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La unidad del hombre es un problema cuyos aspectos sociales, políticos y éticos, no solamente preceden a los aspectos científicos, sino que actúan, soterrada o abiertamente, en el corazón de la problemática científica. Hoy, en la cultura occidental, hay algunas personas que están persuadidas de que el concepto homo, es decir, la unidad del hombre, responde a ingenuas apariencias que la mirada crítica disipa como humo. De hecho, la idea de unidad del hombre es una idea muy tardía y muy frágil, corroída y disuelta sin cesar por el etnocentrismo y el sociocentrismo (1). Cuando consideramos la noción de hombre, tanto en las sociedades arcaicas como en las sociedades históricas, parece claro que depende de una doble consciencia. De una parte, todo «extranjero», a los ojos de un grupo determinado, es percibido inmediatamente como hombre (2). Sin embargo, a pesar de esta consciencia «natural» de especie, al lado de ella, y ocultándola, hay otra consciencia, etno-sociocentrica, en virtud de la cual la noción de hombre se reserva solamente a los miembros del grupo, siendo el extranjero otro. El extranjero puede ser considerado como un «espíritu» (ghost) o/y como un dios, y esto, no solamente en las sociedades arcaicas, sino en numerosas sociedades históricas (así los españoles que desembarcan en Perú oscilan a los ojos de los Indios, de manera incierta, entre el estatuto de hombres y el estatuto de dioses). En las sociedades históricas, los pueblos extranjeros fueron considerados, no como enteramente humanos, sino como humanos inacabados, insuficientes, bárbaros. En el corazón mismo de las sociedades esclavistas e incluso en la Grecia de Aristóteles, el esclavo, aunque era anatómicamente hombre, no era psíquicamente humano, no era más que un «útil animado». Hoy, incluso cuando está presente en la cultura escolar, la idea de unidad de la especie humana es frágil, por no decir epifenoménica. Los conflictos entre naciones, grupos, individuos nos muestran que muy rápidamente el otro, el enemigo, se convierte en un «perro». Los epítetos de «rata», «víbora», «cochinilla», «bestia inmunda», las reducciones despreciativas e insultantes que identifican al otro con el animal e incluso con la materia excrementicia nos revelan que la expulsión del hombre fuera de la humanidad está estrechamente ligada a todo fenómeno de enemistad, de conflicto, de desprecio. Sería interesante seguir los avatares del concepto de hombre, en las mitologías, las filosofías y las literaturas de las diversas civilizaciones, y comparar sus diversas acepciones. Cuando prestamos atención a la literatura occidental, podríamos quizás constatar cómo la idea de hombre, en principio siempre universal en su extensión, es, por el contrario, estrictamente particularista en su comprehensión: La Bruyère cree describir al hombre «en general», describe de hecho algunos tipos humanos del siglo XVII francés. No obstante, a la inversa, lo universal puede revelarse en lo particular. La idea de Montaigne, según la cual sumergiéndose introspectivamente en sí mismo, se descubre toda la «condición humana», está estrechamente ligada a la idea de que lo que parece evidente y universal hic et nunc debe ser relativizado mediante la confrontación con lo que parece evidente y universal en otro lugar y otro tiempo. La idea de hombre surge a la vez del examen subjetivo y del examen objetivo de las diferencias de opiniones, creencias, costumbres, etc. Montaigne, adelantándose a muchos de los filósofos o científicos modernos, comprendía que la unidad del hombre es de naturaleza a la vez subjetiva y objetiva, y no puede ser disociada de la idea de pluralidad de las culturas. La idea de la unidad del hombre se afianzó y afirmó en y por el humanismo. El humanismo funda al hombre aislándolo de la naturaleza y autonomizándolo en el derecho; el hombre es autosuficiente y adquiere su legitimidad y su fundamento en la (su) Razón: homo sapiens quizás surgió de la naturaleza, pero, por su sapiencia, escapa a esta naturaleza. El hombre es el ser supremo, superior, y, por eso mismo, debe ser respetado y honrado en todo hombre. De ahí esa idea humanista universalista y emancipadora: la idea de los derechos del hombre. Este humanismo, que encuentra su completo desarrollo en el racionalismo de la ilustración y la ideología de la Revolución francesa, alimentó las ideas de emancipación modernas, desde la abolición de la esclavitud y la ciudadanía de los judíos hasta la emancipación de los proletarios y los colonizados. Todos los hombres son hombres; son, pues, todos libres e iguales en derechos. Este humanismo racionalista, aparentemente desencarnado, recubre, de hecho, la unidad biológica de la especie homo. Pero, en lugar de fundarse en la naturaleza, se funda en el derecho y en lo ideal. La consciencia «humanista» se difundió muy ampliamente en la cultura occidental del siglo XIX. No obstante, aunque reforzando la primera de la doble consciencia, la consciencia de pertenencia a la misma especie, en modo alguno consiguió extirpar ni siquiera inhibir fundamentalmente la segunda consciencia, la de la separación entre los «verdaderos» hombres («nosotros») y los otros: y es que paralelamente, por no decir correlativamente, se desarrollaban los nacionalismos, para quienes los vecinos, enemigos potenciales, eran considerados humanos degradados, y los imperialismos para los cuales los colonizados sólo pertenecían a la sub-humanidad. El humanismo triunfante en el Occidente dominador sólo planteó idealmente la idea de unidad de la especie humana. Además, y sobre todo, el humanismo no concebía que, por una parte, conllevaba un «reverso», y por otra secretaba subproductos autodestructores. El reverso del humanismo es la deificación del hombre, concebido como sujeto absoluto en un universo de objetos, totalmente legitimado en su conquista y dominio de una naturaleza a la que es por esencia extraño; los subproductos se formaron a partir de la identificación de la idea de hombre, con la autodenominada racional, del hombre blanco occidental con sus caracteres técnicos, adultos, masculinos; de golpe el «primitivo», el no industrial, la mujer, el joven, etc. correspondían a tipos inacabados, incompletos, insuficientes, pervertidos o decadentes de humanidad. De hecho, en la práctica imperialista de Occidente, estos subproductos se han convertido en los productos principales. No obstante, incluso en el seno de esta práctica, los productos principales originarios (la idea de derechos del hombre, de derecho de los pueblos) circulaban como sub-productos, y esta circulación aportaba los gérmenes ideológicos que zapaban los fundamentos de la dominación colonial. El siglo XX ha visto el estallido del humanismo en Occidente. El racismo nacional-socialista es un formidable ataque que contesta, en la base biológica, la idea de unidad del hombre. Por otro lado, se condenó el humanismo «abstracto» desde el punto de vista de una vulgata revolucionaria que asegura que «el amor a todos los hombres» anestesia y entorpece la verdadera lucha por la emancipación de la humanidad, la cual requiere negar a los opresores todos los derechos, pues el hombre que explota al hombre se excluye ipso facto de la humanidad. En fin, en el transcurso del último decenio, bajo arremetidas conjugadas provenientes de horizontes opuestos, el humanismo queda hecho trizas. La idea de hombre es denunciada como inútil y parasitaria por una ciencia de las estructuras. La idea de unidad del hombre es denunciada, por los justos defensores de las culturas y etnias que se exterminan, por ser la ideología que, al ignorar a la vez la virtud de la diferencia y el derecho a la diferencia, permite esa liquidación. Hoy, nos parece que el humanismo fue una tentativa abstracta y jurídico-moral para fundar la unidad del hombre fuera de toda consideración biológica, es decir, al margen de la idea de naturaleza humana. Semejante unidad abstracta, rica y fecunda en su pulsión igualitaria y liberal (los hombres libres e iguales en derecho), sólo podía ser extremadamente pobre de contenido. La vacuidad física y biológica de su contenido era de hecho rellenada mediante las imágenes socioculturales propias del Occidente moderno. La visión del hombre, en el mejor de los casos homogeneizante, en el peor reductora, es en ambos casos incapaz de concebir la diversidad y la diferencia. Añadamos que la idea, antagonista, de la diversidad humana, ya justifique una jerarquía dominadora, ya, al contrario, justifique la riqueza de las pluralidades y el valor de la diferencia, es por su lado incapaz de concebir la unidad. Todo el debate es estéril, porque está controlado por un paradigma (3) disyuntor, propio del pensamiento occidental moderno, donde la unidad sólo puede ser concebida ocultando la diversidad, donde la diversidad sólo puede ser concebida excluyendo u ocultando la unidad. En el corazón mismo de nuestra cultura y de nuestro pensamiento, falta un paradigma que asocie lo uno y lo diverso en una concepción fundamental de la unitas multiplex. Así se oponen una unidad sin diversidad y una diversidad sin unidad. Si, al mismo tiempo, la idea de unidad del hombre permanece separada de la idea de especie humana, es porque incluso ahí el paradigma de la disyunción no solamente separa y opone, sino que excluye y oculta, uno mediante el otro, el anthropos biológico y el anthropos cultural. Lo biológico es tanto más descartado, exorcizado incluso, por cuanto hizo irrupción, en el corazón de la cultura occidental, bajo la forma del racismo hitleriano, es decir, de una neurosis obsesiva por la pureza de sangre. Aquí permanece, aún hoy, un profundo malentendido que agrava los estragos del paradigma disyuntor que opone la unidad a la diversidad humana: se sigue tomando en serio la pretensión biológica del racismo, es decir, que se sigue temiendo que el examen biológico de la humanidad revele diferencias jerárquicas. Lo que lleva a creer, soterrada, vergonzante o inconscientemente, que el racismo está fundado biológicamente, pero que, por suerte, es falso culturalmente, pues la cultura domina y corrige la naturaleza, y entre las manos de la cultura el ser biológico del hombre se convierte en pasta moldeable. De hecho, en contra de los dos mitos antagonistas, pero aquí convergentes, del humanismo idealista y del racismo seudo biológico, la biología y singularmente la biología moderna nos revelan ante todo la unidad de la especie humana. Decimos singularmente la biología moderna, porque la antigua biología sólo concebía una unidad anatómica y fisiológica; la biología moderna ha aportado a esta unidad somática el fundamento de una unidad genética. Al mismo tiempo, esta misma biología nos obliga a concebir la diversidad humana, puesto que nos aporta la idea de una diversidad extrema de los individuos, mayor que en cualquier otra especie viva. Aquí convergen, pues, una necesidad de principio y una necesidad de teoría. Es necesario, en cuanto al principio, obedecer a un paradigma que, en lugar de desunir y de oponer la idea de unidad a la de diversidad, las vincule inseparablemente. En cuanto a la teoría, ésta debe explicar a la vez la unidad y la diversidad humanas. Henos aquí, pues, conducidos de nuevo a la vieja idea de naturaleza humana, es decir, a una base bio-antropológica que dé cuenta de la unidad humana, pero de manera nueva, es decir, de modo no homogeneizante y no reductor, de manera por el contrario generativa, es decir, que conciba la generación a partir de un tronco común que se perpetúa en y mediante la reproducción biológica, a través de una diáspora ecológica y una diferenciación sociocultural, de todas las diversidades (individuales, étnicas, culturales, sociales). No podemos prescindir de la idea de naturaleza humana, es decir, de una unidad de la especie, en el sentido biológico concebido para todas las especies vivientes. La ocultación, incluso la negación de esta idea de especie humana es tan delirante como la ocultación o la negación de la idea de especie para el gato, la rata, el piojo. Creer que sólo podemos hablar del hombre excluyendo su ser biológico es un delirio que, durante casi un siglo, ha usurpado el título de ciencia del hombre. Henos aquí, pues, ante un concepto de doble entrada, como todo concepto científico, incluido el concepto de energía o de masa: una entrada natural y una entrada cultural. Es evidente que el concepto de hombre es un concepto cultural, que tiene necesidad de un lenguaje para ser formulado, y que está sometido a grandes variaciones según las culturas, según incluso las teorías biológicas. Pero no es menos evidente que las culturas donde se forma el concepto de hombre son algo propio de la organización social de un ser biológico, siempre el mismo en sus caracteres fundamentales de bípedo con gran cerebro, y que podemos llamar hombre. Lo que nos introduce en un problema de método: el concepto de hombre, incluso allí donde es definido científicamente, conserva un carácter sociocultural irreductible. Pero ahí mismo donde es sociocultural, remite a un carácter biológico irreductible. Es necesario, pues, ligar las dos entradas del concepto de hombre según un circuito en el cual uno de los dos términos remite siempre al otro, circuito que permite al observador científico considerarse a sí mismo como sujeto enraizado en una cultura hic et nunc. Desgraciadamente, vivimos aún en una disyunción extrema entre los fenómenos socioculturales y los fenómenos biológicos: la biología y la antropología permanecen todavía ampliamente prisioneras de una concepción demasiado restringida de su objeto. En biología, esta situación ha sido dominante hasta en los años sesenta. La biología estudiaba entonces los organismos como si tuviesen una cabeza, pero no inteligencia. No dejaba sitio ni a la autonomía, ni a la existencia individual, ni a la comunicación, ni a la sociedad. Hoy, por el contrario, esta ciencia se encuentra en curso de complejización: vemos, por ejemplo, que a pesar de tentativas siempre renacientes de reducción a lo genético, la sociología animal nos ha hecho descubrir una dimensión que no era percibida. Se veían hordas, grupos, colonias; ahora se ven sociedades, conjuntos complejos de individuos que se intercomunican (caso de las abejas, por ejemplo). Pero siempre se corre el riesgo de recaer en el equívoco, como lo hace Wilson con su «sociobiología» que quiere de nuevo reducir lo social a lo genético. Es necesario, pues, reafirmar que la sociología animal no debe ser la reducción de lo social a lo genético, sino la revelación de la dimensión hasta ahora oculta de lo social. Hay también una concepción restringida de la antropología como ciencia de los fenómenos socioculturales: considero esta concepción como útil para salvaguardar la especificidad de las realidades humanas contra toda reducción al biologismo o a modos de explicación puramente físico-químicos, pero es evidente que una antropo-sociología tan simplificada termina por vaciarse de toda sustancia. Lo que resulta sorprendente es la expulsión de la vida fuera de las ciencias antroposociales: ser joven, viejo, mujer, niño, nacer, morir, tener padres, una familia, etc., remiten solamente a categorías socioculturales que varían en el tiempo y en el espacio. Por no haberse hecho cargo de ella, la sociología se ha convertido en una ciencia privada de vida. Y nos encontramos ante toda una serie de fenómenos la risa y el llanto, el éxtasis y la amistad, el odio y la piedad, etc. que caen entre la biología y la antropología, en resumen que no tienen lugar en sitio alguno. El verdadero problema es, pues, poder encontrar el tejido conceptual que nos permita descubrir la existencia de estos fenómenos. Si no, no conseguiremos superar el nivel de una biología subinteligente y de una antropología exangüe. Hemos llegado incluso a una situación en la que la impotencia para pensar la vida en biología tiene como correspondencia la impotencia para pensar al hombre en antropología; en este momento, los simplificadores más consecuentes decretan que la vida y el hombre no son más que ingenuas ilusiones que deben ser eliminadas... Pues, en cuanto que la biología elimina la vida y la antropología elimina al hombre, ¡se convierte en sinsentido y en no ciencia que el hombre sea un ser vivo! Si queremos escapar a este engranaje, resulta, pues, urgente operar una soldadura epistemológica entre ciencias de lo vivo y ciencias sociales. Para ello, es necesario comenzar por explicar en qué es el hombre un ser totalmente
Decir que el hombre es un ser biocultural, no es simplemente yuxtaponer estos dos términos, es mostrar que se coproducen uno al otro y que desembocan en esta doble proposición: -- todo acto humano es biocultural (comer, beber, dormir, defecar, aparearse, cantar, danzar, pensar o meditar); -- todo acto humano es a la vez totalmente biológico y totalmente cultural. Comencemos, pues, por el primer punto: el hombre es un ser totalmente biológico. En primer lugar, es necesario ver que todos los rasgos propiamente humanos provienen de rasgos primates o mamíferos que se han desarrollado y han llegado a ser permanentes. En este sentido, el hombre es un superprimate: rasgos que eran esporádicos o provisionales en el primate el bipedismo, el uso de instrumentos e incluso una determinada forma de curiosidad, de inteligencia, de consciencia de sí han llegado a ser sistemáticos en él. La misma observación debe ser hecha en el dominio de la afectividad: el joven mamífero es un ser ligado a su madre, es decir, un ser que, en el medio exterior, tiene necesidad de reencontrar el medio interior y es esta forma primitiva de la afectividad la que llegó a ser fuente del amor y de la ternura humana. Los sentimientos de fraternidad y de rivalidad que encontramos en los mamíferos también se han desarrollado en nuestra especie: el hombre ha llegado a ser capaz tanto de la mayor amistad como de la mayor hostilidad con respecto a su semejante. Todo esto para recordar que no hay rasgo propiamente humano que no tenga una fuente biológica: todos portamos la herencia de nuestro pasado animal en nuestro jugar, en nuestro gozar, en nuestro amar, en nuestro buscar y no sólamente en la territorialidad y la agresión, sectores menores que han sido puestos de relieve por algunos autores. Así pues, el hombre realiza y desarrolla su animalidad, pero a través de una mutación puesto que él ha creado una nueva esfera, la esfera social y cultural que está claro que no existe en la animalidad. Llegaría incluso a decir que las actividades espirituales y psíquicas que se desarrollan en el interior de esta esfera son también actividades vivientes: para mi, la vida del espíritu no es una metáfora. Nuestros mitos y nuestras doctrinas no son puras superestructuras, son cosas vivientes; nosotros somos un poco su ecosistema y ellas se alimentan de nosotros. Por último, siempre en esta causalidad circular fundamental que es lo propio de la vida, la misma sociedad aparece como un tipo de organización viviente. La sociedad vive, no es reducible a la vida de los individuos que somos, tiene su tipo de vida y no es una máquina puramente artificial. Dicho de otro modo, llamar viviente a la sociedad es complejizarla, mientras que extraerla de la vida no es en absoluto otorgarle un privilegio sino, por el contrario, rebajarla al rango de un juego de fuerzas mecánicas. Queda por mostrar, ahora, que el hombre es totalmente cultural. En principio, es necesario recordar que todo acto está totalmente culturizado: comer, dormir e incluso sonreír o llorar. ¡Sabemos bien, por ejemplo, que la sonrisa del japonés no es la misma que la risotada del norteamericano! Y lo más asombroso aquí es que los actos más biológicos son también los actos más culturales: nacer, morir, casarse. La familia, por ejemplo, es a la vez un núcleo reproductor-biológico, una placenta cultural donde realizamos nuestra educación y una célula sociológica que forma parte de un conjunto más vasto. Vayamos más lejos: digamos que la misma idea de naturaleza es el producto de una cultura particularmente evolucionada, capaz de hacer semejante disociación; y esta idea expresa al mismo tiempo las necesidades de una cultura que quiere reaccionar contra lo que en ella hay de artificial y de constrictivo. No hay, pues, idea más social que la misma idea de naturaleza o de retorno a la naturaleza. Siempre ha habido concepciones de la naturaleza pertenecientes a la «izquierda» o a la «derecha»: por ejemplo, Marx estima en Darwin la fecundidad de la idea de lucha, mientras que Kropotkin toma la idea de selección natural para justificar el valor de la ayuda mutua y la solidaridad. Las diferentes concepciones de la naturaleza forman parte, pues, del juego de las luchas sociales: lo que nos muestra bien como la naturaleza no ofrece a la cultura una lección clara y unívoca, sino siempre enseñanzas complejas... La naturaleza es siempre impura, lo mismo que la cultura. Conclusión:
la idea de una definición
biocultural del hombre es fundamental y rica en consecuencias. El
proceso
biocultural es un proceso recomenzado sin cesar que, a cada instante se
rehace para todo individuo y para toda sociedad. Definiré, pues,
así, el nudo gordiano de la nueva antropología: el
ser
humano es totalmente humano porque es al mismo tiempo plena y
totalmente
viviente, y plena y totalmente cultural.
1. Etnocentrismo, sociocentrismo: tentativas por poner en el centro del universo --y considerar como medida de todo valor-- al propio grupo étnico o social. 2. Un «reconocimiento» espontáneo semejante es, por lo demás, mucho menos sorprendente que aquel que hace reconocerse entre ellos como perros a un teckel y un doberman, a un yorkshire y un moloso. 3. Paradigma:
relaciones
entre conceptos fundamentales, que determinan un conjunto de
teorías
o de discursos. Hay un paradigma que asocia naturaleza y cultura, y
otro
que las desune.
Lenoble, Robert Malson, Lucien Morin, Edgar Moscovici, Serge Rousseau, Jean-Jacques Nota.
«L'unidualité de
l'homme» fue publicado en C. Delacampagne y R. Maggiori (coord.), Philosopher,
París, Fayard, 1980, pp. 41-49. Agradecemos a Edgar Morin su
amable
autorización para traducir y publicar este artículo.
Resumen
y traducción de José Luis Solana Ruiz. |
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