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No han faltado intentos de superar los estrechos límites en que se ha ido enchiquerando la razón eurocéntrica, hasta definirla tan sólo como científico-técnica. Ésta, en efecto, ha sido atacada en su monopolio casi dogmático. Algunos yuxtaponen, junto a la racionalidad instrumental, la racionalidad axiológica. La primera es puramente organizativa, se refiere a objetivos operatorios, elige y articula medios eficaces para metas previamente determinadas. La segunda, en cambio, es sustantiva, se refiere a valores, efectúa una evaluación de las metas y fines de la vida humana. Es ya un paso importante. En esta perspectiva, «la ciencia es sólamente una subespecie del conocimiento, no su más elevado pináculo; la racionalidad científica es sólamente una encarnación específica de la razón, no el alfa y omega de toda razón. Si una manifestación de la razón conduce a la confusión y al oscurantismo en lugar de iluminarnos, es que se ha convertido en una forma degenerada de la razón. Tal es lo que sucede con la actual racionalidad científica, es decir, la racionalidad que acepta la ciencia como último árbitro de nuestra comprensión de la realidad» (1). Henry Skolimowski analiza los principios básicos en que se sustenta la racionalidad científica (fundada en el canon de la física), y a continuación aquellos que constituyen la racionalidad evolutiva (2), propia de los sistemas vivientes. Ambas racionalidades hay que entenderlas como modos de comprensión diferentes, aunque no radicalmente ajenos: «La racionalidad científica es una parte de la racionalidad evolutiva, pero no a la inversa». Es absurda una racionalidad que exista como fin en sí misma: «La racionalidad debe ser una ayuda a la comprensión que tenga el hombre del mundo que le circunda; y una ayuda a la lucha del hombre por una existencia significativa y plena» (3). La búsqueda de esta alternativa de racionalidad deberá reunificar las categorías, hoy escindidas, de verdad, bondad y belleza. Esta propuesta trata de escapar a la unidimensionalidad positivista, y eso es un valor; pero no es suficiente; podría no escapar del círculo etnocéntrico. No basta, pues, reconstituir la razón occidental, recuperando incluso su aspecto emancipador. Cabe el riesgo de no ir más allá de lo que fue Husserl en sus conferencias sobre la crisis de la humanidad europea (4). El dilema de la razón occidental, presentado en los términos reales de capitalismo y socialismo, es falso; ambos suponen una misma racionalidad, que se ha vuelto contra el hombre. Hay que situarse en un nuevo punto de partida; el reconocimiento de que la razón es plural y relativa; pues la hallamos realizada en una evolución multilineal, en una dispersión de historias y sistemas socioculturales, que, no obstante, han entrado en interacción hace varios siglos. El camino será el de nuevas síntesis (como lo ha sido fragmentariamente en el pasado). ¿Cómo llegar a ellas? El verdadero dilema es el que emplaza a optar entre la guerra santa, imperial, de una razón etnocéntrica que se absolutiza a sí misma y aniquila las demás, o bien el diálogo de culturas y civilizaciones en toda la anchura de la razón etnológica (que considera a cada realidad sociocultural en su identidad y diferencias respecto a las restantes, cada cual con su tradición, sus intereses, sus derechos, su idiosincrasia irreductible). Todo esto no incita a negar a Occidente, sino a superar su particularismo. Y si adopta el aire de negación, es para abrir paso a la afirmación de una humanidad mayor. El antropólogo y el filósofo deberían contribuir al rechazo de la cosificación de cualquier logro humano particular. Pues, si la reificación de tal o cual imagen del hombre la convierte en ídolo, incumbe al pensamiento crítico, en primerísimo lugar, una sana tarea iconoclasta. He sugerido que la razón etnológica aporta el criterio para cuestionar y trascender las fijaciones etnocéntricas. Ahí está el desde donde: desde la teoría que contempla objetivamente las otras formas de humanidad, y desde la razón práctica (ética, política, utópica) solidaria con ellas. Lo primero exige el descentramiento de la mirada antropológica, la relativización propia, la crítica al etnocentrismo que hay en uno mismo y en los demás, el reconocimiento del otro en su relatividad; en suma, la vía hacia una nueva objetividad del conocimiento humano. Lo segundo lleva a adoptar una posición social que rompa con todo paradigma de centro avasallador de la periferia, a fin de cooperar en un proyecto intercultural de construcción del hombre planetario, dando a luz una nueva subjetividad. El razonar etnológico no vacilará entre la voz de sirena, el ordeno y mando, o las seducciones de los poderes, y el grito bronco de las clases y culturas postergadas, so pena de abortarse. Sólo puede existir en la medida en que presta oídos al clamor de los pueblos, huyendo del limbo de la neutralidad. Incluso al pensar críticamente, partimos de nuestra cultura y posición social, no podemos zafarnos de nuestro propio enraizamiento; pero el pensamiento antropológico, aunque contextualizado, tenderá a sobrepasar los reduccionismos de nación, cultura, raza, clase, forma de sociedad, ideología o escuela. Sin olvidar su enclave concreto, el pensador ha de interesarse por la universalidad etnológica, por esa humanidad que abarca todas las sociedades y culturas. Porque éste es su criterio más válido. No un universalismo monocéntrico (y en última consecuencia, totalitario), sino un universalismo que sólo tiene existencia como policéntrico, plural, intotalizable, tolerante. Tal es el proyecto de «una humanidad que pretende volver a colocar el 'centro' en todas partes, a hacer de cada hombre y de cada comunidad un 'centro'» (5). No cabe otra alternativa, si ha de haber un cambio radical, si hemos de crear un hombre nuevo. No se podrá desmentir que esa
aspiración
ha aflorado en diversos recodos del pensamiento europeo, si bien de
manera
esporádica y fragmentaria, siendo pronto sofocada por los
hechos.
Pero su inspiración es recuperable. Como interpreta Henri
Lefèbvre:
«Para nosotros, la filosofía, más que dar una esencia
del hombre (perdida o no), concibió al hombre como proyecto.
Cada filósofo aportó algunos rasgos distintivos y
pertinentes
a esa imagen (...). A nosotros nos toca terminar la elaboración
de la imagen y, sobre todo, realizar la filosofía» (6).
Será tarea nuestra seguir tejiendo estos hilos, en
colaboración
con hombres de todas las demás culturas, tejedores igualmente de
fibra auténticamente humana, con la vista puesta en un proyecto
de humanismo etnológico, es decir, a escala de la humanidad. Razón intercultural, como método He señalado ya reiteradamente de qué adolece la razón etnocéntrica. Toda visión espontánea de las cosas humanas, pero también toda descripción con pretensiones científicas, está plagada de implícitos, de hipótesis y teorías subyacentes, tal vez ignoradas o incluso negadas por su autor. Y es que pueden estar condicionadas por el inconsciente individual y por el no consciente de la propia colectividad: constituyen como el ojo a través del cual se ve y que no es visto. No es raro, por ejemplo, desde una perspectiva posi-tivista, presentar bajo apariencia de mera descripción fáctica lo que, en realidad, son explicaciones especulativas de un realismo ingenuo y hasta ilusorio. Por eso, no basta siquiera el rigor metodológico, si desconsideramos el punto clave del «centrismo» en el conocimiento, del que es imprescindible hacerse conscientes siempre, a fin de no quedar atrapados en sus trampas. El hombre que trata de conocer y razonar, al mero centrar la mirada, está privilegiando ciertos aspectos, llevado connaturalmente por los esquemas de un etnocentrismo microcultural o macrocultural, factor de distorsión cognitiva. En otras palabras: el enfoque de la mirada implica ya cierta valoración positiva o negativa que hace el sujeto conocedor respecto a las realizaciones del propio grupo o de los grupos extraños. El sujeto que conoce está afectado por sus centraciones, y éstas determinan la valoración del objeto conocido o estudiado por el sujeto. Tal es el problema de la valoración en el comportamiento cognitivo: que inteligencia y afectividad van indisociables en cada racionalidad concreta; incluso en la científica, máxime en las ciencias sociales y humanas. Así lo han analizado documentalmente Roy Preiswerk y Dominique Perrot (7), en su obra sobre el etnocentrismo occidental reflejado en los manuales de historia, cuando se refieren a culturas de África, América indígena y Asia. La valoración se halla presente. Afecta a cada etapa del procedimiento científico: a la elección del objeto de estudio, a la elección de los conceptos que delimitan el marco categorial, a la elección de las hipótesis que articulan la teoría, a la elección de los mismos hechos que sirven de base a la verificación (8). La valoración afecta incluso a la mera percepción sensorial (9), haciendo que el objeto de estudio resulte, desde el principio, mal aprehendido. A pesar de todo, la valoración puede proporcionar al proceso cognitivo una gran coherencia subjetiva, que, como especifica R. Preiswerk, llega a adoptar muy distintas figuras o prototipos (10). Es decir, puede organizar toda una teoría centrada en torno a cierto eje valorativo, que le dará un sesgo peculiar y conformará un prototipo de discurso cognitivo (autodefensa, legitimación, proselitismo, operatividad, antagonismo de clase, ponderación, relativismo cultural, xenodefensa, etc.). Cada uno de estos registros actúa como un filtro para la selección del objeto de estudio, los conceptos, las hipótesis y los hechos, y propiciando la coherencia final del conocimiento. De ahí se sigue una visión coherente y, no obstante, distorsionada. La distorsión puede ser perfectamente coherente: es una racionalización. Cabe ir yuxtaponiendo una serie indefinida de teorías acerca de la misma realidad, cada una de ellas tan coherente en sí misma como incompatible con las restantes: evidenciando la parcialidad de la razón que asiste a cada una. Esto pone en tela de juicio esas coherencias, válidas a lo sumo sólo en su contexto; las rompe, las abre y emplaza a buscar una racionalidad mayor, aceptable por unos y por otros. Si nos proponemos ir más allá de los obvios «centrismos» que polarizan la dinámica del conocer, tendremos que ensayar directrices de descentramiento e ir elaborando un método intercultural. Indiquemos cuatro momentos principales de ese método: 1) Ejercer la autocrítica, o sea, la duda y el cuestionamiento de las propias imágenes y conceptos y valoraciones de sí y del otro. Equivale a relativizar la propia posición en la historia, a negar el monólogo del etnocentrismo, a no totalizar las otras culturas en una historia «universal» de la humanidad, cuyo protagonista es Occidente. La posibilidad de una negativa hacia la parte de uno moldeada por la cultura particular, la descentración respecto al prejuicio etnocéntrico, todo ello como condición para construir una historia del hombre con la que todos puedan estar de acuerdo. Hay que ser críticos con las posiciones teóricas intrasistemáticas e ideológicas, así como con los condicionamientos del propio contexto, mediante una autocrítica que reconozca los propios presupuestos y límites. Sólo el sujeto que se descentra se hace capaz de intercambios. Sólo el que acierta a rehusarse en sí mismo (transgrediendo el etnocentrismo de la razón occidental --o la que corresponda--) conseguirá aceptarse en los demás: meta eminente de la antropología y, sin duda, también de la vida. 2) Someter a crítica, de forma semejante, todas las imágenes y conceptos dados, sea cual fuere su fuente, principalmente siempre que pretendan un alcance absoluto, dominador. Es la negación de todo etnocentrismo, de todo antropocentrismo, desde un punto de vista etnológico o antropológico desideologizador, que persiga la relativización; esto es, dar a cada afirmación su valor en un marco conceptual nuevo, complejo, de amplitud intercultural. 3) Reconocer, en complemento de lo anterior, las otras imágenes y conceptos del hombre, en su pluralidad y relatividad, como primer paso para el intercambio. Ya no se privilegian las categorías que estructuran la propia manera de ser y pensar, para aplicárselas a otros; ya no se determina la historicidad de los pueblos no occidentales por sus contactos con el «centro»; sino que se busca poner de relieve la diversidad y relatividad de las culturas: tal vez el más notable fenómeno de la historia humana. Sin este reconocimiento, en los distintos ámbitos, de la identidad cultural de los demás pueblos, con su originalidad, se corta el camino al entendimiento intercultural y a la construcción de una razón etnológica. 4) Con los requisitos precedentes, queda expedita la vía intercultural, conducente a una visión histórica y antropológica universalmente aceptable. Al tiempo que el diálogo entre culturas, no trucado, ofrece el paradigma para la reconciliación consigo misma de la humanidad. Se trata de aproximarse a una nueva subjetividad, transcultural, puesta en obra de la razón etnológica. Cada comunidad, región, nación, segmento étnico o ideológico ostentará una concepción de su propia cultura y de las otras, y por ello habrá versiones de todos los colores, desde muy diferentes puntos de vista; pero también es viable, como resultado de la comparación y el debate de las diferentes versiones, aproximarse a una concepción universal que, por lo menos, se haga cargo de los puntos de vista generalmente aceptados, así como de las controversias pendientes. De los antagonismos entre yo y tú, se irá pasando a un nosotros, a una intersubjetividad en la que unos y otros, unos pueblos y otros, lleguen a reconocerse a sí mismos, a través del reconocimiento recíproco. Ese caminar hacia la universalidad etnológica no puede confundirse con una mera agregación de versiones o puntos de vista, sino que implica una ruptura con la lógica del etnocentrismo y una apertura a lo que éste infravalora. Exige, en concreto, que la historia transforme sus métodos (11) y sus valoraciones, que se acerque a la etnología (o, como piden algunos, situar la antropología en la historia y articular ambas): Que se ocupe de la marginalidad, la periferia humana, la alteridad omitida hasta ahora. No para crear ningún nuevo monolitismo excluyente, bajo bandera mesiánica del signo que sea. La condición fundamental es aceptar la diversificación, pero a la vez desarrollar encuentros, intercambios, lazos que organicen el orden mundial, conforme a la racionalidad propia de un humanismo etnológico, es decir, alimentando por todas las tradiciones culturales de la humanidad. En esta línea, el único principio sobre el que pueden fundarse las ciencias humanas (cuyo descubrimiento atribuye Lévi-Strauss a Rousseau) es que, para llegar a aceptarse en los otros, es preciso primero rehusarse en sí mismo. Es menester liberarse de las ilusiones del yo, de las distorsiones del «centrismo» individual o colectivo. Sin embargo, ese principio «tenía que permanecer inaccesible e incomprensible mientras reinara una filosofía que, por tener su punto de partida en el cogito, era prisionera de las pretendidas evidencias del yo, y no podía aspirar a fundar una física más que renunciando a fundar una sociología y hasta una biología: Descartes cree pasar directamente de la interioridad del hombre a la exterioridad del mundo, sin ver que entre ambos extremos se sitúan sociedades, civilizaciones, es decir, mundos de hombres» (12). Ese yo racional encubría un etnocentrismo de la razón. Ese «yo pienso» no es la primera certeza, sino la primera duda que hay que plantear: ¿Soy yo quien piensa? Puede que sea un «él» que se piensa en mi, una arquitectura biológica, una estructuración cultural... En tal caso, resultará que «yo es otro», que «el otro es un yo»; habrá una identidad común olvidada, y una posibilidad de identificación compartible por toda la humanidad. Ningún hombre, ningún pueblo puede limitarse a ser mero objeto de estudio. La historia, la sociología o la antropología, no sólo hablará del otro sino que le hará hablar, conversará con él. En este sentido, cabe decir que las ciencias del hombre no son sólo saberes de objeto, sino saberes con interlocutor; de modo que, en la medida en que desconozcan al otro como tal, como sujeto, se dejarán anegar por una ignorancia culpable. Al contrario que la razón
etnocéntrica,
propulsora de la conquista, la división, la manipulación
y la invasión cultural de los otros, la razón etnológica
propicia una acción dialógica (Paulo Freire), tendente a
la colaboración, la unión, la organización
más
compleja, la síntesis cultural, que permite a los oprimidos
llegar
a asumir emancipadamente su historia. Crítica de la razón insensible El descentramiento exigido a la razón etnológica supone radicalmente la recuperación de una dimensión, la sensibilidad, escindida, aplastada o distorsionada por la racionalidad prevalente. No tanto las sensibilidades acuñadas socioculturalmente, sino ante todo el ser sensible propio de todo ser vivo e identificable aquende lo cultural. El proyecto de la razón etnológica postulará que ésta sea, en primer lugar, razón sensible. Pues en esa identidad radica, en el orden del ser y en el del conocer, su origen evolutivo y su base de sustentación insustituible. Ya se han señalado los crímenes derivados de la práctica etnocéntrica y, en último extremo, el peligro de autodestrucción que incuba la razón enloquecida por su pretendida autosuficiencia, su aislamiento, su insensibilidad, su mutilante concepción del hombre. Una nueva racionalidad habrá de fundarse en otra concepción del hombre, descentrada, que parta de una ruptura con el absoluto ilusorio de que «yo soy yo», para descubrir que hay otro antes que el yo. Lo mismo que, con respecto a la especie, está la vida antes que el hombre. Sólo la renuncia a una identidad cuya falsa evidencia y simplismo cabe demostrar permitirá reencontrar una identidad más compleja y real. Claude Lévi-Strauss hizo un lúcido desarrollo de este tema, a propósito de Jean-Jacques Rousseau y su idea de la «piedad». Esa facultad de la piedad, propia incluso del reino animal, «surge de la identificación con un prójimo que no es pariente, ni allegado, ni compatriota, sino un hombre cualquiera, por el solo hecho de serlo; y yendo más lejos aún, de la identificación con un ser vivo cualquiera, por el solo hecho de estar vivo» (13). Es decir, la identificación como seres sensibles --que nos engloba con todos los hombres y animales-- resulta anterior a las diferencias u oposiciones entre esos seres y entre animalidad y humanidad. La identificación con el otro se convierte en el principio que nos acerca hasta reconocer/respetar la más humilde forma de vida. Lo cual presupone, con igual grado y en sentido inverso, la negativa a identificarse consigo mismo, con el «yo», en la medida en que esta identificación niega la identidad sensible, previa a las diferencias. Y el mismo principio vale para las relaciones entre sociedades: «también en su ser colectivo, el hombre debe reconocerse como un él antes de pretender se un yo» (14); no hay forma sociohistórica privilegiada en el correr de los milenios. La razón sensible asume, pues, la identificación primordial con todo lo que vive y sufre: a nivel prehumano (con todo ser vivo) y a nivel humano precultural (con todo miembro de la especie). «Entonces el yo y el otro, liberados de un antagonismo que sólo trataba de azuzar la filosofía, recobran su unidad» (15). Una alianza original, que existe objetivamente, puede ser renovada, constituyendo un nosotros panhumano, un nosotros planetario, que lucha contra la destrucción violenta del hombre y del planeta. Esa nueva alianza ofrece el reto y la posibilidad de supervivencia; pero, ¿hay alguien que haya firmado el pacto? La historia en que andamos embarcados sigue siendo la de la emancipación autocéntrica e insensible, seudohumanista, tal como nos la describe Lévi-Strauss: «Se empezó por separar al hombre de la naturaleza y por hacer de él un reino soberano: se creía así borrar su carácter más irrecusable, el de ser, ante todo, un ser vivo. Y al cerrar los ojos a esta propiedad común se dio vía libre a todos los abusos. Nunca mejor que al cabo de los cuatro últimos siglos de su historia puede el hombre occidental comprender que, al arrogarse el derecho de separar radicalmente la humanidad de la animalidad, concediendo a una todo lo que le quitaba a la otra, abría un ciclo maldito, y que la misma barrera (...) serviría para separar a unos hombres de otros, y reivindicar, en beneficio de unas minorías cada vez más restringidas, el privilegio de un humanismo corrompido al nacer, por haber hecho del amor propio su principio y noción» (16). Es preciso espabilar, sin tregua, la conciencia de esta historia y del proyecto errado que la orienta al precipicio, arramblando con todos nosotros. Sólo puede oponérsele el nuevo humanismo etnológico, el proyecto de la razón reconciliada con la vida, el principio de la identificación con el otro, el sentimiento de la piedad, valorado por encima de todos los sofismas ideológicos. Muy posiblemente, si hacemos caso del pensamiento roussoniano y lévistraussiano, haya un fundamento natural para el respeto por el otro hombre, en esa «repugnancia innata a ver sufrir a un semejante». En todo caso, hay que reconocerla como principio ético fundamental, cuyo descubrimiento «obliga a ver un semejante en todo ser expuesto al sufrimiento y poseedor por ello de un derecho imprescriptible a la conmiseración», a la piedad. No se trata de una evasión sensiblera, sino del «principio de toda sabiduría y de toda acción colectivas», propuesto de nuevo a la humanidad actual, si desea sobrevivir y convivir en un futuro armonioso. Un principio que, sin duda, ya transmitieron las grandes religiones, de algún modo, y que hoy urge actualizar, reformular, poner en práctica. Este es el hecho y la idea nuclear: «El hombre es un ser viviente y sufriente, idéntico a todos los demás antes de distinguirse de ellos por criterios subalternos» (17). Esta identificación no se reduce a idea más o menos postiza, sino que expresa el reconocimiento por la razón de una comunión persistentemente negada y reprimida violentamente. Sólo la afirmación de esa identidad, la experiencia de esa solidaridad profunda con el género humano y con la naturaleza entera, aporta la piedra de toque para la antropología y para la ética, al soldar las fracturas entre el yo y el otro, mi sociedad y las demás, la cultura y la naturaleza, lo racional y lo sensible, la humanidad y la vida. Una vez investido todo hombre real y concreto con el valor primordial de ser vivo, resulta un crimen de lesa humanidad toda relación de superioridad, en la que otro hombre, individuo, minoría indígena, clase o pueblo, sea humillado, explotado, oprimido, manipulado, creído inferior y tratado como objeto. Podría decirse que un compromiso previo nos obliga a luchar por el derrocamiento de tales relaciones en nombre no sólo de la humanidad sino de la vida: una llamada a aliviar el sufrimiento, a dar protección, alimento, calor, consuelo, ánimo, esperanza. En síntesis, la
crítica de la
insensibilidad de la razón esquizoide nos empuja a postular el
descentramiento
del yo, tanto personal como social y cultural, disipando la
ilusión
del yo separado y su egoísmo. Esto abre el camino al
reconocimiento
de otros yos, desde la identificación con lo que une antes de
manifestarse
en las diferencias que oponen a unos y otros. Lo que une
fundamentalmente
es la identidad de vivientes, seres sensibles, vulnerables al
sufrimiento,
lo cual nos emplaza a reconocernos en los otros, a aceptar que
«yo
es otro», pues la alteridad está ya en nosotros mismos, y
además que «el otro es un yo», un sujeto humano,
tanto
como yo. La razón sensible debe conducirnos a aceptar la
humanidad
en todas las sociedades diferentes, y a obrar en consecuencia. La
razón
sensible da razón al que sufre, al que desea vivir, al que
dialoga
con las potencialidades a punto de florecer. Una utopía concreta para la humanidad El pensamiento utópico aparece como uno de los modos de la razón humana, en cuanto ésta cumple una función proléptica, de conciencia anticipadora del porvenir posible y deseable. Medularmente todo el proyecto de lo que vengo llamando razón etnológica se inscribe en el género utópico, no en el de la utopicidad universal abstracta, sino --al menos eso quisiera-- en el de la utopía concreta, gestante de una humanidad verdaderamente humanizada. Como utopía concreta, comporta unas aspiraciones y tareas que la dotan de contenido: Exige ir negando todo lo que niega al hombre concreto, rechazar (filosófica y políticamente) las causas del sufrimiento de esa humanidad indefinible de antemano. Lo cual implica, al mismo tiempo, ir anticipando las condiciones reales de aparición de estructuras sociales e internacionales que superen las barreras de la infrahumanidad histórica vigente. Pero la razón utópica es, sobre todo, razón negativa y antropología negativa. Nos incita a negar la negación de la alteridad cultural, a negar la negación de la libertad, a negar la negación de cualquier dimensión manifiestamente humana. Esta negatividad no resulta nunca total, sino asintótica, siempre fragmentaria, provisional y en peligro de dispersión; tampoco hay sujeto histórico privilegiado que la encarne: ni el proletariado, ni la cultura occidental, ni el tercer mundo; donde hay hombres puede activarse, y allí mismo puede prostituirse o apagarse. Más aún, toda cautela es poca, para que, cuando la utopía se vierte en un proyecto social y político, la mediación política no derive precisamente en inversión y descrédito de la utopía misma que condujo a la política. Como su etimología indica, la utopía no tiene un «topos», un lugar, una posición privilegiada; siempre estamos enclavados en el cerco de unos límites; por eso, negarlos es utópico y por eso la utopía busca trascenderlos. No existe, pues, un «topos» donde la utopía esté afincada. Aunque hay un «topos» donde puede brotar la utopía: en el espacio marginal, casi ectópico, en la «exterioridad» del sistema. Al contrario que el espacio central del sistema jerárquico y sojuzgador, cuyo horizonte se cierra en una totalidad mortificante para lo diferente y lo nuevo, vemos que la periferia, la exterioridad del sistema, la alteridad mortificada y sufriente --y tal vez sólo ella-- es capaz de dar a la luz una utopía concreta, impugnadora del sistema. Cuando ocurre, la utopía nace del «topos» periférico, que es económica, política, cultural y hasta ontológicamente negado, y se presenta como negación del otro «topos», el centro dominador, postulando la abolición de la injusticia. Lo que propone la utopía, considerada en sí misma, coincide con el principio de identificación con el otro, mencionado en el apartado anterior. Y en un mundo tan desquiciado como el nuestro, esa identificación con el otro que básicamente somos no tiene más remedio que pasar a través de la identificación con (los intereses de) aquellos que están siendo aplastados por el sistema. De tal manera que el principio de apertura a la realidad del otro se convierte en criterio absoluto de eticidad política: respetar el derecho del pobre y del emigrante, la igualdad de la mujer, la identidad de las minorías, la autonomía de la nación dependiente, sin olvidar el respeto a las demás especies vivas y la armonía ecológica. El alcance de esta razón
utópica
es transcultural, puesto que excede los límites de tal o cual
sistema
sociocultural, y porque mira allende las formas culturales alcanzadas
hasta
el presente. Dice relación a una nueva objetividad, plural, en
el
marco de la cual cada identidad cultural ha de encontrar su
realización
a la vez que su trascendimiento. Cada racionalidad particular
está
llamada a sobrepasarse a sí misma, única vía por
la
que el hombre logrará trascenderse a sí mismo y acercarse
a ser plenamente humano. La identidad básica de seres vivientes
habrá de completarse con la identificación intercultural
(por su método) y metacultural (por su meta) con un modelo de
mundo,
de estructuras sociales, que preserve la igualdad basilar y la
pluralidad
en armonía. Conseguirlo es cuestión de vida o muerte. Conclusión Este trabajo ha intentado plantear una revisión de la concepción del hombre, en el desarrollo del pensamiento occidental, ateniéndose a ciertas definiciones antropológicas que marcan los hitos principales. He tratado, en particular, de rastrear el surgimiento de la actitud antropológica a partir de la modernidad, primeramente; para luego centrar la reflexión crítica en los intentos de constituir una antropología filosófica, a fines del primer tercio de nuestro siglo; en tercer lugar, exponer algunas propuestas de superación de la ontología inherente a la imagen eurocéntrica del hombre, subyacente a la ética y la política de la civilización occidental con respecto a las restantes culturas. Con este fin, se hizo necesario emprender un análisis del etnocentrismo, a cuyo esclarecimiento tanto han contribuido los antropólogos sociales y culturales. Así, la crítica de la razón etnocéntrica aportaba la óptica desde la que resituar las interpretaciones del hombre como razón, entendida ésta ya como subjetividad ya como objetividad. Al relativizar el alcance de la razón dominante en nuestra civilización, por las vías abiertas de la etnología y el diálogo intercultural se columbra la posibilidad de una humanidad pluralista, en avance hacia la conformación de una razón «etnológica», «sensible», como utopía concreta, postuladora de una nueva síntesis convivencial, sobre las bases de una visión antropológica condigna de una verdadera civilización planetaria. El itinerario teórico seguido nos aboca de nuevo a la realidad compleja y dura, a los hechos cambiantes, a la necesidad de revisarlos permanentemente, de volver a pensarlos desde el principio, una y otra vez, para que tampoco el discurso se convierta en centro, sino su referente real: la situación contemporánea, esta «edad de hierro planetaria», según la ha designado Edgar Morin. El proyecto inervado por el espíritu moderno ahonda su crisis con el lacerante contraste entre su doble faz: el esplendor del superdesarrollo frente a la extrema miseria de los «otros», los «subdesarrollados» de la propia sociedad y del tercer y cuarto mundos, preocupados por las luchas de liberación. La dialéctica bipolar centro/periferia constituye el quicio de tal situación; y de su resolución pende el futuro de la civilización e incluso de la humanidad, en nuestro planeta. Cada día resulta más necesario y apremiante buscar un nuevo proyecto de hombre, una civilización universal basada en el policentrismo, el acceso a la automonía y la interdependencia, donde cada persona, cada comunidad y cada cultura lleguen a ser «centro», y por consiguiente, el «centro» se halle en todas partes. Para lograrlo, cada una de esas instancias habrá de combatir por la razón, sin esperar que se la otorgue ninguna de las instituciones que hoy funcionan. Es tiempo de otros modos de organización. Ya lo sugería G. Lukács: las masas nunca renunciarán al «derecho a servirse de la razón en su propio interés y en interés de la humanidad, al derecho a vivir en un mundo racionalmente gobernado y no en medio del caos de la locura de la guerra» (18) y de la aniquilación --tenemos que añadir--. No queda sitio ya para ningún humanismo elitista, cuyo carácter sólo podría ser criminal, por requerir el expolio de las mayorías. Tan sólo cabe lo más difícil e improbable, como es un humanismo a escala de la humanidad. Toda antropología llega a la misma conclusión (19). Somos un único género humano y compartimos un mismo planeta: lo razonable es compartir sus potencialidades de vida, no esquilmarlas. «Desde la perspectiva de la prehistoria --afirma Richard E. Leakey--, cabe añadir que somos una única especie, y que todo ser humano de cualquier parte del globo comparte una herencia común con cualquier otro. Esta me parece una motivación lo bastante fuerte como para reconsiderar las escandalosas desigualdades que hay en el mundo, antes de que tales desequilibrios nos suman a todos en el olvido» (20). El excepcional desarrollo de nuestra inteligencia ha desencadenado tremendos riesgos, pero también la capacidad de obtener una «perspectiva global» y de elegir nuestro futuro: «Nuestra perspectiva global conlleva una responsabilidad global, tanto para con los demás miembros del género humano como para con las numerosas formas de vida con las que compartimos nuestro mundo». Y termina Leakey: «Para mí, la búsqueda de nuestros antepasados ha constituido una fuente de esperanza. Compartimos nuestra herencia y compartimos nuestro futuro. Con una capacidad sin parangón para elegir nuestro futuro, sé que, en nuestras propias manos, una catástrofe global no es inevitable. Ésa es nuestra responsabilidad» (21). Frente a la inhumanidad ejercida y sufrida, ante el horizonte de la pura y simple no humanidad, en medio del torbellino de concepciones del hombre autocéntricas y mutilantes, no hay más salvamento que reiterar la crítica, airear la denuncia (¡esto no es humano!), y ensayar proyectos fundados en la razón etnológica, única universalizable porque nace de la multiforme universalidad humana. Toda razón etnocéntrica queda obsoleta, y más aún la eurooccidental, cerrada en su autosuficiencia e impiedad, que ya ha caducado como emancipadora y sólo engendra terror en los cinco continentes. Su racionalidad aparente sustenta una racionalización gigantesca, que expulsa del mundo real todo lo que obstaculiza sus cálculos e intereses. Para eso están las armas arrojadizas, desde el argumento metafísico hasta el misil balístico intercontinental. Frente a esta razón armada con un potencial destructivo total, otra razón que sólo cuenta con sus propias fuerzas, la lucidez y el amor a la vida. Semeja otro combate de David contra el gigante Goliat, esta vez con repercusiones planetarias. Tan desigual batalla se está librando ya, y arreciará el fragor en los próximos decenios. El reino a conquistar es el del hombre humanizado, la utopía imprescindible de una humanidad mundial diferenciada, pluricultural, dialogante, cuya estructuración ponga a salvo aquella condición humana común, de seres sensibles, fundamento de la igualdad, la solidaridad y la autonomía de los pueblos, sin las cuales no habrá supervivencia. Como todo lenguaje humano,
también
--y más que otros-- éste de la utopía está
sometido al confusionismo babélico, al desgaste de su
significación
y al secuestro por parte del adversario (que no siempre surge fuera de
cada uno de nosotros). Una palabra clave va siendo barajada en el juego
de los discursos, cualquiera que sea, y, en función de las bazas
que se pretenden, se altera, se aliena e incluso se invierte su
significado...
Sólo nos queda el recurso del análisis referencial,
averiguar,
más allá de las ideas o teorías, cuáles son
las realidades que de hecho se vinculan con ellas. No bastará el
análisis semántico para elucidar los verdaderos
significados,
cuando, en las situaciones concretas, en la práctica, se implica
«progreso» con destrucción industrial del medio
ambiente,
«protección» con exterminio del indio,
«revolución»
con dictadura totalitaria, o «paz» con inversiones en
armamento
atómico. Del dicho al hecho puede ir un gran trecho; pero, si en
realidad media un abismo insalvable, es que lo dicho no tiene
más
cometido que enmascarar lo no dicho, y su verdadero fin es
engañarnos.
(1) Henryk Skolimowski, «Racionalidad evolutiva», Cuadernos Teorema, 1979, nº 35: 39. (2) Cfr. Ibídem: 43-45. (3) Ibídem, p. 50. En rigor, la razón comporta siempre alguna axialidad, gira alrededor de un «eje», una orientación, un valor. La mera elección de razonar en una línea supone un valor, una selección o preferencia. No hay la razón puramente objetiva, cuyo único eje sea ella misma: eso sería una lógica abstracta, desnaturalizada y deshumanizada. Por eso, hablar de «irracional» tiene siempre un sentido valorativo: pues todo, incluso la destrucción más sádica, tiene una razón lógica. En el sentido de obedecer a una lógica, tan científico y racional es el capitalismo como el comunismo (tal vez por ello, cierta lógica formal goza de tanto predicamento: porque racionaliza la inhumanidad del sistema). (4) Cfr. Pedro Gómez García, «Antropología filosófica como antropología negativa», en Jesús Muga y Manuel Cabada, Antropología filosófica: planteamientos. Madrid, Luna, 1984: 197-200. (5) Mario Casalla, «Husserl, Europa y La justificación ontológica del imperialismo», Revista de filosofía latinoamericana, 1975, nº 1: 39. (6) Henri Lefèbvre, Hacia el cibernántropo. Barcelona, Gedisa, 1980: 51. (7) Roy Preiswerk y Dominique Perrot, Ethnocentrisme et histoire. L'Afrique, L'Amerique indienne et L'Asie dans les manuels occidentaux. Paris, Anthropos, 1975. (8) Ibídem: 74-87. (9) Ibídem: 90. Véanse, abundando en este aspecto, las obras de Edward T. Hall: La dimensión oculta. México, Siglo XXI, 1972; Más allá de la cultura. Barcelona, Gustavo Gili, 1978. (10) Ibídem: 95-101. (11) Ibídem: 354 y ss. (12) Claude Lévi-Strauss, Antropología estructural. Mito, sociedad, humanidades. México, Siglo XXI, 1979: 39-40. (13) Claude Lévi-Strauss, Presencia de Rousseau. Buenos Aires, Nueva Visión, 1972: 13. (14) Ibídem: 15. (15) Ibídem: 16. (16) Ibídem: 17. (17) Ibídem: 17-18. (18) Georgy Lukács, El asalto a la razón. Barcelona, Grijalbo, 1976: 691. (19) Una síntesis notable de la crítica al etnocentrismo, y la busca de un nuevo ethos pluralista, la encontramos en Remo Cantoni, El hombre etnocéntrico. Ilusión y prejuicio. Madrid, Guadarrama, 1972: 91-151. (20) Richard E. Leakey, La formación de la humanidad. Barcelona, Serbal, 1981: 250. (21) Ibídem: 251-252. |
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