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Aunque estamos
hartos de corrupción,
no hay quien se atreva a decir que hemos llegado al término de
tan
triste recorrido por esas páginas oscuras de nuestra realidad
política;
de ahí que tampoco se vea el fin de la crispada
monotemática
que nutren los sucesivos escándalos, con el agravante de
que, perdida la confianza por todos lados, hasta parecen disiparse los
criterios para discernir los escándalos fundados de los
infundados;
los indicios, de las meras sospechas; la denuncia, de la calumnia...
¿Cuál
será el final de esta historia? Y si no se vislumbra a ciencia
cierta,
¿no será mejor adelantarnos y preguntarnos radicalmente si,
a la postre, no resultará que lo que acabe gravemente
dañada
sea la misma democracia, de tan zarandeada en sus instituciones y tan
maltratada
en su ciudadanía? La desmoralización y sus riesgos para la democracia ¿Está en peligro la democracia? Ésta es una pregunta que puede parecer extrema y fuera de lugar, pues no hay amenazas totalitarias en nuestro horizonte inmediato. Sin embargo, podemos hacernos esa pregunta radical, y no hace falta que sea con pretensiones retóricas o con una especial carga catastrofista, sino con la convicción de que se trata de una cuestión pertinente desde la coyuntura sociopolítica en que estamos. Desgraciadamente, desde otras latitudes una pregunta como ésa ya se encuentra respondida por vía de hechos consumados, sea por lo que supone el auge de movimientos fundamentalistas unas veces, sea, otras, por lo que significa ese fundamentalismo político que se nutre de las mitificaciones tan poderosas de los nacionalismos exacerbados. Ahora bien, lejos de situaciones extremas y trágicas como las que se están dando, por ejemplo, en Argelia o en las repúblicas de la ex Yugoslavia, por citar casos próximos, no deja de haber ciertos peligros para la democracia, presentes muchas veces de manera tan sutil que dejan a salvo la mecánica de los votos y la regla de la mayoría, pero que afectan a otros elementos nucleares de la misma, desvirtuándola seriamente. ¿Cuáles son esos fenómenos que suponen un peligro para la democracia? --así podemos reformular la pregunta inicial de manera menos brusca y para nuestro contexto más atinada, reparando, no obstante, en que esos peligros que la acechan pueden acabar en última instancia poniéndola en peligro--. Como respuesta se pueden señalar dos, a sabiendas de que no son los únicos. Uno es el que constituye el desarrollo y difusión de actitudes xenófobas, incrementadas por inmigraciones difícilmente contenibles, espoleadas por los vientos que desatan las crisis económicas y alimentadas desde el caldo de cultivo que suponen identidades tradicionales que se sienten inseguras; todo ello es lo que puede precipitarse en giros políticos más que conservadores, que recorten los derechos de las minorías, que consagren la desigualdad, que liquiden la noción de ciudadanía que la democracia entraña como condición de posibilidad. El otro fenómeno que ahora subrayamos como peligro para la democracia es el que supone toda la problemática de la corrupción política, que puede llegar a provocar, alcanzada cierta cota de escándalo, un preocupante proceso de deslegitimación de las instituciones mismas del Estado democrático, afectando a su funcionamiento e incluso a su sentido, aunque sólo fuera mediante reacciones políticas antidemocráticas desde el seno del sistema democrático. En tales casos se evidenciaría el carácter corrosivo de la corrupción política, enfermedad de los regímenes democráticos que puede llegar a ser su cáncer mortal --de suyo, en la muerte de la democracia que significa todo régimen dictatorial encontramos un estado absoluto de corrupción, de manera que por eso mismo la corrupción no es problema en tales casos--. De ahí que sea objetivo prioritario evitar, por todos los medios al alcance de un Estado de Derecho y de la misma sociedad civil activamente movilizada, que llegue a verse en peligro el sentido y buen funcionamiento de las instituciones democráticas debido a la dinámica letal de los casos de corrupción. Por ello, a estas alturas y después de los escándalos que han ido jalonando la vida política española de un tiempo acá, lo que cabe también y entre otras cosas es reflexionar a fondo sobre las cuestiones de raíz planteadas al hilo de las situaciones que se han ido viviendo y activar la reflexión teórica para contribuir desde ella a una práctica política distinta. Puestos a pensar atravesando la epidermis de los acontecimientos, conviene comenzar señalando, a modo de indicadores que ubiquen adecuadamente el marco de nuestra reflexión, algunos puntos inicialmente relevantes a este respecto: 1) Hay que señalar, en primer lugar, la paradoja que entraña el que la corrupción se destape como problema crucial de las democracias en el momento de mayor esplendor --si procede expresarse así-- de la democracia como sistema político. Ciertamente, mirando no sólo a nuestra realidad hispana, sino también más allá de nuestras fronteras, se puede constatar que en medio del acelerado transcurrir del fin de milenio en que estamos destacan ciertas tendencias convergentes, y que una de ellas desemboca en un nuevo consenso, insólito por sus mismas dimensiones transculturales: el que se produce en torno a la democracia. Es verdad que dicho consenso presenta rasgos de equivocidad que difuminan su valor como virtual catalizador de grandes dosis de energía política, así como que las expectativas que recaen sobre la democracia son de lo más diverso y que la misma noción de «democracia» es reducida en muchos casos a aspectos o elementos parciales. Siendo todo ello cierto, no lo es menos que la idea y los ideales de democracia forman parte de manera determinante de lo que en la actualidad aún puede funcionar como meta utópica con capacidad de movilización política, aunque no se libren de los riesgos de una mitificación excesiva y de un uso ideologizante de los mismos que pueden distorsionar su realización efectiva. Apuntado todo ello, es fácil constatar, además, que el redescubrimiento de la democracia, y máxime tras la caída de los regímenes comunistas con la consiguiente revalorización de la democracia liberal, ha traído consigo nuevas exigencias para la misma, a la vez que el talón de Aquiles de las democracias realmente existentes se revela en las prácticas corruptas que albergan en su seno. Ello explica que el debate sobre la corrupción, dadas las amenazas para la democracia que tal fenómeno conlleva, haya pasado al centro del debate democrático, obligando en última instancia a un replanteamiento de las relaciones entre sociedad y Estado (cf. Posada Carbó 1994). 2) No hay que perder de vista los rasgos peculiares de los escándalos por corrupción en España, de la misma manera que no hay que olvidar que la corrupción, con la defraudación de la confianza pública que supone la utilización de un cargo político para un ilegítimo enriquecimiento personal o de los allegados --o, en la otra vertiente no totalmente disociada de ésa: para la financiación irregular de un partido político--, ni es un fenómeno novedoso ni exclusivo de sociedad alguna. No hace falta insistir en esto último, pues tanto se puede consultar libros de historia o releer a autores como Aristóteles o Montesquieu, como atender, por lo que al presente se refiere, a noticias procedentes de Francia, Reino Unido, Japón..., por no citar la tagentópolis italiana o casos como los de Collor de Melo en Brasil, Carlos A. Pérez en Venezuela y un largo etcétera. Consignado todo ello a título de referencias que indican una problemática común por desgracia bastante frecuente --¿universal de facto?--, los rasgos propios de la manera como se aborda la corrupción en España, aparte los motivos de su génesis, tienen que ver con que todavía no hace tanto que estrenamos democracia y con que, a pesar de ello, se nos ha presentado en el ámbito político un abismal trecho entre el dicho y el hecho: lo que ha soliviantado a la opinión pública española, y que hace enmudecer por la izquierda a la vez que muchos enarbolan la bandera de la indignación por la derecha, es que gran parte de los fenómenos de corrupción que han motivado los recientes escándalos --en cuya secuencia destacan los casos de Roldán y Rubio durante el primer semestre de 1994, para culminar con el redivivo caso GAL, a comienzo de 1995, en el que aflora mucho más que mera corrupción-- hayan tenido lugar precisamente durante la administración de un Gobierno socialista que inició su andadura bajo el lema del cambio, apelando a la ética y autoavalándose por una centenaria historia de honradez. Es ese naufragio del proyecto socialista en las turbulentas aguas de las prácticas corruptas, que en el caso Filesa afectan al PSOE institucionalmente, lo que constituye uno de los rasgos peculiares de la actual situación política española, destacándose sobre otros casos de corrupción en los que son otras fuerzas políticas las implicadas (Naseiro, que afecta al PP; tragaperras, que toca al PNV; Casinos, que proyecta su sombra sobre CiU, etc. --cuestión aparte la confusa situación de la UGT ante el asunto PSV--). Es, por tanto, fácil coincidir en que la dilapidación de ilusiones que todo lo reseñado ha supuesto, es uno de los rasgos sobresalientes de la evolución política de la democracia española. Ésta, aproximándose a la veintena de años y acumulando ya una significativa experiencia de ejercicio político democrático, hoy ve lejos incluso aquella etapa de desencanto posterior al empuje y la tensión iniciales que acompañaron a la transición. No hace falta, desde luego, ningún «reencantamiento», siempre peligroso por irracional y ambivalente, pero el problema se resitúa actualmente en cierta desafección que sólo se superaría con un incremento notable de entusiasmo colectivo por la democracia, el cual demanda como condición la eficacia en la lucha contra la corrupción política. El significativo grado de desconfianza política que se ha difundido entre amplios sectores de la población, alimentado por los excesos de la sospecha ilimitada y del amarillismo periodístico, puede afectar seriamente a las instituciones democráticas como tales, por lo que es urgente dejarla atrás atajando con clara voluntad política toda corrupción que se detecte: sus efectos desmoralizadores y deslegitimadores suponen una carga insoportable para nuestro sistema político y su salud imprescindible. Cabe confiar en que vivimos en un Estado de Derecho que cuenta con los medios legales, jurídicos y políticos para luchar contra la corrupción y esperar que se vaya logrando esclarecer y practicar todo lo relativo a la responsabilidad política exigible ante los casos de corrupción, por más que el debate en torno a ella, y no sólo político, no esté ni mucho menos concluido (puede verse García Morillo 1994). 3) El empeño por la transparencia y contra la corrupción es factor clave en la maduración de la democracia, y de manera singular, por razones culturales y sociopolíticas, en nuestro caso de la sociedad española y su Estado. No es ninguna afirmación gratuita decir que nuestra democracia está necesitada de profundización, de maduración, e incluso cabe añadir también que de más fuerte consolidación, a poco que echemos la mirada más allá de lo que es estrictamente el asentamiento y legitimación política de sus instituciones. Abusando de la redundancia, lo que hace falta quizá quede bien expresado mediante la fórmula de «democratización de la democracia», que sería la empresa colectiva en la que la lucha anticorrupción adquiriría su pleno sentido. ¿A dónde, si no, puede apuntar el proclamado «impulso democrático», hasta ahora ralentizado de manera un tanto limitada y frustrante? De no pensar que se ha agotado en resolver torpemente la parálisis institucional ante una serie de nombramientos bloqueados en sede parlamentaria, queda esperar que, efectivamente, tal impulso cobre fuerza hacia una verdadera revitalización democrática --no hay que dejar tampoco que nadie patrimonialice ahora esta expresión-- orientada por la idea-guía de la participación. En esa dirección es oportuno recoger sugerencias puestas en circulación hace décadas y que hoy encuentran un momento propicio para fructificar y ser operativas: es necesario salir de las formas insuficientes de una mera «democracia espectadora» para avanzar hacia una efectiva «democracia participativa» (cf. Fromm 1979: 171 ss.; 1980: 153 ss.). Ello se ve reforzado subrayando que transparencia y participación van juntas, lo cual hay que aplicarlo a la dinámica de las distintas instituciones, en especial a los partidos políticos, que han dado cobijo a la corrupción desde su interna y externa opacidad antidemocrática. Al hablar de democratización de la democracia --fórmula que por la izquierda se puede hacer equivalente a la de «radicalización de la democracia» (cf. Habermas 1991a: 283 ss.)--, no se está proponiendo ningún extremo democratismo tan absurdo como inoperante, que no conduciría sino a situaciones irracionales --la que se produciría, por ejemplo, si para cualesquiera casos y situaciones se llevara más allá de lo practicable la exigencia de participación y, con ella, más allá de lo razonable, la regla de las mayorías--. No va por ahí la cosa cuando se apunta a la sentida necesidad de mejorar, extender y profundizar nuestra democracia. Por una parte, es incuestionable la necesidad de mejorar las instituciones y formas democráticas, potenciando en los distintos niveles políticos los cauces de participación --que no pueden limitarse a los mecanismos electorales, sobre los cuales, por lo demás, recae una amplia demanda de innovación--; por otra, igualmente es conveniente extender más el ejercicio de la democracia a través del amplio campo de la vida social --desde las asociaciones de vecinos hasta las de consumidores, desde los sindicatos hasta las asociaciones empresariales y colegios profesionales, desde los consejos escolares hasta los órganos de gobierno universitarios, desde los movimientos ciudadanos hasta las asociaciones culturales, etc.--, adecuándolo en cada caso a las características propias de cada ámbito. Tal es la salvedad para que en verdad sea asumible una difusión de los procedimientos democráticos que apunte a la construcción de «relaciones sociales nuevas y equilibrios de poder distintos» (Barcellona 1992: 109). Una extensión de la práctica de la democracia como la señalada es, sin duda, una tarea inacabada, como obviamente la puesta a punto mediante mejoras legales de los mecanismos de representación política propios de una democracia liberal. Pero, además, cuando se habla de profundización, va implicado en ello algo más que la referida extensión y que el mejoramiento de las formas institucionales de participación política para garantizar la mejor representatividad de la dinámica parlamentaria --no se resuelve ninguna de las cuestiones que hoy afronta la teoría de la democracia manteniendo la contraposición rígida entre democracia representativa y democracia participativa, asociando indisolublemente, y por tanto erróneamente, participación y democracia directa al modo más puramente rousseauniano (véase en tal sentido Cortina 1993: 89 ss.): de hecho, la representación exige la participación, y ésta no debe agotarse en la elección de representantes--. 4) La profundización de la democracia es el quehacer ético-político que demanda nuestro tiempo. Hay que transitar por la vía de profundización para superar las deficiencias de nuestra realidad sociopolítica, orientando así el empeño democrático contra la corrupción política. De tales deficiencias, unas son de carácter institucional, y por ahí han de subsanarse (medidas de control, legislación más actualizada y estricta, revisión de los procedimientos electorales, democratización efectiva de los partidos, etc.), y otras, las que ahora nos interesa más poner de relieve, se concentran con fuerza sobre un punto: el talante, el ethos dominante en nuestra sociedad, y por ende también en la denominada «clase política», deja bastante qué desear para ser considerado como un fuerte y profundo ethos democrático capaz de impregnar y cualificar su vida política como una dinámica democrática radical y eficazmente sana. Vale recordar, analógicamente, que si a nivel de la Unión Europea es reconocido el déficit democrático que arrastra la política comunitaria, a nivel nacional lo que encontramos es un patente déficit ético y moral en nuestra vida democrática. Al señalar tal déficit, de ninguna manera se trata de esgrimir acusaciones puritanas en torno a la moralidad de nuestra realidad social --entre otras cosas, porque «moralidad» no es un término que, en rigor, sea adecuado utilizarlo teniendo como referente la sociedad, pues se trata de algo que es de exclusiva competencia de los individuos (la sociedad como tal no es responsable de nada)--, sino que se apunta al hecho de que, en todo caso, en buena parte de los individuos que la componemos se echa en falta la asunción de una sólida moral democrática --lo cual es a su vez un hecho sociológico de lo más relevante, que da pie a hablar de la «moral social» imperante, susceptible de evaluarse desde el punto de vista moral--. Es sobre todo en esa dirección por donde hay que buscar las raíces de lo que se ha llegado a considerar como acusada desmoralización presente en la sociedad española. A propósito de tal diagnóstico no viene mal jugar con las palabras, habida cuenta de su etimología y actual polisemia --al modo del profesor Aranguren, difusor, tras los pasos de Ortega, de dicho diagnóstico (cf. Aranguren 1979: 53)--, para hacer hincapié en que si permanecemos bajos de moral también se nos puede venir abajo la democracia; de la misma manera que, por el contrario, sólo será posible una democracia viva si ésta se mantiene por ciudadanos con la moral alta, lo que en este caso implica: con una elevada moral democrática. En el sentido expuesto, puede pensarse, continuando con Aranguren, que, frente a «esa pérdida de confianza en la empresa del quehacer colectivo» que constituye la desmoralización (cf. 1992: 106), se impone a la sensibilidad de las conciencias la necesidad de re-moralización (cf. 1991: 116). No obstante, ¿cómo entender la necesaria moralización, esclareciendo y discerniendo lo válido, asumible y postulable de entre la amplia gama de discursos que giran en torno a la «renovación ética» de la sociedad? Reparemos de momento en la paradoja que entraña el que dicha apelación tan frecuente, y con motivos suficientes para que así sea, justo se produzca en el momento sociocultural del crepúsculo del deber, cuando más cuestionados resultan socialmente los planteamientos deontológicos (cf. Lipovetsky 1994). Y entonces, ¿a qué ética se refieren tantos y qué moral proponen? Afinando por ahí, las cosas ya no están nada claras. Para clarificar tales cuestiones, además de situarnos en las coordenadas éticas y políticas que hemos ido dibujando, continuamos adelante partiendo de la doble tesis antropológica que ya venía sugerida desde el mismo título que encabeza estas páginas: a) A la altura histórico-cultural en que nos encontramos, no puede corresponder a nuestra condición moral sino un sistema político democrático en el que vivir de una manera humanizante nuestra ciudadanía. b) No es menos cierto que el hábitat democrático que éticamente reclamamos se verá peligrosamente devaluado, por lo menos, si no se mantiene en alza de manera políticamente eficiente nuestra condición de homo moralis. El telón de
fondo de la reflexión
que aquí se articula es, pues, el reconocimiento de la realidad
constitutivamente moral del hombre, en virtud de la cual su vida es
insoslayable quehacer desde la libertad y a la que pertenece
estructuralmente
un momento imperativo ineludible (cf. Aranguren 1976: 47 ss.;
1994:
67-71). Éste se hace presente como deber y responsabilidad
morales
y no puede dejar fuera la dimensión política que pone en
acción el juego de la reciprocidad de nuestra socialidad
intersubjetiva.
Todo ello es lo que entraña la condición de homo
moralis,
ese fruto maduro de la sapientización, que la orienta y
la
cualifica en tanto que producto de la consecución moderna de la
autonomía del hombre como sujeto y la exigencia
correlativa
de ciudadanía política en que se complementa su
particularidad
como individuo (cf. Aranguren 1991: 215). Desde tales
coordenadas,
y levantando nuestro ángulo de mira más allá de la
casuística inmediata, ¿cómo entender la exigencia
de moralización contra la corrupción?
La necesidad de una moral democrática La democracia, entendida como régimen de funcionamiento y legitimación de un Estado de Derecho caracterizado por la soberanía popular y su representación parlamentaria, así como por la división de poderes, y comprendida a la vez de forma más amplia como principio de vertebración política de la sociedad que se extiende además reticularmente por todos los cauces donde transcurre su pluriforme dinámica, exige por parte de los individuos unas actitudes morales que posibiliten la viabilidad de los mismos procedimientos democráticos en los que ellos participan. Puede decirse que la calidad democrática de la vida política de una sociedad, supuestos los procedimientos institucionales y mecanismos legales adecuados para la legitimación democrática del poder y el ejercicio controlado del mismo (la aportación del republicanismo liberal a la democracia moderna, subrayando el valor constitucional del «imperio de la ley»), se halla vinculada, aunque no dependa exclusivamente de ello, al grado de respeto mutuo, de veracidad, de solidaridad, de compromiso... que impregne las relaciones humanas que se dan en su seno, especialmente, claro está, ésas que urden la trama constituyente de lo político. Hasta tal punto pesa tal vinculación, que en el caso de una ausencia generalizada de dichas actitudes nos encontraríamos a buen seguro con la neutralización de las virtualidades de efectivo ejercicio de la democracia que portan las instituciones diseñadas para la articulación de la voluntad política de los ciudadanos. Las formas de la democracia pueden verse entonces pervertidas e incluso se puede llegar, en el extremo, a que se vean minadas las bases ético-políticas de un Estado de derecho. Si es verdad, por una parte, que las «buenas instituciones» no garantizan que vaya a haber «buenos ciudadanos», por más que quizá o probablemente lo favorezcan, no es menos cierto, por otra, que la talla moral de los individuos, su condición de «buenos ciudadanos», afecta al funcionamiento de las instituciones y, aunque tampoco baste por sí mismo para garantizarlo de manera correcta y eficaz, lo que sí es sabido es que una deficiente calidad moral «media» puede dar al traste con las posibilidades que brinden incluso unas «buenas instituciones». Tanto es resultado de una ingenua mitificación la confianza objetivista en las solas instituciones, como la ciega fe subjetivista en los solos individuos. Se trata de dos caras de una misma moneda: la acuñada desde un deficiente planteamiento de las complejas relaciones entre ética y política --por más que sea a partir del positivo reconocimiento de que no son ajenas--, ya para delegar la ética en las medidas jurídico-políticas, primando éstas según la solución que se pone tras de Montesquieu, ya para confiar en la ética como rectora para la política y su misma moralización, al modo que se atribuye a Rousseau (cf. Aranguren 1985: 119-142). Desde ambos lados acabará comprobándose que la moneda es falsa y el optimismo irracional que había desatado su puesta en circulación fácilmente se trocará, al constatar su inconsistencia, en un pesimismo igualmente irracional. En nuestro entorno es muy frecuente la polarización de cuño objetivista, como corresponde a la época posmoralista que en todo caso se acoge a una «ética indolora» que carga el acento sobre las reglas justas y el funcionamiento correcto de las instituciones, según diagnostica Lipovetsky (1994: 47 ss. y 57 ss.), aunque tampoco falta la de tipo subjetivista, alentada por la indignación. No obstante, frente a tales enfoques unilaterales conviene insistir en que la democracia supone un edificio jurídico-político que no deja la dinámica del poder a la débil contención que ejercería la sola buena voluntad de los individuos, pero que además no sólo implica una forma de gobierno y, en sentido más amplio, una manera de organizar la convivencia política, sino que también exige, y hasta cierto punto ha de suponer, una moral democrática en la que se sustente, incluso como una condición de posibilidad singularmente relevante, lo que de hecho sea la realidad democrática de un país. Tal complementariedad entre el armazón institucional y el entramado moral es la que permite hablar de «sociedad democrática» y no sólo de «Estado democrático», pues, como sostiene con pleno acierto E. Morin, «la democracia no depende sólo de instituciones democráticas: depende también de una vida cívica y política rica y compleja» (1994: 182). Las exigencias morales de la democracia vienen también realzadas por el hecho mismo de que hoy concite mayor unanimidad la consideración de que ella posee un incuestionable valor en cuanto único régimen político conforme con la exigencia del respeto debido a la dignidad de todos los hombres. Es esta estimación de la democracia como algo éticamente valioso la que deja atrás, por radicalmente insuficientes, expresiones ya tópicas del tipo «la democracia es el menos malo de los sistemas posibles». Por lo demás, y aparte la cuestión de en qué medida las democracias reales responden a dicha exigencia y a lo que de ello habría de derivarse, lo cierto es que la convergencia es cada vez mayor en la siguiente apreciación: el valor de la democracia no se limita a la instrumentalidad de un proceder «civilizado» para articular un eficiente equilibrio de poderes y para abordar, desde un marco de poder político suficientemente legitimado, la resolución de conflictos (políticos), la toma de decisiones que afectan a la colectividad y el control de su ejecución, sino que, además, supone un valor ético en sí misma por lo que es desechable la consideración de la misma sólo como mero medio político , desde el cual el proceder aludido cobra su pleno sentido «humano», esto es, éticamente «dignificante» y políticamente «humanizante». Una
apreciación como la señalada
en cuanto a lo valioso de la democracia es la que de una forma
u
otra se ve tematizada en diversos intentos de fundamentación
ética
de la misma son descollantes a este respecto los llevados a cabo por J.
Habermas (cf., por ejemplo, 1991b: 155 ss. y especialmente
170-171)
y por K. O. Apel, desde la ética discursiva o dialógica
en la que ambos vienen a coincidir (puede consultarse al respecto
Cortina
1988: 181 ss.; 1991: 222-228). Dichos intentos no se limitan,
obviamente,
a corroborar dicha apreciación, sino que, dando razón
de ella, se extienden después hacia el despliegue de las
consecuencias
normativas que para la razón moral se siguen de una
valoración
ética de la democracia que de ninguna manera se reduce a una
consideración
estratégico-instrumental. A ello hay que añadir que,
desde
ese punto de vista moral, además de a los problemas de
fundamentación
ética, no se puede dejar de atender a esos otros problemas
distintos,
aunque no divorciados de los anteriores, mas sí ubicados en un
nivel
de concreción práctica que acentúa la
urgencia
de su abordaje que tienen que ver con el funcionamiento de las
democracias.
En ese orden de cosas, respecto al cual las respuestas en cuanto a las
cuestiones de fundamentación son necesarias por la
orientación
y el esclarecimiento insustituibles que proporcionan, mas no son
suficientes,
es donde se sitúa lo relativo a las actitudes que delinean el
perfil
de la moral democrática que dicho funcionamiento
reclama.
Sobre ellas y, en primer lugar, sobre la índole de esa moral
democrática, se concentra nuestra atención en lo que
sigue.
Más allá de la
contraposición
entre moral pública y moral privada: Si estamos de acuerdo en que es necesaria una moral democrática, lo primero que se impone al hablar de ella es clarificar lo que cabe denominar su «estatuto ético». ¿De qué moral se trata? En este punto la tendencia prevaleciente consiste en pensar que una moral democrática, planteada en función de la participación en la dinámica sociopolítica, hay que entenderla como «moral pública» así, por ejemplo, V. Camps al referirse a «virtudes públicas» (cf. 1990), puesto que lo relevante al caso es lo que tiene que ver con las relaciones con los demás de puertas afuera respecto del reducto de nuestra «vida privada». No se excluye, sino todo lo contrario, que cada cual tenga sus criterios y principios, es decir, su «moral privada» para lo que son los asuntos de su vida personal que le afectan sólo a él. Lo que se afirma de manera más generalizada es que, éticamente y de cara a la buena marcha de una sociedad democrática, sólo importa y es éticamente relevante lo que en la vida de los individuos tiene que ver con su actividad «pública». Esta presunta nítida separación entre lo público y lo privado conlleva de positivo el rechazo de todo lo que sea una intromisión autoritaria en el modo de vida de cada cual, que ha de respetarse siempre en tanto no repercuta negativamente sobre otros. La libertad del individuo ha de prevalecer siempre que no ocurra eso último, y así ha de reconocerse explícitamente en una sociedad pluralista y tolerante. No hay que infravalorar en absoluto, sino todo lo contrario, el logro positivo que supone la diferenciación entre lo público y lo privado. Ahora bien, el problema arranca de la proyección de esa distinción a «dos morales», pues es entonces cuando queda expuesta constantemente al peligro de verse arrastrada hacia el oscilante vaivén de una «doble moral». De suyo, de la diferenciación se pasó a una contraposición público-privado que ha sido muy cara a la tradición burguesa-liberal, y de ahí al juego de la «doble moral» que ha sido especialidad de una moral burguesa que a través de él pudo instalarse con «buena conciencia» en la esquizofrenia entre lo que se dice y lo que se hace. La crítica antiideológica de la moral hecha, por ejemplo, desde la tradición marxista desveló ese juego --también afrontado críticamente desde el psicoanálisis freudiano--, y aunque ello no evitó el que, por otra parte, el «marxismo institucionalizado» (cf. Kolakowski 1970: 7 ss.) generara otra «doble moral» de nefastas consecuencias --las que ya Orwell denunció lúcida y valientemente en sus novelas distópicas--, lo que no cabe es olvidar la validez de aquella crítica. Abogar por una moral democrática proponiéndola sin más en los términos de una «moral pública» arrastra, pues, el peligro de una recaída ideologizante bajo la tenaza de la falsa contraposición, por insuficiente, entre lo público y lo privado. Frente a dicha contraposición cabe intentar un nuevo enfoque apoyado en la interrelación individuo-sociedad, interrelación dialéctica constitutiva de la compleja realidad humana, incluida la condición moral del hombre, en la que ninguno de esos dos polos se reduce al otro, sino que se median constantemente en la existencia social del hombre, ésa en la que cada uno se individualiza. Desde esta perspectiva no tiene ya tanto sentido hablar de «moral pública» y/o «moral privada», y más si tal dicotomía contribuye al encubrimiento y justificación de la realidad escindida de un hombre que en su existencia concreta se ve inducido a una moral privatista a la vez que sucumbe a una moral socialmente dominante (cf. Fromm 1957: 258 ss.). Por lo demás, hablar de «moral pública» resulta insostenible mientras no se afronte críticamente el paradigma ético dominante que establece un «sistema de complementariedad» entre la reconocida racionalidad (estratégico-instrumental) de los procedimientos empleados en la ciencia-técnica y en el ámbito (tecnocratizado) de la política y la irracionalidad atribuida a unas convicciones morales a las que no se reconoce más apoyatura que el sentimiento o una decisión fideísta (cf. Apel 1986: 111 ss.). En tal «sistema de complementariedad», la tendencia es que la moral quede expulsada de hecho del dominio que se entiende como público, aunque no por ello pase a consumarse su reclusión en el ámbito que se acota como privado, entre otras cosas porque a nivel social es ideológicamente inaceptable lo que sería una expulsión del ámbito público. Tal indefinición del «sistema de complementaridad» permite que se perpetúe fácticamente la discrepancia entre lo que se dice y lo que se hace, como contradicción que permanece encubierta para, en su ocultamiento, constituirse en fuente inagotable que alimenta las manifestaciones de una impotente indignación moral cuya incoherencia raya en muchas ocasiones con el cinismo. ¿No hay mucho de ello en el escandalizarse, con ostensibles muestras de rasgarse las vestiduras en actitud que antaño se calificaría de hipócritamente burguesa, ante los conocidos casos de corrupción? Habida cuenta de que la moralidad es competencia de los individuos sólo el individuo, desde su condición moral, puede asumir una moralidad o actuar inmoralmente, y de que la existencia de éstos no es sino social, lo que proponemos a partir de ahí es que resulta más procedente y menos equívoco hablar de moralidad política en vez de «moral pública». Ello encaja mejor con la idea de que el hombre desde su vida individual, que no tiene por qué plantearse privatistamente, no puede desentenderse no debe, moralmente hablando de la dimensión política que comporta su existencia social. Una moral democrática es así el perfil que cabe trazar de esa moralidad política individual atendiendo a los rasgos ideales que debiera presentar en la concreta praxis moral de los individuos. En este sentido, dicha moral puede entenderse como la que ha de corresponder a un «individualismo democrático» (cf. Savater 1988: 153 ss.; 1993: 103 ss.), o a ese «individualismo responsable» al que otros apelan (cf. Lipovetsky 1994: 15). Aunque quizá, para evitar las connotaciones peyorativas con que suele entenderse la palabra «individualismo», justamente por asociarla a la privatización y posesividad propias de la moderna «era del individuo» (cf. Renaut 1993, donde se abordan las raíces del individualismo en el pensamiento moderno, mas para llegar a una muy discutible contraposición entre «individuo» y «sujeto»), mejor sería expresarlo en los términos dinámicos de una solidaria «individuación democrática», los cuales concuerdan más con el carácter procesual que tiene una praxis moral cuyo centro de gravedad es la progresiva asunción de la propia autonomía sin «miedo a la libertad» (cf. Fromm 1980). Por lo demás, se hace necesario indicar que la moralidad política de la que hablamos tiene su núcleo fundamental en esas normas que, encontrándose implícitas en las reglas básicas que rigen las instituciones democráticas, suponen además una interiorización efectiva de los valores que inspiran tales instituciones y el correspondiente ordenamiento jurídico a la vez que aspiran a realizarse en el nivel de la legalidad (cf. Jiménez Sánchez 1994: 14). A ese respecto, por un lado, hay que tener en cuenta, como Habermas manifiesta, que las regulaciones coercitivas del derecho positivo, necesitadas siempre de justificación, «no pueden deber su legitimidad a otra cosa que al contenido moral implícito de las cualidades formales del derecho» (1991c: 160), como resultado de la emigración de la moral (procedimentalizada) al interior del derecho positivo, mas no para agotarse en él (cf. 1991c: 168). Por otro lado, eso obliga a considerar una y otra vez que la moralidad va más allá y que así lo requiere el derecho positivo mismo para progresar hacia cotas éticas más elevadas, espoleado por las demandas de los individuos que se articulan políticamente desde la sociedad. La moral democrática desborda, así, la institucionalización democrática de lo político, pero el problema de índole regresiva se plantea cuando la moral social dominante cae por debajo de lo que se podría llamar la «moral constitucional». Entonces es cuando la democracia empieza a soportar los riesgos que provienen de la desmoralización. Abordar la moral democrática, superando las estrecheces egocéntricas del individualismo que ha sido dominante, como moralidad política de los individuos en cuanto sujetos autónomos políticamente activos, soslaya los malentendidos que acompañan a la expresión «moral pública», la cual nos llega además vinculada, como recuerda Lipovetsky, a una «cultura del deber» ya periclitada que cifraba el «orden moral» en torno a la trinidad «familia, patria, trabajo» (cf. 1994: 41 ss., 158 ss.). Esta fórmula de «moral pública», incluso cuando se la utiliza incautamente desde el prisma de una sociología de la moral, no deja de inducir la confusión entre validez ética y vigencia social de las pautas de comportamiento que se entienden como morales. Los riesgos de
consecuencias indeseables por
malentendidos son aún mayores si se habla de «moralidad
pública»
sin distinguir no ya sólo entre validez ética y vigencia
social, sino entre éstas dos y vigencia
jurídico-positiva.
Es lo que ocurre cuando desde posiciones más o menos integristas
se intenta prescribir una moral para todos desde instancias religiosas
(la Iglesia) o políticas (el Estado) que de un modo u otro
menoscaban
el obligado reconocimiento de la autonomía moral de los
individuos
que ha de conquistarse para una sociedad pluralista y secularizada a la
que no puede corresponder sino un Estado laico. Los que
resisten
a ese reconocimiento es porque se hallan encerrados en el falso dilema
de o absolutismo moral o relativismo moral. Unos, por no aceptar el
segundo,
caen en el primero, aunque sea bajo las formas de un
«totalitarismo
moral» de modales suavizados: no se acogen a la «vía
moral» de proponer una ética universalista
humanista
--«el humanismo es el presupuesto cultural de la ética
autónoma
y ésta lo es de la moderna democracia de los derechos
fundamentales
de la persona» (Savater 1990: 95)--, como ética
susceptible
de ser aceptada por todos, y se empecinan en imponer una
homogeneización
moral que no puede responder más que a esos patrones de
ética
autoritaria que siempre se encuentran presentes en las diferentes
versiones
de la reaccionaria pretensión de implantar un «orden
moral».
Otros, en dirección contraria, optan por la salida relativista,
huyendo de los supuestos riesgos de absolutismo que indebidamente
atribuyen
a todo planteamiento de universalismo moral por el mero hecho
de
serlo, olvidando, dado que no hay por qué identificar
«pluralismo»
con «relativismo» o «escepticismo» en
cuestiones
morales, que «la opción por el pluralismo moral no
descarta
la universalidad sino que la exige en esencial medida»: exige
«la
universalidad en cuanto asunción de derechos y deberes de
humanidad»
en que puede asentarse la pluralidad de los modos de vida buena
(Savater 1990: 113).
Moralidad política y eticidad democrática Si la moralidad sólo cabe predicarla de sujetos humanos, no hay que olvidar que la acción de éstos se enmarca en una forma de vida que conlleva costumbres, pautas de comportamiento, medios de socialización, ideologías, valores socialmente admitidos, sujeción a leyes, etc., todo lo cual se condensa de manera singular en torno a las instituciones que canalizan a nivel social las energías de los individuos, señalando de manera regulada cómo y por dónde han de transcurrir sus relaciones en diferentes contextos y su acción ante distintos problemas. El peso que al efecto tienen las instituciones políticas condiciona muy decisivamente la dirección de la dinámica social y las características de lo que globalmente sea la forma de vida imperante en una sociedad. De dicha forma de vida, como de la sociedad en su conjunto y de sus instituciones, no es pertinente, por lo ya aducido, hablar en términos de «moralidad», pero eso no quiere decir en absoluto que lo que en ellas ocurra sea indiferente para la razón moral. Todo lo contrario, pues ese marco social es altamente determinante para las vidas de los individuos, máximamente relevante en lo que toca al respeto debido a su dignidad y del todo condicionante en lo que se refiere a las pretensiones de cada uno en cuanto a su autorrealización, esto es, a la búsqueda por cada cual de su felicidad, si se quiere decir así; a lo que se suma que insoslayablemente las mismas concepciones morales de los individuos se hallan socialmente mediadas, incluidas las de cualquier pensador ético que las someta a reflexión y juicio crítico. No obstante, si la moralidad es asunto de voluntad y responsabilidad individuales, eso no quiere decir que carezca de sentido lo relativo a una necesaria moralización de la realidad social. Recordemos que sólo indirectamente, es decir, mediando la apreciación sociológica, puede hablarse de lo social en términos morales, a sabiendas de que si la moralidad es competencia de los individuos, sólo éstos pueden (y deben) pretender moralizar su vida social y política, esto es, ponerla bajo principios y normas correctos desde el punto de vista moral, lo que no puede ser sino acordando principios de actuación según criterio de universalizabilidad. Afirmado esto último, es cuando se puede subrayar que dicho punto de vista moral no es neutral ante cómo sea la realidad económica, social y política. Una forma de vida y las instituciones en las que se apoya pueden ser más o menos valiosas; son, desde luego, susceptibles de valoración; tienen, por consiguiente, una inerradicable dimensión ética. Es ella la que induce a plantear y enjuiciar lo relativo a la calidad dignificante y humanizante de un «mundo de la vida» y un «sistema» sociopolítico en términos éticos: es el nivel de la eticidad de una forma de vida social y de unas instituciones, el cual, desde la objetividad sociocultural que le es propio como precipitado de una tradición y resultado de una trayectoria histórica determinada, condiciona, sin por eso dejar de verse modificado por ellos, los criterios, principios y prácticas autocomprendidas como morales por los individuos, es decir: el nivel de la moralidad. En este punto, y respecto a la comprensión dialéctica de la interrelación entre moralidad y eticidad que aquí se presenta, conviene aclarar que si, desde Hegel, la historia puede verse como el «espacio» de mediación entre ambas, ello no significa que haya que cargar en manera alguna con la dialéctica cerrada de aquél y sus indeseables consecuencias, y entre otras la de pensar, conforme a una filototalitaria «lógica de la identidad», en un presunto «Estado ético» como la forma objetiva que de una vez por todas cobre la moralidad. No hay, ni habrá --y es ocioso insistir en que no lo ha habido-- ningún «Estado ético» definitivo y, por no haber, no hay ni siquiera garantía alguna de que en el orden fáctico la historia futura vaya a seguir en adelante una línea que conduzca a grados más elevados de eticidad. No hay, ni para bien, ni para mal, ningún destino ineluctable. La dialéctica moralidad-eticidad es una dialéctica abierta y desde esa apertura tiene lugar el reconocimiento de la eticidad del sistema democrático, incluyendo la evaluación de la misma respecto a las concreciones reales en que dicho sistema se presenta en cada caso, así como la apreciación del progreso ético que ello supone, el cual no excluye la posibilidad de regresión en el orden de la facticidad histórica, puesto que de ninguna manera responde a una supuesta necesidad «metafísico-teleológica» (cf. Pérez Tapias 1994). Es por esto mismo por lo que desde la referida apertura se presenta con toda fuerza como tarea moral el empeño por extender, consolidar y profundizar la democracia, a través de todo lo cual se producirá la maduración del ethos democrático. En continuidad con la asunción crítica del concepto hegeliano de «eticidad» y en la perspectiva dialécticamente abierta que hemos apuntado, nos encontramos con que la coherencia de una moral democrática estriba en promover, desde la apoyatura en las actitudes de los individuos en que arraigan sus propias opciones morales, el reconocimiento y vigencia, políticamente mediados, de la eticidad democrática cuyo mínimo es necesario asegurar institucionalmente para que el ordenamiento social y la dinámica política respondan al «principio de justicia». Este es el principio ético rector para la política, conforme al cual ha de orientarse una praxis colectiva encaminada hacia cotas más altas de emancipación; esa emancipación que es condición para posibilitar la autorrealización de todos, pero que a su vez depende de esa moralidad de los individuos que es factor imprescindible («factor subjetivo») en los mismos procesos de mediación política ético-utópicamente regulados. Sin individuos con las actitudes propias de una moral democrática no hay transformación posible de la sociedad en la dirección emancipadora señalada por lo que ha de ser una profundización y radicalización de la democracia. En la medida en que se incremente la vigencia social de comportamientos según una moral democrática ya cabe decir que a ese nivel encontramos una eticidad democrática que desde el «mundo de la vida» de los individuos y grupos sociales influye en la dinámica sociopolítica. Pero, además, cuanto mayor sea ese incremento señal inequívoca del grado de «salud» de la sociedad en cuestión más factible será que esa vigencia social presione a favor de una eficaz vigencia jurídico-positiva de ciertas normas con validez ética como el mínimo que en el «orden sistémico» se recoge prescriptivamente, configurando la eticidad de unas instituciones democráticas orientadas en sus procedimientos por la exigencia incondicional de respeto a la dignidad de todos y dotadas para hacer valer jurídica y políticamente dicha exigencia y asegurar las condiciones de una vida digna. Sin duda, son
los
«derechos humanos»
transversales, como bien señala F. Savater, a lo moral, lo
jurídico
y lo político (1988: 307; cf. también 160 ss.) los que
pueden
considerarse como el baremo universal que indica por donde ha
de
transcurrir ese mínimo ético, en el sentido de
«mínimo
común denominador» aceptable y obligante para todos
«ética
mínima» (Cortina 1986) que ha de cualificar a una sociedad
democrática y que es necesario articular legalmente. Dicho esto,
huelga decir que el primer compromiso a asumir desde una moral
democrática
es el que se cifra en velar políticamente por el respeto a los
«derechos
humanos». A partir de aquí, el mismo «principio de
justicia»,
orientador para el ámbito político, resulta radicalmente
modulado de manera que junto al sentido legado por lo mejor de la
tradición
liberal de la «justicia como imparcialidad» (Rawls 1979:
19ss.),
se haga valer con fuerza ese otro sentido que trasciende el de la mera
«equidad» (cf. Rawls 1986), de hondas raíces y que
emerge
en la tradición socialista, de «hacer justicia» a
favor
de los «sin-poder». Es el «principio de
justicia»
bajo las claves de una ética política por compasiva
y que por ello cuestiona radicalmente la desigualdad real que impide
para
muchos la libertad efectiva y el que cada cual sea respetado en su
dignidad
(Mate 1991: 21). Tal es, por tanto, el sentido que guía la
vía
emancipatoria hacia la consecución de las condiciones de vida
digna exigidas por la «humanidad» de todos y cada uno,
la que obliga universal e incondicionalmente a tratar al hombre como fin
y nunca como medio (Kant). Es en el empeño por la
erradicación
de la injusticia donde se hace singularmente patente que la eticidad
democrática de una sociedad remite, salvando las distancias
que cubren las mediaciones sociopolíticas, a la moralidad
políticade
los individuos, a la vez que ésta reenvía a la eticidad
del contexto sociocultural en que el individuo se socializa y madura su
conciencia moral. La interrelación dialéctica entre
individuo
y sociedad es la que encontramos, pues, entre moralidad y eticidad.
A lo que cabe añadir, desde las circunstancias en que estamos y
en aras de la concreción, que los casos de corrupción
merman
de manera preocupante el vigor de esa eticidad democrática
que tanto cuesta consolidar y, por ello, afectan también al
mismo
«principio de justicia», que se ve socavado y bloqueado en
lo referente a una acción más eficaz --también hay
que hablar de «estrategia moral»-- regida por él
mismo.
Las actitudes de una moral democrática Ya Aristóteles, expresando lo que era sentir común en la Grecia de su tiempo, acentuaba la necesidad de que la philía, como actitud determinante de los comportamientos políticos, inspirase la participación del ciudadano en la vida de la polis, lo cual además era la clave para alcanzar la areté, la virtud como logro de un desarrollo excelente de las propias potencialidades. Muchos siglos después, ya en el marco de la modernidad, aunque con los acentos desplazados por el giro antropocéntrico que la ha precedido, vuelve a replantearse la cuestión de las virtudes necesarias para el buen curso de lo político. Una vez que quedó atrás Maquiavelo y su virtú, concebida psicologistamente como la fuerza necesaria para ser políticamente eficaz desde el más craso realismo pragmatista, encontramos a un Montesquieu que, a la vez que contribuye decisivamente a un nuevo enfoque de lo específicamente político, no deja de insistir en la imprescindibilidad, precisamente cuando de la democracia se trata, de la fuerza moral que rectamente dinamice la actividad política: el Montesquieu de la división de poderes como clave para un liberal «Estado moderado» --lo que oponía al «Estado despótico»-- subraya la virtud como «resorte necesario» para una república estructurada según el «principio de democracia» (1984: 45 ss.). Se trata para él de esa «virtud política» que no se identifica con las virtudes morales al uso, pero que la define como «la virtud moral en cuanto se encamina al bien general» (1984: 48, n.37). Eso se afirma en Del espíritu de las leyes por parte del mismo autor que, al hablar de la Monarquía parlamentaria, que consideraba la forma más idónea de gobierno, no se andaba con rodeos para sostener que «la política promueve grandes cosas con el mínimo de virtud posible» (pág. 47): el mínimo fáctico que se ve compensado por el engranaje de la división de poderes que impide por vía del derecho los abusos, pero que no deja de ser necesario ni siquiera en ese supuesto --a diferencia de lo que se desprende del mecanicismo del liberal absolutista Hobbes--. En la actualidad, son muchos los pensadores éticos --es de destacar aquí, en el panorama de nuestro contexto, la ya citada V. Camps que desde sus respectivos y a veces muy diversos enfoques vienen a coincidir en señalar esa serie de actitudes básicas que han de corresponder a esa moral democrática que constituye el perfil operativo de lo que hemos llamado la moralidad política de los individuos. Muchos se refieren a ellas como «virtudes» --mención especial merecen A. Heller y F. Feher con su ya conocida fórmula de las «virtudes cívicas» (cf. 1989)--, recuperando una terminología ética que no deja de ser discutible por los problemas que acarrea tras de sí baste recordar los análisis de MacIntyre sobre las aporías que al respecto se acumulan en las éticas de la modernidad (cf. 1987: 19 ss. y 74 ss.), sin que ello nos obligue a compartir sus conclusiones neoconservadoras--. Pensando de todas maneras que, puestos a hablar de «virtud», es preferible hacerlo en singular, para significar la talla moral de quien ha conseguido alcanzar la cota de una «humanidad» lograda en la autorrealización solidaria, cae de todas formas por su propio peso que dicha «virtud» como autorrealización personal ha de implicar por fuerza la automovilización por un interés emancipatorio y la actuación consiguiente en una praxis en la que entran en juego estas actitudes que señalamos a continuación --sin pretensiones ni de jerarquización ni de exhaustividad-- y que suponen, dicho al modo frommiano, incluso un síndrome caracterológico de valor ético: * La solidaridad, que, entendida como la actitud que encarna la traducción del «principio del amor» al terreno sociopolítico recordemos que dicho principio ya se hace extensivo en textos veterotestamentarios a los «extraños», a los «extranjeros», más allá de los lazos de la tierra y la sangre (las fácticas solidaridades comunales de los vínculos primarios), para abarcar incluso a los enemigos en su formulación neotestamentaria, es el motor personal para trabajar por la justicia atendiendo a las necesidades de los que padecen la injusticia. Desde la actitud que lleva al pleno reconocimiento del otro como humano igual que yo, implicando, pues, el autorreconocimiento moralmente exigitivo en especial desde la reciprocidad dislocada por relaciones asimétricas, es como gana efectividad «la solidaridad como reverso de la justicia» (Habermas 1991c: 198 ss.). Ella conduce a situarse en la perspectiva de aquellos intereses universalizables que relativizan los propios intereses y cuestionan todo corporativismo, toda visión etnocéntrica, toda actuación que no salga del egocentrismo o del narcisismo colectivo..., puesto que se trata de eliminar las aludidas asimetrías que lastran políticamente las relaciones intersubjetivas (cf. Mate 1991: 69). Es, por ello, también la solidaridad que se extiende también a las generaciones futuras (cf. Jonas 1994: 82 ss. y 198 ss.), desde esa otra solidaridad con la que nos vinculamos a las generaciones pasadas y asumimos la exigencia de justicia que brota del cúmulo de sufrimientos de las víctimas de la historia «solidaridad anamnética» (Mate 1990: 62; 1991: 215). * La responsabilidad, que, desde la misma primaria responsabilidad ante y por uno mismo --lo cual el ambivalente Nietzsche bien atinó a poner de relieve--, señala a la capacidad de responder a las demandas de los otros que resuenan a través de la voz de la propia conciencia; esta responsabilidad como actitud, que conlleva hacerse cargo de la realidad y de las consecuencias que en ella provocan nuestras acciones, es la matriz del compromiso activo que supone una praxis política éticamente orientada (cf. Jonas 1994). * La tolerancia, como tolerancia receptiva o dialógica, practicada desde el radical respeto al otro que se apoya en el recíproco reconocimiento y nada tiene que ver con la indiferencia de cuño burgués que no da más de sí que una «tolerancia limitada», que funciona en tanto pueda asimilar al otro, o que acaba trocándose en lo que Marcuse llamó la «tolerancia represiva», ésa que termina allá donde empieza a cuestionarse un sistema de dominio. Se trata, por tanto, de la tolerancia «no-indiferente», sino abierta radicalmente a la alteridad, la que potencia la capacidad de diálogo que pone en el punto de partida el reconocimiento del otro como interlocutor válido, y que entraña la movilización frente a todas las situaciones de discriminación e intolerancia que impiden o bloquean un diálogo real. * El «coraje cívico» (Heller/Feher 1985: 191 ss.), como la actitud que capacita para afrontar los riesgos que comporta la misma solidaridad y el ejercicio de la propia responsabilidad, especialmente cuando se trata de superar las tentaciones conformistas y de quebrar las impuestas «lealtades», por fidelidad a las propias convicciones. Sin coraje cívico acaba por quedar embotada la capacidad de crítica y de autocrítica; y es el coraje cívico lo que posibilita moverse en una «lógica de la participación» que deja atrás cualquier heterónoma «lógica de la pertenencia» (Savater 1988: 155; 1990: 109; 1993: 112 ss.). * La coherencia, que, supuesta la veracidad, entraña la capacidad de asumir sin sonrojo lo que uno dice porque le respalda lo que hace, siendo en este sentido la actitud que se opone a ese cinismo que supone instalarse descaradamente en las propias contradicciones, tanto como a la irresponsabilidad que alienta la asunción sin empacho de cualquier discurso demagógico. * La honestidad, como la actitud moral de especial relevancia política de la que se puede decir que nace del entrecruzamiento de la sinceridad y la honradez. Formulado negativamente, es la actitud que nos sitúa contra la mentira, y, yendo más lejos, la que pone en guardia frente al encubrimiento, empezando por el autoencubrimiento, frente a los más sutiles sobornos, y frente a esa larga cola de corrosivos «-ismos»: amiguismo, nepotismo, «enchufismo»... * La austeridad, como actitud «ecopolítica» fundamental para quien se toma en serio el abismo de las desigualdades y los riesgos para la misma supervivencia en nuestro planeta. Poner el acento en esta actitud no significa recaer en mistificación alguna de la pobreza, ni la propuesta de algún modo de ascetismo puritano; se trata, a diferencia de lo anterior, de la actitud sobre la que puede asentarse un nuevo y necesario «saber vivir», capaz de buscar la «vida buena» de manera congruente con la opción por la justicia y en dirección distinta al consumismo irracional, a la ostentación hiriente, al despilfarro de recursos..., y ello porque arranca de la experiencia de que la vida propia es un don que no fructifica por la errada vía de la esclavización alienante al tener, sino por la «humanizante» y solidariamente autorrealizativa del ser (Fromm 1979). * La disponibilidad, la cual representa una predisposición práctica para actuar consecuentemente en la línea marcada por las actitudes anteriormente comentadas, subrayándose en ésta que nos ocupa la voluntad de compartir y la voluntad de servicio que la trama consistente de todas ellas reclama. Por lo demás, refleja esta última actitud, con el estilo y la praxis que en el mismo nivel político desencadena, lo que en definitiva es la propia condición humana en cuanto condición de un sujeto que se hace a sí mismo con otros, y la consciencia, inherente a la lucidez que entraña la plena asunción crítica de esa propia condición, de que en el trayecto existencial de cada cual de nada sirve vivir obsesionados por acumular egoístamente cuando --por decirlo con palabras machadianas-- el «último viaje» siempre habrá que hacerlo desnudos. La disponibilidad es así rasgo distintivo de quien apuesta efectivamente por un mundo mejor como «patria» de la humanidad (Bloch), sabiendo a la vez --es la madurez que lleva consigo la serena conciencia de «éxodo»-- que no hay morada definitiva. * La participatividad, entendida como la actitud que pone en marcha la efectiva asunción de la propia condición de sujeto autónomo tan políticamente activo como individualmente solidario, que no abdica de su derecho y su deber de participar en la vida política --ampliamente entendida-- de la forma que estime más necesaria y conveniente, así como adecuada a sus posibilidades. Formulado negativamente: es la actitud del «no desentenderse» de todo aquello que nos afecta o en lo que estamos implicados más allá de la inmediata y reductiva condición de individuo privado atento a sus intereses particulares. Ello no significa, por lo demás, que nuestra condición de ciudadanos absorba la individualidad de cada cual, dando lugar a esa especie de «ciudadano total» criticada por Bobbio --versión débil, en clave participativa, del revolucionario profesional de tipo leninista-- (cf. González García 1988: 52), sino sencillamente la confirmación existencial de que la asunción moral de la ciudadanía política es condición del despliegue humanizante de la propia individualidad. Actitudes como
éstas, definitorias
de un talante verdaderamente democrático --se puede decir que profundamente
democrático por radicalmente humanista--, sostenido
desde
la libertad y la autonomía individuales, son las que posibilitan
éticamente la democracia y, en perspectiva transformadora, esa
profundización
y radicalización de la misma a la que convoca el
«principio
de justicia».Y si, efectivamente, ese talante ha de ir empapando
la dinámica de las instituciones políticas y movimientos
sociales que constituyen las mediaciones para el avance emancipatorio,
lo cierto es que si no hay individuos y en un número suficiente
que en el seno de ellos lleven adelante con dicho talante la praxis a
la
que les conduce su compromiso moral, entonces el sistema
democrático
no se verá libre de perversiones (v. gr., las provocadas por la
corrupción política), perpetuando la negatividad de una
realidad
social en la que la carga de la injusticia recaerá sobre la
espalda
de los de siempre: los más débiles y silenciados. El
sentido
ético de la democracia exige la realización de la
justicia,
y ese es el reto para el compromiso moral de los individuos.
Ciudadanos y
políticos. Las actitudes que acabamos de señalar, y otras que pudieran sumarse, trazan de alguna manera el perfil de lo que sería un «buen ciudadano»: crítico, solidario, capaz de actuar conforme a una autónoma moral democrática y de desplegar en la dimensión política de su existencia la «virtud cívica» --fórmula que resulta de la singularización, por las razones aducidas, de la ya referida expresión «virtudes cívicas» utilizada por Heller y Feher, para resaltar con dicha fórmula en singular que la virtud cívica es ingrediente constitutivo de la virtud sin más--, esa virtud que implica a la altura de nuestro tiempo el desarrollo de la propia humanidad. La diferencia con respecto al pasado premoderno es que, si antes se pensó la organización de la polis para la virtud (Platón, Aristóteles), hoy hemos pasado a considerar esa «virtud cívica» como necesaria para organizar moralmente lo político. No hace falta insistir en que ese «buen ciudadano» del que hablamos nada tiene que ver con el individuo conformista, que precisamente ha abdicado de su ciudadanía; sí convendrá realzar, en cambio, que ese «modelo» de ciudadano es el que cuadra con nuestro ideal de democracia, para matizar a renglón seguido que ni se trata de un «modelo» constriñente que uniformice los «modos de vida» --el «modelo» no dibuja el retrato robot de lo que sería una especie de «ciudadano modélico», sino que se limita a esbozar el perímetro ético del espacio a cubrir por la autorrealización en la forma de «vida buena» que cada cual elija--, ni estamos tampoco ante un «modelo» que, por idealista, quede absolutamente desconectado de la realidad. Si el ideal de democracia es el horizonte utópico que se delinea en correlación con la realidad política para ser punto de referencia, instancia crítica e idea reguladora para la misma práctica de la democracia, de modo que entre el ideal y la realidad hay una fructífera tensión dialéctica --el ideal es para la realidad, emerge desde ella para realizarse en ella, pero siempre apunta más allá, de manera que aunque se dé, pues eso es lo que se postula, una mayor aproximación de la realidad al ideal, nunca se cerrará el hiato entre una y otro--, un tanto de lo mismo se puede decir, salvando las distancias y poniendo a buen recaudo las diferencias, respecto al nivel personal de los individuos: el «modelo» de ciudadano es la cara utópico-individual del ideal utópico-social de democracia. No obstante, esta afirmación tiene que verse matizada con la salvedad ya indicada, de que para que cuaje la postulada aproximación al ideal democrático es necesario, por más que no suficiente, el que haya individuos que progresivamente den cuerpo en sus vidas a la excelencia de ciudadanía que constituye la «virtud cívica», esa «virtud política» --no hay que temer a la expresión utilizada por Montesquieu-- hoy exigible hasta por supervivencialmente necesaria (cf. Gadamer 1990: 116). Clarificado, pues, en qué sentido hablamos de «modelo», lo que se impone a continuación es subrayar con énfasis que, en perspectiva democrática, tal modelo lo es para todos; sobre él convergen las exigencias universalistas que en tanto se cumplan desde la moralidad política de los individuos darán paso a ese «ethos» del que depende el logro de una sociedad cabalmente democrática. Es inocultable que el planteamiento propuesto entraña la recusación de cualquier diferenciación cualitativa entre una «clase política» y el resto de la ciudadanía. Se trata de una cuestión espinosa desde el momento en que en las referencias a una tal «clase política» se mezclan afirmaciones retóricas con otras de más clara apoyatura objetiva. Dejando aparte la imprecisión del término «clase» tal como suele utilizarse al efecto, el asunto se presenta en cualquier caso complejo dado que al barajar la mencionada diferenciación se ven entreverados con frecuencia lo real y la hiperbolización de lo real mismo que suele ocurrir en la proyección ideológica de los conflictos políticos. Es cierto que las referencias a dicha diferenciación encuentran sociológicamente un punto de apoyo en el hecho de que quienes se dedican de manera expresa y «a tiempo completo» a la actividad política en las instituciones se ven desplazados fácilmente más allá de una mera y supuestamente inocua profesionalización; ésta misma les empuja hacia un tipo de comportamiento e incluso, a veces, de comunidad de intereses y de «reflejos» corporativistas, que en muchos casos acaban por conducir a los implicados a verse adscritos a un grupo social definido, con rasgos comunes que le dan cierta cohesión a la vez que le separan en mayor o menor medida del resto de la sociedad. Se produce en ese caso una suerte de anómala funcionarización por vía electoral, para la que la previa selección intrapartidaria constituye la puerta de entrada a lo que acaba siendo una élite oligárquica. Ahora bien, si lo anterior sucede en verdad, aunque en grados diferentes según los casos, hay que tener buen cuidado en no exagerar los rasgos de esa imprecisamente llamada «clase política» hasta hacer de ella una especie de «nomenklatura» aislada de la sociedad, porque ni eso corresponde a nuestro contexto, ni, por lo demás, puede consolidarse un estrato de esas características en un marco político con un grado suficiente de democracia real. No obstante, hechas estas salvedades, lo importante al respecto es destacar las tendencias constatables, contrapuestas pero complementarias, que se dan en este terreno. Por una parte, los «políticos» provienen de la sociedad en su conjunto, aunque sabemos que, por causas suficientemente explicables, ni todas las capas sociales aportan el mismo caudal de «políticos profesionales» --algunas no aportan ninguno--, ni todos se reparten aleatoriamente por el espectro político de una manera estadísticamente independiente de su procedencia social. Por otra parte, el hecho de la «profesionalización», que no deja de responder en buena medida a una necesidad de dedicación y especialización excesiva y unilateralmente acentuadas en nuestra cultura, conlleva la dinámica de distanciamiento y la consiguiente diferenciación antes comentada, las cuales debilitan incluso los mismos vínculos de la extracción social, afectan desde luego a la supuesta relación de compromiso con los electores, y apuntan a un alienante reparto de papeles, encubierto al presentarlo como un caso más, aunque peculiar, de la división social --aquí habría que añadir: y política-- del trabajo. De resultas de las tendencias expuestas se presenta una situación ambigua, problemática y perjudicial para la salud de la democracia y, en definitiva, de la sociedad. El meollo de dicha situación, tal como se acaba de sugerir, es la alienación política que se enquista en el sistema social y que, al hilo del creciente distanciamiento entre la ciudadanía y los «políticos», lleva a la «descapacitación» moral como ciudadanos de los individuos (Offe/Preuss 1990: 65 ss.) y al predominio de las concepciones y prácticas crasamente instrumentalistas y pragmáticas de la política, desnortada en cuanto a fines, al quedar reductivamente protagonizada por unidimensionalizados profesionales de la misma. Las paradojas de tal situación afloran ostensiblemente cuando, por ejemplo, esa ciudadanía moralmente «descapacitada» no deja de exigir una buena gestión de la «cosa pública» --limitada en su entendimiento a los servicios del Estado-- de la que se desentiende, aunque no hasta tal punto de olvidar en qué medida afecta a los intereses privados; o no deja de indignarse de forma un tanto paradójica ante las conductas de los «políticos» que ella misma segrega, de manera que, como motivos para la indignación no faltan, se traspasa a veces con demasiada inconsciencia el umbral del análisis y la crítica racionales para establecer juicios abusivamente generalizadores que en parte cumplen la función de tranquilizar las conciencias al descargar la culpa de los males exclusivamente en los «segregados». Estos, por su parte, aunque mayoritariamente no «pequen» por su acción, sí es cierto que con abrumadora frecuencia, por no decir en la mayor parte de los casos, no son inocentes por omisión: callan consintiendo o permiten o utilizan la denuncia sólo para el adversario, por motivos electorales y como arma arrojadiza, todo lo cual redunda desgraciadamente en la multidireccional difusión del cinismo que aqueja a nuestra sociedad y en buena parte la paraliza para afrontar los graves problemas de fondo. Por lo demás, tanto por un lado como por otro, no se repara en que por debajo del distanciamiento en cuestión, enmarcando la bipolarización que con él se produce y alimentando las actitudes que en él se generan, más acá de las diferencias ideológicas donde las haya, está ejerciendo su función de «cemento social» lo que E. Fromm llamaba el carácter social: esa matriz caracterológica común a los individuos de una sociedad, la cual comparten en tanto viven bajo unas mismas condiciones económicas y socioculturales globales, en función de las cuales se consolidan los rasgos psíquicos que, como denominador común interindividual, se hallan detrás de las actitudes, comportamientos, opiniones, etc., dominantes en esa sociedad (cf. 1980: 303 ss.). Quiere eso decir que ciudadanía y «políticos» en general no pueden por menos que coincidir básicamente en los mismos vicios y virtudes, sólo que ocurre que tal coincidencia por un lado se desdibuja y encubre, y por otro se refuerza y manipula, en un juego especular, atravesado por intereses y deformaciones ideológicas, que se acrecienta en nuestra época de la imagen. ¿No es de todo ello de lo que se prescinde, en revelador lapsus, cuando el clamor contra la corrupción política nada quiere saber de la corrupción social que le es correlativa o paralela y que tiene su lado más escabroso en una economía sumergida de dimensiones escandalosas --lúcido comentario al respecto en Gil Calvo, 1994--? Llegados a este punto, estamos en el momento de hacer hincapié en que las actitudes que sucintamente fueron descritas bajo el epígrafe anterior no son «virtudes» que hayan de exigirse solamente a los «políticos», sino las actitudes propias de la «virtud cívica» a la que conduce la moral democrática conscientemente asumida por individuos no dispuestos a verse alienados como ciudadanos. Serán tales individuos el motor de la democracia, y no es descabellado pensar que en tanto mantengan consecuentemente la coherencia de su moralidad política, ésta constituirá una «vacuna» o una «fuerza sanadora» para las patologías de nuestra democracia real. Evidentemente, es una fuerza que opera desde el lado de la subjetividad, absolutamente necesaria, aunque no suficiente; como tampoco son suficientes, aunque sean del todo necesarias, medidas que al nivel de las instituciones se encaminen objetivamente hacia una mayor participación de los individuos en la vida política, hacia un mayor equilibrio de poderes, hacia una gestión más transparente, hacia una administración más eficaz, hacia una mejor articulación política de la voluntad colectiva, como también --y he ahí una pieza clave en un sistema de democracia representativa-- hacia una más efectiva democratización de los partidos políticos. Las «virtudes» --entiéndase: las actitudes, que, por otra parte, también acaban traduciéndose en aptitudes, desde el punto de vista moral-- que «democráticamente» interesan en un político, como persona dedicada a la política de manera más constante y explícita que otras, no son, pues, distintas de las del «buen ciudadano», las mismas exigibles a todos; como las que hacen «democráticamente» apto a un ciudadano son aquéllas que le politizan, es decir, aquéllas que hacen de él un individuo solidario, comprometido, crítico, dialogante... Bajo este enfoque se vislumbra que, en lo que sería una hipotética aproximación asintótica al límite utópico, dejaría de haber ciudadanos «descapacitados» por un lado y «políticos» por otro, puesto que habría cada vez más, y en el extremo solamente, ciudadanos politizados, habida cuenta de que en el real y prorrogable «mientras tanto» de una constante aproximación, lo dicho no excluye que haya una diferenciación tendente al mínimo, y en ese sentido no alienante, reducida a que unos dediquen más de su tiempo y de su saber que otros a la «cosa pública», en la búsqueda democráticamente orientada y controlada de lo que en un otrora remoto se entendió como «bien común» y que más tarde reformulara el tardoilustrado Rousseau como «interés general». Se trata, por consiguiente, de un planteamiento que explícitamente se sitúa contra el antagonismo que a veces se formula entre la democracia como política, por un lado, y la democracia como moral, por otro, de manera que se asocia a la primera la actitud política del «político profesional» y a la segunda, la actitud ética del ciudadano crítico, antagonismo de neto sabor weberiano pero que establece tal contraposición entre ética y política que ni siquiera es aceptable con la salvedad de que uno se refiere a una cosa y otra como tipos ideales --es lo que hace Aranguren, creo que traicionando su propuesta de una «relación dramática» entre ética y política (cf. 1985: 60 y 97 ss.), obligándonos a tomar distancias en este punto, máxime cuando para sostener su postura se apoya en la base simplista de que, frente al bien moral el mal es el poder: ahí estaría la raíz de la incompatibilidad (cf. 1991: 214-215)--. Si es verdad que nos movemos todavía en una situación de escisión notoria entre ciudadanía y política, en tanto que algo restringido a los «políticos», no hay por qué aceptar como destino inmodificable la alienación que esa situación comporta. Ciertamente, sería erróneo e injusto no reconocer que dicha escisión se ha amortiguado respecto a lo que eran situaciones predemocráticas o protodemocráticas --o, en el caso de la historia reciente de España, lo que era la situación antidemocrática del régimen franquista--. Pero, con todo, sigue siendo un imperativo moral que brota como exigencia de la dignidad humana el abordar la tarea de eliminar esa escisión políticamente alienante, que cuando menos se plasma en la situación de una preocupante indiferencia individualista hacia la «cosa pública», la cual apenas se compensa cuando los individuos reaccionan ante lo que les afecta u ocurre a su alrededor no más que como una atomística «ciudadanía fatigada» (Lipovtetsky 1994: 202-203). Hay que subrayar también al respecto que el intentar reducir al mínimo tal escisión es algo que viene demandado por el nivel cultural alcanzado, por la complejidad social sobrevenida y por la misma supervivencia amenazada desde nuestra ambivalente civilización científico-técnica. Es de una ceguera absolutamente irracional desentenderse de los problemas políticos, y así se apreciaría, y no se dejarían tan alegremente sólo en manos de «políticos», si se tuviera consciencia de hasta qué punto nos va en ello nuestra vida y la de las generaciones futuras. Para apuntar en
una
dirección tendente
a la superación de la escisión señalada es
necesario
que desde la ciudadanía se presione para dejar atrás un
modelo
totalmente obsoleto e insuficiente de «político», o
de entender y realizar la práctica política, y que a fin
de cuentas no es otro que el modelo maquiavélico que
fraguó
en los albores del Estado moderno --modelo que fácticamente da
cobertura
a las prácticas corruptas y que hay que sobrepasar de una vez
por
todas--. Precisamente la exigencia y el empuje en cuanto a un
más
profundo y radical desarrollo democrático vienen a sumarse a la
crisis de ciertas estructuras estatales y de sus correlativas
coberturas
ideológicas, para plantear, venciendo tanto la inercia
burocrática,
como la tendencia tecnocrática a una sutil tiranía de los
«expertos», la necesidad imperiosa de un nuevo modo de
concebir
y practicar la política --precisamente, democracia
participativa
no se opone hoy de hecho a democracia representativa, sino a tecnocracia,
a la tecnificación antidemocrática de la
política--.
Por el otro polo, desde lo que es el ámbito político en
su
actual sentido más estricto, es necesario que se avance
también
hacia ese lugar de convergencia entre ciudadanía y
política
añadiendo al impostergable cambio de estilo y actitudes una
potenciación
eficiente de lo que ampliamente pueden denominarse funciones y tareas pedagógicas
de la política e instituciones democráticas. Ello es
esencial
para incrementar el arraigo social de un ethos del que depende,
a través de los medios de socialización, la
maduración
y difusión de la moral democrática como forma
prevaleciente
de moralidad entre los individuos --y no hay que olvidar en
relación
a ello la «vía lenta» que sigue el
«carácter
social» en lo que a su transformación progresiva se
refiere--.
Fruto de la convergencia planteada será el paso de la democracia
que tenemos, con acentuados tonos de «democracia
espectadora»,
a una más real «democracia participativa», que no
puede
asentarse sino en una ciudadanía (sanamente) politizada capaz
de sostener su apuesta moral contra la alienación
política,
es decir, su apuesta por la libertad y la justicia. Es el reto que
actualmente
afronta el homo moralis para sobrevivir y vivir con dignidad,
que
es de lo que se trata.
Apel, K. O. Aranguren, J. L. L. Barcellona, P. Camps, V. Cortina, A. Fromm, E. Gadamer, H.-G. García Morillo, J. González García, J. M. González, J. M. (y F. Quesada)
(coords.) Gil Calvo, E. Habermas, J. Heller, A. (y F. Feher) Jiménez Sánchez, F. Jonas, H. Kolakowski, L. Lipovetsky, G. MacIntyre, A. Mate, M. Reyes Montesquieu Morin, E. Offe, C. (y U. Preuss) Pérez Tapias, J. A. Posada Carbo, E. Rawls, J. Renaut, A. Savater, F. |
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