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Por extraño sino, la antropología a que habremos de referirnos, hija del siglo de las Luces e institucionalizada ya en la segunda mitad del siglo XIX, trasciende de la etnología historicista, tras la reconsideración de conceptos tales como «cultura», «estructura social», etc. Ello coincide con los años en que nace Leopoldo Alas, tras las revoluciones burguesas, el triunfo del sociologismo spenceriano y el darwinismo social en la Inglaterra victoriana, a la vez que la formulación del positivismo de Comte, la obsolescencia del romanticismo y los planteamientos de Cl. Bernard en la Francia posnapoleónica y algunos detalles más, entre los que no hay que olvidar la restauración borbónica en España, tras una frustrada revolución; la recepción por ciertos sectores liberales del ideario krausista y algunas cosas más. Nace así una nueva imagen del hombre tras troquelar conceptos como «progreso», «evolución» y otros, que culminarán en una nueva antropología que tiene por epicentro la definición de cultura humana acuñada por el inglés E. Tylor (1874), como «todo complejo que incluye conocimientos, creencias, arte, moral, leyes, costumbres y toda clase de disposiciones y hábitos como miembros de una sociedad». Ello traerá como consecuencia inmediata la institucionalización, en numerosos países cultos, de una ciencia del hombre en la que se ve a éste simplemente como «portador de cultura». Ciencia que en el mundo anglosajón termina por titularse antropología cultural o antropología social, diferenciándola así de «otras antropologías» que integran viejos saberes. De esta forma acabarán hermanándose en esta nueva visión del hombre no sólo la etnología y etnografía y la arqueología prehistórica y paleoetnología, sino también el folclore, una disciplina menor, diferenciada en 1846, por el erudito inglés William J. Thoms, e introducida tempranamente en España por Antonio Machado y Álvarez y ciertos prohombres de la Institución Libre de Enseñanza, y que llega por cierto a Vetusta/Oviedo, precisamente cuando Clarín pergeña La Regenta, interesando a diversos sectores cultos. José Luis
Pérez de Castro ya
habló de este asunto recientemente; pero parece oportuno
subrayar
que, para Alas, subyugado por la totalidad que está concibiendo
con La Regenta, parece antojársele peccata minuta
rebajarse a dar importancia a antigüedades del vulgo, cuando se le
ofrecía un filón en la consideración de las mores
de la supraestructura. El epistolario recogido por Pérez de
Castro,
en su mayor parte ya elaborado y procedente de los archivos de Aniceto
Sela, nos hace llegar a esta conclusión sin más, sobre
todo
al intuir cierto despego en Clarín a la hora de
considerar
una materia cuyo contenido por otra parte había fascinado a
doña
Emilia Pardo Bazán, desde el momento en que el folclore se
volcaba
concretamente al estudio del saber del pueblo, ese pueblo bajo, que
desde
su misma mocedad ha podido conocer perfectamente Clarín,
aunque con graves lagunas, pues su «conciencia de clase» se
lo ha impedido, lo que no ha sido obstáculo para que aflore
alguna
vez en su mente, desplegándose en la subjetividad o en el
tiempo,
al hacer lo que hoy en un argot ciertamente profesional
llamaríamos
antropología emic. Vetusta Tras los significantes, el significado: Vetusta. Ciudad ideal para muchos, tangible para muchos más y que se nos presenta ya merced a la magia de Alas en las primeras líneas del primer capítulo de La Regenta. El topónimo databa de años atrás. Forjado por el propio Clarín, tras su utilización en El diablo en semana santa, cuando nos relata cómo se acerca el diablo a «la ciudad vetusta», «una ciudad muy antigua, triste y vieja, pero no exenta de aires señoriales y de elegancia majestuosa» (cf. Solos, de Clarín). Ciudad que explorará exhaustivamente Clarín en La Regenta, hasta el extremo de que sabemos de críticos que consideran a Vetusta/Oviedo auténtica protagonista de la narración, extremo que se planteó el mismo Clarín («¿no puede ser protagonista de un libro un pueblo entero?», cf. Sermón perdido, pág. 62). Por otra parte es significativo que la pluralidad y complejidad temática de la novela sólo pueda ser contemplada desde el eje urbano de Vetusta, dándole una cierta unidad estructural. Esto hace que Brent (1954) pudiera escribir que La Regenta debiera haberse titulado Vetusta, por ser Vetusta/Oviedo su auténtico protagonista, aun cuando, casi tres lustros más tarde, G. Roberts (1968) atribuya a Vetusta, no el papel de protagonista, sino el de antagonista. Planteando la carga dialéctica que parece existir entre la misma Regenta y Vetusta, es decir, entre individuo y sociedad, a la luz de la antropología cognitiva, podríamos incluso llegar más lejos. Podríamos imaginar una configuración elíptica con dos focos, uno constituido por Ana Ozores, signo o sema femenino, y otro por Vetusta que, siguiendo por un lado a Nimetz (1975) y por otro una milenario concepción dualista que tiene quizá sus raíces en la edad de piedra al manifestarse en el arte paleolítico, un claro sema masculino que más o menos subconscientemente Clarín entrevé en El diablo en semana santa, al hablarnos de la visión de «la punta de una lanza enrojecida al fuego», la punta de una torre muy lejana, el eje fálico de Vetusta. Nadie puede escandalizarse. En su ápice y a la hora de la siesta, en que Clarín inicia su relato, trabamos conocimiento con el magistral don Fermín de Pas. No se determina la hora. Esta, en 1884, podrían ser las dos y media de la tarde, teniendo en cuenta, como ya indicó J. M. Martínez Cachero, el cambio que ha experimentado la dimensión de la vida ciudadana, el espacio urbano, de un siglo a esta parte. Tal hora parece ser sugerida por la misma presencia del viento sur, «caliente y perezoso», que «empuja las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el norte». Viento que produce en las calles remolinos de detritus, de papeles, de polvo, de basura que danzan de acera en acera y de esquina en esquina. En su descripción de Vetusta, Alas hace uso de connotaciones quizás tópicas. Así, la ciudad se nos presenta «heroica», «muy noble y leal», «corte en el lejano siglo». Como en la famosa evocación de Hugo, la catedral constituye su eje y su torre «poema romántico en piedra» que obsesiona a Clarín, posiblemente desde su más tierna infancia, como singular observatorio que alimenta el voyeurisme del magistral, que otea el horizonte con su catalejo, contemplándola una vez más, sin tener necesidad, como el famoso don Cleofás, de levantar los tejados de sus casas, nimiedad para quien desde el confesonario tiene el poder de levantar la tapa de las conciencias y para quien nada parece ocultársela de la sociedad vetustense. En verdad que don Fermín de Pas, aunque en dimensión muy distinta a la de don Fermín Canella, quizá contemporáneo suyo en la vida real, conoce a Vetusta «palmo a palmo, por dentro o por fuera, por el alma y por el cuerpo». Incluso mejor que Ulises, el héroe de J. Joyce, conoce a su ciudad, Dublín, y más, si cabe, que el propio Alas pudo conocer a Oviedo. Claro que, al parecer, Leopoldo Alas sólo llegó a dominar su conocimiento en lo que se refiere al barrio de la Encimada, digo Cimadevilla. Lustros después y en diferentes contextos, Ramón Pérez de Ayala y Dolores Medio nos admirarán de sus saberes en respectivas creaciones, de la misma forma que hoy, en distinta proyección lo consiguen Manuel Fernández Avello y Evaristo Arce. Para el magistral, «Vetusta era su pasión y su presa». Desde la cota de la torre catedralicia, el magistral oteante podía comprobar cómo el primitivo corpiño que abrazaba la catedral se había ensanchado hacia el noroeste y sureste y ante la óptica del voyeur se abrían corralas, patios y jardines, casas viejas y ruinosas e incluso restos de murallas, estructuras todas ellas que con fecha aún reciente han podido reproducir ya un Alfonso Iglesias, ya un Efrén García. Se nos presentan así, sin rebozo alguno, las cuatro zonas urbanas principales de Vetusta, con el mismo interés que ofrecerían a cualquier antropólogo contemporáneo interesado en la realidad urbana. Así la Encimada, la Colonia, el Campo del Sol y la Zona Norte. Cuatro zonas que en realidad son tres, la aristocrática y clerical de la Encimada/Cimadevilla; la burguesa, mayormente indiana de la Colonia y la popular del Campo del Sol, configurando las tres la realidad sociológica urbana de la restauración, en una situación concorde a la que en La conquiête de Plassans, describe M. de Condamin al abate Faujas... Cuatro barrios, tres universos bien diferenciados, pero claramente perceptibles para el magistral desde su observatorio catedralicio, permitiéndole considerarlas como un todo en una proteica configuración, emergente del abrazo del paisaje vegetal entre verde esmeralda y amarillento tornasolado y que la acción urbana no había turbado. Paisaje que incluso en plena siesta otoñal se hacía patente, acariciado por «el viento sur caliente y perezoso». «Empezaba el otoño -explica Clarín-. Los prados renacían, la hierba había crecido fresca y vigorosa con las últimas lluvias de septiembre. Los castañedos, robledales y pomares, que en hondonadas y laderas se extendían sembrados por el ancho valle se destacaban sobre prados y maizales con tonos oscuros. La paja del trigo, escaso, amarilleaba entre tanta verdura. Las casas de labranza y algunas quintas de recreo, blancas todas, esparcidas por sierra y valle, reflejaban la luz como espejos. Aquel verde esplendoroso como tornasoles dorados y de plata se apagaban en la sierra, como si cubriera su falda y su cumbre la sombra de una nube invisible, y un tinte rojizo aparecía en las calvicies de la vegetación, menos vigorosa y variada que en el valle.» Visión ésta de un mundo rural que, si embargo, se diferencia del que integra la ciudad, Vetusta, sarcoma del paisaje en monstruosa simbiosis. Paisaje no obstante que, más allá de los límites de lo urbano, extra muros, sustenta otro mundo, el rural, que jamás dominará a la Encimada o a la Colonia por sus respectivas posiciones excluyentes, pero que en días concretos, los del mercado ciudadano, tienen su entrada en Vetusta. Visión ésta, por otra parte, ya en el umbral del mes de octubre. «Con octubre muere en Vetusta el buen tiempo», empieza Alas el tomo II de La Regenta. Con él empezará, no obstante, el llamado veranillo de San Martín, tras el que los vetustenses/ carbayones se abrigan y preparan para vivir en la estación fría, invernal y permítasenos la expresión orvallosa, que les condena a vivir bajo el agua hasta fines de abril entre nieblas y orvallu que empapa las techumbres, moja las angostas calles y convierte en lodo el polvo almacenado en las grietas de los muros, aceras y bordillos. Se inicia así, en Vetusta/Oviedo, según definitiva precisión el «tedio desesperado». Tendrían que pasar casi dos generaciones para que, transcurrido el año, ya en septiembre, se institucionalizase en Vetusta/Oviedo, coincidiendo con las fiestas del Santo Patrón -el evangelista San Mateo-, coincidiendo con la entrada del otoño, se crease (fue en 1950) el Día de América. Ni la Vetusta ni el Oviedo de 1884 llegaron a conocer tal celebración, quizás porque no había S.O.F. ni a nadie se le había ocurrido promoverla. No obstante, el día 21 de septiembre transcurría festivamente en Oviedo/Vetusta, ya que el ayuntamiento se preocupaba en hacerlo grato no sólo a romeros y forasteros, sino a los mismos vetustenses/carbayones, que en dicho día señalado, tras acudir al tradicional miserere, bebían o llevaban el agua del Santo, contenida en una legendaria hidria y aprovechaban, como hoy siguen haciéndolo en Oviedo, para adquirir los paxarines y las medides, golosinas ornitomorfas elaboradas para la festividad y cintas benditas. Todo ello, independientemente de la rifa de la xata, es decir, del sorteo de una ternera, que tenía lugar en algún barrio, el árbol de los pañuelos de seda, el «ramu» y toda una parafernalia festiva similar a la que se ofrece aún en diversas localidades asturianas durante sus fiestas patronales. Con noviembre llegaba asimismo a Vetusta/Oviedo la conmemoración de Todos los Santos, apareciendo la tristeza «a la hora de siempre». Con tal motivo, proliferaban los ritos, con la consiguiente «tristeza de los vivos», el recuerdo de las ánimas del purgatorio, las piadosas limosnas y tantos tópicos funerarios en los que morbosamente se deleita Trifón Cármenes, personaje clarinesco inolvidable. Días en que se procuraría no toparse con la Güestia, que lo mismo podía aparecerse a cualquier viandante, volviendo una esquina de Vetusta/Oviedo, que en las afueras de la ciudad, en cualquier caleyu. ¿Acaso no se le había aparecido medio siglo atrás y en su misma alcoba a Mr. Borrow, hospedado junto al palacio de los Navia-Osorio, a una manzana escasa de la catedral? Una semana después, con San Martín (11 de noviembre) se terminaba prácticamente el año, convergiendo en Vetusta/Oviedo, paisanos y medieros, con objeto de hacer efectivas sus rentas y foros y tendría lugar un extraño trasiego de mudanzas y cambios de domicilio. Hace algo más de treinta años que Emilio Alarcos (1952), en un ensayó hoy clásico, nos suministró con sagaces observaciones una posible base para estructurar el curso del año en Vetusta y, con ello, poder determinar su ciclo calendárico, que coincide prácticamente con el de Oviedo, fundiéndose incluso las tradiciones y el folclore de ambas ciudades. Por otra parte, el trabajo pionero de Alarcos dejó demostrado que los quince primeros capítulos de La Regenta se desarrollan en tres días (dos, tres y cuatro de octubre), mientras que los quince finales abarcan tres años (de noviembre del primero, a octubre del tercero), precisiones éstas de indudable interés tanto para el antropólogo, empeñado en bucear en la antropología urbana, ya de Vetusta, ya de Oviedo, como para el folclorista que registra la vida del pueblo en el curso del año. Vida que aquí, en este artículo, se hace imposible reseñar, como lo es también detallar la vida de una ciudad que pueda resultar a la vez infierno y paraíso, Itaca, Atlántida, sueño y realidad, sea cual fuere el tiempo vivido, ya cotidiano ya cósmico. Pero a pesar de todo, podemos volver a las cuatro zonas, los tres universos diferenciados, prescindiendo de concretizaciones que podremos hacer quizá en otro momento. Ante todo la Encimada. Quizá coincide con la Cimadevilla ovetense que conoció Clarín desde su adolescencia. En ella se polarizan, por un lado, las más linajudas mansiones y más pretenciosos caserones de la clase nobiliario, a la vez que conventos, monasterios e iglesias. Y en contraste, míseras viviendas de patios lóbregos en calles estrechas, tortuosas y húmedas. «La Encimada -leemos- era el barrio noble y el barrio pobre de Vetusta. Los más linajudos y los más andrajosos vivían allí, cerca unos de otros, aquellos a sus anchas, los otros apiñados... El magistral veía a sus pies el barrio linajudo con ínfulas de palacios; conventos grandes como pueblos; y tugurios donde se amontonaba la plebe vetustense, demasiado pobre para poder habitar las barriadas nuevas... Casi todas las calles de la Encimada eran estrechas, tortuosas, húmedas, sin sol; crecían en algunas la hierba; la limpieza de aquellas en que predominaba el vecindario noble o de tales pretensiones por lo menos, era triste, casi miserable... Desde la torre se veía la historia de las clases privilegiadas contada por piedras y adobes en el recinto viejo de Vetusta. La iglesia ante todo: los conventos ocupaban cerca de la mitad del terreno...». Mundo éste del que hoy nos da quizás la clave el cogollo urbano del propio Oviedo, con la Cimadevilla y barrio de la catedral, en el que, por cierto, hasta nuestros días veremos vigentes lbs llamados tres órdenes característicos de la sociedad indoeuropea, que trascienden a la Europa feudal y se manifiestan ya con la monarquía astur en el Ovetum convertido en corte. Por otro lado, ¡qué diferencia de la Encimada, con la Zona Norte que puede otearse también desde el ápice de la catedral y que se presenta dejada prácticamente de la mano de Dios! «Allí, entre prados de terciopelo tupido, de un verde oscuro fuerte... mientras no sólo a los conventos, y a los palacios, sino también a los árboles se les dejaba campo abierto para largarse y desancharse como querían, los míseros plebeyos que a fuerza de pobres no habían podido huir los codazos del egoísmo noble o regular, vivían hacinados en casas de tierra que el municipio obligaba a tapar con una capa de cal; y era de ver, aquellas casuchas, apiñadas, se enchufaban, y saltaban unas sobre otras y se metían los tejados por los ojos, o sea las ventanas. Parecían un rebaño de retozonas reses que apretadas en un camino, brincan y se encaraman en los lomos de quienes se encuentran delante.» Hoy se hace difícil identificar, en un Oviedo de continua expansión, dicha zona, como no sea ayudándonos con alguna que otra descripción posterior, de Pérez de Ayala. No obstante, nos barruntamos que el barrio en cuestión habría que situarlo en sus inicios en los parajes donde hoy se levanta la estación ferroviaria del Vasco, llegando hasta el nacimiento de la actual autopista que, en forma de Y griega, une a Oviedo, ya con Avilés ya con Gijón. Pues la vieja configuración, quizás con bastantes dosis de imaginación, puede vislumbrarse aún desde el paso elevado de la citada vía, constituido por la calle de Ángel Cañedo. Al sudeste, y en torno al complejo constituido por la Fábrica Vieja con sus características chimeneas, y visto asimismo desde la torre catedralicia, se extendía el Campo del Sol, donde había surgido un barrio obrero: «Allí vivían los rebeldes, los trabajadores sucios, negros por el carbón y el hierro amasados con sudor; los que escuchaban con la boca abierta a los energúmenos que les predicaban igualdad, federación, reparto, mil absurdos, y a él no querían oírle cuando les hablaba de premios celestiales, de reparaciones de ultratumba... El magistral no se hacía ilusiones. No, aquel humo no era de incienso, subía a lo alto pero no iba al cielo; aquellos silbidos de látigo. Hasta aquellas chimeneas delgadas, largas como monumentos de una idolatría, parecían parodias de las agujas de las iglesias...». Una zona que hoy, en 1984, indudablemente se escapa a toda presunción de identificación, ya que así en la misma intenta recapitular la imagen fabril e industrializadora que había empezado a imponerse en toda Asturias tras la restauración. Así, surgirán la fábrica de Mieres (1879), las minas y fábrica de Moreda (1819), y en los mismos anos en que Clarín escribe La Regenta, la Hullera Española con capital del Marqués de Comillas. Un mundo nuevo, que irá haciéndose cada vez más incontenible con la creación, años después (1886), de la «Unión Hullera y Metalúrgica de Asturias», germen de la Duro-Felguera, lo que trae consigo el crecimiento de un lumpen-proletariat industrial, con desconocido futuro y cuyos inicios nos ha descrito David Ruiz. Henos ante un ámbito que, por otra parte, hoy se nos hace harto difícil delimitar, por la enorme expansión de la Oviedo actual, pero que quizá correspondería a la zona que conocemos como la Tenderina, y aledaños. La última y cuarta zona de la Vetusta/Oviedo de Alas se extendía hacia el noroeste, constituyendo una barriada moderna de palacetes y chalés. Se trata de la Colonia, y sus impulsores eran los llamados «indianos», los «americanos», es decir, los emigrantes que habían vuelto al país que les vio nacer, tras haber hecho caudales o fortuna en ultramar. En la Colonia, indudablemente, viven los más conspicuos representantes de las finanzas, industria y comercio vetustenses: «El magistral -escribe Clarín- volvía el catalejo al noroeste, allí estaba la Colonia, la Vetusta novísima, tirada a cordel, deslumbrante de colores vivos con reflejos acerados; parecía un pájaro de los bosques de América, o una india brava adornada con plumas y cintas de tonos discordantes. Igualdad geométrica, desigualdad, anarquía cromático. En los tejados todos los colores del iris como en los muros de Ecbátana; galerías de cristales robando a los edificios por todas partes la esbeltez que podía suponérseles; alardes de piedra inoportunos, solidez afectada, lujo vocinglero. La ciudad del sueño de un indiano, que va mezclada con la ciudad de un usurero o de un mercader de paños o de harina que se quedan y edifican despiertos...». Alas nos seguirá describiendo la Colonia con sus contrastes y la idiosincrasia de sus indianos, que suspiran como sea por codearse y unirse a la aristocracia y la nobleza. Un mundo, bien conocido, a cuyo poderío económico quizás se deba el ensanche de Vetusta, y al que se tiene en cuenta por los políticos de turno en la España de la restauración, a la hora de buscar recursos y financiaciones, que muchas veces se pagan otorgando un título nobiliario, que permitirá al nuevo rico, con sangre azul por real decreto, emparejarse, al menos teóricamente, con la envidiada aristocracia. Henos así entre los cuatro núcleos, los tres mundos de Vetusta, cuyo conocimiento nos permite establecer el estatus socioeconómico de sus respectivos moradores, que pululan en las distintas escalas sociales, con nombres y apellidos que muchas veces su propia eufonía hace respetables. Nombres inspirados en la misma realidad carbayonense, como podría colegir todo aquel que, con particular ánimo, hojee periódicos y semanarios de la época e incluso las Memorias asturianas de don Protasio González Solís. Nombres que, por otra parte, y desde no hace mucho, se nos han ofrecido en interesantes y sagaces nóminas de Mariano Baquero Goyanes y Juan Benito Argüelles, respectivamente. Todas estas gentes se nos hacen familiares, leyendo La Regenta, incluso muchos que ni habitan en las linajudas mansiones y palacios de Cimadevilla, digo de la Encimada, o en la Colonia, sino en casas de medio pelo y en un ambiente claramente popular; el mismo que lustros después volveremos a encontrar en la pilares de Pérez de Ayala y que Clarín recrea en su Vetusta, identificando la actividad de muchos de los viandantes que acuden al paseo vespertino del bulevar: «Costureras, chalequeras, planchadoras, ribeteadoras, cigarreras, fosforeras y armeros, zapateros, sastres, carpinteros y hasta albañiles y canteros, sin contar otras muchas clases industriales se daban cita bajo las acacias del triunfo, arrastrando los pies sobré las piedras con estridente sonsonete». Mundo menestral éste, vulgo suburbano depositario del folclore ciudadano de Vetusta/Oviedo y con el que volveremos a tomar contacto en Tigre Juan. Mundo, sin embargo, con el que no parece compenetrarse excesivamente Alas, que asume un cierto despego hacia todo este proletariado urbano, con «olor picante de miseria perezosa, abandonada». SI; hay que confesar que Clarín no se muestra ni muy comprensivo ni muy caritativo con el mismo. Hay que comprender a Alas, porque a fin de cuentas y pese a su «progresismo», su republicanismo y su militancia en la Institución Libre de Enseñanza, jamás condescenderá a codearse con un obrero, aunque sí con el «buen salvaje» del mundo rural. El paseo que nos describe en La Regenta, llamado de la chusma por las señoritas bien de Vetusta, contrasta con el paseo de la buena sociedad, de la calle del Comercio, por el que muy posiblemente acostumbraba a deambular Clarín, coincidiendo en el mismo, al atardecer, con «magistrales, catedráticos, autoridades, abogados, hasta clérigos» y las bellas vetustenses asiduas a las casas de moda. Con la llegada del otoño, estación en la que Alas inicia su relato, la Vetusta elegante trasladaba su paseo al llamado «Espolón», a identificar en el conocido Paseo de los Curas, de Oviedo, abrigado a los vientos del noroeste. Ello no es obstáculo para que Alas acierte a situar en su relato notas ambientales y costumbres varias, que recrean un ambiente ciudadano. El invierno, con el pertinaz orvallu cayendo sobre Vetusta/Oviedo, altera indudablemente la vida social. Ni la aristocracia ni la burguesía gusta entonces de salir y mojarse. Se hace una vida de forzada clausura. No obstante Clarín registra cómo, en los días festivos, las calles de Vetusta/Oviedo se llenas de criadas, nodrizas, soldados, chiquillos. En parques y paseos corretean y juegan niños harapientos que dialogan en un patois, que -con permiso de los neoglotólogos asturianistas- no parece complacer excesivamente a Clarín. Los itinerarios
urbanos de los diversos personajes
de La Regenta sirven para introducir al lector en variopintas
situaciones
antropológicas, a la vez que en distintas zonas
socioeconómicas.
Así, el centro de Vetusta nos permite conocer a la nobleza y a
la
burguesía, mientras que los desplazamientos a las afueras,
aparte
de otros ambientes que incluso trascienden al mundo rural, nos
presentan
formas de vida distinta. La misma visita del magistral a la Colonia
nos permite penetrar en las casas de los indianos o vespucios y saber
de
su estatus. Ahí está, por ejemplo, un tal don Francisco
de
Páez, que se ha forrado de millones en Cuba y que apabulla a las
gentes de Vetusta/Oviedo de la restauración con su ostentoso
tren
de vida y sus lacayos de librea. Pero hay también otros
núcleos
a los que llegan los hilos de la trama de Clarín, que se
prestan a un significativo discurso antropológico. Así la
catedral, el palacio de los Ozores, el palacio del marqués de
Vegallana,
la propia casa del magistral, el casino, el teatro..., cuyo
análisis
nos llevaría aquí demasiado tiempo. Todos ellos,
escenarios
concretos de un mundo que Clarín no se inventó
realmente,
sino que nos ofreció bajo el prisma de su genio, y que
servirá
a más de un clarinista para interpretar, cual si se tratase de
una
radiografía de un patólogo, la realidad quizá
demasiado
descarnada de la Vetusta/Oviedo de Clarín, e intentar,
bien
o mal, su conocimiento a través de los llamados «grupos
superiores»,
dejando de lado «lo popular» integrado en el pueblo
vetustense
propiamente dicho. Sobre el método Aun no hemos dicho nada en torno al método para nuestra investigación antropológica. Las técnicas a utilizar han de entreverarse con otras que pertenecen al llamado conocimiento histórico». Parece lógico que al constituir Vetusta/Oviedo un 'lente de razón», además de una obra de arte inspirada en un concreto arquetipo, se han sumado en su creación los más dispares materiales, cuyo origen, repetimos nuevamente, habría que buscar no sólo en vivencias personales de Alas, sino asimismo en las de docenas de autores ganados por el naturalismo que ha podido conocer Clarín y en los mismos recursos zolescos que irrumpen en la España de la década de 1880. Recursos que son utilizados claramente por Emilia Pardo Bazán (La Tribuna, 1882), Narcis Oller (La Parpallona, 1882) y que utiliza Leopoldo Alas en La Regenta. De esta forma, Clarín se integra en el naturalismo de su tiempo, que en España da vida a movimientos menos radicales, como son quizá los preferidos por don Benito Pérez Galdós y J. María de Pereda, independientemente de las tendencias idealizadoras que tendrán sus intérpretes también en el propio Pereda y en Armando Palacio Valdés. El conocimiento
de
este momento literario
con estas tres tendencias mejor o peor consolidadas, tiene su
importancia
a la hora de buscar un método, o elaborar un programa de
investigación
antropológica en Vetusta, al hacerse necesario situar a Clarín
en un contexto o tendencia concreta, dentro de la llamada
sociología
de la literatura, que nos lleva a soluciones que trascienden incluso de
análisis ya hechos al respecto, como los en-cierto modo pioneros
de J. I. Ferreras (1973) y Benito Varela Jácome, lo que supone
estudiar
el dato empírico, mediante tonalidades relativas, integrantes de
una totalidad, tras desvelar, como se hace en un yacimiento
paleolítico
en cueva, una estratigrafía de distintos niveles, si se nos
permite
la metáfora, cuyo análisis constituye el campo
operacional
de nuestro método, mediante el estudio de la génesis de
los
fenómenos, y las estructura y función de los mismos. Los
resultados trascienden indudablemente de los de la, siempre respetable,
crítica literaria. Ante las fuentes Finalmente, en nuestro abordamiento tricotómico de la Vetusta/Oviedo de Clarín, asume un particular interés el conocimiento de las fuentes inspiradoras de La Regenta, que, simplificando aquí, podríamos llamar directas e indirectas. Las primeras son de naturaleza real, empírica, vivencias y nos las aporta el propio Clarín, merced a su propia experiencia existencias y ciudadana, tras presentar dentro de los recursos de que dispone merced al naturalismo 0 de los planteamientos que permiten, en 1880, una sociología urbana y una sociología de la vida cotidiana, sin que pueda contar ni con un Simmel o un Freud, para soplarle al oído soluciones a concretos problemas planteados. Hay, en Clarín, qué duda cabe, y a la hora de crear o recrear determinados ambientes y marcos urbanos, una cierta captación de la realidad, lo que, insistimos, le permite proyectar, en el universo urbano de Vetusta, el universo urbano del Oviedo de 1880, con sus edificios, rúas, rincones, mansiones y paisajes. Proyección ésta, que indudablemente altera el tratamiento que da al elemento humano, al presentarnos a muchos de los personajes que viven, deambulan, vegetan, sienten y padecen en Vetusta/Oviedo, de una forma a la vez ideal/real, como integrantes que son de una creación artística. De esta forma, sus naturalezas se presentan ya litografiadas en el puzzle ciudadano ensamblado por Clarín con singular fortuna y que muchas veces, pese a las precauciones de Alas, sus virtudes y defectos, cabe atribuir a los de concretas gentes que vivieron en el Oviedo de Clarín. El «flux» es sin embargo tan perfecto a veces, que nadie puede decir que se haya visto realmente reflejado en La Regenta. Ni siquiera el cardenal Cos, cuando fue magistral de Oviedo y pudo inspirar poco o mucho, lo mismo que el Padre Amaro de Ega de Queiroz, o el Padre Mouret de Zola, la creación de don Fermín de Pas, o el mismo don Benito Sanz y Forés, prelado de Oviedo, como el monseñor Guimarán de Vetusta, y mucho menos aún, los Álvaros que residían en el Oviedo de Clarín, de los que sabemos vivían hasta siete notables que se llamaban así, empezando por don Álvaro Armada y Valdés, marqués de San Esteban del Mar o don Álvaro Armada y Fernández de Córdoba, marqués de Revillagigedo... Los suficientes para dar vida al anti don Juan, don Álvaro Mesía, que llega a conquistar a la frustrada Ana de Ozores... Podríamos, así mismo, hablar de personajes ciertamente entrañables como el mismoFrigilis, en el que se aúnan rasgos del mismo General Alas, hermano de Clarín, a los de la personalidad del naturalista Máximo Fuertes Acevedo (1832-1890), quien, precisamente el año 1883, uno antes de publicarse el vol. I de La Regenta ha publicado, en Badajoz, El darwinismo: sus adversarios y defensores. Podríamos también hablar de la personalidad y rasgos de otras gentes, amigos éstos «de toda la vida» de Leopoldo Alas. Así Pepe Quevedo, Pío García Rubín, Enrique Prida, Félix de Aramburu, Armando Palacio Valdés y otros, a los que Alas trató desde sus años escolares e hicieron historia en el Oviedo del Carbayón que prohijó a Clarín. También, del mismo alcalde de Vetusta, que por fuerza no tiene que ser don José Longoria y Carvajal. E incluso, del mismo Bismarck, postillón que muy bien pudo existir, aunque no Celedonio, ese viscoso campanero de la Sancta Vetustensis, prefigurado ya en El diablo de la catedral y, en cierto modo, trasunto del Quasimodo que sitúa Hugo en Nôtre Dame de París. Personajes todos ellos que pueden configurarse a través de las llamadas «fuentes directas», lo mismo que las conversaciones que se mantenían en el casino, mentideros y tertulias y otros círculos sociales de la Vetusta/Oviedo, cuyo contenido trasciende a la prensa ovetense de la década de los ochenta (El Carbayón, Revista de Asturias, etc.) o de la que nos da razón, de vez en cuando, el inefable don Protasio.Por lo que se
refiere a «fuentes indirectas»,
¡son tantas y de tan difícil verificación! De
aquí
que nos abstengamos de comentarlas y nos decidamos a poner punto final
a nuestras disquisiciones sobre la Vetusta/Oviedo de Clarín. |
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