EL PRESIDENTE CAÍDO ,23 Marzo 2004. Ideal.
Recuerdo el negro cadáver de la noche, de una noche medio bruja, la del 13M. En la calle se alzaban pancartas de paz y sonaban gritos de asesino y luego vítores, silbidos y estallidos de cacerolas, en la calle, en las ventanas y balcones, mientras contenía el aliento, quieto y silencioso, ante la pantalla del televisor. La gente saltaba y gritaba una y otra vez la misma palabra increíble, celebrando la confirmación del chanchullo que habían deducido de antemano. Lo van a decapitar, dijo alguien a mi lado. Ha mentido, y un bufón de feria en la tele añadió: iba a dar un golpe de estado. No acababa de entender qué estaba pasando y contuve el aliento. A fuer de sincero, no entendía por qué me parecía tan absolutamente atroz la caída de un hombre que, durante 8 años, había tenido en su manos todo el poder y el placer e, inesperadamente, algo me devolvió la alegría, una alegría que tampoco acababa de entender.
Reconozco que la política no es lo mío, ningún lazo, ningún compromiso me une a ella y a él; pero lo vi la noche siguiente y si me interesa su figura es porque había en ella matices demasiado literarios. Siempre pletórico de fiera energía, tenía ahora una expresión sombría, melancólica y cariacontecida, como si le acometiera una punzada de dolor, delgado y rojo, mucho más rojo que su rostro habitual, pelo aseado como siempre y maravillosamente trajeado, el bigote como siempre llamando la atención. Parecía un ser de sangre fría y no supe aclararme si algo lo enfurecía o estaba por encima del bien y el mal.
Me gustaría esbozar un cuadro general de su personalidad y si fuera Shakespeare y entendiera algo de teatro escribiría un drama sobre un político con conducta limpia, duro negociador, formas autoritarias, bajo de estatura, modales finos, torpe de palabra pero hombre de palabra, incisivo con sus enemigos, a los que no había dado respiro ni cuartel, y al que de repente los ciudadanos lo abandonan y echan a patadas, lo linchan de forma ignominiosa el mismo día de su marcha del poder. Tal vez él mismo se tiró piedras a su tejado. Hegel dice que a la razón la mueve una astucia inconsciente y que la historia, no sé si la sinrazón, acaba siempre ajustando cuentas. A Shakespeare, para quien las pasiones humanas mueven la historia, el personaje le hubiera encantado. Cuando en la antigua Grecia, un dirigente cesaba su mandato, le hacían la "euthine" o rendición de cuentas. Si lo encontraban culpable por haber robado o por malgestionar los asuntos del estado, echaban papeletas en una vasija y lo mandaban al ostracismo, diez años fuera de la ciudad. Ningún chanchullo económico y personal, salvo una guerra que en realidad no había sido guerra para nosotros; pero la multitud celebraba la confirmación de lo que había deducido de antemano, achacándole el gigantesco atentado, y al día siguiente certificaron su caída en las urnas. Quizá había sido por gobernar de forma prepotente y sin consultar con el pueblo las grandes decisiones, por parar la ocupación de la isla Perejil sin declararnos los compromisos con los americanos - el antiamericanismo en nuestro país siempre vende -, o por salir en la foto con ellos en lugar de hacerlo con los líderes europeos. No puede ser por haber creado infinidad de puestos de trabajo, solucionar el tema de las pensiones, querer llevar agua al reseco Levante y haber traído la bonanza económica al país. En cualquier caso el pasado pasado está y, de ser un personaje ensalzado a las alturas, un buen gestor del estado, un duro negociador en Europa, los dioses lo habían hundido en el lodo y Shakespeare, de vivir hoy, hubiera escrito un hermoso drama sobre él.
Manuel Villar Raso
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