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1. Adiós al fundamento La no posibilidad de una fundamentación del pensar es tal vez el aspecto más llamativo de la posmodernidad. En la formulación de Vattimo-Rovatti, como primera caracterización de un «pensamiento débil», toma esta forma: «No hay fundamentación ni última, ni única, ni normativa» (1). Y este me parece ser el significado del dictum de Lyotard: «el fin de los metarrelatos» (2). Las razones aducidas para la primera fórmula remiten al «fracaso» en la búsqueda de otra fundamentación experimentado en la fenomenología y el estructuralismo de los años sesenta, así como también en el ámbito de los neomarxismos. La crisis del sujeto llevó a la crisis del concepto mismo de verdad. Y últimamente a la expulsión del sujeto y del sentido de la historia en el posestructuralismo de Foucault. La denuncia de la razón como poder y control totalitarios (a través de la reflexión sobre temas de Nietzsche, Wittgenstein, Heidegger o Benjamin) daba al traste con toda esperanza de fundamentación. Los intentos de restaurar la Razón global sonaban a nostalgia de la metafísica, eran las «largas sombras del dios muerto», resultado de no haber pensado a fondo el concepto nietzscheano de la «muerte de Dios», o bien el heideggeriano «olvido del ser». Lyotard por su parte llegaba a su conclusión, tras el examen de los grandes relatos clásicos de legitimación del saber. Tanto el conjunto de metarrelatos que tienen como tema la emancipación y como héroe la humanidad como los metarrelatos de corte hegeliano en los que el héroe es el espíritu absoluto y el tema el saber especulativo han perdido su credibilidad (3). Pudiera pensarse, pues, que el adiós al fundamento responde a un cierto cansancio y a un desencanto experimentado con respecto a los grandes ideales del pasado. En terminología nietzscheana, estaríamos ante el último hombre que, tras la muerte de Dios, arrastra su vaciedad agonizante y ya no agónica bajo un cielo vacío y frente a un horizonte «anihilado», intentando leves gestos de acomodación a «lo que hay», consciente de su incapacidad para trascender el positivismo de lo dado. Pero opino que no puede despacharse así sin más esta postura. El rechazo de la Razón global pretende apoyarse en el decurso mismo del pensamiento ilustrado o incluso en el caso de la apelación a Heidegger en el decurso de todo el pensamiento europeo occidental. Una tradición que en términos de Heidegger se mantiene en el «olvido del ser», en la ignorancia de la «diferencia ontológica» y que ha abocado en el dominio del Gestell. La dominación tecnocrática resulta ser la realización efectiva de la ontoteología europea elaborada trabajosamente a partir de y desde los tiempos de Platón. No obstante, he de confesar por mi parte, con todo respeto, que la tan famosa Kehre heideggeriana hacia un pensar «rememorativo» y «piadoso» a la espera del Ereignis y en cumplimiento del Geschick recorriendo y venerando las Ueberlieferungen en una Verwindung sinónima del Andenken, no me parece que tenga las características de un modo de pensar que realmente haya dejado «marchar al ser como fundamento» (Heidegger Sein und Zeit, citado en Vattimo 1983a: 32). Mayor interés tiene la apelación a Nietzsche. La metáfora de la «muerte de Dios» tiene en verdad todos los alicientes dramáticos de un grandioso hallazgo retórico-literario. Pero en mi opinión es mucho más que eso. Escenifica la constatación de la auténtica ausencia de un fundamento en lo que desde Platón se ha planteado como el «fundamento». La metáfora de la muerte de Dios viene a ser el anti-mito de la caverna. En el mito de la caverna la Idea del Bien es simbolizada como el sol del mundo verdadero. La estructura jerárquica del mundo de las Ideas culmina en la Idea de Bien y no de Ser. Esa «primacía de la razón práctica» es el núcleo de la gran construcción en la que se generan, entre otras cosas, la aparencialidad del mundo terrenal, la eficacia salvífica del saber teorético, la maldición sobre el cuerpo y la materia, el desplazamiento del centro de gravedad de la existencia a un trasmundo ideal y, no en último lugar, la voluntad de verdad como negación de lo real en favor de una constelación conceptual que identifica lo Uno, lo Permanente, lo Verdadero y lo Bueno. El sucesivo discurrir del pensar europeo a través de los paradigmas de la ontología, de la conciencia-sujeto, de la lógica científica en cuanto anatomía encubierta del auténtico lenguaje, ha sido la aplicación y agudizamiento progresivo de esa voluntad de verdad que finalmente se ha vuelto hacia el marco conceptual mismo en el que fue generada y aun hacia sí misma, desvelando el vacío del «mundo verdadero». El relato de la muerte de Dios es el fin de los metarrelatos en los que lo «verdadero» exhibió durante siglos todos los avatares de su peculiar «fenomenología». La «esponja para borrar el horizonte» es ciertamente el final del horizonte. Hay que añadir siempre: de lo que hasta ahora fue el horizonte. Esto es, el final de la fundamentación única, última y verdadera. Parafraseando lo que Habermas dice a propósito de Kant, hay que decir que cualquier intento de restaurar tal fundamentación sería «caer por detrás de Nietzsche». Y añadir también que los intentos de instalarse en la «apariencia» o en la «glorificación de los simulacros» o en cualquier forma de vida depreciada parece ser también caer no sólo «por detrás» sino incluso «por debajo» de Nietzsche. Pues no se debe olvidar que la abolición del mundo verdadero es por sí misma la abolición --también-- del aparente. El adiós al fundamento es, en esta perspectiva, no el objeto de una rememoración sino más bien la abertura --y la obertura-- de una tarea. En este sentido el adiós posmoderno al fundamento, la proclamación del fin de los metarrelatos abre un espacio de indefinición en el que es posible detectar la ambigüedad que ha sido detectada: En ese espacio es posible seguir viviendo, seguir pensando, en un mundo vaciado de sentido y remitido a su nada o construir un adecuado sentido con «conciencia del origen». En ese espacio es posible también rememorar nostálgicamente la historia del ser ido o bien repensar desde la libertad creadora recuperada la historia de un pasado hasta «transformar todo Fue en un Así lo quise». En ese espacio también es evidentemente posible «resucitar» valores ancestrales para reconstruir y perpetuar --conservar de nuevo-- la «noche de los muertos vivientes», noche en la que probablemente «todos los gatos son pardos». En cualquier
caso,
la cuestión del
adiós al fundamento conduce a una segunda cuestión que es
su complemento y su concreta explicitación. El adiós al
fundamento,
el final de los metarrelatos significa --también-- el fin de la
metafísica.
2. El final de la metafísica El tema del final de la metafísica parece ser algo aceptado y compartido por casi todas las corrientes de pensamiento influyentes en nuestro siglo. Las modulaciones con respecto al sentido de ese final y de sus causas y consecuencias son diferentes en cada escuela pero el núcleo es común. El Wittgenstein del Tractatus, el Círculo de Viena, la filosofía analítica, el Wittgenstein de las Philosophische Untersuchungen, la filosofía del lenguaje, la fenomenología, Heidegger y la hermenéutica, las corrientes del marxismo occidental y la Escuela de Frankfurt, por ejemplo, coinciden en su criticar la metafísica y anunciar de una u otra forma su «superación». Como ya he dicho, el tema va unido comúnmente al «adiós al fundamento» y constituye su explicitación y su «exposición de motivos» (4). Me limitaré a resumir algunas peculiaridades de la concepción posmoderna del final de la metafísica en los autores que venimos considerando. Para Lyotard el «final de la metafísica» toma la forma de la pérdida de credibilidad de los grandes relatos unificadores y legitimadores del saber que fueron desarrollados en la modernidad: el relato especulativo y el relato de emancipación. Y la causa de esta pérdida de credibilidad no es según él un efecto del auge de la tecnología y su inversión de la relación de fines a medios, ni tampoco un efecto del redespliegue del capitalismo liberal avanzado. Tales explicaciones causales serían ilusorias. La causa del descrédito de los grandes relatos reside más bien en el interior de esos mismos relatos: los gérmenes de la «deslegitimación» y del nihilismo eran inherentes a ellos mismos. Así el relato especulativo encierra un «equívoco» respecto del saber.Pues en ese relato la ciencia positiva no es propiamente un saber sino que recibe su legitimación en el seno de un discurso «de segunda clase». Un enunciado científico sólo es un saber si se sitúa en un proceso universal de generación. El saber especulativo es escéptico con respecto al saber positivo en sí mismo (Hegel). Pero el descrédito del saber especulativo mismo es el resultado de aplicar esta exigencia a los enunciados especulativos. Un enunciado especulativo es un saber si puede colocarse a sí mismo en un proceso universal de generación. Puede hacerlo si se presupone que ese proceso universal existe. Para el relato especulativo hegeliano es la Vida del Espíritu. Tal presunción es indispensable para que puedan tener sentido los propios enunciados especulativos. Se puede entender que esa presunción define el juego de reglas que hacen posible el relato especulativo, Nietzsche hace lo mismo, según Lyotard, cuando afirma que el nihilismo europeo es el resultado de la autoaplicación de la exigencia científica de verdad a esta misma exigencia. Así se abre paso la idea de perspectiva, idea que no está lejos de la noción wittgensteiniana de «juego lingüístico». Lo que equivale a decir que se abre un proceso de deslegitimación en virtud precisamente de la exigencia de legitimación. La jerarquía de los conocimientos en el relato especulativo deja lugar ahora a una red no jerarquizada de investigaciones cuyas fronteras respectivas se desplazan. Las universidades pierden su función de legitimación especulativa. Así las halla Nietzsche y las denuncia. En cuanto al otro gran relato ilustrado, el relato de la libertad y la emancipación, su propia autoerosión conduce a otro aspecto. Según este relato, la ciencia y la verdad se legitiman en la autonomía de los interlocutores comprometidos en la práctica ética, política y social. Pero nada demuestra que de la verdad de un enunciado descriptivo, que describe cómo es la realidad, se siga la justicia de un enunciado prescriptivo, cuyo fin es modificarla. El resultado de la división de la razón en sus dimensiones teórica y práctica ataca la legitimidad del discurso científico de una forma indirecta, revelando su condición de juego de lenguaje con reglas propias, pero sin posibilidad de reglamentar el juego de lenguaje práctico (o estético), esto es, sin privilegio especial alguno. Se trata de un juego de lenguaje entre otros. Este tipo de «deslegitimación» ha sido proseguido a su manera por Wittgenstein, por Buber y por Levinas y ha abierto el camino a un importante aspecto de la posmodernidad: La ciencia, en cuanto que juega su propio juego, no puede legitimar a los demás juegos de lenguaje. Pero tampoco puede legitimarse a sí misma. La metáfora wittgensteiniana de la «vieja ciudad» (5) ejemplifica la imposibilidad de aplicar el principio de totalidad: no existe, nadie habla, un metalenguaje universal. El relato de la emancipación es ajeno al discurso científico. Este «pesimismo» alentó en la Viena de comienzos de siglo en artistas, escritores, científicos y filósofos como el propio Wittgenstein. Pero también es verdad que la nostalgia del relato perdido ha desaparecido de la mayoría de la gente. Para Vattimo (6), a lo largo de este siglo se ha ido haciendo claro que la desconfianza hacia la metafísica y los intentos de «superarla» no se basan en última instancia en motivos teoréticos sino en razones «prácticas». El interés por Nietzsche en los últimos veinte años tiene algo que ver con ello. En Nietzsche se halla una summa de los «desenmascaramientos» de la metafísica propuestos desde la crítica de la ideología de Marx hasta el inconsciente freudiano. Pero hay también un «desenmascaramiento del desenmascaramiento» mismo, según el cual, la idea de verdad es asimismo una máscara, algo demasiado humano. Si hemos de desconfiar de la metafísica no es «por razones de conocimiento» (7) (seríamos entonces prisioneros de otra metafísica). El «nosotros» de Nietzsche pretende excluirse del horizonte de afirmaciones «universales». Se construye o establece a posteriori sobre la base de la experiencia relatada y resumida en la sentencia «Dios ha muerto» (dictum que no constituye una tesis metafísica demostrada ni argumentada). Ese «nosotros» ¿es inmune al desenmascaramiento de la metafísica y de sus estructuras universales? ¿o es más bien expresión de la dificultad de escapar de ella desenmascarándola? Pudiera hablarse de un consenso difuso del pensamiento contemporáneo: aceptamos que el «nosotros» del discurso filosófico no se da en el reino de una razón universal y eterna sino que se constituye históricamente como la posibilidad de generalización de experiencias. Este reconocimiento no nos «saca» del horizonte de la metafísica, pues la actuación de la metafísica ha sido precisamente esa: la constitución del nosotros que creía encontrar dado como esencia humana. Lo que «nos» une a la metafísica es sólo la «continuidad» de un «género literario» y de la cultura que ese género establece. Pero al detenerse en estas dificultades no se trata de «fundar» los pasos sucesivos del razonamiento. Esa es la preocupación de la metafísica. Para «nosotros», no se trata de desenmascarar a la metafísica en nombre de un fundamento más auténtico. De Nietzsche hemos debido aprender también a desconfiar de la idea misma de un «fondo auténtico». La hipótesis de Nietzsche según la cual la metafísica es una forma de la voluntad de poder ha penetrado, con diversos significados, en el pensamiento del siglo XX. Y la forma de crítica a la metafísica que más ha persistido es su desenmascaramiento como «forma de violencia». Ya Nietzsche dejó escrito que la metafísica es «un intento de adueñarse por la fuerza de comarcas más fértiles» (8). Y aun el mismo Heidegger no pone en su empeño por superar la metafísica razones teoréticas. Y a en Ser y tiempo se contiene la crítica de Heidegger a la noción de verdad como adecuación. Ello se hará explícito en el Heidegger maduro: La superación de la metafísica es necesaria porque ella se despliega hoy en el Ge-Stell, el mundo de la organización técnico-científica total. Y el camino que propone es la Verwindung, la aceptación-distorsión, por la que se sale de la metafísica sólo mediante la prosecución secularizadora de ésta. También Adorno, en el último capítulo de la Dialéctica negativa, ve una estrecha relación entre modernización y metafísica. Y también para él la explosión de la violencia es un paso decisivo en el camino de superación de la metafísica. Auschwitz no es sólo la consecuencia de una determinada visión racionalista del mundo, es, sobre todo, la visión anticipada de lo que es un mundo totalmente administrado: «la absoluta indiferencia hacia la vida de todo individuo». Esa indiferencia hacia lo individual, lo contingente y lo caduco, indiferencia que siempre ha sido el contenido esencial de la metafísica, es lo que la desacredita definitivamente. Auschwitz es su evidencia manifiesta. Y Vattimo añade: «Nosotros» creemos que la argumentación de Adorno debería atribuir al «post-Auschwitz» también el significado de una posible «media vuelta». La metafísica, y en general la «cultura», prepara Auschwitz porque encubre y olvida los derechos de lo vital inmediato. Pero el problema subsiste: Si se favorece la conservación de esa cultura se es cómplice, si se niega se favorece la barbarie. El puro desenmascaramiento de la violencia metafísica se convertiría en una metafísica nihilista igualmente violenta. El fondo «real» de las cosas, para Adorno, no es la insensatez total del nihilismo (lo que Nietzsche llamaría el nihilismo reactivo). En la crítica de Adorno (no en sus respuestas) estaría definido lo esencial de la crítica posnietzscheana y posheideggeriana a la metafísica: La experiencia histórica de la violencia ligada a la metafísica es aquello por lo que el pensamiento se vuelve contra ella. Pero esas mismas razones motivan para Adorno un «resurgimiento» en el horizonte metafísico en forma de «dialéctica negativa», caracterizada en la categoría kantiana de «apariencia» y en la benjaminiana de «micrología». Una dialéctica negativa por cuanto es «una negación de la negación que no supera su postura»: La promesse de bonheur debe seguir siempre siendo apariencia, promesa incumplida. Pero lo que hace más precaria la dialéctica negativa es el modelo de pensamiento que sigue siendo su base: el bonheur irrealizable es pensado según los clásicos mecanismos metafísicos de la fundamentación. En una perspectiva dialéctica, cualquier tensión entre el ser y el deber ser es provisional y debe ser suprimida, es expresión de una fractura que ha de recomponerse. Las dificultades de la dialéctica negativa son expresión de una problematicidad más grave: la que amenaza a cualquier intento de superar la metafísica manteniendo a la vez la concepción del ser como presencia desplegada. Esa concepción determinó el desarrollo de la metafísica y domina el pensamiento de Hegel y de Marx y también, por ello, el de Adorno. Lo que nos ha
enseñado Heidegger es
que, junto al olvido de la diferencia ontológica, son igualmente
característicos de la metafísica el enmascaramiento y el
olvido de ese mismo olvido. Y esto se despliega precisamente en la
conservación
de la relación de fundamentación, la remisión del
ente a un ente supremo. La fundamentación pertenece a la
metafísica
caracterizada como olvido del ser. El principio de razón
suficiente
es principium redendae rationis (9).
3. La cuestión del ser Lo característico de la metafísica en cuanto «olvido del ser» es la sustitución del ser por un determinado ente al que se privilegia. Y justamente el problema para Heidegger era que no podemos tomar como obvia la noción de «ente». Su presunta evidencia es el resultado de una serie de aperturas histórico-culturales que constituyen más bien el sentido del ser. La elaboración de este problema llevó a Heidegger al descubrimiento de la inconsistencia de uno de los rasgos metafísicos tradicionales del ser: se trata de la estabilidad en la presencia, de la eternidad, de la entidad o ousía. En el pensar de la diferencia ontológica es necesario liberar al ser de ese carácter de estabilidad-presencialidad, de la ousía, haciendo patente su debilitamiento, la manifestación de su esencia temporal, su carácter efímero, trans-mitido. Ello repercute en el modo de concebir el pensar del ser y su «sujeto», el Da-sein. Se trata en Heidegger de poner en pie una nueva ontología que, en la Verwindung se torna pensamiento débil. Esto, siempre
según Vattimo (véase
1983a), estaba ya ejemplificado en el anuncio de la muerte de Dios.
Ella
es antes que nada el final de la estructura estable del ser. La
caducidad
es el verdadero «trascendental», es lo que hace posible la
experiencia del mundo. El ser no es, el ser sucede, acaece. Y
también
los objetos no consisten en su estabilidad, en su resistencia (Gegenstand)
sino en su acaecer y suceder. Este modo de pensar que pone de
manifiesto
la caducidad y la mortalidad como los constitutivos intrínsecos
del ser lleva a cabo una «desfundamentación»,
«deja
marchar al ser como fundamento». El ser aparece así como
algo
no-originario. En Heidegger, como «huella» y como
«recuerdo»,
como Ueberlieferung y Geschick. Con ello se temporaliza
esencialmente.
No hay un a priori atemporal, ni en la forma
ontoteológica
del ontos on ni tampoco en la forma del trascendental kantiano.
Sino la temporalidad, la caducidad. No tenemos acceso al ser como ontos
on. Remodelando el dicho aristotélico: «El ser se dice
de muchas maneras», accedemos a una realidad caracterizada por el
pluralismo y por la mediación lingüística. El ser
enraiza
en el lenguaje. El lenguaje es la casa del ser (10).
El «giro lingüístico» es la consecuencia
necesaria
del adiós al ser como fundamento y del adiós a la
metafísica.
El mundo eterno y estable del ser y de las esencias tanto las de
Platón
como las husserlianas (11)
no es más que la
hipostatización
del logos, del lenguaje. Es en el lenguaje donde reside la
consistencia
del «mundo verdadero». Y, en el pensar de Nietzsche, es el
lenguaje el último refugio de la fe en el dios muerto, de la
nostalgia
de un mundo verdadero y esencial que se ha mostrado finalmente
vacío.
4. La cuestión de la verdad Lo que desde Nietzsche y también tras lo rememorado en los apartados anteriores del artículo entra en crisis es el concepto mismo de verdad. En el Sobre la esencia de la verdad de Heidegger se señalan dos significados de lo verdadero: Verdad como conformidad entre la proposición y la cosa, por un lado, y verdad como libertad, por otro. El «pensamiento débil» tiende a privilegiar el segundo de estos significados. Lo esencial de lo verdadero se manifiesta en su ser resultado de la realización de determinados procedimientos. Lo verdadero, en cuanto «conformidad», se sitúa ahora en el horizonte abierto del diálogo entre individuos, grupos y épocas. La verdad es más bien el resultado de un proceso de verificación. Lo verdadero es más bien algo retórico, que metafísico o lógico. Ese horizonte retórico (y hermenéutico) de la verdad se establece de manera «libre» e «impura» (frente a Kant). El horizonte de acuerdos es el espacio de la libertad de las relaciones interpersonales. Y la verdad se constituye en el proceso de interpretación. La crítica del concepto de verdad, «la verdad como problema», se plantea de manera especialmente demoledora en la meditación de Nietzsche. Quiero indicar someramente algunos aspectos. Ya en el temprano escrito «Sobre verdad y mentira en sentido extramoral» (12) plantea Nietzsche las líneas básicas de sus sospechas y de su crítica. El intelecto es el medio de conservación del individuo y desarrolla sus fuerzas fingiendo. Es inconcebible que haya podido surgir entre los hombres una inclinación sincera y pura hacia la verdad. La sensación no conduce en ningún caso a la verdad. ¿De dónde procede el impulso hacia la verdad? La «verdad» es instaurada en un tratado de paz que funda el estado social (Nietzsche toma aquí las expresiones de Hobbes). Se inventa una designación de las cosas uniformemente válida y obligatoria y el poder legislativo del lenguaje proporciona las primeras leyes de verdad. Se origina el contraste entre verdad y mentira. Pero de lo que los hombres huyen no es tanto de ser engañados cuanto de ser perjudicados mediante el engaño y sólo desean la verdad en cuanto que tiene consecuencias agradables que mantienen la vida. Sólo mediante el olvido puede el hombre alguna vez imaginarse que está en posesión de una verdad, porque el lenguaje no es la expresión adecuada de las realidades y sus convenciones no son producto del conocimiento. Una palabra es la reproducción en sonidos de un impulso nervioso. La inferencia posterior de una causa a partir del impulso nervioso es ya un uso injustificado del principio de razón. Los diferentes lenguajes ponen en evidencia que con las palabras jamás se llega a la verdad ni a una expresión adecuada. La «cosa en sí» es inalcanzable. El lenguaje designa las relaciones de las cosas respecto de los hombres por medio de metáforas. Primera metáfora: El impulso nervioso se extrapola en una imagen. Segunda metáfora: La imagen es transformada en un sonido. Con el lenguaje no poseemos más que metáforas de las cosas, que no corresponden en absoluto a las esencias. La enigmática x de la cosa en sí se presenta, sucesivamente, como impulso nervioso, como figura y como sonido. El origen del lenguaje no sigue un proceso lógico. El material sobre el que el hombre trabaja no procede e la esencia de las cosas. Ello se evidencia en el proceso de formación de los conceptos: Todo concepto se forma por equiparación de casos no iguales, por abstracción de las diferencias individuales y singulares. Así, la omisión de lo individual y de lo real nos proporciona el concepto. La verdad es una hueste de metáforas, metonimias, antropomorfismos, una suma de relaciones humanas realzadas. Después de un prolongado uso, un pueblo llega a considerarlas canónicas, firmes y vinculantes. Las verdades son ilusiones cuyo carácter del tales se ha olvidado, metáforas gastadas por el uso. Ser veraz significa así utilizar las metáforas usuales, esto es, se trata de un compromiso de mentir de acuerdo con una convención firme, con un estilo vinculante para todos. El hombre olvida que ésta es su situación. Miente en virtud de hábitos seculares, y en fuerza de esta inconsciencia de su mentir, adquiere el sentimiento de la verdad. Lo que eleva al hombre sobre el animal depende de esa capacidad de disolver una figura en un concepto, de volatilizar metáforas en esquemas. Y finalmente se resiste a creer que el concepto no es más que el residuo de una metáfora. Así surge sobre cada pueblo un cielo conceptual matemáticamente repartido semejante a un columbarium romano. Quien busca verdades sólo busca la metamorfosis del mundo en los hombres, en tanto que cosa humanizada. Así, en la formación de los conceptos, trabaja primero el lenguaje y más tarde la ciencia. La ciencia labora en el columbarium de los conceptos, esa necrópolis de las intuiciones. Resulta así construido un nuevo mundo regular y rígido. Pero el impulso estético creador de metáforas busca entonces un nuevo campo de actividad y lo encuentra en el mito y, sobre todo, en el arte. En el arte, el intelecto ya no se guía por conceptos sino por intuiciones. Hay períodos históricos en los que el hombre racional y el hombre intuitivo caminan juntos. Ambos desean dominar la vida. Cuando el hombre intuitivo prevalece (Grecia antigua) crea una cultura y establece el dominio del arte sobre la vida. El hombre guiado por concepto solamente conjura la desgracia. El hombre intuitivo consigue, además, un flujo constante de claridad animación y liberación. En este primer esquema del joven Nietzsche se delinean algunos de los temas y perspectivas que guiarán su posterior reflexión. Y sobre todo su crítica a la metafísica y a su concepto de verdad. La verdad es interpretación, estética, creación ficticia que corresponde a un ser que es ser-interpretado, perspectivo y múltiple (13). Esto ha sido encubierto por el pensamiento metafísico. De ahí que la posición del problema de la verdad requiera una crítica previa de la metafísica. Y, en efecto, la metafísica está ligada a una opción tácita acerca del sentido del Ser, opción que se refleja en el modo de fijar el estatuto de la verdad. La cuestión de la «esencia de la verdad» (según la fórmula heideggeriana) toma en Nietzsche la forma de la cuestión del a priori de la metafísica, esto es, del conjunto de la tradición filosófica. La tradición metafísica resuelve el problema de la «ambigüedad» de la existencia considerando lo sensible como una «ilusión» y descubriendo tras ello un esquema invariable de «oposición de contrarios», contrarios para los que se postula un origen ontológico diferente. Se construye así una ontología dualista con la que la reflexión restaura la absoluta escisión de lo superior suprasensible e inteligible y lo inferior sensible. La metafísica es la universalización del juicio disyuntivo que se hipostasía en dos mundos radicalmente opuestos. Un sistema de antinomias cuya clave de bóveda es el dualismo. (Y es así desde Platón hasta Kant. El núcleo de la meditación kantiana es la distinción entre el Erscheinung y la Ding-an-sich. El eje de la certeza pasa ahora por la razón práctica (y ya no, como en Platón, por la razón especulativa). El «necesidad metafísica» se apoya ahora en el factum rationis del imperativo moral. La filosofía de Kant es un platonismo moral). La concepción metafísica de la esencia de la verdad es el Idealismo. Lo cual significa que el Ser, metafísicamente interpretado, es asimilado a la categoría del Ideal y que la relación del existente al Ser se estructura según principios morales. La crítica de Nietzsche se dirige la esa categoría del Ideal. Se trata de disipar la ilusión de los «tras-mundos». La metafísica descentra la existencia humana desplazando su punto de apoyo hasta un Más allá suprasensible. Y la afirmación de ese mundo ideal es lo que constituye como tal al Idealismo. De ahí la necesaria conexión del Idealismo y el dualismo. De ahí también resulta la jerarquización de valores en función de esa dualidad de su origen en valores superiores e inferiores. De ahí también la distinción entre una «realidad sensible» y una «realidad verdaderamente real» (el ontos on de Platón) designación reservada al Ideal suprasensible. Ese Ideal es lo único que puede llenar las aspiraciones morales del hombre. «El Bien es la esencia del Ser»: esta proposición expresa la convicción radical de la tradición metafísica y es lo que hace de la metafísica un Idealismo. El Ser se opone así, no sólo al devenir, sino también al mal, al error, a la pseudorrealidad sensible. Y ahora, todo los filósofos «creen, incluso con desesperación, en el ser». En esta perspectiva, surge un criterio de la verdad: la satisfacción que el juicio «verdadero» proporciona al alma humana. Beatitudo index veri. Es el argumento de la eficacia. La verdad es útil, consuela, asegura, ayuda. El Ser es unum, verum, bonum. El Idealismo piensa el ser de la verdad en términos de identidad sustancial. La verdad es sustancia. Y en términos de permanencia. Lo verdadero es lo permanente. La voluntad de hallar lo verdadero no es sino la aspiración a un mundo permanente. La tercera característica de la verdad será la racionalidad, esto es, la claridad, la distinción, la unidad, la coherencia lógica. Pero para Nietzsche, esto no es sino un prejuicio moral. Es de todo punto imposible demostrar que el «en sí» de las cosas se comporte según la definición del funcionario modelo. El Idealismo es para Nietzsche la traducción a lenguaje racional de la necesidad religiosa arraigada en el alma occidental bajo la influencia del cristianismo. Y Dios asume así las funciones de supremo Garante ontológico. Es el depositario de las «verdades eternas». Es el guardián de los «valores eternos». Finalmente, esta anexión de lo sagrado a la «fábula metafísica» supuso un alarmante deterioramiento de lo sagrado. Pero se ha de advertir que, en la mente de Nietzsche, el ateísmo no debe significar la liquidación de lo sagrado sino la búsqueda de una nueva manera no metafísica de encararlo. «El dios moral de los cristianos no es sostenible, de ahí el «ateísmo», ¡como si no pudiera haber otros dioses!« «Dios se despoja de su epidermis moral... Pronto volveréis a encontrarlo --más allá del bien y del mal». Pienso que la
forma
«nueva y amistosa»
de mirar el mundo de las apariencias que se presenta como una de las
características
del pensamiento débil (14)
sería
entendible
y aceptable desde esta perspectiva. La multiplicidad del
ser-interpretado,
la así llamada hasta ahora «apariencia» se muestra
como
el ámbito de «una posible experiencia del ser». Pero
sin que el heredado lenguaje nos haga volver «a las
andadas».
Una y otra vez hay que recordar la advertencia de Nietzsche:
«Hemos
eliminado el mundo verdadero: ¿qué mundo ha quedado?,
¿acaso
el aparente?... ¡No!, ¡al eliminar el mundo verdadero
hemos
eliminado también el aparente!» (15).
5. La cuestión del sujeto Si el Ser y la Verdad aparecen como dos de las grandes «ficciones» de la tradición metafísica no otra cosa sucede con el sujeto. En realidad es el segundo gran avatar del pensamiento metafísico. La época moderna se constituye en el tránsito del «paradigma ontológico» al «paradigma de la conciencia» o paradigma del sujeto. Y culmina en cierta forma en el macrosujeto hegeliano del metarrelato especulativo, por un lado, y en el macrosujeto de la Historia en el metarrelato de la emancipación. Por ello dice Lyotard que en el proceso de deslegitimación de los grandes relatos y en el cambio del estatuto del saber «lo que parece disolverse es el propio sujeto social» (Lyotard 1979, 77). Y en verdad la disolución del sujeto es uno de los temas de la reflexión contemporánea. Ya el estructuralismo y en especial Foucault anunciaron la desaparición del sujeto, la «muerte del hombre» y la «odiosidad» e inexistencia del yo (Lévi-Strauss). El pensar posmoderno pretende situarse, según la fórmula de Vattimo, «más allá del sujeto». Y en ello, una vez más, se remite a Nietzsche como el primer gran denunciador de la «superchería» del sujeto. ¿Puede entenderse el Uebermensch como un «sujeto conciliado», un sujeto pensado en el horizonte de la dialéctica? (16) Tiene algunas características que lo aproximan a él, en cuanto que no vive ya la tensión entre existencia y sentido, ser y deber ser, hecho y valor. Una de las descripciones de Nietzsche lo presenta como el hombre capaz de querer el eterno retorno (17), un hombre feliz y amante de la existencia hasta querer su «eterna repetición». Y el eterno retorno sería inentendible a no ser como la condición de una existencia ya no separada de su sentido. Pero hay que añadir enseguida que el Uebermensch no puede ser identificado con el «sujeto conciliado» de Hegel (o de Marx) por la fundamental razón de que no puede ser pensado como «sujeto». No se puede hablar de «cosa en sí», recuerda Nietzsche, porque ninguna cosa se da más que en referencia a un horizonte de sentido. Deberíamos entonces decir que las cosas son obra del sujeto que las experimenta, que las representa. Pero también el sujeto es algo «producido», también es una «cosa» entre las cosas. El sujeto no es un primum, él mismo es un efecto de superficie. Es «una fábula, una ficción, un juego de palabras» (18). También la creencia en el yo se remonta a la voluntad de encontrar un responsable del acontecer. La estructura del lenguaje, la gramática de sujeto y predicado, de sujeto y objeto. junto con la concepción del ser de la metafísica, construida sobre esta estructura, está modelada por la necesidad de hallar un responsable del devenir (19). Pero entretanto ha ocurrido la historia de la «muerte de Dios», del devenir superfluas todas las explicaciones últimas, los principios y también el sujeto responsable. «¿Es que no está permitido ser ya un poco irónico contra el sujeto, así como contra el predicado y el complemento? ¿No le sería lícito al filósofo elevarse por encima de la credulidad en la gramática?» (20). La creencia en la causalidad está ligada a la creencia en la responsabilidad y la responsabilidad remite a los «sacerdotes» que quisieron imponer penas, esto es ejercitar uno de los aspectos del poder. El sujeto como «producido» es resultado de procesos de interpretación y metaforización determinados por las relaciones sociales de dominación. Pero hoy, del sujeto, de la causalidad, de la responsabilidad culpable, «no creemos ya ni una palabra». La manifestación de la esencia nihilista del devenir es un evento que se deriva de la lógica misma del desarrollo de la metafísica. El tomar nota de ello constituye la verdadera mutación de la historia de la metafísica misma. La condición del hombre posmetafísico, moderno, que ha «tomado nota» de la muerte de Dios no es la de aquel que por fin ha hallado la paz en una verdad «más profunda» olvidada, distorsionada o encubierta por la metafísica. Su característica, por el contrario, es la hybris, una peculiar forma de violencia frente a sí mismo y a las cosas (21). Esta hybris, esta desmesura, marca el punto de tránsito al ueber del Uebermensch. Se trata de una liberación del juego de las fuerzas, de la intensificación de la actividad vital del «evaluar, preferir, ser injusto, ser limitado, querer-ser-diferente» (22). Pero Nietzsche insiste en que la «fuerza» no es algo que pueda ser nombrado e identificado, por lo mismo que la noción de «cosa en sí» ha quedado disuelta. Lo que emerge es la estructura interpretativa del ser (ser es ser-interpretado). Si esto se toma en serio, se comprende que en una tal estructura no hay lugar para el sujeto hegeliano (o marxiano) dialécticamente reconciliado. Por ello propone Vattimo traducir el Uebermensch más bien por «hombre-del-ultra» (que por «ultrahombre») (23). Lo que caracteriza al Uebermensch es justamente el exceder, la hybris (pero repárese en que «lo excedido» es exactamente el mundo petrificado y anihilado de y por el desarrollo de la metafísica y del «monótonoteísmo»). En todo caso, el ueber no alude a una superación de tipo dialéctico. Parece estar pensado más bien sobre el modelo estructural de la experiencia hermenéutica. Tal experiencia, en Nietzsche, no es un modo de acceso al ser «tras las máscaras» sino que es el «acontecer del ser». A ello apuntan en Nietzsche las nociones de «fuerza» y de «voluntad de poder», según Vattimo. El interpretar no es legitimado metafísicamente, no es la aprehensión de una esencia propia de la cosa misma. La interpretación es constitutivamente injusticia, superposición y violencia. El hombre de la tradición metafísica siempre ignoró o encubrió este hecho. Lo que se ha puesto de manifiesto a lo largo de la historia del pensamiento metafísico es justamente la violencia implícita en todo proceso interpretativo. El cambio consiste en que esta violencia, una vez reconocida, cambia de significado: ella misma se convierte también, como todos los términos metafísicos, en un término hermenéutico. El «mundo verdadero», el ontos on se ha convertido en una «fábula», Dios ha muerto; ahora queremos que viva el Uebermensch, como el hombre que sabe seguir soñando sabiendo que sueña (24). No hay posible coincidencia entre «parecer» y «ser», no hay «sujeto conciliado». El «sujeto» es sólo apariencia. Pero la apariencia ya no se define en ración y oposición a un «ser». Lo que el término indica ahora es que el darse de algo como algo es perspectiva que se superpone a otras perspectivas. «Voluntad de poder» hace referencia a ese transferir al devenir los caracteres del ser. Para la relación entre Uebermensch y sujeto, esto significa que lo que se da como ser es devenir, es producción interpretativa. Lo que es aquí desenmascarado no es un «fondo verdadero de las cosas» sino la actividad de la interpretación misma. Y el resultado no es la «apropiación de lo finalmente verdadero» sino la explicitación de la producción de ficciones. Desde esta perspectiva, critica Vattimo la interpretación que de Nietzsche da Deleuze (25) y su propuesta de «glorificación de los simulacros» (en Diferencia y repetición). La primera por esquemática, la segunda, por ser una absolutización de la apariencia a la que se transfieren los caracteres «fuertes» del ser. Con lo cual no se asume lo nuclear de la propuesta nietzscheana, esto es, el devenir mismo como ser. Para Vattimo, subyace en esto un equívoco metafísico importante: Se identifica y da nombre a la «fuerza», por una parte, y, por otra, se siguen imponiendo, ahora a los simulacros, los caracteres del ser metafísico. Por otra parte, el Uebermensch ejerce la hybris de la interpretación ante todo sobre sí mismo. El «sujeto» no tiene constitución propia alguna que emancipar, ni un fondo vital de impulsos que liberar de la represión de la cultura. El experimento no está (sólo) en desenmascarar las raíces «humanas, demasiado humanas» de los conceptos morales metafísicos sino más bien en «la más espinosa de todas las cuestiones, la de averiguar si la ciencia es capaz de señalar fines nuevos a la actividad del hombre después de haber demostrado que puede quitárselos y destruirlos, y entonces habría llegado el momento de una experimentación de varios siglos que eclipsaría todos los trabajos y todos los sacrificios que nos ha dado a conocer la historia» (26). A este experimento da Nietzsche el nombre de «heroísmo». Queda no obstante aún por aclarar en el planteamiento del «experimento» nietzscheano cuál sea el criterio por el que medir el logro o fracaso de tal experimentación, dado que no se puede hablar ya de mayor o menor coincidencia con una pretendida «esencia de las cosas». Sobre esta cuestión, se da en el Nietzsche maduro algún cambio con respecto al esquema planteado en el escrito juvenil Sobre verdad y mentira... (ver el apartado anterior). El Nietzsche tardío introdujo la noción de «fuerza». Y la muerte de Dios, el derrumbe de la metafísica y la consiguiente elasticidad del sistema social no significan (como pudiera interpretarse a partir del esquema juvenil) el simple estallido de la actividad metaforizante en un «estado de naturaleza» sin límites ni exigencias de validación. Se trata de un experimento que exige el autotrascenderse y autosuperarse del intérprete. No existe simbolización en estado natural. Tampoco existe ninguna fuerza que sea absoluta, sino que las fuerzas se despliegan siempre y se miden sólo en relación unas con otras. En cualquier
caso,
aunque por razones conocidas
no es empresa fácil decidir cuál pudiera ser (haber sido)
el esquema ontológico-hermenéutico de la última e
inacabada filosofía de Nietzsche, se pueden no obstante
señalar
algunos puntos acerca del tema del Uebermensch y del
«sujeto».
En primer lugar, una ontología hermenéutica en el sentido
del ser-interpretado implica el abandono de la noción
metafísica
de sujeto entendido como unidad. La condición normal del Uebermensch
es la escisión. El sujeto está constitutivamente
escindido,
«la Vida ya no habita en la Totalidad». El hombre hace
experimento
de sí mismo y de todas las cosas. Esta es también, para
Vattimo,
la condición del hombre posmoderno. Pero además de esta
caracterización
«antropológica», la ontología
hermenéutica
basada en Nietzsche contiene también una «teoría
del
ser» cuyo principio básico sería como se ha
repetido
«atribuir al devenir el carácter del ser». La
voluntad
necesita, para ejercitar la interpretación como hybris,
de
un ser «débil». Tras el final de la
metafísica,
el ser sigue modelado conforme al sujeto, pero al sujeto escindido no
puede
ya corresponderle un ser uno, bueno, permanente y eterno.
6. La cuestión del saber En la perspectiva de Lyotard, el proceso de deslegitimación de los metarrelatos ha liquidado las formas clásicas de legitimación del saber, como ya se ha anotado. Ello abre nuevas posibilidades a otro tipo de legitimación distinto de la «performatividad». Abre también paso una pluralidad de investigaciones no jerarquizadas y con ello se transforma el posible papel de la universidad en cuanto formadora de investigadores. En cuanto a la investigación: Las reglas fijadas para ella por Aristóteles, Descartes o Stuart Mill, entre otros, no son hoy tenidas demasiado en cuenta. La investigación científica usa diversos «lenguajes», sometidos a una condición «pragmática»: formular sus propias reglas y pedir su aceptación. Se suele así definir una axiomática y unas reglas de «expresiones bien formadas». El metalenguaje que determina el conjunto es el lenguaje de la lógica. Las cuestiones que se plantean son las siguientes: ¿Por qué criterios se definen las propiedades de una axiomática válida? ¿Existe un modelo de lenguaje científico? ¿Es único? ¿Es verificable? Se habla así de consistencia, completud, decidibilidad e independencia. Pero Gödel demostró, para el caso de la aritmética, la no completud del sistema, con lo que se planteó el problema de las limitaciones internas de los formalismos. Como consecuencia, la lógica se vio conducida a los lenguajes naturales como los verdaderos metalenguajes. La lengua cotidiana es universal. Pero tiene el defecto de la no consistencia. Todo ello replantea la cuestión de la legitimación del saber. Se configura así un tipo de saber con dos propiedades destacables: la multiplicidad de sus lenguajes y su carácter de juego pragmático. Y el progreso en el saber se puede dar en dos aspectos: bien como «nuevas jugadas» en el marco de las reglas establecidas, o bien como investigación y hallazgo de nuevas reglas. El metalenguaje universal es reemplazado por la pluralidad de sistemas formales. También el panorama se transforma en cuanto a la verificabilidad, esto es, a la administración de pruebas. Se plantea la cuestión de qué significa propiamente «administrar una prueba» o «constatar un hecho». Por otra parte, el desarrollo y coste creciente de las técnicas, establece una nueva ecuación entre riqueza (dinero), eficiencia y verdad. Desde fines del siglo XVIII, la ciencia pasa a ser una fuerza de producción. Resumiendo: la administración de pruebas pasa por el control no de la verdad sino de la performatividad, en breve, del poder. Pero ¿la legitimación por el poder puede considerarse una legitimación? Se ha de distinguir así entre juegos de lenguaje no conmensurables: el juego denotativo (verdadero/falso), el prescriptivo (justo/injusto), el técnico (eficiente/ineficiente). ¿Puede la «fuerza» derivada del juego técnico tener «algo que hacer» con respecto bien sea al juego denotativo o bien al juego prescriptivo? Adquiere forma la «legitimación por los hechos» (Luhman) y la justificación por el poder. Con ello, la relación entre ciencia y técnica se invierte. De forma similar, la legitimación del sistema de enseñanza es la performatividad, esto es, su contribución óptima a la performatividad del sistema social del que forma parte. Los fines de la universidad son funcionales: formación de profesionales liberales, formación de técnicos competentes y competitivos, y reciclaje de recursos humanos o educación permanente de adultos. La consecuencia global es la subordinación de las instituciones de enseñanza superior a los poderes. Pues el saber no tiene ya su fin en sí mismo. La pregunta ya no es: «¿es eso verdad?» sino «¿para qué sirve?». Pero, por otra parte, la posmoderna pragmática del saber científico tiene poco que ver con esa búsqueda de la performatividad. La mecánica cuántica y la física atómica han limitado la extensión del principio que se ejemplificaba en el «demonio» de Laplace. La idea del control perfecto de un sistema aparece como algo inconsistente: disminuye la performatividad que debería o pretendía aumentar. Se configura un saber plural, «diferenciado», revisable, localizado y «disensual». Si, como he
vuelto a
recordar en lo que antecede,
la caída de los metarrelatos ha transformado en profundidad la
concepción
y la finalidad del saber y está en camino de abrir vías
de
una nueva autocomprensión del saber científico, a juicio
de Lyotard, algo semejante ha ocurrido en el campo más amplio de
reflexión que es el filosófico. Así, Vattimo se
plantea
la cuestión de cómo pensar después de Nietzsche y
de Heidegger y narra las «aventuras de la diferencia»
(véase
Vattimo 1980a). El pensar debe abandonar la posición de
soberanía
que el Idealismo y la metafísica le confirieron. La muerte de
Dios,
la desaparición del «mundo verdadero», la
transformación
del «ser» y de la «verdad» y la
volatilización
del sujeto unitario tienen como consecuencia un pensamiento
«débil»,
«a media luz», dubitativo y rememorante. Pero --esta
sería
la objeción-- tal tipo de pensamiento sólo puede ser
transitorio
a no ser que se acepte sin más y para siempre la perspectiva del
«último hombre» nietzscheano. Porque debe ser
precisamente
ahora cuando la capacidad de pensar humana y seriamente tiene abierta
la
vía para su ejercicio. No se trata, en cualquier caso, de volver
a levantar lo derrumbado. El peligro de la nostalgia es claro. Pero el
peligro se agudiza si sobre las ruinas del antiguo edificio no se
construye
«otro» diferente. Más que
«deconstrucción»
es necesaria la «construcción». Será sino
casi
inevitable la «reconstrucción». De todas formas, el
pensamiento en cuanto tradición, en cuanto lo transmitido se
configura
más bien como una densa red de interferencias en la que subsiste
y aflora la posibilidad de que surja lo nuevo. Precisamente
posibilitado
por la imposibilidad de acudir a Fundamento alguno.
7. La cuestión del lenguaje Lo que se ha llamado el «giro lingüístico» es una característica general del pensamiento del siglo XX. Y, si bien la filosofía analítica del lenguaje en la versión procedente de Russell y el primer Wittgenstein puede decirse que hoy no es mantenida en general, sin embargo, su «segunda etapa» inaugurada por el último Wittgenstein y unida al «giro pragmático» ha tenido y tiene un gran desarrollo y un dilatado campo de influencia. En lo que atañe al pensar posmoderno, la referencia al lenguaje no está en modo alguno ausente de él, y los dos autores que venimos considerando se remiten explícitamente a Wittgenstein y a sus famosos «juegos lingüísticos». Hemos visto ya
las
referencias de Lyotard
al lenguaje y a los «juegos lingüísticos». No
estará
de más recordarlas y resumirlas ahora una vez más. La
referencia
al lenguaje está vinculada en Lyotard a la problemática
de
la deslegitimación y de la disolución del sujeto social
(Lyotard
1979, 77). El «lazo social» es lingüístico pero
no está hecho de una sola fibra. Es un cañamazo en el que
se entrecruzan un número indeterminado de juegos de lenguaje que
obedecen a reglas diferentes. Y el principio de unitotalidad es
inaplicable.
También lo es la síntesis de esos diversos juegos bajo un
«metajuego» o metadiscurso de saber. A los antiguos
lenguajes
vienen a añadirse otros nuevos de manera creciente. En tal
situación,
se hace patente la no existencia de un metalenguaje universal
así
como también la inexistencia de un «(super)sujeto»
capaz
de hablar todos esos lenguajes. El proyecto del sistema-sujeto ha
fracasado.
Y el proyecto de la emancipación no tiene nada que ver con la
ciencia.
Las tareas científicas de investigación están
divididas
en parcelas que nadie domina por entero. Y la filosofía en sus
versiones
especulativa o humanista ha anulado sus funciones de
legitimación.
De ahí su crisis. Los juegos de lenguaje son plurales,
heteromorfos,
heterogéneos, inconmensurables e irreductibles. Por eso, frente
a Habermas o Apel, Lyotard (Lyotard 1979, 116s) piensa, por una parte,
que no es posible que los participantes en esos «juegos»
puedan
ponerse de acuerdo acerca de metaprescripciones universalmente
válidas
y, por otra, que la finalidad del diálogo no es el consenso
(éste
no es más que un estado de las discusiones, no su fin) sino la
búsqueda
del disenso, la «paralogía». En Habermas alienta
todavía
la creencia en el macrosujeto Humanidad que busca su
emancipación
así como la creencia de que un enunciado se legitima por su
contribución
a esa emancipación. En la perspectiva de la pluralidad
heterogénea
de los juegos de lenguaje no hay lugar para el metarrelato
emancipatorio
y cualquier consenso puede sólo ser local y sometido a eventual
rescisión.
8. Posmodernidad y neoconservadurismo Finalmente, un rasgo de la posmodernidad que ha sido repetidamente señalado por sus críticos es su afinidad (o proclividad, cercanía o coincidencia) con las corrientes neoconservadoras del capitalismo tardío. En este caso, se habla más bien de la «actitud» posmoderna, concepto que es aún más difuso que el de pensar posmoderno. Según yo lo entiendo, la acusación fundamental de Habermas a la posmodernidad es su identificación con posiciones neoconservadoras, su negativa a la prosecución de los ideales emancipatorios de la Ilustración y su ratificación acrítica del statu quo. El mismo Vattimo vio el peligro de que el pensamiento «débil» se viera afectado por «otra debilidad» que pudiera llevarle a aceptar lo que ya existe, el orden establecido, una incapacidad de crítica tanto teórica como práctica (Vattimo 1983a, 40), si bien él confiaba en que no necesariamente debería ir el futuro por esos derroteros. Lyotard, por su parte, reaccionó a las críticas de Habermas (como ya he resumido en otro lugar) cuestionando los propios presupuestos de la posición de Habermas (Lyotard 1986, 12-13). José María Mardones ha elaborado entre nosotros un cuadro de las tendencias de la sociedad actual que me parece esclarecedor (Mardones 1991, 15-36): Distingue lo que llama el «núcleo duro» de la sociedad actual, alrededor del cual se despliegan cuatro agrupaciones de tendencias con diferentes tipos de actitudes hacia el mismo y diversas relaciones entre ellas. Ese núcleo duro está constituido por: a) la producción científico-técnica, b) la burocracia de la administración del Estado y c) el pluralismo cultural. Estos rasgos han sido señalados por Peter Berger y Daniel Bell. Habermas, por su parte, coincidiría en señalar que en el sistema social moderno se entrelazan los subsistemas económico, político y cultural. Si se mira la sociedad desde el primero de los rasgos apuntados suele recibir los apelativos de sociedad industrial, posindustrial, de las nuevas tecnologías. Otros, desde el segundo, la denominan sociedad democratizada, administrada, de la democracia formal... Desde el tercero de los rasgos, se la ha denominado la sociedad de los mass media, de la educación generalizada, o bien fragmentada, de la diferencia o transparente. Peter Berger interpreta que el predominio de los dos primeros ámbitos permite comprender el fragmentarismo de las cosmovisiones actuales y el hecho de que los valores se vean sacudidos por el relativismo ético y el pragmatismo vital. Daniel Bell explica la contradicción básica de esta sociedad del capitalismo tardío, analizando los tres subsistemas y encontrando una disyunción fundamental en esta sociedad: un choque frontal de racionalidad y de valores entre el orden tecnoeconómico y el cultural. En el primer ámbito predomina la racionalidad funcional y sus valores son el orden, la jerarquía, la eficiencia, la rentabilidad. Pero lo dominante en el orden cultural es la dimensión estético-expresiva de la racionalidad, la búsqueda de la autorrealización, el hedonismo, la autoexpresión y el experimentalismo. El choque se produce porque en la modernidad y la posmodernidad lo cultural prevalece sobre lo tecnoeconómico. La crisis se ha hecho inevitable porque a partir de la baja de la religión la ética del puritanismo ha perdido el control de la orientación espiritual de la sociedad. Consecuentemente, para él la salida de la crisis consiste en estabilizar el sistema por medio de la recuperación de las funciones de la religión, de la ética puritana, del orden, del trabajo y de la productividad. Habermas, por su parte, sobre el mismo esquema social de fondo invierte la interpretación. Según él son los subsistemas burocrático y económico los predominantes sobre el subsistema cultural y tiranizan así el sistema social. Se trata de la «colonización del mundo de la vida» por los valores de lo funcional, lo pragmático, lo utilitario, lo rentable, lo legal y lo procedimental. En torno a este «núcleo duro» de la sociedad actual, ejemplificado en las interpretaciones divergentes que de la sociedad dan los tres autores reseñados apunta Mardones cuatro tipos de tendencias socio-culturales que reaccionan a él: Crítico-sociales, posmodernos, neoconservadores y conservadores. a) Crítico-sociales: Critican y rechazan el predominio de lo funcional y pragmático en esta sociedad y rechazan el estilo de vida que de ello deriva. Para ellos hay una distorsión fundamental en el esquema de la modernidad: Haber creído que el desarrollo económico industrial y el dominio instrumental producían por sí una sociedad más libre, más justa y más humana. No se trata de renunciar al proyecto de la Ilustración sino de denunciar una confusión de términos. Se ha equiparado racionalidad con funcionalidad, libertad con procedimiento formal, justicia con producción y consumo. La solidaridad y la responsabilidad se han debilitado. Las reacciones crítico-sociales ante el malestar de la modernidad están vinculadas a movimientos de izquierda, al llamado «socialismo democrático» y a los nuevos movimientos sociales que ponen de relieve el problema ecológico, la igualdad de sexos y razas, la irracionalidad del armamentismo, el desprecio de los derechos humanos... b) Posmodernos: Denuncian como mitos peligrosos o, en el mejor de los casos ineficaces, los grandes relatos que han marcado y orientado la modernidad. Sus críticas y perspectivas se han expuesto ya en esta serie de artículos. Señala Mardones que Lyotard, por ejemplo, opina que Auschwitz refuta el metarrelato de la emancipación, las diversas invasiones rusas de países del Este europeo desenmascaran el proyecto del «socialismo real» y la liberación del proletariado, las crisis económicas de este siglo refutan el liberalismo económico, el Tercer y el Cuarto Mundo cuestionan la tesis del enriquecimiento de toda la humanidad a través de la ciencia y la técnica. El proyecto moderno en sus diversas versiones ha sido, no abandonado, sino liquidado. Quedan los microrrelatos, temporales, rescindibles, revisables. Desconfianza, desengaño y distancia escéptica frente a la Gran Razón moderna e ilustrada. c) Neoconservadores: La expansión de la reacción posmoderna aparece como peligrosa para la estabilidad del sistema. La reacción neoconservadora consiste en defenderlo. Los neoconservadores aceptan el sistema social capitalista y democrático y su evolución. La ausencia de nostalgia del pasado los distingue de los conservadores. Puede decirse que los neoconservadores son modernos. Y propugnan la opción seria por los valores que han forjado esta sociedad: el orden, el respeto, la disciplina, la jerarquía, el trabajo, el rendimiento económico y la capacidad de sacrificio. Ilustración cultural, capitalismo económico y administrativo y tradición ética puritana. Progresismo en lo económico, cautela en lo político y conservadurismo en los valores éticos y culturales. Para los conservadores lo importante es por tanto la «batalla» cultural frente al posmodernismo y la defensa de la tradición liberal frente a los «restos» peligrosos del «mito muerto» del socialismo. Se alían incluso con una cierta tradición religiosa llegando a producir una peculiar «teología norteamericana de la liberación» (27). d) Conservadores: Sus signos son el elitismo y la nostalgia hacia el pasado. Critican de manera acerba el relativismo valorativo y cultural, la posmoderna ética del «depende», el humanismo secularista, el olvido de los clásicos. Optan por la seguridad frente a la libertad. Creen poseer respuestas eternamente válidas, filosofías perennes, teologías y antropologías intemporales. El peligro para los conservadores es el enquistamiento, la huida al ghetto en épocas de cambio o de crisis. Abandonan el diálogo con la modernidad y con la posmodernidad. Están en la vía de deslizamiento hacia el fundamentalismo, el integrismo y el dogmatismo más o menos fanático. En este cuadro
de
tendencias ve Mardones que
posmodernos y neoconservadores componen lo que llama la «diagonal
de moda» del momento. Los neoconservadores son hoy los más
claros defensores del sistema. La cuestión digna de
atención
en lo que ahora nos ocupa es si la contraposición posmoderna
acaba
o no siendo engullida por el sistema. Habermas o Apel, por ejemplo,
así
lo creen (28). Y
Vattimo o Lyotard, como hemos
visto
pretenden defenderse de esa acusación. En mi opinión,
finalmente,
la posición posmoderna o el llamado «pensamiento
débil»
puede ser un campo en el que crezcan posiciones neoconservadoras, dada
justamente esa «debilidad». Ese peligro es advertido por
Vattimo.
Pero ello no significa que el pensar posmoderno, tal como lo he ido
rastreando
en los artículos precedentes (Nebreda 1991 y 1992) y en este
mismo,
se identifique sin más con neoconservadurismo. A este peligro
real
para la posmodernidad se contrapone otro no menos real: el de que la
defensa
de posiciones «fuertes» del pensar desde las que oponerse a
la reacción conservadora o neoconservadora manteniendo alto el
pabellón
de la razón emancipatoria sea también un intento carente
de «suelo», que cree tenerlo por no haber asumido el
fracaso
de los grandes relatos, la muerte de Dios y el adiós al
fundamento.
1. Vattimo-Rovatti 1983: 11. 2. Lyotard 1979, cap. 10: «La deslegitimación». También, Lyotard 1986: 29-32, «Apostilla a los relatos». 3. «Los metarrelatos son aquellos que han marcado la modernidad: emancipación de la razón y de la libertad, emancipación del trabajo, enriquecimiento de la humanidad a través de la tecnocracia e incluso salvación de las almas... La filosofía de Hegel totaliza todos estos relatos. estos relatos no son mitos. Pero su función, como la de los mitos, es legitimar las instituciones y las prácticas. A diferencia de los mitos, ponen la legitimación en un futuro, en una idea. Idea que puede ser legitimante por ser universal. Mi argumento es que el proyecto moderno no ha sido abandonado ni olvidado, sino destruido, 'liquidado'.[...] 'Auschwitz' puede ser tomado como un nombre paradigmático para la 'no realización' trágica de la modernidad» (véase de nuevo Lyotard 1988: 29ss). 4. Bien es verdad que el significado en cada caso de la expresión «final de la metafísica» depende de lo que se entienda por «metafísica». Véase, por ejemplo, Conill 1988, o Habermas 1985. Por otra parte, el mismo Habermas alerta sobre el intento de reconstrucción de una metafísica poskantiana en nuestros tiempos en dos de los artículos recogidos en Habermas 1988. 5. L. Wittgenstein, Investigaciones filosóficas. 1988, párrafo 18: 31 (citado en Lyotard 1979: 77). 6. Véase G. Vattimo, «Metafísica, violencia, secularización», en G. Vattimo (coord.), La secularización de la filosofía, 1992: 63-88. Resumo en lo que sigue aspectos de este artículo. 7. «Una afectación al despedirse. El que se quiere separar de un partido o de una religión se imagina que es necesario para él refutarlos. Pero es una pretensión orgullosa. Tan sólo es necesario que conozca exactamente los lazos que le retenían hasta el presente en ese partido o en esa religión, lazos que ahora ya no existen, intenciones que le impulsaban por ese camino y que ahora le impulsan por otro. No es por las razones severas del conocimiento por lo que nos ponemos del lado de tal partido o de tal religión, no deberíamos, al despedirnos de ellos, tomar esta actitud». El viajero y su sombra, párrafo 82. Cito por: F. Nietzsche, Humano, demasiado humano. Madrid, Edaf, 1979: 484-485. 8. Véase la referencia en G. Vattimo, 1992: 87, n. 5. 9. Véase M. Heidegger, Der Satz vom Grund. Pfullingen, 1957. (Trad. cast.: La proposición del fundamento. Barcelona, Ediciones del Serbal, 1991). 10. Heidegger, Brief über den Humanismus. (Véase: M. Heidegger, Platons Lehre von der Wahrheit. Mit einen Brief über den «Humanismus». Bern, Francke Verlag, 19542: 115). 11. «Les essences séparées sont celles du langage». M. Merleau-Ponty, Phénoménologie de la perception. «Avant-Propos». Paris, Gallimard, 1945: X. 12. El fragmento fue dictado por Nietzsche a su amigo Gersdoff en junio de 1873 (véase: C. P. Janz, Friedrich Nietzsche 2. Los diez años de Basilea 1869/1879. Madrid, Alianza, 1981: 228-229). Apareció publicado póstumamente en 1903. Sigo la traducción castellana: F. Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. Madrid, Tecnos, 1990: 15-38. 13. Al tratar el tema de la verdad en Nietzsche es obligado referirse al trabajo de Jean Granier, Le problème de la vérité dans la philosophie de Nietzsche (París, du Seuil, 19692). A él me remito para la ampliación, discusión y aclaración de puntos que aquí están necesariamente sólo apuntados. Asimismo, puede verse allí («Appendice»: 611-628) una exposición crítica de la interpretación que Heidegger hace de Nietzsche. 14. Ver G. Vattimo-P. A. Rovatti, 1983: 14. 15. F. Nietzsche, El crepúsculo de los ídolos. Madrid, Alianza, 1973: 52. 16. Véase Vattimo 1980f: 26ss. Y también para lo que sigue. 17. Véase F. Nietzsche, La gaya ciencia. af. 341, p. 185. También Así habló Zaratustra. «De la visión y del enigma»: 223-228. 18. Véase F. Nietzsche, Crepúsculo de los ídolos. «Los cuatro grandes errores», en especial, 3: 64. 19. Ibídem, 8: 69s. 20. F. Nietzsche, Más allá del bien y del mal: 60-61, y en general todo el aforismo 34. 21. Véase F. Nietzsche, Genealogía de la moral, III, 9, en especial pág. 131. 22. F. Nietzsche, Más allá del bien y del mal, 9: 28. 23. Ya he escrito en otro lugar que prefiero mantener la traducción «tradicional» de superhombre. Añado ahora que la misma extrañeza y «sobresalto» que aún puede producir el vocablo ayudan a alertar sobre su posible y distinto significado. 24. Ver F. Nietzsche, La gaya ciencia, af. 54: «En mitad de este ensueño desperté de repente, mas sólo para adquirir el convencimiento de que estaba soñando y de que era preciso que soñando siguiera...». 25. Véase G. Deleuze, Nietzsche et la philosophie. París, P.U.F., 1967. Trad. cast.: Nietzsche y la filosofía. Barcelona, Anagrama, 1971. 26. F. Nietzsche, La gaya ciencia, af. 7: 25. 27. Véase, en el mismo Mardones 1991, los capítulos 5 y 6: 113-149. Como versión «secularizada» de esta «teología» yo incluiría aquí los trabajos de Fukuyama (1989 y 1992). Para una exposición más detallada acerca del neoconservadurismo, desde posiciones cercanas a la habermasiana véase Dubiel 1985. 28. Y Mardones
comparte
esa misma posición con algún matiz. Véase Mardones
1990.
Amoroso, Leonardo Apel, Karl-Otto Baudrillard, Jean Beriain, Josetxo Bernstein, Richard J. Bubner, Rüdiger Callinicos, Alex Carchia, Gianni Commolli, Giampiero Costa, Filippo Crespi, Franco Cueto, Juan Díaz, Carlos Dubiel, Helmut Eco, Umberto Fernández del Riesgo, Manuel Ferraris, Maurizio Foster, Hal Frisby, David Fukuyama, Francis Gadamer, Hans-Georg Gargani, Aldo Gil, Fernando Habermas, Jürgen Huyssen, Andreas Jameson, Fredric Jay, Martin Kroker, Arthur Lago, Alessandro dal Lanceros, Patxi Lyotard, Jean-François Maffesoli, Michel Maldonado, Tomás Marconi, Diego Mardones, José María Marramao, Giacomo Martínez Cortés, Javier Nebreda, Jesús José Oñate, Teresa Ortiz-Osés, Andrés Otero, Herminio Pico, Josep (coord.) Raulet, Gérard Roberts, David Rorty, Richard Rosen, Stanley Rovatti, Pier Aldo Rovira Belloso, Josep M. Savater, Fernando Scherpe, Klaus R. Trías, Eugenio Urbina, Fernando Urdanibia, Iñaki Vattimo, Gianni Vattimo, G. (coord.) Vattimo, G. (y otros) Vattimo, G. (y P. A. Rovatti) Vattimo, G. (y P. A. Rovatti)
(coord.) VV. AA. Wahl, François Wellmer, Albrecht |
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