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Es fácil comprender que el etnocentrismo de la razón haga que ésta se resuelva en un monólogo: acaba no hablando más que consigo misma, en ausencia de interlocutores reconocidos. La constante anámnesis de sí misma, efectuada por la razón etnocéntrica occidental, va aparejada con la permanente amnesia de aportaciones que la constituyen, provenientes de otras civilizaciones más antiguas: Mesopotamia, Egipto, Persia, India, China. Una autosuficiencia ilusoria refuerza la tendencia al monopolio de la razón, como si ésta fuera atributo de Occidente y de nadie más. Ciertamente hubo, en la Grecia antigua, un significado de la razón, del logos, como discurso compartido, como palabra que armoniza las relaciones sociales, incluso como proyecto (sentido asimilable al que le da el cristianismo primitivo). Cada cual posee su razón y la expresa con su palabra, de manera que, en lugar de enfrentarse violentamente, unos y otros renuncian a la violencia, oponen sus discursos, argumentan, dialogan en busca de una razón discursiva capaz de convencer a todos. Lo razonable está en alcanzar la armonía social, llegando hasta una armonización con el mundo y con el ser. No se parte de la razón, sino de razones plurales, particulares y parciales, para ir ascendiendo a la razón en la que todos se reconozcan. Esta racionalidad abierta podía haber despejado el camino para una civilización cosmopolita; pero los avatares de la historia, hasta el día de hoy, han desviado la definición de la razón por otros derroteros. Lo predominante ha sido que «si yo tengo razón, tú no puedes tenerla». Y todo el empeño se ha volcado en tratar de demostrar la validez absoluta de la propia, sea como razón subjetiva, sea como razón objetiva, de donde se concluirá explícita o implícitamente la invalidez de la ajena. Al monólogo ha sucedido el monopolio, y la razón uncida al poder ha hecho que, en la crudeza de los hechos, sea el poderoso el que siempre ha tenido razón. Los hombres no
hemos
avanzado hacia un verdadero
proyecto de humanidad, sino que al planeta entero le han impuesto y le
imponen el proyecto eurooccidental, con su tipo peculiar de
(sin)razón,
de (in)humanidad, de (anti)humanismo. Razón como subjetividad La razón radica en el hombre, según este enfoque. Es decir, el hombre está constituido por la razón como sujeto libre. La racionalidad representa su capacidad específica e irreductible, que él es o desarrolla, mediante la cual puede conocer el mundo, comprenderse a sí mismo, proyectar su modo de vida y realizarlo, en el cuadro de las posibilidades existentes o preparadas por su esfuerzo. Pero este hombre racional ¿designa a la humanidad universal? No. Y ahí está el problema. Lo han identificado con el «yo» de una tradición cultural, contrapuesto al de las otras; y esa razón constitutiva la han ido definiendo de forma cada vez más descarnada y hasta esquizoide. Han creído que la moderna subjetividad europea equivalía sin más a la subjetividad humana. Así, pues, la génesis de la crisis se remonta, sin duda, al humanismo renacentista que, a su vez, nos remitirá a la antigüedad romana y griega: la historia del etnocentrismo occidental. Encontramos hitos importantes en el despliegue de la filosofía de la subjetividad, en conceptos tales como el yo pensante cartesiano, la mónada leibniziana, el yo trascendental u ontológico de los idealistas, el yo existencial... Se suele citar a René Descartes como fundador moderno del punto de vista racional subjetivo, por haber tomado como punto de partida el «yo pensante» (1). Sin embargo, es la filosofía crítica de la Ilustración la que lleva a cabo una ruptura radical, colocando al hombre como centro de la realidad, y su (peculiar) razón como supremo árbitro. El pensamiento ilustrado dota a la razón de un carácter crítico y científico, y le asigna la tarea de la emancipación del hombre. Conlleva simultáneamente las dimensiones subjetiva y objetiva, aunque ya aparece una acerada pugna por ver cuál de las dos prevalecerá. Todos convienen en que la razón es la suprema facultad humana. Immanuel Kant trata de establecer el estatuto teórico y práctico de esa razón, con su racionalismo crítico (2): Es preciso --plantea-- constituir al hombre sujeto del conocimiento y la acción, rigurosamente; no el hombre empírico, sino el sujeto abstracto, el yo trascendental, cuyas condiciones de posibilidad quedan definidas por el conjunto de las formas, postulados e imperativos a priori, y universales, de la razón. Ésta ocupa el centro, pese a su finitud: el hombre está constituido sujeto consciente, que conoce la realidad y, al mismo tiempo, sujeto libre que va determinando autónomamente su práctica. De Kant al racionalismo total de Georg W. F. Hegel (3), la subjetividad se infla de tal manera que ya no corresponde a la razón finita, al individuo, sino a una razón infinita, absoluta, de la que la razón humana es tan sólo un paso y un medio finito. La antropología resulta absorbida en la lógica de la razón universal. No hay más subjetividad que la del espíritu absoluto: subjetividad y objetividad se interconvierten; se pasa dialécticamente de la razón objetiva a la subjetiva, y a la absoluta. En el hombre sólo hallamos una manifestación momentánea de la Razón, cuya necesidad apremia tanto al saber como al actuar humanos. Ninguna incitativa parece restar a la conciencia ni a la libertad, pues toda subjetividad queda asumida por la dialéctica de la totalidad, reabsorbida en la absolutez de la Razón, apresada en un sistema cerrado. Todavía quiere Hegel mantener el papel emancipador de la razón, cuando la verdad es que la ha transmutado en carcelera de los hombres: La razón realizada en el estado no deja de consagrar la razón de estado; la razón absoluta, el poder absoluto; la lógica de la totalidad, el totalitarismo. Así lo denunciarían luego, con muy diversas voces e implicaciones, pensadores como Kierkegaard, Feuerbach, Marx, Nietzsche, Freud, Horkheimer, Levinas... ¿Dónde ha ido a parar la subjetividad humana? ¿Acaso habrá que volver a Kant, el que mejor defendió la irreductibilidad del hombre, formulando las estructuras del espíritu humano? La dificultad estriba en el hecho de que, como observa Claude Lévi-Strauss (4), la antropología kantiana arranca de una reflexión introspectiva o, a lo más, del estudio del saber desarrollado en la sociedad y la civilización donde vivió Kant. Por no haberse situado en la perspectiva de la inmensa heterogeneidad sociocultural, para extraer los mecanismos comunes a todo entendimiento, sus análisis sólo pueden resultar valederos para el caso analizado: La razón pura kantiana no refleja con exactitud más que el modo de proceder la razón europea coetánea; no responde al «entendimiento universal», sino al «entendimiento colectivo» de una sociedad y una época. En definitiva, este último aserto cabe hacerlo extensible, mutatis mutandis, a Hegel. Y a mayor escala, a la filosofía occidental de la subjetividad, de Wilhelm Dilthey a Henri Bergson, de Edmund Husserl a Max Scheler, a Karl Jaspers, a Jean-Paul Sartre, pasando por José Ortega y Gasset, y muchos otros, puesto que toda ella incurre en la parcialidad señalada: No rebasa el etnocentrismo cultural de Occidente. Es verdad que, más allá las definiciones del hombre como subjetividad, como conciencia y libertad, en sentido metafísico, o formal, o existencial, algunos comenzaron a dar cabida a informaciones de las ciencias empíricas, tratando de combinar los datos positivos con la reflexión filosófica. Tal sería, según François Châtelet (5), el proyecto de Wilhelm Dilthey, con su complementariedad entre explicación y comprensión; el de Herbert Spencer, con la extrapolación del darwinismo a la descripción de unas leyes universales del desarrollo social y cultural; el de Henri Bergson, al querer superar las ciencias experimentales que estudian el hecho social, por medio de la referencia a una realidad más profunda e irreductible: el hombre libre que trasciende las determinaciones. Podemos ver ahí los penúltimos baluartes de la subjetividad humana occidental, frente al acoso de lo objetivo. Resuena el eco lejano de la doble sustancia cartesiana: extensión y pensamiento; que parece tentar a un gesto salomónico de dividir la criatura y retener sólo una de las mitades, por ejemplo la física, rechazando la metafísica. O lo que viene a equipararse: optar por la objetividad, con un talante crecientemente positivista, y marginar pudorosamente toda subjetividad. Tal es el
desgarramiento de la razón
moderna, entre lo subjetivo y lo objetivo, permaneciendo siempre como
razón
ella misma desgarrada, oscilante sólo entre las abstracciones de
la intimidad y la libertad, y las generalizaciones de la legalidad
necesaria,
la cuantificación, la manipulación. Razón como objetividad Aquí, la razón abandona al hombre; es puesta fuera de él, en el cosmos, en la naturaleza, en el ser; estriba en un orden físico o metafísico, en sí, y desde allí determina al «sujeto», que de suyo se disuelve como mera ilusión. Al hombre habrá que explicarlo desde otro orden, y por tanto queda privado de especificidad y autonomía, en cuanto fragmento de ese orden físico o metafísico, en cuyo determinismo o razón se agota. En la larga pugna entre la objetividad metafísica y la empírica, parece ser que acaba ganando la partida el positivismo; aunque ambas descansan en el mismo fundamento, e inconfesadamente se remiten una a la otra. Los conceptos de la filosofía de la objetividad, como el de esencia, sustancia, naturaleza, idea, hallan su correlato físico en las leyes naturales, e incluso en las leyes dialécticas que naturalizan la historia; también, en los conceptos más recientes de sistema y de estructura. La esfera de la razón, originariamente mecánica, engloba en sí el mundo de los juicios de hecho, relegando los juicios de valor a la esfera del irracionalismo. Instaurada esta disyunción, no se trata ya de saber acerca del hombre, para afirmarlo y liberarlo, pues de él no queda nada, al haberlo disuelto, sea por arriba (en determinaciones del ser), sea por abajo (en determinismos físico-químicos). El prestigio inviste ahora a la ciencia, en sentido estricto y positivo, como saber institucionalizado y exterior al hombre, que lo somete a leyes extrahumanas: La libertad se desplaza a lo irracional, o se vacía de significado, al concebirla como conocimiento de la necesidad. Este dominio de la razón científica viene cimentándose desde el siglo XVI, cuando la razón se alía con la técnica. Lo incuestionable pasa a ser el hecho empírico, disciplinado con el rigor matemático. Hay una constante y fecunda ida y vuelta entre razón y experiencia, junto a una descalificación epistemológica de todo lo que escapa a esta circularidad, tachado de ideología. Lo real y racional es el dato, el orden objetivo de las cosas, en el que el hombre (si todavía cabe hablar así) constituye un objeto más, o ni siquiera eso. De manera que el «sujeto» se esfuma como engañosa apariencia de cierta clase de objeto; carece de legalidad propia; no es menos instrumentalizable que cual-quier otra cosa. Esta racionalidad no es ya la racionalidad del hombre, claro está, sino la racionalidad del sistema: la impuesta en las sociedades llamadas occidentales. Es la razón formal, instrumental, valorada por su grado de operatividad. La vemos materializada como racionalidad industrial, cuyos intereses prácticos coinciden con los de la producción mercantil (racionalidad definida por la rentabilidad), y cada vez menos con las necesidades de los individuos o las sociales. Su mayor triunfo radica en el progreso tecnológico, que nos empuja hacia un mundo cuya estructura «racional» exige la inmolación de la libertad del individuo y de lo espiritual, como sostiene Max Horkheimer (6). Aquí ha logrado su realización más sólida la razón ilustrada, en el desarrollo científico-técnico, por encima de las otras dimensiones que originariamente integraban su concepto; el dinamismo técnico ha ahogado al utópico, obrando una grave reducción de la razón: Otra reaparición más del avasallador etnocentrismo. En coherencia con ese ideal de la razón objetiva y operativa, el conocimiento del hombre por parte de las ciencias sociales y humanas se esfuerza denodadamente por despojarse de lo que François Châtelet llama «ideología antropológica», poniendo en tela de juicio todo humanismo: «Los desarrollos recientes de la etnología, de la sociología, de la historia misma, muestran que estas disciplinas han visto que sus progresos científicos hacían necesario el abandono del privilegio otorgado al mismo tema antropológico: el hombre... Otra revolución copernicana está a las puertas» (7). Es la negación del hombre, estribillo común del sistemismo y el estructuralismo y el cientismo, tan repetido como precondición de todo saber objetivo. La epistemología antihumanista de Louis Althusser resulta bien elocuente: para pensar la realidad social, el concepto de hombre aparece «inutilizable desde el punto de vista científico» (8); representa un residuo ideológico que hay que depurar, a fin de abrir paso a la teoría verdaderamente científica. En ésta, el hombre concreto no encuentra su concepto, dado que lo real es su estructura definida teóricamente; mientras que la praxis se plantea como conocer las estructuras y adaptar a ellas los acontecimientos: «de ahora en adelante, los hechos de la historia humana pueden ser dominados por la práctica de los hombres, porque están sometidos a su captación conceptual, a su conocimiento» (9). De nuevo, la «libertad» como mera conciencia de la necesidad: y una ética vergonzante de obediencia a la estructura, al orden no humano de hechos y leyes independientes del hombre. Concede Althusser que las ideas del humanismo real o socialista pueden «servir de consigna práctica», les corresponde la función de guiar la práctica, aun careciendo de atributos teóricos; pero, entonces, ¿para qué la teoría, el afán de imponer «su nombre científico»? ¿Sólo para uso del poder que, así, legitima las consignas que de él mismo emanan? La función teórica, disociada de la función práctica, se desliza hacia una ortodoxia casi dogmática, que menosprecia los fines humanos, por ideológicos, y reifica al hombre y su historia en un juego de estructuras objetivas que determinan a uno y otra. ¿Quizá la práctica no sirva para nada? Para este objetivismo, en efecto, el hombre ha muerto. Como lo proclamara Michel Foucault, hay que despertar del «sueño antropológico», porque una ruptura epistemológica nos separa de aquella época en que aún era lícito hablar del hombre. A quienes todavía persisten en usar ese lenguaje, ese modo torpe de reflexionar, «no se puede oponer otra cosa que una risa filosófica» (10). No es posible ya un saber del hombre, subjetividad irrisoria, sino tan sólo del sistema y su doctrina irrefutable, el sistema absoluto y nihilista. El lenguaje habla del lenguaje, la razón de la razón, sin que quede hueco para un quién, ni referencia a un de qué. El hombre es pura ficción. El sistema, autosuficiente. Es nadie que habla de nada, eso sí, con el máximo rigor. Resulta enormemente lúcida la crítica que contrapone Henri Lefèbvre a ese proceder de Foucault: «En él, el lenguaje (sistemático y creador de sistematizaciones) sustituye a la historicidad considerada putrefacta. Pasa del estructuralismo al sistemismo y de una estructurología a una sistematología» (11). El sistema no es sólo un modelo que inteligibiliza lo real, sino que viene a sustituir a lo real. El lenguaje se refiere exclusivamente a sí mismo, se convierte en seco metalenguaje, evacuando toda realidad. Se ha volatilizado la función referencial del lenguaje, al clausurarse éste en su propio hermetismo. Sólo queda el sistema. «Lo que había de viviente --el proyecto del hombre, la idea de libertad-- ha desaparecido» (12). Así, el sistema «es la reificación misma». «Es la alienación suprema en tanto que borra la huella de la alienación, el sentimiento y la conciencia del desgarramiento de sí mismo...» (13). Semejante suplantación de la realidad concreta, social, histórica, por la presunta «objetividad» del sistema, su racionalidad absoluta, debe ser criticada desde el análisis de la articulación de cada sistema con sus condiciones históricas y con la práctica de los agentes sociales. Un sistema nunca se explica adecuadamente a partir de su causalidad formal, ni al margen de los grupos o clases sociales que lo hacen objeto de su estrategia. Se trata de rescatar no sólo la referencia del lenguaje más allá del código, a lo denotado, sino también la incidencia de la realidad o la práctica referida (el acontecimiento) en el orden de los sistemas, por medio de sus mutaciones y --posiblemente-- de opciones humanas. De nuevo nos tropezamos con el hombre y con el problema de la antropología. Los intentos por dotar a ésta de la mayor objetividad, depurándola de ideología, parecen abocados a sumirla en otra ideología (el antihumanismo), igualmente inepta para conocer lo humano. Éste es también, quizá, el destino de la tentativa de Maurice Godelier, con su antropología a la vez marxista y estructuralista. El hombre está constituido por el conjunto de sus relaciones sociales (tesis 6ª de Marx contra Feuerbach): salvo que Godelier las entiende como un entramado de estructuras. Si esto es así, tras la reducción estructural, ¿queda algo de «el hombre», aparte del nombre? Es perfectamente encomiable el programa de Godelier, de cuestionar los postulados ideológicos del antropólogo, llevando a cabo una crítica radical del contenido ideológico de la antropología y la historia, en busca de un nuevo planteamiento, tanto del contenido científico como de la práctica sociohistórica. Rechaza, para ello, lo que le parece el presupuesto acrítico más común: «el postulado de la existencia de una 'verdadera' esencia del hombre», desde la cual juzgar si el hombre se realiza o se aliena. Es menester negar tal ideología. Pues «no existe una verdadera esencia del hombre que se pueda situar ya sea en el pasado o en el futuro o en el presente (...) Y dado que no existe una 'verdadera naturaleza' humana, el antropólogo no está investido de la tarea privilegiada de penetrar en su secreto» (14). No hay que buscar lo inexistente. Y si no existe, no cabe enjuiciar nada desde ahí. Es preciso pasar de la ideología a la ciencia. El camino a seguir no es el de «una ideología normativa de la esencia del hombre», sino el de «una verdadera ciencia de la historia y de sus necesidades, que no son 'naturales' ni 'eternas'». Esta ciencia, a partir de la cual podrá el antropólogo justificar o criticar (verdadera y objetivamente) las transformaciones sociales, conlleva una serie de condiciones. Exige combinar y articular entre sí historia y antropología, y superar sus planteamientos ideológicos subyacentes, proporcionando los medios para su nuevo contenido científico; estos medios --piensa-- son los que ofrece el marxismo, para explicar las condiciones objetivas de la aparición, reproducción, transformación y desaparición de las estructuras. Porque, en este enfoque científico, sólo tienen consistencia esos «distintos conjuntos articulados de relaciones sociales que constituyen el contenido de la historia, que son de hecho el Hombre» (15). No queda muy claro (se podría objetar con razón) por qué seguir hablando del hombre, cuando sólo es real el proceso estructural, la causalidad estructural. Pues parece que la objetividad esencialista ha sido sustituida por la objetividad estructuralista, pura y simplemente, con eclipse total del sujeto. La antropología estructural de Claude Lévi-Strauss ya había sido adelantada en esa exigencia de objetividad para las ciencias del hombre: Las estructuras inconscientes son el lugar epistemológico privilegiado, frente a esa conciencia que es la «enemiga secreta» de las ciencias humanas. Pero, al menos, Lévi-Strauss insinúa a veces ciertos matices (de los que ni él ha sacado todas las consecuencias), que moderan el alcance metodológico del estructuralismo, como cuando distingue entre niveles estructurales y niveles probabilistas de la vida social, o cuando admite que hay diversos niveles de realidad y diversos niveles de observación (16), o cuando reconoce el posible papel del sujeto humano no sólo en la toma de conciencia sino en la adopción de tales o cuales soluciones estructurales, según él mismo llega a manifestar: «Es posible que en mi trabajo pasado haya tratado de evadir este problema, apelando de forma apresurada a los procesos inconscientes (...)». Estructuras como las del parentesco «lejos de ser el resultado reciente de procesos inconscientes, se me aparecen ahora como verdaderos descubrimientos, como el legado de una sabiduría antigua»; pueden deberse «más bien a una reflexión madura y equilibrada, en lugar de ser la consecuencia de procesos inconscientes» (17). Es innegable que el hombre sujeto puede desempeñar un papel, a veces decisivo, en la configuración de la realidad social, por medio de sus «esfuerzos más o menos conscientes, pero innumerables, acumulados por la historia y que miran todos al mismo fin...» (18). Estas vacilaciones resquebrajan, sin duda, los esquemas tópicos del estructuralismo; más allá de la ilusión positivista, deja atisbar otras vías legitimables de acercamiento al problema del hombre. Una
antropología científica
que, por querer ser objetiva para explicar al hombre, «lo
mata»
teóricamente, luego ni a duras penas logrará saber si
obra
como emancipadora o como verdugo; porque todo se vuelve necesidad
histórica,
ineluctable ley, determinación estructural, y no le cabe otra
opción.
La razón moderna, que constituía al sujeto, ha ido
convirtiéndose
en razón positiva que lo aniquila disolviéndolo en
estructuras:
en algo correspondiente al mero dato, a la mera cosa, sin valor. Lo
cósico
devora lo humano. El intento de objetividad total resulta fallido, al
menos
en su objetivo último de comprender al hombre.
¿Sólo
en su conceptuación como sujeto? No; pues despeja el camino para
la agresión práctica a los hombres de carne y hueso, en
definitiva
despojados de estatuto teórico y de realidad ontológica. Razón homicida: la sinrazón Estamos mostrando cómo el proyecto del hombre eurooccidental, expresado en el registro histórico de su pensamiento, coronado gloriosamente en una Razón rica de ideales y ambiciones, se yergue al tiempo sobre una abyecta estela de descalabros. Desde el enfoque que nos guía, es el tributo a un etnocentrismo con medios materiales para ser consecuente en los hechos. La miseria de la razón etnocéntrica crece en proporción a su poderío real, económico y militar, razón de la miseria mundial. El ideal de la razón ilustrada apuntaba a la liberación del hombre; pero aquélla y éste --a escala europea-- no abarcan la universalidad pretendida, ni el conjunto de las diferentes razones, correlativas a la diversidad de los hombres. Muy al contrario, los negaba absolutamente. De lo cual se derivaba una razón contra el hombre y un hombre sin razón. Tanto en su forma subjetiva como en su forma objetiva, encontramos dos caras de lo mismo, de la misma razón occidental (19): Los dos ganchos de las tenazas que aplastan a las otras razones no occidentales, e incluso a toda razón diferente surgida en su seno, sometiéndolas a un proceso de conquista, división, manipulación política, invasión cultural, toda clase de violaciones. Una vía y otra completan la estrategia mediante la cual ha llegado a estar realizada, en nuestro siglo, la razón occidental. Aquella idea del hombre, racionalmente fundada, incubaba el proyecto troquelador del curso histórico de los últimos siglos. Ha sido la imagen del hombre que, en la dimensión práctica, ha ido vinculada al proceso de dominación de Occidente sobre la naturaleza, sobre las otras culturas, sobre los pueblos y clases del interior. La razón fundante se atribuye a sí misma la jurisdicción sobre la realidad, el derecho de dominio: el «conocer para dominar» cartesiano. Esta razón definitoria de lo que es invalida el derecho a la existencia de lo que no se ajuste a su dictamen; y como ella encierra en sí todo derecho, tiene derecho a todo, de modo que el poder que asume la misión de instituirla no encuentra objeción para convertirse en poder totalitario. Así puede leerse a Hegel y entenderse la política moderna y contemporánea. De ahí que racionalizar equivalga fácticamente a integrar en esa razón propia, a dotar de estatuto «ontológico» y jurídico dentro del sistema dominante, es decir, anexionar en y para la totalidad las parcelas naturales y socioculturales que aún gocen de vida autónoma. Una razón y un derecho que arrastran consigo el prejuicio y el perjuicio: una práctica que prejuzga y perjudica a todo otro. La realización de esta razón queda plasmada en la industrialización, la burocratización y la aculturación crecientes, como caos y orden, en nuestro planeta, generando amenazas para la vida y para la misma humanidad. Como si hubiera un fatal encadenamiento desde el momento ilustrado, partiendo de la proclamada razón emancipadora del hombre, el momento hegeliano, en que la razón enfeudada en el estado parece más bien su carcelera, hasta llegar al momento positivista o tecnocrático, en el que se la ve venir con el hacha agresiva del talador, con la negra capucha del verdugo de masas, razón (?) sin rostro humano. Los resultados del industrialismo distan de ser el cuerno de la abundancia, augurado, para todos los pueblos de la tierra. La conquista de la naturaleza ha alcanzado todos los rincones, ha desvelado casi todos sus resortes, con el ideal de eliminar la «necesidad». Pero no sólo no lo ha logrado, sino que la macroherramienta creada por las revoluciones industriales desencadena graves peligros de devastación, contaminación, destrucción de los equilibrios ecológicos, agotamiento de los recursos... Un antropocentrismo, respecto a la naturaleza, que no tan a la larga se está revolviendo contra el temerario explotador: Baste evocar las copiosas denuncias de científicos sobre este asunto, o los tan ponderados como desoídos informes al Club de Roma, o las investigaciones de Ivan Illich y otros (20). La consumación del ecocidio implicaría ineluctablemente el suicidio masivo de la humanidad. Sin llegar hasta ahí, el esquema moderno de conquista de la naturaleza ya viene siendo nocivo para la mayoría de los hombres. Pues ese mismo esquema racional de dominación y explotación es el que se ha aplicado eficazmente a las relaciones interétnicas y sociales. En primer lugar, aparece en forma de explotación del colonizado por el colonizador (etnocidio y genocidio: como el millón de indígenas fallecidos en las minas del Potosí, o los millones de negros transportados a las Antillas y Norteamérica como esclavos, o las matanzas de judíos y otras minorías). Occidente, el denominado mundo desarrollado y su proceso de industrialización, se ha forjado en virtud de la relación desigual mantenida con las sociedades no occidentales (21), mediante la apropiación de los recursos y la plusvalía de esos pueblos. Luego, en segundo término, el mismo esquema del colonialismo se impone en el interior de las metrópolis occidentales: y ahí está el capitalismo. La misma fracción de la humanidad que esquilma la naturaleza es la que destruye las otras culturas y saquea a su propio pueblo. Tanto el ecocidio como el etnocidio exterior e interior son lógica consecuencia real de esa irracionalidad, que aún no ha agotado su potencial destructivo, aunque no cesa de avanzar en el imperialismo hacia fuera, y hacia dentro en el totalitarismo. Algunos hitos de su destino cabe vislumbrarlos en los campos de exterminio nazis, pero también en los gulags soviéticos, en la carrera armamentista de las superpotencias, en el control publicitario y la informatización de la vida... Es como si la Ilustración estuviera naufragando en el más demente oscurantismo, pervertida su iluminada razón en sinrazón tenebrosa. Resultan, en este sentido, clarificadoras las críticas llevadas a cabo por la escuela de Francfort, con respecto a la razón ilustrada. La teoría crítica desvela lo esencial de la Ilustración occidental en las sociedades industriales y tecnocráticas; por tanto, con una amplitud tal que abarca no sólo el sistema capitalista sino también el socialismo soviético, volviéndose contra ambos. El «pecado original» está en el ambiguo dinamismo de la razón ilustrada, como pone de manifiesto el estudio sobre Max Horkheimer elaborado por Juan A. Estrada (22): El control progresivo sobre la naturaleza la explota y la pone al servicio de las necesidades humanas; pero este proceso de dominación «lleva tanto a la emancipación del hombre basada en el progreso científico-técnico cuanto a su autodestrucción. Horkheimer establece la negatividad de este proceso a un triple nivel: la naturaleza se convierte en 'materia prima', en objeto de la explotación del hombre; el dominio sobre la naturaleza revierte a su vez en la sociedad, en la opresión sobre el hombre, y además determina el proceso de cosificación del individuo, que deja de considerarse como un singular autónomo para convertirse en miembro de la colectividad, pierde su propia subjetividad y conciencia crítica para identificarse con la sociedad y sus valores» (23). El despliegue de razón científica que condujo hacia la técnica ha producido una sociedad tecnificada, extremadamente irracional. Al absolutizarse esa razón científico-técnica, se absolutiza la razón del dominio, que Max Horkheimer denomina razón instrumental. Lo característico de esta «razón instrumental», calculadora, eficaz, estriba en tender a la máxima racionalización de los medios sin precaverse frente a la máxima irracionalidad de los fines. Todo gira en torno a un proceso sin finalidad humana, donde la sociedad entera se tecnifica y se convierte en mercado. El poder controla su funcionamiento, por medio de la violencia del desempleo o del hambre, o de la tortura, o de la droga del consumo destructivo, u otras maneras de integración ideológica. Queda claro que la razón técnica, como demuestra Horkheimer, no es neutra, sino que predispone a la explotación de la naturaleza y del hombre. La fe optimista en la validez del progreso científico y técnico para la emancipación del hombre resulta ser una fe ciega, puesto que, amputada de otras dimensiones (crítica, ética, utópica...), nos ha arrastrado a la alienación social y al borde de la autodestrucción. En este análisis y valoración coincide uno de los profetas fustigadores de nuestra civilización, Roger Garaudy. Para él, la cultura occidental ha crecido como una cultura fáustica, caracterizable por la primacía de la potencia (según el ideal sofista de tener los deseos más ambiciosos y hallar los medios de satisfacerlos); segundo, por la primacía del concepto (que sólo considera real lo que es reducible a términos cuantificables, en el marco de una teoría científicopositiva); y tercero, por la primacía del infinito malo (como paradigma del desarrollo): «Nuestro modelo de sociedad occidental ha llegado a desembocar en un crecimiento continuo, en el que producir cada vez más y cada vez más rápidamente cualquier cosa --sea útil, inútil, nociva o incluso mortífera-- se ha convertido en sinónimo de progreso». De ahí que la ciencia y la técnica occidentales resulten ser un monstruo de irracionalidad. Se trata sin duda «de una tecnología racional en sus detalles, pero monstruosamente irracional en su funcionamiento global». Pone en marcha una inmensidad de medios potentes, a la par que muestra su impotencia para subordinarlos a fines verdaderamente humanos y racionales. Es lo que nos atestiguan los portentosos adelantos en el arte de la guerra (con 800 mil millones de dólares en gastos de armamento, en 1984, equivalentes a unas cinco toneladas de explosivos por cabeza); el culto a la violencia como maestra de la vida (por ejemplo, en el equilibrio del terror entre las grandes potencias); el agravamiento de la miseria en los pueblos pobres (con cincuenta millones de muertos por hambre, cada año, en el llamado tercer mundo), junto a las «tensiones inevitables, debidas a los intercambios desiguales, las dominaciones arcaicas, la negación de la identidad cultural de los demás, el racismo, y en conjunto ese rechazo de la comprensión de los demás que acaba por engendrar miedo y desprecio» (24). De poco sirven los más brillantes logros tecnológicos, del átomo, la biología o la informática, si caen en una utilización centralizadora, manipuladora, dominadora, alienante. «La ciencia occidental, y muy especialmente sus aplicaciones tecnológicas, parecen destinadas únicamente a conseguir mantener a raya a los 4.000 millones de hambrientos que hay en el mundo, a cambio de la supremacía de sólo quinientos millones de occidentales», afirma Roger Garaudy. Por ello, semejante modelo de desarrollo no es universalizable, porque únicamente es viable mediante la explotación de nueve décimas partes de la humanidad a manos de una décima parte. La cara del modelo occidental de crecimiento implica indisociablemente la cruz del modelo de subdesarrollo forzado para el mundo extraoccidental. El subdesarrollo de las mayorías no es en absoluto un retraso, sino la condición indispensable del desarrollo eurooccidental. Lacerante verdad, que muchos privilegiados se resisten a reconocer. Es la constatación del fracaso de un proyecto que se creyó racional, cuya pretensión omnicomprensiva y redentora universal acabó en descrédito. Una antropología filosófica de cuño europeo, autoproclamada universal, queda en entredicho ante los avances de la antropología sociocultural y a la vista del acontecer mismo de los hechos históricos, arrastrando consigo, en su ruina, las utopías emancipadoras que la justificaban moralmente. Como sostiene Stuart Hampshire, «Mill pertenece junto con Marx a la época de la antropología filosófica, que empieza con Rousseau y que terminó, o debería haber terminado, con la ascensión de los nazis al poder: digo 'debería haber terminado' por haberse probado tan inadecuadas las teorías predominantes del cambio social, ya liberales ya marxistas, ante los hechos del nacionalsocialismo y del fascismo» (25). Esos análisis a gran escala, de alcance presuntamente universal, pero con base restringida a nuestra peculiar razón, han dejado de ser fiables. El imperialismo especulativo va de la mano con el económico y político. En los términos de la denuncia de Claude Lévi-Strauss, en El pensamiento salvaje, la razón de Occidente, razón histórica, se dedica a una especie de «canibalismo intelectual» (26), mucho más repugnante que el otro. Tal vez --añadiríamos-- el penúltimo refugio de la intolerancia y la inquisición, lo que lleva el contrasentido de tal razón hasta el extremo. Al haber concebido la razón propia, etnocéntrica, como fundamento de la libertad, el occidental tenía a mano la legitimación más rotunda y «altruista» de la colonización del otro. Pues, si ahí radica la libertad, conformar a los otros con esta razón --supuesta universal-- es nada menos que la condición de posibilidad para hacerlos «libres»... Error óptico y político, hoy al descubierto, aunque no se quiera ver. La razón etnocéntrica, armada con todos los aparatos de control y coacción, en vez de liberar, infunde el terror y lo ejerce necesariamente. Ha traído al mundo el analogatum princeps de todo terrorismo: el terrorismo institucional, del que todos los demás no son sino imitaciones artesanales, derivadas de él. Así, la razón occidental hace triste honor a su apellido; es una razón occidente, razón que mata (del latín occidere, que, en su forma transitiva, significa matar). Pervertida en meramente computante, instrumental, organiza objetivos operativos, con eficacísimos medios que se trastornan en incuestionables fines, sin finalidad humana. La razón extraviada de sí camina a la sinrazón, a lo más abominable. Su destino aciago lo expresaba vigorosamente, hace algún tiempo, el escritor Antonio Gala: «Lo que más odio en este mundo --acaso lo único que odio--, porque no lo comprendo, es la sinrazón. El diccionario de la Academia la define con suficiente claridad: 'Acción hecha contra justicia y fuera de lo razonable o debido'. La sinrazón suele llevar consigo el empecinamiento en el error, el cerrojazo contra cualquier actitud reflexiva, la resistencia a la más remota posibilidad de cambiar de opinión. Todas las actitudes por las que siento una invencible antipatía, en el estricto y grave sentido de la palabra, nacen de aquella actitud. Y las adoptan siempre personas cuya mente es rígida e impenetrable como un muro de piedra; personas que, si no piensas como ellas --si es que ellas piensan--, te endosan el sambenito de enemigo mortal. El fanatismo de toda laya, por ejemplo, procede siempre de la falta de razón: de una razón no ejercitada y, sin embargo o por eso, segura de sí misma hasta el disparate. Y no es otra tampoco la causa del terrorismo; de cualquier terrorismo, porque creo que hay bastantes: todo gesto que persiga producir el terror, lo consiga o no, lo es» (27). ¿Dónde
queda la universalidad
de la razón ilustrada y la omnipotencia benefactora de su
instrumentación
técnica para proporcionar abundancia y libertad a todo hombre?
Falsas
promesas. Esa «racionalidad» se ha ido traicionando a
sí
misma y, al desencadenar tanta sinrazón, su miseria racional
comparte
la culpa de la miseria real.
(1) René Descartes, Meditaciones metafísicas (1641). (2) Immanuel Kant, Crítica de la razón pura (1781); Crítica de la razón práctica (1788); Crítica del juicio (1790). (3) Georg W. F. Hegel, Fenomenología del espíritu (1806-1807). (4) Claude Lévi-Strauss, Conversaciones..., por Paolo Caruso. Barcelona, Anagrama, 1969: 23. (5) François Châtelet, «Reflexión sur l'anthropologie», en L'anthropologie. París, Marabout, 1974: 628-635. (6) Véase, por ejemplo Max Horkheimer (y Theodor W. Adorno),Dialéctica del iluminismo. Madrid, Taurus; y Crítica de la razón instrumental. Buenos Aires, Sur, 1973. También Kurt Hübner, Crítica de la razón científica. Barcelona, Alfa, 1981. (7) François Châtelet, loc. cit.: 638. (8) Louis Althusser, La revolución teórica de Marx. México, Siglo XXI, 1973: 203. (9) Ibídem: 205. (10) Michel Foucault, Las palabras y las cosas. México, Siglo XXI, 1968: 333. (11) Henri Lefèbvre, Hacia el cibernántropo. Barcelona, Gedisa, 1980: 70. (12) Ibídem: 111. (13) Ibídem: 115. (14) Maurice Godelier, Antropología y economía. Barcelona, Anagrama, 1976: 294. (15) Ibídem: 295. (16) Claude Lévi-Strauss, «Cómo funciona el espíritu de los hombres», entrevista con R. Bellour, El libro de los otros. Barcelona, Anagrama, 1973: 27-31. (17) Claude Lévi-Strauss, El futuro de los estudios del parentesco. Barcelona, Anagrama, 1973: 58-62. (18) Claude Lévi-Strauss, Anthropologie structurale deux. París, Plon, 1973: 300. En este punto es tratado en Pedro Gómez García, La antropología estructural de Claude Lévi-Strauss. Madrid, Tecnos, 1981: 201-204. (19) Recuérdense los desarrollos de Emmanuel Lévinas en Totalidad e infinito. Salamanca, Sígueme, 1977. (20) Cfr. Ivan Illich, Energía y equidad. Barcelona, Barral, 1974; La convivencialidad. Barcelona, Barral, 1974; Némesis médica. Barcelona, Barral, 1975; «Alternativa al desarrollo», El viejo Topo, 44, 1980: 5-10. Jean Pierre Dupuy y Jean Robert, La traición de la opulencia. Barcelona, Gedisa, 1979. André Gorz, Ecología y política. Barcelona, El Viejo Topo, 1980; Ecología y libertad. Barcelona, Gustavo Gili, 1979. (21) Tesis desarrollada por Lévi-Strauss en Anthropologie structurale deux: 365-371. (22) Juan. A. Estrada, La teoría crítica de Max Horkheimer. Del socialismo ético a la resignación. Resumen de tesis doctoral. Universidad de Granada, 1981. (23) Ibídem: 15. (24) De su intervención en la 5ª Conferencia Parlamentaria y Científica del Consejo de Europa, celebrada en Helsinki, reseñada por el diario El País (4 y 9 de junio de 1981). En la misma línea de pensamiento, pueden verse sus obras: Una nueva civilización [1976]. Madrid, EDICUSA, 1977; Appel aux vivants. París, Seuil, 1979; Promesas del Islam [1981]. Barcelona, Plantea, 1982; también, la conferencia que pronunció, en Sevilla, el 30 de enero de 1982 (reproducida en la revista Comunidades, nº 18, marzo 1982: 4-9). (25) Stuart Hampshire, «La unidad de la sociedad civil y de la sociedad política», Cuadernos Teorema, Universidad de Valencia, 1976: 37. (26) Claude Lévi-Strauss, El pensamiento salvaje. México, FCE, 1964: 337. (27) Antonio
Gala,
«La
sinrazón», de la serie «En propia mano»,
publicada
en El País semanal, 1981. |
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