Un estracto de... MISIóN DE LA UNIVERSIDAD
José Ortega y Gasset
(1930)
¿cuál
es la misión de la Universidad?
Lo importante ahora es dejar bien subrayado que en
la Universidad reciben la enseñanza superior todos los que
hoy la reciben. Si mañana la reciben mayor número
que hoy tanta más fuerza tendrán los razonamientos
que siguen.
¿En qué consiste esa enseñanza superior ofrecida
en la Universidad a la legión inmensa de los jóvenes?
En dos cosas: A) La enseñanza de las profesiones intelectuales.
B) La investigación científica y la preparación
de futuros investigadores.
La Universidad enseña a ser médico, farmacéutico,
abogado, juez, notario, economista, administrador público,
profesor de ciencias y de letras en la segunda enseñanza,
etc.
Además, en la Universidad se cultiva la ciencia misma, se
investiga y se enseña a ello. En España esta función
creadora de ciencia y promotora de científicos está
aún reducida al mínimum, pero no por defecto de la
Universidad, como tal, no por creer ella que no es su misión,
sino por la notoria falta de vocación científica y
de dotes para la investigación que estigmatiza a nuestra
raza.
...todas las reformas
de los últimos años acusan decididamente el propósito
de acrecer en nuestras Universidades el trabajo de investigación
y la labor educadora de científicos, de orientar la institución
entera en este sentido. No se me estorbe el andar con objeciones triviales
o de mala fe. Es de sobra notorio que nuestros profesores mejores,
los que más influyen en el proceso de las reformas universitarias,
piensan que nuestro Instituto debe emparejarse en este punto con lo
que hasta hoy venían haciendo los extranjeros. Con esto me
basta.
La enseñanza superior consiste, pues, en profesionalismo e
investigación. Sin afrontar ahora el tema, anotemos de paso
nuestra sorpresa al ver juntas y fundidas dos tareas tan dispares.
Porque no hay duda: ser abogado, juez, médico, boticario, profesor
de latín o de historia en un Instituto de Segunda Enseñanza,
son cosas muy diferentes de ser jurista, fisiólogo, bioquímico,
filólogo, etc.
Aquéllos son nombres de profesiones prácticas, éstos
son nombres de ejercicios puramente científicos. Por otra parte,
la sociedad necesita muchos médicos, farmacéuticos,
pedagogos; pero sólo necesita un número reducido de
científicos (2). Si necesitase verdaderamente muchos de éstos
seria catastrófico, porque la vocación para la ciencia
es especialísima e infrecuente. Sorprende, pues, que aparezcan
fundidas la enseñanza profesional, que es para todos, y la
investigación, que es para poquísimos. Pero quede la
cuestión quieta hasta dentro de unos minutos. ¿No es
la enseñanza superior más que profesionalismo e investigación?
A simple vista no descubrimos otra cosa. No obstante, si tomamos la
lupa y escrutamos los planos de enseñanza nos encontramos con
que casi siempre se exige al estudiante, sobre su aprendizaje profesional
y lo que trabaje en la investigación, la asistencia a un curso
de carácter general -Filosofía, Historia.
No hace falta aguzar mucho la pupila para reconocer en esta exigencia
un último y triste residuo de algo más grande e importante.
El síntoma de que algo es residuo -en biología como
en historia- consiste en que no se comprende por qué está
ahí. Tal y como aparece no sirve ya de nada, y es preciso retroceder
a otra época de la evolución en que se encuentra completo
y eficiente lo que hoy es sólo un muñón y un
resto (3). La justificación que hoy se da a aquel precepto
universitario es muy vaga: conviene -se dice- que el estudiante reciba
algo de "cultura general".
"Cultura general". Lo absurdo del término, su filisteísmo,
revela su insinceridad. "Cultura",
referida al espíritu humano -y no al ganado o a los cereales-,
no puede ser sino general. No se es "culto"
en física o en matemática. Eso es ser sabio en una materia.
Al usar esa expresión de "cultura general" se declara
la intención de que el estudiante reciba algún conocimiento
ornamental y vagamente educativo de su carácter o de su inteligencia.
Para tan vago propósito tanto da una disciplina como otra,
dentro de las que se consideran menos técnicas y más
vagarosas: ¡vaya por la filosofía, o por la historia,
o por la sociología!
Pero el caso es que si brincamos a la época en que la Universidad
fue creada -Edad Media-, vemos que el residuo actual es la humilde
supervivencia de lo que entonces constituía, entera y propiamente,
la enseñanza superior.
La Universidad medieval no investiga; se ocupa muy poco de
profesión; todo es... "cultura general" -teología,
filosofía, "artes".
Pero eso que hoy llaman "cultura general" no lo era para
la Edad Media; no era ornato de la mente o disciplina del carácter;
era, por el contrario, el sistema de ideas sobre el mundo y la humanidad
que el hombre de entonces poseía. Era, pues, el repertorio
de convicciones que había de dirigir efectivamente su existencia.
Cultura es lo que salva del naufragio vital, lo que permite al hombre
vivir sin que su vida sea tragedia sin sentido o radical envilecimiento.
No podemos vivir, humanamente, sin ideas. De ellas depende lo que
hagamos, y vivir no es sino hacer esto o lo otro. Así el viejísimo
libro de la India: "Nuestros actos siguen a nuestros pensamientos
como la rueda del carro sigue a la pezuña del buey". En
tal sentido -que por sí mismo no tiene nada de intelectualista
(6)- somos nuestras ideas.
Cultura es el sistema vital de las ideas en cada tiempo. Importa un
comino que esas ideas o convicciones no sean, en parte ni en todo,
científicas. Cultura no es ciencia. Es característico
de nuestra cultura actual que gran porción de su contenido
proceda de la ciencia; pero en otras culturas no fue así, ni
está dicho que en la nuestra lo sea siempre en la misma medida
que ahora.
Comparada con la medieval, la Universidad contemporánea ha
complicado enormemente la enseñanza profesional que aquélla
en germen proporcionaba, y ha añadido la investigación
quitando casi por completo la enseñanza o transmisión
de la cultura.
Esto ha sido, evidentemente, una atrocidad. Funestas consecuencias
de ello que ahora paga Europa. El carácter catastrófico
de la situación presente europea se debe a que el inglés
medio, el francés medio, el alemán medio son incultos,
no poseen el sistema vital de ideas sobre el mundo y el hombre correspondientes
al tiempo. Ese personaje medio es el nuevo bárbaro, retrasado
con respecto a su época, arcaico y primitivo en comparación
con la terrible actualidad y fecha de sus problemas. Este nuevo
bárbaro es principalmente el profesional, más
sabio que nunca, pero más inculto también -el ingeniero,
el médico, el abogado, el
científico.
De esa barbarie inesperada, de ese esencial y trágico anacronismo
tienen la culpa, sobre todo, las pretenciosas Universidades del siglo
XIX, las de todos los países, y si aquélla, en el frenesí
de una revolución, las arrasase, les faltaría la última
razón para quejarse. Si se medita bien la cuestión,
se acaba por reconocer que su culpa no queda compensada con el desarrollo,
en verdad prodigioso, genial, que ellas mismas han dado a la ciencia.
No seamos paletos de la ciencia. La ciencia es el mayor portento humano;
pero por encima de ella está la vida humana misma, que la hace
posible. De aquí que un crimen contra las condiciones elementales
de ésta no pueda ser compensado por aquélla.
El mal es tan hondo ya y tan grave, que difícilmente me entenderán
las generaciones anteriores a la vuestra, jóvenes.
En el libro de un pensador chino, que vivió por el siglo IV
antes de Cristo, Chuang Tse, se hace hablar a personajes simbólicos,
y uno de ellos, a quien llama el Dios del Mar del Norte, dice: "¿Cómo
podré hablar del mar con la rana si no ha salido de su charca?
¿Cómo podré hablar del hielo con el pájaro
de estío si está retenido en su estación?
¿Cómo podré hablar con el sabio acerca de la
Vida si es prisionero de su doctrina?"
* * *
La sociedad necesita buenos profesionales -jueces, médicos,
ingenieros-, y por eso está ahí la Universidad con su
enseñanza profesional. Pero necesita antes que eso, y más
que eso, asegurar la capacidad en otro género de profesión:
la de mandar. En toda sociedad manda alguien- grupo o clase, pocos
o muchos. Y por mandar no entiendo tanto el ejercicio jurídico
de una autoridad como la presión e influjo difusos sobre el
cuerpo social. Hoy mandan en las sociedades europeas las clases burguesas,
la mayoría de cuyos individuos es profesional. Importa, pues,
mucho a aquéllas que estos profesionales, aparte de su especial
profesión, sean capaces de vivir e influir vitalmente según
la altura de los tiempos. Por eso es ineludible crear de nuevo en
la Universidad la enseñanza de la cultura o sistema de las
ideas vivas que el tiempo posee. Esa es la tarea universitaria radical.
Eso tiene que ser, antes y más que ninguna otra cosa, la Universidad.
Cuando se piensa que los países europeos han podido considerar
admisible que se conceda un titulo profesional, que se dé de
alta a un magistrado, a un médico -sin estar seguro de que
ese hombre tiene, por ejemplo, una idea clara de la concepción
física del mundo a que ha llegado hoy la ciencia y del carácter
y límite de esta ciencia maravillosa con que se ha llegado
a tal idea-, no debemos extrañarnos de que las cosas marchen
tan mal en Europa. Porque no andemos en punto tan grave con eufemismos.
No se trata, repito, de vagos deseos de una vaga cultura. La física
y su modo mental es una de las grandes ruedas íntimas del alma
humana contemporánea. En ella desembocan cuatro siglos de entrenamiento
intelectivo y su doctrina está mezclada con todas las demás
cosas esenciales del hombre vigente -con su idea de Dios y de la sociedad,
de la materia y de lo que no es materia. Puede uno ignorarla, sin
que esta ignorancia implique ignominia ni desdoro ni aun defecto,
a saber: cuando se es un humilde pastor en los puertos serranos o
un labrantín adscrito a la gleba o un obrero manual esclavizado
por la máquina. Pero el señor que dice ser médico
o magistrado o general o filólogo u obispo -es decir, que pertenece
a la clase directora de la sociedad-, si ignora lo que es hoy el cosmos
físico para el hombre europeo es un perfecto bárbaro,
por mucho que sepa de sus leyes, o de sus mejunjes, o de sus santos
padres. Y lo mismo diría de quien no poseyese una imagen medianamente
ordenada de los grandes cambios históricos que han traído
a la humanidad hasta la encrucijada del hoy (todo hoy es una encrucijada).
Y lo mismo de quien no tenga idea alguna precisa sobre cómo
la mente filosófica enfronta al presente su ensayo perpetuo
de formarse un plano del Universo o de la interpretación que
la biología general da a los hechos fundamentales de la vida
orgánica.
No se perturbe la evidencia de esto suscitando ahora la cuestión
de cómo puede un abogado que no tiene preparación superior
en matemática entender la idea actual de la física.
Eso ya lo veremos luego. Ahora hay que abrirse con decencia de mente
a la claridad que esa observación irradia. Quien no posea la
idea física (no la ciencia física misma, sino la idea
vital del mundo que ella ha creado), la idea histórica y biológica,
ese plan filosófico, no es un hombre culto. Como no esté
compensado por dotes espontáneas excepcionales es sobremanera
inverosímil que un hombre así pueda en verdad ser un
buen médico o un buen juez o un buen técnico. Pero es
seguro que todas las demás actuaciones de su vida o cuanto
en las profesionales mismas trascienda del estricto oficio, resultarán
deplorables. Sus ideas y actos políticos serán ineptos;
sus amores, empezando por el tipo de mujer que preferirá, serán
extemporáneos y ridículos; llevará a su vida
familiar un ambiente inactual, maniático y mísero, que
envenenará para siempre a sus hijos, y en la tertulia del café
emanará pensamientos monstruosos y una torrencial chabacanería.
No hay remedio: para andar con acierto en la selva de la vida hay
que ser culto, hay que conocer su topografía, sus rutas o "métodos";
es decir, hay que tener una idea del espacio y del tiempo en que se
vive, una cultura actual. Ahora bien: esa cultura, o se recibe o se
inventa. El que tenga arrestos para comprometerse a inventarla él
solo, a hacer por si lo que han hecho treinta siglos de humanidad,
es el único que tendría derecho a negar la necesidad
de que la Universidad se encargue ante todo de enseñar la cultura.
Por desgracia, ese único ser que podría con fundamento
oponerse a mi tesis seria... un demente.
Ha sido menester esperar hasta los comienzos del siglo XX para que
se presenciase un espectáculo increíble: el de la peculiarísima
brutalidad y la agresiva estupidez con que se comporta un hombre cuando
sabe mucho de una cosa e ignora de raíz todas las demás.
El profesionalismo y el especialismo, al no ser debidamente compensados,
han roto en pedazos al hombre europeo, que por lo mismo está
ausente de todos los puntos donde pretende y necesita estar.
La gran tarea inmediata tiene algo de rompecabezas, sea dicho sin
alusión contundente. Hay que reconstruir con los pedazos dispersos
-disiecta membra- la unidad vital del hombre europeo. Es preciso lograr
que cada individuo o -evitando utopismos- muchos individuos lleguen
a ser, cada uno por sí, entero ese hombre. ¿Quién
puede hacer esto sino la Universidad? No hay, pues, más remedio
que agregar a las faenas que hoy ya pretende la Universidad cumplir
esta otra inexcusable e ingente.
Por eso, fuera de España, se anuncia con gran vigor un movimiento
para el cual la enseñanza superior es primordialmente enseñanza
de la cultura o transmisión a la nueva generación del
sistema de ideas sobre el mundo y el hombre que llegó a madurez
en la anterior. Con esto tenemos que la enseñanza universitaria
nos aparece integrada por estas tres funciones:
I. Transmisión
de la cultura.
II. Enseñanza de las profesiones.
III. Investigación científica y educación de
nuevos hombres de ciencia.
¿Hemos
contestado con esto a nuestra pregunta sobre cuál esa la misión
de la Universidad?
Supongamos por un
momento que en la Universidad actual no aconteciese cosa alguna merecedora
de ser llamada abuso. Todo marcha como debe marchar según lo
que la Universidad pretende ser. Pues bien: yo digo que aun entonces
la Universidad actual es un puro y constitucional abuso, porque es
una falsedad.
De tal modo es imposible que el estudiante medio aprenda en efecto
y de verdad lo que se pretende enseñarle, que se ha hecho constitutivo
de la vida universitaria aceptar ese fracaso. Es decir, la norma efectiva
consiste hoy en dar por anticipado como irreal lo que la Universidad
pretende ser. Se acepta, pues, la falsedad de la propia vida institucional.
Se hace de su misma falsificación la esencia de la institución.
Esta es la raíz de todos los males -como lo es siempre en la
vida, sea individual o sea colectiva. El pecado original radica en
eso: no ser auténticamente lo que se es. Podemos pretender
ser cuanto queramos, pero no es licito fingir que somos lo que no
somos, consentir en estafarnos a nosotros mismos, habituarnos a la
mentira sustancial.
Cuando el régimen normal de un hombre o de una institución
es ficticio, brota de él una omnímoda desmoralización.
A la postre se produce el envilecimiento, porque no es posible acomodarse
a la falsificación de sí mismo sin haber perdido el
respeto a sí propio.
Por eso decía Leonardo: Chi
non puó quel che vuol, quel che puó voglia.
("El que no puede lo que quiere, que quiera lo que puede").
Este imperativo leonardesco tiene que ser quien dirija radicalmente
toda reforma universitaria. Sólo puede crear algo una apasionada
resolución de ser lo que estrictamente se es. No sólo
la universitaria, sino toda la vida nueva tiene que estar hecha con
una materia cuyo nombre es autenticidad
(¡oigan ustedes bien
esto, jóvenes, que si no, están perdidos, ya que empiezan
a estarlo!).
Una institución en que se finge dar y exigir
lo que no se puede exigir ni dar es una institución falsa y
desmoralizada. Sin embargo, este principio de la ficción inspira
todos los planes y la estructura de la actual Universidad.
Por eso yo creo que es ineludible volver del revés toda la
Universidad o, lo que es lo mismo, reformarla radicalmente, partiendo
del principio opuesto. En vez de enseñar lo que, según
un utópico deseo, debería enseñarse, hay que
enseñar sólo lo que se puede enseñar, es decir,
lo que se puede aprender.
Trataré de desarrollar las implicaciones que van en esa fórmula.
Se trata, en verdad, de un problema más amplio que el de la
enseñanza superior.
Es la cuestión capital de la enseñanza en todos sus
grados.
¿Cuál fue el gran paso dado en la historia entera de
la Pedagogía? Sin duda, aquel viraje genial inspirado por Rousseau,
Pestalozzi, Fröbel y el idealismo
alemán, que consistió en radicalizar algo perogrullesco.
En la enseñanza -y más en general en la educación-
hay tres términos: lo que habría que enseñar
-o el saber-, el que enseña o maestro y el que aprende o discípulo.
Pues bien: con inconcebible obcecación, la enseñanza
partía del saber y del maestro. El discípulo, el aprendiz,
no era principio de la Pedagogía. La innovación de Rousseau
y sus sucesores fue simplemente trasladar el fundamento de la ciencia
pedagógica del saber y del maestro al discípulo y reconocer
que son éste y sus condiciones peculiares lo único que
puede guiarnos para construir un organismo con la enseñanza.
La actividad científica, el saber, tiene su organización
propia, distinta de esta otra actividad en que se pretende enseñar
el saber. El principio de la Pedagogía es muy diferente del
principio de la cultura y de la ciencia.
Pero hay que dar un paso más. En vez de perderse, desde luego,
en estudiar minuciosamente la condición del discípulo
como niño, joven, etc., es preciso circunscribir, por lo pronto,
el tema y considerar al niño, al joven, desde un punto de vista
más modesto, pero más preciso, a saber: como discípulo,
como aprendiz. Entonces se cae en la cuenta de que, a su vez, no es
el niño como niño, ni el joven porque joven, lo que
nos obliga a ejercitar una actividad especial que llamamos "enseñanza",
sino algo sobremanera formal y simple.
Verán ustedes.