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«Los Balcanes están en Europa, pero Europa no es como los Balcanes». Tal puede ser la fórmula que exprese la actitud de distanciamiento, a la vez que de perplejidad, con la que desde los países europeos, y más concretamente de Europa occidental, se contempla la guerra --o quizá, más bien, las guerras-- que desde hace dos años está asolando lo que era la antigua Yugoslavia. La civilizada Europa vuelve a encontrarse de nuevo con la brutalidad de una guerra que pone ante sus ojos los potenciales de irracionalidad y de insensibilidad que el hombre, el sedicente «hombre civilizado», puede poner en juego. El asedio de Vukovar, de Dubrovnik, de Sarajevo... han sido los hitos --en los tres casos la iniciativa bélica correspondió al ex ejército federal y a las fuerzas paramilitares serbias, empeñadas en la operación fascista de «limpieza étnica» que ha de abrir paso al Estado nacional panserbio-- que han marcado la sorprendente escalada de violencia de una guerra civil que ha dejado a Europa consternada y sumida, una vez más, en una parálisis política que no es sino reflejo de su impotencia ante los problemas más decisivos. El final de siglo está cargado de ellos, lejos de ser aquel apacible «final de la historia» que algún neoconservador filohegeliano se aventuró a imaginar (véase Fukuyama 1989 y 1992). Lo que no cabe, en cualquier caso, a estas alturas, es la ingenua posición de quien, desde la extrañeza, recuerde con nostalgia las expectativas de bonanza abiertas aquel día de 1989 en que cayó el muro de Berlín y pareció que estábamos poco menos que al borde de la «paz perpetua». Ahora, como en otros momentos de nuestra historia, valen aquellas palabras de Benjamin, en sus Tesis de filosofía de la historia (8), con las que advertía contra la ilusión que supone considerar anacrónicos ciertos fenómenos y situaciones que, por su carácter deshumanizante, resultan difíciles de encajar: «No es en absoluto filosófico el asombro acerca de que las cosas que estamos viviendo sean 'todavía' posibles en el siglo XX» (Benjamin 1973: 182). Los acontecimientos que tienen lugar en Europa hacen obligado pensar la barbarie; los europeos tenemos que repensarla, si no queremos recaer en ella. Ninguna cultura, ninguna colectividad, nadie está definitivamente «vacunado» contra ella. Lo que ocurre en las repúblicas balcánicas, en Bosnia sobre todo, como lo que sucede más allá, en el Cáucaso, lo atestigua; pero el problema lo desplazamos al pensarlo como algo que acontece «a las puertas» o extramuros de la Comunidad Europea. Respecto de los países de la Europa del Este o de la ex URSS las cosas se ven más lejanas, y con el aumento de las distancias más se incrementa la tendencia a considerar los problemas como pertenecientes a «otro» mundo: el mundo de los otros. Sin embargo tal desplazamiento no supone ninguna garantía. Los fenómenos de racismo y xenofobia que cobran cada vez más fuerza en las sociedades occidentales son el síntoma de que la «enfermedad» llamada barbarie no está erradicada del todo, y hace albergar la sombría sospecha de que una crisis económica prolongada, un exacerbamiento de los nacionalismos, una desconfianza generalizada respecto de las instituciones democráticas... puedan conducir a una eclosión de irracionalidad análoga a las conocidas en otros momentos no tan lejanos. Ciertamente, uno de los caminos «para evitar que el racismo crezca como una mancha de aceite», precipitándose en fenómenos de tinte fascista, consiste en «mantener viva la memoria histórica» --algo de lo que andamos muy escasos en nuestro contexto hispano-- (Elorza 1992). Por lo demás, cabe recordar cómo un autor tan preocupado por la problemática de la irracionalidad de las sociedades contemporáneas como Erich Fromm ya hacía saber, al abordar el análisis de la génesis del nazismo, que el fascismo es un peligro nunca totalmente ahuyentado del Estado moderno, y que para combatirlo --y no ya sólo en el campo de batalla, como hubo que hacerlo contra los nazis-- hace falta conocerlo (cf. Fromm 1980a: 27). La advertencia de Fromm se nos presenta con plena vigencia: hay que pensar la barbarie si queremos combatirla, lo cual nos induce de entrada a emprender ese camino --afortunadamente, repensar la barbarie ha sido y es tarea de no pocos, aunque, desgraciadamente, actuar contra ella no lo sea de tantos como debieran, es decir, de todos los que pretendan ser humanos--. Para esa tarea, vamos a concentrar nuestro esfuerzo en el camino de la clarificación de los diferentes sentidos, y sus implicaciones, con que utilizamos el término «barbarie» como noción polisémica. Como quiera que
se
lo utilice, el término
«barbarie» o la denominación o el adjetivo de
«bárbaro»
aplicada a cualquier individuo o grupo humano, conlleva siempre
connotaciones
peyorativas --salvo excepciones en las que se explicita un sentido
distinto
(cf. Benjamin 1973: 169; Adorno 1978: 48), o los conocidos casos en que
las palabras «bárbaro» y sus derivados se utilizan
exclamativamente
expresando admiración, sorpresa, etc.--, connotaciones, por lo
demás
que abarcan muy diferentes grados de calificación negativa
(des-calificación),
los cuales tampoco son siempre inocentes. Tal carencia de
inocencia
de algunos usos de la palabra en cuestión nos conduce a
anticipar
nuestras posiciones: si el término «barbarie»
siempre
implica una valoración negativa, su utilización con uno u
otro sentido es susceptible a su vez de valoración. Es
más,
lo que hoy es para nosotros la realidad de la barbarie exige
esa
valoración, y la calificación de un uso del
término
como pertinente y aceptable, y por ello positivo, y la
descalificación
del otro como impertinente, inadecuado y, en consecuencia, negativo.
Distinguiendo
dos usos principales bien diferenciados, encontramos el término
«barbarie» como noción descriptiva, aplicada
al otro culturalmente diverso, y «barbarie» como
concepto ético,
explícitamente valorativo, que entraña la
recusación
total de una forma de comportamiento humano. De éstos, es el
primer
sentido el que hay que tachar de improcedente: es un uso negativo
que, de suyo, se autodescalifica desde el otro sentido del
término,
el que consideramos como pertinente. De la tensión entre ellos
resulta
que quien utiliza el término en el uso que consideramos
improcedente,
se encuentra con que la valoración negativa, normalmente
encubierta,
que conlleva adjetivar al otro de «bárbaro»,
se vuelve contra él en el otro sentido, ése sí
pertinente.
La noción de barbarie, por su ambivalencia, resulta
así
reversible, de forma incluso que dicha reversibilidad pone sobre la
pista
del sentido para nosotros aceptable del término, que
decanta
inequívocamente la ambivalencia de la noción hacia uno
sólo
de los polos que constituyen su cotidiana y no esclarecida
ambigüedad.
2. Visión etnocéntrica de los bárbaros a lo largo de la historia: La barbarie cultural Independientemente de la mejor o peor manera en que hayan resuelto el problema, lo cierto es que todas las sociedades humanas han presentado resistencia al reconocimiento del otro, culturalmente distinto, como igualmente humano. Parece en ese sentido de lo más plausible hablar de un «etnocentrismo espontáneo» como de un fenómeno universal, presente en todas las culturas, y que sólo empezó a ser dejado (parcialmente) atrás con el «salto» que supuso en diferentes tradiciones de determinadas áreas culturales la emergencia de religiones universalistas de salvación (cf. Jiménez 1984: 136 ss). Estas fueron portadoras en gran medida de un «núcleo ético común», que en todos los casos comportaba la propuesta de una moral universalista asentada sobre el reconocimiento de la igualdad básica de todos los hombres (cf. Fromm 1970: 95; 1973: 32-33; 1978: 64). Puede considerarse el avance hacia tal reconocimiento y la consolidación del mismo como uno de los exponentes más claros de progresiva humanización, y como uno de los logros culturales más importantes, a pesar de su precariedad, obtenido de manera convergente desde tradiciones e historias distintas, las cuales se autotrascendían desde su particularidad hacia la universalidad. Aunque la percepción de lo humano universal siguiera siendo en gran medida etnocéntrica, la dirección de ese proceso, que llega hasta nosotros, quedó encaminada hacia el reconocimiento de la universalidad de lo humano --con la afirmación consiguiente de la igualdad de todos los hombres--, que hoy no tenemos por qué entenderla como contraria a la particularidad, sino como superadora del etnocentrismo (cf. Todorov 1992). Ha sido una tarea (inacabada) de siglos, que en Occidente se ha presentado con rasgos peculiares, entre los que hay que destacar la agresividad de su etnocentrismo, por un lado, pero también, por otro y como compensación, junto a la fuerza de sus tendencias universalizadoras, la potencia y alcance de su autorrelativización y autocrítica, resultados todos ellos de lo que ha sido su proceso de Ilustración, con sus deficiencias, mas indudablemente también con sus méritos. Ese proceso de apertura de la particularidad a la universalidad, cuya clave radica en el reconocimiento del otro, ha sido, pues, un proceso largo, mediado por muchos factores y mediatizado por otras tantas circunstancias. Con todo, ha supuesto un avance paulatino hacia la exigencia de respeto a la dignidad de todos, esto es, de cada uno, aunque haya sido un avance logrado en muchos casos a través de rodeos penosos donde no estaba ausente la posibilidad de una regresión, posibilidad actualizada en ciertos momentos como facticidad histórica, aunque lo conseguido en cuanto al reconocimiento de dignidad y derechos quedara ya como cota respecto de la cual no cabía retorno. El proceso ha sido el de una maduración difícil, concentrándose buena parte de la dificultad en torno a cómo pensar lo diferente para afirmar transculturalmente la igualdad de todos en aquello que es universal. Cabe afirmar que el etnocentrismo primario, aliado con el principio de identidad que opera desde la misma gramática, fueron obstáculos difíciles de superar para ir a la ruptura de la ingenua, distorsionada y siempre peligrosa equiparación de lo humano a la particularidad de lo propio de cada grupo, etnia, sociedad, etc. Es tal reducción absolutamente injustificada la que se esconde detrás del uso descriptivo del término «barbarie». Si en las sociedades humanas ha sido moneda frecuente ese etnocentrismo primario que lleva a identificar como genuinamente humano lo que son rasgos propios de la etnia a la que se pertenece, nada tiene de extraño que la distinción entre civilización y barbarie sea una distinción muy antigua, sostenida desde el momento en que desarrollos culturales muy diversos entre sí dieron lugar a sociedades contrastantes en sus condiciones tecnoeconómicas y modos de vida, en sus instituciones y creencias (cf. Bestard-Contreras 1987: 49 ss). Desde que se produjo ese contraste, percibido como desnivel en cuanto a los respectivos desarrollos culturales, se hizo presente la tendencia a describir a los extraños en términos impregnados de connotaciones valorativas de signo negativo. Tales descripciones, cargadas de prejuicios, han sido cauce de expresión del temor a lo diferente, y de afirmación de la supuesta propia superioridad, quedando normalmente lo primero encubierto tras la manifiesta explicitación de lo segundo. La función ideológica del discurso aparentemente descriptivo estaba servida; sólo hacía falta acoplarlo a las distintas necesidades de justificación: expansión territorial, colonización, expolio, esclavización de poblaciones vecinas, etc. En el ámbito cultural griego, en el que en gran parte hunde sus raíces la tradición cultural de Occidente, encontramos de manera clara esa distinción y ese discurso descriptivo desvalorizador. Tanto es así, que el término «bárbaro» procede directamente del griego, en el que decantó su significado desde la acepción neutra de «extranjero» --más exactamente, «el que no habla la propia lengua», que es lo que quiere decir la palabra griega «bárbaros», de origen onomatopéyico--, hacia la acepción valorativa de «salvaje», «rudo», «no civilizado»; en definitiva, infrahumano. Los testimonios a ese respecto son abundantes, y van desde Heródoto, que describe la barbarie --en especial la de los escitas-- en términos opuestos a una noción de civilización absolutamente determinada por las características de la propia sociedad, hasta el mismísimo Aristóteles, quien en la cumbre del pensamiento griego no avanzó, sin embargo, un paso para superar el limitado y distorsionante antagonismo civilización-barbarie. Basta para corroborarlo asomarse a su Política y ver sus alusiones a los bárbaros, caracterizados por serles ajena la polis, con todo lo que a su estructuración sociopolítica se le suponía de desarrollo económico y cultural. Más concretamente, encontramos que dicha obra se abre con un capítulo que finaliza precisamente poniendo en boca de los poetas --y de entre éstos, el poeta por excelencia sabemos que era Homero-- la equiparación entre barbarie y servidumbre, y la consiguiente preconización y justificación del dominio de los griegos --ciudadanos de la polis, que eran los considerados hombres plenamente humanos, aunque a decir verdad tal condición quedaba restringida a los adultos varones--: «Por esto dicen los poetas, con sobrada razón, que los griegos sean señores de los bárbaros, casi dando a entender que naturalmente es todo uno, ser bárbaro y ser siervo» (Aristóteles 1985: 30). Puede considerarse un hecho antropológico que toda civilización ha tenido sus bárbaros, que en cada caso han sido unos determinados otros, diferentes, extraños y peligrosos a la vez, vistos como inferiores, pero al mismo tiempo difíciles de dominar; su presunta mayor proximidad a la naturaleza parecía darles una fuerza que el hombre de la civitas no podía sino temer y tratar de domeñar mediante una violencia mayor. Lo bárbaro es así lo no integrable, lo que no encaja en la propia cultura, lo que desde ésta no alcanza el estatuto de plena humanidad, aun cuando se reconozca a los bárbaros la pertenencia a la misma especie biológica. Es en este sentido interesante constatar cómo, ya en el Imperio romano, heredero de la noción griega de barbarie, aplicada a los celtas y muy en especial a los pueblos germanos, la difusión de ideas cosmopolitas, de concepciones más coherentemente universalistas como las de los estoicos, no lograron hacer mella en la dicotomía, consolidada como irreductible, entre civilización y barbarie. Sorprende de manera análoga, aunque por más fuertes motivos, el caso del cristianismo, religión universalista de suyo radicalmente igualitarista --todos los hombres son iguales ante Dios--, pero que no sólo no pudo sustraerse durante mucho tiempo al prejuicio cultural de la mencionada dicotomía, sino que incluso la asumió como propia --algo que no debe extrañar, desde el momento en que alcanzó el reconocimiento de religión oficial del Imperio--, para reciclarla bajo la equiparación de barbarie y paganismo, a medida que la romanitas fue siendo reemplazada por la cristiandad. Para el mundo medieval cristiano, bárbaros son los normandos, los vikingos, las «hordas» que acosan a la cristiandad por oriente, como tártaros y mongoles... Curiosamente, al mundo islámico no se le suele aplicar el calificativo «bárbaro», sino el de «infiel»; después de todo, comparte con el cristianismo una filiación religiosa común --forman parte del tronco abrahámico--, aunque su trayectoria se haya desviado. Y por otra parte, dadas las negativas connotaciones infravalorativas de cualquier descripción de una sociedad o cultura diferente como bárbara, difícilmente se puede calificar así a toda una civilización que en la Edad Media toma la delantera a la cristiandad en lo que a desarrollo cultural se refiere. La fuerza de los hechos hace en ese caso imposible el uso ideológico que es connatural al concepto descriptivo de barbarie. Durante la «revolución renacentista» (cf. Heller 1980: 8 ss), también en este asunto cambia el panorama. Por una parte, el refinamiento de los humanistas italianos les agudiza la mirada para percibir la barbarie en su más inmediato entorno cultural --franceses y españoles son calificados como bárbaros--, a lo que se suma la idealización y elevación a paradigma del mundo clásico, desde donde la propia cultura pasa a ser valorada en términos de déficit respecto de los logros grecolatinos. Por otra parte, los nuevos descubrimientos, y en especial el de América, originan un terremoto intelectual que obliga a replantear muchas ideas antropológicas. De suyo, es en el Renacimiento cuando se abre paso la afirmación consecuente de la universalidad de la condición humana y de la consiguiente igualdad de todos los hombres --todo ello tematizado en torno a un concepto de naturaleza humana que trata de recoger lo específico y universal del hombre, es decir, aquello en virtud de lo cual todos los hombres son humanos--, mas tampoco tal teorización de cuño humanista impide que se siga hablando de los otros como bárbaros: de inmediato, los indígenas americanos pasaron a ser descritos --es decir, «des-calificados»-- como tales. Sin embargo, si eso es sabido, como igualmente está más que desvelado el encubrimiento ideológico que el discurso de la barbarie comenzó a ejercer desde muy pronto sobre las prácticas colonialistas, no es tan conocido el hecho de que en las relaciones interculturales de la América precolombina también se hacía uso de términos equivalentes a los del binomio civilización-barbarie, con el mismo esquema de superioridad-inferioridad, y junto con análogas pretensiones de dominio. A ese respecto, considerando todo ello desde una amplia perspectiva antropológica, afirma Todorov:
Por lo demás, conviene reparar que incluso para aquéllos que, ante los excesos inhumanos de la conquista y colonización de América, optaron a favor de la defensa de los indios, éstos no dejaron de ser considerados como bárbaros. Bartolomé de las Casas, por ejemplo, los describe así, llegando a sostener, bajo el rótulo común de «barbarie», un triple encasillamiento de los pueblos indígenas según fuera el desarrollo cultural alcanzado. Pareciendo anticipar planteamientos del antropólogo decimonónico L. Morgan, Las Casas propone un primer grado de barbarie --el menos bárbaro-- calificado de tal por su diferencia cultural (creencias, costumbres, etc.), aunque supone disponer de una organización política compleja y eficaz (caso de los aztecas e incas); junto a ése, el segundo grado se caracteriza por no utilizar la escritura --criterio que se mantendrá después por otros, pudiendo ser encontrado en el neoevolucionista V. Gordon Childe (1973)--, mientras que al tercer grado le corresponde ya un estado de cuasisalvajismo, con costumbres «perversas», sin ley ni religión, de manera tal que la amenaza que constituyen por sí mismos esos bárbaros les hace poco menos que acreedores de una guerra defensiva (cf. Las Casas 1958: 307-308). José de Acosta, en la misma línea y a pesar de su defensa humanitaria de los indios, igualmente los describe, en su Historia natural y moral de las Indias, como bárbaros, especialmente los que carecen de un «gobierno» (organización política) de algún modo centralizado y estructurado a la manera estatal --como era el caso de incas y aztecas, con sus monarquías imperiales, a pesar de su carácter tiránico-- (cf. Acosta 1979: 280). Por otra parte, estos autores como Las Casas o Acosta, ya no vinculan a la barbarie ninguna cualidad, o más bien su carencia, «natural». Ven en el bárbaro la posibilidad del acceso a la civilización, la cual la contemplan apoyada en la naturaleza humana común a todos. En ese sentido, al considerar la barbarie como un estado virtualmente transitorio --los europeos habrían pasado por él tiempo atrás--, Acosta y Las Casas anticipan el esquema evolutivo que se impondrá en la Ilustración y que harán suyo los primeros antropólogos evolucionistas: la secuencia salvajismo, barbarie, civilización. Por lo demás, también estos autores renacentistas, enmarcados en la neoescolástica del barroco español, adelantan muy significativamente otra cuestión de gran impacto en el pensamiento posterior: la visión del buen salvaje --sus ecos se perciben en Rousseau--, que por un lado contrapesa por vía de idealización el sesgo infravalorativo de las descripciones de los indígenas (cf. Savater 1992) y, por otro, acusa el rebote de esas descripciones en una barbarie de diferente índole, la barbarie moral, y ya no cultural, de los conquistadores, de forma que la noción se vuelve contra éstos dejando vía libre para la exaltación ingenua de lo indígena. Aparcando de momento ese uso de «barbarie» emparejado a las visiones del buen salvaje, lo que conviene ahora destacar es cómo el uso descriptivo del término pasó al pensamiento ilustrado en general, haciendo patente su etnocentrismo y, por tanto, los límites del universalismo propio de los planteamientos filosóficos, antropológicos, éticos y políticos de la razón ilustrada. La Ilustración europea tendrá serios problemas para pensar la diferencia. El ya mencionado Rousseau, como Herder y otros casos puntuales --cabe citar a Diderot--, se presentan como excepciones en un panorama intelectual que permanece muy cerrado ante la alteridad. La metafísica del sujeto, que desde el paradigma de la conciencia constituye el nervio de la filosofía moderna, incurre en lo que cabe considerar un doble error antropológico: la falacia abstractiva, que deja atrás al hombre concreto, y la falacia generalizadora, que hace extensivo al hombre de todo tiempo y lugar rasgos y características propios del hombre europeo. Los avances en la defensa de la libertad y la igualdad de todos los hombres se ven así lastrados por la cerrazón etnocéntrica para un adecuado tratamiento de la diferencia y, a su través, para planteamientos más próximos a un dialógico universalismo intercultural y menos aferrados a un monológico universalismo impositivo. La contraposición barbarie-civilización se enquista fuertemente en el pensamiento occidental, y no sólo eso, sino que encuentra además un nuevo marco operativo en la concepción ilustrada de la historia como progreso. Calificados los otros como bárbaros, el camino está expedito para justificar lo que sea en el «avance civilizatorio» de la humanidad. Hegel es buen ejemplo de ello: no tiene empacho alguno en hacerlo así, y no es de extrañar en una concepción teleológico-metafísica de la historia como la suya, que quiere cargar dialécticamente con lo negativo de la misma, pero que acaba justificando («historiodicea») como necesario todo lo negativo, apelando siempre que haga falta a la criptoprovidencialista «astucia de la razón». Anteriormente, el mismísimo Kant, sin llegar a los extremos etnocentristas hegelianos, también justifica, en polémica con Herder, la colonización «civilizadora» occidental (cf. Kant 1987: 55), aunque hay que decir en honor a la verdad que rechaza con duras palabras la injusticia acarreada por las «visitas conquistadoras» hechas a países de otras latitudes (cf. Kant 1985: 28). No obstante, hay razones para pensar que la lógica interna de la ética kantiana se quiebra un tanto en torno a toda esta cuestión: la exigencia moral incondicionada de respetar la dignidad de todo hombre, tratando su humanidad como fin y no como medio, parece retroceder, no ante la conquista, pero sí ante la colonización de los pueblos bárbaros --inevitablemente supone dominio y violencia--, con el argumento encubridor de que el progreso de la civilización lo requiere y de que, además, esos otros, después de todo, permanecen en la «minoría de edad» de quienes no han alcanzado su autonomía --punto de apoyo, para Kant, de la dignidad del hombre y de la exigibilidad del respeto a la misma--. Se trataría en tal caso de promover el paso desde la barbarie, caracterizada por Kant como el estado de una situación con poder, pero sin libertad ni ley (cf. Kant 1991: 290), hasta la civilización, la cual, en la perspectiva kantiana, sigue siendo etapa intermedia en el progreso de la humanidad hacia la moralidad. La idea de progreso es, pues, el nuevo punto focal para hacer inteligible la historia, y desde él cobra renovadas fuerzas el concepto descriptivo de barbarie, que nunca deja de ser valorativo. Ya uno de los padres de la moderna idea de progreso --sabido es que tiene su génesis en la asunción secularizada, por parte de la razón autónoma, de lo que era la visión teológica de una historia de salvación--, como es Turgot, ve el progreso, o los «progresos», según prefiere decir, como el tránsito paulatino de la barbarie a la civilización. En un principio, la primera «iguala a todos los hombres» (Turgot 1991: 39); después, procesos «desiguales» originan un asincrónico avance civilizatorio. La ilustración, cuya palanca es la escritura, hace retroceder los límites de la barbarie. No obstante, el progreso es frágil --Turgot aún no sostenía la visión fuertemente determinista que pronto se impondría, como aparece ya en Voltaire--, y la barbarie, con lo que supone de ferocidad, ignorancia, predominio de la avaricia, etc. --como,por cierto, «todavía la vemos en los indios americanos» [sic] (Turgot 1991: 37)--, puede retornar, que es lo que ya ocurrió en la Edad Media. Esa idea de progreso es la que se traspasa a la primera corriente con la que nace la antropología cultural: el evolucionismo cultural. Para sus representantes, como Morgan y Tylor, toda la humanidad pasaría por esas tres etapas de salvajismo, barbarie y civilización. El concepto de barbarie recibe en manos de estos primeros antropólogos científicos un tratamiento que pretende ser más riguroso. Deja de ser un concepto descriptivo laxo, para ser una categoría científico-antropológica, la cual, sin embargo, no deja de arrastrar las connotaciones negativas de una infravaloración encubierta. Así, Morgan aplica «bárbaro» al otro no civilizado aún, que si bien ha salido del salvajismo gracias a la domesticación de las plantas, del cultivo de cereales sobre todo, y ha traspasado la barrera tecnológica del «arte de la alfarería», no ha llegado todavía al alfabeto fonético, base para el uso generalizado de la escritura y pórtico del «estado de civilización» (cf. Morgan 1975: 77 ss y 99 ss). A ello se asocia el desarrollo institucional de las sociedades civilizadas, las cuales encuentran en la propiedad y en la demarcación territorial las bases para el surgimiento y desarrollo del Estado como forma de organización política (cf. Morgan 1975: 523 ss). Tales puntos de vista del antropólogo norteamericano no sirven para refrenar su occidentalismo, sino en todo caso lo contrario, al poner a arios y semitas a la cabeza de los procesos civilizatorios, y reducir luego esa vanguardia a los arios europeos a partir de cierto momento histórico. Es verdad que ello se afirma al lado de la postulación de la igualdad básica de todos los hombres, pues la civilización es accesible a todos, y que de ninguna manera se ve el proceso histórico como degradación humana, ni como constituido por desarrollos diferentes de las razas humanas que fueran debidos a supuestas «desigualdades naturales». El inconveniente, pues, es que la afirmación de la condición humana común se ve lastrada por el etnocentrismo que se anexiona a los otros devaluándolos como (nuestros) primitivos (cf. San Martín 1985: 51 ss). Tras ello, la mencionada afirmación se convierte en fácil máscara encubridora de las prácticas colonialistas, justificadas como potenciación de la marcha ascendente hacia la civilización en aquellos pueblos y culturas que habrían tardado siglos todavía en alcanzarla por sí solos. Si este
evolucionismo cultural representa
el momento en que la noción de barbarie entra en el
discurso
científico, representa también el momento en que se
muestra
su radical insuficiencia como categoría descriptiva con
pretensiones
de validez objetiva. Los desarrollos ulteriores en el campo de la
antropología,
desde el particularismo histórico en adelante, han ido
descalificando
la noción, aunque esa batalla ganada al etnocentrismo occidental
no haya significado una victoria definitiva y haya tenido como
contrapartida
en muchos casos ir a parar a un relativismo extremo
paralizante,
que abdica de toda pretensión universalista, incluso en el plano
de la teoría, para quedar encerrado en el círculo
particularista
de la diferencia. Eso no pasaría de ser un problema
epistemológico
provinciano si no fuera por las repercusiones éticas del
relativismo
cultural extremo: tachar de etnocéntrica --o si no así,
de
imposible-- toda pretensión de una ética
universalista.
Siguiendo la pista a los avatares del término
«barbarie»,
lo que tal relativismo extremo consigue es descalificar la
utilización
pertinente, que poco a poco se ha ido abriendo camino, de
«barbarie»
como noción ética, arrojándola por la
borda
con la justa denuncia del uso descriptivo de la misma como algo
absolutamente improcedente. La cuestión es que para esto
último
basta con un relativismo moderado, una posición
antietnocéntrica
que dé paso a un nuevo universalismo, verdaderamente humanista
por
transcultural y ecológicamente equilibrado (cf. Gómez
García
1987).
3. Inactualidad del concepto descriptivo de barbarie: La negatividad de un uso impertinente Nuestro breve recorrido a lo largo de la historia acumulada tras de sí por la noción de barbarie nos ha hecho patente ciertas constantes: Toda civilización ha tenido sus bárbaros; la noción descriptiva de barbarie no es neutra, pues implica siempre infravaloración del otro, reducción anexionadora de una alteridad que en el fondo se teme. Que tal uso del término acaba mostrándose improcedente, carente de rigor epistemológico, es lo que ya comenzó a vislumbrar Montaigne, quien desde la atalaya de su escepticismo protomoderno declaró que «llamamos barbarie a lo que no entra en nuestros usos», para desvelar a renglón seguido, y con buena dosis de relativismo, el porqué de la ceguera de la mirada etnocéntrica:
Montaigne, además de ese desvelamiento, va más lejos al retrotraer el concepto de barbarie a la propia cultura de quienes lo aplican descriptiva y altaneramente hacia afuera, para aplicarlo ahora en un sentido explícitamente valorativo, crítico con la propia civilización, abriendo camino a la utilización de la noción que nos ocupa como concepto ético: la barbarie moral. Así, tras comparar las prácticas de los llamados caníbales con los métodos de tortura empleados en las cristianas naciones europeas, confiesa:
La conclusión, más adelante, es ésta:
El relativismo del autor de los Ensayos le pone en guardia frente al abuso de una falsa concepción universalista que, además de falaz, es mendaz, por aplicar un doble baremo: uno para sí, y otro para los demás, otorgando patente de corso a una civilización que, en verdad, es más bárbara que la de los así llamados «bárbaros». La barbarie --es la conclusión-- no está fuera, sino dentro. La perspectiva se ha invertido, y con ella el sentido de la noción misma. Desde Montaigne, el uso descriptivo de «barbarie» que venimos comentando va a considerarse cada vez más como un uso impertinente, que a los ojos de una mirada mínimamente crítica más dice negativamente de quien la utiliza que de aquéllos sobre quienes se hace recaer como presunta calificación (desvalorizadora) de su situación cultural. Conviene en este punto traer a colación que también esos otros considerados bárbaros han devuelto al hombre occidental --cuando han podido-- el calificativo, en un sentido ético, a la vista de la inhumanidad de su supuesta civilización. Es ilustrativa a ese respecto la observación histórica que de nuevo nos hace Todorov: los aztecas, llevados por su absoluta extrañeza ante los españoles, los consideraron como dioses --también para aquéllos eran bárbaros los otros inferiores--, mas no tardaron mucho en descubrir su error, aunque sí lo suficiente para que la batalla estuviera definitivamente perdida, y en ser conscientes de la barbarie de los españoles, tratándose ya para ellos de la barbarie moral de quienes en armas y tecnología son superiores, pero no desde luego en calidad humana (cf. Todorov 1990: 84-85). Sin duda, desde
los
aztecas para acá
son muchos los que pueden testimoniar acerca de los
«bárbaros
del norte» --motivos históricos y geopolíticos nos
autorizan hoy a utilizar esta expresión que pedimos prestada a
L.
Racionero (1985), sin que por nuestra parte se quiera decir que los del
norte tengan, por lo demás, la exclusiva de esa barbarie--,
con lo que se hace del todo improcedente que desde un nivel
civilizatorio
que se entiende superior se considere a cualesquiera otros como
bárbaros. La devolución, o la autorretracción, del
concepto, ahora con explícitas connotaciones
ético-valorativas,
a quienes lo habían utilizado para describir falazmente, lo
inutiliza
para ello, pues pone al descubierto su trampa ideológica. Su
desvelamiento
hace completamente inactual el uso descriptivo de
«barbarie»,
y ello aunque actualmente haya quienes sigan hablando despectivamente
de
«los bárbaros que nos invaden» o temerosamente de
«los
bárbaros que nos amenazan». Son, en esos casos, el racismo
y la xenofobia los que asoman tras esas declaraciones u otras similares
--quizá más autoexculpatorias por su tono más
suave--,
mostrando el «odio feroz sobre la diferencia» por parte de
esos verdaderamente bárbaros para los cuales «el
escándalo
es la mera existencia del otro» (Horkheimer-Adorno 1970: 244 y
216).
Tal es el rostro adusto de la otra barbarie, de la que
sí
es necesario, actual y éticamente pertinente hablar.
4. Actualidad y pertinencia del concepto ético de barbarie: La barbarie como deshumanización Recusado el etnocentrismo, no es aceptable describir ninguna otra cultura como bárbara. Lo peyorativo que el término supone siempre impide de todo punto que tenga un uso válido como categoría descriptiva de una cultura. La función ideológica está en este caso tan adherida al término que, para dicha utilización, no cabe su rehabilitación. No obstante, la cosa no queda ahí, pues se puede añadir que el que califica a otro como bárbaro, se «barbariza» él mismo, dada la incapacidad que muestra para reconocer la alteridad. Quien no es capaz de reconocer en el otro a un ser humano como él mismo, sólo prueba su propia deshumanización. Y si el considerado bárbaro había sido visto como el diferente que es desigual, puesto que no se llega a compartir con él la propia humanidad, ahora resulta que a quien hay que llamar bárbaro es al que no reconoce al diferente como igual, como quien porta en sí, al igual que yo, toda la humanidad. La barbarie la encontramos así allá donde la humanidad es negada, y con ello la humanidad dividida: superiores e inferiores, blancos y negros, ricos y pobres, los míos y los otros... Hay barbarie donde haya un trato in-humano que des-humaniza, trato inhumano al otro, que le niega su dignidad humana, y que deshumaniza también al que lo inflige: el trato humanizante respecto al otro y el trato humanizante respecto a uno mismo son correlativos --con lo que se corresponde, en definitiva, la afirmación antropológica de que el tratamiento que se dé al otro es la manera indirecta de pensar la propia identidad (cf. Augé 1987: 14). Si la barbarie cultural se refería a la humanidad (injustamente) devaluada del otro, la barbarie moral se refiere a la deshumanización de quien no trata al otro con el respeto que su humanidad exige. Precisamente al quedar del todo descalificado cualquier discurso que pretenda sostener la barbarie cultural de los otros, es cuando ha quedado el camino libre para hablar sin trabas de la barbarie moral. Hacerlo significa denunciar un comportamiento como contrario a lo que reclama la humanidad de todos y de cada uno, la de los demás y la propia, denuncia que se alza desde el telón de fondo de una ética universalista que puede erigirse en baluarte para la defensa de los derechos de todo hombre, más allá o más acá de las diferencias culturales. Hablar, pues, en este sentido de barbarie, supone adoptar de hecho la perspectiva de un irrenunciable universalismo ético. Los derechos humanos, a los que se les reconoce validez universal, marcan el nivel alcanzado en el largo, difícil y siempre precario progreso moral de la humanidad hacia mayores cotas de libertad y justicia. Significan lo logrado en el avance paulatino en un proceso emancipatorio, en virtud del cual puede decirse que la historia tiene un sentido, que traza la línea que señala hacia una progresiva humanización que debe dejar atrás labarbarie. Esta, sin embargo, como barbarie moral, puede reaparecer, aparece de hecho una y otra vez: siempre y allí donde los derechos humanos fundamentales son pisoteados. Cuando ello ocurre, el juicio ético no se hace esperar y la sensibilidad moral aúna las conciencias despiertas para denunciar unánimemente la barbarie, dejando a un lado lo que a otros respectos es sano relativismo. Así, pues, el reconocimiento de los derechos humanos es el mejor fruto «anti-bárbaro» de la trayectoria civilizatoria de la humanidad, convergente desde las diversas historias en una civilización planetaria, la cual, aun con todas sus sombras, que son muchas, muestra en ello la dirección por donde transcurrir un universalismo no impositivo, sino el universalismo ético que demanda tanto la condición humana común, como la común situación en la que todos nos encontramos, con enormes riesgos para una supervivencia que hay que garantizar como condición mínima para que todos puedan acceder a una vida en condiciones de dignidad, base para el sentido del humano sobrevivir (cf. Apel 1985: 341 ss y 1986: 105 ss). Los riesgos que hoy afronta la humanidad --sobre todo de catástrofe ecológica o de conflictos bélicos generalizados, con los peligros no ahuyentados de uso de armas nucleares--, más las conculcaciones, desgraciadamente tan frecuentes, de los derechos humanos, bastan para constatar que ninguna cultura se halla «vacunada» contra la barbarie. Esta es humana, por más que sea deshumanizante, reflejándose en ello la ambivalencia propia de toda realidad humana, la cual, en su facticidad, la encontramos tejida, desde lo que es el carácter contradictorio de la existencia del hombre, por las diferentes tramas que constituyen las tendencias positivas y negativas presentes en todo momento --aunque en distinta proporción--: en las diferentes tradiciones y culturas y en las realizaciones de los hombres a lo largo de su historia. La lucidez benjaminiana nos lo recuerda con una de esas fórmulas lapidarias, tan características suyas, en la séptima de sus Tesis sobre filosofía de la historia: «Jamás se da un documento de cultura sin que lo sea a la vez de la barbarie» (Benjamin 1973: 182). Progreso y barbarie, como el trigo y la cizaña neotestamentarios, «van enmarañados» (Adorno 1987: 48). En los complejos avatares de la realidad del hombre, todo se juega en el peso de las respectivas tendencias en liza. Lo más grave, sin embargo, es que esas fuerzas culturales que habían protagonizado el avance humanizador sucumban a la tendencia contraria, y no como algo ajeno que vence desde fuera, sino como algo que procede desde ellas mismas, como su forma pervertida, cual si fuera --dicho al modo freudiano-- lo reprimido que retorna. Esa perspectiva marcadamente dialéctica es la que sostuvieron Horkheimer y Adorno al abordar la dinámica de la Ilustración, viéndola convertida en vía de retorno hacia un «nuevo género de barbarie» (Horkheimer-Adorno 1970: 7, 13, 35 y 48). Podía ser excesivo tal diagnóstico --basta recordar al respecto que la autocrítica de la Ilustración forma parte de la Ilustración misma (cf. Habermas 1991: 27)--, pero no está de más, a sabiendas de que tal diagnóstico fuertemente pesimista, y en rigor autocontradictorio, en el sentido de la autocontradicción performativa que supone una «crítica total de la razón» por la razón misma (cf. Apel 1986: 9 ss), está formulado como autocrítica cultural por parte de quien sostiene, por ejemplo, que «la paja en tu ojo es la mejor lente de aumento» (Adorno 1987: 47). Mirando así las cosas, exagerando para hallar lo verdadero, como, al decir de Adorno, hace el psicoanálisis --mas, ¿de verdad pueden exagerarse más las «barbaries» producidas por nuestra cultura, ésa en cuyo seno ha florecido la Ilustración?--, es como se alerta contra la barbarie que amenaza. Adorno lo hacía así, tras la II Guerra mundial:
Estas duras palabras de Minima moralia nos traen de nuevo el calificativo «bárbaro» como el más adecuado para recoger el perfil, y la esencia, de una cultura como la nuestra, con las fuertes dosis de irracionalidad e insensibilidad moral que puede albergar en su seno; pero ahora no se trata de la encubierta descalificación desde la arrogancia de una mirada despectiva, sino de la calificación ética, abiertamente valorativa, que obliga a mirar de frente aquello que se describe, para dar paso a la autocrítica sostenida desde la razón moral. Es así como la barbarie moral nos conduce a un nuevo sentido de barbarie cultural, sentido ético que pone al descubierto el déficit de humanización --la realidad de alienación, y sus terribles consecuencias cuando se hace extrema-- de una cultura que, con todo su desarrollo científico-técnico, propicia una «nueva barbarie», la que ahora «está dentro, en la violencia de escalas de valores insolidarias que basan la sociedad en el interés utilitario y la agresión armada» (Racionero 1985: 239-240). Un autor como Alain Finkielkraut, con su mirada distante y su palabra «ex-céntrica», lo expresa como sigue:
Son palabras de
resistencia a la «derrota
del pensamiento», a la quiebra de la razón o, si se
prefiere,
a la «muerte del hombre», el problema de nuestro tiempo,
verdadero
fondo antropológico del nihilista anuncio nietzscheano de la
«muerte
de Dios» (cf. Fromm 1976: 196-197; 1982: 150; 1984: 82-83).
¿Todo
está perdido? No; a pesar de todo, no sería ésa
una
conclusión digna de nuestra humanidad. Al menos no todo
está
perdido mientras haya «resistencia a la
deshumanización»
(Fromm 1980b: 14), resistencia convocante a un esfuerzo
solidario
por la supervivencia y la dignidad. No todo está, pues, perdido:
ni la barbarie tiene --ha de tener-- la última palabra,
ni
la Ilustración, en la parte más sana de su empeño
emancipador, está del todo vencida. Es lo que ya trataban de
hacer
ver los «frankfurtianos» que desvelaban la
«dialéctica
de la Ilustración», pero que enmarcaban su
diagnóstico
bajo el imperativo de que «el iluminismo debe tomar conciencia de
sí, si no quiere que los hombres sean completamente
traicionados»;
para añadir a continuación que «no se trata de
conservar
el pasado, sino de realizar sus esperanzas» (Horkheimer-Adorno
1970:
11).
5. Humanismo o barbarie Humanismo o barbarie: en tales términos puede expresarse la alternativa a la que nos hallamos confrontados, alternativa que se plantea desde la reflexión ética y en cuya formulación ya late el empeño por «negar» lo inhumano que nos deshumaniza. Tal fórmula «alternativista» se inscribe en la estela de aquélla otra que, formulada desde la izquierda, concitó muchas expectativas sobre sí. Nos referimos, claro está, a la fórmula difundida por Rosa Luxemburg de «socialismo o barbarie», que justamente quería impulsar, frente a las posturas deterministas, ya socialdemócratas, ya leninistas, la opción moral por el socialismo para salir de la situación de deshumanización que entrañaba la sociedad capitalista. Desgraciadamente, la alternativa de Luxemburg se vio realizada en su segundo término, concurriendo la barbarie nazi y la barbarie stalinista en disputarse el primer puesto en cuanto a la negatividad propiciada. Dejando aparte la espinosa cuestión de si el hecho de que tuviera lugar la barbarie, en vez del socialismo, implica que éste no se haya realizado --en cualquier caso, no es eludible la trágica paradoja histórica de que una de las más terribles versiones de la barbarie moderna haya venido de la mano del así llamado «socialismo real»--, lo cierto es que hoy, desde nuestra experiencia histórica, los términos del problema se han ampliado y radicalizado, y se presenta la siguiente alternativa ética: o se recupera, a la altura de nuestro tiempo, la tradición humanista, haciéndola valer de manera renovada, o la recaída en la barbarie será imparable (cf. Fromm 1982: 162-163). Se trata de sostener, como médula de un renovado humanismo radical (cf. Fromm 1976: 19; 1984: 68 ss), una universalista ética dialógica de la responsabilidad solidaria (cf. Apel 1991: 147 ss; Cortina 1988: 155 ss y 181 ss; 1991: 26 ss), que haga valer las exigencias incondicionadas de respeto a la dignidad de todos desde las posiciones de una racionalidad íntegramente humana, autónoma a la vez que consciente de sus límites. Tal es el camino para reponer al hombre en «el centro de todas las cosas», considerando su humanidad como fin y nunca como medio; pero ya no al «Hombre» absolutizado que antaño, apoyándose en el falso discurso de una «naturaleza humana» hipostasiada, algunos humanismos pusieron en el lugar de Dios, sino el hombre real, concreto, cuya supervivencia y vida digna, y con ellas sus posibilidades de autorrealización, están en juego. Si no se hace
valer
la alternativa del humanismo,
que ha de mediarse políticamente --el camino adecuado
quizá
sea un renovado ecosocialismo democrático--, entonces
las
tendencias negativas hacia la barbarie, esa barbarie moral
que no es de los otros, sino la nuestra, la de una humanidad
distorsionada
en su deshumanización, puede ganar trágicamente
la
partida y enfocar la trayectoria histórica --esa vez sí--
hacia un final «distópico» contrario, en su
consolidada
cualidad de «lugar de lo negativo», a lo que habría
de ser el fin utópico en cuya prosecución cabe
afirmar
el sentido emancipador de la historia. Ese renacido humanismo,
que ha de implicar el ser consecuente con la afirmación
goethiana
de que cada individuo lleva en sí toda la humanidad,
hasta
el extremo de una solidaridad activa con aquéllos cuya dignidad
humana se halle más quebrantada bajo el peso de la injusticia,
ese humanismo
radical, universalista y solidario es el que se nos presenta como
plataforma
moral para mantener viva la esperanza de que la barbarie
--parafraseando
a Horkheimer (cf. 1976: 106)-- no tendrá la última
palabra.
Es la esperanza, inseparable compañera de la razón, que
acompaña
a la formulación del imperativo moral de considerar a la humanidad
de cada individuo como fin y de respetar, en consecuencia, la dignidad
de todo hombre. Desde la racionalidad dialógica, discursiva, que
quiere ser íntegramente humana, se alza, frente a la barbarie,
la exigencia de activar una praxis solidaria coherente con ese imperativo
categórico. Es la exigencia incondicionada de una ética
humanista, en cuyo cumplimiento nos va nuestra propia humanidad.
Acosta, José de Adorno, Theodor W. Apel, Karl-Otto Aristóteles Augé, Marc Benjamin, Walter Bestard, Joan (y Jesús
Contreras) Cortina, Adela Elorza, Antonio Finkielkraut, Alain Fromm, Erich Fukuyama, Francis Gómez García, Pedro Gordon Childe, Vere Habermas, Jürgen Heller, Agnes Horkheimer, Max Horkheimer, Max (y Theodor W.
Adorno) Jiménez, José Kant, Immanuel Las Casas, Bartolomé de Llobera, José R. Montaigne, Michel de Morgan, Lewis H. Racionero, Luis San Martín, Javier Savater, Fernando Todorov, Tzvetan Turgot, Anne-Robert-Jacques |
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