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A partir de las investigaciones dia-sincrónicas expuestas en líneas generales en mi artículo del número anterior, intentaré aplicar esta metodología a una fiesta concreta, quizá la más singular de las existentes hoy día en el antiguo Reino de Granada: El Cascamorras de Baza-Guadix. Si se me permite un símil taurino, equivale a lidiar, en primer lugar, la res más difícil, lo que garantiza de antemano la emoción de la faena. En 1978, me dirigí a Baza para conocer a su Cascamorras. Un programa de televisión española, de la serie Raíces, había emitido meses antes una reconstrucción de la fiesta en otra época del año, transmitiendo tal mensaje de sadismo que una ola de protestas se alzó por toda Iberia, exigiendo su abolición, por el respeto humano debido a la persona que lo encarna. Y llovieron los insultos sobre los bastetanos: Un directivo de la Hermandad de la Piedad (formada por unos trescientos miembros en Baza y ciento cincuenta en Guadix), que trabaja en una sucursal bancaria, los resumía así: «Unos nos han acusado de ser bárbaros medievales; gente del País Vasco nos felicitó por el buen entrenamiento que dábamos a los futuros policías armados; de un banco de Barcelona nos preguntaron cómo éramos capaces de apalear a la Virgen... ¡De locura todo! ¡Si nunca hemos tenido que lamentar desgracias personales!» La tan denigrada «paliza del Cascamorras» de hecho es una fiesta única en la Península Ibérica, en su versión actual. La feria de Baza se inicia al sonar las 6 de la tarde del 6 de septiembre las campanas de la concatedral, señal para que salga de su escondite un vecino de la cercana Guadix, vestido con ropas viejas, en lo alto de un monte por el que transcurre el camino de herradura entre ambas ciudades. Armado con un palo del que pende una vejiga rellena de serrín y trapos, el ahora llamado Cascamorras o Cascaborras emprende a la carrera los 3 kilómetros que le separan de la iglesia de la Merced. Muy pronto le salen al encuentro grupos de mozos, pertrechados con botes y botellas de grasa y brea, que se arrojan unos a otros sin afinar la puntería, por lo que el conjunto de corredores adquiere un paulatino y pastoso tono grisáceo. La comitiva que acompaña al Cascaborras en su descenso del monte consta de varios grupos de edades, con los de 10 a 12 años en primera posición, y los de veintitantos en torno al personaje central, ora formando un círculo compacto que le vitorea de rodillas, ora escapando de las embestidas giratorias de su porra. Los vecinos mayores o serios, que se agolpan en las aceras, a menudo arrojan frutas y cubos de agua sobre la masa de los corredores, que se recubrirán así de una capa manchosa, basada en polvo, sudor y brea. Los tradicionales vítores a la Virgen de la Piedad (cuya fiesta celebrarán el día 8, Nacimiento de la Virgen) fueron este año superados por los lanzados al Cascamorras, expresando su deseo de desagraviar simbólicamente al personaje festivo, con la reiterada proclamación «como Cascamorras / no hay ninguno», mientras se turnaban en izarle a hombros. En el centro urbano, al llegar a la puerta cerrada de la iglesia que custodia la imagen de la Virgen de la Piedad, se ondea por última vez la bandera sobre la corte de Cascamorras, y se da por concluido el ritual. En la alberca del convento anexo se restriegan con aceite y detergente varios de los corredores, mientras el Hermano Mayor me incita a examinar su piel: tan sólo un rasguño en la espalda del Cascaborras mayor «que me hice en una caída, pero golpes apenas he recibido», según me comunica. Este personaje es representado por un voluntario al que se pagan unas 20.000 pesetas, mientras que antiguamente correspondía a votos o promesas. Su tarea consiste en el encierro en Baza; la cuestación pública al día siguiente, disfrazado con ropa de botarga; acompañar a la Virgen en su solemne procesión; y otra paliza al regresar a Guadix, el día 9. La
explicación que los participantes
dan a las acciones es lo que constituye «la leyenda de
Baza». Historia reciente de los indómitos bastetanos De muy antiguo fueron conocidos los guerreros bastetanos por su valor. Su capital, Baza, al someterse a los musulmanes, pasó a depender de la provincia árabe de Tolaitola (Toledo). A mediados del siglo XIII, sería precisamente el arzobispo de Toledo quien la obtendría bajo su señorío... una vez que fuese conquistada. Así lo estipuló en un tratado con Fernando III el Santo, por el que entregaba al monarca varias plazas fuertes ganadas en la frontera, a cambio de lo que ambos pensaban sería presa fácil. No pudieron asentarse en ella, y durante un par de siglos fueron varios los caudillos o adalides de la Baza nazarí que inmortalizó el romancero, por sus hazañas: Tal es el caso de Audalla, Reduan y Aben-Cerraz (1). Cuando el potente y bien pertrechado ejército permanente de Isabel y Fernando atacó Baza, el jefe de los asediados era Cid Hiaya, descendiente directo del rey Marsilio del cantar de Roncesvalles. A pesar de su tenaz defensa, tuvieron que capitular. El señorío de la villa se adjudicó a D. Enrique Enríquez, tío del rey Fernando y comendador de la Orden de Santiago, mientras que la abadía pasaba a depender directamente del arzobispo Cisneros, de acuerdo con el tratado firmado dos siglos y medio antes. A la antigua
rivalidad local entre Acci y
Basti (Guadix y Baza, separadas por 47 km. y que cuentan hoy con unos
20.000
habitantes cada una), reforzada por la heroica defensa de los
bastetanos
mientras sus vecinos se rendían sin lucha ante las huestes
cristianas,
se vino a sumar las reclamaciones de los sucesivos obispos de Guadix,
exigiendo
la anexión de la «iglesia griega» de Baza, mientras
que estos últimos preferían depender de una sede lejana,
y que por ello se inmiscuiría menos en sus asuntos. En este
contexto
de rencillas y pleitos entre dos urbes aspirantes al dominio comarcal,
será donde se sitúe el conflicto ceremonial ejemplarizado
por las corridas del Cascaborras. Para darle una raíz piadosa,
un
fraile del convento franciscano de Baza escribió la siguiente: Leyenda de la Virgen de la Piedad, de Baza Al año de la conquista de Baza, en 1490, un grupo de albañiles removía los escombros de una antigua iglesia mozárabe, donde los nazaríes encarcelaban a los cristianos. Un peón de Guadix, llamado Juan Pedernal, con el pico golpeó un muro y en ese momento se oyó una exclamación: «¡Baza, Guadix, piedad de mí!». Extrañado, raspó con cuidado y halló oculta una bella imagen de la Virgen María, con una cicatriz en la mejilla. Junto con otros vecinos de Guadix, subió el icono a un carro para llevarlo a su ciudad, pero los animales no quisieron avanzar (2). Alertadas las autoridades locales, confiscaron el sagrado simulacro decidiendo que se quedaría en la propia Baza. Allí no terminó la disputa, sino que el cabildo accitano alegó el derecho de posesión que otorga el descubrimiento, rebatido por la apelación al derecho bastetano de situación. El pleito ascendió a los tribunales, que dictaminaron una sentencia salomónica: La Virgen quedaría en Baza pero su fiesta sería celebrada por la corporación municipal de Guadix. Cada año, una comitiva con el obispo y cabildos accitanos entraba, el 8 de septiembre, en Baza, para mantener su derecho a presidir la solemne procesión. Se supone que un bufón les acompañaría, y provocaría a los niños, diciéndoles que venia a robarles la Virgen, por lo que éstos le correrían. A la muerte del bufón, algún feligrés ocuparía su puesto, para que no faltase ningún ingrediente de lo que ya sería tradición. Y siglos después, sólo quedaría el botarga o Cascamorra, como recuerdo de la llegada en la víspera de la fiesta de las autoridades vecinas; en representación suya, diríamos. A nivel histórico, no hay ningún dato que confirme esta leyenda, parecida en varios incidentes a numerosas leyendas «de aparición de imágenes religiosas». Según parece, en 1523, los frailes mercedarios construyeron su convento sobre el emplazamiento de una ermita dedicada a Nuestra Señora de la Piedad. La inmensa mayoría de los archivos locales han desaparecido, por lo que no se puede atestiguar el origen de la devoción a esta Dama con la media luna o testuz de toro a sus pies. La orden franciscano heredó más adelante este místico tesoro, que ha sustituido a la patrona de Baza (santa Bárbara), en la devoción de sus feligreses. Una fecha que puede ser clave es 1550, cuando se obtiene la concordia entre ambas jerarquías religiosas, siendo designado un obispo conjunto, de la orden de Santiago. En la Consueta, o normas de funcionamiento de la diócesis, uno de los capítulos especificaba los pasos a seguir para la toma de posesión de cada nuevo prelado, que debía ser doble, puesto que los de Baza exigían que la repitiese en su ciudad para aceptarlo -como legítimo superior. Durante más de un siglo no se puso en práctica, ya que los nuevos obispos se limitaban a enviar un apoderado en su lugar, para obtener el acatamiento bastetano. Según este ceremonial, todos los clérigos, curas y beneficiados de Baza y varias poblaciones cercanas deberían montar sobre mulas «yendo el Pertiguero delante cabalgando con su cetro en la mano y bien vestido (...) una media legua hacia la parte donde viene el Perlado, y llegados al Perlado hácenle reverencia y bésanle las manos (...) y tórnanse luego de prisa todos juntos a la Iglesia para vestir y aparejar la procesión» (3). «Pertiguero» llama Covarrubias, en 1611, al «Ministro seglar, venerable en persona y aspecto en las iglesias catedrales y colegiales, el cual asiste con ropas rozagantes a la festividad de los oficios divinos. Trae en la mano un báculo guarnecido de plata, que al principio se debió llamar pértiga». Una visión menos idílica del personaje la da la Consueta de la catedral de Granada (principios del siglo XVI), en el capítulo Del oficio de Pertiguero: «Tiene cargo que en la iglesia ninguno haga cosa que no debe, ni en ella haya tumulto, ni desasosiego alguno». Podemos imaginar la escena de su actuación a la luz de la colorista descripción de unos clérigos ilustrados, en 1765, respecto a las fiestas de Granada: «El vulgo que juzga del culto por la multitud de luces, la mucha gente, el fuego, el tambor, los danzantes en cuerpo, que suben por el altar a mudar y enderezar las velas, los que andan con la caña a porrazos para despabilar, la mucha bulla y confusión. El vulgo digo que tiene esto por culto (...) como ve que falta, cree que falta el culto, siendo cierto que lo que falta es lo abominable a los ojos de Dios; y claman contra el p re beneficiado los beneficiados impiden el culto ahuyentan a los feligreses» (4). Si se forzara un poco la imaginación, quizás se percibiera la figura del viejo «energúmeno» acogido en las iglesias en tiempos del concilio Iliberitano, pero dejémoslo por ahora. También hay constancia de que Felipe II accedió a la petición de los frailes mercedarios y el ayuntamiento de Baza, para concederles feria el día de Nuestra Señora de la Piedad, y uno antes y otro después, con moderado precio de alcabalas. En 1593, tuvieron su inicio las que serían de las más concurridas ferias de la zona. Al año siguiente, con misión de recaudar los atrasos de tercios y alcabalas precisamente, llegó, un 9 de septiembre, el caballero Miguel de Cervantes. La visita (no demasiado afortunada por otra parte) del escritor y soldado, temporalmente en oficio de recaudador, es histórica (5). Si la fiesta de la Virgen de la Piedad tenía por entonces un desarrollo como el actual (que es posible), en su camino hacia la feria de Baza, debió cruzarse Cervantes con la comitiva de regreso a Guadix, encabezada por el Cascaborras. Puede admitirse que, si la fiesta gozaba de elementos singulares, impactase al aventurero, quien luego la reflejaría en alguna de sus obras. «¡En el mismo Quijote!», afirman en Baza, percibiendo a su popular personaje en La extraña aventura que le sucedió al valeroso don Quijote con el carro o carreta de las cortes de la muerte, cuando avistó: «una carreta que salió al través del camino, cargada de los más diversos y extraños personajes y figuras que pudieran imaginarse. El que guiaba las mulas y servía de carretero era un feo demonio (...) uno de la compañía, que venía vestido de bojiganga, con muchos cascabeles, y en la punta de un palo traía tres vejigas de vaca hinchadas», alborotó a Rocinante con su diabólico baile de las vejigas, y dio con Don Quijote en tierra. El propio Cervantes explica que se trataba de una compañía de recitantes disfrazados para un auto del Corpus (6). En otro pasaje
del Quijote, surge
una ruidosa comitiva que avanza por el campo, tras un estandarte con un
asno pintado y la leyenda: «No rebuznaron en balde / el uno y el
otro alcalde», y Don Quijote y Sancho «supieron cómo
el pueblo corrido salía a pelear con otro que le corría
más
de lo justo y de lo que se debía a la buena vecindad» (7).
Este episodio se sitúa en las riberas del Ebro y refleja una
rivalidad
local harto frecuente en casi toda región, pero la licencia
poética
de Cervantes puede haber transformado un suceso ocurrido en otro lugar.
La tribu de los demonios fustigadores En busca de conexiones exteriores del Cascaborras, respecto al enfrentamiento entre el personaje o «máscara» y el resto de la comunidad, se encuentran otros dos rituales «de búsqueda y persecución», en puntos muy alejados entre sí pero que concuerdan en una característica: albergaron pueblos pastoriles. El primero es El Piornal, en la sierra de Gredos, donde hace pocos años salía «El Jarramplás», personaje disfrazado de forma fantasmal y arbitraria. La víspera de la fiesta de san Sebastián (20 enero), el individuo que lo encarnaba permanecía toda la noche escondido en el interior del templo. Al término de la misa de la mañana siguiente, los fieles taponaban las salidas de la plaza, y se abastecían de gran número de materias arrojadizas. El Jarramplás, con un arma contundente en la mano, intentaba escapar del cerco con el mínimo de percances. Para los clérigos, se trataba del cumplimiento de un voto o promesa expiatoria. El segundo caso aún vive en la aragonesa, mudéjar y casi ribereña del Ebro, Tarazona. La víspera de la fiesta patronal, a fines de agosto, a mediodía sale de las casas consistoriales «El Cipotegato», con vestido abotargado de cuadros, capuchón que le oculta el rostro y un palo con una bola de cuero atada. Una muchedumbre le aguarda en la plaza, para lanzarle huevos y legumbres, hasta que consigue huir por una calle lateral. En los archivos de Tarazona, se conserva una resolución de su cabildo catedralicio, de fines del siglo XVIII, que prohíbe la salida en la víspera del Corpus del «Pellexo de Gato», a pesar de las protestas de los muchachos. Sin apenas riesgo, se puede entroncar al Cipotegato actual, dependiente del ayuntamiento, con el Pellexo de Gato (por alusión a la vejiga de gato rellena, con la que golpeaba) costeado por los canónigos, par a las alegrías públicas, en las vísperas de las que en su época fueron fiestas mayores de la localidad. Su desplazamiento de fechas y organizadores no ha alterado su función. En su anterior etapa de diablillo del Corpus, se le puede emparentar con el Diablo de las vejigas cervantino. En cuanto al acto de «fustigar» al público, el parentesco es con las máscaras carnavalescas. Precisamente un Botarga carnavalesco salía en Retiendas (Guadalajara), y su actuación finalizaba cuando se dejaba caer por un terraplén y huía «porque se decía que venían los de Majairayo, pueblo vecino, a robarle y pegarle». Para culminar la lista de la tribu, son abundantes las máscaras fustigadoras que, por el norte y centro de la Península, aparecen en los días del Carnaval, y se tratarán en su momento (8). Me limitaré a mencionar ahora la «marcha de las cascarotas» (kaskarotak martxa) del Labourd, Euskadi Norte. Son danzantes abigarrados que en parte visten atuendos femeninos, encabezados por los «faldas rojas» o demonios que asustan y azotan a la gente, ocultos tras una capucha en forma de florero. No sólo se parecen los personajes, sino que el mismo nombre cascaborras es similar al éusquero kaskarotak, lo que no deja de ser significativo. En la altiplanicie de Baza, se encuentran otros personajes con un nombre que varía entre «cascamorras», «cascaborras» y «calcaborras», pudiendo rastrearse la formación castellana del último al siglo XIII, cuando «borra» designa la lana grosera, mientras que, para Berceo, «calcar» es hincar a golpes. En Orce, sale por san Antón el «Cascaborras», especie de diablo tiznado con faldas, que toca a todos con su garrote. En la Puebla de Don Fadrique y varios pueblos de Almería, se conocían así las máscaras que recolectaban dinero para las ánimas benditas, por Pascua de Inocentes, bajo las amenazas burlescas de su látigo. En la misma Guadix, la hoy desaparecida Hermandad de la Virgen de Gracia organizaba bailes de rifa o pujas, desde Pascua de Navidad hasta Reyes. Para elevar la recaudación, le entregaban una caña a un hombre vestido con la misma ropa que el Cascamorras (a cuadros amarillos y rojos con dragones y medias lunas bordadas), y que por lucir un gorro, con flores le llaman «Florero» o «Floreo». El mismo personaje que sale en un barranco de La Alpujarra, en la fiesta patronal, llamado «Diablillo». Como se aprecia,
«el demonio recaudador»
posee un rancio abolengo festivo y es capaz de las más
variopintas
transformaciones, con tal de seguir siendo el amo de la calle ciertos
días
al año. Su relación con los diablillos del
Corpus, una vez más, se manifiesta al considerar que, en
Caniles,
pueblo colindante con Baza y también poseedor de vida
comunitaria
desde tiempos muy remotos, se llama «calcaborras» a los
cabezudos
que persiguen a los niños en su procesión patronal. Y ya
se conoce la evolución por la que los
«diablículos»
del Corpus de Granada se convirtieron en los «cabezudos»
actuales. Una corrida singular y dos milagros actuales Tras someter al Cascamorras a un análisis pluridireccional, decidí volver a su fiesta, sólo que esta vez, en 1983, fui a esperar su regreso en Guadix. Su conexión con los demonios es más evidente que con el pertiguero del señor obispo, pero aun así no se puede interpretar el sentido exacto del ritual. En Baza, le corren «porque va a robar la Virgen», lo que lógicamente no es su intención, por lo que la corrida a su vuelta es «por regresar a Guadix sin ella». Detengámonos en el motivo «robar la Virgen». Aunque parezca extraño, por robarla ocurrió un milagro casi anteayer. En la última guerra civil, Baza permaneció leal a la República. Según me contó un vecino mayor, «durante la guerra sacaron a la Virgen y la metieron en un pilón. Una joven la recogió y la escondió. Al entrar los nacionales, le hicieron consejo de guerra a ella y a su familia, por rojos, y les pidieron varias penas de muerte. Ella dijo entonces que, si la mataban, se quedarían sin Virgen, porque la tenía enterrada y sólo la devolvería a cambio de su vida y la de los suyos. Se consultó a la gente del pueblo y pidieron que la desenterrase para que devolviera la imagen, como sucedió. Marchó a Barcelona, en donde sigue viviendo en la actualidad» (entrevista, en 1978). Creo que la salvación de una familia se debe a lo que se puede considerar milagro de la Virgen. Lástima que no se repitiese con tantos otros ajusticiados. Y de semimilagro se puede interpretar la más reciente aún historia de la Dama de Baza. Como es sabido, a principios de los setenta, un empresario catalán, vinculado al gas natural en la época de las explosiones nunca aclaradas de Barcelona, y que luego ocupó puestos relevantes en las centrales atómicas, costeaba excavaciones en el cerro del Santuario. En uno de los sepulcros ibéricos apareció la bellísima escultura de la Dama o Diosa, y los encargados de la excavación se dispusieron a empaquetarla y enviarla, como hicieron con tantas otras joyas, en dirección a Barcelona. Los bastetanos, al enterarse del hallazgo, se personaron en masa en el cerro e impidieron el inminente expolio. Gracias a su decidida defensa «para que no robasen la diosa», se la puede contemplar hoy como una de las cumbres del arte indígena. La pena es que no se exponga en la propia Baza, sino en la capital del Reino. Estos dos episodios contemporáneos, proyectados hacia el futuro, podrían dar origen a leyendas e incluso a rituales, o al menos así ocurría en otras épocas. Dejando aparte el «robo de la divinidad», ahora me limitaré a destacar otra curiosa costumbre que subsiste en varios pueblos bastetanos: A la salida de la procesión patronal, el grupo que consigue apoderarse de la cruz o anudar un pañuelo en cada anda se atribuye «el robo del santo», y correrá con los gastos de organización de las fiestas del siguiente año. Concretándonos en Caniles, su san Sebastián «fue robado», hace pocos años, por un grupo de mozos de Baza, y les impidieron salir del pueblo mientras no renunciasen a ejercer el derecho adquirido en la lucha ritual: los forasteros no pueden. El mítico sentido del acto queda aquí reducido a dilucidar la función de «mayordomos» u organizadores de fiestas, sin intervención de cofradías ni párrocos. Este 9 de septiembre gozaban de animación desacostumbrada las solitarias calles del casco viejo de Guadix. Se percibía el mismo nerviosismo que en los encierros de toros, con oleadas de corredores agrupados por edades. Casi un centenar de mozos y varias mozas componían el núcleo casi tan manchado como el propio Cascamorras. Entre ellos, un fotógrafo japonés disparando sus tres cámaras «a lo kamikaze». El fervor lúdico y la liberación de las convenciones configuraban la comitiva como una tropa carnavalesca, toreando o corriendo delante de un «demonio fustigador». El tremoleo reiterado de la bandera o trapo, acatada desde el suelo, sometía a los corredores bajo el imperio del «diablo vejiguero», mientras las puertas del ayuntamiento y catedral les permanecían vedadas. La ceremonia se puede inscribir dentro de lo que el especialista en teatro griego, Adrados, denomina agon: «enfrentamiento, proveniente de la esfera ritual, ya de acción, ya de palabra, entre un coro y un actor, o entre dos coros, o incluso entre dos actores» (9). Antes dijo que «el agon es el núcleo del teatro, el que confiere unidad a todo él» (10). Parece probable que el enfrentamiento de acción de un coro y un personaje sea el más primitivo, con lo que en «la corrida del Cascamorras» nos hallaríamos frente a uno de los más arcaicos modelos de la fiesta teatral. Una de sus fases evolutivas estaría en el origen de las «escaramuzas de moros y cristianos» que todavía se representan por la comarca. A la
hora de
interpretar el sentido
inconsciente del ritual agónico del Cascamorras,
aparecen
en niveles superpuestos: Sublimar mediante un «chivo
expiatorio»
un conflicto latente entre dos comunidades vecinas; reemplazar
simbólicamente
el encierro y muerte de un animal bravo que debía ser inmolado;
y quizás en el fondo, ridiculizar el miedo al regreso de
las ánimas o rapto por la muerte.
1. Datos históricos sobre Baza, recogidos por Luis Magaña Bisbal, Baza histórica.Baza, ed. de A. García-Paredes, Asociación Cultural de Baza, 1978 (2 volúmenes). 2. Por entonces, los trabajos duros, incluida la albañilería, se imponían a los granadinos o moriscos, ya que los conquistadores hicieron la guerra entre otras razones para no tener que trabajar. Es raro que un albañil, en 1490, demostrara tanto amor por la imagen. Según otra versión local, el lugar del hallazgo se encontraba cerca del límite jurisdiccional entre ambas poblaciones. La leyenda en A. García-Paredes Muñoz, Historia del Cascamorras. Granada, Caja Rural Provincial de Granada, 1977. 3. Consueta de Guadix-Baza,tit. 4º, cap. Il, citado por Magaña Bisbal, t. II: 292-293. 4. En Paseos por Granada y sus contornos, revista de 1764, reeditada en Granada en 1814, t. II: 292. 5. L. Magaña Bisbal: op. cit., t. II: 414-416. 6. Don Quijote,t. II, cap. XI. 7. Don Quijote,t. II, cap. XXVII. 8. Julio Caro Baroja les dedica un capítulo en El carnaval (Análisis histórico- cultural). Madrid, Taurus, 1965. 9. F. Rodríguez Adrados: Fiesta, comedia y tragedia. Sobre los orígenes griegos del teatro. Barcelona, Planeta, 1972: 613. 10.
F.
Rodríguez Adrados: Fiesta,
comedia y tragedia. Sobre los orígenes griegos del teatro.
Barcelona, Planeta, 1972: 479. |
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