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Transcripción textual El manuscrito que llega a mis manos, caligrafiado en papel rayado de un antiguo libro de contabilidad y encuadernado con gruesas pastas de cartón y lomo de basta tela, se encuentra en un aceptable estado de conservación, con el desgaste propio de haber sido muy utilizado. En la portada figura el título: Relaciones de moros y cristianos del pueblo de Laroles (Las Alpujarras). La escritura del texto, aunque clara, presenta cierta confusión de lectura, debida no sólo a errores ortográficos y grafías arcaizantes, sino a ciertas palabras a primera vista ininteligibles. Todo ello pone de manifiesto fundamentalmente que las relaciones se tomaron de oídas, perdidos tal vez los textos escritos anteriormente existentes. Para llevar a cabo la transcripción crítica del texto ha sido necesario depurarlo, sin violentarlo, a fin de volverlo aún más coherente consigo mismo. He puesto correctamente los signos de puntuación desde la primera a la última página, y he realizado una paciente labor masorética, que ha consistido en tratar de restaurar el texto escrito, obviando la laxitud ortográfica y las paronomasias, y restañando las palabras truncadas y, en lo posible, unos cuantos versos corrompidos, dejando intactos ciertos pasajes enormemente oscuros. Desde un enfoque literario, no tienen mayor importancia, dado que reflejan básicamente el habla andaluza popular, con su peculiar fonología y sus archifonemas, las confusiones que llevan a poner b por v; g por j y viceversa; r por l y viceversa; z por s; h por nada y a la inversa; ll por y; o s por x. Simplemente lo he corregido. Las principales ocurrencias paronomásticas, es decir, de vocablos que han sido suplantados por otros con casi todas las letras iguales, a veces coincidentes con una forma correcta de distinto significado, a veces no, los he restituido de la siguiente manera: «los ignos», a los himnos; «nuestro alverdío», a nuestro albedrío; «el legido», a el egido; «la dalga», a la adarga; «alto», a harto; «en la did», a en la lid; «acovijan», a cobijan; «yelmo», a yermo; «recomiendo», a encomiendo; «arrendirme», a rendirme; «cervín», a cerviz; «lelíes», a lelilíes (1). Para estos cambios, he atendido al contexto, así como a lo que suena al recitar, con el habla de la tierra, lo que está escrito. Otra serie de palabras truncadas, que aparecen una sola vez, como si el texto hubiera sido copiado a su vez de otro corroido en algunos puntos. Donde dice «sangrien», debe decir sangriento; donde «cier», cierto; donde «mis», mismo; donde «recha», rechaza; y donde «liz», liza. Las corrupciones textuales identificadas son pocas, expuestas a continuación, y se localizan todas ellas por los fallos que ocasionan en la versificación. Así, el manuscrito pone: Se juntan igual ardimiento No observamos ninguna incorrección gramatical, pero las exigencias de métrica aclaran una corrección pertinente: El octosílabo requiere que se diga en singular:
El manuscrito presenta un pasaje muy deteriorado, el de la arenga que pronuncia el Conde como conclusión de la primera parte. Parecería una interpolación, de carácter alegórico, barroco y oscuro, innecesaria para el desarrollo de la acción (que hubiera terminado perfectamente con el parlamento de Guzmán, inmediatamente anterior, y el clímax dramático inducido por el gesto de arrojar el puñal desde el castillo). En este pasaje pone: ¿Por qué no truena el lúgubre cañón, Aquí, las métrica del endecasílabo y el sentido encajan con la siguiente reconstrucción de los versos tercero y cuarto: los espacios llena? ¿Cómo el sonoro Unas líneas más adelante continúa así: Las vírgenes llorosas En esta cita, los versos 1, 3 y 7 se hallan evidentemente incompletos, les faltan sílabas, por lo que la reconstrucción ha sido puramente hipotética: Por su muerte, las vírgenes llorosas Lo mismo ocurre en: y rodará el verdugoSe ha completado con imaginación el verso endecasílabo: y ajusticiado rodará el verdugo... Por otro lado, en la antepenúltima página del manuscrito, figuran estos versos: Vi que te era el honor más que el solParece bastante claro que hay que añadir «caro» al primer verso: Vi que te era el honor más que el sol caroDe este modo, se completa el número de sílabas y se logra la rima, que también faltaba, de caro con amparo. Por último, hay que hacer notar que, aunque las acotaciones que indican los movimientos de la acción y los rótulos que identifican los parlamentos de cada personaje se refieren al «Rey moro», de nombre Amir, no obstante, en ningún momento dice el texto que Amir sea rey; sólo aparece como «caudillo moro», «tu caudillo» y «jefe Amir». En este punto, la identificación regia resulta no sólo históricamente vacía, sino extraña y exterior al propio texto de las relaciones, como una adherencia ulterior. El paralelismo teatral confronta, más coherentemente, al caudillo o general cristiano, Guzmán, con el caudillo o general moro, Amir (quien, al final, aparece como sedicente enviado de los reyes moros de Córdoba y Sevilla). Por esta razón, y dado que no afecta en absoluto al texto, he rectificado sustituyendo la expresión «Rey moro» por Amir, en los rótulos, y por Jefe moro, en las acotaciones de acción. En cuanto al
estilo
poético, resalta
una cuidada elaboración, con aportaciones tanto cultas como
populares.
Sorprende, en términos generales, la buena versificación,
el excelente ritmo y la rotundidad de la expresión. Combina dos
tipos de verso, el romance octosílabo, que predomina, y el
endecasílabo,
reservado para los parlamentos más solemnes, sobre todo de
Guzmán,
con lo que se consigue un efecto de cadencia más pausada y mayor
nobleza. Por otro lado, llama la atención la oscilación
entre
el tratamiento de tú y el de vos. Y el
leísmo
intermitente que caracteriza al texto, cosa absolutamente
extraña
el habla de la región y de la comarca alpujarreña (lo que
podría ser indicio del origen no andaluz de alguno de los
compositores
o redactores). Ambos rasgos los he respetado en casi todos los casos. Análisis estructural La secuencia de la acción teatral, ritual, casi mítica, presenta, en estas antiguas relaciones, algunas peculiaridades. Por ejemplo, la mención de tres batallas, en vez de las dos consabidas; la ausencia de los graciosos, espías o escuderos, que suelen ser comunes en las versiones de moros y cristianos de la Alpujarra; y el final trágico, con el exterminio del moro, sin lugar para su conversión, como se finge en otros casos. De modo que estas relaciones contienen episodios que faltan en otras, y sin duda otras ofrecen episodios que en éstas podrían bien llenar un hueco, bien reemplazar una variante por otra. El resumen de la trama es como sigue: I. El castillo de Laroles está en poder de los cristianos. Guzmán, el caudillo cristiano, arenga a su ejército para el combate, encomendándose al patrón san Sebastián. Llega el Conde y cuenta a Guzmán la batalla en la que han vencido la cruz sobre la media luna, considerándola una gran victoria; pero en ella ha caído cautivo de los moros Pelayo, hijo de Guzmán, junto con otros cristianos. Se acerca al campo cristiano el embajador moro, Aben Comat, para proponer a Guzmán el rescate de su hijo a cambio de la entrega del castillo. Esta propuesta es rechazada. Hay un duelo verbal y desafíos. Aben Comat regresa al campo moro, acompañado por el embajador cristiano, el Conde. Éste trata con el caudillo moro, Amir, sobre el rescate, sin que haya acuerdo. Se repiten las logomaquias, en las que cada parte sólo oye a la otra para exacerbar su oposición. El jefe moro intenta sobornar al Conde, sin éxito. Se desafían a luchar. Amir entrega al Conde un pliego sellado con un mensaje para Guzmán. Luego, da órdenes para que ejecuten al rehén, si él pereciera en el combate. Guzmán recibe el mensaje, que no es sino un ultimátum, según el cual, si no entrega Laroles, su hijo morirá. Guzmán, tras unas vacilaciones, lo rechaza y arroja a los moros su propio cuchillo. (Se desencadena una batalla en la que vencen los moros.) II. Los cristianos van en retirada y el Conde los recrimina por haber perdido no sólo el castillo sino también la imagen del patrón, san Sebastián. Los moros son ahora dueños del castillo. Guzmán, invocando al santo, les envía su embajador, el Conde, para reclamar la imagen del patrón y la rendición de la plaza. El Conde les cuenta la historia de la rebelión y la derrota moriscas, como sentenciando su adverso destino. Se lanzan acusaciones mutuas. Todo entendimiento resulta imposible. Guzmán arenga a las tropas cristianas y tiene lugar una nueva batalla, que termina con la victoria cristiana y el apresamiento del jefe Amir. Se da un último enfrentamiento verbal entre los dos caudillos. Finalmente, el moro muestra muerto a Pelayo, el hijo de Guzmán. Y éste condena a muerte a Amir y su gente. El planteamiento inicial da a entender que los cristianos han conquistado el fuerte de Laroles. A diferencia de la mayoría de las versiones (que presentan a los cristianos en sus tierras, amenazados por el desembarco de los moros o turcos), ésta alude, siquiera confusamente, por medio del relato que hace el Conde, a la batalla primordial por la que son los castellanos los que agreden y se apoderan del territorio moro (simbolizado en Laroles). Sin embargo, se pone el énfasis dramático en el cautiverio del hijo de Guzmán, cuyo rescate es el tema que centra todo el desarrollo de la primera parte. Así se desplaza hacia el bando moro el motivo de la disputa, al menos desde el punto de vista cristiano, porque para los moros está siempre claro que el objeto en disputa es la plaza fuerte de Laroles. La primera parte termina con un desenlace provisional y reversible, la batalla contraria a los cristianos; mientras que en la segunda, donde el tema del hijo cautivo pasa a un segundo plano y el litigio se polariza en torno al castillo y la imagen del santo, caídas en manos de los moros, la última batalla consagra, como desenlace definitivo, el triunfo cristiano y el exterminio del enemigo moro, aunque haya sido inevitable el sacrificio del hijo. El armazón básico coincide plenamente con el de todas las versiones del género moros y cristianos, como señalan diversos estudiosos (Warman 1972; Rodríguez Becerra 1984; Brisset Martín 1984 y 1988; Domínguez Morano 1989), y resulta equivalente al de las danzas de la conquista americanas, tal como sugiere Nathan Wachtel (1971) y como he analizado en otro trabajo (Gómez García 1991). Un estudio comparativo podría reconstruir la secuencia lo más completa posible y hacer ver cuáles son los eslabones paradigmáticamente sustituibles (2). Pero, en este momento, me voy a limitar a un análisis del caso que nos ocupa. Entre los múltiples códigos que el texto utiliza, cabe realzar el moral, el teológico y el histórico. Los tres ponen de manifiesto un descomedido y exacerbado etnocentrismo: Se sostiene el punto de vista de la sobrevaloración de lo propio y la infravaloración de lo ajeno. Cada bando califica encomiásticamente su propia nación, su fe, sus valores, sus acciones, al par que descalifica en términos que llegan a ser delirantes todo lo referente a los adversarios. Esto se hace patente a nivel léxico y en multitud de expresiones que compactan un verdadero mitema. Sólo los saludos iniciales de las respectivas embajadas adoptan un tratamiento cortes, concretado en estas únicas fórmulas: «noble Guzmán», «castellano insigne», «noble caballero»; y por la otra banda: «generoso Comat», «amigo», «noble moro». Las restantes cualidades morales que se imputan a sí mismos y a los otros son harto elocuentes y sirven para alimentar a una el narcisismo etnocéntrico y la tensión y el odio xenófobos, manteniendo durante toda la representación una tormenta de tensiones que se cargan y descargan hasta alcanzar el apaciguamiento trágico del final. ¿Cómo son los cristianos? Según ellos mismos, bravos, aguerridos, valientes, vencedores, gloriosos, poderosos, leales y duros, superiores al destino, vigorosos, briosos, valerosos, creyentes, osados, fuertes, caritativos, invencibles, esforzados, nobles, honrados, indulgentes y piadosos. Pero, en palabras de los moros, los cristianos son ilusos, necios, de ceguedad funesta, altivos, altaneros, osados, soberbios, furiosos, audaces, arrogantes, infames, malos, insensatos, orgullosos, viles y feroces. Mirando desde el otro bando, encontramos un paralelismo invertido. ¿Qué refieren los moros acerca de sí mismos? Que son clementes, generosos, compasivos, piadosos, fieles, valientes, vencedores, nobles, astutos y vengadores. ¿Y cómo los ven los cristianos? Para éstos, los moros son traidores, impíos, infieles, viles, miserables, crueles, infames, fieros, tiranos, insolentes, altivos, de atroz dominio, canallas malditos, villanos, maldecidos opresores, malvados, de audacia fiera, pérfidos, asesinos, execrables y feroces, perversos, falsos, sanguinarios, parricidas, fementidos, inicuos, feroces, pueblo cobarde, blasfemos, de sangre impura, advenedizos, locos, imprudentes, injustos agresores, inhumanos, de fatal creencia, carniceros, con instintos de fiera, violentos, furiosos, salvajes, osados, paganos, vengativos, ruines, perros, grajos viles y espantados jabalíes. Tremenda colección de epítetos negativamente marcados, que no sólo exceden en virulencia sino que triplican en número a los que los moros lanzan a los cristianos, cosa que no es de extrañar ya que el discurso musulmán se debe a ventriloquia cristiana. Pues, a la vista está, en ausencia de moriscos verdaderos, es el pensamiento hispano en que habla por boca de unos y otros. Sin detenerme en más pormenores, llama la atención la insistencia con que se llama «traidores» a los moros (once veces con ese vocablo). Tal vez se trate de la acusación principal, motivada históricamente por la sublevación morisca de 1568. El enfrentamiento aparece elevado a la esfera teológica, contraponiendo Dios y Alá, Cristo y Mahoma, la cruz y la media luna, la fe cristiana y la fe islámica. La animadversión les lleva a ignorar las comunes raíces y el monoteísmo compartido (Alá significa simplemente Dios), hasta el punto de tildarse mutuamente de «infieles». En realidad se enfrentan dos visiones del mundo y de Dios emparentadas entre sí por tradiciones religiosas y filosóficas. Tanto Guzmán como Amir invocan varias veces a Dios («¡Vive Dios!», «¡Por Alá!»), cuya omnipotencia se afirma, por quien dicen luchar y cuya voluntad creen acatar. Cada contrincante desacredita al Dios del otro. El caudillo moro ironiza diciendo que el Dios de los cristianos les presta su favor llevándolos al cautiverio y el suplicio, y asegura que ellos vencerán, pese al Dios cristiano. Por su lado, el embajador moro afirma una vez el lema «Dios solo es grande». Pero es, sobre todo, el Conde quien explicita más una teología: Arremete contra el «Dios mentido» de los musulmanes, al que no llega la oración, y les amenaza con la omnipotencia del Dios cristiano, ante el que deben temblar, pues está ya cansado del dominio moro y le prepara un terrible exterminio. La imagen de Dios semeja la de un Júpiter tonante, al decir el Conde que «su rayo vengador» destruirá y reducirá a cenizas «al maldecido opresor». De ahí que la guerra contra el musulmán, tachado de «infiel» y «pagano», la interprete como «santa empresa del cielo», como «santa causa», confiriendo a la conquista el sentido de realización de una misión divina, conforme a la justicia infinita. El cristiano adora al Dios verdadero, que ayuda a los españoles y les dará el triunfo. No deben temer la muerte, porque (como dice a Pelayo para confortarlo) les aguarda la mansión divina, donde disfrutarán la gloria, la vida eterna, el reposo. Mientras que, sobre los enemigos, caerá horrible y destructora la maldición del Eterno. Lo evidente es que cada parte acude a la lucha con idéntica creencia de cumplir la voluntad divina. El discurso teológico del Conde podía haberlo pronunciado el embajador moro, en los mismos términos, simplemente permutando protagonistas y antagonistas. En ambas mentalidades, el razonamiento subyacente es éste: Puesto que Dios es omnipotente y está con nosotros, nuestra victoria está asegurada. La victoria revelará que Dios está de nuestro lado. Por tanto, el balance de las armas adquiere valor de prueba teológica y apologética. El vencedor podrá decir: Si hemos vencido es que Dios está con nosotros; la nuestra es la verdadera fe... El Conde menciona dos veces «la fe de Cristo», una confesando que morirá antes de abandonarla, y otra pronosticando que por ella derrotará a los moros y tremolará el pendón cristiano. Mahoma, la contrafigura de Cristo, se nombra tres veces en labios del propio Conde, llamando a los moros «hijos de Mahoma», calificando de fatal su creencia y pronosticándoles que Mahoma se hundirá con ellos en la derrota. Los musulmanes sólo lo mencionan en una ocasión, por boca de su jefe, vaticinando que el profeta humillará violentamente a los soberbios castellanos. Otras oposiciones que guardan un isomorfismo con las precedentes las encontramos en la parejas cruz/media luna, y Sol/Luna. Los españoles aparecen como «soldados de la cruz»; ellos interpretan, a propósito de la primera batalla narrada al principio de las relaciones, que es la cruz la que venció; y más adelante se dice que Castilla plantó en Laroles la enseña de la cruz. Constituye el emblema por antonomasia de la creencia cristiana. En contraposición, la media luna, nunca mentada por los moros, de la que el Conde dice que llora sus desdichas, envidiosa del triunfo cristiano; a ella se alude para excitar a los castellanos en el momento en que han sido derrotados, señalando cómo la «media luna de Alá» ondea en las almenas del castillo. Al mismo tiempo, el contraste entre los dos astros, el Sol y la Luna, parece cargado de significación. Luna y media luna son, sin duda, lo mismo. Su simbolismo, ligado a los moros, se opone por un lado a la cruz y por otro al sol, una y otro ligados al campo cristiano. Aparte de su sentido ordinario (el sol o la aurora que alumbra el día), se advierte en los parlamentos del Conde una personificación del Sol, que hace aparecer a éste (antítesis de la Luna) como aliado de los cristianos. En efecto, el Conde jura, en la arenga inicial, por el sol y por San Sebastián; el claro sol admira el poderío cristiano; el sol se oculta para no ser testigo de la implacable lucha en la que cae cautivo el hijo de Guzmán. Hay correspondencia, para los cristianos, entre la presencia del sol y la victoria, y la ausencia del sol y la derrota. En cambio, la Luna, también personificada en parte (llora las desdichas moras), aparece vinculada con el hundimiento de los musulmanes: «Al rayo de la luna», sale la sombra fantasmal de Aben Humeya, ya muerto, presagiando el destino fatal de su pueblo. Cabe rastrear todavía otras oposiciones significativas, que vienen a encajar en el mismo módulo. El día y la noche, la luz y la oscuridad llevan las mismas connotaciones que el sol y la luna. Contrastan también, en un cierto eje, la montaña y el mar: Se exalta la sierra alpujarreña, descrita como un paraíso, cuyas montañas repiten el eco de la victoria cristiana y por cuyas rocas se derrama la sangre mora; sangre que «bajará al hondo seno de la mar bravía», hasta ver «trocar la mar cercana (?) en otro mar de sangre musulmana». En el registro geográfico, se opone España a África. Ésta última se presenta ambivalente, como tentación y como amenaza, es decir, se ofrece al Conde y a Pelayo como horizonte donde alcanzarán una vida opulenta, o bien como lugar de cautiverio y suplicio; pero, en ambos casos, queda delimitada como el territorio propio de los moros, con una amnesia total del islam andalusí, o nazarí --lo que trasluce la visión de los vencedores--. El código que podemos llamar histórico, por aludir a hechos de la historia de España, nos brinda la oportunidad de calibrar el grado de fidelidad histórica de cada representación de moros y cristianos. Más aún, nos permite comprender el carácter del tiempo específico de estas representaciones, más cíclico que lineal, más mítico que empírico. Aquí no cabe buscar una crónica. Se trata de un mito que da sentido a una historia. Estamos ante una acción ritual que incluye su correspondiente mito. Por eso, el código histórico es utilizado, manipulado (en realidad, como lo son todos los demás códigos), subordinando los hechos históricos concernidos, o fragmentos de tales hechos, como piezas que, sustraídas de su propio orden de verdad, sirven para construir otros módulos, dotados de su peculiar significación. Lo que constituye tergiversación, falsedad y hasta disparate, en el plano histórico, no constituye ningún demérito en el plano mítico-ritual, sino que --suponiendo que toda historia no tenga ya algo de mito-- expresa el resultado de las alteraciones a que el pensamiento simbólico somete los hechos, y el modo como aquél se sirve de éstos. Pues bien, yendo al texto, hay razones para suponer que está evocando la guerra de Granada, ocasionada por el levantamiento morisco de 1568, sofocado en 1571. Ese contexto parece plenamente ratificado cuando se habla del asesinato de Aben Humeya (ocurrido en 1569) y de Aben Aboó, su primo, ejecutor y sucesor, abocado a la inminente derrota. En un punto manifiesta esta versión una veracidad mayor que la mayoría de las versiones, y es en la alusión a una batalla previa, que evoca la conquista castellana. Pero ahí parece acabar la fidelidad histórica. Luego, hay que transigir en que se denomine metafóricamente a los españoles, o castellanos, como hispanos y como iberos; y que se tenga a los moros por árabes, sarracenos, agarenos, africanos y beduinos, aunque llamarles «almohades» (invasores de principios del siglo XIII) es excesivo. Lo más curioso es que el planteamiento central de la trama se apropia de la conocida gesta de Guzmán el Bueno, trasladada en el espacio y en el tiempo, haciendo de él el conquistador y defensor del castillo de Laroles (Alonso Pérez de Guzmán, caballero castellano, defensor de Tarifa, durante el reinado de Sancho IV, en 1292, se vio enfrentado al dilema de entregar la plaza a los benimerines o sacrificar la vida de su hijo, apresado por ellos). A la par, el Conde identifica el ejército cristiano como enviado por los Reyes Católicos, Isabel (m. 1504) y Fernando (m. 1516). No se mienta siquiera a Felipe II (1556-1598), que era el rey de España cuando aconteció la rebelión morisca, el destierro de los moriscos fuera del reino nazarí y la repoblación castellana de las Alpujarras. Se alude en presente a Boabdil que suspira por Granada. Y a los reyes moros de Córdoba y Sevilla (ambos reinos tomados por los castellanos en la primer tercio del siglo XIII), como instigadores y aliados del bando capitaneado por Amir. ¡Historia alucinante, onírica, donde las épocas se entrecruzan y personajes extemporáneos se vuelven de pronto contemporáneos de la misma acción en curso! La memoria popular, en cuanto construcción simbólica, ha producido una trasposición anacrónica, dislocada, legendaria, mítica, de la hazañas de Guzmán el Bueno, de los reyes de Córdoba y Sevilla, de Boabdil y los Reyes Católicos, resituados en un contexto que --se supone-- rememora la tragedia de los moriscos granadinos. Casi cuatro siglos prensados en un tiempo indiferenciado, sin duda porque las distintas referencias comportan algo en común: Se trata de situaciones (junto con otras también citadas, como las de Muza y las de don Pelayo el de Asturias, pero puestas correctamente en el pasado) análogas por la semejanza de su función y sentido en la historia de la España, en los enfrentamientos de la Cristiandad con el Islam. Queda patente que la temporalidad del drama difiere del tiempo histórico, aunque tome de éste trozos o episodios con los que elaborar su significación. El tiempo mítico-ritual se convierte en un tiempo paradigmático, en el que coinciden épocas y siglos anteriores, pero que connotan un mismo significado. Este tiempo paradigmático obtiene su sentido más al modo de la armonía musical (combinación de sonidos simultáneos y diferentes, pero acordes), en un corte «vertical» de la historia, que no de la melodía (sucesión de sonidos que, considerados en sentido horizontal, constituyen la base del discurso musical y del desarrollo de una obra). Es como si se condensara armonía y melodía, de manera que, al revés de lo que sucede ordinariamente en la música, donde la melodía tiene una apoyatura en la armonía, aquí lo melódico (la secuencia histórica) se contrae al máximo, como reduciendo toda la pieza no ya a un solo tema sino a un solo arpegio. Esto es, en efecto, lo que se obtiene al esquematizar toda la historia en ese estereotipo de la confrontación entre moros y cristianos, resuelto con la victoria cristiana. El discurso y la acción de este mito-rito de moros y cristianos se van articulando en torno al tema del rescate (recuperación, reconquista), que guía el hilo argumental. Para el punto de vista dominante, que es el cristiano, el rescate o liberación tiene por objeto al hijo de Guzmán, y luego la imagen del santo y el castillo. Desde el punto de vista del otro, para los moros, no puede ser otra cosa que la liberación o reconquista de su tierra, ocupada por los cristianos. Ahí radica la tensión y de ahí nace el litigio. La visión de los vencidos es, en esto, más correcta, históricamente hablando: El objeto real de la disputa es un mismo territorio, en el que no caben al mismo tiempo las dos etnias, las dos culturas, las dos religiones. La voluntad de conquista castellana es tal que desemboca en la imposibilidad del acuerdo, la insuperabilidad de la contradicción, la inevitabilidad de la tragedia. En el plano de la representación, ambos bandos se arman de motivos para reivindicar la justicia de la causa respectiva. Aunque, en el trasfondo histórico, es innegable la agresión castellana, de la que podría derivarse una conciencia de culpa, cuya prevención explicaría la funcionalidad de las relaciones de moros y cristianos, destinadas a reforzar ideológicamente la legitimidad de la conquista y los sentimientos de buena conciencia por parte de sus beneficiarios. Así, el hecho ficticio del apresamiento de Pelayo, el hijo del caudillo cristiano, es utilizado como recurso dramático para soliviantar los ánimos y encauzar el sentido y el sentimiento de la actuación cristiana hacia un imaginario rescate, que sirve de camuflaje al movimiento real, desplegado por el proceso de conquista del reino musulmán y la subsiguiente eliminación de la cultura morisca. Al principio, el hijo cautivo podría ser liberado mediante la entrega del castillo de Laroles. La negativa cristiana precipita la batalla en la que pierden además el castillo y la imagen del patrón. Lo han perdido todo, excepto la fe, que nadie --sostienen-- podrá arrebatarles. Esta fe supone una alianza sobrenatural decisiva y una mediación gracias a la cual van a recuperarlo todo, venciendo en la batalla final. La versión laroleña sometida a análisis viene a confirmar la hipótesis de que no hay propiamente dos tipologías de fiestas de moros y cristianos (una, de pérdida y recuperación del castillo, y otra, de cautiverio y rescate de la imagen del patrono o patrona (3)), no sólo porque se trate de sendos recursos que vehiculan idéntico significado y que, además, pueden emplearse conjuntamente, sino porque el tema del cautiverio y rescate de la imagen, o del hijo, y el tema de la pérdida y recuperación del castillo constituyen temas subordinados a otro principal, siempre latente, que es el tema de la conquista, particularizado como conquista castellana, conquista de Andalucía y del reino nazarí de Granada. En efecto, el esquema de relaciones plasmado en el argumento fundamental traduce la estructura de relaciones sociales dominantes, impuesta por los conquistadores, y viene a configurar un sentido de la historia, el del vencedor. La estructura global de ese esquema, en la que se insertan los restantes niveles como módulos subordinados a la misma significación global, puede formularse como una doble relación de correspondencia, la segunda de la cuales, en virtud de la mediación que permite pasar de una a otra, queda marcada con un signo de superioridad sobre la primera: A:B < A1:B1 Donde A significa la oposición entre dos civilizaciones/religiones, la cristiana y la musulmana por el dominio de un objeto de vital importancia, el país, al que ambas partes creen tener derecho (ese objeto disputado es sustituido simbólicamente por otros: el castillo, la imagen, el hijo). Intentan negociar, pero no cabe acuerdo. En B, son las armas las que deciden en favor de los moros; los cristianos lo pierden todo, comprueban que los otros son un enemigo serio, que está a la altura y puede derrotarlos. En el segundo miembro, se repite el ciclo, pero a la inversa: A1 plantea de nuevo la confrontación en el reintento de negociación a iniciativa ahora de los cristianos, éstos desde una situación peor, sin que tampoco sea posible un entendimiento. Desembocan, en B1, en otra batalla que concluye con la derrota total del bando moro, atribuida a la mediación divina, lo que viene a demostrar la superioridad de las armas españolas, así como de la religión/civilización cristiana. El primer binomio ostenta carácter provisional; el segundo, definitivo. Queda establecida la supremacía de los cristianos y de lo cristiano. En el fondo, el tema central es la disputa por la supremacía entre civilizaciones. En esto no hay discrepancia entre unas versiones y otras. De manera que todas las variantes no son más que recursos equiparables, intercambiables, acumulables, para recalcar, recordar, ritualizar esa idea, al gusto de cada localidad, mediante una secuencia de episodios más o menos fragmentaria, y un grado muy relativo de fidelidad a los hechos históricos evocados. La representación elabora una experiencia traumática, conservada en la memoria colectiva hispana (de hecho traumas semejantes son comunes a muchas otras situaciones de enfrentamiento intercultural). Efectúa una racionalización autojustificadora, que, en definitiva, viene a reafirmar la tragedia como inevitable. Pero, en el plano real, sólo para los musulmanes queda consolidada una pérdida irredimible. La figura del hijo de Guzmán se eleva como héroe de la patria y mártir de la fe, como víctima propiciatoria que acepta valerosamente su propio sacrificio para salvar a su pueblo. Pero no dejamos de entrever que la víctima efectiva fue históricamente la cultura islámica nazarí; los moros han sido los auténticos «chivos expiatorios». Cada forma
sociocultural tiende a vivirse
como la «verdadera» humanidad; define su identidad por
oposición
a otras formas, generalmente consideradas inferiores, al menos en
aspectos
fundamentales. La identidad cristiana queda recortada por
oposición
a la identidad mora, admirada y odiada a la vez. No ha cabido
una
integración conglobadora de las diferencias. La violencia que
segregan
siempre las diferencias estalló fatalmente, sin poder
reconducirse
ni fundar un nuevo orden común, ni un mito compartido. El de
moros
y cristianos pertenece a éstos últimos en exclusiva. La
violencia
resultante del enfrentamiento por el mismo objeto deseado y en disputa
no halló víctima propiciatoria ni mediación
sagrada
ni política que fueran reconocidas por todos, que hubieran
permitido
sobrevivir y convivir a unos y otros, a unos con otros, regulando la
violencia,
fundando un orden intercultural o supracultural. El esquema de la
conquista
está condenado a la catástrofe, a la tragedia Contexto y mutación simbólica Prácticas simbólicas como la representación ritual forman parte de las relaciones sociales, de la organización del sistema sociocultural, de la renovación de la vida del pueblo. La lógica interna de rito-mito de moros y cristianos está sometida a las presiones de la lógica externa de sus relaciones con la situación social, que actúa a modo de ecosistema. El plano simbólico conserva y transmite una memoria portadora de una visión del mundo, que interpreta el pasado histórico y lo vuelve presente, además de por sus consecuencias fácticas, por la idea que de él conforma. Así, los actores de la situación social de hoy se comunican, a través de la representación simbólica, a través del pensamiento mítico, con un pasado que da sentido igualmente al presente y al futuro. Pero el contexto actual también imprime su sello y codetermina el significado que el simbolismo alcanza en concreto. Laroles es un lugar situado en la vertiente sur de Sierra Nevada, a 1.010 metros de altitud y a 131 kilómetros de Granada capital. Cuenta con cerca de mil habitantes. Desde hace años, Laroles se fusionó con Júbar, Mairena y Picena, creando el municipio de Nevada. Sus principales recursos son forestales y su principal producción, agrícola. Es una sociedad eminentemente rural, con un alto porcentaje de desempleo, sobre todo juvenil, y en la que han cobrado importancia los emigrantes retornados, desde finales de los años setenta. No se puede documentar el origen de la fiesta de moros y cristianos; pero se conserva una fotografía de 1889, publicada por Amparo Gil (1988), que atestigua la gran solemnidad que revestía el acto. Con la conmoción de la guerra civil de 1936, se interrumpieron las funciones de moros y cristianos. Cuando las recuperaron, en los años cuarenta, el texto sufrió una adaptación, una mutación, que sin duda fue seleccionada por las nuevas condiciones surgidas tras la victoria nacionalista. Alteraron los parlamentos de la segunda parte con una serie de interpolaciones e incorporaron un final «feliz», al uso de otras versiones, con la conversión del caudillo moro y sus huestes. Tal como pueden observarse hoy día, las relaciones de moros y cristianos larolenses, siempre «cosa de hombres» y envueltas en un derroche de pólvora y estruendo, complementan el aspecto ritual, que no se reduce estrictamente a lo que acotan los papeles. En la actualidad, unos y otros hacen gala de un estilo muy diferente. El día de la víspera, por la tarde, la escuadra cristiana, con ropas militares modernas, desfila por las calles, al son de tambores y acompañando a la banda música, disparando sin cesar arcabuzazos. El primer día de fiesta, dedicado a san Sebastián, a media mañana, se congrega la tropa cristiana, tras su bandera roja con lazo amarillo, y recorre todo el pueblo; más tarde da escolta al altar, durante la misa. Mientras tanto, la tropa mora se reúne aparte y marcha a su aire, yendo de un lado a otro de manera desordenada y anárquica. Concluida la misa, sacan a la plaza las imágenes de los patronos y comienza la función, con la arenga de Guzmán, a caballo. Se organiza la procesión por la carretera que bordea el pueblo. Ya en las afueras, por las eras del egido, se enfrentan moros y cristianos en una guerrilla sin cuartel, disparando a discreción, bajo los almendros floridos. Los moros arrebatan la bandera a los cristianos, que huyen. De regreso a la plaza, los cristianos están en posesión del castillo (levantado como escenario). Allí prosigue la representación. Al terminar la primera parte, se escenifica la batalla adversa a los cristianos en el centro de la plaza, entre estampidos y humo de disparos. El segundo día, dedicado a san Antón, de nuevo sale la procesión y, llegados al egido, se desata otra batalla campal, en la que los cristianos recuperan su bandera y capturan la de los moros (verde con lazo rojo y media luna), obligándolos a huir. Al volver la procesión a la plaza, se reanuda el combate en el punto donde había quedado, allí mismo, el día anterior: los moros vencedores expulsan a los cristianos del castillo. Éstos ponen su campamento en un extremo de la plaza y empieza el segundo acto, hasta finalizar, como es sabido, con la rendición de los musulmanes. A continuación, el «Rey moro» y los suyos abrazan la fe cristiana, veneran a san Sebastián, y unos y otros marchan tras el santo, formando un solo ejército. Esta variante actual del drama culmina en el hermanamiento de moros y cristianos, entre los aplausos de todos los asistentes. A primera vista, la pluralidad de batallas de esta representación de Laroles resulta extraña y hasta incongruente. Sin embargo tiene una explicación sencilla. Las escaramuzas en el egido no son más que un doblete, un desdoblamiento o réplica de la acción principal, desarrollada en la plaza. Representadas al margen del texto escrito, cada uno de los dos días, reproducen prolépticamente el argumento de esa jornada, anticipándolo en el monte, de modo vivaz y espontáneo, e introduciendo la bandera como otro equivalente simbólico del objeto en disputa. La variación o sustitución, aunque sea parcial, de un texto por otro, puede estar motivada por la pretensión de dar más brillantez a la representación. En general, se nota cierta tendencia hacia la adopción de textos más extensos y floridos, de atuendos y despliegues más vistosos. Por otro lado, la identidad del estereotipo argumental vuelve perfectamente intercambiables las distintas versiones (sus orígenes raramente se despejan, y cada una es ya un precipitado de arreglos coyunturales, de recreaciones o adaptaciones a las obligadas referencias locales). Pero quizá haya motivos más profundos. La modificación de la segunda parte y sobre todo del final, precisamente en los años cuarenta, después de la traumática guerra civil, cobra sentido en cuanto proyección de la ideología de la «unidad de España». Un pensar que procede mediante analogías y correspondencias establece sin dificultad la analogía entre moro y rojo, ambos «enemigos de España». La conversión final del moro vencido, como conversión ejemplar, encaja a la perfección con el deseo de integración sumisa de los vencidos en la vida nacional de posguerra. Esta hipótesis se confirma cuando se averigua que eran los más pobres (previsiblemente los más rojos) quienes representaban los papeles de moros. Con posterioridad, las transformaciones de los últimos decenios han relajado las tensiones sociales y, en consecuencia, también la función y el significado de la fiesta de moros y cristianos se ha deslizado hacia otra parte. Ahora son más bien algunos emigrantes y gente joven los interesados en actuar de moros, acumulando cierta connotación de mayor permisividad. (Quizá todo esto explique el poco esmero con que los nuevos actores asumen el estudio de los papeles y la representación.) El carácter polisémico de lo simbólico le lleva a actualizar nuevos significados, a veces a virtualizar otros, aun cuando todavía se preserve un núcleo invariante. La sociedad que organiza periódicamente el rito se autoorganiza por medio de él. La rememoración de la violencia desatada, que en aquel tiempo desembocó en un final catastrófico, sirve para canalizar, regular y conjurar la carga de violencia siempre latente en las relaciones de convivencia, para generar solidaridad en la población, para reforzar los fundamentos del orden social, para hacer presente una identidad común por encima de las diferencias. Sólo queda
esperar, en estos tiempos
en que se agita el fantasma de la xenofobia y el racismo, que las
representaciones
de moros y cristianos nos enseñen su trágica
lección,
que nunca se perviertan en fanático culto de la propia
ideología,
de los propios ídolos, en cuyas aras se está dispuesto a
sacrificar, sin piedad, a los otros como enemigos.
Primer día: Primera parte (En estas relaciones, llega primero Guzmán con la tropa. Arenga de Guzmán para echarla en la puerta de la iglesia. Esta arenga se dirá al salir la procesión, partiendo la tropa en dos filas, y San Sebastián allí presente.) Guzmán. Soldados, acabáis de ingresar en un ejército bravo y aguerrido, en el ejército de España, cuyo renombre llena ya el universo. Vuestra fortuna es grande, pues habéis llegado a tiempo de combatir al lado de estos valientes. Hoy mismo marcharéis con ellos sobre el enemigo. Soldados, vuestra responsabilidad es inmensa. Estos bravos que os rodean y que os han recibido con tanto entusiasmo son los vencedores de veinte combates. Han sufrido todo género de fatigas y privaciones, han luchado con el hambre y con los elementos, han hecho penosas marchas con el agua hasta la cintura, han dormido meses enteros sobre el fango y bajo la lluvia, han arrostrado la tremenda plaga del cólera. Y todo, todo lo han soportado sin murmurar, con soberano valor, con intachable disciplina. Así lo habéis de soportar vosotros. No basta ser valientes. Es menester ser humildes, pacientes, subordinados. Es menester sufrir y obedecer sin murmurar. Es necesario que correspondáis con vuestras virtudes al amor que yo os profeso, y que os hagáis dignos con vuestra conducta de los honores con que os ha recibido este glorioso ejército, de los himnos que os ha entonado esa música, del general en jefe bajo cuyas ordenes vais a tener la honra de combatir; del bravo Conde que ha resucitado a España y reverdecido los laureles patrios. Y también es menester que os hagáis dignos de llamar camaradas a los soldados del segundo cuerpo con quienes viviréis en adelante, pues he alcanzado para vosotros tan señalada honra. Y no queda aquí la responsabilidad que pesa sobre vosotros. Pensad en la tierra que os ha equipado y enviado a esta campaña. Pensad en que representáis aquí el honor y la gloria de vuestro pueblo. Pensad en que sois depositarios de la bandera española y que todos vuestros paisanos tienen los ojos fijos en vosotros, para ver cómo dais cuenta de la misión que os han confiado. Uno solo de vosotros que sea cobarde labrará la desgracia y la mengua de España. Yo no lo espero. Recordad las glorias de vuestros mayores, de aquellos audaces aventureros que lucharon en Oriente con reyes y emperadores, que vencieron en Palestina, en Grecia y en Constantinopla. A vosotros os toca imitar sus hechos y demostrar que los españoles son en la lid los mismos que fueron siempre. Y si así no lo hiciereis, si alguno de vosotros olvidase sus sagrados deberes y diese un día de luto a la tierra en que nacimos, yo os lo juro por el sol que nos está alumbrando, y por San Sebastián que está presente, ni uno solo de vosotros volvería vivo a vuestro pueblo. Pero si correspondéis a mis esperanzas y a las de todos vuestros paisanos, pronto tendréis la dicha de abrazar otra vez a vuestras familias, con la frente coronada de laureles. Y los padres, las madres, las mujeres, los amigos dirán llenos de orgullo, al estrecharos en sus brazos: Tú eres un bravo español. Y tú, insigne Patrón, (Llega el Conde solo. Al llegar al castillo, dice el Conde a Guzmán.) Conde. Terminó la
batalla. El
ancho río Guzmán. Mas decid
cómo
fue vuestra victoria Conde. Silencio reina en
las
tiendas. Guzmán. Gloria eterna
al ilustre
caudillo Conde. El hierro cobarde
del
vil sarraceno Guzmán. ¡Hijo de
mi alma!,
¿qué pesar te aflige? Hijo. ¡No puedo! Guzmán. ¿No puedes? Hijo. Hoy mismo, señor, Guzmán. ¿Dónde? Hijo. Señor, no me
atrevo Guzmán. ¿Pues qué sucede? Hijo. Si os he vuelto a
ver,
si os
hablo, lo debo, Guzmán. ¿A su piedad? Hijo. En mí ves Guzmán. ¡Pues qué! ¿Acaso prisionero? Hijo. ¡Si! Guzmán. ¡Desgraciado! Hijo. En la refriega, Guzmán. ¿Aben
Comat?
¡Venga! Id. Hijo. A su sincera
amistad Embajador moro. Salud, noble Guzmán. Guzmán. Dame los brazos, generoso Comat. Embajador moro. ¡Dios
sólo
es grande! Guzmán. Cuán
dulce es
mi amistad, estrecharte Embajador moro. Amistad
santa Guzmán. Y bien, Aben
Comat,
di tu embajada. Embajador moro. No exige
tanto Amir,
antes desea Guzmán. ¿Cuál es? Embajador moro. De Laroles el fuerte has de entregarle. Guzmán. ¿Yo entregar a Laroles? Hijo. ¿Eso a Guzmán propones? ¡Miserable! Guzmán. Dale gracias,
Comat,
a ser mi amigo Embajador moro. Modera ese furor, Guzmán, y advierte... Guzmán. Sólo
advierto
que quieres infamarme. Embajador moro. ¡Yo!
Dejemos
inútiles preguntas. Guzmán. Harto lo sabes. Embajador moro. Sólo
de quien
me envía los mandatos Guzmán. Pues lleva a
quien te
envía por respuesta Embajador moro.
Piénsalo bien,
Guzmán: Tuyo es Laroles, Guzmán. Ten la lengua: Embajador moro. ¡Ah!
Duélate
el destino que le espera Guzmán. Moro: Como
quien es,
al hijo mío Hijo. ¿Y qué
importa,
señor? Dejad que apuren Guzmán. Bien, hijo,
muy bien.
¡Ven a mis brazos! Embajador moro. Ilusos,
¡deliráis!
¿Pensáis acaso Guzmán. Mas
caerá con
honor. Pero, cayendo, Embajador moro.
¿Luego, hoy,
tus esperanzas llegan sólo Guzmán. ¡No, que
aspiro
a vencer! Dios, por quien lidio, Embajador moro.
Guzmán, te admiro;
aunque a la par me duele Guzmán. No te canses, Amir. Y bien, Aben Comat,
¿cuál
su respuesta? Embajador moro.
Imposible,
señor.
Aquí está el hijo Amir. ¡Alá te guarde!, noble caballero. Conde. ¡Y a ti te guarde Dios, que sólo es grande! Amir. ¿Qué he
sabido? Conde. ¿Cuándo,
moro,
que un Guzmán Hijo. Moro,
¿qué quieres
de mí? Amir. No soy tan cruel y
fiero, Conde. Posible es que con
su
duelo Amir. Cristiano, yo a
él le
ofrezco Conde. En vano tanta
ventura Amir. Ved que vuelan los
momentos Hijo. Esfuerzo tan
repugnoso Conde. Refrena tu ardor,
Pelayo, Amir. (Con calma.)
Hijo. ¡No! Si lo
piensas, vilmente Amir. ¡Silencio, osado
rapaz! Conde. ¡Ah! ¡Mi
sangre
gota a gota Amir. No será tal
sacrificio Conde. ¡Basta, basta,
vive Dios! Amir. ¡Por Alá!
Mi indignación Conde. Sí
vendrán, y
esa altiveza Amir. Que vengan, pues, y
veremos Conde. Te engañas, que
Dios,
cansado Amir. ¡Infame! Ya mi
piedad Hijo. No tengas, buen
Conde,
miedo. Amir. (Dirá con
furia.) Hijo. ¡Pronto anhelo
morir! Amir. ¡Infame! Basta de
injuria Hijo. ¡Valor! Yo parto
a ceñirme Conde. ¡No temas! En la
mansión Amir. Sí, sí,
mas morir
vengado Guzmán. ¿Y mi hijo? Conde. Vive, señor, Guzmán. Pero, ¿qué suerte...? Conde. Este pliego Guzmán. ¿Ese
pliego?
¡Dadme pronto! Conde. ¿Te alteras? Guzmán. ¡Ay!
Sí,
que un ascua encendida Conde. ¡Valor! Guzmán. Decid: Conde. Por fuerza. Guzmán. Y ¿él os dio? Conde. Con propia mano. Guzmán. Su faz, entonces... Conde. ¡Perverso, Guzmán. ¿Sus miradas? Conde. ¡Falsas! Guzmán. Y
¿brillaba en
ellas Conde. Sí, el de un
tigre Guzmán. (Con
impaciencia.) Conde. Amir me habló de rescate. Guzmán. ¿De rescate? ¡Si así fuera! Conde. ¿Qué otra cosa puede ser? Guzmán. Es verdad. No
sé
qué idea. Conde. ¡Infame! Guzmán.
«Mañana,
si, después del tercer toque de clarín, no me
habéis
entregado a Laroles, la cabeza de vuestro hijo caerá sin
remedio,
al pie de los muros que obstinadamente me negáis.» (Esta arenga la dirá el Conde a los soldados después de bajar Guzmán del castillo:) Conde. ¡Soldados!: No
sufra Guzmán
el Bueno. Segundo día: Segunda parte (Los cristianos asistirán a la procesión del mismo modo que en la 1ª parte; pero, en llegando a la calle Real, irán haciendo fuego en retirada.) (El Conde dirá a los soldados:) Conde. Con cólera,
avergonzado, Soldados. ¡Eso no! ¡Vamos a ellos! Conde. Esperad, que
aquí se
acerca Guzmán. Ve al
castillo, embajador, Conde. ¡Ah de este
castillo!
¡Ah de sus almenas! Amir. ¡Alá te guarde, cristiano! Conde. En este castillo,
en
vano Amir. No creas cristiano
en
sueños. Conde. Siento, moro, que
tan
duro Amir. Cristiano,
¿será
verdad Conde. Oye lo que dicen
de
ella, Amir. Por Alá, calla
insensato, Conde. ¿Qué
profieres,
imprudente? Amir. Tus empeños
serán
vanos Conde. No es orgullo lo
que
el pecho Amir. ¡Es imposible a los dos! Conde. Pues ¡queda, moro, con Dios! Amir. Cristiano, ¡que
Alá
te guarde! Conde. Inútil fue mi
embajada Guzmán. Fatal es y
carnicera Amir. ¡Maldecido
destino! Desarmada Conde. Depón esa
altivez, moro
atrevido, Guzmán.
Contemplándote
estoy, y a vueltas ando, Amir. No temo tu
desprecio ni
tus iras. Guzmán.
¿Aún te
atreves a hablar, traidor pagano? Amir. No receles que el
miedo
entre
en mi pecho. Guzmán. Me espanta Amir. Guzmán, a la
tuya mi altivez
no cede. Guzmán. Ira noble,
¡pardiez!,
guerra tan sólo Amir. Propia contigo de
mi
raza. ¡Escucha! Guzmán. ¡Traidor! Amir. ¡Tú me
desprecias!
Oye ahora Guzmán. Sí
haré.
Mas antes enseñarte quiero, Amir. Mira: ¡Tu hijo! Guzmán.
¡Sí! ¡Contempla
ahora Escrito por Antonio
Gómez López,el
año 1933, en Laroles.
1. Lelilí. «Gritería que hacen los moros cuando entran en combate o celebran sus fiestas». 2. Por ejemplo, las distintas variantes del desenlace final connotan el mismo significado, ya se represente la condena a muerte de los moros, o se les mande al destierro, o se ahogue a Mahoma en la fuente de la plaza, o se conviertan a la fe cristiana y lleven fervorosamente la imagen del patrón. Esta última forma, más irenista, no altera el sentido de negación de la identidad de los otros, sino que incluso la lleva más lejos. 3. En este caso,
¿habría
tal vez que agregar otro «tipo»: el del cautiverio y
sacrificio
del hijo? Por importante que sea un tema puesto en primer plano, creo
que
no basta para clasificar una «familia» de textos como
distinta
de otra, máxime teniendo en cuenta que con frecuencia el tema
del
castillo y el de la imagen coinciden en la misma versión.
Brisset Martin, Demetrio E. Domínguez Morano, Carlos Gil, Amparo Gómez García, Pedro Guastavino Gallent, Guillermo Jerez, Juan M. Rodríguez Becerra, Salvador Wachtel, Nathan Warman, Arturo |
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