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No seremos menos y haremos un escueto ejercicio de reflexión sobre la efemérides. Para bien o para mal 1992 será histórico, siquiera por las oleadas de tinta y verbo que ocupó tan mágica cifra. Además, los eventos conmemorativos y deportivos ciertamente han mejorado en algo nuestra autoestima, devolviéndonos al optimismo histórico de los pueblos emprendedores. Lejos parecen quedar las angustias trágicas del fin de siglo pasado, cuando los Ganivet, Unamuno y Costa, tras una crisis de dos siglos, se interrogaban machaconamente sobre el ser y destino de España y los españoles. Ese nuevo optimismo tiene obvias ventajas para el imaginario colectivo, pero igualmente posee determinados inconvenientes, que no deben ser soslayados. De lo contrario, el ensimismamiento y el conflicto interno volverán, a no dudarlo. Pensamos en concreto en el sentido patrio, una figura poco arraigada en los pueblos de España, si exceptuamos el eje castellano-andaluz, fundamento nacional último desde la "reconquista". Las particulares características de los españoles, en las que sobresalen por igual rasgos de unidad y de diversidad, nos distinguen agraciadamente de pueblos en los que triunfó la unicidad, como los franceses, y de pueblos eternamente enemistados, como los balcánicos. España existe, acaso Iberia también, y su negación contiene un tanto de aberración histórica y antropológica. Ahora bien, ello no debe ocultar las dificultades, cuando no crueldades, de su proceso constituyente; véanse, no más, dos de los hechos más significativos históricamente, acaecidos en 1492: la expulsión de los judíos y la conquista cristiana de Granada. Esos dos hechos pusieron fin a la más profunda heterogeneidad cultural ibérica. El triunfo de la parte cristiana, con todos los matices subsiguientes, aún hoy apreciables en la configuración nacional y actual basamento de la diversidad, es un hecho de mayor importancia si cabe para el ideal hispánico que el descubrimiento americano. Y sin embargo, los gobernantes de hoy prefieren obviar ambos acontecimientos, a menos que las presiones de uno de los grupos étnicorreligiosos --pensamos en los sefardíes-- impongan la conmemoración. La conquista del reino nazarí de Granada, significada desde la gesta por la seducción romancesca y romántica, sólo ha servido para resaltar los arquetipos de siempre en una horrorosa serie televisiva, siguiendo el modelo del peor spaghetti-western; un coloquio y algún acto protocolario, completan el cuadro irreflexivo del 1492 granadino. No decimos ya dónde están las conmemoraciones judías y musulmanas, que quizás en un momento de optimismo histórico prefieran olvidarse, decimos simplemente como antropólogos e intelectuales: ¿dónde quedaron los seminarios, los libros, los artículos de prensa, las polémicas, los debates...? Momentáneamente parecemos repetir una de nuestras constantes nacionales: la irreflexión. Esto último debería constituir un sólido motivo de preocupación para todo lúcido, porque la ausencia de pensamiento reflexivo supone asumir el pasado bajo formas vergonzantes o comulgar con la imagen de la España negra, la menos sostenida por el luteranismo y la Ilustración. Aunque, si en algo tuvieron completa razón luteranos e ilustrados, fue en señalar el gusto barroco por las apariencias, nuestra mayor perdición. Y en ello estamos: ¿No es la Exposición Universal sevillana, junto a una muestra del optimismo histórico, un derroche de espectáculo y efimeridad al estilo barroco? Una breve mirada sobre las exposiciones universales europeas precedentes nos hace ver que cuando la moda se extendió, en la segunda mitad del siglo XIX, respondía a la necesidad de coloniales e industriales de mostrar los adelantos de la civilización occidental; mas solían hacerse en grandes ciudades capaces de absorber y rentabilizar el esfuerzo ferial. Sevilla en una zona agrícola, industrialmente deprimida, sin empaque de megalópolis, será una feria de abril a lo grande, promocionará nuestros tópicos remozados con el toque del diseño sutil, y finalmente nos devolverá a nuestras raíces: ser los mejores en espectáculo y los últimos en racionalidad. Más claro: pensamos, y verdaderamente sentimos tener ese convencimiento catastrofista, que la bancarrota regional que se avecina, o mejor que ya disimuladamente está aquí, no se la merecía una nación y un país que iba recobrando el espíritu expansivo, después de habernos curado en salud de patriotismos e imperialismos por los vaivenes de la historia. Sin temor a la
España valleinclanesca
y galdosiana, abónense los jardines epicúreos de la
polémica
frente al espejo de 1492-1992. Un pueblo que no reflexiona en
profundidad,
o que lo hace banalmente, está condenado a errar... Y puesto que
si de algo estamos sobrados es de escepticismo, confiemos en que
erraremos.
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