|
|||||
|
|||||
Dentro de poco, en 1992, se pretende conmemorar lo que algunos llaman el quinto centenario del «descubrimiento» de América. «Descubrimiento», «conquista», «colonización», «evangelización» son algunos de los términos que se han utilizado para el proceso que, por lo que al continente americano se refiere, se inició aquel año de 1492. Algunos, con la, supongo buena, intención de eliminar los matices eurocéntricos y etnocéntricos de todos esos términos, han propuesto el aparentemente más neutro y menos jerárquico de «encuentro». Pero, «encuentro» no deja de ser un eufemismo, pues lo que realmente podía haber sido un encuentro fue en realidad un «choque» y, acto seguido, una invasión, como en otra parte he tratado de poner de manifiesto. Llamar a lo que fue una invasión «descubrimiento» o «encuentro» es solamente una más de las tergiversaciones a las que nos tiene acostumbrados la «historia», una historia que, siempre, está hecha a la medida de los estados que la elaboran. No está de más, en este sentido, recordar un par de anécdotas. Lo que en los libros de texto de la historia que se enseña en los colegios del Estado español se llama la «invasión de los pueblos bárbaros» (en algunos textos, el término de bárbaros puede estar sustituido por otro más descriptivo como el de «germánicos»); en los libros de historia que se utilizan en Alemania, para ese mismo hecho histórico, en lugar del término «invasión», se utiliza el de «emigración»; es decir, lo que para unos es la «invasión de los pueblos bárbaros», para otros se trata de la «emigración hacia el sur». La otra anécdota está tomada de la Televisión Española, de la cuál podrían tomarse a miles. Con motivo de una visita de los Reyes de España a Australia, en un documento informativo sobre ese país, se dijo «Australia es un continente que nunca ha invadido y que nunca ha sido invadido». La afirmación causa risa e indignación al mismo tiempo. De acuerdo con dicha afirmación, habrá que pensar que los aborígenes australianos gobiernan ellos mismos ese país y que todos los anglosajones, que constituyen la población mayoritaria actual de ese continente, son descendientes de los aborígenes australianos: ¡una auténtica transmutación genética! En definitiva, la historia que se ha escrito y que se enseña, y que es asimilada por la casi totalidad de la población sin crítica alguna, está considerablemente manipulada. La historia de la humanidad acostumbra a sernos presentada, en los países autodenominados «occidentales», siempre, como una sucesión de cambios o de transformaciones más o menos importantes, más o menos decisivas, con más o menos consecuencias no previstas. Estos cambios o transformaciones son atribuidos, en unas ocasiones, a invenciones o descubrimientos (el fuego, la agricultura, la pólvora, la brújula, el vapor, la vacuna antivariólica, la electricidad, la energía nuclear y un innumerable etcétera) o, en otras ocasiones, a hechos u acontecimientos sociopolíticos (la «caída» del Imperio Romano, la «invasión» del Islam, el «descubrimiento» de América, la Revolución Francesa y otro amplio etcétera que variará según el pueblo que escriba la historia). Pero sean cuales sean las razones -tecnológicas, económicas, políticas o ideológicas-, todos estos cambios son considerados como partes de una única historia, como un único proceso evolutivo que afecta a toda la humanidad, una humanidad que, desde este punto de vista, sería única, aunque, eso sí, con diversos grados de inteligencia, de capacidad y de iniciativa según los diferentes pueblos. En realidad, más que una historia de la humanidad, ésta sería la historia de «occidente». Otros pueblos u otras culturas no serían consideradas como significativas o relevantes frente a la verdadera historia de la «civilización» y del «progreso». Otras historias, las historias de otros pueblos, generalmente las de los vencidos, son ignoradas o, en el mejor de los casos, son consideradas como marginales. El argumento para justificar dicha marginación sería, se dice, la propia subordinación o incluso la desaparición de esas otras culturas o civilizaciones; o su propia incapacidad para competir con las sociedades europeas, capaces de haber creado una tecnología superior. Dentro de esta perspectiva, un aspecto llama la atención inmediatamente: la autodeterminada cultura «occidental» se ha caracterizado, en relación a otras culturas, por su carácter siempre expansivo. Es cierto, sin embargo, que también algunas otras sociedades o pueblos (por ejemplo, y entre otros, los incas, los mongoles y los musulmanes), tuvieron momentos de expansión; pero, por unas u otras razones, éstos fueron limitados en el espacio y en el tiempo. En cambio, los Estados «occidentales» se han estado expandiendo de un modo continuado desde la Edad Media, desde las Cruzadas podría decirse, y todavía no han dejado de hacerlo, como se señala en algunos de los artículos de este libro. Además, podemos considerar que, históricamente, «occidente» ha dispuesto siempre de estímulos espirituales o ideológicos para lanzarse a la expansión y para justificarla. Sucesivamente, ideas como las de la «cristiandad», que había que defender de los «infieles» o de los «paganos» -infieles y paganos que había que «convertir» o «evangelizar»-; la idea de «civilización», que debe hacer frente al «salvajismo», con los consiguientes «salvajes» a los que habría que «domesticar» o «pacificar» y «civilizar»; o la idea del «progreso», luchando contra el «atraso» y contra los «atrasados» a los que hay que «modernizar»; han sido utilizadas no sólo para justificar las empresas militares emprendidas sobre otras poblaciones, vecinas o más o menos alejadas, sino incluso para suprimir costumbres y autonomías locales dentro de un mismo Estado. Cuando tenemos en cuenta este proceso de expansión constante es cuando, además de los términos de «cambio», «transformación», «occidentalización», «modernización», etc., de las culturas, que se acostumbran a utilizar desde la perspectiva occidentalista, puede hablarse también de desestructuración de las culturas, así como de etnocidio y genocidio. De hecho, el proceso de expansión europea, fundamentalmente a partir de mediados del siglo XV, puede considerarse como un proceso que ha conllevado la desestructuración, cuando no la simple desaparición, de las culturas que se «encontraban» con los «cristianos» o con los «civilizados». En efecto, como señala Bodley (1975, 2), hoy día se reconoce ampliamente que los pueblos llamados «primitivos» han sido drásticamente afectados por la «civilización», y que sus pautas culturales y, en algunos casos, los pueblos mismos han desaparecido a medida que la «civilización» ha ido avanzando. En principio, este proceso puede ser contemplado, dentro de una perspectiva de tiempo largo, como un conflicto entre dos sistemas culturales básicamente incompatibles: tribus y Estados. O, en otro sentido: sociedades industriales y sociedades no-industriales. Bajo cualquiera de los dos puntos de vista, se trata de formas de civilización contradictorias, sobre todo cuando las sociedades estatales e industriales intentan apropiarse de los espacios naturales tradicionalmente ocupados por sociedades no estatales y no industriales. La humanidad ha tenido una existencia tribal, y basada en la caza y la recolección, al menos durante medio millón de años, y sólo durante los últimos diez mil años, algunos pueblos han vivido en ciudades o en Estados. Desde la primera aparición de la vida urbana y de la organización estatal, las culturas primitivas más antiguas fueron desplazadas gradualmente desde las tierras agrícolas más productivas del mundo y fueron siendo relegadas hacia áreas cada vez más marginales. Sin embargo, los pueblos tribales persistieron durante miles de años en un equilibrio dinámico o relación más o menos simbiótica con sociedades que se habían organizado estatalmente, pero que permanecían dentro de sus propias fronteras ecológicas. Esta situación, sin embargo, cambió de un modo bastante brusco hace algo más de quinientos años, cuando los europeos empezaron a expandirse más allá de las fronteras establecidas y que separaban los pueblos tribales de las sociedades estatales. Pero, incluso después de dos siglos y medio de expansión europea, de carácter preindustrial, los pueblos tribales parecían todavía seguros y exitosamente adaptados a sus «refugios» en áreas económicamente marginales para los europeos; pero, la industrialización barrió súbita y rápidamente toda esperanza de supervivencia para estos pueblos. En efecto, a partir del siglo XVIII, se produce un asalto sin precedentes sobre las sociedades tribales y sus recursos. Este «asalto» arranca de la revolución industrial en los estados «occidentales desarrollados» y de la explosión demográfica, así como del incremento progresivo y constante del consumo material, llamado «progreso». Desde entonces, el mundo ha sido totalmente transformado. Las culturas «tribales», autosuficientes, han desaparecido virtualmente, y se han materializado repentinamente situaciones dramáticas de escasez de alimentos y desastres ambientales de consecuencias catastróficas desde el punto de vista ecológico, demográfico y cultural. A lo largo de este proceso de expansión, los pueblos tribales no se han caracterizado por un fuerte deseo de cambiar sus culturas, básicamente satisfactorias para ellos, por los dudosos beneficios de la «civilización» y del «progreso», algo que a los «occidentales» les resulta incomprensible. Por lo tanto, debemos explicar cómo fue superada esa falta de deseo. Es cierto que puede afirmarse que un pequeño «progreso», o algunos aspectos particulares del mismo, pueden ser asumidos fácil y satisfactoriamente siempre y cuando los pueblos tribales se mantengan básicamente autónomos, como sociedades soberanas y autosuficientes, tanto política como económicamente. Siendo éste el caso, nuestro problema consiste en explicar cómo fue o ha sido rota esta autonomía. En líneas generales, puede decirse que las resistencias tribales han sido debilitadas o rotas de acuerdo con cuatro tipos de procesos que, a su vez, han preparado el camino para transformaciones más profundas y decisivas: la fuerza militar; el comercio colonial; la «frontera incontrolada» (mezcla de los dos anteriores); y la extensión «pacífica» del control administrativo-gubernamental y las políticas de «desarrollo». Cuál ha sido, y hasta cierto punto sigue siendo, la actitud de los pueblos europeos en relación a los pueblos que dominaban militarmente puede sernos recordada con lo ocurrido pocos años después de la conquista del reino de Granada, es decir, pocos años después de 1492. En esas fechas, Hernando de Talavera, primer arzobispo de Granada, se dirigía a los moros del Albaicín recién bautizados manifestándoles que era necesario para ellos adecuarse, en todos los aspectos, a las prácticas de los cristianos: en su modo de vestir y calzar, en su ornamento personal, en sus alimentos y forma de prepararlos, en su manera de caminar, en sus costumbres de dar y de recibir, y, sobre todo, en su forma de hablar, olvidando lo antes posible su lengua árabe. Quién sabe si éste pudiera ser el origen de esa expresión tan familiar y recurrente a nuestros labios/oídos de «¡habla en cristiano!» cuando, por ejemplo, alguien hablaba otra lengua peninsular que no fuera el castellano. Sin duda, han pasado bastantes años de ese sermón del arzobispo de Granada, casi quinientos; no tantos, de la expresión citada. ¡Quién sabe si se sigue pronunciando! Las palabras del arzobispo granadino vienen a cuento porque ilustran hasta qué punto fue inexistente antaño el diálogo entre culturas o la «democracia de culturas», idea que se nos propone en los artículos de los representantes del Consejo Mundial de los Pueblos Indios (parte III). Cultura, o civilización, no había más que una. Originariamente fue la griega, posteriormente la romana, luego asimilada por la cristiandad. Los demás, los «otros», eran «bárbaros», «sin rey, sin ley y sin fe», fórmula mediante la que se caracterizaba a los pueblos que eran diferentes de los cristianos europeos, fuera en costumbres o en religión. En uno y otro caso, no se les reconocía el derecho a la existencia: o debían «civilizarse» y abandonar sus propios usos y costumbres, impropios de los seres humanos; o bien debían «convertirse» y abandonar su religión. No hacerlo era motivo suficiente para emprender la guerra contra ellos. No regirse de acuerdo con la «ley natural», cuyo contenido era unilateralmente definido, o adorar a un dios que no fuera el cristiano, constituían «causas justas» para una «guerra justa». Y, así, a lo largo del siglo XVI, los europeos en general, no sólo los católicos pueblos ibéricos, sino también los franceses y los protestantes ingleses y holandeses, consideraron justo someter, esclavizar y dar muerte si era necesario a los pueblos americanos, africanos, asiáticos que se resistían a abandonar su «barbarie» o su «idolatría». Cuál fue la actitud europea con respecto a las culturas americanas puede ilustrarse mediante una importante concreción documental en el famoso requerimiento, texto que data de 1513 y que decía así:
En el texto de este requerimiento están presentes los principios más importantes que caracterizaron la expansión europea amparada en motivos religiosos y en la concepción de la diplomacia europea de la época, es decir, en el derecho a la libre predicación del Evangelio y a la libre circulación para la práctica del comercio. Impedir cualquiera de estos derechos constituía una «causa justa» para una «guerra justa». También constituía una justa causa para la guerra justa el someter a los «súbditos» que se rebelan contra su monarca legítimo. Como sea que todos los habitantes de América habían sido nombrados «súbditos» por decreto, hete aquí, en consecuencia, que debían someterse voluntariamente a la Corona de Castilla. Por otra parte, imaginarse cuál podía ser la ceremonia de la lectura del requerimiento y qué lo que podían pensar los indios que asistían a ella resulta difícil, sobre todo habida cuenta de que el texto del requerimiento era leído en castellano. Fernández de Oviedo, que formaba parte de la primera expedición que debía pasar por el «engorro legal» de leer el requerimiento a los indios antes de hacer uso de las armas, ironiza acerca del ridículo ceremonial de la lectura:
En la práctica, según Oviedo, nada sospechoso de ser pro-indio, lo que ocurría era que, en lugar de darles tiempo a los indios para que estudiaran bien el texto del requerimiento (¿cómo, por otra parte, lo iban a estudiar?), lo que hacían los capitanes era atacar primero, encadenarlos luego y, finalmente, leerles la larga capitulación del requerimiento en castellano y sin intérprete. Y de haberlo entendido ¿cómo lo hubieran podido aceptar? En este sentido, resulta significativa la experiencia que relata Martín Fernández de Enciso (1519) en la región de Cenú, y la respuesta que le dieron los caciques de dicha región:
Además de las guerras, terribles epidemias y enfermedades introducidas por los europeos (viruela, fiebre tifoidea, disentería, tuberculosis, sarampión, etc.) o por los esclavos negros importados (malaria y fiebre amarilla), hasta aquel momento desconocidas en el continente americano, casi diezmaron las poblaciones americanas. Así, no es de extrañar que se haya hablado y se siga hablando del «colapso demográfico» que supuso el «descubrimiento» para América (Cf.: N. D. Cook, 1985). El fraile Motolinia describe con detalle los efectos de todas estas enfermedades y las considera, junto con las muertes provocadas por los trabajos forzados, los tributos, el hambre y las guerras entre españoles, parte de las diez plagas que, al igual que en el Egipto idólatra, Dios envió contra México como castigo por los graves pecados cometidos. La descripción de Motolinia es muy precisa, y poco sospechosa de indigenista, para conocer las causas de la enorme pérdida de población entre los indios americanos:
Supongo que no son aquellas actitudes ni aquellas consecuencias las que se pretenden conmemorar en 1992, pero convendría que ello fuera explícito porque, de lo contrario, el confusionismo puede resultar enorme; sobre todo si se tiene en cuenta el que parece ser el leit motiv de los discursos oficiales relativos a la Conmemoración: «Compartimos (con América) una lengua y una cultura común». Esta afirmación, pronunciada, suponemos, sin mala intención, pone de manifiesto una ignorancia inadmisible y constituye un lapsus sospechoso: ignora que los cambios culturales fueron impuestos a sangre y fuego e ignora la todavía, a pesar de los esfuerzos en sentido contrario, rica pluralidad lingüística y cultural propia del continente americano contemporáneo (todavía existen nada menos que cerca de 1500! lenguas en dicho continente). Ignora, asimismo y una vez más, la pluralidad lingüística y diversidad cultural existente en el Estado español. Ni los indios americanos hablan el catalán, el euskera o el gallego, por ejemplo (ni tampoco el castellano es su lengua); y tampoco en España se habla, también por ejemplo, el quechua o el nahualt. Así pues, afirmar que los pueblos americanos y españoles comparten una lengua y una cultura podría ser tomado como la reedición, más pacífica por supuesto, de un doble imperialismo español: el ejercido en América y en España. Y en este mismo sentido imperialista cabe interpretar la declaración del día 12 de octubre como «Día de la Hispanidad», denominación no mucho más afortunada que aquella a la que pretende sustituir, la franquista-fascista del «Día de la Raza». Sólo, acaso, los criollos pueden sentirse «hispanos», pero los indios, la verdadera población americana, sólo pueden ver en la «hispanidad», y en la voluntad de afirmarla, la negación de su propia identidad, de sus propias culturas y de su derecho a defenderlas. La idea de la «hispanidad», y más si la fecha elegida para «celebrarla» es la del 12 de octubre, no puede expresar otra cosa que satisfacción por la invasión del continente americano que se inició el 12 de octubre de 1492; satisfacción por la desposesión material y cultural realizada; satisfacción por la desaparición de numerosos pueblos y culturas provocada; satisfacción, en definitiva, por el etnocidio y genocidio realizado. Resulta difícil conmemorar tantos infortunios en un sólo día y resulta difícil comprender que un Estado que se considera democrático y pluralista lo oficialice. Cuánto más ético hubiera resultado aceptar la propuesta india de declarar el día 12 de octubre «Día de la Indianidad» y reconocer, así, unas culpas que son históricas, unas consecuencias por las que más cabría pedir perdón que enorgullecerse. Decir que compartimos con los americanos una lengua y una cultura supone, por otra parte, olvidarnos una vez más de las poblaciones indias, las únicas verdaderamente americanas. Los pueblos indios suman hoy alrededor de 45 millones. No se ha podido, a pesar de los esfuerzos, eliminarlos totalmente, y se intenta, ahora, eliminarlos ignorando su existencia y su diferencia cultural. Es posible que los descendientes de los invasores y de los inmigrantes europeos de épocas posteriores compartan lengua y cultura con aquellos españoles que creen pertenecer a una estirpe de bravos y altruistas conquistadores. Decir que compartimos una lengua y una cultura común supone, también, creer que, efectivamente, América fue «civilizada» por los europeos, castellanos o cualesquiera otros; como si, efectivamente, los pueblos americanos hubieran carecido de civilización, de lengua o de religión «verdadera»; como si los pueblos americanos sólo hubieran recibido «beneficios» como consecuencia de su «contacto» o «encuentro» con los europeos; como si los europeos, los españoles en este caso, los hubieran «descubierto». Parecería como si los pueblos europeos sólo hubieran llevado ciencia y riqueza a América en lugar de enriquecerse a su costa. ¿Por qué, cuando se habla del «hecho del descubrimiento» sólo se hace mención del protagonismo que tuvieron los europeos? ¿Por qué no hablar de los extraordinarios beneficios materiales que se obtuvieron a costa de los pueblos indios y de sus conocimientos agrícolas acumulados durante siglos? ¿Por qué, por ejemplo, no hablar de las extraordinarias mejoras que, en materia alimenticia, sobre todo para las clases campesinas y las menos acomodadas, supuso la incorporación de la patata -una auténtica revolución-, del maíz, del pimiento rojo, del tomate, de la alubias y de la tapioca, así como del chocolate, el cacahuete y la vainilla y un amplísimo etcétera, a la dieta de los europeos? En mi opinión, de acuerdo con Eduardo Galeano, sería ésta una buena ocasión para llevar a cabo el «descubrimiento que no fue». Quizá estamos a tiempo de «descubrir» todavía algo que seguimos sin conocer: una extraordinaria riqueza lingüística, cultural, ética, filosófica, una riqueza profundamente humana que detentan, todavía, a pesar de las amenazas, represiones, marginaciones, expolios, las poblaciones indígenas americanas. Quizá sea más oportuno aprovechar el quinto centenario de 1492 para descubrir esa riqueza en lugar de conmemorar las gestas de antaño que no supieron descubrirla sino ignorarla y/o destruirla. Es curioso. En la asimétrica relación que se inició entre los pueblos americanos y los europeos a partir de 1492, siempre se han magnificado, por parte de los europeos, sus aportaciones «culturales» o «espirituales» (lengua, cultura, religión católica, etc.), al mismo tiempo que se han silenciado los «beneficios» obtenidos de la conquista, de la esclavitud y del expolio de las poblaciones amerindias. No estaría de más intentar compensar esa asimetría, ni que fuera parcialmente, propiciando un mayor interés por conocer la historia de las poblaciones amerindias y la situación actual de las mismas; por conocer la realidad de sus lenguas, de sus culturas y de cuáles son sus condiciones materiales de vida después de haber sufrido quinientos años de «civilización» y «colonización». En este punto, es oportuno hacer mención de la propuesta que el Grupo de Trabajo sobre poblaciones indígenas, de la Organización de las Naciones Unidas, presentó en el 5º período de sesiones, celebrado en Ginebra, entre el 3 y el 7 de agosto del pasado año de 1987:
Es posible que este tipo de planteamientos, así como su tono, puedan resultar difíciles de comprender a ciertos sectores de población europea y difíciles de asumir, sobre todo, a los sectores más oficialistas y/o estatalistas. Pero, prescindiendo de las formas, el sentido e intención de una propuesta de esta naturaleza debiera ser muy asumible por los sectores intelectuales y sociales más sensibles y comprometidos en la defensa de los derechos de los pueblos en general y de las minorías étnicas en particular. En esta línea, y para hacer posible una reparación histórica con los pueblos indios, con la América profunda de la que habla Guillermo Bonfil (1987), sería oportuno establecer una mayor cooperación con los países americanos y, sobre todo, con sus pueblos originarios. Una cooperación, además, que para que estuviera presidida por el espíritu de la igualdad y no del paternalismo, debiera comenzar con una invitación a los representantes de las organizaciones indígenas para que explicaran directamente, y sin intermediarios, cuáles son sus realidades, sus problemas, sus aspiraciones, sus visiones de la historia, sus concepciones de la cooperación, etc. Y esta invitación como un paso previo a un verdadero diálogo entre culturas y a una cooperación generosa y desinteresada por nuestra parte. Pero, para que este diálogo tenga lugar es necesario, y justo, aceptar el derecho a mantener la diferencia cultural, la alteridad. La ignorancia, la asimilación, el paternalismo y el desprecio, si rechazan nuestra particular concepción del progreso, no son actitudes correctas ni aceptables en nuestra relación con las poblaciones indígenas americanas. Además, la conciencia de la necesidad de reconocer y aceptar las diferencias culturales es casi tan antigua como el sermón intolerante de nuestro arzobispo de Granada. Bartolomé de Las Casas y Francisco de Vitoria, entre otros, ya se pronunciaban es este sentido en el siglo XVI. Goethe, por su parte, ya más tarde, decía que hay que aprender a conocer las particularidades de cada país, con el fin de que se mantengan; porque ello es, precisamente, lo que permite que entremos en intercambio con él; pues las particularidades de cada país, añadía, son como su lengua y su moneda. Quizá pueda pensarse que, hoy, existe un respeto generalizado por la diferencia y por la libre expresión de todas las manifestaciones culturales. Hoy no se persigue a los «infieles» ni se esclaviza a los bárbaros ni la Inquisición quema a brujas e idólatras. Por el contrario, se organizan festivales folclóricos en los que participan las más variadas muestras y de las más variadas procedencias. Representantes de las diversas religiones se reúnen para orar conjuntamente por la paz. Y las brujas, así como los «idólatras», ya no son perseguidas ni quemadas. Incluso, participan en programas de televisión. Claro que hoy ya no se les puede imputar la pérdida de una cosecha o la muerte de un buey. Nuestra ciencia y sus especialistas han ofrecido explicaciones que han resultado convincentes para estos hechos, así como para otros, como, por ejemplo, el nacimiento de niños deformes que no necesariamente han de ser el fruto de uniones con el demonio. El demonio mismo ha dejado de estar permanentemente presente en nuestra vida (aunque le pese a Juan Pablo II) y, en esa misma medida, ha dejado de considerarse la posibilidad de que los «otros», los diferentes de nosotros, pudieran serlo como consecuencia de estar endemoniados. Pero, aún a pesar de los casi quinientos años transcurridos desde el sermón del Arzobispo de Granada, podemos encontrar un cierto paralelismo entre las formas de percibir, clasificar y reaccionar frente a la diversidad cultural propia, por ejemplo, de los viajeros europeos del siglos XVI frente a las culturas americanas y africanas con las formas de percibir, clasificar y reaccionar de algunos sectores de nuestra sociedad frente a la diversidad de apariencias y realidades, históricas o contemporáneas, que se ofrecen a sus ojos. No son pocos, por ejemplo, los que todavía racionalizan justifican, en definitiva- el genocidio de los indios americanos, o el etnocidio, como una medida necesaria, exigida para hacer posible el progreso general de la humanidad. Desde luego existe todavía mucha distancia entre las naciones amerindias y los pueblos europeos. Recorrer esa distancia que ha de permitir percibir al otro, conocerlo, comprenderlo, colocarse en su lugar y respetarlo debería ser uno de los objetivos y uno de los resultados de un verdadero diálogo entre culturas y que el aniversario de 1992 debería propiciar. Jean Monod (1971) señalaba que era necesario abandonar el ingenuo mito que opone de modo global el hombre «civilizado» (yo) al hombre «salvaje» (el otro). Es necesario, decía Monod, comenzar por traspasar la pantalla de las imágenes que, más que reflejar la realidad, imponen de antemano al observador el significado que quieren. Para lograr un conocimiento del «otro», «hay que hacer un `viaje' (primeramente a través de unos hábitos mentales) y realizar la experiencia de un descubrimiento, de una conversión hacia el otro». De «viaje» hablaron también algunos filósofos del siglo XVIII, Diderot, por ejemplo, cuando afirmaba que los filósofos debían realizar un viaje como el de Bouganville y conocer a los indígenas para así, conocerse mejor ellos mismos. Para un verdadero diálogo entre culturas, de acuerdo con Tzvetan Todorov, es necesario, asimismo, en un primer momento, identificarse con el «otro»; sólo así se le puede comprender. Pero no hay que quedarse ahí. El conocimiento de los otros es un movimiento de ida y vuelta. Pero, después de haber estado con el otro, el regreso no es el mismo punto de la partida. El «dialogante» ha de esforzarse en encontrar un terreno de entendimiento común, de elaborar un discurso que aprovechando de su exterioridad hable, al mismo tiempo a los otros y de los otros. Un diálogo entre culturas exige conocer las diferencias entre los seres humanos, pero no para encerrarse en una afirmación de la incomunicabilidad, no para caer en una afirmación autocomplaciente de nosotros mismos, tan frecuente hoy en algunas manifestaciones localistas y nacionalistas de carácter esencialista, sino para conocer mejor al ser humano en general. Cuando queremos comprender a los hombres, decía Rousseau (1817), «es necesario mirar cerca de sí; pero para estudiar al hombre, hay que aprender a mirar a lo lejos; es necesario, en primer lugar, observar las diferencias para descubrir las propiedades». Porque ocurre que comportamiento extraños lo son todos aquellos que no coinciden con los nuestros, es decir, con los de la propia sociedad, etnia o, incluso, grupo social o de edad. Los individuos acostumbran a manifestar una incomprensión considerable respecto a los comportamientos diferentes a los suyos. La incomprensión, incluso asco, por ejemplo, de unas pautas alimenticias diferentes de las propias es algo muy común. Lo mismo ocurre respecto a las pautas de la indumentaria, a las preferencias estéticas y no hablemos de la intransigencia que acostumbra a acompañar a los individuos convencidos de un determinado credo político o religioso. De acuerdo con
este
tipo de consideraciones,
nos atrevemos a proponer que, para el diálogo cultural o para la
democracia de culturas, es necesario un mayor conocimiento y
reconocimiento
de la realidad india, histórica y contemporánea. El
reconocimiento,
sin embargo, no es una tarea fácil. Exige, como decíamos,
recorrer una distancia, realizar un viaje. Viaje a lo largo del cual
hemos
de ir abandonando nuestros prejuicios, nuestros complejos de
superioridad
o de inferioridad, como equipaje inútil, y hemos de regresar con
el recuerdo -ahora que están de moda los viajes y los
«souvenirs»
de sociedades exóticas- de haber comprendido la coherencia
interna
de una cultura. De este modo, estaremos más equipados para
comprender
la coherencia, así como la incoherencia, de la nuestra y de
nosotros
mismos; porque, también, como decía José de Acosta
a finales del siglo XVI, siendo las cosas humanas entre sí muy
semejantes,
de los sucesos de unos aprenden otros y porque «no hay gente tan
bárbara que no tenga algo bueno que alabar, ni la hay tan
política
y humana que no tenga algo que enmendar».
Acosta, José de Bodley, John H. Bonfil, Guillermo Cook, N. D. Fernández de Enciso,
Martín Fernández de Oviedo, Gonzalo Las Casas, Bartolomé de Monod, Jean Motolinia (Fray Toribio de
Benavente) Rousseau, Jean-Jacques Todorov, Tzvetan |
|||||
|