El éxito es vivir ,28 Abril 2005. Ideal.
El correo me ha traído el regalo de un amigo, de un pequeño pueblo al lado del mío, en el que hoy apenas quedan tres o cuatro familias que viven del ganado, tal vez los mismos ganados merinos que él pastoreaba de niño por los campos sorianos antes de entrar al seminario. 58 años. Ha sido su último libro. Hacía unos meses que se había retirado con su Teresa a Port de la Selva en Mallorca, lugar elegido para despedirse de este mundo, al anunciarle el cáncer que le quedaba escaso tiempo de vida, y la lectura de "Mientras cenan con nosotros los amigos" me ha enternecido. En la dedicatoria nos invitaba a mi mujer y a mí a pasar una semana con ellos y le di largas, ignorante de su cáncer. Él volvió a insistir en dos ocasiones: "Sigues sin venir a cenar con nosotros", fue la primera. Le envié como disculpa mi último libro y todavía tuvo humor para responderme con un hermoso ensayo sobre él, darme las gracias por el regalo y decirme, "pero continúas en deuda conmigo. La única obra de arte que vale la pena, Manuel, es la vida propia de cada uno, y los amigos".
Su muerte me cogió desprevenido y hoy leo despacio su novela póstuma, quemando el dolor e iluminando su recuerdo. Para los que no lo conocisteis, Avelino Hernández era alto, enjuto y refinado, un buen periodista y escritor, con la mirada encendida de quien consume whisky de calidad trasnochando con amigos, calvo de medio cráneo y con guedejas lacias pendiéndole del otro medio, un gesto hermoso, una voz poderosa que captaba la atención de todos, y proyectos de libros y de viajes sin tiempo para realizarlos. Y, pese a ello, con fuerza para escribir un ensayo sobre mi novela y decirme en su última invitación que, "la única obra de arte que verdaderamente vale la pena es la vida propia de cada uno, y los amigos"
Con Avelino Hernández, siempre hablábamos del terruño común de nuestra Soria natal, donde vivimos el tiempo del hambre y la pobreza de la postguerra. Venía a Granada con frecuencia, siempre en primavera, y se iba con un montón de historias, deslumbrado por la ciudad, las Alpujarras y por nuestros amigos poetas. Nunca hablamos ni de religión ni de política. "Complicado arte éste de vivir, echas la religión por la puerta y se te cuela la política por la ventana. Vivir, esa es la victoria, ese es el éxito, Manuel. Acepta mi modesta opinión. Si quieres ser feliz a ninguna de las dos las sientas en tu mesa cumplidos los cincuenta" y, siguiendo su consejo, nunca hablamos ni de religión ni de política. Hablábamos de libros y de viajes, que firmaríamos y realizaríamos juntos.
Sus historias, con ecos virgilianos, hablan de mirlos a los amaneceres, de hojas que amarillean en la orilla del río mientras languidece la luz de la tarde, de membrillos y de las acerolas que llevan las mujeres al mercado, de niños saharahuis, de África y de América, de un hombre que presiente que va a morirse antes de que acabe febrero y sonríe al ver besarse a una pareja joven frente al mar, ella es muy hermosa y tiene el color de las manzanas. El hombre, junto a su mujer, también sonríe y, a punto de besarla, se detiene a tomar aire y le pide perdón con un gesto de las manos por la tos que le sube a borbotones del pecho destrozado.
Si es verdad que uno escribe por y para los amigos, como dice García Márquez, Avelino Hernández fue un triunfador. Escribía al modo como lo hacían, en la pintura, los impresionistas, siempre para los amigos, y su pregunta básica en sus relatos es cómo vivir para encontrar el secreto de la felicidad: Tener una mujer fiel, una casa junto a un río en una isla, una mesa en que escribir, un barco en que navegar y un montón de amigos de los que escuchar historias y a los que contar las propias, reales o imaginarias. Lo demás, ya lo dijo don Quijote y lo repite Julio Llamazares en un ensayo sobre él, no son sino engaños torpes en los que los hombres perdemos la vida.
Manuel Villar Raso |