|
|||||
|
|||||
1. La invención de la «religiosidad popular» Alfred Fouillée (1838-1912) fue un filósofo francés que intentó crear una síntesis entre corrientes de pensamiento que en su época aparecían como contrapuestas y que él intuyó conciliables. Por un lado, el análisis psicológico con la metafísica y, por el otro, el nuevo naturalismo determinista con el positivismo espiritualista. Creó una ingeniosa teoría que designaría como de las ideas-fuerza, recogida en su obra principal, La psychologie des idées-force, y que ahora es objeto de una considerable reivindicación. Las ideas-fuerza venían a ser la resolución de la dicotomización inteligencia-voluntad y de la división, creada por el monismo psicofísico y el racionalismo idealista, entre la libertad práctica y la necesidad gnoseológica. Del mismo modo, se le considera uno de los fundadores de la «psicología étnica» en Francia. Llobera le ha dedicado no hace mucho una respetuosa evocación (1989: 65-94). Es fácil imaginar el tipo de sensaciones que debieron embargar al autor de tan sesudas tesis cuando, a principios de siglo, le fue dado contemplar en las calles de Madrid, por Semana Santa, cómo grupos de penitentes se automortificaban, entre llantos y alaridos de las mujeres, para evocar los sufrimientos del Cristo de la Pasión. El resultado de su indignada reflexión quedó así escrito:
Otro ejemplo, ahora procedente de un literato español, de la personalidad de Ramón del Valle Inclán, contemporáneo de Fouillée. Gran conocedor del folclore religioso español, cuyo repertorio habría de emplear con abundancia en sus obras, Valle Inclán hacía pronunciar a su más entrañable personaje dramático, el poeta ácrata y ciego que protagoniza Luces de Bohemia, las siguientes palabras, cuando departe en la barra de un bar con Don Gay y Don Latino de Híspalis, sus correligionarios anticlericales:
Tanto en un caso como en el otro el denominador común reside en la esperpentización de lo que aparecía como la extravangante práctica religiosa española, orientada de una forma no excesivamente distinta a la de otros países donde el predominio correspondía, en materia de religión, al cristianismo no reformado. Lo que se explicitaba no era sino la desazón producida en aquellos comprometidos con la esfera de lo culto (lo propio de élites instruidas, lo escrito, etc.) ante unas costumbres religiosas que no podían aparecer sino como el dominio de lo absurdo y lo irracional y que se situaban en la periferia o al margen de la religión teológica eclesialmente homologada. Resultaba evidente que la escasa vocación metafísica de la religión practicada tenía muy poco que ver con las pretensiones de honda espiritualidad que caracterizaban las corrientes de fe institucionalizadas en forma de iglesia, y que las estrafalarias historias y los ritos enajenados que conformaban el sustrato religioso para la mayoría de ciudadanos del sur de Europa le debían más bien poco a las laberínticas y cavernosas especulaciones de los teólogos responsables de la dogmática ortodoxa. Lo que para literatos y filósofos de finales de siglo pasado y principios de éste había sido motivo de desprecio y escándalo, a veces de fascinación afectada, era, además, para ciertos estudios de la época un objeto al que aplicar los métodos y categorías adecuados a las reglas del juego del discurso científico. Ante ellos, escritores, pensadores, científicos, apologetas todos de la única palabra audible, se desplegaba un paisaje cultural extraño y gesticulante en que los objetos y los comportamientos alusivos a lo sagrado se agitaban enloquecidos al margen de lo aceptable y constelaban un universo que parecía hallarse dominado por el desquiciamiento, la mueca y el del delirio. Con algunos clavajes precarios en el sistema dogmático oficial, la religión practicada por los campesinos franceses, españoles, italianos, griegos, pero también por los habitantes «premodernos» de sus ciudades, constituían una auténtica exaltación de lo insensato y afirmaban sin recato ni disimulo su tenida por excesiva idolatría. Por aquel imperio de la exageración pululaban con aparente desorden lo ingenuo y lo abominable: historias imposibles habitadas por divinidades crispadas, sensuales, agonizantes...; pasajes demenciales, ritos desapacibles en los que se confundía lo atroz, lo sublime y lo obsceno; hábitos culturales en que cohabitaban el éxtasis de la sensualidad apenas controlada y el de las más brutales puniciones y de los actos de sangre. Un arrebato permanente, obsesivamente basado en ritos y mitos de crueldad y violencia y en una moral del linchamiento divino, pero también en leyes invisibles que se pronunciaban en un lenguaje hiperamoroso que recurría una y otra vez al dialecto de la carnalidad. A los científicos les correspondía aportar luz acerca de qué es lo que justificaba no sólo tanto desvarío en sí mismo, sino cómo cabía explicar que tal colección de disparates fuera la religiosidad realmente seguida, obedecida y reconocida como tal por millones de habitantes de aquella misma Europa que decía representar las fases más envidiables del hombre en evolución y que se hallaba plenamente embarcada en la tarea de colonizar el mundo presuntamente incivilizado. No resultaba tolerable tal desacato interior. Era urgente liberarse de la impertinencia religiosa de las masas y poner su comportamiento piadoso en línea con los proyectos de unificación cultural de Europa primero, del planeta entero después. Para ello fueron convocados los científicos del hombre y la sociedad, para que peritaran sobre las absurdas costumbres cultuales poco, mal o nada domesticadas. La primera tarea fue la de acotar el terreno a estudiar y dónde actuar quirúrgicamente. En el caso particular de la realidad religiosa euromediterránea y de otras zonas del viejo continente, la Iglesia oficial ya se había pronunciado condenando gran número de sus variantes a la marginalidad respecto de su propio sistema de representación. Eso en el mejor de los casos. Para otras muchas modalidades, el estatuto merecido había sido el de prácticas o creencias «supersticiosas», «paganas», «mágicas»..., o simplemente «profanas», situadas parasitariamente alrededor de la liturgia o el panteón aceptable. La designación que en una primera instancia recibió este ámbito fue el de baja religión. También el alemán de aberglaube o creencia pararreligiosa o seudorreligiosa, o el de missglaube, «lo que se aparta o va contra una religión o lo que deriva de otra anterior». Más adelante este enfoque recibió denominaciones más sofisticadas, como la que proponía Eliade cuando hablaba de «catrofanías caducas o decaídas». Alonso del Real hablaba de «cristalizaciones supersticiosas de creencias y saberes legítimos», y se refería a las narraciones sobre santos o vírgenes diciendo que «suele tratarse de relatos de innegable gracia poética, inofensivos y que si los llamamos superstición es por estar de más» (Alonso del Real 1971: 15, 33, 67). Para las ciencias humanas (antropólogos, sociólogos, historiadores, psicólogos...) la zona aislada pasaba a convencionalizarse bajo el epígrafe de «folclore religioso» y era situada junto con los otros dos frentes de la alteridad a redimir o a condenar, esto es, el fuera o el antes de la única lógica posible. Los ritos y los mitos de los pueblos primitivos e incivilizados y los ritos y los mitos de la ancestralidad, del pasado remoto de la propia cultura que no habían aceptado desaparecer bajo el empuje del supuesto avance moral que creía verse desde el evolucionismo social ingenuo, aparecían como formando un mismo magma insensato que había que someter a una misma tarea de exorcismo y destierro. Desde el primer momento, las sociedades folclóricas nacen en Francia con el saludable objeto de ayudar a salvar a su país del estigma que supone su propia vergonzante religiosidad. Freud y el psicoanálisis contribuyen a la cruzada descubriendo la función neurótica de tanto desatino mítico-ritual. Tylor, por su parte, convoca, concluyendo su Cultura primitiva, a los antropólogos al penoso deber de destruir todas las supersticiones deplorables, propias de algunas formas de una religiosidad grosera. El mismo Durkheim corroboraba la presencia de comportamientos e ideas religiosas desestructuradas o desarticuladas, atados contra natura al presente por la inercia o por el empecinamiento de las gentes:
En efecto, la invención del folclore religioso fue, a su vez, la de los survivals o supervivencias, «las costumbres irracionales conservadas por los pueblos civilizados y caracterizados por su falta de conformidad con las pautas existentes en una cultura avanzada» (Hodgen 1936: 89-90). Su estudio pasaba a ser del orden del de lo fósil y momificado, de los restos de los naufragios de la historia, del eco distorsionado que nos llega de la memez de los antiguos. Todo un escaparate de reliquias, a cual más estólida. Segmentos flotantes a la deriva en la cultura. Para los reformistas religiosos, los teólogos, aquel era el mundo de las sacralizaciones caídas o degeneradas. Para los reformistas científicos lo era de las supervivencias huérfanas de estructura. Cualquier cosa menos reconocer que aquella parada de estridencias en que consistía la religiosidad seguida por la mayor parte de la sociedad tuviera algún sentido, fuera de satisfacer la exuberante fantasía de las gentes sin instrucción. Fuera como fuese, la delimitación territorial quedó establecida como marco específico de actuación desde el dogma eclesial y desde las ciencias sociales, muy especialmente desde la antropología. Para ambas miradas, la insólita geografía a jurisdiccionar pasó a recibir un tipo de designación común: religión popular, religiosidad popular, catolicismo popular, cristianismo popular, etc. La esfera de la llamada religión popular, antes folclore religioso, obtuvo el protagonismo de múltiples estudios, desde estrategias diversas y con resultados siempre provisionales y reconocidamente insuficientes en cuanto a clarificaciones. La historia de las teorías sobre la religión popular ha sido en realidad la de la incomodidad y la perplejidad de los estudiosos ante unos hechos culturales que desafiaban los esquemas tradicionales de conocimiento y control científico y que hacían inoperantes las técnicas habituales de actuación. Es como si se tratase de una especie de zona pantanosa en la que habitara crónicamente la confusión y de donde resultara casi imposible sacar algo en claro. Hace ya algún tiempo, un lúcido artículo de Joan Prat (1983: 49-69) ponía en evidencia la esterilidad de más de un siglo de reflexiones acerca de la forma de ser religiosamente de lo que las estrategias de inspiración gramscianas hubieran llamado las clases populares o subalternas (obviamente, la inmensa mayoría de la población). El desconcierto que entonces embargaba a los investigadores que osaban penetrar en aquel a la vez exótico y dominante paisaje no es mucho mayor que el que experimentan los contemporáneos. Entre unos y otros, decenas de artículos, libros y congresos no han conseguido sacar el tema del cul-de-sac inicial. La lectura
atenta de
toda la literatura sobre
la religión o la religiosidad popular, a lo
largo
de varias décadas, no ha hecho sino explicitar la impotencia
explicativa
ante las presencias religiosas extrañas o de homologación
difícil, precaria o imposible, incluso dentro de un buen
número
de países europeos, por mucho que la evidencia misma desmintiera
cualquier intento por presentarlas como marginales de otra cosa que del
sistema religioso oficial. Esto es, las prácticas que se
catalogan
como de conceptualización conflictiva no son minoritarias,
clandestinas,
sectarias o algo por el estilo, ni siquiera pueden aceptar la
consideración
de subculturales, y cuidado ahí con la confusión, que ya
detectara Vovelle como frecuente, entre religión popular
y cultura popular (Vovelle 1985: 168). Son, bien al contrario,
las
seguidas por amplios y mayoritarios sectores sociales, que las
prefieren
incluso a las convencionalizadas por la Iglesia. Pues bien, lo que se
ha
dicho acerca de todo ello no consigue hacernos saber finalmente si la religión
popular existe o no existe fuera de la cabeza de sus inventores ni,
caso de existir, qué es lo que debemos entender que es o en
qué
diablos consiste.
2. Teología y religión popular Cualquiera que sea su desarrollo, toda teoría sobre la religión popular se alimenta de una dicotomía que opone a ésta aquella otra que suele ser denominada religión oficial. La relación entre estas dos modalidades puede establecerse de distintas formas. Una de las más divulgadas tendencias alrededor de la religión popular, o mejor en este caso, de religiosidad, cristianismo o catolicismo popular, parte de la premisa de que sólo existe la religión católica y que las prácticas piadosas llamadas populares son la manera que tiene ésta de darse entre los lugares «bajos» del sistema de estratificación social, incapaces de acceder a la sofisticación del discurso teológico aceptado. La jerarquía eclesial, como queda patente en el documento oficialmente distribuido «para la reflexión de los obispos», titulado El catolicismo popular en el sur de España, publicado en 1975, está convencida de que...:
Los antropólogos y folcloristas de inspiración romana han abundado en esa dirección de concebir la religiosidad popular como una mediación. Por mediación se entiende en teología una estructura apriórica constituida por signos, costumbres, palabras, gestos, cultos, etc., a través de los cuales lo santo deviene naturalmente experimentado o revelado. Así es como la religión única, o la Religión, con mayúsculas, como señala Prat (1983: 50), pasa a convertirse en religión vivida. La antropología confesional ha explicitado en numerosas oportunidades sus preferencias por este tipo de enfoques centrados en categorías experiencialistas. Así, un especialista en «religiosidad popular», el padre G. Llompart:
Otro estudioso católico, Lluis Duch, habla de religión popular identificándola con la religión de la inmediatez, con el catolicismo vivido... Las resonancias mistagógicas son en cualquier caso inevitables: «Percibir el sentido de la propia vida es hacer la experiencia de la inmediatez del hombre con la fuente, con el fundamento, con la profundidad de su propia existencia» (Duch 1976: 251). Es así como la práctica piadosa consuetudinaria para aquello que se da en llamar el pueblo, es decir, la mayoría de las personas, implica un contacto con esa supuesta elementalidad primigenia de la religión cristiana, liberada de contaminaciones o perversiones intelectualizantes, una forma en especial frontal de contestación contra la «racionalidad técnico-económica burguesa» (Duch 1976: 210). Es la religión, en fin, de las «gentes sencillas», del «hombre simple», la «religión viviente» (Duch 1976: 251). Tanto una actitud como otra aceptan la evidencia de que existe un sistema religioso teológicamente estructurado y con alto dintel de elaboración especulativa y que eso es lo que se da en llamar la religión católica oficial, en tanto es la que reconocen con valor de vertebralidad las instancias jerárquicas de la institución eclesial. Pero también existen, y además de una forma aparatosa y generalizada, comportamientos conceptualizados como relativos a lo sagrado por los actuantes, y por tanto técnicamente religiosos, que tienen un acomodo frágil, artificial o inviable en el sistema anterior y que, según las opciones, si sitúan con respecto de él bien independientemente, bien parasitándolo. Lo que ocurre es que, en ambos casos, lo que se plantea es la omnipresencia en la vida social de una práctica religiosa sólo relativamente aceptable desde el dogma. Si existe autónomamente es, con mucha diferencia, mayoritaria. Si su existencia se produce de manera dependiente, su entidad viene dada porque, en realidad, es la forma real de ser, de darse la religión católica. Manteniendo la dicotomización religión oficial versus religión popular, la mayoría de antropólogos con pronunciamientos sobre el tema han reconocido que ambas instancias son inseparables en su existencia real en las sociedades. Sus elementos aparecerían de continuo superponiéndose, imbricándose, articulándose, hasta hacerse un sólo corpus y convertir en artificiales los intentos de desglosamiento. La tendencia entonces consiste en presentar el modelo religioso aceptado preferentemente en la vida social como la consecuencia de una u otra forma de sincretismo. Este enfoque ha estado muy divulgado y es parte consustancial de los discursos vulgares sobre las liturgias de tipo festivo, por ejemplo, en las que el encastramiento entre prácticas populares y oficiales que se presume existe se antoja evidente. Este sincretismo, sostienen los defensores de su realidad, es la consecuencia de la colusión entre una religiosidad atávica, de tipo paganizante, mágico, supersticioso, etc., desde la óptica dogmática, que constituiría el sustrato auténticamente popular de la síntesis, y los elementos de significación eclesial, que han resultado de la imposición de los principios religiosos de las clases hegemónicas o dominantes. Esta perspectiva ha tenido bastante éxito al aplicarse por toda una pléyade de autores pertenecientes a la llamada historia de las mentalidades y por un buen número de antropólogos interesados en la cultura popular, lo que ha procurado un número ingente de trabajos sobre el tema, más bien socorrido, del carnaval. Se trata de los planteamientos del tipo «triunfo de la Cuaresma sobre el Carnaval», por decirlo a la manera como lo hacía un artículo de Martínez Shaw (1984: 83). Por descontado que ese tipo de desarrollos se cimentan en el invento teológico de la división cristianismo-paganismo, absolutamente inexistente fuera de la mente de aquellos que se han empeñado en presentar la historia del cristianismo como la de una religión diferente e histórica (el problema de «los otros dioses»). En realidad, la división pagano-cristiano o profano-religioso en una misma sistematización litúrgica, por ejemplo de orden festivo, ni siquiera goza de respetabilidad para una teología seria y atenta. Josef Piepper, por ejemplo, se percató de que las corridas de toros con que se celebraba en Toledo el Corpus son tan religiosas, en el sentido cristiano, como las procesiones o las misas (Piepper 1974: 42). De cualquier modo, lo cierto es que la existencia de anudamientos entre fe teológica y religiosidad popular, que dan lugar a sistemas que aparecen como unificados, es algo completamente aceptado desde la jerarquía de la Iglesia, incluso en su expresión más incontestable, es decir, la del propio Papa, en este caso Pío XII, que decía:
La profesión de fe funcionalista del Pío XII nos advierte de lo que de problemático y aún contradictorio tiene la actitud de la Iglesia hacia la práctica religiosa real, completamente plagada de gestos y objetos con un valor dogmático débil. Por una parte se siente desconfianza hacia una realidad religiosa que se controla mucho menos de lo que se piensa y, por supuesto, de lo que se quisiera. Muchas veces a años luz de la razón teológica, y de su pariente la razón sociológica, lo que se da en llamar religiosidad popular sitúa la vida religiosa del pueblo de Dios muy cerca del diablo o de los dioses deformes y obscenos que aún amenazaban desde lo arcano la rectitud de todo culto. En otros casos la voz es de alarma ante una expresividad religiosa que aparece como refractaria ante los intentos directivos de la Iglesia. F. Gabriel Llompart, por ejemplo, apunta los peligros que implica la dificultad fiscalizadora de la teología y la necesidad de una vigilancia eclesial de las costumbres religiosas populares. El texto no tiene desperdicio:
Siempre entre la resignación, la alarma, el escándalo, el paternalismo y la vigilancia cuasi policial, la Iglesia romana ha observado los movimientos y actitudes de la religión tal y como acontecía realmente en la sociedad con suma atención. Aquí reside la clave que explica el por qué el fenómeno que conocemos como religión o religiosidad popular ha perdurado casi de manera exclusiva dentro del mundo industrializado en los países de tradición católica o, a lo sumo, anglicana. La opción del cristianismo reformista protestante fue la de desembarazarse de manera harto expeditiva y hasta sangrienta del problema, entre otras cosas enviando a la hoguera a centenares de miles de personas. Pero el catolicismo no pudo jamás hacer tal cosa, por mucho que cabe suponer que lo hubiera deseado. Digamos que existían ciertas dificultades de índole técnica que lo impedían o, cuando menos, lo hacían difícil. En primer lugar, la distinción Cristo-otros dioses antiguos, cristianismo-paganismo y la exaltación del catolicismo como religión monoteísta eran cosas que sólo podían acontecer con un mínimo de convicción en el seno mismo del discurso teológico. Fuera de éste eran simplemente imposibles e inaplicables y nunca se habían dado. No se trata sólo que, desde una óptica histórica, el cristianismo fue una religión oriental-mistérica más en la Antigüedad, privilegiada por factores relativos a la lucha por la defensa y la conquista del poder político en Roma, que no tuvieron nada que ver con su presunta superioridad moral ni con la historicidad de su panteón. Se trata, simple y llanamente, que, si entendemos por paganismo lo que entienden los teólogos, el catolicismo practicado es y ha sido siempre una religión absoluta e incontestablemente pagana, es decir idolátrica y politeísta. Eso es algo que ya notara Sigmund Freud cuando consideraba con desdén la pretensión católica de homologarse con su supuesta predecesora, y teológicamente no pagana, la religión judaica, sobre todo en lo que hacía a sus vanos intentos en devenir una fe monoteísta:
Pero no era sólo eso. Existía también el imperativo teológico, en apariencia paradójico pero explicable, como veremos más adelante, según el cual no había más solución que escuchar y hasta obedecer en cierto modo las majaderías, insolencias, imprudencias y necedades que conformaban la piedad popular, que ya deberíamos empezar a llamar la piedad social. Me refiero al axioma vox populi, vox Dei, es decir, la consideración teologal que concede al pueblo de Dios, al componente humano de la Iglesia como corporación, la virtud de ser fuente de verdad doctrinal. La cuestión está recogida de manera inequívoca en los textos de obediencia y, así, en el capítulo II de la constitución dogmática sobre la Iglesia, correspondiente al Concilio Vaticano II, se puede leer la siguiente fórmula:
Los conflictos derivados de esta orientación no son en absoluto de naturaleza filosófica. Tienen una impronta grave en la política proselitista de la Iglesia, máxime en un momento como el actual en que la ideologización del discurso religioso ha provocado una crisis en cuanto a eficacia simbólica que se ha traducido en crisis de feligresía y de freno en el proceso expansionista, al menos en la Europa suroriental. Eso es lo que explica el que los estudios de religión popular hayan corrido tantas veces por cuenta de sectores confesionales. La política populista del aparato eclesial no puede dejar de atender a cómo lo que ellos llaman catolicismo popular «reinterpreta las formas religiosas oficiales» (Marzal 1976: 129). Las estrategias eclesiales del tipo teología de la liberación, iglesia del pueblo, etc., saben del valor empírico de los estudios sobre la religiosidad social y son conscientes de que su labor de propaganda necesita nutrirse de sus informaciones, precisamente por la necesidad técnica de introducirse en la «lógica teológica popular» (Vidales 1976: 173). En uno de los textos más recurrentemente aludidos de esta orientación, Dios y la ciudad, J. B. Metz señalaba:
Como se ve, el problema, tanto para el científico social como para el especialista en temas de religión, se plantea como un intento de solventar el carácter enigmático, insólito y desconcertante de un campo semántico que se da en llamar la religión popular. Ésta existe en relación de oposición, dependencia o yuxtaposición con algo que se entiende es la religión oficial, un sistema teológico que se da en llamar el catolicismo, del que se acepta que es la religión, sin calificativos. De ahí proviene, es cierto, la inspiración temática y repertorial, pero los axiomas más sustantivos de su discurso pasan ignorados y desapercibidos en la religión practicada y son sustituidos por comportamientos de apariencia «borrosa, inculta, espontánea y poco elaborada racionalmente» (Oliveira, citado por Prat 1983: 58) y que vehiculan, caso de hacerlo y no ser absolutamente insignificantes, un discurso moral e ideológico incomprensible. La cuestión
de cómo definir
y contornear la presunta «religiosidad popular»
resultará
irresoluble para cualquiera, antropólogo, sociólogo o
filósofo
religioso, que acepte el apriori de que es en torno a la
palabra
de la Iglesia católica, apostólica y romana como conviene
vertebrar cualquier discurso sobre la religión socialmente
ejecutada.
Por supuesto que aquí resulta aplicable la apreciación de
Spiro (1972: 124), acerca de que la conducta religiosa sólo
puede
ser explicada a partir de una teoría sobre la existencia de la
religión.
Lo que sucede es que resulta cuestionable el que esa religión,
en
tanto que institución que reconocemos en la cultura, sea la que
los teólogos elaboran y que la Iglesia reconoce. Esto significa
que la presunción de que la modalidad del culto real corresponde
a las propuestas doctrinales oficiales, más allá de su
simple
nominalidad, no puede conducir sino a convertir sus claves explicativas
en un auténtico punto ciego para la mirada
analítica.
3. Lo intrínseco y lo extrínseco. La «religión popular» y «los sistemas de creencias» El carácter obstaculizador que tiene la tendencia a primar el valor que se tiene por nodal de la religión oficial, que es lo que en última instancia provoca la connotación teológica de la mayoría de discursos sobre la religiosidad popular, viene agudizado por otra cuestión que aún contribuye a confundir más este ámbito de análisis. Esta cuestión está relacionada con la suposición, aceptada por algunos científicos y de clara génesis teológica también, de que un sistema religioso es ante todo un sistema de creencias, un malentendido que extendió ampliamente la sociología funcionalista americana y que se ha venido cultivando hasta el momento con una cierta imprudencia (ver Sádaba 1991), hasta ser finalmente recuperado y devuelto a la primera línea de la actividad interpretativa por el neopragmatismo de C. Geertz. La base del catolicismo, en tanto que sistema religioso de fundamentación teológica, se encuentra en la diferenciación entre fe y religión. Si el valor «religión» ya hemos indicado que remite al sistema de las mediaciones, «fe» implica un valor epicentral en tanto que se entiende que es la experiencia o adhesión personal a lo sagrado lo que se expresa en un sistema religioso. Así pues, una religiosidad que no recoja la fe como justificación última simplemente no merece tal conceptualización. Como señala un autor católico, Leclerq: «En la medida en que se borra de las conciencias el sentimiento de la trascendencia divina, el cristianismo se envilece. Y en la misma medida pierde su influencia transformante» (Leclerq, citado por Urteaga 1962: 64). Como se recordará, la razón del desprecio que Fouillée o Valle-Inclán explicitaban en relación con las prácticas del folclore religioso, venía dada por lo alejadas que éstas estaban de la esencialidad espiritual e intelectual de la religión entendida como instancia de profundización metafísica. En efecto, la religión popular aparecería como un entramado más bien estúpido de «supersticiones purificadas de preocupación científica y teológica», por decirlo como lo hacía Saintyves (1932: 54). Junto a la aparatosidad de sus leyendas de temática sagrada y de sus protocolos rituales colectivos y privados, la religiosidad llamada popular demostraba de continuo una indisimulada desatención hacia los etéreos conceptos relativos a la experiencia íntima de lo santo. Esto resultaba así prácticamente por definición. Un artículo publicado por la jesuítica La Civiltà Cattolica señalaba que las características que cabía atribuir a la religiosidad popular eran: corporeidad, ritualidad, humanidad, búsqueda de la gracia temporal, festividad, etc. (De Rossa 1962: 114); es decir, valores todos ellos alejados de la pureza de la religiosidad privatizada que la Reforma acuñara y que la Iglesia asumiría como propia desde Trento. La cuestión era que la religión practicada por la mayor parte de la sociedad no sólo no era casi en absoluto espiritual, sino que además se permitía la insolencia de desplegar una auténtica exaltación de la teluricidad. Esto es, y como señalaba Francisco Umbral refiriéndose precisamente a aquellas mismas autopuniciones rituales que escandalizaran a Fouillée, «se trata de una religión que vive obsesionada con el cuerpo, aunque hable mucho del alma» (Umbral 1986). Esto, en el caso español, ha sido destacado por los observadores cultos, ya sea con simpatía: «La religión del español no es abstracta, no es un dogma incruento, ni un distante contacto intelectual con un Dios inaccesible. Es un cálido abrazo, una mano y una herida» (Kazantzakis 1984: 32-33); ya sea con desconfianza y desprecio: «El español es católico por conveniencia, por tradición o por costumbre, más no por esa convicción que nace del profundo conocimiento de una doctrina y su compenetración con ella o de una larga deliberación o de una lucha íntima» (Granados 1969: 15). La ausencia de vocación espiritualista en la religión popular de temática cristiana, con su obsesiva insistencia en situaciones míticas pasionales y con un elevadísimo nivel de formalismo de sus actuaciones rituales, ha forzado otro tipo de división entre la religión supuestamente oficial y la supuestamente popular. La primera sería esencialmente intrínseca y la segunda extrínseca, tal y como han sugerido Meslin (1972) y Belmont (1989). Lo que resulta es que --y debe plantearse esto con la sencillez con que se da-- una colosal cantidad de practicantes religiosos en los países donde ha lugar a hablar de religión popular no son en absoluto creyentes. Por ejemplo, quienquiera que haya analizado la composición de cualquier peña de varones organizados para la devoción al Cristo, Virgen o Santo que se quiera, llegará inevitablemente a la constatación de que la mayor parte de sus componentes no sólo no son creyentes, sino que puede resultar previsible que sean blasfemos habituales u hostiles en mayor o menor grado a la instancia eclesial, es decir, abiertamente anticlericales. El planteamiento, desde la antropología y tal y como lo ha hecho, por ejemplo, Susan Tax (1978: 195-214), de la división fe versus religión, como una fórmula mucho más ajustada a la realidad que la oposición estereotipada como religión oficial versus religión popular, suele poner de manifiesto la manera como la praxis religiosa consuetudinaria es un sistema de representación en el que la fe juega un papel poco relevante y como su ejecución en absoluto exige que los concursantes tengan creencias (en la figura de un orden cósmico divino, de un más allá, etc). Esto subraya la importancia de reflexiones como las que proponía Jean Pouillon (1989: 45-54) en torno a la eficacia operativa para los etnólogos del empleo del verbo creer, de difícil aplicabilidad a otras culturas distintas de la nuestra, a lo que podríamos añadir que ni siquiera en ésta su debilitado valor semántico puede considerarse una contribución clarificadora. Todo esto viene
a
implicar que la religión
popular, si es que resulta finalmente que es algo, es cualquier cosa
menos
un sistema de creencias. El comportarse como un buen cristiano,
participando de manera activa en las actividades rituales que comporta
dicha condición, es algo perfectamente compatible con la
carencia
absoluta de fe, algo que, por cierto, ya habían notado en su
día
Marc Augé (1982: 43-53) y que la Belmont formulaba
explícitamente:
«Se puede ser católico ferviente y practicante sin ser
creyente»
(Belmont 1989: 57).
4. La religión Como enseñara Lévi-Strauss al final de El totemismo en la actualidad, un criterio básico en antropología es considerar que la religión difícilmente puede ser, por su propia condición nebulosa, un objeto de ciencia (1980: 150-151). Corresponde, pues, darle el tratamiento de un sistema de conceptualización como otro cualquiera. Por descontado que hay culturas, como la nuestra, en las que la religión sí que es un territorio identificado como en gran medida exento. En estos casos, el antropólogo se dirige al campo donde se produce la manipulación mítica o litúrgica de símbolos socialmente entendidos como sagrados --es decir rituales-- como lo haría hacia cualquier otra institución de la cultura, interpretando como tal lo que Kardiner definía en tanto «cualquier modalidad fija de pensamiento o de conducta, mantenida por un grupo de individuos (es decir por una sociedad), que puede ser comunicada, que goza de aceptación común y la infracción o desviación de la cual produce cierta perturbación al individuo o al grupo» (Kardiner 1975: 32). En el primer sentido, la religión llamada el catolicismo, tal y como aparece formulada por las instancias teologales, lo es --una religión-- en la medida en que es un sistema de conceptualización en que lo santo es el valor central. Los obstáculos surgen cuando el científico (que ha rehusado el uso del término religión en el sentido a la vez teológico y vulgarizado, a la manera como se habla del budismo, islamismo, etc.) intenta identificar algo conocido como la religión católica con una institución encastrada en la cultura y emanada de ella y de sus necesidades. Pero la historia de la Iglesia católica es, en cierto modo, la historia de su lucha por conseguir un acomodo en la sociedad a la que dirigía sus mensajes propagandísticos, lucha en la que casi nunca ha obtenido éxito absoluto. O dicho de otro modo: en los países donde ha tenido influencia, la religión eclesial ha debido luchar desventajosamente contra la indiferencia e incluso la hostilidad de la mayor parte de la población, que la ha marginado de su vida religiosa, accediendo finalmente a otorgarle un papel inestable, de cuya fragilidad hay innumerables ejemplos históricos bien ilustrativos. La Iglesia ha sufrido de muchas maneras la tragedia permanente de ver cómo la ideología por ella emanada tenía un eco social más bien restringido. Como señalaban Abercrombie y Turner en su relectura de la teoría marxista al respecto (1985: 151-181), la ideología dominante nunca ha conseguido ir mucho más allá de ser la ideología de los dominantes, sin dominar realmente casi nada en la dinámica social, sobre todo cuando nos alejamos de ese campo específico de lo político en el que, hasta hace bien poco y quizás hasta ahora mismo, sólo una minoría se ha sentido sinceramente complicada. Martin Goodridge ha desarrollado una muy documentada descalificación del tópico de la Edad Media como una «edad de fe», refiriéndose al campesinado inglés, francés e italiano (Goodridge 1975: 381-396), del mismo modo que la desconexión entre los campesinos y la religión teológica en la época preindustrial aparece como incontestable en un buen número de trabajos de historia (Le Bras 1956; Heer 1963; Martin 1969). En contra de lo afirmado por Juliano (1986: 25) --por lo demás maestra y amiga--, el cura rural nunca consiguió cumplir eficientemente su misión de propagador de la doctrina oficial y mucho menos a través de la confesión, tal y como ha estudiado competentemente Turner (1977: 29-58). Las dificultades de la Iglesia en hacer de sus representantes difusores del dogma ha sido bien estudiado desde los trabajos de Marcilhay (1964) y Delumeau (1971). Por lo demás, y en general, la inoperatividad en sociología y antropología de un término tan vago como el catolicismo, en cierto modo su inexistencia en la práctica sociocultural, es algo brillantemente explicado por un famoso trabajo de Bourdieu (1985: 295-334) y aplicado de forma inmejorable por Caro Baroja en su insustituible libro sobre la historia religiosa en la España de los siglos XVI y XVII (Caro 1978). En cualquier caso, el ejemplo español resulta casi estridente y no es nada casual que el protestante Richard Wright, en su España pagana, llegara a la simple conclusión de que éste ni siquiera era todavía un país católico, en el sentido de que lo que estaba pendiente aquí no era la Reforma sino la misma cristianización (Wright 1968: 265). Los datos estadísticos son contundentes al respecto y hacen incomprensible la afirmación de Prat de que «la misa es la práctica religiosa seguida por un mayor número de personas, pertenecientes a todas las clases sociales, y esto desde siglos» (Prat 1983: 49-69). Hoy, España puede presumir de ser uno de los países católicos menos católicos del mundo, con un nivel de participación de fieles en el principal acto litúrgico oficial por debajo, por ejemplo, de los Estados Unidos, como comentaba no hace mucho y con preocupación una revista eclesial (De Andrés 1985: 79-89). El fenómeno ha sido registrado en las últimas décadas en varios trabajos sociológicos (Doucastella 1957: 375-387; 1967; 1975: 131-162; Güel 1973), tanto para el ámbito rural como para el urbano. Y no es que la situación haya empeorado. Los datos relativos a la religiosidad de finales del siglo pasado y de principios de éste muestran un abandono muy agudizado, salvo en las clases sociales altas, de la observancia dominical (Arbeola 1975; Cabeza 1985: 101-130). La inquietud está justificada sobradamente, no sólo por la poca piedad oficial demostrada por los españoles, sino también por la furiosa forma como se ha puesto de manifiesto su hostilidad hacia el estamento eclesial a través de un anticlericalismo feroz, expresado en varias oportunidades en que las coordenadas históricas han permitido la efusión de un contencioso que ha querido resolverse en motines de claro signo iconoclasta. Esto último nos puede servir para conectar con otro asunto no menos intrigante. La falta de apego por la praxis litúrgica oficial sucede paralelamente a una fidelidad extrema por ciertos cultos tradicionales. Ordóñez Márquez, en su trabajo sobre la religiosidad en la Huelva de los años 30, no podía por menos que escandalizarse cuando, en plena apostasía y con un fondo político anticlerical, las masas no tuvieran inconveniente en continuar paseando sus santos:
El anticlericalismo, por lo demás, había puesto en evidencia el sorprendente criterio selectivo de los españoles a la hora de destruir todos los objetos religiosos accesibles, salvo aquellos que estuvieran integrados en un sistema de religiosidad que resultara cultural, y por tanto psicológicamente también, significativo. Hugh Thomas hace notar cómo:
No es extraño que Lisón Tolosana, en uno de sus primeras publicaciones, relativa a la población aragonesa de Chiprana, llamara la atención sobre lo que de paradójico tenía el que el pueblo se volcara con una devoción absoluta a honrar a su santa patrona en tanto la práctica religiosa en relación con el culto oficial casi no existiera durante el resto del año (Lisón 1957: 114). Yo mismo pude escuchar en Estella, en el verano de 1985, cómo el sacerdote se dirigía a una iglesia excepcionalmente llena de público diciendo: «¿Lo hacemos por escuchar la palabra de Cristo, por vivir la fe o por aprovecharnos de este desparramamiento de los placeres...? Hay gente que está muy en contra de la Iglesia, que está muy lejana de ella y que en estos momentos convive con nosotros. Es, en cierta manera, una contradicción» (Diario de Navarra, 5 agosto 1985). Hace algunos años, el cardenal Vicente y Tarancón advertía sobre los peligros de una política de estímulo a fiestas religiosas que lo eran sólo en apariencia, puesto que su fondo era de un catolicismo más que dudoso (en Interviú, 15 septiembre 1986). Cuando se someten a consideración estos elementos y otros muchos más que no harían sino abundar en esa misma dirección, lo que resulta obvio es que si a algo es aplicable el concepto de marginalidad o incómodo no es a la llamada religión popular con respecto a la religión oficial, por el simple hecho de que ésta en realidad no existe o existe de manera precaria y débil en la propia práctica social. La situación es precisamente la inversa: es la religión de la fe y la teología la que encuentra dificultades de articulación en la religión que se practica, por mucho que procedan de ella muchos aspectos repertoriales y nominales. No resisto la tentación de ilustrar esta evidencia con una información de origen literario, perteneciente a la novela Río Tajo, de la que es autor uno de los grandes de la novela social española, el entonces comunista Cesar M. Arconada. La escena se produce cuando el sacerdote de un pueblo castellano decide no participar en una celebración tradicional, dejándola sin sanción ni presencia oficial:
Esta secuencia, narrada en clave cómica pero no por ello menos verosímil, nos advierte del tipo de relación que implican los anudamientos que supuestamente se verifican entre las dos religiones (la popular y la oficial), en el sentido de que es la teológica la que tiene problemas de puesta en estructura, no en relación con la religión popular, sino, y digámoslo ya, con la religión real, que es la que impone los contenidos, tolerando sólo que la Iglesia ejercite su poder titulándolos e incorporándose parasitariamente los más moderados. Es decir, no sólo resulta insostenible el tópico vulgar de que la Iglesia ha impuesto los contenidos de sus doctrinas a la presunta religión popular, sino que, bien al contrario, han sido muchas más las veces en las que ha tenido que ceder y asumir una religiosidad socialmente vigente, compuesta por elementos que eran ininteligibles para el discurso teológico y que con frecuencia repugnaban a su proyecto de dignificación interiorizante. La Iglesia tuvo siempre que soportar, además, la sistemática y descarada apropiación social, aquella squatterización de la que hablaba Vovelle, de sus objetos y lugares de culto. Aquí reside la gran paradoja que el aparato eclesial se ve condenado a repetir. La única manera de divulgar los mensajes de su sistema religioso es vehiculándolos mediante actitudes y conceptos que le son ajenos, y a veces contrarios. Para ganarse un cierto grado de articulación social, la Iglesia debe constantemente cristianizar el folclore y folclorizar el cristianismo. La religión que las gentes practican es, a la vez, un medio y un obstáculo, su principal aliado y su peor enemigo. El catolicismo, entendido como religión teológica, es, ante todo y casi únicamente, la religión en la que creen y que practican los teólogos y la paupérrima minoría para la que sus arcanos significan. Para la sociedad lo que hay es otra cosa. Joan Prat ha propuesto llamarlo experiencia religiosa ordinaria; es decir «conjunto completo de comportamientos, ritos, concepciones, vivencias, representaciones sociales y símbolos de carácter religioso que en un marco concreto --espacial y temporalmente-- sustentan unos individuos también concretos» (Prat 1983: 63). Gutiérrez Estévez ha sugerido la fórmula sistema religioso de denominación católica, aquel en que, al margen de su procedencia, «todos los elementos están estructurados en un único sistema que organiza su experiencia y proporciona determinadas energías simbólicas para vivir en sociedad» (Gutiérrez 1984: 154). Ambos trabajos
constatan lo más constatable,
algo que más adelante Córdoba Montoya haría notar
en su atinado trabajo sobre la génesis ideológica de esa
noción (Córdoba 1989: 70-82): el que religión
popular
no es un término aceptable para la antropología y que el
contenido que habitualmente se le asigna a lo que corresponde es a la
estructura
de ritos y mitos, de prácticas y creencias relativas a cosas
socialmente
consideradas como sagradas, que tienen un valor institucional
reconocido
por la comunidad, que constituyen modalidades de acción social y
vehículos de expresión vehemente de una determinada
ideología
cultural. Llamar a esa estructura experiencia religiosa ordinaria
o sistema religioso de denominación católica es
legítimo
y preferible a la artificial religiosidad popular. Lo que
ocurre
es que el valor de tales nociones se acerca al del eufemismo, porque,
en
antropología y cuando ha lugar a ello --es decir, cuando existe
un espacio sociocultural exento a que referir tal categoría--,
el
nombre que recibe el conglomerado de esas prácticas y creencias
no es otro que el de, sencillamente, la religión.
Abercrombie, N. (y V. Turner) Alonso del Real, C. Arbeola, V. M. Arconada, C. M. Auge, M. Belmont, N. Bourdieu, P. Cabeza, V. Caro Baroja, J. Cordoba Montoya, P. De Andrés, R. De Rossa, G. Delumeau, J. Duch, Ll. Duocastella, R. Durkheim, É. Fouillée, A. Freud, S. Gonzalez Ruiz, J. M. Goodridge, M. Granados, M. Güell, J. M. Gutiérrez Estévez, M. Heer, F. Hodgen, M. Juliano, D. Kardiner, A. Kazantzakis, N. Le Bras, G. Lévi-Strauss, C. Lisón Tolosana, C. Llobera, J. R. Llompart, J. Marcilhay, C. Martin, D. Martinez-Shaw, C. Marzal, M. M. Meslin, M. Metz, J. B. Moreno, I. Ordóñez
Márquez, J. M. Piepper, J. Pio XII Pouillon, J. Prat, J. Sadaba, J. Sayntives, P. Spiro, M. Tax, Susan Thomas, H. Turner, B. S. Umbral, F. Urteaga, J. Valle-Inclán, R. Mª del Vidales, R. Vovelle, M. Wright, R. |
|||||
|