Recensión 01
Jean
Levi:
Los
funcionarios divinos. Política,
despotismo y mística en la China antigua.
Madrid,
Alianza, 1991.
Por José
A. González Alcantud
Los
sinólogos franceses tienen una
larga tradición intelectual, al igual que sus colegas antaño
llamados orientalistas. Baste recordar figuras como la de M. Guimet,
creador
del museo parisién de su nombre, quien consiguiera reunir, en plena
época colonial, una de las mejores colecciones de objetos
extremoorientales
de Europa. Los largos brazos de los imperios, y muy en primer término
Francia, llegaron en la época clásica del colonialismo (1875-1914)
a todos los rincones de Indochina, China y Japón, arrastrando consigo
una innumerable cacharrería. En particular, el imperio francés
jugó un papel muy activo en asuntos como el bloqueo del comodoro
Perry a Japón, para acabar con su cerrazón feudal y abrirlo
al comercio, y en las guerras del opio (1840-1885), que tenían las
mismas pretensiones librecambistas y dominadoras en relación a China.
Decíamos
que paralelamente a aquella
imparable marea occidental avanzaban coleccionistas como Guimet, o
estudiosos
como Marcel Granet, tantas veces celebrado por Mauss. Otras célebres
figuras ligadas a aconteceres de diverso signo, tales Víctor Segalen,
Teilhard de Chardin o André Maurois, marcaron esa relación
alejada y familiar con la China confuciana que sirvió para que Francia
metropolitana conociese algo no sólo de aquella cultura sino igualmente
de sí misma, bien fuese a partir de Choukoutiang y el problema del
origen del hombre, de los efectos psicoantropológicos para el viajero
aventurado en el «país de lo real», o de la actualidad
de la revolución china. Es más, hasta los gauchistes
de 1968 enarbolaron la bandera maoísta, vanguardia del
anticonfucianismo
y del triunfo de la periferia sobre el centro.
Definitivamente
China generó en Francia,
además del miedo al «peligro amarillo», es decir a una
invasión demográfica de aquella procedencia, tras los tratados
de mutua apertura, como consecuencia de las guerras del opio, una gran
atracción hacia una civilización considerada igual pero decadente.
En ocasiones inclusive, por ejemplo entre los maoístas parisinos,
fue conceptuada superior y, como tal, imitable en su formulación
revolucionaria.
Jean Levi,
en esa tradición chinoise,
hila su discurso con el de otros historiadores de la talla de Marcel
Granet,
Jacques Gernet o Jacques Chesneaux. Mas añade la tradición
montesquieana, largamente utilizada en la Ilustración, de comparar
una cultura extraña con la europea; y lo hace no con argumentos
forzados sino con la sutileza de quien disecciona la «divinidad»
del funcionariado chino de antes de Cristo, sin dedicar una sola línea
a Occidente. La comparación se halla implícita, y el propio
Levi lo habrá podido comprobar a buen seguro en su carne, a su paso
inevitable por alguna de las atalayas parisinas gobernadas por
«mandarines»
o «patrones-funcionarios», vivos reflejos del espíritu
napoleónico y del confuciano, ambos unidos por el soporte funcionarial.
Al
entender de Levi, el funcionario confuciano
no puede ser considerado sólo como un apéndice funcional
del poder, sino como el poder mismo que igual realiza juegos de
estrategia,
moviéndose en el natural damero de las iniquidades, o hace ejercicios
de ritología hasta desencadenar la divinización. El poder,
se extrae del análisis pormenorizado y apasionante de nuestro sinólogo,
no es ejercicio brutal de la fuerza, como pretendería el marxismo
periclitado, sino más bien modelación en una interacción
entre juego de estrategia y rito.
Un buen libro, ameno de leer por demás,
para politólogos y antropólogos preocupados por la política,
el estado y el poder, que nos produce el vértigo de comprobar la
constante de la bien tejida violencia, y su aprendizaje virtuoso, en la
lejana y despótica China, ayer como hoy.
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