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1. Cultura y poder en la edad moderna De un modo interesado la historia, a través de sus representantes más académicos, ha venido hablando de la fiesta como de una práctica social constante, «eterna» y sin diferencias de fondo de una época a otra o de una a otra cultura por distantes que estén. Sin embargo, la antropología y la historia del arte, relacionadas desde hace tiempo por sus respectivos intereses en el tema de la fiesta, han roto con esa idea. Desde el principio, tanto los estudiosos de la fiesta renacentista y barroca, como los etnólogos ocupados en ese y otros fenómenos festivos, han diferenciado entre sociedades tradicionales y modernas en lo que a rituales celebrativos se refiere. Las primeras, que comienzan su declive en el siglo XV (en Europa), tendrán su liquidación final en el siglo XVIII, con un efímero y clandestino retorno de costumbres y creencias ancestrales, posible gracias a las grietas que, aún en ese siglo, mostraba el sistema centralizador de los estados europeos. Los siglos XVI, XVII y XVIII corresponden a un tiempo de clara diferenciación de la cultura popular (o tradicional) respecto a la cultura de élite (humanismo). Ambas establecen unas conexiones recíprocas, complejas e intrincadas, instituyéndose al final aquella última en dominante (objetivo buscado que consigue el humanismo en sus distintas versiones). La literatura y el arte de este ciclo histórico no son sino el resultado de esta pugna, ganada po el estado moderno, cuyos instrumentos culturales están en manos de los sectores sociales en ascenso. La supervivencia de la cultura popular y de sus fiestas, durante el XV y el XVI, se debe a la atomización del poder que, a pesar de sus leyes (promulgadas para la unificación del territorio), no puede imponerse a la realidad de un sinfín de núcleos de convivencia a los que no llega ni su mensaje político ni su capacidad opresiva o protectora según el caso. Son las solidaridades familiares, clásicas, campesinas o feudales, las que dan el medio de vida y la seguridad al hombre de la época. Ni «la ley ni el individualismo, ni el estado y la «religión oficial» pueden darle esta seguridad (1). A lo largo del XVII, con el nuevo protagonismo de la ciudad, se crean los medios y las ideas para la represión de la cultura popular. De las capitales salen la filosofía racionalista, la ciencia y la técnica, que juntas contribuyen a la tarea de acabar con una visí6n del mundo propia de la civilización campesina. La represión de esta cultura, que se ejerce en nombre de valores religiosos y políticos (2), permite el dominio de las ciudades sobre el mundo agrario, facilitando el triunfo del centralismo estatal y religioso al que la vieja cultura obstaculizaba. A lo largo de este proceso de mutación cultural, se pueden distinguir dos fases: la primera, el siglo XVI, en la que sobrevive la cultura popular y se mezcla con la otra, la cultura erudita o de élites, que tolera y asimila elementos y formas de la primera; la segunda, siglos XVII y XVIII, etapa de represión de la cultura tradicional. La monarquía absoluta y la iglesia reorganizada eliminan la parcelación del poder del siglo anterior, exigiendo la sumisión de todos (ciudadanos y campesinos) a cambio de la seguridad y protección bajo el amparo de una ley, ya sí, eficaz (tema de algunas obras de Calderón). A partir de ahora, se extiende un modelo cultural único para todos: corte, letrados, nobles, ciudadanos y gente común. En él están los nuevos valores, que tienen como principal objeto imponerse como únicos, sin confrontación posible con otros que, de existir, serán tildados de superstición e ignorancia. Esta es la historia de la última etapa del antiguo régimen, la de una centralización del poder que debe, irremediablemente, producir una aculturación de las masas, para eliminar los lazos y tradiciones que, a través de costumbres y ritos como las fiestas, se reforzaban como parte de una visión del mundo antiuniformizadora y particularista por naturaleza. Al final de esta larga labor de represión cultural, las élites promocionan una falsa cultura popular, por medio de cosas como rituales folclorizantes, cristianizados a veces, en forma de procesiones y festejos «populares» que vienen a reforzar, subliminalmente, la imagen del rey, la jerarquía y los valores de obediencia y sumisión de la nueva época (fiesta barroca). Desde principios del XIX, la literatura y las artes continuarán esta tarea a través de mistificaciones artísticas y literarias falsamente populares, generadas por las élites (literatura ambulante en Francia). En España, gracias a la larga supervivencia del antiguo régimen, no se dio ninguna etapa prolongada de descristianización de las masas, como si la hubo en Francia desde el siglo XVIII. Por ello será la piedad popular, con todas sus fórmulas de devoción, lectura y festejo, el único ámbito donde podemos estudiar esta larga transformación de la cultura (y del antiguo régimen), con sus repercusiones en la trayectoria de las cortes y de la civilización urbana. desde 1600 a 1800. Esta sería la otra historia de una parte del barroco español, que comienza con las experiencias manieristas de las primeras generaciones de creadores para, después de un período de «arte de Corte», convertirse en un dispositivo educador de las masas urbanas, que redefine tanto el papel de las bellas artes y de las diversiones (la fiesta pasa a ser procesión), como el rol de las agrupaciones y clases ciudadanas (ya no grupos de edad ni comunidades familiares, sino cofradías de caridad y rezo; tampoco ricos afortunados y mendigos desgraciados, sino trabajadores honestos y truhanes peligrosos desocupados). Esta fue la
tarea de
la contrarreforma en
España, instruyéndose para ello al clero regular, que
deberá
enfrentarse con una sociedad en transformación, urbanizada,
sobre
la que gravitan nuevas formas de poder tendentes a fabricar un
consentimiento
hacia la autoridad del rey. 2. Fiesta y ritual urbano en Granada A lo largo de la mayor parte del siglo XVI, la población cristiana de la antigua capital nazarí mantiene sus tradiciones celebrativas, propias del calendario festivo de las demás tierras del estado. A aquél se le añadirá la fecha de la toma de la ciudad, que se conmemora con especial énfasis por su trascendencia para la nueva comunidad ciudadana. Esta convive con la morería, encerrada en sus casas y aferrada a sus tradiciones, ante el acoso, aún asfixiante, de sus vecinos cristianos. El proceso de urbanización de la ciudad se acomete desde muy pronto, para implantar una imagen urbana de corte humanista sobre el paisaje, y el pasado, de la ciudad musulmana (cada vez más aislada). Hacia 1570, se trunca esta historia de coexistencia social y de racionalización de los espacios urbanos, y se ahonda en la crisis económica y moral que venía de antes, debido al pésimo entendimiento entre las dos civilizaciones, que chocan a diario, haciéndose imposible un proyecto social común. Entre las iniciativas que se pusieron en marcha, desde un principio, para lograr una mejora en la convivencia de las ciudades granadinas, estaba la de tratar de incorporar las celebraciones más importantes del año a la comunidad islámica. La fiesta de la eucaristía debió mezclar elementos de danza morisca en la comitiva de la procesión solemne (3). Además, la ciudad tenía en cuenta la importancia y prestigio de los genios más antiguos, a la hora de planear el protocolo de la celebración procesional. Sin embargo, pocas noticias tenemos acerca de la participación real de los moriscos en el festejo anual del Corpus hasta su expulsión. Por el contrario, la trayectoria conocida de la fiesta sacramental, en Granada, manifiesta su evidente carácter (como los demás Corpus) de fiesta de verano (4). Era del tipo de las que se daban en otras ciudades, aunque con algunas particularidades, claramente relacionadas con la historia de la ciudad. Es así cómo a lo largo del Corpus granadino no dejan de aparecer alusiones e imágenes sobre los episodios más importantes de la historia local: - El Sacromonte
(legendarios sucesos, representados
en el altar del Pilar del Toro) (5). - Los Reyes
Católicos, adorando la
eucaristía. - Aparición de moros, mezclados con otros soldados y enemigos «paganos» del cristianismo. Gracias a la experiencia de la fiesta eucarística romana (6) y a la participación creativa de todos los artistas locales, el Corpus granadino alcanzó a tener la complejidad y riqueza de la fiesta sacramental romana. La tradición del carnaval obligó a los organizadores locales a reintegrar sus elementos burlescos y jocosos a la procesión y fiesta solemne. Los trasvestimientos de los signos sagrados de la nueva fiesta se hicieron mezclando elementos tan diversos como la mitología pagana y la historia sagrada con los temas y juegos grotescos del carnaval. Esta coexistencia de la fiesta popular con la nueva solemnidad oficial va a ir desgastándose por obra de la censura y prohibiciones sucesivas, procedentes de la jerarquía eclesiástica. La «cultura de la plaza pública» irá desapareciendo así de su último escenario, la calle, pues la iglesia redefine este lugar, hasta entonces libre (o compartido por lo sagrado y lo profano), como templo de Dios, al mismo nivel que la iglesia (7). Las misiones, las pláticas contra las máscaras, juegos, saraos, bailes, etc., contribuyen a excluir la risa y las diversiones de las fiestas grandes de la ciudad, que paulatinamente pasan a convertirse en procesiones protocolarias, donde la jerarquía (iglesia, cabildo y audiencia) se ofrecen como espectáculo, excluyendo toda participación activa de la gente. Los carros navales, tras la censura de estos primeros treinta años de 1600, se convierten en carros triunfales eucarísticos, con alegorías y ejemplos bíblicos y sacramentales. Los autos y las piezas teatrales se desprenden de lo satírico, para ser sólo lisonjas a las instituciones (8), inventadas por encargo oficial. El pueblo nada tiene que ver en ello, e incluso se le expulsa de los actos donde todavía tenía iniciativas propias para el jolgorio (como las presentaciones de danzas, en las que las mujeres enloquecían el ambiente, al decir de los censores oficiales que las expulsaron de tales actos). Los elementos carnavalescos que quedaron, como el paseo que recorría la ciudad antes de la procesión, con los diablillos, gigantes y cabezudos, la tarasca, etc., de protagonistas jocosos, se integraron en la fiesta local, eucarística, que el pueblo veía como un evento absoluto, sin diferencias entre lo sacro y lo profano (9). En Granada, como en toda Europa, elementos de esta fiesta total servirán como vehículo de la represión de la cultura no sabia, que tradicionalmente transmitían las mujeres. Por eso, la tarasca tenía tantas veces, sobre sus monstruosos lomos, una figura de mujer -rana, presuntuosa, malvada, luciferina o mahometana, según la crítica que cada año se le quisiese hacer para su desvalorización por la cultura oficial (10). Otros cometidos
más profundos tuvieron
las parodias y disfraces de la joven que cabalgaba sobre la tarasca, en
consonancia con el teatro serio que se ofrecía en la casa de
comedias.
Entre ellos estaba el de reglamentar el dominio del cuerpo y la
represión
de la sexualidad, de acuerdo con el nuevo orden moral que iglesia y
estado
instauran a lo largo del siglo (11).
(1) R. Muchenbeld, Culture populaire et culture des élites. Paris, Flammrion, 1978: 216 y ss. (2) Ibídem: 221. (3) M. Garrido Atienza, Las fiestas del Corpus. Granada, Imprenta Guevara, 1889, cap. I. (4) J. Caro Baroja, El estío festivo (Fiestas populares del verano). Madrid, Taurus, 1984, cap. IV y V. (5) M. Garrido Atienza, op. cit.: 47. (6) L'effimero barocco. Strutture della festa nella Roma del 600. Roma, Bulzoni, 1978. (7) «Assiéntase en segundo lugar que durante la procesión la calle es templo, como lo sienten Nizéforo Calixto...» dice un manifiesto, «justificatorio del carácter sacro de la procesión» y, con ello, del derecho exclusivo a silla por parte del arzobispo (R/1882. Biblioteca Casa de los Tiros). (8) M. Garrido Atienza, op. cit.: 88, 90, 148. (9) L'effimero barocco. Stefani, G. Musica barocca. Milano, Bonpiani, 1974, cap. I. (10) M. Garrido Atienza, op. cit.: 81. R. Muchenbeld, op. cit.: 202. (11) R.
Muchenbeld, op.
cit.: 230 y ss. M. Foucault, Surveiller et punir. Paris,
Gallimard,
1975: 31 y ss. |
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