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Al plantear estas cuestiones en torno al problema de la identidad cultural del pueblo andaluz, no está de más, como aclaración previa, ya tópica, señalar que empleo el término cultura en el sentido que le da la antropología, es decir, no referido solamente a los saberes, al mundo de los símbolos, valores o ideas, sino entendiendo la cultura de una manera global. El concepto de cultura alude al sistema común de vida de un pueblo, que es resultado de su historia, de la adaptación entre esa población humana y el medio ambiente en que habita, y transmitido socialmente; un proceso que se va realizando mediante técnicas productivas, mediante estructuras organizativas a nivel económico, social y político, y mediante concepciones de la vida, de tipo científico, mitológico, ético, religioso, etc. Por tanto, defino la cultura globalmente, abarcando todos los niveles que componen el sistema social, en su complejidad, interrelacionándose entre sí, operantes de modo consciente o inconsciente. Así, al hablar de cultura andaluza, me referiré a toda esa globalidad. Hecha esta aclaración de rigor, quisiera formular tres preguntas a las que, seguidamente, intentaré proporcionar ciertos elementos de respuesta, que contribuyan al debate que hoy sigue planteado. Primera: ¿Existe realmente una cultura andaluza? Segunda: ¿Cuál es la identidad cultural del pueblo andaluz? Y tercera: ¿Qué futuro aguarda a Andalucía como forma de cultura?
¿Existe realmente una identidad? Al preguntarnos por la existencia de la cultura andaluza, lo que inquirimos es si se puede hablar, propiamente, de lo específico andaluz, en cuanto diferenciable de lo español genérico, como un conjunto de caracteres que serían comunes a granadinos, malagueños y almerienses, sevillanos, gaditanos y onubenses, cordobeses y jienenses. Pues bien, no todo el mundo reconoce que exista. Hay autores, alguno de cierto renombre, que niegan la existencia de una cultura andaluza como tal. Por ello mismo -piensan-, Andalucía no puede tener una «conciencia regional» (Castilla del Pino 1974: 14). Al adoptar un punto de vista tan estrecho, que sólo reconoce la existencia de modos de producción, discontinuos entre sí, en cada uno de los cuales se agota de modo unilateral y reduccionista la explicación de una sociedad, no cabe hablar de ninguna cultura específicamente andaluza. En el extremo opuesto de esta postura reductora y un tanto dogmática, encontramos una afirmación contundente de la identidad cultural andaluza, pero concibiéndola de un modo esencialista: Existiría, desde siempre, perdiéndose en los tiempos más remotos, una «esencia» de lo andaluz, permanente a través de los siglos, desde Tartesos hasta la actualidad, pasando por las sucesivas civilizaciones, romana, musulmana, castellana. Es lo que parece traslucirse en El ideal andaluz, de Blas Infante, donde afirma, por ejemplo: «La vida original, cuya continuidad perpetúa el genio de su antigua ascendencia, es alentada todavía por el pueblo andaluz... Su sangre ha podido enriquecerse con las frecuentes infusiones de sangre extraña, pero sus primitivas energías se han erguido siempre dominadoras» (Infante 1915: 62). A pesar de los objetivos progresistas que inspiran a su autor, no sobrepasa el molde ahistórico, según el cual habría pervivido esa esencia andaluza cuasieterna. La misma tesis esencialista, en versión no menos mítica, aparece en otras formulaciones, como las de cierto grupo que dice orientarse hacia «un nuevo ideal andaluz» y que invoca repetidamente una presunta «comunidad natural andalusí» (Al-Axan, s.f.), en tales términos milenaristas que no resisten ningún análisis. Volviendo a la pregunta: entre la rotundidad de un «no» y un «sí» igualmente sospechosos, ¿existe la identidad cultural andaluza? Antes que nada, cabe una contestación afirmativa, empírica: Lo andaluz está ahí, es algo que vivimos, que sabemos diferenciar cuando tratamos con alguien andaluz, algo por lo que nos identifican desde fuera otros que no son andaluces. Es algo manifiesto en costumbres, habilidades para vivir, expresiones artísticas, sentimientos festivos y religiosos, etc. Dicho de otro modo, lo andaluz se nos da en objetivaciones sociales e históricas que ocurren ahí y se pueden observar. Ahora bien, cuando nos planteamos la cuestión de si existe lo andaluz, lo que nos interrogamos es si corresponde a esa evidencia experiencial una explicación científica, que nos demuestre que, en efecto, hay unas características específicas, definitorias de una cultura andaluza. No negamos, claro, la experiencia vivida. Se trata de averiguar si es posible esclarecerla mediante un conocimiento científico, si es posible un estudio antropológico de lo andaluz, del pueblo andaluz y su cultura, que resuelva críticamente la cuestión. Pese al estado embrionario de las investigaciones, el empeño parece posible; por más que diste todavía de poder presentar conclusiones. Un intento ambicioso es el que desarrolla, en algunos de sus escritos sobre la historia y cultura del pueblo andaluz, José Acosta, que nos propone una hipótesis interpretativa de Andalucía, muy sugerente, aunque con un maximalismo harto discutible. Sostiene que ha habido continuidades y rupturas en la evolución sociocultural de Andalucía. En primer lugar, grandes períodos de continuidad y progreso: Estos irían desde Tartesos, que constituye la más antigua civilización del occidente europeo, hasta la Bética romana y hasta Al-Andalus. Durante estos tres períodos no se daría ninguna ruptura estructural profunda, sino una evolución cultural ascendente. Luego, dos épocas de ruptura y retroceso: La primera marcada, a partir del siglo XIII, por la implantación del feudalismo; y la segunda, en el siglo XIX, con la consolidación del capitalismo en la región. A pesar de todo (y aunque podamos relativizar el continuismo tartesio-bético-andalusí), ni siquiera estas rupturas aniquilaron el fondo étnico autóctono, sino que más bien ha habido como una «filtración del pasado» (Acosta Sánchez 1979: 42; cfr. también 1978), una transmisión subterránea, una supervivencia, que marca la identidad cultural del pueblo andaluz, hasta nuestros días. No obstante, la problematicidad de una posición como ésta queda en evidencia cuando nos preguntamos, con el rigor que es debido, qué sentido y validez tiene ahí la «identidad». Es Fernando Riaza quien ha llevado a cabo un serio análisis crítico del concepto de identidad, desde los ángulos lógico, psicológico, ideológico, filosófico e histórico, al objeto de discernir su valor epistemológico en la expresión «identidad andaluza», que con tanta ligereza y profusión se suele emplear. El resultado es que el concepto llega a disolverse casi del todo: El planteamiento puramente lógico no aclara nada; pues la «identidad andaluza pertenece al ámbito de los valores» (Riaza 1982: 3). Las interpretaciones ideológica, histórica y psicológica, con sus variantes, tropiezan a su vez con dificultades, si es que no entran en un callejón sin salida, a la hora de definir estrictamente los rasgos constitutivos de esa identidad andaluza. Por tanto, la expresión tiene, a lo más, un alcance valorativo. Y Riaza lo muestra efectuando un recorrido crítico por el pensamiento de los andalucistas pioneros, los escritos de Blas Infante, los ensayos de Ortega y Gasset, ciertas aproximaciones marxistas, la referencia a la historia de Andalucía. Por ninguna parte cabe dotar a la identidad de un significado «científico»; sin duda «por defecto del concepto de identidad» (Riaza 1982: 53). Su significación, potenciada por la necesidad política, viene a limitarse a «un sentimiento de comunión con unos rasgos que de hecho se dan» (Ibidem: 63) en la realidad andaluza. Viene a ser lo mismo que una identificación psicológica colectiva: La conciencia de los andaluces en cuanto «etnia» (en sentido amplio) vinculada a un territorio. Otra manera de entenderlo sería como conciencia que asume un mito, una utopía, un proyecto histórico: «Se convierte en identidad lo que no es -aunque sea mucho- sino el conjunto de metas del momento presente» (Ibidem: 72). El contenido de la identidad se resume, así, en el estado de conciencia actual, frecuentemente proyectado hacia atrás, en una lectura muy sesgada del pasado. Por último, F. Riaza remacha esta crítica de la identidad redefiniéndola primordialmente como experiencia estética: «La identidad andaluza puede ser una proyección de la necesidad andaluza de gracia y de armonía. Es una emoción estética...» (1982: 88). Queda, pues, reducida a connotaciones valorativas, inseparable de ellas. La identidad andaluza alude a la «comunión valorativa con la propia región», a la «autoconciencia de cierta originalidad cultural», es decir, al fenómeno emotivo de la identificación colectiva de los andaluces, algo más subjetivo que objetivo. Esta visión de Riaza, con ser cierta en lo que positivamente afirma, no deja de parecerme minimalista. Puede afirmarse más. Aparte la conciencia de identificación (cuyo objeto y contenido carecerían de objetividad sobre la que fundarse científicamente), es posible sistematizar un conjunto de rasgos socioculturales, susceptibles de objetivar esa identidad histórica, por relativa que sea, reconocible no obstante con el grado de validez objetiva exigido a las ciencias del hombre. Para ello, habrá que seguir la pista de estudios como los de Christian Gras (cfr. 1979), que el propio Riaza menciona, y de manera más general, acudir a la antropología social y cultural (a la que este autor parece no haber prestado apenas atención, pese a ser la vía más indicada para responder a la cuestión de la identidad cultural). A la antropología le corresponde desvelar cuáles son los rasgos socioculturales peculiares del área cultural andaluza, así como su variabilidad interior y sus relaciones de semejanza y diferencia con respecto a otras áreas colindantes. Aunque esta línea de investigación aún no se encuentre bastante avanzada aquí, existen estudios que han abierto el camino. Por ejemplo, los tres capítulos que el antropólogo Isidoro Moreno (cfr. 1981a, 1981b, 1981c) dedica precisamente al problema de la identidad andaluza, en el último volumen de la Historia de Andalucía, publicada por Editorial Planeta (1).
Reafirmamos la existencia de un área cultural andaluza, específica, si bien compleja y abierta a otros ámbitos. Tal como ha llegado a nosotros, la cultura andaluza, por debajo, se descompone a su vez en particularizaciones culturales o subculturas: Hay una Andalucía Alta y una Andalucía Baja, hay pervivencias de lo que fueron cuatro reinos medievales (Córdoba, Sevilla, Jaén y Granada), hay una diversidad comarcal perceptible; y el proceso podría prolongarse hasta la multiplicidad de lo individual, en último extremo. Mientras que, por arriba, se da una inserción en otras áreas socioculturales, cada una de las cuales queda englobada en un conjunto de ámbito mayor: La cultura andaluza en la española, en la europea, en la occidental; más las relaciones con áreas extraoccidentales y con la cultura como fenómeno universal, por la que comparte unos universales culturales, caracterizadores de toda vida social de los humanos. Todo lo cual no significa la disolución de ninguno de estos niveles en aquél que lo envuelve. Cada uno preserva cierta autonomía y especificidad propia. En definitiva, la cultura andaluza está ahí, en sus objetivaciones históricas y en determinados rasgos que configuran la manera de ser del andaluz, su subjetividad. La conciencia de esta identidad ha salido reforzada, en los últimos decenios, al agudizarse la explotación y la dependencia de Andalucía. Las inexorables
alteraciones, las irrupciones,
quedan luego inscritas en la identidad del pueblo; como también
los dualismos, la confrontación, la opresión aportan
rasgos
identificadores. Es toda una historia, quizá singular, en cuanto
marcada por el complejo trayecto a través del que se ha llegado
a la forma actual. De ahí, la identidad andaluza como conjunto
de
esquemas y referencias socioculturales compartidos, constituidos por
una
combinación estructural, un trasfondo histórico y
ecológico,
variable con respecto a otras, algunas de las cuales pueden pertenecer
al mismo grupo de transformación (a la misma tradición
común,
original o entrecruzada, etc.); identidad apreciable, sensible e
intelectualmente,
en síntesis, por cierto aire, cierto sabor singular.
¿Cuál es esa identidad cultural andaluza? Nos preguntamos, ya en el supuesto de que existe, cuál es esa identidad cultural andaluza y cuáles los caracteres fundamentales de ese pueblo andaluz. Nos interesan, claro está, los principales caracteres constitutivos de su diferencia: lo que denominaré la etnicidad andaluza, un concepto más preciso que otros (2) , desde el punto de vista antropológico. Alude precisamente a la idiosincrasia, a la personalidad histórica de un pueblo, a su identificación sociocultural. A la hora de definir la etnicidad de Andalucía, ha habido notorios falseamientos, que han hipostasiado el tópico o le han conferido un espaldarazo «científico». La muestra más conspicua de estos planteamientos pseudocientíficos la encontramos en la frívola Teoría de Andalucía que pergeñó José Ortega y Gasset, en 1927, recogida en sus obras completas. En esta «teoría» orteguiana se eleva el tópico más vulgar nada menos que a categoría antropológica desde la que entender Andalucía. Acepta Ortega que Andalucía es «de todas las regiones españolas, la que posee una cultura más radicalmente suya», pero a continuación la define como una cultura de cortijeros, basada durante cuatro mil años en la «holgazanería». Una holgazanería -según él- que «ha hecho posible la deleitable y perenne vida andaluza. La famosa holgazanería del andaluz es precisamente la fórmula de su cultura» (Ortega 1927: 116). Lo peculiar del andaluz sería -para el preclaro filósofo- el «ideal vegetativo»; su característica principal, el «sentido vegetal de la existencia»: o sea, «la pereza como ideal y como estilo de cultura». En realidad, con este tipo de interpretaciones, lo que se fomenta es la legitimación del atraso y la marginación de Andalucía, achacándosela a la idiosincrasia indolente del pueblo, en lugar de analizar las causas históricas reales, que han intervenido. Esto es sólo un índice de las muchas manipulaciones habidas, como las que, durante la época de Franco, instrumentaron el folclore andaluz como careta de la España «diferente». Y en el trasfondo, el clisé típico y tópico del andaluz, que lo describe automáticamente como vago, insolidario, individualista, jaranero... Falta, a todas luces, seguir avanzando en el estudio de la historia de Andalucía, y más aún en la antropología de Andalucía, labor en la que andamos empeñados. No obstante, podemos bosquejar ya algunos rasgos antropológicos de lo andaluz, algunos caracteres comunes o invariantes. Citando de nuevo a Domínguez Ortiz, hay ciertas constantes que constituyen factores de continuidad en la historia de Andalucía y, por tanto, componentes de su identidad. La primera constante es el marco natural y geográfico, un marco ecológico muy peculiar: Sus sierras, sus campiñas, sus ríos, sus dos mares, su clima, configuran ya el medio ambiente, en relación con el cual se tiene que plantear y resolver necesariamente la cultura andaluza (sin caer en ningún reduccionismo geográfico). La segunda constante es su población, no identificando población con raza o identidad biológica, sino atendiendo a un poblamiento ininterrumpido compatible con numerosos trasiegos étnicos, a veces cuantiosos, que de alguna manera se han integrado en la población andaluza -como el vino en la solera que lo transforma-. En este proceso no puede excluirse la transmisión de determinados rasgos de una etnicidad fundamental, persistente al tiempo que evolutiva. Pues «la identidad de un pueblo, como la de un río, es compatible con la movilidad y continua renovación de las partículas que lo componen» (Domínguez Ortiz, 1980: 11). No hace falta la continuidad a nivel biológico de una supuesta raza humana, ni la perpetuación de unas instituciones sociales inmutables. Sobre estas bases, podemos afirmar que la etnicidad andaluza existe realmente, con un perfil diferenciado, diacrónica y diatópicamente, con respecto a los pueblos circundantes. ¿Cuáles son los trazos más sobresalientes de esta cultura? (3) . Según alguna de las hipótesis, serían características de la cultura andaluza, a lo largo de la historia: La apertura y universalidad, la complejidad o diversidad interna, el cultivo de la sensualidad, la tendencia a lo provisional, la sobrevaloración de lo accesorio, la minusvaloración de rasgos muy esenciales en otros pueblos, etc. Tales características «parecen ser rastreables en todos los períodos de nuestra historia, y se manifiestan de forma diversa en esa constelación de elementos que llamamos cultura» (cfr Gran Enciclopedia, art. «cultura andaluza», 1979, vol. 3: 1124). Pero tal vez adolezcan de contornos excesivamente imprecisos, abstractos, o poco peculiares. El ya mentado José Acosta delinea con mayor precisión el carácter sociocultural andaluz, al que atribuye cinco notas fundamentales (cfr. 1979): Primera, la visión universalista, debida al papel histórico de puente entre distintas civilizaciones, que ha realizado Andalucía; lo que la ha llevado a elaborar una síntesis propia, marcadamente abierta, internacionalista, humanista. Segunda, el radicalismo revolucionario, puesto de manifiesto en explosiones colectivas, a lo largo de su historia, y acendrado desde el siglo pasado por las ideologías sociales contemporáneas. Tercera, en contraste con ese radicalismo, un escepticismo político muy acusado, que lleva muchas veces al pueblo a la pasividad, al pesimismo ante los pequeños logros de la política cotidiana; sólo en grandes momentos se moviliza de forma radical. Cuarta, la escasa europeidad, originada por el hecho de encontrarse Andalucía en una encrucijada fronteriza de la llamada civilización occidental, su identificación con ésta resulta un tanto relativa; hay una carga orientalizante, acumulada desde su nacimiento histórico (todavía hoy se reflejaría en la lidia del toro, ciertas formas del baile y el cante, del arte y la religión popular). Y quinta característica, el predominio del realismo y la sensualidad sobre el misticismo, como puede advertirse en la vida andaluza y en su estética. Cabrían todavía otros varios elencos de rasgos culturales, correspondientes a otras tantas interpretaciones de la identidad andaluza, y coincidentes sin duda en los principales puntos e incluso en su orientación genérica. Sólo voy a referirme ya a la elaboración de Isidoro Moreno, que anunciaba más arriba. Para este antropólogo sevillano, el primer descubrimiento consciente de la identidad andaluza se produce en el período 1868-1890; es decir, a partir de la revolución «gloriosa», que abrió las puertas a nuevas corrientes de pensamiento libre (cfr. Moreno 1981a). Surgen los primeros antropólogos y folcloristas andaluces, estudiosos de la cultura popular, quienes formulan las primeras definiciones de la etnicidad andaluza. Este movimiento intelectual afirmó la identidad andaluza y trató de investigarla con métodos científicos; pero no lograron la toma de conciencia por parte del pueblo; los importantes movimientos sociales y políticos de la época, tanto de la burguesía como del proletariado, no conectaron con el movimiento cultural andalucista. Con la restauración canovista, naufragó el proyecto de los pioneros. Hasta que, ya en nuestro siglo, se emprende una nueva búsqueda de la identidad, datable entre los años 1910-1936 (cfr. Moreno 1981b). Se trata ahora de un movimiento regionalista de carácter político-cultural. Pretenden que el pueblo andaluz adquiera conciencia de su identidad, si bien la diseñan como «esencia», como aspiración a un ideal andaluz, siguiendo más la senda del ensayismo que de la investigación. Con todo, ponen de relieve las injusticias de la realidad andaluza. Desarrollan una creciente, aunque ambigua, orientación política regionalista. Y a la postre, continúan desconectados de la gran burguesía y de la clase obrera. La identidad de Andalucía no alcanza a formularse teóricamente con coherencia, ni a implantarse en la conciencia y la práctica política de las mayorías andaluzas. En el tercer período, 1936-1981, sí culminará la larga marcha hacia la generalización de la conciencia de identidad. Y es aquí donde Isidoro Moreno (1981c; cfr. también 1980 y 1981d) configura los rasgos de esta etnicidad. Pese a la manipulación de la cultura andaluza por el régimen franquista, no han podido neutralizarla. ¿Cómo concebir esta identidad cultural? ¿Cuáles son las principales características de la etnicidad andaluza? Escribe I. Moreno: «La cultura andaluza actual (...) es una realidad que expresa la experiencia, básicamente común en sus aspectos fundamentales, de unas colectividades que se han ido convirtiendo en un pueblo específico, como fruto de un proceso histórico de varios siglos, que ha terminado de cristalizar precisamente como una de las más importantes consecuencias del proceso de consolidación en España del modo de producción capitalista y la asignación a Andalucía de un papel dependiente y periférico dentro del sistema» (Moreno 1981c: 281-282). Un pueblo y su cultura han resultado de un proceso histórico específico, en el que se integran constelaciones de elementos materiales y simbólicos, procedentes de pretéritas civilizaciones, sin que esto obste a que haya una discontinuidad tanto biológica como cultural del pueblo andaluz de hoy respecto a aquellas civilizaciones. No hay que olvidar la ruptura violenta de Andalucía, en el siglo XIII, ni su reunificación violenta a fines del siglo XV. A partir de ahí, se gesta un «proceso histórico específico» muy distinto del que siguen otras regiones de la península. En la edad moderna, crece una experiencia colectiva común, marcada luego enormemente por el papel dependiente y periférico que se le asigna, con la consolidación del sistema capitalista en España. Cristaliza una «etnicidad objetiva» de Andalucía: Aparecen producciones culturales propias, a veces reestructurando elementos anteriores. Lo andaluz queda conformado en torno a dos ejes, el de las formas específicas de las estructuras que mantienen el sojuzgamiento de Andalucía, y el de las formas específicas que expresan las vivencias de los andaluces dominados, como cultura popular. Una muestra ejemplar de lo que representa este segundo eje sería el cante flamenco: sólo un grito de rebeldía, pero protesta objetiva, cargado de potencial liberador, «uno de los principales signos de identidad del pueblo andaluz» (Moreno 1981c: 280). La secular opresión estructural, sobre todo por parte de los grandes terratenientes, explica -según Moreno- dos características culturales muy significativas. Primera, la «tendencia a la personalización de las relaciones sociales», que lleva a formar pequeños grupos muy cohesionados, donde el individuo se siente protegido, respaldado, a la par que implica toda su personalidad. La relación personal es clave, incluso por encima de las ideologías y los intereses objetivos. También en la religión popular entra en juego el mismo principio organizativo. La segunda característica es «la negación simbólica de la subalternidad, el rechazo de la interiorización de la inferioridad». No bastan las tremendas desigualdades para que el andaluz admita ser menos que nadie, y encuentra mil formas de «compensación» cultural que le refuerzan el sentido de autoestima: Blancura de cal, limpieza, flores, amor propio, forma de hablar, celebraciones y fiestas donde se invierten simbólicamente las categorías sociales. Pero si las rebeliones necesitan ser ritualizadas «es porque está presente la posibilidad potencial de que se desarrollen en una dirección no ya simbólica» sino real. El hecho es que, en los últimos veinte años, la gran mayoría de los andaluces han despertado al sentimiento y la conciencia de su identidad como tales. La identidad andaluza, en suma, está configurada «no solamente por una situación de explotación económica, sino también por unos elementos culturales, dialécticamente relacionados con esa situación» (Moreno 1981c: 290), lo que a través del proceso histórico concreto ha conducido hasta la emergencia de un nuevo nacionalismo. Se potencian una a otra, recursivamente, la conciencia de explotación y dependencia (con sus secuelas de subdesarrollo, emigración, paro, analfabetismo práctico), y la conciencia de la propia identidad cultural andaluza (con sus maneras de sentir y expresar la común experiencia de la injusticia soportada). A todo ello hay que agregar, según advierte Isidoro Moreno, tres fenómenos nuevos históricamente, con vistas a perfilar las suertes de Andalucía: 1, la generalización de la conciencia de identidad; 2, la conciencia de que las estructuras causantes del subdesarrollo estriban, más allá del marco andaluz, en la posición dependiente asignada dentro del sistema estatal e internacional; 3, la confluencia iniciada ya entre el movimiento intelectual que indaga la realidad andaluza, y los movimientos político y obrero andaluces, en una línea nacionalista. Al menos
«Andalucía ya existe
en el sentimiento y la conciencia de los andaluces» (Moreno
1981c:
298), por mucho que aún falte para la adecuada
explicación
antroposocial. ¿Qué futuro aguarda a la cultura andaluza? La historia de un pueblo está vinculada a la conciencia de su identidad, tanto como al dominio sobre sus condiciones de vida reales. Y sabemos que la conciencia de la identidad cultural de Andalucía se encuentra alienada en buena medida, cosa que incide negativamente en su historia. La forma actual de esta alienación sociocultural tiene sus causas recientes en la irrupción del modelo capitalista, desde mediados del siglo XIX, por señalar un inicio. Es más que probable que esa irrupción haya supuesto el ataque más bárbaro contra la identidad tradicional andaluza. A partir de ahí se van instaurando las condiciones del subdesarrollo en su forma actual, se va demoliendo el modo de vida tradicional y fomentando una amnesia histórica que tocó fondo hacia mitad de nuestro siglo. Sin soberanía política y perdidas las riendas de su progreso económico, Andalucía perdía también la memoria de sí misma, su conciencia histórica como pueblo. Gobernada por una oligarquía «centralista», bajo el sometimiento al imperialismo inglés, primero, y norteamericano después, es acosada por un proceso de aculturación que trae a la vez la enajenación de su identidad cultural. Hay una creciente invasión cultural extranjera, un ataque de modelos socioculturales, modos de producción, instituciones, deportes, valores y modas ajenos, que cada día más arrinconan nuestras peculiaridades en el capítulo del folclore. Hablar de aculturación es lo mismo que hablar de situación de dependencia, situación semicolonial, cuasicolonial, neocolonial. De acuerdo con la investigación antropológica de los procesos aculturativos, éstos admiten varias salidas: Una de ellas es el repliegue en formas culturales de la propia tradición, en un ademán de defensa reactivo y regresivo. La segunda posibilidad estriba en la asimilación de los patrones extraños, hasta el punto de disolver por completo la propia etnicidad, que perderá definitivamente su identidad. Y la tercera supone una acogida selectiva de los aportes culturales exógenos, que se adaptan en orden a la reestructuración de la propia identidad cultural, reforzada, modernizada. Pues bien, en el caso del actual proceso de colonización cultural de Andalucía, el dilema parece estar entre la salida segunda y la tercera. Por un lado, vamos camino de homogeneizarnos, conformándonos vertiginosamente al «estilo de vida norteamericano», teledirigido. Pero al mismo tiempo, surge un anhelo de vincular nuestras raíces históricas y etnológicas con la modernidad y una mayor autonomía, mediante lo cual la creatividad del pueblo andaluz busca elaborar una nueva síntesis. Para que se haga posible, habría que reunir complejas condiciones hoy oscuramente previsibles. El futuro de la cultura andaluza se halla en una encrucijada de incertidumbres, entre determinantes que escapan a nuestro dominio, indeterminismos que nadie controla y unas opciones lúcidas que acertarán o errarán el rumbo. Lo que está claro es que no se trata de reanimar cadáveres, en una reversibilidad históricamente imposible, como ésos que añoran volver a hablar en «aljamía», o la conversión masiva al Islam (aunque sea deseable comprender el mensaje de esta gran religión); de nada serviría restaurar el despotismo omeya, o la organización tribal, o el modo de producción tartésico. Tampoco basta con predicar un nuevo ideal andaluz, basado en la «recuperación de nuestra identidad como comunidad natural», que no pasa de ser un mito escasamente ilustrado; pues ni hubo ni cabe sociedad «natural», al margen de lo cultural e histórico. Y el afán de «recuperar» la propia identidad es una formulación desafortunada, que quizá quiera decir: volver a hacerse con autonomía (mitificando momentos pretéritos en los que se imagina que la hubo) para determinar el propio destino. Más bien, de lo que se trata es de conducir, desde la realidad presente, un proceso complejo de liberación y a la vez de arraigamiento, en el que la tradición viva preserve sus valores incorporándolos críticamente en lo moderno. En este proceso de recepción y transformación sociocultural, del que es imposible zafarse, la sabiduría está en ser capaces de lograr estructuras socioculturales que equilibren la convivencia, una síntesis original, tanto por su arraigo en los orígenes, como por su innovación en respuesta a la problemática contemporánea. La enajenación o la catástrofe no exigen tantos cuidados; pero la vida saludable del pueblo andaluz y su autoidentificación, sí. La antropología y las demás ciencias del hombre deben aportar instrumentos intelectuales que iluminen la acción. Se requiere que el pueblo andaluz extraiga, de la memoria histórica de su pasado, las lecciones que aún no hemos aprendido; que cobre conciencia histórica de la situación y posibilidades presentes, para no desaprovechar las bazas reales, por modestas que sean; y que aplique la imaginación a diseñar un proyecto político de futuro, capaz de polarizar los afanes de la inmensa mayoría de los ciudadanos. Con ese objetivo, buscar y definir la propia identidad resulta una necesidad social primaria. Al fin y al cabo, toda cultura, toda etnicidad, es un modo de identificación. Pero no hay que dejar a la sombra que la identidad etnológica resulta de la diferenciación, sin que ésta aniquile la identidad básica compartida. Diferenciarse equivale a un proceso de identificación. Autoidentificarse puede entenderse simplemente como hacerse autónomos para diferenciarse/ identificarse a sí mismos como pueblo. El concepto de identidad se hace complejo, es biocultural, conlleva dimensiones sincrónicas y diacrónicas. La identidad no está completamente cerrada a la alteridad, sino que se alimenta de ella. Lo que nos identifica supone una herencia biológica y sociocultural de épocas pasadas, cuyos logros y fracasos forman parte de nuestro patrimonio colectivo. La identidad, pues, implica la diferencia; semeja un concepto «corredizo», múltiple, relativo, radicalmente abierto, casi inasible (4) aunque imprescindible, cuya fisonomía se va transformando a lo largo del devenir. Sus estructuras van a reestructurarse en nuevas síntesis, en una reorganización donde permanencia e impermanencia, homogeneidad y heterogeneización se combinan entre sí. Por tales razones, es preciso cuestionar toda visión primaria e inmediata de la identidad cultural, por la que cada grupo humano tiende a dejarse engañar e incurre en el ingenuo etnocentrismo de la mera identidad subjetiva, autosuficiente, privilegiada, incomparable... Seamos más bien modestos y consideremos toda identidad actual como penúltima, siempre inconclusa. Los rasgos heredados y vigentes de la etnicidad andaluza no son todos sanos y canonizables; han de ser sometidos al análisis crítico; habrá que discernir siempre entre rasgos alienantes (parte de una historia de opresión y explotación) y rasgos liberadores (preservables para el futuro). Sin que esto obste, antes al contrario, para anudar fuertemente memoria, conciencia e imaginación históricas, como contenido viviente de una identidad cultural que los andaluces han de apropiarse crítica y creativamente. Esa tarea no progresará mucho, si no se consiguen mayores cotas de autonomía política y autogobierno. Cosa que, a su vez, no resultará real sin una reapropiación de los recursos tecnoeconómicos de Andalucía y su gestión. Para tales fines, la experiencia histórica del último siglo parece poner en entredicho la validez del modelo de crecimiento y cultura llamado occidental. Pues éste aparece como el que más bárbaramente ha desintegrado la identidad cultural andaluza (y a nivel etnológico, la mayor parte de las culturas del planeta), impidiendo su desarrollo autónomo e imponiendo un subdesarrollo forzoso. Ya se ha demostrado hasta la saciedad cómo este modelo dominante no puede progresar más que destruyendo otras culturas, homogeneizando, uniformando, es decir: disolviendo lo específico andaluz, confinando «lo andaluz» en la marginalidad folclórica y pintoresca. Si esto fuera así, la conclusión lógica indica que la transformación del modelo de desarrollo occidental constituiría la condición de posibilidad para la afirmación real de la autoidentidad andaluza, en nuestro caso. Y sin duda, también a la inversa: Los esfuerzos por afirmar la identidad andaluza pueden contribuir a vencer ese modelo de subdesarrollo que nos mortifica. Antropología e historia nos vienen a mostrar que no es imposible la autoidentificación sociocultural de Andalucía, en el contexto de un pluralismo etnológico planetario. Es posible y es deseable. No cabe otra estrategia con futuro que la que conduzca a cada pueblo a determinar por sí mismo sus condiciones globales de existencia, en interdependencia con todos y en especial en solidaridad con los más depauperados. Unicamente este
sendero ético y político
conducirá al fortalecimiento de lo que constituye nuestro nivel
de identidad específicamente humana, que es el de la cualidad de
autodeterminar el sentido y los modos de la vida. O todavía
más
radicalmente, si queremos poner las cosas en su sitio, deberemos tomar
conciencia de otra identidad aún más fundamental, que es
la de seres vivientes; sólo sobre esta base somos humanos, y
luego
todo lo demás: occidentales, europeos, españoles,
andaluces.
Hasta el punto de que ser andaluz es tan sólo un modo
diferenciado
y peculiar, provisional, de ser hombre y de existir entre los millones
de especies vivas del planeta.
1. Otras referencias interesantes son Alfonso Carlos Comín (1970) y Juan José Sánchez (1982). 2. Efectivamente, otros conceptos van cargados de connotaciones bastante difusas. No es ya muy científico hablar de raza, después de la crítica radical que la propia antropología biológica ha hecho de este término que, por lo demás, no incluye los aspectos culturales. La idea de nacionalidad comporta un significado más bien político y jurídico, que sustenta históricamente al estado-nación. El país denota sobre todo un sentido geográfico o geopolítico. Es decir, no se corresponden con el concepto de cultura: Hay naciones o países donde conviven varias culturas; culturas que se extienden a varios países; razas diferentes que desarrollan una misma cultura... 3. Una amiga alemana, afincada durante muchos años en Granada, improvisaba así su imagen del andaluz, en clave psicológica: «Dice las cosas serias en broma, y al revés, las bromas muy en serio; se repite mucho; en seguida acoge al otro, pero no se abre hasta el fondo, aunque es muy sociable; es exagerado; su cultura la hace oralmente, a través de la conversación (más que a través de libros); tiene una mentalidad concreta y realista; es creativo e imaginativo; extremista; supersticioso.» 4. El concepto
de
identidad
no es hermético sino que implica la idea de apertura, como hace
notar Edgar Morin (1977: 241-242). Conviene también meditar la
afirmación
de Claude Lévi-Strauss, en el capítulo de conclusiones
del
seminario interdisciplinar que dirigió, en 1974-1975, en torno a La
identidad: «la identidad es una especie de foco virtual
al
cual nos es indispensable referirnos para explicar cierto número
de cosas, pero sin que tenga jamás una existencia real»
(Lévi-Strauss
1977: 369). Obras citadas Acosta Sánchez, José Al-Axan, Enmanuel Castilla del Pino, Carlos Comín, Alfonso Carlos Domínguez Ortiz, Antonio Gran Enciclopedia... Gras, Christian Infante, Blas Moreno Navarro, Isidoro Morin, Edgar Ortega Gasset, José Riaza, Fernando Sánchez Bernal, José |
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