salí alborozado de Birmi Khoni, el lugar más puerco de la tierra y, cuando ya creía que lo había visto todo, en Agadez los tuaregs vendían a sus mujeres para evitar desprenderse de sus espadas. Creía que lo sabía todo sobre la vida y en Ghadamés murió mi hermano; pero fue el Akakus libio mi verdadera universidad. Durante el día era un infierno y durante la noche se concentraban en él todos los demonios árticos, hombres y mujeres disputándose el calor de sus cuerpos sobre los sacos de maíz, en lo alto del camión o sobre la arena, aprendiendo al fin todo lo que la vida podía enseñarme sobre la miseria humana, y sobre el sexo.

Cuando el camión se atascaba, los hombres aprovechábamos la ocasión para saltar a mear, las mujeres lo hacían en cuchillas sobre lo sacos y no necesitaban descender al suelo. A los remisos en bajar, el conductor del camión les obligaba a hacerlo a gritos. Se aclaraba la flema de la garganta y soltaba un escupitajo en la arena que enseguida se disolvía en una mancha húmeda: "moriréis de hambre y no podréis pagar ni unas pobres babuchas a vuestros hijos, perros imbéciles. Oíd bien mis palabras, hijos de puta, vuestras mujeres se os largarán con el primer sinvergüenza que encuentren si no echáis una mano. Perderéis el camión y tendréis que esperar al día del juicio final para coger el siguiente". La compañera que se pegaba a mi costado tenía un niño enfermo y lo ocultaba envuelto en toallas. Iba a que se lo curaran en Europa, donde le habían dicho que todas las enfermedades de los negros tenían remedio y, cuando rompió a llorar a gritos, descubrimos que el niño estaba muerto, ella no lo soltaba de sus brazos, buscando un signo de vida en él, un pestañeo, una sonrisa, un guiño, algo que a ella le recordara al niño que había amamantado, y tuve que arrancárselo de los brazos. Tenía los ojos abiertos y le pregunté si quería que yo se los cerrara y dijo: "déjalos abiertos" y lo enterramos en un sencillo agujero sobre el que pusimos unas piedras. Apenas hizo falta cavar y los chóferes no sacaron las palas. Lo hicimos con las manos y ni lloró mientras abríamos la fosa ni lo hizo después, mientras echábamos tierra y colocamos unas piedras encima. Volvimos a trepar a lo alto del camión y ella se quedó unos segundos de pie, junto a la tumba de su hijo. Todos respetamos mudos su silencio. Luego se dio la vuelta y echó a andar sin que supiéramos adónde, hacia la rambla de Tamia y las arenas infinitas que habíamos dejado cientos de kilómetros atrás, y nadie corrió tras ella. Nos limitamos a verla caminar de espaldas con los cuellos como grullas.

En los rostros de los que como yo buscamos cruzar el mar veo reflejada la expresión de todos aquellos que nunca hemos visto el mar o montado en una patera. Veo en ellos los tallos amarillos de la última cosecha de mayo en los campos de Argelia a ambos lados de la pista, que sobresalen del suelo polvoriento y marrón, recién cortados, y por el que corretean gorriones del color de la arena en busca de semillas olvidadas. El camión hace sonar su claxon un par de veces, como si algo delante obstruyera su camino, y una pareja de palomas turcas levanta el vuelo y van a posarse a nuestra espalda, donde el remolino de polvo creado por el camión se aleja en redondeles de la pista. Un par de grullas caminan solemnes, con andares de señoritas, y muy de vez en cuando bajan la cabeza; más allá, es una bandada de gallinas de guinea escarbando y dándose baños de arena. Los tallos rejuvenecen el rostro de todos por momentos. Acabamos de dejar atrás los grandes desiertos y la aparición de una tierra que parece fértil también a mí me alegra el ánimo, aunque apenas sepa nada del campo y tenga otros sueños que mi bigotillo incipiente, mis vaqueros ajustados y mis botas remendadas por mi padre con maestría no sepan precisar, salvo el de conseguir algo más que un techo sobre mi cabeza y un trabajo de subsistencia, porque soy ahora, tras la muerte de Tobías, la única esperanza de la familia.

 

Mi padre me había enviado a Europa para que tuviéramos algo mejor de lo que teníamos, para que yo tuviera algo mejor de lo que tengo, un mundo civilizado, estudios, una universidad para mí y para mis hermanas, valía la pena morir por un techo firme con un váter y agua corriente y no tener que descargar cada mañana en un pozo ciego o en medio del campo, pero los bastardos querían nuestro dinero, todo el dinero que llevábamos y uno a uno lo fueron dando para salvar su vida, yo no lo hice, se lo di a mi compañera del camión con un bebé en brazos y ella lo ocultó entre sus harapos, no tendré palabras de agradecimiento para ella, porque mataban y lanzaban a un hoyo a los que se negaban a entregarlo o les hacían la prueba de la letrina colgados de los pies, y uno a uno iban cediendo, nos gritaban, maldecían y hacían sonar sus rifles, nos metían cabeza abajo por el agujero de la letrina y todos cedían, el olor a podrido me ahogaba, habían matado a media docena y era mi turno, les dije que no tenía nada y que podían hacer lo que quisieran, nunca olvidaré Tamanrraset ni el rostro de aquellos falsos policías, colgado por los pies con la boca besando el pozo de mierda, pero no sé si por cabezonería, determinación o mareo dejé de oír sus gritos y sólo oía la voz de mi padre y de Tobías instándome a resistir. Habíamos dejado Ghadamés, seguidos por una nube de polvo a la hora en que el sol se deslizaba detrás de las colinas y relucía en las rocas como lingotes de oro. "Por aquí hay bandidos, pero nunca se han metido con nuestros camiones", decía el conductor justo cuando oímos disparos sueltos y un grupo de falsos soldados nos detuvieron, hicieron bajar a dos pobres emigrantes y los arrastraron por los pies a un hoyo, donde siguió el sonido de los disparos. Acabábamos de pasar una fila de casas esqueléticas y habíamos visto sus gorrillas asomando por encima de las tapias de barro. Al llegar a la última casa nos detuvieron y empezaron los disparos. Cuando me dieron por muerto y me echaron al hoyo con los muertos huyeron ante la llegada de los verdaderos policías, pero no estaba muerto y un perro lamía mis ojos y la cara, y tenía a Europa cada vez más cerca.