Si la idea de
tolerancia fue una adquisición
dieciochesca, volteriana, nacida del cansancio de las guerras de
religión,
la del relativismo cultural es una idea inherente a la propia
Antropología,
que tras estudiar, en ocasiones con morbosidad policiaca, la vida de
los
Otros acabó por reconocerlos iguales en la diversidad. En el
colmo
del ideal tolerante, la relatividad cultural habría abolido el
logocentrismo,
y por extensión el predominio de la ética occidental,
subsumiéndola
entre las otras éticas posibles. Así, los sacrificios
humanos
aztecas o el canibalismo polinesio quedaron equiparados a las hogueras
inquisitoriales o a las guillotinas revolucionarias, y el robo de los
pascuanos
pasó de ser un delito a ser un rito. Más aún, el
último
epígono de les Lumières, el estructuralismo, nos
enseñó
que, en lugar de hablar, «éramos hablados» por
sinuosas
redes inconscientes, lo que clausuraba la posibilidad de la
ética
absoluta y consciente, pues todos a la larga seríamos engranajes
irresponsables de la Gran Máquina.
Finiquitados el
optimismo histórico
y el temor religioso, entrábamos en la ambigua posmodernidad,
donde
pasamos del relativo cultural al relativo individual, guiados por el
interés,
el «enriqueceos» y el «todo vale».
Pero he aquí
que el babélico
contacto universal de las culturas que la moderna O/Urbe ha generado,
amén
de la barbarie egotista, nos han expuesto a contagios más que
teóricos,
que nos dejaron desconcertados: ¿Dónde empieza y acaba la
tolerancia fundada en la relatividad cultural?, ¿dónde
está
el límite, el no más allá, la defensa
intransigente
de la tolerancia?, ¿dónde está, en definitiva, la
norma mínima para los comportamientos individuales y colectivos?
En una sociedad
agnóstica por excelencia,
como la nuestra, en la que el Absoluto divino se ha oscurecido, la
lógica
racionalista nos induciría a establecer un culto civil, que ya
se
mostró ridículo en la Revolución Francesa, o a una
ética igualmente civil que también se ha mostrado
inoperante
sin recurrir a la coerción. Nosotros, desde la
Antropología,
la ciencia de la relatividad humana cuyo iniciador filosófico
fue
el bon Rousseau, nos atrevemos a proponer una terapia a esta
Humanidad
sin norte: El amor a sí misma, el desinterés, y la
conciencia
de especie. Es decir, la filantropía, en la tradición
ilustrada,
por más que sabemos que la doble moral, la inevitable doblez,
renacerá
en el seno de aquella. Empero, del nihilismo radical, cuyo paradigma es
Sísifo, puede emerger de nuevo la necesaria filantropía,
ahora como forma de supervivencia cultural, que no por telos
religioso
o político, como lo fue en el pasado.
Antropología
y filantropía,
ésa es nuestra divisa.