Recensión 01
Jan M. Broekman:
Derecho y antropología.
Madrid, Civitas, 1993, trad. Pilar Burgos.
Por José Luis
Solana Ruiz
No son demasiados los libros que se
ocupan
de la relación entre derecho y antropología; muchos menos
los que ven la luz en nuestro país; y menos aún los que realizan
-para hablar en términos de Georges Balandier- no ya «une
anthropologie du dehors» sino «une anthropologie du dedans»;
es decir, los que llevan a cabo, no una antropología como discurso
pensado y elaborado por y desde Occidente sobre lo de fuera,
sino
una antropología que, al mirar hacia dentro, explicita,
autocritica
y relativiza los discursos y presupuestos filosófico-antropológicos
(en este caso jurídicos) del mundo occidental. Este libro de Jan
M. Broekman (catedrático de Filosofía Contemporánea
de la Universidad de Leuven, en Bélgica, y profesor de Filosofía
de la Medicina de la Universidad Libre de Amsterdam) es uno de esos
pocos
libros, lo que justifica que, aunque sea brevemente, reseñemos su
contenido.
Según Broekman, la «antropología
jurídica», la imagen del hombre, subyacente al derecho occidental
constituye una de las condiciones de posibilidad necesarias e
imprescindibles
para el establecimiento, configuración y fundamentación de
este derecho. Se trata de una imagen del hombre que afecta, no sólo
a determinados dominios del derecho y a determinadas disciplinas
jurídicas,
sino «a la totalidad del derecho y del discurso jurídico»
(p. 94). Es la antropología en la que se apoya el «legalismo»
y, a través de él (pues: «El legalismo no es una teoría
del derecho autónoma, sino un tipo ideal teórico-jurídico
que funciona de manera concreta en todas las teorías del derecho»
(p. 182), todas las teorías del derecho, de manera que éstas
no hacen más que desarrollar variantes específicas de esa
imagen general del ser humano presupuesta por el derecho; se trata de
una
concepción del hombre que se encuentra en el derecho natural clásico,
en Kant, en Hegel e incluso en Herder; es presupuesta tanto por el
pensamiento
jurídico pragmático realista o marxista, como por la teoría
de los sistemas o la teoría funcional del derecho. Afecta a las
nociones fundamentales del derecho y a los conceptos básicos de
la dogmática jurídica (los conceptos de «aplicación»,
objetividad jurídica, etc.). Afecta tanto al derecho positivo como
al derecho natural.
Y, sin embargo, esta antropología está
escondida, oculta, dentro del discurso y del sistema jurídico, por
lo que es necesario desvelarla. Labor de desocultamiento y
explicitación
que será precisamente la que Broekman acometa en su obra.
¿Cuál es ese hombre jurídico,
ese hombre del derecho, ese sujeto legalista? La imagen de hombre
subyacente
a nuestro derecho occidental es la de un hombre cartesiano
(dualistamente
dividido en «res cogitans» y «res extensa»), individualista
y atomista. Imagen que Broekman va caracterizando, descomponiendo y
analizando
a lo largo de su obra.
La imagen jurídica del hombre constituye
una plasmación de la concepción dualista de la realidad y
del hombre que ha dominado y caracterizado al pensamiento occidental al
menos desde el Renacimiento. El dualismo presupone la separación
entre yo y mundo, naturaleza y cultura, hombre y animal, sujeto y
objeto,
pensar y actuar, teoría y práctica, derecho y norma, ser
y deber ser, caos y orden. Según la imagen dualista del hombre
establecida,
entre otros --pero muy especialmente-- por Descartes, el hombre es
concebido
como «dualidad» (cuerpo y espíritu, «res cogitans»
y «res extensa», subjetividad y objetividad, emotividad y racionalidad,
naturaleza y cultura, solipsista y abierto al mundo y a los otros). Si
bien en tanto que «res extensa», en tanto que corporalidad,
el hombre está sometido al determinismo, sin embargo como «cogito»,
como sujeto, es libre (la libertad se concibe como «propiedad»,
como esencia, del sujeto y no sólo como «atributo»),
puede autodeterminar su vida mediante su voluntad y su actividad
libres.
El «ego cogito», el «yo», se establece como centro
de la voluntad, de la acción, del lenguaje y del pensamiento; el
sujeto es entendido como «unidad biográfica» bien determinada
y como esencia estable, permanente e inmutable. De este modo se
fundamenta
el voluntarismo racionalista y la subjetividad intencional que dominan
el pensamiento sobre el derecho y el estado.
Por otra parte, la antropología atomista
e individualista concibe a los hombres como átomos presociales libres
que viven en un estado de naturaleza y salvajismo para salir del cual
firman,
mediante un acto de voluntad espontáneo y racional, un pacto,
establecen
compromisos y relaciones contractuales (interpretación contractualista
de las relaciones sociales y del hombre: Grotius, Hobbes, Locke, Kant,
Rawls) mediante los que constituyen la esfera de lo social, el estado y
el derecho. Y es precisamente en esta racionalidad y en esta libertad
contractuales
en las que el derecho se basa. Del mismo modo, es la antropología
atomista e individualista la que subyace y da fundamento a la
concepción
individualizadora de los acontecimientos y de las relaciones sociales
propia
de nuestro derecho.
Según Broekman, puede afirmarse que
el discurso jurídico forma parte del discurso burgués, «es
un discurso burgués» (p. 249), entendiendo el concepto de
burgués, no en el sentido de la sociología marxista, sino
en el que le confieren los estudios de Sombart, Koselleck, Groethuysen,
Elias, Weber, Mannheim y Geiger. «Como discurso burgués, el
derecho no puede dirigirse ni apelar a sus individuos más que como
sujetos, con una subjetividad que está a su vez individualizada»
(p. 264).
Esta imagen del hombre no es concebida
como
histórica y relativa, sino como un dato natural, absoluto y evidente.
De este modo, se oculta y olvida su génesis y su arraigo
histórico-cultural
y adquiere un carácter ideológico: «Con ayuda de la
idea de la subjetividad del derecho se intenta formular un principio
antropológico
universal (...) el derecho no es capaz de relativizar la configuración
de la cultura, el sistema jurídico y el mundo real.(...) es una
forma de pensamiento imperialista» (p. 255).
La concepción del sujeto de derecho
como «portador» de derechos y de obligaciones y como inmerso
en una situación de equilibrio que es rota y que el derecho tiene
como función restablecer, la evidencia de la noción de propiedad
privada individual, la idea de que el derecho privado es el «auténtico»
derecho, la atribución al derecho de una función reguladora
de conflictos, la fundación del derecho en el pactum subiectionis
del derecho natural, el carácter formalista del derecho en virtud
del cual se muestra indiferente hacia la personalidad (contenido) del
sujeto,
son, según Broekman, otras tantas características configuradoras
del sujeto jurídico-legalista y del derecho occidental analizadas
y criticadas en su obra.
Si bien Broekman advierte que las
cuestiones
concernientes a las alternativas al paradigma jurídico cartesiano
y al desarrollo de una práctica jurídica no cartesiana no
son objeto ni motivo de esta obra ni caben en ella --por lo que «sigue
planteada la pregunta de cuáles son con exactitud la teoría
y la practica no cartesianas del derecho» (p. 220)--, sin embargo
plantea la posibilidad de elaborar una antropología jurídica
superadora del dualismo y del individualismo y a lo largo de su obra
apunta
algunos de los rasgos que habrá de tener esta «concepción
no cartesiana del derecho».
Una antropología filosófica
no cartesiana ha de rechazar el «pensamiento fundacional»,
ha de romper con la imagen dualista del mundo y del hombre y debe
basarse
«en la unidad indisoluble de lo espiritual y de lo fisiológico».
Según Broekman, el cartesianismo concibe
la relación lenguaje-mundo de manera meramente descriptiva, «se
piensan lenguaje y mundo como entidades independientes en una relación
dualista» (p. 199). Este modelo descriptivista del lenguaje como
mero reflejo de la realidad debe sustituirse por un modelo
constructivista
según el cual el lenguaje «no describe la realidad»
sino que «trabaja» la realidad, la construye; la realidad es
ya siempre en sí misma una «realidad construida» por
y mediante el lenguaje: «La idea y la experiencia de la realidad
pura, inmediata, aún sin configurar y originaria no es más
que una idea construida por el discurso burgués y que pertenece
al mismo» (p. 247).
Ha de rechazarse la presuposición de
un estado pre-social del hombre; el hombre no es concebible sino como
un
ser ya inserto en el juego comunitario de la sociedad. Mientras que
para
el cartesianismo las intervenciones humanas son resultado de
actuaciones
individualistas, para Broekman las intervenciones humanas «no son
nunca la consecuencia de una actuación totalmente individualista
del hombre. Constituyen siempre un momento de generalidad en el que la
cultura está representada, por así decirlo, en el individuo.
En el individuo se manifiesta su cultura y, por consiguiente, su
configuración
y su normatividad son a la vez una representación de esta cultura»
(p. 80).
Mientras que el derecho basado en una
antropología
atomista e individualista concibe la culpabilidad como ligada
únicamente
a la persona e individualiza la culpa y la penalización, Broekman
plantea la necesidad de «una concepción de la culpa más
institucional y más estructural» (p. 272).
La antropología occidental, opina
Broekman,
ha concebido al hombre como poder, en el sentido amplio de la palabra,
y ha conferido a esta interpretación una validez absoluta sin tener
en cuenta las variaciones histórico-culturales. «La concepción
del hombre como poder implica, a la vez, la visión forzosa del derecho
como poder, es decir, como verticalidad.» (p. 131). Por ello resulta
necesario plantear la cuestión de si sería posible interpretar
el derecho como «horizontalidad».
¿Es posible una alternativa al
cartesianismo
en el derecho?, ¿cómo elaborar una teoría no cartesiana
del derecho? La cuestión, como hemos dicho, sigue pendiente y Broekman
es muy consciente de las enormes dificultades que semejante tarea
plantea:
¿acaso no supondría esto un cambio de instituciones jurídicas
e, incluso, un cambio de nuestro modo de pensamiento y de nuestra
cultura?
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Recensión 02
José
Miguel ( Txemi) Apaolaza:
Lengua, etnicidad y nacionalismo.
Barcelona, Cuadernos de Antropología,
1993.
Por Francisco Checa
Pocas veces unas decenas de páginas,
a camino entre un artículo y una monografía, dejan tan profunda
y suficientemente tratado el tema que abordan. Ésta es la primera
virtud de esta investigación de Txemi Apaolaza, flamante
profesor titular de antropología social de la Universidad del País
Vasco (Donostia). No en vano el autor es, además de euskaldunzaharra
(aprendió el eusquera como primera lengua), un investigador que
trabaja sobre su cultura y desde un profundo conocimiento de ésta.
Los análisis metodológicos e interpretaciones a las que llega
no pierden un ápice de científico, a pesar de la cercanía
investigador-objeto de estudio. Resultados como éstos dejan sin
argumentos a aquellos colegas que no cesan de advertir sobre los
peligros
que acechan a quienes hacen investigación desde la propia cultura.
Así también lo ha puesto de relieve Teresa del Valle, prologuista.
Txemi Apaolaza huye de las
generalizaciones
aplicadas a Euskal Herria (pueblo vasco) y trata de comprender
la
etnicidad y el nacionalismo vascos --y la relación de éstos
con el eusquera-- teniendo en cuenta los contextos particulares y
diferentes,
de aquí su elección de una comunidad concreta: Salvatierra
(Agurain), núcleo de 3.500 habitantes, cuarto de la provincia
de Álava.
El cuaderno se presenta dividido en
siete
capítulos, amén de la introducción y las conclusiones.
El primero (págs. 7-15) es una
descripción
etnográfica de la localidad. El autor, teniendo en cuanta la importante
tendencia al asociacionismo que hay en Euskadi, se detiene en
presentar
a los grupos (políticos, deportivos, culturales y gastronómicos,
etc.) de Agurain; esto es de gran valor a la hora de comprender
su comportamiento respecto a la reivindicación de la etnicidad y
el nacionalismo y la aceptación del eusquera como la centralidad
del «ser vasco», a pesar de que en la realidad haya un notable
desconocimiento de la lengua vasca en gran parte de la población
(sólo medio millón de personas hablan eusquera en todo el
País Vasco).
A continuación, Apaolaza ataja, de
manera teorética, los conceptos centrales del trabajo: «etnicidad»
y «nacionalismo» (págs. 16-23). Destaca cómo
en ambos casos --que no tienen por qué ir necesariamente juntos--
llevan consigo la constitución de las divisiones dicotómicas
entre el «nosotros» (grupo étnico, abertzales,
patriotas) y el «ellos» (los demás, los otros, españolistas),
o «dentro» / «fuera»; y el rol tan importante que
juegan las élites, como creadoras de nuevas características
étnicas:
los «intelectuales orgánicos», como los llama A. Gramsci.
En tercer lugar, Txemi destaca
la relevancia
de la lengua en la configuración de los grupos (págs. 24-30),
pues, aunque la posesión de una lengua propia no es lo que constituye
necesariamente el elemento propio y definido del grupo étnico, sí
que es de gran valor si desempeña una función instrumental
como vehículo de incomunicación en la constitución
de la identidad grupal. En Agurain, muy pocos hablan eusquera,
pero
todos los grupos la defienden como característica principal que
define el «nosotros».
Según Apaolaza, Euskadi puede
dividirse en comunidades «A» en las que el eusquera está
presente con intensidad en la vida pública y la etnicidad y el
nacionalismo
son imperativos en la determinación del carácter de la praxis
sociopolítica; y comunidades «B» donde el eusquera está
ausente de los espacios públicos y la etnicidad y el nacionalismo
no son imperativos.
De aquí que, al margen de quienes
defienden
la lengua normalizada (euskara batua) y quienes lo hacen con la
lengua popular (euskara herrikoia) --no se olvide que el
eusquera
tiene siete dialectos--, sea fácil advertir el «valor instrumental»
y el «valor simbólico» que se está concediendo
a la lengua vasca. Y su caracterización, uso y defensa, y las tareas
realizadas para impulsar su desarrollo, son elementos con clara
incidencia
en la formación de los subgrupos y, para entre ellos, definir el
grupo étnico.
En consecuencia, al ser el eusquera la
particularidad
étnica más aceptada y usada, su uso está condicionando
la interacción entre los diversos actores sociales de Agurain,
desde los grupos al ayuntamiento (págs. 31-37).
Al análisis de los discursos que se
utilizan como instrumentos de acción social (realzar lo definitorio
de lo euskaldun) se dedica el capítulo quinto (págs.
38-45). Momentos no faltan: elecciones, fiestas o hechos
extraordinarios.
Sin embargo, esto no impide que sean creados y vehiculizados --incluso
por las élites nacionalistas-- en lengua castellana, que es la que
dominan los ciudadanos. Son discursos sobre el eusquera, formalizados
en
castellano (algo que no ocurre, por ejemplo, en Cataluña).
El autor da un paso más en su concreción
metodológica --en ese ir de lo general a lo particular-- y analiza
las acciones simbólicas como constitutivas del discurso (págs.
46-54), pero nunca perdiendo de vista su globalidad y teniendo
presentes
los motivos o razones a las que dieron lugar. Txemi analiza,
primero,
el referéndum del 20 de mayo de 1984, sobre el cambio de nombre
del pueblo (Salvatierra por Agurain) y sobre el tipo de policía
que se quería que patrullara por las calles (ertzantza o
policía nacional), y segundo, el Araba euskaraz, la acción
simbólica en favor del eusquera (págs. 55-61). Ambos tienen
un marcado carácter étnico, y el primero, además,
está provisto de su excepcionalidad (seguramente no volverá
a repetirse).
Cierran el trabajo unas amplias
conclusiones
(págs. 62-68), a través de las que el autor, una vez más,
es un maestro en explicar lo particular desde lo general y el
comprender
la globalidad desde un caso concreto.
Esta investigación, que invito con
gusto a leer, está bien concebida y presentada: su gran valor, aparte
de la síntesis, es configurarse con una exposición clara
y de fácil comprensión, aunque no por ello exenta de contenido
y profundidad en el tratamiento metodológico de los tres aspectos
tratados: la lengua, la etnicidad y el nacionalismo vascos. No en vano,
su autor, Txemi Apaolaza, es un especialista en identidades
colectivas.
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Recensión
03
Claudio Esteva
Fábregat:
Cultura, sociedad y personalidad.
Barcelona, Anthropos, 1993.
Por Rafael Briones
Gómez
Estamos ante la reedición de un libro
ya clásico de uno de los pioneros de la antropología social
en España. Su temática central es la de cultura y personalidad
(antropología psicológica), que surgió en Norteamérica
entre los seguidores de Franz Boas como un intento de aplicación
teórica de la psicología y del psicoanálisis de Freud
a los materiales etnográficos. El autor --español que se
exilió a raíz de la guerra civil y que se formó en
México en antropología y en psicoanálisis con E. Fromm,
a quien dedica el libro-- reúne ambas metodologías: la psicoanalítica
y la antropológica. Nos ofrece claves teóricas de interpretación
y una serie de aplicaciones empíricas.
Como idea central --que se reitera
muchas
veces a través del libro-- el autor resalta cómo más
allá de los perfiles individuales se pueden detectar elementos
culturales
constitutivos de la personalidad que se adquieren por el individuo por
el hecho de formar parte de una sociedad. Este sería el nexo de
unión y continuidad de todos los capítulos, que, en realidad,
son una serie de conferencias dadas por el autor y que resumen las
primeras
preocupaciones del autor como profesor universitario. Según él,
la tarea de la antropología cultural es la de «contemplar
la organización y experiencia psíquica humana dentro del
marco de las sociedades y de las culturas».
Pretende el autor --y creo que con
razón--
que su libro llene una laguna en la antropología de habla hispana,
que sería la verificación empírica del acervo teórico
de la psicología profunda, desarrollando teorías propias
o relativas a las realidades culturales de nuestras poblaciones. En su
intención está la invitación a esta tarea de hacer
«análisis antropológico-culturales de la teoría
psicoanalítica, profundizando nuestras propias historias culturales»
(p. 11). Que las teorías prestadas se conviertan en hipótesis
a verificar. En este sentido el libro quiere compensar el empirismo
positivista
predominante en las ciencias sociales contemporáneas que no se dan
como objetivo la explicación profunda y subyacente de la realidad
social. Tampoco quiere caer en un formalismo estructural. Se trata de
explicar
la realidad humana en su aspecto superorgánico-cultural y en el
aspecto orgánico-profundo. Para ello cuenta con las técnicas
de la etnología y del psicoanálisis. Técnicas de la
observación que describen lo superorgánico de la realidad
cultural junto a técnicas profundas que determinan la historia genética
de los individuos históricos.
A lo largo de los diferentes capítulos
se resumen muy matizadamente la teoría de cultura y personalidad.
A veces resulta incluso reiterativo --inconveniente de los libros que
son
recapitulación de artículos--. En cuanto a la claridad el
texto es muy desigual porque, junto a pasajes de gran claridad otros
rayan
en lo retorcido y obscuro y repetido.
Uno de los méritos del libro es el
intentar aplicar este método de análisis a las sociedades
complejas, donde no hay un solo modelo cultural relativamente sencillo
sino que cada unidad política está constituida por varios
grupos étnicos, y hasta por diferentes culturas enmarcadas en una
misma estructura política.«Éste es quizá el
principal problema de la técnica de cultura y personalidad, aplicada,
por ejemplo, al estudio de los grandes estados nacionales
urbano-industriales
modernos, porque, en este caso, la diversidad adaptativa y los tipos de
respuesta psicológicos se dan en el seno de los mismos modelos
culturales
que abarcan sus estructuras sociales"(p. 57). Gran parte del libro está
dedicada a esta puesta a punto de la teoría de cultura y personalidad,
de su desarrollo en la aplicación a sociedades complejas, de la
integración de otras corrientes teóricas y de las perspectivas
de aplicación al campo de la cognición --con una interesante
aplicación empírica al campo de la percepción de los
colores--, a la etnopsicología, al tema de la intervención
de los factores biogenéticos y fisiológicos en la personalidad
--tema que considera que está abierto y en el que habrá que
seguir trabajando en años venideros-- y al tema de «cultura,
sociedad y salud mental». Este capítulo está especialmente
logrado como una aplicación de su estrategia de investigación
al campo de la salud mental que merece ser tenido en cuenta por los
estudiosos
de la salud y la enfermedad. «La enfermedad mental es un fenómeno
mayormente debido a la influencia relativa de los factores
socioculturales,
y sólo en grado menor es causada por agentes genético-hereditarios...
toda enajenación mental constituye la culminación de un proceso
de separación progresiva del individuo de su sociedad... Este proceso
describe un fenómeno de crisis en las relaciones del individuo con
su grupo social y una falta de integración de la personalidad con
su cultura» (p. 63). Integración social y coherencia interpersonal
serían dos supuestos culturales de la salud mental.
Tiempo-espacio-cultura
son factores determinantes de la salud mental.
En resumidas cuentas, estamos ante una
obra
de un maestro que desde una estrategia concreta de investigación
integra con gran madurez lo mejor de los intentos de la antropología
por explicar la realidad social y cultural.
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Recensión
04
Manuel M.
Marzal:
Historia de la antropología indigenista:
México y Perú.
Barcelona, Anthropos/Universidad Autónoma
Metropolitana de México, 1993 [1981].
Por José Antonio
Pérez
Tapias
Este libro de Marzal es parte de un
proyecto
ambicioso: una historia de la antropología desde la perspectiva
«iberoamericana». Como primer volumen de una obra de tal envergadura,
el texto deja claras las intenciones de este profesor de antropología
en Lima, las cuales, sumadas al empeño por corregir la visión
sesgada de la antropología difundida desde el ámbito anglosajón,
se concentran en estos puntos: «comprender mejor la grandeza y tragedia
del indio» y replantear lo relativo a esa «identidad mestiza
y pluricultural» que sigue siendo problema en la vida política
de los países iberoamericanos.
Hay que incluir en los orígenes de
la antropología como «ciencia del hombre» --para Marzal,
ciencia de las otras culturas-- todo lo que son los estudios
indigenistas
realizados en América durante los siglos XVI y XVII. Así
lo hace nuestro autor, circunscribiéndose a los procedentes de México
y Perú, y no sólo por lo que se refiere a esos siglos, sino
que actúa de la misma manera con el indigenismo de los siglos XIX
y XX. Ciertamente, en lo tocante al indigenismo colonial
aparecen
las figuras principales, desde Sahagún y Las Casas hasta Ruiz de
Montoya y el Inca Garcilaso. En cuanto al indigenismo
asimilacionista
republicano-liberal y al moderno indigenismo integracionista
se echan en falta, a pesar de la acotación establecida desde el
título, referencias a sus representantes de otros países.
En cualquier caso, la transición de unos modelos indigenistas a
otros está muy bien tratada y documentada, con buena enmarcación
ideológica y acertada ubicación sociocultural. Todo ello
se hace desembocar en la presentación del indigenismo crítico
al que Marzal se adscribe, caracterizado por sustituir la teoría
de la modernización como marco global por la de la dependencia,
y por el abandono de la integración de los indios como objetivo
sociopolítico, para reemplazarlo por el de la recuperación
de su autonomía y su identidad.
No es fácil hablar de indigenismo sin
caer en las redes del relativismo cultural o de la mitología del buen
salvaje. Marzal lo consigue, pero se detecta la falta de mayor
energía para librarse de ellas. Análoga carencia se acusa
al recoger la propuesta de un «nacionalismo autóctono»
como alternativa para las comunidades indígenas en el marco de los
estados actuales. Ahí la propuesta se presenta débil, sin
suficiente discusión crítica. Y una última observación:
la edición debía haberse actualizado. |
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