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I. Verosimilitud, diferencia y contrato social Ha sido la Ilustración quien ha privilegiado en la modernidad la lectura social del verosímil o sentir común (1), en un discurso que fijamos arbitrariamente entre el Tratado de la tolerancia y el Contrato social. La sociedad reconstruyéndose, vienen a decir los ilustrados, se dota de un cuerpo común unívoco, sin el cual se extraviaría. Comienza siendo un deísmo humanista: «No hacen falta -según Voltaire- un gran arte y una elocuencia rebuscada para demostrar que los cristianos deben tolerarse los unos a los otros. Voy más lejos: os digo que hay que mirar a todos los hombres como nuestros hermanos. Cómo ¿mi hermano el turco?, ¿mi hermano el chino?, ¿el judío?, ¿el siamés? Sí, sin duda; ¿no somos acaso todos hijos del mismo padre y criaturas del mismo Dios?» (2). Para Voltaire, el hombre no es en términos absolutos la medida de todas las cosas, puesto que «habituado a juzgar la miseria del hombre a escala de los siglos y de las naciones, su ojo no puede acomodarse a una distancia mayor, ni abarcar la serie de los acontecimientos que marcan la historia de la especie a escala de los continentes y de las revoluciones de la naturaleza» (3). El hombre, en el universo del deísmo volteriano sería observado por el gigante Micromegas como un ser minúsculo, imperceptible para él, pero dotado de razón y alma por gracia divina (4). El principio de identidad moral sobre el que sustenta su tolerancia es antitético a la diferencia que existe en el mundo físico; y este principio de identidad moral se halla regido a su vez por una ley natural que Dios establece en la conciencia de los hombres, que los hace volverse permanentemente sobre él, puesto que sin su presencia la vida humana estaría abocada a la destrucción. «Voltaire cree que las sociedades humanas no pueden apartarse perdurablemente de una posición de equilibrio y que una revolución endereza necesariamente a las que corren el riesgo de perecer en el exceso de sus males» (5). El verosímil social volteriano se ha incluido en un pensamiento de Dios universalista, antagónico al Dios sectario de las guerras de religión y de las herejías; es un Dios que sentaría a su vera a los paganos virtuosos de ahora y de siempre, y dejaría fuera, cual arquetipos de la perversidad, a los católicos de la contrarreforma; un Dios, en definitiva, que rompiendo los límites de la casuística fundaría el entendimiento universal sobre su existencia. La necesidad de Dios se deriva del hombre, comienza a ser el Leviatán que nos gobierna. Empero en lo más hondo, un Dios muy peculiar, que estableciendo la igualdad moral sostiene a la vez la desigualdad social: Dios es también la bolsa londinense, el libre comercio y las demás ¡aplicaciones por añadidura: «Entrad en la bolsa de Londres, lugar más respetable que muchas cortes; veréis reunidos a los delegados de todas las naciones para el bien de los hombres. Allí, el judío, el mahometano y el cristiano tratan el uno con el otro como si fuesen de la misma religión y no dan el nombre de infieles más que a los que caen en bancarrota» (6). Del Dios universal, más allá del judeocristiano, a la universalidad del librecambismo; de la unidad moral, derivada de la ley moral que Dios pone en el corazón de los hombres, a la diversidad religiosa, necesaria para que la sociedad fundamentada en el comercio culmine su entente. Bajo la presión del deísmo unificador surge el horizonte de la utopía: Eldorado. «La verdadera vida está en otra parte, escribe M. Duchet, y todo el simbolismo del Eldorado tiene como mira destruir aquello a lo que parece figurar: mito en el que pasan al morir todos los mitos, remite al espíritu humano desengañado de sus fábulas, de su propia aventura» (7). Y sin embargo, los signos que nos remiten a la utopía van siendo destruidos por el efecto de la realidad, por la exploración y en la oscuridad por el comercio. A Eldorado se va por la aventura y se sale al comprobar que no es el fin deseado; Cándido pronto querrá continuar el trasiego con la mirada puesta en el comercio: «Sólo pedimos a vuestra majestad -dijo Cacambro- algunos carneros cargados de víveres, guijarros y barro. -No concibo -profirió el monarca riéndose- qué gusto tienen los europeos por nuestro barro amarillo; pero llevaos cuanto queráis y buen provecho os haga» (8). Del valor de uso, quizá de la gratuidad, al valor de cambio: un largo proceso donde el horizonte utópico se transforma en verosímil social en su máxima expresión, el dinero. De Voltaire a Rousseau: «El gusto por las letras y por las artes nace en un pueblo de un vicio interior que él mismo aumenta (...). En lo que a mí toca, si hubiera seguido mi primera vocación y no hubiera leído ni escrito, indudablemente habría sido más feliz» (9). Rousseau contra Voltaire, que argüía que «los grandes crímenes sólo han sido cometidos por grandes ignorantes», desencadena la duda en plenas Luces: ¿La razón hace a los hombres mas justos y tolerantes? En un principio fue la unidad en la naturaleza; incluso con posterioridad, la unidad del hombre con los animales era mayor que la del hombre con sus semejantes (10). En el estado de naturaleza, el hombre, abandonado a sí mismo, no se encuentra dotado de los mecanismos del progreso, hallándose en un estado de quietud permanente. De ahí que «la diferencia entre un hombre y otro debe residir menos en el estado de naturaleza que en el de sociedad». El cuerpo social, no constituyéndose, por tanto, con -la extensión o generalización de sociedades particulares, se constituye por rupturas con la naturaleza. Ambos, ser social y naturaleza, son irreductibles por cuanto el primero se encuentra dotado de unidad moral. «Así, escribe M. Duchet, la moralidad no es el efecto inmediato de la excelencia de la naturaleza del hombre: es el ejercicio mismo de su libertad en el estado social, donde las 'circunstancias' y la voluntad divina lo han llevado, para que llegue a ser 'todo lo que puede ser', 'para bien y para mal'» (11). Rousseau establece una gradación evolutiva desde el estado de naturaleza hasta la formación de los cuerpos políticos. Nuestro autor realiza una arqueología de los fundamentos morales de la sociedad, que no de los históricos, tarea reservada a los evolucionistas del XIX. Uno de los grandes problemas de la escala evolutiva rousseauniana es el pasaje de un estadio a otro; P. Hochart lo interpreta así: «En la medida en que esta causa es por naturaleza exterior a la naturaleza del cuerpo político, Rousseau está obligado a recurrir a los hechos y a imaginar el proceso más probable y la hipótesis más plausible. Pero recurrir a los hechos y a la imaginación no invalida en nada el rigor de la investigación, porque, como la causa es por naturaleza exterior al sistema, desencadena la constitución del cuerpo político, sin determinar de ningún modo su naturaleza» (12). No proviniendo el orden social, para Rousseau, de la naturaleza, se funda, pues, sobre convenciones. Partiendo de esta idea, la teoría rousseauniana concluye en el contrato social, lejos de las primeras asociaciones de hombres, fundadas sobre hechos circunstanciales, pero sobre un pacto tácito en virtud del cual se alienan. Textualmente: «Estas cláusulas (las del contrato social), debidamente entendidas, se reducen todas a una sola, a saber: la enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a toda humanidad; porque, en primer lugar, dándose cada uno por entero, la condición es la misma para todos, y siendo la condición igual para todos, nadie tiene interés en hacerla onerosa a los demás» (13). Según L. Althusser, el Contrato social es una propuesta ilusoria de igualdad y de libertad, de forma que se convierte en el auténtico horizonte utópico rousseauniano. Desde la óptica althusseriana se comprueba: «1) La existencia objetiva de ese desajuste en Rousseau. 2) La negación de ese desajuste por Rousseau. 3) El carácter igualmente necesario de ese desajuste, y de su negación, que no surgen como accidentes en el pensamiento de Rousseau, sino que lo constituyen y lo determinan» (14). Sin embargo, la lectura de Althusser pasa por alto aquel otro desajuste que engloba al Contrato social, dentro de toda la obra de Rousseau: la lógica de la individualidad frente al sentir común social. Esa lógica tiene nombre: Las confesiones y Las ensoñaciones del paseante solitario (15). En el primer paseo, la lógica de la individualidad es fulminante: «Heme aquí, pues, solo en la tierra, sin más hermano, prójimo, amigo ni compañía que yo mismo. El más sociable y más amante de los humanos ha sido proscrito por un acuerdo unánime (...). Había amado a los hombres a pesar de ellos mismos. Sólo cesando de serlo han podido sustraerse a mi afecto» (16). Argumentar manía persecutoria en Rousseau no es suficiente, a menos que sospechemos de la gratuidad de ésta. Al final de su existencia, él se convierte en signo esquizoide de la individualidad romántica que prefigura y del entente universal, que él mismo ha ayudado a levantar: la verosimilitud de su deseada república platónica lo excluye. Primer momento del reconocimiento esquizosémico: Rousseau se reconoce diferente y lo reclama para sí: «Yo sólo siento mi corazón y conozco a los hombres: no soy como ninguno de cuantos vi, y aun me atrevo a creer que como ninguno de los que existen. Si no valgo más, soy al menos, distinto de todos» (17). De la conciencia de su yoidad-diferencia a la negación de los demás, en definitiva, del sentir común; es el segundo momento: «Cuando después de haber buscado vanamente a un hombre hubo que apagar por fin mi linterna y exclamar: no hay ninguno, entonces comencé a verme solo en la tierra, y comprendí que mis contemporáneos no eran, en relación conmigo, más que seres mecánicos que sólo actuaban por impulso y cuya acción sólo podía calcular por las leyes del movimiento» (18). Decía Lévi-Strauss que Rousseau, al tratar de la identidad de los hombres y de los animales como seres sensibles, precede a la oposición que se establece entre las propiedades comunes, entre lo que es humano y lo que no lo es, poniendo fin al cogito cartesiano, al excluir toda duda sobre lo humano. Rousseau está en el inicio de un humanismo, que aun siendo teísta no lo es en el pleno sentido volteriano; no habría que mirar el corpus social a través de Dios, sino buscar en el propio hombre su naturaleza. Lévi-Strauss, siguiendo esta línea de pensamiento, lo reivindica como padre fundador de la moderna reflexión etnológica: «La revolución rousseauniana preformando y atrayendo la revolución etnológica, consiste en negar las identificaciones forzadas, sea de una cultura a otra, o de un individuo que es parte de una cultura al personaje o la función social que esa cultura trate de imponerle. En ambos casos, la cultura o el individuo reivindican el derecho a una identificación libre, que sólo puede realizar más allá del hombre, con todo lo que vive y por lo tanto sufre; o más acá de la función del personaje con un ser dado, aunque no debidamente formado. Entonces el yo y el otro, liberados de un antagonismo que sólo trataba de azuzar la filosofía, recobran su unidad. Una alianza de origen, así renovada, les permite fundar juntos el nosotros contra el él, o sea contra una sociedad enemiga del hombre y que el hombre se siente tanto más dispuesto a rechazar cuanto que Rousseau, con su ejemplo, le enseña la manera de eludir las insoportables contradicciones de la vida civilizada» (19). En el camino
entre
Voltaire y Rousseau, se
ha reajustado el verosímil roto con el fin del antiguo
régimen.
En ese curso, Voltaire es deudor del cartesianismo, a la vez que lo
lleva
a sus extremos; es el predominio de la luz sobre la noche. Rousseau,
sin
embargo, constituye al hombre desde fuera del teísmo, y en la
misma
órbita de Hobbes lo restituye a Leviatán, al contrato
social.
Empero, la noche de la individualidad romántica contra todo,
contra
todos, se ha abierto. La estética del sentimiento va a hacer su
aparición y con ella la ética de la diferencia: la yoidad
de Werther sólo admite la muerte del otro (Alberto) o la suya
propia. II. El signo en el siglo XVIII Si en el mundo medieval la palabra era percibido como icono (imagen del contenido), en el siglo ilustrado se comprende el carácter convencional de los signos, y de todo el orden cultural constituido por éstos frente a la naturaleza, al no signo. La ausencia de signicidad es el criterio de máximo valor al determinar la realidad antropológica del hombre y la funcionalidad de las cosas. Las confesiones despojan de la mentira social, de la convención, a la vida, a la par que restablecen la univocidad del signo: la realidad es, na se significa. Con el iluminismo la esencia de las cosas estaría opuesta a los signos como lo estaría lo real a lo fantástico. La indicación de las cosas por las palabras, sin intermedio del signo simbolizado, según J. Derrida, produce un movimiento de autoafección en el hombre ilustrado, al destruir el universo sígnico precedente, mediante lo cual recobrará su imagen especular: el hombre se reconoce, sin mediación divina, señor de los tiempos históricos de la luz y del progreso. Si Eldorado o cualquier otra fabulación ha soportado su desconstrucción tras el efecto de la realidad, la nueva inmortalidad, más creíble en la cultura de la contrasignicidad, es la realidad inmediata en su proyección hacia adelante: la historia. Es más, en la lógica derridiana, los dioses históricos están autoafectados por la voz, por el verbo humano. «El logos, escribe Derrida, no puede ser infinito y presente consigo, no puede producirse como autoafección, sino a través de la voz: orden del significante por medio del cual el sujeto sale de sí hacia sí, no toma fuera de él el significante que emite y lo afecta al mismo tiempo. Tal es al menos la experiencia o conciencia de la voz: del oírse hablar» (20). En cierta forma debemos sostener, en la tradición de E. Cassirer (21), que la voz-lenguaje actúa recíprocamente en la conciencia del yo, provocando su descentramiento estructural, mientras confiere a las cosas una ubicación simbólica igualmente descentrado. El verbo humano se expande, es el signo de los salones ilustrados, primero, y de las asambleas revolucionarias, después. La voz no
está sola en el establecimiento
del nuevo orden social: está acompañada por la escritura,
absuelta en buena medida de la phoné. No podemos olvidar
que, desde el siglo XVII, hay un debate esencial sobre la escritura, el
que se refiere sobre todo a los hieróglifos. Hay, nos dice J.
Ch.
Chevalier, «un profond travail théorico-ideologique
s'est
fait à partir du classement que le XVIIe
siècle
instaurait entre trois types de représentations figurées:
les signes mexicains qui collent presque identiquement à la
réalité
sensible et représentent une maison par une maison, les signes
hiéroglyphiques,
représentation ordonné selon un sens profond accesible
aux
seuls initiés, les signes chinois, abstraction renvoyant
directement
aux opérations abstraites de l'entendement» (22).
Este debate llega hasta Rousseau, para quien la escritura altera la
lengua
por cuanto no la reproduce exactamente: «Se escriben las voces y
no los sonidos; pero en una lengua acentuada son los sonidos, los
acentos,
las inflexiones de toda clase las que producen la mayor energía
del lenguaje; y vuelven una frase común en propia
sólamente
por el lugar en que está. Los medios que se adoptan para suplir
éste amplían, alargan la lengua escrita, y al pasar de
los
libros al discurso enervan la palabra misma. Diciendo todo esto como
uno
lo escribe no hace otra cosa que leer al hablar» (23).
La imprenta repite el signo distorsionado, no copia la lengua hablada.
El debate del XVII sobre la escritura lo resuelve Rousseau en tres
estadios:
el pictograma, la escritura china y la escritura alfabética.
Para
él, ésta última, compuesta por veintitantas
letras,
se descompone en dos grafías, C e I, cuyas combinaciones pueden
ser infinitas. Es la Ilustración quien, en la repetición
de la imprenta, devuelve la escritura a sí misma, pero,
queriendo
ser ésta signo de las cosas, se vuelve suplemento peligroso:
«La
escritura es peligrosa desde el momento en que la representación
quiere hacerse pasar por la presencia y el signo por la cosa misma. Y
existe
una necesidad fatal, inscrita en el propio funcionamiento del signo, de
que el sustituto haga olvidar su función de vicariato y se haga
con la plenitud de un habla cuya carencia y flaqueza, sin embargo, no
hace
más que suplir (...). El suplemento se añade, es un
excedente,
una plenitud que enriquece otra plenitud, el colmo de la
presencia» (24).
Como suplemento, la escritura se desdobla de la presencia autoafectada
de la voz, y reconocer la escritura como diferencia es introducir la
distinción
con/sin escritura dentro incluso de las culturas grafas. Derrida,
siguiendo
a Rousseau, ordena la violencia de la escritura en tres grados. El
primero, nombrar:
«Nombres, dar los nombres que eventualmente estaría
prohibido
pronunciar, tal es la violencia originaria del lenguaje, consistente en
inscribir en una diferencia, en clasificar, en suspender el vocativo
absoluto».
Violencia que es seguida de la ocultación de la escritura y la
nominación
de lo propio, del nombre propio, su complemento. Tercera
violencia:
«La clasificación como desnaturalización de lo
propio
y la identidad como un momento abstracto del concepto» (25).
Los pueblos sin escritura son clasificados tomando como norma la
ausencia
de ésta, y son idénticos a sí mismos como
ágrafos.
Cuando Rousseau hacía ver la violencia de la imprenta (26),
ponía en candelero la génesis de la moral ilustrada. III. De la estética de la Ilustración a la estética del sentimiento Dentro de las corrientes estéticas del siglo XVIII, P. Francastel distingue una primera entre 1720 y 1750, la cual se correspondería con las tareas teóricas de los primeros filósofos ilustrados. Francastel, haciéndose eco de la correspondencia Diderot- Falconet, dice que «Las artes son concebidas así como instrumentos de un progreso sin rupturas en la actividad de los hombres. Los hombres se vieron obligados, en primer lugar, a nombrar las cosas, es decir, a establecer lla distinción entre su cuerpo y el mundo exterior; inmediatamente efectuaron experiencias para enriquecer sus observaciones. El objetivo real del arte es, pues, simultáneamente, la imitación de la naturaleza y la exploración de una categoría particular de fenómenos: el espacio y la luz, que se encuentran en el límite de los fenómenos puramente físicos y de la toma de conciencia» (27). Cuando I. Henares analiza la estética del clasicismo subraya que para éste «las artes figurativas pertenecen a la esfera del pensamiento». La «mímesis» clasicista debe imitar a la naturaleza, mientras que los fines de las artes plásticas serían el «fin social de mejora moral» y la belleza, pudiendo ésta «ser expresada matemáticamente» al estar sujetas «las artes a reglas de perfección que son racionalmente aprehensibles y pueden ser formuladas con precisión» (28). Al ser la figura el tema central de la poética neoclásica, se tiende a su objetivación absoluta, eliminando todo rastro de subjetivismo: «no es casualidad que todo arte neoclásico, empezando por la arquitectura, sea fundamentalmente tipológico» (29). La figura, plegándose sobre ella misma, se vuelve autónoma, piedra de toque para que la individualidad romántica haga su aparición más adelante. Pero en los prolegómenos, el arte, como el gobierno de lo social, se identificará con el sentir común. «En este punto, la estética clásica resbala de su concepto científico de la raison universelle al campo de la filosofía del common sense. En lugar de apoyarse en la verdad apela a la verosimilitud y es concebida en un sentido estrecho, puramente fáctico» (30). La verosimilitud en el tratamiento de la historia se identificará con un determinado estado civilizatorio. En la segunda mitad del siglo XVIII, se producen transformaciones en el arte, cuyo paradigma filosófico es D. Diderot. Este vive intensamente la contradicción entre la estética neoclásica y la prerromántica, expresándole a partir del primitivo, el cual puede ser representado como grecolatino o como salvaje. «El grecolatino es un salvaje más una idea moral y una representación histórica El salvaje es virtuoso, el grecolatino dice la virtud. En el desdoblamiento, al grecolatino le representa su alma; al salvaje le representa su cuerpo» (31). Y si hay algo que une al grecolatino y al salvaje, es la primacía del gesto, del cuerpo, en definitiva de ése último, señalando al individualismo rousseauniano. El teatro dieciochesco es un observatorio privilegiado para la crítica estética. La misma estructura arquitectónica del teatro, al independizar totalmente el escenario de la sala, establece en la escena un diálogo interno, sin conexión con el mundo exterior allí presente. Para Voltaire, en el teatro, las unidades de lugar y tiempo derivan de la unidad de acción. La esencia de la unidad dramática y de acción, en Shakespeare, le hace decir: «Sabéis que en la tragedia del Moro de Venecia, obra conmovedora, un marido estrangula a su mujer en escena, y la pobre mujer ahogada grita que muere injustamente. No ignoráis que en Hamlet los sepultureros cavan una fosa bebiendo, cantando y haciendo sobre las cabezas de los muertos que se van encontrando burlas propias de la gente de su oficio» (32). La inverosimilitud shakespeariana le convierte en un mal poeta, si seguimos a Voltaire, que apuesta por una estética de la pompa y el boato. Diderot va más allá: hace de la verosimilitud teatral una distancia. Dixit: «Reflexionad un momento sobre lo que se llama en teatro ser verídico. ¿Consiste en mostrar las cosas como son en la naturaleza? De ningún modo. Lo verídico en ese sentido no sería más que lo común. ¿Qué es, pues, lo verídico en la escena? Es la conformidad de las acciones, de los discursos, de la figura, de la voz, del movimiento, del gesto, con su modelo ideal imaginado por el poeta y a menudo exagerado por el comediante» (33). Lo que ya podemos denominar «estética de la representación» teatraliza la cultura moderna; la mímesis no se vuelve unidad realista más que en el escenario; el mayor actor, el más diferente al personaje encarnado. La ciudad ilustrada teatralizada se dota del corsé que le es propio, tal que lugar de exclusión social: la Academia neoclásica. La academia será la norma en su expresión más alta: la exclusión universal de la diferencia. La sola existencia de la academia otorga a la estética un papel preeminente en el verosímil dieciochesco: «nunca hasta ahora, en efecto, el arte se había visto reconocer una función tan esencial en la vida y el desarrollo de las ciudades. Y no obstante que el arte, particularmente la arquitectura, aparecía a los teóricos como uno de los medios más eficaces para reformar, para informar a la sociedad, la estética que defendían se presenta como un verdadero dogal, como un sistema represivo de siglas y prohibiciones» (34). El racionalismo academicista indica la pureza del signo clásico en su «objetividad». Según Cassirer, el paso del racionalismo al empirismo no se operó sobre principios apriorísticos sino en experiencias prácticas. Aquí pudo encontrar su hueco la imaginación creadora. De la trama arquitectónica, acabada y distante, de 1 la cultura teatralizada de fundamento áulico, se pasa a la arquitectura inacabada, o mejor, acabada en el movimiento interior/subjetivo que la recompone sobre la base del sentimiento. La individualidad romántica impulsa al sujeto a la revolución por su propia causa. «En sus primeras etapas el sentimentalismo romántico era claramente una expresión del nuevo subjetivismo burgués, del nuevo derecho a expresar libremente las emociones e incluso a describirlas, porque se las sentía verdaderas» (35). Contra la canonización académica, el acategórico romántico se reclama diferente, situándose en el otro ángulo del movimiento pendular de la modernidad. Rousseau. vuelve de las luces a la noche: «La noche avanza. Vi el cielo, algunas estrellas, y un poco de verdura. Aquella primera sensación fue un momento delicioso. No me sentía a mí mismo más que por ella. Nacía en ese instante a la vida, y me parecía que con mi ligera existencia llenaba todos los objetos que percibía. Entero en el momento presente, no me acordaba de nada; no tenía clara noción alguna de mi individualidad, ni la menor idea de lo que acababa de ocurrirme; no sabía ni quién era ni dónde estaba; no sentía ni mal, ni temor, ni inquietud. Veía correr mi sangre como habría visto correr un riachuelo, sin pensar siquiera que de, algún modo aquella sangre me pertenecía» (36). Es el descubrimiento del yo, y por ende de la estética romántica. «Los
príncipes -escribe Rousseau
en el Primer discurso a la academia de Dijon- ven siempre con
buenos
ojos que el gusto de las artes agradables y de las cosas superfluas se
extienda entre sus subordinados, con tal que no lleven exigencias
pecuniarias;
ello porque, además de que los alimentan así en la
estrechez
de alma tan propia de la servidumbre, saben también que todas
las
necesidades que el pueblo se crea son otras tantas cadenas con las que
se carga» (37).
Las artes sostenedoras
de la
tiranía, las artes surgidas de la corrupción, son el
suplemento
peligroso del que nos hablaba Derrida a propósito de la
escritura.
En Rousseau, la escritura, devenida literatura, será el arte por
excelencia, como lo será para los románticos. La
escritura
romántica, la más fabuladora, la más extendida en
virtud de la imprenta: él mismo / su obra extendida por la
infernal
máquina: él en el centro, en la fragilidad del derribo,
en
la muerte que se percibe / no se percibe como ilusión, no
teoría.
La literatura no pasa de ser un placer, como anunció
Barthès;
un placer de vuelta especular: la estética del XVIII será
literaria. IV. El «buen salvaje»: De la inversión estética rousseauniana a la apropiación etnológica De entre los horizontes en que J. J. Rousseau obtiene fundamentos para su teoría del buen salvaje, podemos subrayar uno: D. Defoe. Sin embargo, entre Robinson y el buen salvaje hay grandes diferencias, sobre todo en lo que se refiere a la utilidad de objetos, incluido dinero, procedentes de la civilización. «Rousseau dunque consiglia la lettura dell'opera di Defoe per il fatto che Robinson rappresenta la condizione dell'individuo che, 'privo dell' assistenza dei suoi simili e degli strumenti di tutte le arti', riesce igualmente a riconstruire le condizioni materiali della sua esistenza. Como si vede, Rousseau descrive l'isolamento di Robinson senza tenere conto di quanto Defoe tene a puntualizzare e cioè che Robinson non sarebbe mai stato in grado di sopravivere e di riconstruire da solo le basi material¡ della sua esistenza, se non avesse avuto la fortuna di poter ritornare a bordo del relitto e di poter recuperare gli oggetti e gli strumenti indispensabili per vivere nell'isola» (38). Robinson Crusoe queda provisto de aquellos objetos que le permiten remontar el estado de soledad y le permitirán igualmente, en el futuro, reinstaurar el orden civilizatorio, tras su encuentro con Vendredi. Una similitud: desvelar los fundamentos morales y sociales de la sociedad. M. Duchet resume la búsqueda de los fundamentos morales de la sociedad en Rousseau en el siguiente esquema: «1) El estado de pura naturaleza. Los hombres están dispersados entre los animales. El hombre se encuentra «vagando por los bosques, carente de industria, sin palabras, sin tener domicilio ni relaciones, sin ninguna necesidad de sus semejantes y también sin ningún deseo de hacerles daño». Pocas pasiones y una virtud: la piedad natural. 2) Las pos¡ciones intermedias. a/ El hombre entra en competencia con los animales y los demás hombres. b/ El hombre es pescador e ictiófago, cazador y carnívoro. Invenciones del anzuelo, del arco, de la flecha, del fuego, de la cocción, pasó desde lo crudo hasta lo cocido. Esbozo de una sociabilidad a través de la realización de actividades colectivas. Domesticación de los animales. c/ Reconocimiento del otro como un ser semejante. Conducta benevolente o agresiva, según las circunstancias. Comienzo de una sociabilidad pensada: tropel o asociación libre entre los individuos» (39). A continuación se establecen las familias, aparece la choza como primera propiedad, se inventa el lenguaje, para llegar a los fenómenos con los que modernamente hemos caracterizado a la revolución neolítica y a la edad de los metales en el orden social: «estado de guerra, reino de la igualdad», seguida de «la desigualdad instituida en provecho de los más fuertes». El buen salvaje es apropiado por la posteridad romántica, asociándolo al estado de pura naturaleza. En el buen salvaje van a ser plasmadas todas aquellas virtudes sociales que son el contrapunto de la sociedad civilizada; introducido en el esquema evolucionista de la sociedad, será para las ideologías revolucionarias del siglo XIX, la tendencia hacia el comunismo primitivo. En Rousseau no hay tal horizonte en puridad. El buen salvaje es el hilo que acabará prevaleciendo, del discurso de Rousseau, en la conciencia romántica. Por algo en Rousseau había triunfado la pasión sobre la reflexión: «Si se nos ha destinado a ser sanos, casi me atrevo a asegurar que el estado de reflexión es un estado contra la naturaleza, puesto que el hombre que medita es un animal depravado» (40). En la vía del desvelamiento del orden moral, Jean-Jacques es deudor de los primeros etnógrafos ilustrados. La lectura de mapas lleva a la contemplación de los espacios en blanco, existentes en gran número en el siglo XVIII. Lo inmediato es la evocación al viaje exploratorio. Bougainville y Cook en el Pacífico, Mungo Park en África y tantos otros son el resultado del espíritu de exploración ilustrado. Conservando «la creencia en la universalidad de la naturaleza humana, concebida como la expresión, en el plano geográfico e histórico, de la universalidad de la razón, no deja por ello de interesarse en todas las determinaciones «concretas» que pueden diferenciarla según las épocas y según los pueblos. También colecciona con prontitud todas las «singularidades», considerándolo el mejor medio de hallar tras ellas las propiedades universales de las representaciones e ideas» (41). La concreción de esa mirada sobre el mundo en el gabinete de historia natural y en el jardín botánico supone una nueva taxonomía, que supone también a las etnias. Clasificación que atiende sobre todo al carácter externo de los seres y las cosas. Los naturalistas participarán, junto a exploradores y aventureros, en numerosas expediciones a lo largo del XVIII, poniendo, con su sistemática recogida de datos y materiales etnológicos, las bases para el surgimiento de la antropología moderna. Uno de los viajes más celebrados en la Francia de las luces fue el de L. A. de Bougainville al Pacífico, publicado en 1771, cuando Rousseau comienza la redacción de sus Ensoñaciones del paseante solitario. Es sabido que Bougainville, prototipo del viajero ilustrado, tolerante, observador y medio filósofo, nos transmitió unas de las imágenes más vívidas del paraíso tahitiano. Nos dice en su relación: «Me creía transportado en el jardín del Edén: recorríamos una planicie tapizada de césped, cubierta de hermosos árboles frutales y recortada por riachuelos que mantienen un frescor delicioso, sin ninguno de los inconvenientes que conlleva la humedad. Un pueblo numeroso disfruta de los tesoros que la naturaleza ha volcado a manos llenas sobre él. Nos encontrábamos grupos de hombres y mujeres sentados a la sombra de los vergeles: todos nos saludaban amistosamente; los que nos encontrábamos por los caminos se hacían a un lado para dejarnos pasar; en todo lugar veíamos reinar la hospitalidad, el respeto, una dulce alegría y todas las apariencias de la felicidad» (42). Al final de su informe, Bougainville, no obstante, reconoce una importante falla en este universo ideal: «la distinción de rasgos está muy marcada en Tahití, y su desproporción es cruel». Este viaje le sirve de referencia a Diderot para escribir un Suplemento al viaje de Bougainville, en el que reflexiona sobre el estado de naturaleza. Diderot concluye en un epicureísmo acomodaticio, aceptando la doble faz del sacerdote de su Suplemento, que hace el amor a las tahitianas para «no contrariar la costumbre», mientras se repite «¡pero mi religión, pero mi estado!». Es el desdoblamiento del comediante burgués, del colonizador- explorador dieciochesco, en una singular relación de atracción-repulsión sobre lo primitivo: «Baste un ejemplo para poner en claro el doble funcionamiento del modelo neoclásico-romántico, el del salvaje tahitiano del Suplemento. Este salvaje es el jefe de una tribu que no conoce el tabú sexual. Diderot lo describe científicamente, es decir, a partir de los datos reales del colonizador Bougainville, en contraposición al salvaje «racionalista» del Segundo discurso de Rousseau. El tal salvaje se describe como un Adonis libre y «romántico», es decir, entregado a la libre expresión de sus instintos y sentimientos, en contraposición al hombre civilizado, exangüe y moralista (el sacerdote de la expedición con quien dialoga). Pero en la lectura aparece un segundo nivel (...) : la libre copulación es el resultado de la necesidad social, y no de la defensa de las libertades; si no existe tabú sexual es porque la isla está amenazada por enemigos más numerosos y debe repoblarse rápidamente si quiere sobrevivir (...). El aspecto romántico y natural del salvaje se complementa y acumula con el aspecto utilitario del moralista grecolatino que lucha por la razón de estado. Un solo signo, el primitivo, tiene dos significados opuestos pero complementarios» (43). En el discurso de Diderot, el primitivo, superficialmente rousseauniano, esconde dentro de sí al neoclásico burgués con su ética hipócrita, desdoblada. He aquí la mayor de las diferencias entre Diderot y Rousseau: mientras el primero se pronuncia por la doblez, el segundo lo hace por la transparencia, por el desvelamiento del estado verdadero del hombre. Y allí encuentra el estado de naturaleza, que en última instancia reside en el interior del propio sujeto: «L'extase de l'être supplante entièrement la connaissance impossible de l'univers, car le sentiment subjetif de la totalité tient la place du dévoilement objectif de la nature et de ses lois. La nature n'est plus un spectacle extérieur à dévoiler, elle est rendue totalment présente au sens intérieur. Ainsi l'expansion imaginaire résorbe le système universel des choses dans un moi unique, comblé par son extase» (44). La fidelidad a los orígenes es la fidelidad a sí mismo, y ésta reside en el corazón del hombre, lugar de las pasiones para más señas: «L'immuable nature intérieur est restée sauve, le fond du coeur est demeuré toujours pur» (45). Evidentemente hay otro Rousseau, hipostasiado en el contrato social y en las escalas evolutivas. Un ejemplo al azar de este último hilo lo constituye Condorcet, para quien «el cuadro histórico de los progresos del espíritu humano» culmina con el triunfo de la razón sobre la pasión, lo que es lo mismo que decir respecto a un hecho concreto como la guerra: «A pesar de los terribles efectos de las armas de fuego, han hecho que la guerra sea menos asesina y los guerreros menos feroces, al alejar a los combatientes» (46). La experiencia nos habla de los efectos de ese distanciamiento en la guerra moderna, desprovista, podríamos decir, de todo «ideal humano». De la
inversión estética/ética
del discurso rousseauniano a la apropiación del buen salvaje
por la etnología, sólo hay un paso: la
antropología
dotada del exotismo romántico ve en el salvaje, el campesino, el
marginal a la sociedad, la constatación de los valores de bondad
humana y de armonía cultura/naturaleza. La imagen
romántica
se invierte al pasar de la literatura, del placer textual, a la
ciencia,
el mito contemporáneo, que cual bricolage
continúa
funcionando tras un verosímil hecho trozos. Nunca estuvo tan
clara
la falaz pretensión de hacer de la ciencia la objetividad, y
paradójicamente
nunca estuvo tan encumbrada para el conjunto de la sociedad. El
verosímil
nos engulle hasta el propio antiverosímil, que trabaja por la
originalidad
perdida, acaso la diferencia. «Por debajo de las especies ovinas
sólo se puede contar con los corderos. He aquí, pues, la
primera figura de la sujeción: la diferencia como
especificación
(en el concepto), la repetición como indiferencia de los
individuos
(fuera del concepto). Pero, ¿sujeción a qué? Al
sentido
común, que abandonado al devenir loco y a la anárquica
diferencia,
sabe, en todo lugar y de la misma forma en todos, reconocer lo que es
idéntico;
el sentido común recorta la generalidad en el objeto, en el
mismo
momento en que, en un pacto de buena voluntad establece la
universalidad
del sujeto que conoce» (47). ¿Y
si, como
se sigue preguntando Foucault, dejásemos de obedecer al sentido
común, si afirmásemos la diferencia hasta el
límite,
más allá del límite, rompiendo el bricolage
de la repetición? El orden cultural en el abismo: se
prohíbe
la salida, que diría P. Drieu La Rochelle.
(1) «Así este texto mismo que trata de lo verosímil es a su vez: obedecer a un verosímil ideológico, literario, ético, que nos lleva hoy a ocuparnos de lo verosímil. Sólo la destrucción del discurso puede destruir su verosimilitud, si bien lo verosímil del silencio no es tan difícil de imaginar... Sólo que estas últimas frases dependen de un verosímil diferente, de grado superior, y en esto, se asemeja a la verdad: ¿acaso es ésta otra cosa que un verosímil distanciado y diferido?» (T. Todorov y otros, Lo verosímil. Buenos Aires, 1970: 178. (2) Voltaire, Tratado de la tolerancia. Barcelona, 1976: 133. (3) M. Duchet, Antropología e historia en el siglo de las Luces. México, 1975: 258. (4) Voltaire, Cándido y otros cuentos. Madrid, 1981: 35. (5) M. Duchet , op. cit.: 265. (6) Voltaire, Cartas inglesas. Madrid, 1975: 45. (7) M. Duchet, op. cit.: 274. (8) Voltaire, Cándido...: 103-104. (9) J. J. Rousseau, Discursos a la academia de Dijon. Madrid, 1977: 277-278. (10) Ibídem: 164. (11) M. Duchet, op. cit.: 311. (12) P. Hochart, «Derecho natural y simulacro. La evidencia del signo», en Presencia de Rousseau. Buenos Aires, 1972: 109-110. (13) J. J. Rousseau, Contrato social. Madrid, 1975: 43-44. (14) L. Althusser, «Lectura de Rousseau, los 'desajustes' del discurso en el Contrato social», en Para una critica del fetichismo literario. Madrid, 1974: 102. (15) En todo caso, para la comprensión del discurso social de Rousseau es esencial comprender su discurso pedagógico, el hombre en este discurso debe pasar de hombre cercano al estado de naturaleza a ciudadano, puesto que «aquel que, en el orden civil, quiere conservar la primacía de los sentimientos naturales no sabe lo que quiere. Siempre en contradicción consigo y fluctuando entre sus propensiones y sus deberes, no será jamás ni hombre ni ciudadano, ni será bueno para él ni para los demás» (J. J. Rousseau, El Emilio. Barcelona, 1979: 69). (16) J. J. Rousseau, Las ensoñaciones del paseante solitario. Madrid, 1979: 27. (17) J. J. Rousseau, Las confesiones. Madrid, 1979: 27. (18) J. J. Rousseau, Las ensoñaciones...: 129. (19) C. Lévi-Strauss, «Jean-Jacques Rousseau, fundador de las ciencias del hambre», en Presencia de Rousseau: 15-16. (20) J. Derrida, De la gramatología. México, 1978: 130. (21) E. Cassirer, Filosofía de las formas simbólicas. México, 1971, vol. I: 233-234. (22) M. Duchet - M. Jalley (dir.), Langue et langages de Leibnitz à I'Encyclopedie. Paris, 1977: 37. (23) J. J. Rousseau, Ensayo sobre el origen de las lenguas. Madrid, 1980: 45-46. (24) J. Derrida, op. cit.: 185. (25) Ibídem: 147. (26) Rousseau, en el Discurso sobre las ciencias y las artes, aplaude la quema de la biblioteca de Alejandría por Omar: «Considerando los terribles desórdenes que la imprenta ha causado ya en Europa, juzgando el futuro por el progreso que el mal hace de día en día, se puede prever fácilmente que los soberanos no tardarán en ocuparse tan cuidadosamente por arrojar este arte terrible de sus estados, como antes de introducirlo» (J. J. Rousseau, Discursos a la academia de Dijon: 72). (27) P. Francastel, «La estética de las Luces», en Arte y arquitectura y estética en el siglo XVIII. Madrid, 1978: 48-49. (28) I. Henares: La teoría de las artes plásticas en España, en la segunda mitad del siglo XVIII. Granada, 1977: 60-61. (29) G. C. Argan, «El valor de la 'figura' en la pintura neoclásica», en Arte, arquitectura...: 74-75. (30) E. Cassirer, Filosofía de la Ilustración. México, 1975: 322-323. (31) F. de Azúa, La paradoja del primitivo. Barcelona, 1983: 226. (32) Voltaire, Cartas inglesas: 132. (33) Diderot, «Paradoja del comediante», en Escritos filosóficos. Madrid, 1975: 155-156. (34) I. Henares, op. cit.: 34. (35) F. Antal, Clasicismo y romanticismo. Madrid, 1978: 41. (36) J. J. Rousseau, Las ensoñaciones..._40-41. (37) J. J. Rousseau, Discursos a la academia...: 69. (38) A. M. Iacomo, Il borghese e il selvaggio. L'imagine dell'uomo isolato nei paradigmi di Defoe, Turgot e Adam Smith. Milano, 1982: 14-15. (39) M. Duchet, op. cit.: 324-325. (40) J. J. Rousseau, Discursos a la academia...: 159-160. (41) G. Leclerc, Antropología y colonialismo. Madrid, 1973: 238-239. (42) L. A. de Bougainville, Viaje a Tahití. Barcelona, 1982: 37. (43) F. de Azúa, op. cit.: 22-23. (44) J. Starobinski, Jean-Jacques Rousseau, la transparence et l'obstacle. Paris, 1971: 98-99. (45) Ibídem: 328. (46) Condorcet, Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano. Madrid, 1980: 161. (47) M.
Foucault, Theatrum
philosophicum. Barcelona, 1981: 28-29. |
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