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I. Tradición y modernidad Cae fuera de nuestras intenciones penetrar en el complejo, y seguramente nunca resuelto, debate que la antropología estructural lévistraussiana fijó, conceptuando lo que tradicionalmente en etnología eran «sociedades sin historia y ágrafas» como «sociedades frías» y la nuestra, con escritura e historia, como «sociedad caliente». Y hacemos esta advertencia previa porque somos plenamente conscientes de que el antagonismo Tradici6n-Modernidad nos habría de remitir necesariamente a discutir problemas de diacronía/sincronía de la naturaleza de éstos: qué nexo se establece entre «lo frío» y «lo caliente», en el interior de una sociedad típicamente caliente, como operan esos mecanismos, etc. Pasamos por alto estos y otros problemas teóricos, pero no sin dejar constancia de su permanencia subterránea a lo largo del estudio analítico que sigue. El objeto de
nuestra
atención merece
igualmente unas palabras previas. Antonio Joaquín Afán de
Ribera, literato costumbrista granadino de finales del XIX,
actúa
de signo para construir nuestro discurso sobre los orígenes
epistemológicos
de la antropología, no más que como dato
arqueológico,
sujeto a la polisemia de su propio discurso. «En el
análisis
propuesto, las diversas modalidades de enunciación, en lugar de
remitir a la síntesis o a la función
unificadora
de un sujeto, manifiestan su dispersión. A los diversos
estatutos,
a los diversos ámbitos, a las diversas posiciones que puede
ocupar
o recibir cuando pronuncia un discurso» (1).
Es
éste por demás un costumbrista de tercera fila, sin
trascender
nunca lo provinciano, preocupado en hacer presente en su literatura la
distinción romántica entre «lo popular» y
«lo
culto», para hacer suyo lo primero. Nuestro autor, y todos
aquellos
que al igual que él recogieron literariamente las costumbres
populares,
ya eran el signo a su vez de la Modernidad: Con sus novelones y
compilaciones
devolvieron al ambiguo «pueblo» de los románticos su
imagen especular modificada: de la oralidad a la escritura, del
«cuento
maravilloso» contado verbalmente, generación tras
generación
con las modificaciones del bricoleur-narrador, a la
reificación
de éste por el libro. Ahora y sólo ahora podrá
aparecer
ante sus ha poco artífices, el pasado como Tradición. El
discurso que establecemos sobre Afán busca en su obra como signo
dotado de signicidad: buceamos en ambos dos, signo y signicidad, en la
no menos pertinente búsqueda de límites disciplinaras
para
la, ciencia antropológica. II. La intelectualidad costumbrista. Afán de Ribera Del contacto de una sociedad, preindustrial a todas luces, con las manifestaciones más sobresalientes de la Modernidad, cuales la desaparición del artesonado y la consiguiente irrupción del obrero industrial en el campo de lo social, surgirá un gusto de hijodalgos por lo popular, en aquellos que hacen gala aún de la ideología del honor y de la caballerosidad medieval para las clases altas, y de las preferencias por el «pan y toros» para el pueblo llano. Buen ejemplo son esas 170 páginas de prólogos, dedicatorias y demás que, a modo de profesión de fe antimodernista, hacen los contertulios de Afán, en Entre Beiro y Dauro (2). Pero veamos una muestra del mismo Afán de Ribera: «Así es, que con el plausible motivo de celebrar tan memorable defensor de la fe de Cristo -se refiere a Santiago-, los gremios de los distintos oficios, que entonces se llamaban artesanos y no artistas y lo tenían a mucha honra, se reunían para formar un campo, sirviendo de base del costo la cantidad en metálico con que contribuían los nuevos oficiales elevados a este rango desde el de aprendices. A mediados de siglo, a pesar del desquiciamiento que se iniciaba, no se conocía el socialismo, el anarquismo, ni tantas otras ventajas de la civilización moderna, con las que están los trabajadores muy ilustrados, pero sin pan y sin jornales. Por aquel tiempo respetaban a sus maestros, no sabían las frases de «burguesía» y «comité», pero comían y estaban contentos y acudían en sus fechas oportunas los zapateros a San Crispín (3). Elocuente declaración que culmina las de su círculo, antes citadas, todas ellas en las antípodas ideológicamente hablando de las de aquel otro colector de costumbres granadinas que una generación después se pronunciaba de esta manera: «Granada levanta, en las márgenes de los ríos, fábricas, cuyo humo de las chimeneas anuble algo al astro rey de la tierra que la locomotora penetre en distintas comarcas, para que sirva de lazo de unión entre pueblos, y establezca nuevas relaciones comerciales que el telégrafo y el teléfono acorten las distancias y sirvan de comunicación para los negocios mercantiles e industriales no deseches el cosmopolitismo, y sirve como ciudad libre y cristiana en pleno siglo XX, y no a la moruna con todas tus pasiones y liviandades» (4). De la comparación de ambos textos se comprende fácilmente el carácter estamental, fiel al Antiguo Régimen, que tiene la ideología nutricia de Afán. Tangencial pero nada ajena al pensamiento de Afán de Ribera y de su círculo, son las influencias del Romanticismo, confiriéndole a éste su acepción más amplia. Estos, oponiéndose a la voracidad racional-capitalista, se oponen a la Ilustración que sostiene la confianza ciega en la razón humana y en última instancia en la Modernidad regida por la implacable Historia. Decía M. Foucault, refiriéndose a la Historia que con pretensiones de orden universal se desarrolla en el siglo XIX, que «no debe entenderse aquí como la compilación de las sucesiones de hecho, tal cual han podido ser constituidas; es el modo fundamental de ser de las empiricidades, aquello a partir de lo cual son afirmadas, puestas, dispuestas y repartidas en el espacio del saber para conocimientos eventuales, y ciencias posibles. Así como el Orden en el pensamiento clásico no era la armonía visible de las cosas, su ajuste, su regularidad o su simetría comprobada, sino el espacio mismo de su ser y aquello que, antes de todo conocimiento efectivo, las establecía en el saber, así, la Historia, a partir del siglo XIX, define el lugar de nacimiento de lo empírico, aquello en lo cual, más allá de cualquier cronología establecida, toma el ser que le es propio» (5). La Historia alcanzará su máxima pretensión de sistema ordenador con su acercamiento al empirismo racionalista, a la Ciencia. La Historia se convierte de esta guisa en el Sistema por excelencia, ordenador, explicativo, regidor y cuando no justiciera del mundo, penetrando el mismo ser de las cosas. De ahí que a Afán de Ribera, bajo la etiqueta de literato, romántico o costumbrista, se le sitúe desde el presente, pero lo que es más desde su propia contemporaneidad, lejos de la cientificidad histórica. «Afán de Ribera, dice Nicolás Mª López, más que escritor de leyendas y tradiciones granadinas es inventor de ellas. Para él, el sentido histórico es lo de menos: un muro roto, una casa vieja y misteriosa, un carcomido ciprés que se mece melancólicamente en las alturas del Albaicín, la cruz solitaria que extiende sus brazos entre las arenas calcinadas y nopales bravíos, la boca oscura de las cuevas que horada las entrañas del pintoresco cerro, cualquier resto viviente de otras épocas le sirve para evocar, ora la escena patética, ora la sensual y brillante, como un tapiz morisco» (6). No es casual que uno de los primeros libros de Antonio J. Afán, Las noches del Albaicín, publicado en 1885, esté rodeado del clima mistérico de la noche, cual Novalis provinciano, que en las entretelas arguye que «los días de la luz están contados; pero fuera del tiempo y del espacio está el imperio de la noche» (7). Pero el romanticismo de Afán, no queriendo ser s¿lo literatura, buscando lo verosímil, se inspira en aquellas leyendas, cuentos y tradiciones que o bien vienen siendo repetidas desde antiguo por el vulgo, o bien tienen trazas de haber tenido lugar bajo el sol por su ubicación -en caserones y palacios ruinosos al gusto romántico- o por su lugar en el tiempo. Si el cuadro tiene la suficiente solidez, nos remite a los vestigios que nos indican su verosimilitud. El costumbrismo de Afán es populista en todas sus expresiones, de un populismo, además, muy localizado, que no busca transgredir los límites de su tierra local ni siquiera tras alardes estéticos, lo que lo hizo aparecer ante los ojos de algunos de sus contemporáneos como un escritor cursi y provinciano, según se extrae de las crudas palabras que Nicolás Mª López le dedica, en su ya citado prólogo: «Confieso ingenuamente que comencé leyendo a Afán de Ribera con el mismo desdén con el que lo leían algunos granadinos; me lo figuraba un autor de romances de ciego, como hay por aquí algunos; no veía en él más que al jefe de bomberos y al juez municipal» (8). Su única intención: ser un escritor «popular», por más que hoy, entrecomillando el término, demos a entender que su caracterización es tan ambigua como el tan apelado pueblo de los románticos. Esa tendencia hacia lo popular necesariamente tendría que topar con el creciente auge que el Folclore tiene en toda Europa a finales de siglo y especialmente en España, en Sevilla, donde Antonio Machado y Alvarez, padre del famoso poeta, fundará la sociedad y la revista El Folk-lore Andaluz. En estos términos establecían sus objetivos: «A la simple lectura de esa primera base -el estudio del saber popular obsérvase cuáles son los principales ramos de conocimiento que abraza nuestra Sociedad, los cuales pueden reducirse a cinco grandes grupos: primero, lo que hasta cierto punto podríamos llamar ciencia popular o sease los conocimientos que el pueblo ha adquirido por medio de su razón natural y de su larga experiencia; segundo, literatura y poesía populares, propiamente dichas; tercera, Etnografía, Arqueología y Prehistoria; cuarto, Mitología y Mitografía; y quinto, Filología, Glottología, Fonética: que todas estas ciencias son verdaderos auxiliares del Folclore» (9). La Sociedad de Machado y Álvarez se constituye conforme al modelo de la Folk-lore Society, fundada en Londres en 1878, aunque con unas diferencias importantes en su concepción y sistema de trabajo. «Aunque todavía se reflejaba en ella la preocupación por orígenes y vestigios del pasado, el concepto que del Folclore tenía Machado no reducía a ¿ste al estudio de los elementos estáticos, pasivos y tradicionales que, transmitidos oralmente, subsisten de ideas y civilizaciones anteriores, sino que comprendía también el análisis de los elementos dinámicos, activos, vivientes que continuamente produce el pueblo anónimo en todas las esferas de la vida(... ). Por otra parte, la orientación especulativa que señalábamos en la Folk-lore Society es totalmente abandonada por Machado, sustituyéndola por otra empírica, basada en la recogida sobre el terreno de datos referidos a problemas específicos» (10). Afirmación tajante de empirismo historicista la de los folcloristas andaluces, que tendrá su rechazo en nuestro autor. Dice al respecto un contemporáneo suyo: «Afán de Ribera no es ni quiere ser folclorista, aunque sea «pueblo» en el buen sentido de la palabra. El folclorismo español o andaluz (que en Andalucía ha tenido su cuna) empezó y acabó como los mulos de alquiler del apólogo, comiendo muy aprisa y parando muy pronto; y en su breve existencia, que se redujo a coleccionar sin orden ni concierto refranes, coplas y anécdotas, no produjo en Granada siquiera una mala colección de chistes y cantares. Porque los «costumbristas « a estilo de Afán toman del pueblo rasgos y frases, pero sin empe?ío sistemático ni carácter regionalista» (11). Sin embargo, el antagonismo costumbristas/folcloristas no se corresponde automáticamente con la contraposición Romanticismo/Ilustración, ni menos aún con el conservadurismo o progresismo político de quienes se adscriben a una u otra tendencia. Por regla general, los folcloristas fueron muv conservadores. si exceptuamos, en el caso hispano, al núcleo sevillano y a los que giraron alrededor del Instituto-Escuela; su conservadurismo se fundaba las más de las veces en la visión depredadora que les reportaba la Modernidad, siempre presta a engullir lo que ahora aparecía como Tradicii5n, cuando no a hacer simplemente tabla rasa. No obstante, es casi un lugar comgn entre los historiadores de las ideologías el decir que «el hombre romántico, dotado de una sensibilidad social profunda y de un espíritu abierto y generoso, no podía permanecer impasible ante las realidades injustas, ante el inmovilismo negativo, ante la inoperancia perjudicial En lugar de aceptar las cosas tal como eran deseaba convertirlas en aquello que 'debían ser'. De ahí su rebeldía fundamental, su actitud revolucionaria y su activismo político» (12). En estas diferencias de percepción del movimiento y del costumbrismo, son patentes las diferencias de «mirada» que el historiador o el antropólogo hacen de ambos, si bien no se excluyen mutuamente por el carácter polisémico de los discursos que señalábamos en la introducción: romanticismo-costumbrismo a la vez que asimilados a sistema desde acá, es abierto a los flujos derivados de la tensi¿)n Tradici¿)n/Modernidad, que en lenguaje político sería: Ni los progresistas apuestan unívocamente por el progreso ni los conservadores por el pasado, ni viceversa. De aquí que el verdadero magma donde se desenvuelve la intelectualidad no pueda ser la «organicidad» o «tradicionalidad» en el seno de las corrientes sociales, tal como Gramsci pretendiera. Recogiendo el hilo de nuestro discurso sobre Afán, veamos cómo los contertulios del granadino lo sitúan frente al Romanticismo: «Las fiestas tradicionales de cada barrio, las costumbres que en éstos existen decelebrar determinados acontecimientos, los diálogos y frases más características, son expresadas con una rara habilidad por su musa regocijada y sainetesca. Tienen sus cuadros el gracejo y la animación de los que describió Trueba, y posee al igual que éste, un entusiasmo sin límites, un verdadero culto por el lugar donde nació. A pesar del florecimiento extraordinario del romanticismo en la época en que Afán de Ribera hizo sus primeros trabajos, no influyó apenas en su temperamento ni en su estilo; bebió en los puros raudales de la poesía y de la prosa de Jovellanos -en algunas de sus obras- y en las de Ramón de la Cruz; de Leandro Fernández de Moratín y de Mesonero Romanos; de Larra y de Antonio de Trueba» (13). Diferencias de percepción que decíamos; pues todo esto es senalado sin tener en consideración no ya los elementos subyacentes al discurso de Afán, que lo hacen corresponderse con el romanticismocostumbrismo, sino siquiera los datos más superficiales: en las tertulias del «Huerto de las Tres Estrellas», propiedad de nuestro autor, ocup¿> hasta su temprana muerte, lugar preeminentísimo el bautizado como «Bécquer granadino», Baltasar Martínez Durán; el Liceo cuya sección literaria encabezaba Afán fue la entidad promotora y organizadora de la coronación de Zorrilla como poeta nacional. Concluyendo:
Afán de Ribera, literato,
sin pretensiones de «cientificidad», ni siquiera de
ostentación
empirista, recoge las tradiciones y costumbres granadinas -no nos
aventuramos
a aplicarles el término «popular» por la
difuminación
ya subrayada del concepto-, haciéndose portaestandarte de un
tradicionalismo
sin ambajes y de un conservadurismo político extremo,
identificado
con el «antiguo régimen» y paralelamente imbricado
en
un casticismo kitsch, que tendremos ocasión de analizar
más
adelante. El ciclo mítico musulmán, a través del costumbrismo La mayor parte de las leyendas y tradiciones recogidas y recreadas por Afán lo son de lances fronterizos, localizados históricamente en las luchas intestinas que precedieron a la conquista de Granada. Por ejemplo, la tradición de Aasalgiab, con la que comienzan Las noches del Albaicín (14), es fronteriza en la medida en que extendamos el concepto de frontera al conjunto del reino granadino, que en la práctica del siglo XIV se había transformado en tal al actuar como marco de confrontación entre dos mundos claramente delimitados: Islam y Cristiandad. Pero desmenucemos esta tradición en otra vertiente. Los actores principales de Aasalgiab son: el padre de la dama cristiana, la dama, el cristiano que le está prometido y el musulmán enamorado. El fondo histórico, el reinado de Muley-Hac&n, la localización en la «cuesta de María la Miel» del Albaicín. Las funciones que cumplen los actores son fácilmente deducibles en sus rasoos generales: pretensiones del musulmán sobre la dama; rechazo sistemático de ésta; reclusión en el harén; intento de suicidio de la cristiana por mantener su fidelidad; culminando todo ello en milagro y rescate de la dama. Vemos que lo muslfmico aparece en esta tradición marcando el lado negativo. No ocurre igual en la que sigue a la anterior en el mismo libro, titulada «La Cruz de la Rauda», donde la dama siendo musulmana abriga sentimientos nobles, que no comparten el padre y el prometido oficial de ésta. En estas diferencias formales de apreciación de lo musulmán, tienen un lugar relevante las dos que siguen. La primera, «Las rosas azules» apareció publicada en Los días del Albaicín (15) y en ella concurren como actores principales, Isabel, hija de un noble cristiano con dominios fronterizos, y Hamet, noble árabe granadino. La trama sintéticamente queda así: Hamet enamorado de Isabel cuando va a asaltar el castillo de su padre, la rapta; como consecuencia del rapto, ella enloquece; en su locura busca una rosa azul en los jardines del musulmán; la curación y el desenlace feliz -Hamet e Isabel juntos- se opera a través del cambio de religión del noble musulmán, que posibilita la realización del milagro: la rosa azul. En el segundo, «El palacio del Harmen», presentado por Afán como tradición y aparecido en el folleto Tradiciones y leyendas, son descritos los movimientos internos que precedieron a la caída de Granada entre la nobleza islámica partidaria en su totalidad de pactar la entrega de la ciudad, a cambio de una serie de beneficios, presentados públicamente como colectivos, y la plebe urbana opuesta a la capitulación, capitaneada por un santón, arquetipo del fanático religioso; de esta manera se expresaba el populacho en la turbamulta organizada al tenerse conocimiento de los movimientos pactistas: «Mueran los nobles, perezcan los ricos, ahorquemos a los traidores. Tales eran las voces que daba una plebe vil y mugrienta que engrosaba por momentos». Lo muslímico es asimilado por Afán de la tradición mítica de manera contradictoria, pero siempre dejando entrever la nobleza del caballero granadino, dispuesto a adherirse a la cristiandad y a renegar de su fe por amor humano, mediación divina -milagro- o intereses clasistas. Afán bebe en un romancero que lega una imagen caballeresca del moro; dice Caro Baroja al respecto: «La imagen del moro guerrero, caballeresco, parece datar en cambio, de más tarde, de una fase en que los papeles ya se habían tornado y en que la cultura de los reinos cristianos era superior ya, sin duda, a la del arrinconado reino nazarí de Granada, este reino que da una curiosa impresión de refinamiento y barbarie, impresión que se perfila contemplando, por ejemplo, las obras de arte de los moros granadinos y comparándolas con las sólidas y ajustadas de los artistas góticos contemporáneos. Gran fascinación produjo siempre la belleza de la Alhambra, y recién conquistada Granada la gente gustó de imaginar la vida, llena de intensas sensaciones de los que vivieron en época anterior en los palacios y jardines que la integran» (16). Las tradiciones de fundamento islámico que recoge Afán de Ribera quedan lejos de aquel militantismo de cruzada con las que aún dota a las suyas José J. Soler de la Fuente en 1849 (17), pero también quedan lejos de las apreciaciones de simpatía pro oriental de los viajeros extranjeros del Romanticismo. En esa línea se entienden las diferencias de lugar que ocupan en la jerarquía estética de los lugareños y de los Irving, Gautier, Chateaubriand, Ford, etc. Los restos del pasado musulmán, empezando por la propia Alhambra. Si una de las causas de la permanencia de la Alhambra, tal como señala 0. Grabar, fue su vaciado de significado por los conquistadores, habrá que pensar que con el paso del tiempo, a partir sobre todo de la rebelión de los moriscos, volvió a resignificarse. Únicamente para la mirada de un extranjero podía aparecer el horizonte musulmán como la «edad de oro». Medio siglo después de Soler y a muy pocos años del grueso de la producción de Afán, dice Ángel Ganivet: «El arte oriental no puede ser granadino, porque nosotros no somos orientales; lo arábigo se hizo místico, y un arte exclusivamente descriptivo, sensual, por muy brillante y suntuoso que sea, no nos satisface. El artista español que por su temperamento se acercó más a lo arábigo y sufrió con más intensidad la influencia de nuestro ambiente, Fortuny, no se limitó a recoger formas exteriores, sino que las vivificó con un fondo psicológico que él con su arte personal les infundía. Zorrilla fue más lejos, y en su poema oriental de Granada concibió la estupenda idea, no realizada del todo, de la metamorfosis de Alhamar. A los que no ven en el gran poema más que un alarde de fantasía al modo arábigo, les ruego que se fijen en el 'pensamiento oculto' del poeta. A primera vista resalta el intento de fundir en una sola las dos epopeyas, cristiana y africana, y más adentro se encuentra la labor de fusión metafísica y religiosa de los tenaces y esforzados caballeros que tan bravamente lucharon siglo tras siglo» (18). Con la síntesis romántica y novecentista se supera el espíritu antimusulmán de los siglos XVI y XVII, y se opera un cambio sustancial en la estética de lo exótico, entre la intelectualidad autóctona, que mira también el horizonte mítico islámico a través de la «mirada del extranjero». El carácter ensoñador que posee la Alhambra y que redescubre muy especialmente la literatura romántica, según Grabar, tiene tres fundamentos: primero, por el propio carácter de la ciudad, bulliciosa, feudal, rodeada de un vergel; segundo, por las formas arquitectónicas y de composición, muy conservadoras, derivadas del lenguaje ornamental y arquitectónico del siglo XII, el cual «era sin duda un reflejo de la atmósfera social, y especialmente intelectual y cultural, del Norte de África y el Islam español a finales de la Edad Media» (19); y tercero, las inscripciones ornamentales palaciegas dotan de significado al edificio y sus diversas partes, a la vez que «el patrocinador y los constructores de la Alhambra trataron de reproducir cúpulas celestes giratorias, ambientes paradisíacos y otros motivos pertenecientes a un arte de príncipes con raíces preislámicas en la antigüedad clásica y en el antiguo oriente» (20). Reflexiones que le llevan a concluir más adelante: «La singularidad de la Alhambra consiste, sin embargo, en algo más que su buen grado de conservación. El esfuerzo requerido para entender sus formas puede llevarnos en dos direcciones divergentes. Cabe que estimule el interés por sus diseños geométricos y 1ógicos, cuya importancia se demostró al considerar las implicaciones matemáticas en su ornamentación. Pero también puede crear una especie de hechizo, al evocar sucesos y emociones, reales o imaginarios, que tuvieron lugar dentro de sus murallas (... ). Quizá sea el carácter abstracto de su ornamentación, sobre principios tan íntimamente relacionados con formulaciones básicas de la realidad física, y la engañosa simplicidad de sus composiciones lo que hace posibles estas interpretaciones divergentes» (21). Hipótesis incompleta, como el mismo Grabar tímidamente apunta, si hemos de hacernos eco de aquella otra que H. Pirenne formuló años ha: El abierto antagonismo entre Islam y Cristiandad, en cuyo origen cifró la decadencia comercial del occidente cristiano, al convertirse el Mediterráneo en un lago musulmán en la Alta Edad Media. Abundando más en el tema, recordemos que el Islam en cuanto sistema teocrático es excluyente. Lévi-Strauss sobre el Islam: «En el plano estético, el puritanismo islámico renuncia a abolir la sensualidad y se contenta con reducirla a sus formas menores -perfumes, encajes, bordados y jardines-. En el plano moral se choca con el mismo equívoco; una tolerancia que se exhibe a expensas de un proselitismo cuyo carácter compulsivo es evidente. De hecho, el contacto con los no musulmanes los angustia» (22). Añadamos a lo que precede que el siglo XIV fue una épica de fuerte reislamización. «En el período final -escribe E. García Gómez-, en cambio, por paradoja que parece inexplicable, Granada surge ante nuestros ojos más oriental que nunca ( ). Las tropas, según Ibn al-Jatib, van vestidas ahora de otro modo: «armaduras sencillas, cascos dorados, sillas árabes, escudos de cuero para las monturas, lanzas ligeras. La diferencia era notable en todo ( ). Efectivamente, tal vez nunca fue mayor que ahora el contraste entre la parda Castilla, e incluso las grandes y antiguas metrópolis moras ya esterilizadas, y la Granada nazarí, que se erguía única, coloreada y luminosa sobre el verde pedestal de su vega» (23). Para que el cuadro sea completo: el tiempo entre la conquista y la definitiva expulsión de los moriscos es tenso, plagado de conflictos, pues ambas comunidades se presentan irreductibles a fórmulas de aculturación sincretista bajo el predominio de la cristiana, más aún después de la reislamización poco antes acaecida en la sociedad musulmana. Caro Baroja in extenso: «La caída del último estado musulmán peninsular no sólo colocó al mahometanismo en situación de religión prohibida, sino que también puso a los moros en categoría de gentes de condición inferior Proyectados al pasado, los cristianos la consideraban como algo respetable e incluso, a veces, como algo maravilloso y superior a toda ponderación. Vista en el presente la juzgaban digna de ser abolida, no sólo por estar ligada a una religión falsa, sino porque era inferior en todo a la propia ( ). El prestigio fue tal que en toda la superficie de la península puede decirse que, aún hoy, el pueblo atribuye a los moros casi toda construcción notable por su antigüedad y aspecto monumental a la par, bien sea sepulcro megalítico, bien puente romano, capilla románica o iglesia gótica Pero si se reputaba que los moros habían sido grandes en el pasado, no se tenía la misma opinión de los del presente, que tal vez eran, sin embargo, nietos de aquellos sabios constructores y nigrománticos, de aquellos galanes valerosos y sentimentales, de aquellas doncellas protagonistas de las poesías que corrían de boca en boca. El morisco era -según la opinión generalizada un individuo inculto e incluso cerril, que ocupaba, por su terquedad, el último grado de la escala social, un individuo con ciertas habilidades técnicas y manuales, pero indocto» (24). Por lo dicho no puede causar extrañeza la idea que los propios contemporáneos de Afán manifestaron: que si bien las leyendas y tradiciones de éste tienen bastante que ver con lo maravilloso, imaginado por el literato a partir de un vestigio que evoca cierta verdad histórica, su producción no alcanza la falta de verismo del «cuento maravilloso», ya que «aunque no faltan en nuestra ciudad, milagros y hazañas olvidadas o públicas, unidas a edificios o calles, para por su notoriedad llamar la atención, ésta no le sirve a nuestro escritor, sino con objeto de presentar a los lectores cuadros de costumbres granadinos» (25). Aquí hemos de resituar convenientemente la distinción entre mito y cuento para poder abordar la obra de Afán desde la óptica de la modernidad; abrimos un paréntesis elucubrativo. Seg6n Lévi-Strauss, la distinción entre mito y cuento es percibido por todas las sociedades; de ahí que las causas de esa distinción deban poseer unas bases propias. «A nuestro parecer, esa base existe, pero debe buscarse en una doble diferencia de grado. En primer lugar, los cuentos están construidos sobre oposiciones más débiles que las que se hallan en los mitos; no cosmológicas, metafísicas o naturales, como en éstos últimos, sino más frecuentemente locales, sociales o morales. En segundo lugar, y justamente porque el cuento es una transposición atenuada de temas cuya realización amplificada es característica del mito, el primero depende menos estrechamente que el segundo del triple criterio de la coherencia 1ógica, de la ortodoxia religiosa y de la presión colectiva. El cuento ofrece mayores posibilidades de juego, las permutaciones son en 61 relativamente libres y adquieren progresivamente una cierta arbitrariedad. Así, pues, si el cuento opera con oposiciones minimizadas, éstas serán tanto más difíciles de identificar, y la dificultad se ve agravada por el hecho de que éstas, ya reducid as, manifiestan una fluctuación que permite el paso a la creación literaria» (26). En última instancia la mirada del antropólogo ha reificado el concepto de mito reduciéndolo a aquellas «historias verdaderas», al decir de M. Eliade, de contenido sacro, entendiendo por «historia verdadera» la dotada de 1ógica interna y apoyada en la verosimilitud social. Asimila «historias falsas» a fábulas o cuentos, y concluye: «mientras que las 'historias falsas' pueden contarse en cualquier momento y en cualquier sitio, los mitos no deben recitarse más que durante un lapso de tiempo sagrado (generalmente durante el otoño o el invierno, y únicamente de noche)» (27). La crítica que se ha esbozado a esta concepción del mito sostiene que se identifica arbitrariamente racionalidad-linealidad cartesiana a la no existencia del mito e irracionalidad a su existencia (28). Manteniendo el acuerdo con Lévi-Strauss en cuanto a que el mito se nutre de la misma sustancia común que el cuento, creemos que la mirada de éste se halla deformada por el estudio sistemático a que ha sometido los mitos de las sociedades arcaicas, marginando explícitamente el mito en la sociedad moderna en sus estudios de mitología. Circunstancia que no le ha pasado, sin embargo, desapercibida a V. Propp como analista de los cuentos maravillosos, o a R. Barthès como semiólogo: «Sería totalmente ilusorio pretender una discriminación sustancial entre los objetos míticos: si el mito es un habla, todo lo que justifique un discurso es un mito. El mito no se define por el objeto de su mensaje sino por la forma en que se lo profiera: sus límites son formales, no sustanciales. ¿Entonces, todo puede ser un mito? Sí, yo creo que sí, porque el universo es infinitamente sugestivo. Cada objeto del mundo puede pasar de una existencia cerrada, muda, a un estado oral, abierto a la apropiación de la sociedad, pues ninguna ley natural o no, impide hablar a las cosas. Un árbol es un árbol. No cabe duda. Pero un árbol narrado por Minoi Drouet deja de ser estrictamente un árbol, es un árbol decorado, adaptado a un determinado consumo, investido de complacencias literarias, de rebuscamientos, de imágenes, en suma, de un uso social que se agrega a la pura materia»(29). El mito, por demás no es eterno, se halla inmerso en el fluir de la cotidianidad, lo que también ocurre con los mitos arcaicos, que no se conservan iguales a sí mismos en virtud de un «eterno retorno», sino que en realidad operan como una espiral más que como un círculo. Toda aquella literatura reproduce, con las modificaciones derivadas de la reificación literaria, los ciclos de la tradición en la modernidad en forma de cuento popular, maravilloso, leyenda, etc., sigue actuando como mito fundamentado en la 1ógica interna y en la verosimilitud social. L. Seco de Lucena arguye que la falsificación operada con la historia de los Abencerrajes convertida en leyenda, se inició en la novela de G. Pérez de Hita, Historia de los bandos de Zegríes y Abencerrajes caballeros moros de Granada, publicada en 1595: «Esta novela ha ejercido una notable influencia en el posterior desarrollo del tema moro en la literatura universal y ha dado el canon de la Granada nasrí del siglo XV. Pérez de Hita poseía cierta erudición histórica y literaria (... ). Sin embargo no hizo uso correcto de su información, porque aderezó ésta a su manera, la amalgamó con la fantasía y la puso al servicio de su ingenio. Ya el título de la novela no corresponde a la realidad histórica. En efecto, los dos partidos políticos que durante todo el siglo XV pretendieron la hegemonía política en la corte granadina, lucharon sangrientamente por alcanzarla y perturbaron la paz del reino, fueron abencerrajes y venegas, dos aristocráticas familias que aglutinaron a su alrededor a los restantes cortesanos de la dinastía nasrí. Los zegríes no constituyeron ni un partido, ni una familia y nunca se enfrentaron a los abencerrajes (...). P6rez de Hita perfiló en el abencerraje el tipo ideal del caballero moro granadino, de noble linaje, acrisolada lealtad, caritativos sentimientos, pundonoroso proceder, ánimo esforzado y acreditada valentía (...). Para Gin&s Pérez de Hita, el caballero zegrí es también valeroso, de valor que raya en la temeridad, pero aleve y traicionero ( ). Y justamente en una especie calumniosa fundamenta el novelista el suceso que constituye el tema de la leyenda» (30). En los siglos posteriores, diversos literatos y el vulgo modificaron la leyenda, hasta darle el aspecto final que presenta en la literatura costumbrista, y en Afán de Ribera. El mito como tal ha cuajado, desligándose de su aspecto literario para tener vida por sí mismo, dotando a la Alhambra del ensueño que se revive en la. sala de los Abencerrajes, sobre las losas manchadas por el óxido de la fuente, que según la tradición popular lo son de los caballeros Abencerrajes, ajusticiados allí mismo. El mito se ha localizado en el espacio: los sueños orientales del que visita los palacios estarían cojos sin su mitología. De ello depende la percepción que de «lo moro» se realiza a lo largo de la historia. Un símil de
la Modernidad: el discurso
racionalista que hoy intentamos levantar sobre «lo
musulmán
granadino» penetrará en el pueblo llano aculturado de la
periferia
urbana, como lo que busca ser: una asepsia. Siempre y cuando el
racionalismo
consiga permeabilizar todo el tejido social, claro está; lo que
no deja de ser dudoso. Lejos de esta perspectiva, la de la Granada
costumbrista
de Afán, donde la mirada se constituía sobre una
mitología
y una estética más cerca de la «mirada
romántica»,
en nocturnidad novaliana, que de la claridad derivada de las
«Luces».
El método está establecido: «Si estas obras no nos
'llegan' en seguida, requieren una interpretación (...),
interpretación
de la cual forman parte como un momento, como una herramienta, los
conocimientos
históricos. Por eso, cada historia del arte y de la literatura
debe
saber qué es el arte y cómo puede hacerse 'hablar' a una
obra de arte, en la relación histórica propia de su
naturaleza.
Só1o después pueden instituirse categorías
históricoestilísticas
y formales, a través de las cuales el contemplador pueda
orientarse.
Consciente o inconscientemente, toda historia del arte, de la
literatura
o de la música, presupone una determinada concepción de
la
esencia del arte» (31).
Haremos hablar a
los
mitos. IV. Del casticismo al españolismo, pasando por el kitsch El aspecto más destacable, desde la antropología, de la obra de Afán de Ribera lo constituyen sus prototipos/arquetipos populares y las escenas sainetescas, centradas en los siglos XVII, XVIII y XIX. Los primeros quedaron retratados expresamente en el folleto Antiguos tipos granadinos (32), donde se plasman figuras tan costumbristas como la vendedora de almecinas, la de despojos, la barretera o la peinadora, tan bucólicas como la cabrera, o tan comunes a todas las épocas como la novia. En todas ellas se respira una nostalgia por el tipo popular que desaparece, hasta el punto de continuar llamando, en «La artesana», a la mujer del obrero por tal nombre, a sabiendas de que en aquel 1900, en que leía su artículo, en el Círculo de Obreros Católicos, el artesonado estaba en fase de extinción, conformando ex novo al obrero contemporáneo. Otros libros describen los tipos tradicionales masculinos: el aguador, el artesano, son rodeados del aire indolente, tan caro a los viajeros extranjeros del XIX. Costumbres y fiestas son recogidas en Antiguas costumbres granadinas y en Fiestas populares de Granada (33); en especial en éste último, el cuadro no evoca nostalgias pasadas, centrándose en fiestas plenamente arraigadas en la época de Afán, y muchas de las cuales hoy han desaparecido. Es en el artículo titulado «Los toros del día del Señor», donde nuestro autor transparenta su casticismo con mayor enjundia: personajes y lugares típicamente sainetescos, girando la escena de fondo en torno a la competencia torera de Frascuelo y Lagartijo. Afán es deudor de un casticismo que hizo sus primeras armas con el majismo, y que encontró su caldo de cultivo más adecuado en la reacción fernandina. «Desde mediados del siglo XVIII, se inicia el período de la corriente popular de la España costumbrista: los toros en primer lugar, y a su alrededor el flamenco, la gitanería y el majismo. Frente a dicho movimiento, en las alturas tiene lugar la polémica del pensamiento francés. La filosofía de la Ilustración introduce en España la necesidad de una reforma educativa y social del país (...) y también del espíritu de crítica respecto al legado religioso de occidente, concretado en la obra de la Iglesia católica» (34). Los libros de Afán repiten hasta la saciedad los tipismos castizos: reunión popular de tipos costumbristas, donde se come, se bebe con abundancia caldos del terreno -siempre los mejores como las aguas de los pueblos-, se lanzan puyas, versificadas en ripio, entre los concurrentes, se acaba en atisbo de gresca atajada convenientemente por la autoridad -alcalde de barrio, cura, migueletes o 'tío'-. «Los ingleses en el Albaicín» (35) posiblemente sea el ejemplo más apropiado para mostrar el casticismo de Afán: se describe una zambra de gitanos, con participación de turistas ingleses que, haciendo mal uso del tipismo hispano, caen víctimas de éste en forma de solemne borrachera. Tal como señala Rubert de Ventós: «Las raíces del convencionalismo romántico, como las del neoclásico, estaban en este concepto mismo de realidad. La realidad profunda opuesta por el vértice a la prosa cotidiana del capitalismo, se revelaba evidentemente en el aspecto exterior y en los detalles de las cosas, pero no todos los detalles eran igualmente significativos. Los románticos adscriben a ciertos caracteres o apariencias el valor de revelar el ser profundo de las cosas. Un rasgo, un gesto, una costumbre, son considerados como típicos o característicos: en ellos, la realidad se hace transparente y aparece su genio, su alma... (36). Pero vayamos un grado más allá en el desentrañamiento de la mitología particular del granadino: «El arquetipo se construye y usa de modo más oscuro, interviniendo factores distintos al de la mera voluntad. El modelo es ejemplar. El arquetipo resulta algo de carácter más dudoso en sus orígenes y desarrollo. Puede haber modelos buenos y modelos malos de lo malo y de lo bueno; pero en relación con los arquetipos, aparte de la oscuridad de su origen, ocurre que a veces investigaciones más o menos pacientes demuestran que el arquetipo creado da imágenes erróneas por varias razones (... ). En la formación del arquetipo participan o pueden participar factores como el de la malignidad individual o colectiva y, una vez creado, se usa en circunstancias y coyunturas varias» (37). Cierto es que Afán construye arquetipos atravesados por cuestiones ideológicas, que los lleva a identificarlos con su propio código ético, sin embargo pecaríamos de simples si redujésemos sus tipos y situaciones a iste, pues es ante todo la «estética» quien define su ubicación castiza.. Y al afrontar el lenguaje literario de Afán de Ribera, lo primero que nos choca es su baja calidad, su ramplonería, cursi en definitiva. Aun partiendo de la imposibilidad de extraer un concepto destilado de kitsch, tenemos que remitirnos a éste como una categoría actuante desde la estética, en cuyos orígenes fenomeno1ógicos, al menos en su apreciación desde la modernidad, colocamos al Romanticismo en su perpetua vuelta nostálgico. «Pero esta orientación del espíritu conservador, legítimo y constante por principio, resulta inmediatamente degradada cuando existen motivos personales que la guían (la satisfacción personal de los afectos constituye la fuente más copiosa del kitsch), cuando, como sucede siempre en períodos en los que irrumpe la revolución, se utiliza como fuga hacia lo irracional, como fuga hacia lo idílico de la historia, en la que prevalecen las convenciones consolidadas (...). En realidad, el kitsch es la manera más sencilla y directa para aplacar la nostalgia: en otro tiempo la exigencia romántica se aplacaba con las novelas de caballerías y aventuras (en las que los vocablos más inmediatos de la realidad histórica eran sustituidos por clichés prefabricados); y también hoy, cuando se huye de la realidad, siempre se va en busca de un mundo de convenciones consolidadas, del mundo de los antepasados, en el que todo era justo y bueno; en una palabra, se intenta instaurar una relación inmediata con el pasado. De la misma manera, el kitsch copia técnicamente lo que precede directamente y los medios que utiliza para ello son de una simplicidad sorprendente (precisamente se podría atribuir al kitsch cierto poder de creación de símbolos)» (38). Creación de símbolos que «delatan una inseguridad de lo cursi; son medidas de seguridad del placer preocupado por su caducidad. Lo cursi sospecha la falsedad de su estado» (39), y se previene contra la caducidad que sobreviene invariablemente: su estética no pervive ni en la mentalidad popular tendente a llevar al kitsch por nuevos caminos -véase hoy el «mal gusto» de las clases populares urbanas tan distinto del de hace un siglo-, ni en el «archivo del saber» de las élites, prestas i evolucionar en pos de una estética de la moda propia. Implacablemente funciona el darvinismo ideológico-estético, en el devenir de las clases sociales, sea cual sea su lugar en la jerarquía social. El «efecto kitsch» de Afán habría de serlo más por los límites en que se desenvuelve su producción: su tardorromanticismo frente a las filosofías utilitaristas que embriagan a la burguesía y la intelectualidad granadinas más emprendedoras. Esta nueva intelectualidad, uno de cuyos ejemplos citábamos al principio de este artículo, dando al traste con el intento romántico de «simbolizar» la cultura al igual que en el medievo, y habiendo quedado reducida a sus aspectos kitsch, es engullida tras el puritanismo de los signos no emblemáticos, alegóricos o simbólicos. El arte se convierte en tautológico: es lo que es, no más. «Si con la definición de la Belleza -dice Rubert de Ventós- se eliminaba las exageraciones y extravagancias de las concepciones míticas de la realidad, la práctica artística del arte burgués eliminaba a su vez la exageración y extravagancia de las reacciones emocionales ante ella. El arte transformaba en virtual objeto de y contemplación aquello mismo que describía» (40). Recojamos la
línea historicista de
nuestra argumentación. La España de la
Restauración
era un país agrícola, con unas clases sociales atadas a
la
tenencia de la tierra y una incipiente burguesía industrial y
mercantil,
que a su vez sostenía una débil clase obrera industrial.
La «idea de España» tenía allí su
lugar
en manos de lo que Tuñón de Lara llamó «el
bloque
oligárquico»; en él participaban activa y en muchos
casos mayoritariamente la nobleza, los militares y los políticos
andaluces. La idea de una España andaluza en sus rasgos
principales
no se haría esperar; y al contrario, en Andalucía la
«idea
de España» tendría por largos años uno de
sus
bastiones más firmes. De esta forma quedaba establecido el
paradigma
Andalucía casticismo folclorista - bloque oligárquico de
la restauración - «idea de España». En este
patriotismo,
sustentado en la base por otro patriotismo de carácter local, se
mueve Afán de Ribera. Miguel Gutiérrez lo comenta de la
siguiente
manera: «Y ese regionalismo o localismo es, poeta, tu atroz
regionalismo;
que eres tú, ¿no lo ves? regionalista, cantor perpetuo
del
Genil y del Dauro; cantor de la ciudad, de eterno lauro, que de
España
selló la reconquista... Y somos granadinos y españoles,
aunque
se eclipsen los radiantes soles que alumbraron a España en otra
era» (41).
Pero quizá la imagen
más
apropiada del fenómeno quede reflejada en la carta que el Liceo
granadino envió a J. Zorrilla, comunicándole la
coronación
como poeta nacional, que dicha entidad, cuya sección literaria
presidía
Afán, como ya señalamos, estaba organizándole:
«No,
no había de hacernos olvidar lo decidido del propósito,
que
son nuestras fuerzas humildes; no habríamos de dejar inadvertido
el derecho que España tiene a ser requerida para esta grande
obra;
no habíamos de desconocer la fisonomía popular del poeta
que en poemas y leyendas, cuentos y dramas refleja hermosamente el
carácter
de esta nación, con sus caballeros galantes y esforzados, con
sus
mujeres de ojos abrasadores y alma cristiana, en sus fiestas y
aventuras
y sus combates y sus idealismos generosos, fuentes de nuestras glorias,
alimento de nuestras tradiciones y numen de nuestras empresas; de esta
nación cuya desgracia presente, con ser implacable, no ha
logrado
imprimir huella de muerte en la genial grandeza española» (42). V. La antropología como semiótica de la cultura incorpora el folclore y la literatura costumbrista La elaboración de un discurso semiótico sobre la literatura costumbrista de Afán de Ribera debiera llevarnos a un estudio más detallado que el que precede; pero no era ése nuestro objeto de principio. Únicamente hemos buscado subrayar algunos aspectos de su obra, para mostrar una cara arqueológica de la distribución liminar del discurso de las ciencias sociales desde hoy. Pensemos que en ese debate, que circula la mayoría de las veces inconscientemente en todo lugar, la conciencia de «origen nacionalista» de la antropología cultural de Andalucía se ha manifestado explícitamente tras la figura de Machado y Álvarez y de los folcloristas sevillanos. De ese discurso quedaron fuera aquellos intelectuales, etnólogos o no, que fundaron su obra en el exotismo costumbrista. El principal argumento para esta exclusión: la ausencia de cientificidad en su discurso, que es conceptuado como «literario». Un argumento comparativo asaz simple puede servirnos de índice del equívoco que se establece de principio, al hacer semejante distinción: la historia como disciplina en su gi5nesis es tanto «género literario» como «ciencia»; «forzosamente, el relato histórico se ha visto influenciado, a lo largo del tiempo, por la moda literaria (...) Ni que decir tiene que el romanticismo desarrolló vigorosamente esta tradición. Desde entonces, nos hemos desprendido tanto del convencionalismo clásico como del pintoresquismo artificial de los románticos. (...) Por consiguiente, la historia ha sido hasta nuestros días un 'género' literario» (43). Só1o con el positivismo la historia irá adquiriendo su actual cientificidad. ¿Y qué decir, abundando más en el tema, de la Biología, plagada de esquematismos ideológicos hasta muy entrada la modernidad? «Tanto para Maupertuis como para Buffon, hay que hacer intervenir una estructura secreta de orden superior, para unir los elementos de lo visible y organizarlos. Reducidas al único recurso del mecanicismo newtoniano y privadas de una experimentación ligada a las técnicas y conceptos que no aparecerán hasta el siglo siguiente, estas tentativas están destinadas al fracaso» (44). Cuando en los orígenes de una ciencia social como la historia o de una ciencia experimental como la biología, hallamos un sustrato francamente «ideo1ógico», cómo no encontrarlo igualmente en la antropología; apostamos por el estudio menos evolucionista de los orígenes de ista, lo cual necesariamente habrá de tener serias repercusiones en la concepción que, en la modernidad, tengamos de la disciplina. Analicémoslo por partes. Según Caro Baroja, «partimos de la base de que el 'folclore' es la ciencia o disciplina que trata del estudio del 'pueblo' o de los 'pueblos', que tiene una dimensión espacial muy definida y otra temporal clara y distinta hasta cierto punto de la que ofrecen los llamados pueblos primitivos; que sus principios arrancan de épocas remotas y que el interés por los temas que pretende desarrollar e ilustrar es superior a su mismo propósito, ya que antes de constituirse ha servido de elemento de inspiración para grandes pintores, poetas y novelistas» (45). Es decir, el folclore como disciplina está plenamente inmerso en nuestra sociedad, pero bajo la capa de la tradicionalidad; es aprehendido dentro de la antítesis Tradición/ Modernidad. Caro continúa en otro lugar: «Así, por ejemplo, en nuestros días (...), un autor famoso, ya muerto, el profesor Robert Redfield, acuñó la expresión Folk-Society y definió luego a ésta como una sociedad pequeña, aislada, iletrada (illiterate) y homogénea, con sentido estrecho de la solidaridad de grupo, definición que parece muy clara. La cuestión es encontrar tal sociedad. Personalmente he de confesar que, según mi experiencia, no existe en España, ni ha existido en puridad desde hace mucho. Cuando me he lanzado al field-ward, al llegar al último rincón de Andalucía o de Vasconia (...), me he encontrado con que el aislamiento, la homogeneidad, el agrafismo, etc., eran cosas tan problemáticas que no valía la pena insistir sobre ellas demasiado. En cambio, si tenía que estudiar ordenanzas municipales, ordenanzas de montes, reglamentos de cofradías, programas de fiestas, leyes generales y documentos escritos de diversa índole, que implican un género de investigación histórica» (46). La tendencia a sustituir al primitivo por el campesino tradicional de las zonas más atrasadas de la sociedad moderna ha sido una constante en la antropología de nuestro siglo, conforme iba desapareciendo el mundo colonial, pero ya tiene su precedente en el pasado siglo, en los estudios y compilaciones de los folcloristas. Hoy, cuando la aculturación derivada de la urbanización universal se impone, y el objeto de estudio de la antropología, el primitivo, y del folclore, la folk-society, desaparecen en las propias manos de quien las estudia, ambos saberes se encuentran en el mismo paradigma disciplinar: ¿Dónde resituar el lugar de la diferencia que los había constituido? Pasamos por alto que se les siga considerando invariables, sin «crisis», en función del archivo, del museo (no hace falta recordar dónde se archiva lo que ya no existe). Y la antropología y el folclore se justificaban en buena medida en el estudio de las sociedades vivas, «nuestros primitivos contemporáneos». De otra parte, la literatura costumbrista debe ser incorporada al horizonte constitutivo de la antropología, puesto que, recogiendo usos, tipos y costumbres populares, aun con el aditamento de «lo literario», que es cierto, deforma la veracidad de muchas de sus informaciones, se conecta con la mitología de nuestro tiempo. «Sin duda -sostiene R. Barthès-, la obra 'civilizada' no puede ser tratada como un mito, en el sentido etimológico del término; pero la diferencia estriba menos en la firma del mensaje que en su substancia: nuestras obras están escritas, cosa que les impone sujeciones de sentido que el mito real no podía conocer: nos espera una mitología de la escritura; ella tendrá por objeto no obras determinadas, es decir, inscritas en un proceso de determinación cuyo origen sería una persona (el autor) pero sí obras atravesadas por la gran escritura en la cual la humanidad intenta sus significaciones, es decir sus deseos» (47). Barthès establece dos grandes territorios donde se localizaría esa «ciencia de lo literario», el de los inferiores de la frase, y el de los signos superiores asociados a la escritura del texto discursivo, lo que le lleva a escribir: «porque si la lingüística puede ayudarnos, no puede por sí sola resolver las cuestiones que le plantean esos nuevos objetos que son las partes del discurso y los dobles sentidos. Será necesario principalmente la ayuda de la historia, que le dirá la duración a menudo inmensa, de los códigos segundos (tal como el código retórico) y de la antropología, que permitirá describir la 1ógica general de los significantes mediante comparaciones e integraciones sucesivas» (48). Lograr el acercamiento de la ciencia de lo literario al mito colectivo sería tarea que la antropología, que surge paradójicamente del estudio de las sociedades sin tradición escrita, debiera abordar para restablecer su lugar disciplinar; estos estudios sin lugar a dudas serían más fructíferos que los de tautológico primitivismo o de sociologismo reduccionista a que se ven abocados muchos antropólogos de hoy, tras viejos esquemas teóricos o puros datos de la empireia social. Lévi-Strauss:
«La antropología
quiere ser una 'ciencia semiológica', se ubica resueltamente en
el plano de la significación. Esta es una razón
más
(entre muchas otras) que llevan a la antropología a mantener un
estrecho contacto con la lingüística, donde encontramos
-ante
este hecho social que es el lenguaje- la misma preocupación por
no separar las bases objetivas de la lengua, es decir, el aspecto
'sonido',
de su función significante, el aspecto y 'sentido'» (49).
La ciencia de lo literario, la lingüística, lo que era el
folclore
y la antropología, más allá de que sus respectivos
discursos funcionen por encima o por debajo del discurso estatuido,
tienen
su espacio común en el «signo», con lo que
estaríamos
cerca de una «semiótica de la cultura». Lotmann,
como
exponente más avanzado de esta tendencia, planteaba de la
siguiente
manera la relación entre texto, signo, signicidad y cultura:
«La
semiótica de la cultura no consiste sólo en el hecho de
que
la cultura funciona como un sistema de signos. Es necesario subrayar
que
ya la relación con el signo y la signicidad representa
una
de las características fundamentales de la cultura» (50).
Signo y signicidad históricamente fijan el lugar que la cultura
ocupará en el universo semiótico. Así, en el XIX,
«la idea del mundo (es) como una sucesión de hechos
reales,
que son la expresión del movimiento profundo del
espíritu,
daba un doble sentido a todos los acontecimientos: semántica,
como
relación entre manifestaciones físicas de la vida y su
sentido
oculto, y sintagmático, como relación entre ellas y la
totalidad
histórica. Esta tendencia a asignar un sentido a las cosas
constituía
el aspecto fundamental de la cultura y penetraba no sólo en la
filosofía,
sino también en la vida cotidiana» (51).
De ahí que cualquier intento por darle un significado
emblemático,
desde el siglo XIX costumbrista, a algunos de los aspectos del
«ciclo
musulmán» sea un falseamiento con «efecto kitsch»,
pues si imposible es transmitir el horizonte medieval cristiano,
más
lo es el musulmán, si nos atenemos a lo manifestado por Grabar:
«Podemos en efecto llegar a la conclusión de que existe
cierta
inseguridad acerca de si las formas de cualquier imagen pueden adquirir
un significado simbólico concreto a menos que utilicen
imitaciones
de la naturaleza concretamente definidas. Si los signos abstractos y no
figurativos pueden adquirir significados simbólicos,
¿cómo
podemos aprender a leerlos? ¿Por qué método de
investigación
de formas visuales podemos descubrir si en su época
tenían
sentido? En esto hay algo más que señal de
desesperación
epistemológica moderna. Podemos, en efecto, preguntarnos si un
sistema
puramente abstracto de símbolos visuales puede jamás
aprenderse,
incluso dentro de su propia cultura, porque, de acuerdo con Jacques
Berque,
podemos señalar que un arte no figurativo, incluso si el aspecto
figurativo no es total, contiene ipso facto un elemento
arbitrario
que, de algún modo, escapa a las reglas normales de
comunicación
de un mensaje visual» (52). Si
el
historiador
del arte duda de la comprensión que el pensamiento
islámico
puede hacer de su misma simbología, es perfectamente
1ógico
que el acercamiento del romántico, presto a apropiarse signos de
tercer grado, lo haga tras un falseamiento. Ejemplificando nuevamente
en
el XIX romántico-costumbrista, buscábamos finalmente
solidificar
la opinión que hemos sostenido a lo largo del presente trabajo:
Que existe un estrecho nexo de unión disciplinar entre el
folclore,
la literatura, y a su través la ciencia de lo literario, y la
antropología
cultural, para sustentar los fundamentos de una semiótica de la
cultura, del signo cultural.
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del arte islámico. Madrid, 1979: 107. |
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