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Introducción ¿Para qué continuar escribiendo sobre un asunto tan manido, al menos aparentemente, como el de los procesos o identidades étnicas (1)? ¿Para qué seguir dándole vueltas al tema de los discursos étnicos, cuando probablemente sea uno de los más estudiados por la antropología española y con relación al cual parece haberse dicho todo o casi todo? Además, la profusión de estudios al respecto ¿no ha creado ya un corpus conceptual más o menos consensuado?, ¿y ese consenso no es índice de que no hay nada novedoso que aportar para la dilucidación teórica del problema? La respuesta a esta primera cuestión no puede ser más que afirmativa, sobre todo si atendemos a las conclusiones de los trabajos de síntesis publicados en los últimos años. Tal es el caso, por ejemplo, del realizado por J. J. Pujadas (1990: 5 y ss.), quien asegura que los estudios que se centran en torno a los procesos étnicos (2) coinciden en «una importante y significativa serie de aspectos»:
Indudablemente, como dice Pujadas, existe un acuerdo más o menos generalizado acerca de la naturaleza de «esa cosa llamada identidad étnica», se aprecian una serie de coincidencias en los presupuestos teóricos de los que parten las investigaciones empíricas llevadas a cabo, principalmente, durante los años 80 y 90; y ahí están las realizadas, entre otros, por Azcona (1984, 1989), Barrera (1985), Calvo (1985), Comas y Pujadas (1991), del Valle, Apaolaza y Ramos (1990), Frigolé (1980), Jociles (1986, 1988), Pérez-Agote (1986) o Piqueras (1994), que se han orientado, en efecto, a poner de manifiesto el cambio sufrido por «las propias fronteras del grupo» o por los «símbolos» étnicos, el valor instrumental de los «elementos diacríticos del bagaje cultural», y/o la importancia fundamental de «los intereses compartidos» como condición de las movilizaciones colectivas. Ahora bien --contestando a la segunda pregunta que he planteado--, no creo que se pueda deducir de ello que es redundante u ocioso proseguir con las indagaciones teóricas. No estoy proponiendo, desde luego, que aquellos presupuestos tengan que ser revisados, porque hayan perdido irremediablemente su validez o su pertinencia para el estudio de los fenómenos étnicos. Todo lo contrario, en más de una ocasión me he pronunciado a favor de los mismos, incluso frente a concepciones discrepantes (Rivas y Jociles, 1993), y hasta ahora no he encontrado motivos para cambiar de idea. Lo que quiero poner de relieve es, ante todo, que uno de esos presupuestos teóricos (el del «tratamiento procesual y dinámico» de los fenómenos étnicos) se ha quedado reducido, a veces, a una mera declaración de principios que no ha llegado a inseminar los diseños de las investigaciones concretas y, por tanto, tampoco ha logrado guiar, con todas sus consecuencias, la recopilación y el análisis del material etnográfico. En otras palabras, --en mi opinión-- las investigaciones antropológicas sobre los procesos étnicos (4) no han conseguido, sino imperfectamente, someter la información manejada a un auténtico «tratamiento procesual y dinámico», a pesar de que todas ellas están convencidas de hacerlo, precisamente porque identifican tal «tratamiento» con la demostración de que «la ordenación y el peso relativo de los diferentes elementos primordiales, así como las propias fronteras del grupo étnico no son ni fijas ni constantes»; es decir, porque lo equiparan a poner de manifiesto que los fenómenos étnicos son cambiantes en correspondencia con la variabilidad de las circunstancias históricas y/o de la intención de definir un «nosotros» más o menos inclusivo. Equiparación que no puede admitirse, sin más, como concluyente; sobre todo, porque una cosa es asumir la evidencia de que los fenómenos étnicos tienen un carácter procesual (mostrando, por consiguiente, de qué manera y para qué fines varían las fronteras del grupo), y otra muy distinta es crear un modelo de análisis con la capacidad suficiente para dar cuenta de cómo se produce el proceso. Es cierto que la presentación de situaciones (por lo general, microsituaciones de «negociación identitaria»), con las que se ilustra la puesta en acción de los fenómenos étnicos que se estudian, está imbuida de una cierta procesualidad (si se me permite la palabra), por cuanto se los vincula con determinadas circunstancias interaccionales o estructurales (posición social de los actores, metas que se persiguen, lugar desde el que se actúa, etc.), de tal forma que se logra describir una realidad en la que los fenómenos étnicos y esas circunstancias se retroalimentan mutuamente en sus cambios. Sin embargo, de estos ejemplos no se puede extrapolar un modelo aplicable a situaciones macrosociales más complejas, entre otras razones, porque los vínculos establecidos no son sometidos a un esfuerzo teórico tendente a hacerlos generalizables y, sobre todo, porque no se explicitan los mecanismos a partir de los cuales los fenómenos étnicos (léase discursos, símbolos o definiciones de la realidad) consiguen incidir en tales circunstancias y viceversa. Por ejemplo, estoy segura de que nadie dejaría de aceptar la idea según la cual, en los análisis de las movilizaciones colectivas, «la variable independiente... no son los rasgos diacríticos..., sino la existencia de unos intereses compartidos y/o de un proyecto colectivo», tal como lo expresa Pujadas. Pero enseguida surgen preguntas a las que --a mi parecer-- no se conseguido, hasta ahora, dar una contestación convincente, preguntas como: ¿a través de qué estrategias y con qué medios se consigue el consenso de los objetivos o del proyecto colectivo?, o ¿qué características tiene que reunir un discurso, un símbolo o un proyecto para que pueda pasar a formar parte de la «conciencia colectiva» (5)? Por tanto,
considero
que es necesario emprender
una reflexión teórica dirigida a dilucidar qué es
realmente un análisis procesual de los fenómenos
étnicos
y cómo se puede instrumentalizar en las investigaciones
concretas.
En esta tarea voy a centrarme a partir ahora, con la intención
de
presentar una propuesta abierta a las críticas de los lectores,
más cuando ésta, que aspira a ser extrapolable, tiene su
origen en el intento de dilucidar un problema también muy
circunstanciado:
las transformaciones del discurso regionalista riojano, desde 1977 (en
que se empezó a elaborar un borrador autonómico) hasta
1982
(en que se consiguió la autonomía uniprovincial, dos
años
después de que se hubiera logrado cambiar el nombre de la
entonces
provincia de Logroño), tal como se presentaron en diferentes
órganos
de la prensa escrita (6).
¿Qué es un análisis procesual de los discursos étnicos? Ante todo, hay que empezar por admitir que la exigencia de poner en marcha un análisis procesual se deriva de que pensamos que los fenómenos étnicos son, ellos mismos, procesuales. Hacer una propuesta en este terreno supone, por consiguiente, tratar de adecuar el modelo de análisis a nuestra noción de lo que es un proceso, a la manera en que concebimos el objeto de estudio. Pues bien, calificar cualquier fenómeno social de procesual entraña reconocerlo --efectivamente-- como una realidad dinámica, en constante construcción y reconstrucción, que cambia dependiendo de los cambios del medio sociocultural en que se produce al mismo tiempo que incide, dialécticamente, en ellos (7). ¿Qué condiciones tiene que reunir, entonces, un análisis procesual que aspire a «explicar» las variaciones sufridas por los discursos (las definiciones o los símbolos) étnicos? En mi opinión, al menos todas las que indico a continuación: 1. En primer lugar --¡qué duda cabe!--, tiene que ser un análisis diacrónico, de tal modo que la delimitación del campo temporal de la investigación esté constituida por un período de tiempo más o menos amplio, según los casos. Con todo --y me limito a repetirlo--, el hecho de constatar que un determinado discurso, símbolo o definición identitaria han experimentado variaciones en el tiempo no es garantía suficiente de que se ha realizado un análisis procesual. Entre otras cosas, porque se dejan fuera del mismo, se obvian, los factores responsables del cambio, a no ser que se pretenda que tales fenómenos étnicos contienen dentro de sí las «causas» de sus variaciones (8). 2. En segundo lugar, han de establecerse conexiones entre las variaciones del fenómeno étnico estudiado y las variaciones del medio sociocultural (de la realidad estructural y/o interaccional (9)) en que se producen, en lo que se refiere a los elementos de ésta que se estimen como factores significativos. Sin embargo, se trata también de un requisito necesario pero no suficiente, puesto que el mero descubrimiento de correlaciones entre dos series de fenómenos (por ejemplo, entre determinados «estados» del discurso étnico y determinados «momentos» del panorama político riojano y español) no entraña, en sí mismo, la existencia de relaciones de influencia. Además, quedarse en la mera constatación de correlaciones (dando por supuesto que aquellas relaciones se han dado) no es otra cosa que sustituir el proceso por el resultado del proceso o, con palabras de Bourdieu (1991), el modus operandi por el opus operatum, de suerte que la realidad procesual de los discursos étnicos se postula, sin ser nunca dilucidada. 3. En tercer lugar, un análisis es procesual cuando parte de un modelo teórico capaz de explicitar mediante qué mecanismos específicos, y en qué condiciones objetivas y subjetivas, los fenómenos étnicos (como los discursos) pueden influir en el medio sociocultural (en las movilizaciones colectivas y, por tanto, en la generalización/ consenso de los propios discursos), así como aquellos otros a través de los cuales el medio sociocultural incide en tales fenómenos. De modo que dicho modelo explique, al mismo tiempo, los tránsitos de un «momento» a otro del intervalo temporal que hayamos delimitado. No contar con un modelo orientado a explicar el proceso, supone condenar el análisis a un estatismo tan radical como el de los denostados estudios funcionalistas (10), toda vez que simplemente se sustituiría el estar estático en un momento, fase o estado por el estar, igualmente estático, en diversos momentos, fases o estados sucesivos; un estar secuencial que, obviamente, no podemos reputar como equivalente al fluir dinámico que queremos atribuir a los fenómenos étnicos y, en general, a la realidad sociocultural. No tener en cuenta esto no es más que confundir --en palabras de Norbert Elías (1993: 20)-- una actitud básicamente heracliteana con una actitud eleática, si es verdad, como se dice, que «los eleatas se figuraban la trayectoria de una flecha como una serie de situaciones de reposo». Además, el modelo teórico debe ser formulado en unos términos lo bastante generales como para poder dar cuenta (mutatis mutandis) de situaciones étnicas distintas. Estoy pensando, concretamente, en uno que posibilite abordar, por un lado, las situaciones de «negociación identitaria», en las que se considera ya consensuado (al menos por una parte importante de la población) tanto el proyecto colectivo como el elenco de rasgos diacríticos al que el discurso étnico puede acudir y en las que, por tanto, únicamente cabe estudiar o bien los factores interaccionales o estructurales que repercuten en que se seleccionen unos rasgos y no otros, unos objetivos y no otros, o bien los contradiscursos que recusan la legitimidad de aquellos primeros. Pero que, por otro lado, permita descifrar también otras situaciones, como las de etnicicación emergente o ex novo, en las que lo que se intenta es, precisamente, alcanzar el consenso de un determinado elenco de objetivos y rasgos diacríticos. 4. Y, por
último, no hay que olvidar
que esos «mecanismos específicos» que mencionaba
más
arriba son susceptibles de ser conceptualizados como estrategias cuando
se atiende a que son puestos en funcionamiento (a veces de forma no
consciente
y sin que medie el cálculo racional) por actores o agentes que
ocupan
ciertas posiciones sociales y que se mueven por intereses de muy
diverso
tipo (políticos, económicos, ideológicos...), no
siempre
confesados o confesables. En este contexto, un modelo procesual para el
análisis de los fenómenos étnicos no puede pasar
por
alto, como diría Bourdieu (1988b), que «el conjunto de las
estrategias de (producción y) reproducción constituye un
sistema, y como tal ha de pensarse», lo que significa afirmar que
una determinada estrategia (de remodelación del discurso
étnico,
por ejemplo) se despliega en función del mayor o menor
éxito
obtenido con otras desarrolladas previamente. Desprovisto de su
vertiente
de sistematicidad y considerado fuera de su puesta en práctica
por
parte de los agentes sociales, el concepto de estrategia termina
perdiendo
toda su fuerza heurística, todo su poder para interpretar y
explicar
el dinamismo de la vida social.
Estudio preliminar de los discursos étnicos riojanos Como he indicado más arriba, estas reflexiones sobre cómo llevar a cabo un análisis procesual surgieron como consecuencia de los problemas con los que tuve que enfrentarme a la hora de analizar un material muy particular, el de los discursos étnico-políticos que aparecieron publicados en diversos órganos de la prensa escrita riojana (sobre todo en el diario Nueva Rioja y la revista Clavijo) desde 1977 a 1982. En una primera aproximación a este material, fijé mi atención en las siguientes cuestiones: 1. Los contenidos o temáticas a las que hacen referencia los discursos riojanistas. 2. La estructura lógica de dichos discursos, esto es, los razonamientos (y valores comunes) a los que acuden para persuadir a los receptores. 3. El contexto sociocultural de plausibilidad en que se basa la verosimilitud de algunas «temáticas» planteadas por los mismos. 4. Y, finalmente, la reacción (con las contradiscursos consiguientes) surgida en una de las comarcas de la región, Cameros, sobre todo en lo que se refiere a su recusación del nombre propuesto para la provincia (11). Uno de los aspectos más significativos (y que, desde luego, antes llaman la atención de un lector atento) es que raro es el discurso que omite dedicarse, en parte o en su totalidad, a recordar alguno de los siguientes agravios históricos y/o contemporáneos: 1) la arbitrariedad de haber asignado el nombre de Logroño a la circunscripción nacida tras la división provincial de Javier de Burgos; 2) la sinrazón de los «deseos anexionistas» de ciertas regiones colindantes (Castilla y el País Vasco); 3) y la injusticia que supone que la región natural de La Rioja haya estado y esté dividida entre varias jurisdicciones administrativas (Logroño, Burgos, Soria, Navarra y Álava)(12). Naturalmente, la presentación de estos agravios va acompañada de las consiguientes reivindicaciones: 1)el cambio de nombre por el de La Rioja; 2) el derecho a conseguir el autogobierno; 3) y la extensión de la jurisdicción riojana hasta la denominada región natural de la Rioja. Así, la presentación de un «proyecto colectivo» o de «objetivos compartidos» toma un lugar preferente frente a, por ejemplo, la definición de los elementos culturales en que se intenta basar la identidad riojana. Es más, los rastreos históricos, indagaciones geográficas y las «pruebas» etnográficas se utilizan sistemáticamente para fundamentar la legitimidad de dichos objetivos y/o para mostrar que ciertos riojanos ilustres ya los hicieron suyos. Hasta tal punto que dicho bagaje cultural («señas de identidad»), en unos casos, se da por supuesto y, en otros, se plantea únicamente en términos muy vagos:
Por otra parte, los discursos van haciendo hincapié en uno u otro contenido de forma variable según los momentos. De tal manera que, por ejemplo, en el año 1978, los artículos estudiados van pasando paulatinamente de poner el mayor énfasis en los dos últimos objetivos mencionados (el derecho a la autonomía uniprovincial y la extensión de la jurisdicción de la misma hasta la región natural de La Rioja), a ponerlo en el primero (el cambio de nombre de la provincia), lo que curiosamente coincide con una serie de circunstancias sociohistóricas muy significativas: el escaso eco que tuvieron las llamadas para concentrarse y manifestarse durante el denominado «Día de la Rioja» (en el que se reclamaba --entre otras cosas-- la autonomía uniprovincial); el importante éxito que alcanzaron, por el contrario, las campañas en solicitud del cambio de la denominación provincial (13) (concretadas, entre otras medidas, en el envío de telegramas al Ministerio del Interior); la resolución que tomó la Diputación de Burgos en los primeros meses del 78 (como antes había hecho la de Álava) «de que ni siquiera la menor comarca o municipio de la provincia de Burgos quede desvinculada de ella, saliendo al paso así de las demandas que en ese sentido pudieran presentar otras limítrofes», que fue confirmada tiempo después por la Constitución Española, al vedar que las regiones que alcanzasen la autonomía pudieran trastocar las fronteras provinciales, etc. Además, al mismo tiempo que se produce esta transformación de los contenidos, se va modificando asimismo el lenguaje empleado en los discursos étnico-políticos, de suerte que en los más tempranos se utiliza generalmente un tono y unas expresiones («centralismo borbónico», «Rioja Norte», etc.), de connotaciones anti-españolistas o --como se decía entonces-- «separatistas», que constituyen una réplica del empleado por las entonces llamadas «comunidades históricas», expresiones y tono que poco a poco son dejados de lado, probablemente por su escasa capacidad para calar en el ánimo de los riojanos (14).
En cualquier caso, aunque el lenguaje con resonancias «antiespañolistas» de los primeros artículos de prensa se abandona definitivamente, no ocurre lo mismo con los tres objetivos nombrados antes (y las correspondientes frustraciones históricas que los legitiman). Éstos, como ya he dicho, van siendo realzados diferencialmente a lo largo del período preautonómico, pero ninguno de ellos desaparece por completo de los discursos. Esto es así --en mi opinión-- porque las fundamentaciones legitimadoras de cada uno de esos objetivos se refuerzan mutuamente en una especie de círculo explicativo, facilitando la labor de construir con ellos una definición étnico-política coherente, definición de la que carecía la población riojana del momento.
Por otro lado, en 1986 (año en que realicé trabajo de campo en La Rioja), pude constatar una serie de hechos que parecían constituir una prueba de la eficacia simbólica de los discursos que estoy comentando. Hechos como que, en Cameros, donde siempre se había utilizado el término Rioja para designar a «los otros», a los habitantes de la zona llana de la provincia, se habían terminado compatibilizando dos acepciones del mismo: una exclusiva, que opone lógicamente Cameros a la Rioja (Cameros/Rioja), y otra inclusiva, según la cual la primera zona forma parte de la segunda (Cameros Rioja), en el sentido preconizado por los discursos riojanistas (15). Del mismo modo, la población riojana recurría a una serie de argumentaciones cercanas a las enunciadas por los mismos, si bien con una memoria altamente selectiva, de suerte que, por ejemplo, recordaba con nitidez «las pretensiones anexionistas vascas», no así las castellanas, que raramente salían a relucir en sus conversaciones (16). Pues bien, toda
esta
serie de cuestiones me
llevó a pensar que el discurso étnico-político
riojano
tenía que ser analizado como algo que había sido
construido
y reconstruido en una continua adaptación al medio sociocultural
en el que aspiraba a ser efectivo; construcción y
reconstrucción
que, por tanto, había tendido a transformarlo en un discurso
performativo
(a través de su estructura lógica y de la
evocación
de valores comunes). O dicho con otras palabras, consideré a
modo
de hipótesis explicativa que, en esta ocasión, el valor
principal
del discurso había consistido en crear o producir --de una
manera
expresa o de un modo tácito-- aquella realidad que, sin embargo,
pretendía desvelar: en generalizar lo que presentaba como
general,
y en reestructurar el universo simbólico de la población
riojana atribuyendo nuevos significados o remodelando los ya existentes
en los objetos (17).
Ahora bien,
¿cómo
lograron realmente esa capacidad performativa?, ¿es tan
importante,
para ello, la estructura lógica del discurso y su remembranza de
valores compartidos?, ¿cuáles fueron las condiciones
objetivas
y/o subjetivas que hicieron posible la eficacia de los discursos?,
¿qué
naturaleza tienen las relaciones dialécticas entre los discursos
y las prácticas étnico-políticas?
En busca de un modelo teórico para el estudio de la relación dialéctica entre discursos étnicos y movilizaciones colectivas Para tratar de dar alguna respuesta (aunque sea provisional) a estas cuestiones, se puede recurrir, por un lado, a las aportaciones de los estudios antropológicos sobre procesos étnicos mentados más atrás, por otro lado, a la propuesta de análisis del discurso debida a Jesús Ibáñez (1979) y, por último, a las investigaciones en el campo del consumo llevadas a cabo por sociólogos cualitativos como Alfonso Ortí (1994) y Javier Callejo (1994), quienes a su vez espigan, entre otras, en las obras pioneras de Bourdieu, Lévi-Strauss (principalmente en lo que atañe a la idea de «eficacia simbólica») o Adorno. Javier Callejo, en un artículo titulado precisamente «Modelos de comportamiento del consumidor: a propósito de la motivación», emprende una interesante y sugestiva reflexión sobre la noción de motivación, que le lleva a redefinir el concepto hasta alejarlo de su fuerte deriva psicologizante, transformándolo en un instrumento útil para analizar las relaciones entre discursos (en su caso, la publicidad) y prácticas socioculturales (en su caso, el consumo opulento en las sociedades contemporáneas)(18). Una tarea que juzga inaplazable si las ciencias sociales aspiran a explicar los comportamientos socioculturales «por su génesis», y no quieren limitarse a una mera descripción de los mismos. Como paso previo a la presentación de su propia visión del problema, lleva a cabo un minucioso repaso crítico de los cuatro modelos («los de mayor proyección en la investigación social sobre el consumo») que han abordado el tema de la motivación: 1. Según el modelo reflexológico (de claros tintes conductistas), el discurso étnico-político se constituye en un «estímulo» que, en cantidades adecuadas y con determinados refuerzos, tiene como respuesta las movilizaciones colectivas (ya sea en forma de generalización del discurso y/o de comportamientos en concordancia con el mismo). Congruentemente con esta concepción de la motivación, el modelo reflexológico atribuye a la publicitación de los discursos (19) una lógica de condicionamiento de los sujetos sociales, de suerte que lo que se buscaría, sobre todo a través de la repetición de los mensajes (y a través de su asociación con imágenes placenteras), sería condicionar a los sujetos, haciéndoles olvidar otros discursos: «imprimir el mensaje... (en sus cerebros) para imprimir así la necesidad» (1994: 105) de las movilizaciones étnicas. Pero este modelo (como subraya Callejo con el ánimo de mostrar su insatisfacción con él) hace de los sujetos unos seres inertes, pasivos, «irracionales» y es, por tanto, poco adecuado para estudiar a unos actores sociales sometidos a múltiples «estímulos, que viven con otras personas, en un ambiente social determinado» y que a través de los discursos étnico-políticos se relacionan con otras personas y con otros discursos. Además --se podría añadir--, el enfoque reflexológico es impotente para aclarar por qué unos mensajes, por mucho que se repitan y se refuercen, no logran calar en la población a la que se dirigen. 2. En el modelo afectivo (de corte psicoanalítico), por el contrario, «se procura un equilibrio entre la racionalidad e irracionalidad» de los sujetos sociales, puesto que aquí la eficacia del discurso:
En este caso, el discurso étnico-político es eficaz (tiene «propiedad inductora» (20)) en tanto en cuanto sus elementos simbólicos son capaces de conectar con lo que los agentes sociales sienten en otros órdenes, es decir, de llegar hasta la carga emocional o pulsional inscrita en ellos. De suerte que la estrategia motivacional implicada en la publicitación de los discursos consistiría en ofrecer significantes (en el orden del lenguaje) a los significados (en otros órdenes, ya sea el orgánico o el de las pulsiones inconscientes) que estructuran el carácter de los individuos. Significantes que, por tanto, tendrían por objetivo revelar representacionalmente lo que está velado a los agentes sociales. De este modelo se puede asumir, por una parte, la importancia que concede al hecho de que los símbolos del discurso estén ligados a los valores, los deseos y los sentimientos asociados con determinadas experiencias vitales de la población, si bien --en mi opinión-- éstos últimos no tienen por qué estar necesariamente ubicados en los niveles de lo inconsciente o lo preconsciente. Y, por otra, es también asumible la idea de revelación representacional, pero no porque los discursos étnico-políticos revelen realidades veladas, acalladas o no manifestadas por los destinatarios (tal como lo plantea esta perspectiva teórica), sino porque los propios discursos se presentan a sí mismos como reveladores de tales realidades (vide la 5º hipótesis reseñada en la nota 17). 3. Asegura Callejo (1994: 100) que, desde Veblen hasta Bourdieu, el modelo genético-estructural «presenta la motivación como proceso social, como fruto... de las relaciones estructurales, de diferencias y enfrentamientos en un campo de la realidad social», y la génesis de la misma como dependiente «de las posiciones en la estructura social que se ocupan, como consecuencia y reproducción de las distinciones que en ella se producen (21)». Y cita al sociólogo francés:
Así, la motivación está en la relación entre los usos (o habitus) de la población en un campo social específico y el campo social de que se trate (en este caso el de las relaciones étnico-políticas), que los propios usos determinan. Ahora bien, como afirma Callejo (1994: 101), este modelo teórico se centra en la explicación de por qué actúa la motivación, pero aporta muy poco sobre cómo actúa, aun cuando puede deducirse que lo hace a partir de que facilita a los sujetos sociales una definición de la realidad étnico-política adecuada con sus usos en este campo (22) y, por consiguiente, en cuanto es capaz de precisar su posición en el mismo frente a otras posiciones. Además --como sigue diciendo Callejo (1994: 101)--, dentro de este enfoque, el proceso motivacional se hace histórico; primeramente, en la medida en que los discursos pueden tener un carácter temporal, pero también en cuanto que la intensidad de la motivación depende de la fortaleza de los usos o hábitos. Así, cuando éstos están sólidamente arraigados, la capacidad de las acciones encaminadas al cambio (en este caso, de los discursos tendentes a modificar los comportamientos étnico-políticos), la eficacia de las estrategias motivacionales innovadoras, es mucho menor (23) que cuando coinciden con momentos de debilitamiento de hábitos individuales y colectivos, con circunstancias de importantes transformaciones sociales. Para el modelo genético-estructural, el objetivo de la publicitación de los discursos es persuadir, intentar que los sujetos sociales hagan propio lo que viene de fuera, con lo que se despliega un concepto de motivación no muy distante del utilizado por el modelo afectivo: «lo de fuera se une a lo de dentro». Lo que sucede es que, en esta ocasión, «lo de dentro» no es otra cosa que una actualización de la historia de todo lo incorporado y estructurado. Pero puesto que lo incorporado forma una estructura subjetiva que impele a actuar en un sentido determinado (24), la persuasión a través de la publicitación de los discursos, tanto en lo que se refiere a su contenido como en lo que atañe a su retórica, ha de buscar inscribirse en ese sentido que es, siguiendo a Bourdieu, un sentido práctico (1994: 105). 4. Y, finalmente, el modelo semiológico se centra en el lenguaje, en los mensajes que se distribuyen, toda vez que --desde esta perspectiva-- no existe un objeto (un referente) al margen del lenguaje «que hable sobre él». Habida cuenta que se piensa que la estrategia motivacional implicada en la publicitación de los discursos estriba en provocar la adhesión (sobre todo a través de su dimensión estética), el análisis de los mismos debe consistir en deducir su grado de validez y controlar su adecuación expresiva a los sujetos destinatarios. Callejo (1994: 103-104) pone en entredicho, principalmente, dos aspectos de este modelo. En primer lugar, que se pase «del fetichismo de la mercancía ... al fetichismo del mensaje»; y, en segundo lugar, que --al concebir el mundo como estética-- estipule que el éxito de la motivación radica en que los mensajes gusten o no gusten, de modo que parece que el discurso se bastase a sí mismo, que dependiese solamente de la aprobación estética del segmento de población al que va dirigido. Así, --continúa comentando el autor con una referencia a Adorno (1983)-- el «gusto, categoría fundamental, se rellena de misticismo, de carácter enigmático y metafísico», olvidándose «que el gusto está estrechamente conectado con la estructura social», tal como han demostrado ampliamente tanto Marx (1976) como Bourdieu (1988). Aunque comparto, en términos generales, esta visión crítica del modelo semiológico, estimo que el primer aspecto resaltado por Callejo es válido, al menos, en lo que atañe a los discursos étnicos, si no en el sentido de que los «mensajes se basten a sí mismos» (puesto que, como trataré de poner de manifiesto, sus elementos simbólicos tienen que reunir, entre otras cosas, una serie de características objetivas relacionadas con «los referentes»), sí en el sentido de que, en los procesos étnicos, lo que se intenta es, ante todo, incentivar «el consumo del discurso», la consensuación, generalización y aceptación del mismo. Una vez terminado el examen de los diferentes modelos que han abordado el tema de la motivación y que, por tanto, han intentado elaborar una teoría explicativa, una teoría que muestre por qué los discursos pueden incidir en los comportamientos y/o prácticas de la población destinataria, Callejo (1994: 106 y ss.) expone su propio concepto de motivación, a medio camino entre la noción afectiva y la genético-estructural y muy cercano --por lo demás-- al de Alfonso Ortí (1994). Motivar, señala el autor, «es empujar a alguien a hacer algo que voluntariamente, por propia iniciativa, no haría» (1994: 107), lo que, a simple vista, supone quedarse en un marco conductista, puesto que esta definición remite a «una cosa (motivo/estímulo) que origina un efecto (...respuesta)», y --también aparentemente-- a un movimiento exterior a los sujetos. Ahora bien, si se piensa --tal como establece el modelo genético-estructural-- que «eso que llamamos voluntad está socialmente estructurado» o, como el modelo afectivo, que «la voluntad es una fuerza ajena al sujeto que voluntariamente busca la expresión (ex --echar fuera-- presión --esa fuerza--) de la misma por órdenes/canales distintos a los que vino» (p. 107), la motivación es, en realidad, el movimiento desde un principio de la práctica (étnico-política, por ejemplo) a otro:
Y remata su artículo con una recomendación metodológica que voy a retomar y ampliar con la intención de hacerla aplicable a los estudios de los fenómenos étnico-políticos: el antropólogo que desea estudiar los discursos como un proceso, no como un hecho, se obliga a un esfuerzo que vaya más allá del análisis factorial de las prácticas sociales (de «las causas que las ponen en marcha») y más allá de la consideración del medio sociocultural como contexto hermenéutico (que permita interpretar tales discursos), buscando --si se recurre de nuevo a las palabras de Callejo (1994: 108)-- «la ley interior de todo el proceso», capaz de captar la relación mutua de sus diferentes momentos. Con esto no quiero decir, por supuesto, que la interpretación de los discursos no deba tener un lugar importante en el análisis ni que, para ello, no se tenga que acudir inexcusablemente a aquella consideración (25). Todo lo contrario; estoy persuadida --con Schutz (1972) y Giddens (1987)-- de que no sólo el investigador, sino los propios agentes sociales están inmersos en una continua interpretación del medio sociocultural, que les posibilita --entre otras cosas-- adaptar su conducta (incluida la discursiva) a esa realidad. Sin embargo, estimo también que el análisis antropológico no puede pararse ahí, y es necesario que integre ese «comportamiento hermenéutico» de los agentes sociales en un modelo que trate de explicar el proceso, las relaciones dialécticas entre los discursos étnico-políticos y un medio sociocultural del que forman parte, sin duda, las movilizaciones colectivas que los mismos discursos intentan «motivar». Para la
elaboración de ese modelo explicativo,
puede servir cualquier concepto que explicite las condiciones objetivas
y subjetivas en que se basa la capacidad performativa de los discursos
étnico-políticos y tenga en cuenta, de paso, que las
personas/grupos
a los que se dirigen son sujetos sociales ya performados para percibir,
sentir, pensar y actuar de una determinada manera. En principio, y
hasta
encontrar otra idea heurísticamente más válida, se
puede acudir a la de motivación o estrategia motivacional, tal
como
la definen Callejo u Ortí. A partir de ella he confeccionado el
siguiente esquema:
Así, el discurso étnico-político (que es una relación social) no desvela la realidad que pretende desvelar, sino que entra en una estrategia que busca adaptar («motivar») las acciones/discursos de los actores sociales a la definición de la realidad propugnada por él, creando así una estructura de expectativas; adaptación que lo es, al mismo tiempo, del propio discurso étnico-político, en cuanto se va modificando en la medida en que lo hacen tanto las acciones/discursos de la población destinataria como otros elementos subjetivos y objetivos del medio sociocultural que pueden obstaculizar/favorecer su implementación. Unas variaciones que, por lo general, están dirigidas a actualizar/profundizar su capacidad de generalizarse y de activar o reactivar movilizaciones colectivas dentro del sentido delineado por el mismo. En este marco teórico, el discurso étnico-político adquiere eficacia performativa cuando se convierte en persuasivo y conmovedor, a través de un complejo proceso de simbolización conjunta dentro del cual cabe analizar los siguientes aspectos: 1. Si los rasgos diacríticos del bagaje cultural a los que acude la definición étnica reúnen algunas características que cabría calificar de «objetivas». Los antropólogos, generalmente, no nos hemos preocupado de contestar a la pregunta de por qué las definiciones identitarias exitosas acuden con más frecuencia a unos rasgos del bagaje cultural que a otros (26), lo que nos habría dado quizá ciertas claves para calibrar la capacidad performativa de las mismas. Con respecto a esta cuestión, es muy interesante la propuesta de Andrés Piqueras (1994: 82 y ss.), cuando nos habla de la capacidad de «transferencia identitaria» de algunos elementos culturales (vide nota 5), que --en su opinión-- vendría facilitada si cumplen algunos requisitos: a) implantación colectiva (su implantación en una parte importante del territorio); b) propiedades de difusión masiva (potencial para concitar propósitos y afinidades de un amplio número de personas, de aglutinarlas en torno suyo); c) percepción de exclusividad; y d) profundidad histórica (enraizamiento social de los mismos a través del tiempo). Ahora bien, se trata de una cuestión que se puede examinar, sobre todo, cuando nos enfrentamos a definiciones identitarias emergentes, puesto que, en circunstancias distintas, resulta sumamente difícil discernir si la capacidad performativa de los discursos étnico-políticos depende de tales «requisitos» o, por el contrario, éstos son resultado de la performatividad de aquellos otros. En todo caso, siempre resulta revelador el análisis de la relación dialéctica entre ambos procesos (27). 2. La forma en que los discursos étnico-políticos crean la verosimilitud referencial. Como asegura Ibáñez (1979: 333 y ss.), «la comunicación suplanta la realidad translingüística por el lenguaje..., la realidad es constituida por el lenguaje y su efecto de realidad es su verosimilitud». Desde este punto de vista, los discursos étnico-políticos clasifican y valoran las cosas del mundo («las referencias»), que retienen constituyendo paradigmas o metáforas (28). Son estas metáforas precisamente las que conceden coherencia a todo el discurso étnico-político, y mediante su marcaje valorativo, orientan cómo debe actuarse en cada situación concreta. Con esto no quiero decir que las metáforas, por sí mismas y por el solo hecho de ofrecer un modelo cognitivo y axiológico, puedan «determinar» el comportamiento de los sujetos sociales (de modo que, por ejemplo, éstos asuman el discurso étnico-político y actúen en consecuencia), pero sí pueden reestructurar su universo simbólico, así como generar expectativas y conductas objetivamente ajustadas a condiciones sociales siempre cambiantes, cuando son capaces de entroncarse (mediante la evocación de símbolos, valores comunes, experiencias vitales, etc.) con los «principios de percepción, pensamiento y actuación» de dichos sujetos, con sus «disposiciones» (del gusto, del cuerpo, del habla...), que tienen como virtud primera el ser transponibles a los campos más diversos de la vida social. A este respecto, estoy enteramente de acuerdo con Alfonso Ortí, cuando afirma que:
Saco aquí a colación que, en los discursos riojanistas del período 1977-82, la disyuntiva autonomía riojana/integración en otras regiones es presentada abiertamente como una alternativa entre paradigmas como: independencia/ dependencia, voluntad popular/imposición externa, interés general/intereses particulares y ajenos, reconocimiento (potenciación) de la personalidad colectiva específica/denegación de la misma, democracia/demagogia, razón/sinrazón, etc.; que son los mismos que subyacen en las disertaciones que defienden el ensanchamiento de fronteras hasta la «región natural de la Rioja» y el cambio de nombre. Obviamente, la valoración positiva se alinea siempre junto al primer término de los paradigmas. Debido a esto y a lo que cabría denominar «el efecto de oficialización», la recusación camerana de que se lo asignara a la región el nombre de Rioja pudo ser acallada con acusaciones de que no quería integrarse en la futura comunidad autónoma y de defender intereses privados y trasnochados (vide Jociles 1994 y nota 15). Cuando una definición identitaria es asumida por personas dotadas de autoridad o se encarna en instituciones, el proceso de objetivación de la misma es al mismo tiempo un proceso de oficialización, que permite la movilización del grupo en el sentido, por ejemplo, de desaprobar a los individuos insumisos «reduciéndolo(s) al estatus de simple(s) particular(es), privado(s) de razón hasta el punto de imponer su razón privada» (Bourdieu 1991: 185). 3. Otros dos aspectos de los discursos que cabe analizar son los que Ibánez (1979) denomina verosimilitud lógica y verosimilitud poética; es decir, por un lado, las argumentaciones (desplegadas en la posición ideológica del discurso) que buscan persuadir a los receptores y, por otro, las figuras literarias o tropos (desplegadas en la posición mitopoética del mismo) que pretenden conmoverlos a través de una reflexión del lenguaje sobre sí mismo. Con relación al primer aspecto, no cabe duda que la eficacia de las argumentaciones lógicas radica en encadenar los significados ocultando precisamente ese encadenamiento. Esto es patente en los discursos riojanistas estudiados, donde --como he dicho anteriormente-- no sólo se encadenan los razonamientos en favor de cada uno de «los objetivos étnicos» en una especie de círculo explicativo, de manera que la aceptación de cualesquiera de ellos depende única y exclusivamente de la aceptación de todos los demás, sino que en ningún momento se explicita esta «condicionalidad», toda vez que, para el razonamiento de cada uno de los objetivos, se da por sentada «la verdad» de los otros que le sirven de fundamento. Por otro lado, y a modo de ejemplo, resulta sumamente significativo que los defensores de la idea de que la región cambie su nombre de Logroño por el de La Rioja recurran a argumentos muy cercanos a los de «la magia contagiosa», de suerte que a la oficialización del nombre Rioja se le atribuye el poder demiúrgico de conferir realidad externa, la de los objetos que subsisten en sí mismos, a una identidad grupal (la riojana) que, de otro modo, permanecería recluida en el mundo interior, subjetivo, de las conciencias y los sentimientos. Esto es apreciable, entre otros, en el siguiente fragmento del editorial del 28 de marzo de 1978 del diario Nueva Rioja: Nuestros parlamentarios, respetuosos con la legalidad, van a dar los pasos jurídicos encaminados para conseguir esta denominación que ha pedido el pueblo por activa y por pasiva. Queremos desde aquí pedirles que aceleren al máximo el burocrático papeleo que nos convierta por la gracia de la Cámara y a todos los efectos burocráticos en lo que ya siente el corazón: en riojanos. Si se tiene en cuenta que los habitantes de la zona llana de la región (que son la mayoría de la población) consideran primordialmente suyo el nombre Rioja, que éste les granjea una fama halagüeña (de feracidad de la tierra, riqueza, buen hacer, etc.) --no connotada, en cambio, por el de Logroño--, que su atribución oficial a la región les arroga un nuevo título de propiedad sobre él, y que su oficialización les es presentada con el poder de dispensar una realidad más tangible a la identidad grupal que expresa, no es difícil de entender por qué se sienten atraídos por la propuesta del cambio de nombre. 4. Sin embargo, este tipo de argumentaciones no hubiera tenido el mismo efecto de no ser porque el nombre Rioja constituía ya un símbolo para la población riojana (vide nota 13), esto es, de no ser porque los discursos étnico-políticos consiguieron conectar con una configuración simbólica hacia la cual sentía ya una fuerte adhesión afectiva, tanto en el ámbito económico (puesto que el nombre Rioja es capaz de transmitir una imagen de calidad, que se traduce por supuesto en dinero, a las mercancías que se le asocian) como en otros ámbitos (el vocablo comunica también una representación positiva de las gentes de la región). Y lo mismo se podría decir de los argumentos que defienden el autogobierno frente a la integración en otras comunidades autónomas (vide nota 16). En suma, que es necesario prestar atención, en el análisis, a la manera en que los discursos se ligan con los tópicos («la verdad» que es aceptada por todos), el sentido práctico, los sentimientos o las experiencias vitales de los destinatarios, tanto en lo que se refiere al campo mismo de las relaciones étnico-políticas como en otros campos de relaciones sociales, puesto que la capacidad de persuadir o de conmover tanto de las metáforas, de las figuras retóricas o de las argumentaciones va a depender, en última instancias, de esa ligazón (29), como declaraba Alfonso Ortí en la cita presentada más atrás. 5. Asimismo, no se puede olvidar analizar el modo en que los discursos étnico-políticos se van adaptando también (en lo que atañe a sus contenidos, énfasis, paradigmas, tropos, razonamientos, etc.) a situaciones macroestructurales que, cuando se ponen en relación con el habitus de la población destinataria (e incluso de los propios grupos enunciadores), constituyen obstáculos o bien facilidades para la generalización de los discursos y/o para generar movilizaciones étnicas acordes con los mismos. En este sentido, los discursos riojanistas se vieron favorecidos por (y deben buena parte de su eficacia a) el hecho de que fueran publicados mayoritariamente en un período histórico en el que se estaba produciendo un cambio radical del sistema político español, en lo que se refiere --por ejemplo-- a la división político-administrativa del Estado, pero tuvieron que modificar su insistencia en la expansión territorial de la futura comunidad autónoma, en tanto en cuanto las disposiciones legislativas ponían trabas a la misma, al mismo tiempo que la población riojana no estaba predispuesta a iniciar acciones que supusieran un enfrentamiento con el orden vigente. 6. Y, por último, conviene no dejar de lado el estudio de la capacidad de los discursos étnico-políticos para reaccionar frente a los contradiscursos (con las consiguientes acusaciones mutuas de «falta de objetividad»), así como el examen de la imagen o del marcaje valorativo del que gozan los respectivos canales de distribución de los mismos, puesto que su eficacia depende, igualmente, de la «autoridad» reconocida tanto a las personas como a los medios que los transmiten. Por lo que no está de más sacar a colación que los discursos riojanistas estudiados fueron publicados, principalmente, en el diario Nueva Rioja (después llamado La Rioja), el único que a la sazón se ocupaba (¿preocupaba?) de las noticias y acontecimientos de la región. En cualquier
caso,
un análisis de los
discursos étnico-políticos como el que aquí se
propone
entraña tener que relacionarlos continuamente con el medio
sociocultural
en que se producen, pero ya no sólo, ni siquiera principalmente,
para poder interpretarlos mejor a la luz de ese contexto, sino para
poder
calibrar cuáles son sus efectos sobre él, cómo
contribuye
a constituirlo, así como para conocer las condiciones objetivas
y subjetivas a las que se van adaptando y en las que se basa su
eficacia
simbólica. Y, en mi opinión, exige asimismo un
diseño
de investigación (como el que se expone al principio de esta
exposición)
que sea capaz de no dejar reducido a mera declaración de
principios
el carácter procesual, dialéctico, de las relaciones
entre
discursos y realidad.
1. En otro lugar (Rivas y Jociles, 1993), expongo las razones por las que uso indistintamente los términos identidad étnica y procesos étnicos. Aprovecho para decir que este artículo ha sido publicado previamente en las Actas del VII Congreso de Antropología Social, celebrado en Zaragoza en septiembre de 1996; sin embargo, razones de espacio hicieron que, en esa ocasión, no se publicaran las notas de pie de página ni las citas, por la que aparece notablemente mutilado. 2. Aquí únicamente voy a tomar en consideración estos estudios que, desde mi punto de vista, son los que han logrado revelar más aspectos de los fenómenos étnicos. 3. El subrayado es mío. 4. Y dentro de ellas incluyo las que yo misma he emprendido. De hecho, como señalaré más adelante, mi reflexión sobre qué es análisis procesual tiene su origen en las dificultades con las que me enfrenté a la hora de conceptualizar un material de campo recogido según los presupuestos teóricos enumerados, y al intento infructuoso de encontrar claves para superarlas en la literatura existente sobre el tema. En unos casos, porque ésta no se planteaba los mismos interrogantes que los que habían incentivado mi búsqueda y, en otros, porque --por diversas razones-- no pude acceder a la bibliografía que prometía contenerlos. Esto último me sucedió, por ejemplo, con los trabajos que Teresa del Valle, Txemi Apaolaza y Agustín Ramos mencionan en la nota 1 de su artículo de 1990, que despertaron mi curiosidad por cuanto esperaba hallar en ellos un desarrollo más amplio de la idea según la cual «(en) los discursos (que se dirigen al nosotros) se seleccionan los elementos culturales que pueden tener mayor fuerza para despertar, evocar, reforzar los elementos de unidad, de cohesión y en algunos momentos dar una impresión de apoyo masivo» (1990: 142). 5. Un estudio antropológico que contiene interesantes sugerencias susceptibles de ser empleadas para contestar a esta segunda cuestión, es el de Andrés Piqueras (1994: 82 y ss.), principalmente cuando nos habla de «las condiciones del motivo que facilitan la integración identitaria», si bien el autor no dirige su análisis a elucidar esta problemática, sino a calibrar la capacidad de algunas asociaciones valencianas «para trasladar la integración identitaria conseguida en el interior de la(s) misma(s), hacia ámbitos verticales como el comunitario, provincial, nacional, etc.». De hecho, el término «motivo» que aparece en la cita se refiere a «el elemento de interés colectivo (léase lengua, deporte regional, fallas) que anima a constituir una determinada asociación». 6. Sin embargo, el modelo que aquí propongo no ha podido ser aplicado, en todos sus aspectos, al material recogido en La Rioja. Principalmente, porque dicho modelo no estuvo en la base de la recopilación del mismo. Como asegura González Echevarría (1987: 64), «con frecuencia, problemas que se descubren al preparar las conclusiones del trabajo de campo, y contradicciones aparentes que muestran los datos recogidos, son fuentes de hipótesis nuevas. Pero estas hipótesis no pueden ponerse a prueba con los mismos datos que las han sugerido», precisamente porque tales hipótesis no han guiado el trabajo de campo. Por otro lado, he de decir que dicho modelo se refiere a tres ámbitos distintos, pero interrelacionados, de la investigación: al diseño de la misma, a la teoría que puede explicar la capacidad performativa de los discursos, y a una estrategia de análisis de éstos que tenga en cuenta sus vinculaciones con el medio sociocultural en que se producen y en el que pretenden ser efectivos. 7. Todas las definiciones de proceso social que he consultado, subrayan ideas como «continuidad», «continua acción e interacción» entre variables o entre intereses grupales e individuales, «transformación social», o que el proceso social «según las circunstancias, hace que los hombres se unan o se separen». 8. He prescindido de los planteamientos para los cuales los fenómenos socioculturales (discursos étnicos, por ejemplo) contendrían en sí mismos las razones de sus cambios, por lo que el análisis podría limitarse a la hermenéutica interna de los mismos. Concuerdo con Marie-Jose Devillard, Álvaro Pazos, Susana Castillo, Nuria Medina y Eva Touriño (1995) cuando previenen contra el peligro de conceder a los discursos (como a cualquier otra reconstrucción de la realidad) el valor de representaciones sobre experiencias incondicionadas, cuando -por el contrario- la mayor parte de las veces responden a condiciones objetivas y a intereses determinados. 9. La distinción entre discurso y realidad se establece aquí únicamente a efectos analíticos, puesto que en todo momento estoy considerando que el discurso forma parte de una realidad que, por otro lado, contribuye a constituir. 10. Cuando no supone condenarlo a no decir absolutamente nada, porque «puede decirlo todo». No establecer, a modo de hipótesis explicativa, las condiciones y los mecanismos mediante los cuales discurso y realidad se retroalimentan mutuamente, no es más que afirmar que todo influye en todo. 11. Parte de este trabajo está recogido en «En torno al nombre de Rioja», artículo incluido dentro de la obra colectiva Antropología sin fronteras. Ensayos en honor a Carmelo Lisón, dirigida por Ricardo Sanmartín. En este artículo, --dicho con palabras de J. L. García en la presentación del simposio Etnolingüística y análisis del discurso-- «el discurso se utiliza como constructo lógico que hay que desentrañar», aunque también hay un intento, si bien tímido, de explicar las variaciones de los discursos étnico-político riojanos, principalmente a través de la noción fenomenológica de «contexto social de plausibilidad». 12. B. Anderson (1992) señala --como también han hecho los antropólogos interesados en el tema-- que los discursos que remiten a «profundas memorias históricas y a comunidades tradicionales» son los preferidos por los líderes e ideólogos de los movimientos étnicos y nacionales, quienes se inclinan a explicar las reivindicaciones étnicas o nacionales utilizando la «tesis del efecto nevera», es decir, recurriendo a viejas frustraciones del pasado que se han mantenido en la memoria colectiva y a aspiraciones que han permanecido «congeladas» o «hibernadas» hasta que, con el «deshielo», han vuelto a resurgir. 13. Entre otras razones, porque -como trato de poner de manifiesto en otro lugar- la palabra Rioja constituye un potente símbolo para la mayor parte de los naturales de la provincia, quienes se identifican con ella en el doble sentido de la expresión: hacen uso del vocablo para comunicar su identidad colectiva, pero él mismo, dado que condensa sus sentimientos de apego a la tierra, se erige en objeto de adhesión. Así, la centralidad que el cambio de nombre de la provincia adquiere en los discursos étnico-políticos es interpretable como una instrumentalización de su gran capacidad para conectar con el lado emocional de la población riojana. Y en este sentido no está de más recordar que Nietzsche (1887), hablando de la religión, sostenía que el medio para transmitir a otros una nueva representación del mundo no podría ser otro que recobrar aquellos aspectos de la misma, sobre todo el mito como forma expresiva y el pathos como conmoción intensa, que han probado tener más poder a la hora de convencer que las escasamente conmovedoras representaciones geométricas de la ciencia. A conclusiones muy parecidas llega Lisón (1992: 91 y ss.) en su estudio de «los tropos y figuras imagísticas» debidas a la pluma del cisterciense aragonés Gauberte Fabricio de Vagad. 14. Por lo que se desprende de las entrevistas en profundidad y de las observaciones que llevé a cabo durante mi trabajo de campo, los riojanos se sienten fuertemente vinculados a España. A modo de ejemplo, puedo traer a colación los dibujos sobre La Rioja realizados, a principios de los 80, por grupos de alumnos de EGB en la valla exterior de un colegio de la ciudad de Nájera, pues en todos ellos estaba implícita la idea de su pertenencia a España. Recuerdo especialmente una imagen en la que un oso enarbolaba dos banderas: en una mano, la riojana y en la otra, la española, pero ésta algo más grande. 15. La asimilación de la acepción inclusiva del término Rioja por parte de la población camerana puede tener su explicación, en primer lugar, en que la provincia pasara a denominarse así oficialmente en 1980 y, en segundo lugar, en el hecho de que, ya antes de esta oficialización, la palabra Rioja se empleara profusamente (en la prensa, la radio, los discursos «autorizados», etc.) con el significado propugnado por los riojanistas. Por otra parte, en 1986, la población camerana utilizaba ambos significados de la palabra Rioja, sin sentirse nada turbada por la contradicción que entrañaba dicho uso. De este modo, yo me encontré con que el significado más inclusivo del término Rioja era empleado, por lo general, cuando se trataba de contestar a un cuestionario escrito y en los primeros momentos de las entrevistas en profundidad realizadas a personas que previamente no me conocían; sin embargo, el más exclusivo surgía espontáneamente, sobre todo, en las conversaciones informales y durante las entrevistas, pero a partir del instante en que los entrevistados creían estar seguros de que el estudio estaba desvinculado de «instancias de poder». 16. Hay que tener en cuenta que bastantes pueblos riojanos constituyen focos de atracción veraniega, especialmente de gentes procedentes de Vizcaya y Guipúzcoa, y que la afluencia turística no ha dejado de afianzar los estereotipos sobre los veraneantes vascos, especialmente en el sentido de que «son personas poco respetuosas de las identidades ajenas». Durante mi trabajo de campo, pude oír múltiples relatos (cuya veracidad nunca intenté comprobar) según los cuales los vascos no sólo tenían ikurriñas desplegadas en sus casas de veraneo, sino que habían tratado de colocarlas en lugares públicos aprovechando la euforia colectiva de las fiestas, con la consecuente indignación de la población autóctona. 17. En realidad,
las
hipótesis
que se derivaron de esta investigación preliminar fueron cinco,
de las cuales aquí desarrollo sólo la cuarta, en un
intento
de delinear una teoría explicativa de la eficacia de los
discursos
que se pueda someter a prueba: --1ª
hipótesis: antes de los
años de la transición política española,
antes
de que se empezara a vislumbrar la posibilidad de autogobierno, no
existía
en La Rioja un discurso étnico-político coherente. Esta
hipótesis
no ha sido falsada por las encuestas sobre «sentimiento
regionalista»
que se realizaron durante esos años (García Ferrando
1982);
sin embargo, y debido a la forma en que aparecen presentados los datos,
estimo que se debe seguir investigando en ello. --2ª
hipótesis: al menos desde
1977 a 1982, hay sectores poblacionales interesados en la
construcción
de un discurso étnico-político que permita la
movilización
de la población en aras de conseguir el gobierno
autonómico.
Detrás de los discursos analizados hay personajes, colectivos e
instituciones muy relevantes en la sociedad riojana del momento
(«Asociación
Amigos de la Rioja», «Grupo Autonomista de la Rioja»,
Diputación Provincial, etc.), pero falta estudiar a fondo los
intereses
sociales, económicos, políticos y/o culturales que
representan. --3ª
hipótesis: las movilizaciones
colectivas se intentan lograr, en primer término, mediante la
consensuación
de un proyecto común y, en segundo término, mediante la
definición
de un bagaje cultural compartido. Esta hipótesis ha sido
provisionalmente
confirmada por el análisis interno de los discursos riojanistas. --4ª
hipótesis: la eficacia de
los discursos étnico-políticos (su potencialidad para
generalizarse
y provocar «reacciones») depende, no sólo de su
coherencia
formal, sino sobre todo de su capacidad para vincularse con los
valores,
deseos y experiencias vitales de los destinatarios, ya sea en el campo
de las relaciones étnicas o en otros campos sociales. --5ª hipótesis: la construcción de un discurso étnico-político es (parafraseando a Bourdieu --1991: 179-- cuando habla del intercambio recíproco) uno de esos «juegos sociales» que sólo pueden jugarse mientras los jugadores se niegan a reconocer y, sobre todo, a reconocer la verdad objetiva del juego (entre otras cosas, la verdad de que el discurso es un constructo), y mientras permanezcan predispuestos a contribuir con esfuerzos, cuidados, tiempo...a la producción del no-reconocimiento colectivo. 18. Mi lectura del artículo de Javier Callejo ha sido, sin duda, muy oblicua, en el sentido de que, a parte de rescatar de él únicamente lo que me interesaba, lo he orientado hacia unas disquisiciones que no son las preocupan al autor: la construcción del sujeto étnico-político, en lugar de la construcción del consumidor; de modo que donde él habla de consumo, yo he leído movilizaciones étnicas, y donde habla de producto/«imagen de marca» o mensaje publicitario sobre el producto, yo he leído discurso o publicitación del discurso, toda vez que en el caso de los procesos étnicos lo que se promociona es, en primer lugar, el «consumo del propio discurso». Por otro lado, me inclino a pensar que el proceso de motivación al consumo, descrito por Callejo, tiene un componente mucho más intencional que el proceso de motivación étnica. En cualquier caso, asegurar algo con relación a esto último exigiría una recogida de información concerniente a los autores de los discursos riojanistas (y a las élites culturales, políticas y económicas a las que pertenecen), que en ningún momento he llevado a cabo (vide nota 6). 19. Utilizo el término publicitación (y no el de publicidad, como hace Callejo) para que pueda abarcar todas las formas de hacer público un discurso, entre las cuales la publicidad a través de los medios de comunicación de masas es sólo una de las posibles. 20. Este es el término empleado por Lévi-Strauss (1968) en su análisis de la cura chamánica entre los cuna. Tanto Callejo (1994) como Ortí (1994) reconocen el valor que el concepto lévi-straussiano de eficacia simbólica ha tenido y sigue teniendo en los estudios sobre la motivación al consumo, sin que por ello dejen de poner en tela de juicio su sesgo «pura y reductivamente semiologizante», esto es, el hecho de que limite la «estructura simbólica» a una «estructura de signos» (informacional), olvidando que también es una «estructura de símbolos» (energética o afectiva). 21. En relación con esta idea, sería interesante estudiar en qué medida los discursos riojanistas incidieron diferencialmente sobre los distintos grupos sociales de la región. En lo que he llamado investigación preliminar, sólo analicé las divergencias que se aprecian entre dos grupos territoriales: la zona llana de la provincia (la Rioja estricta) y la sierra de Cameros. 22. Como recalca Callejo, los usos en un campo específico crean la capacidad de admisión de los mensajes que se refieren al mismo, por lo que algunos tipos de mensajes encuentran grandes dificultades para ser admitidos. De ahí, quizá, que los discursos riojanistas abandonaran el lenguaje de connotaciones «anti-españolas» que mencionaba más atrás, así como su baja insistencia en objetivos como la extensión de la futura comunidad autónoma hasta áreas pertenecientes a otras provincias. García Ferrando (1982: 91) dice que las encuestas realizadas en 1976 y 1979 ponen de manifiesto que la población de Castilla-León (dentro de la cual se incluye a La Rioja) «va a ser difícilmente movible..bajo la convocatoria de acciones que puedan comportar tensiones o conflictos con el orden constituido». Estimo que esta consideración se puede aplicar perfectamente a La Rioja del período 1977-82, si bien García Ferrando no establece en qué grado es imputable a los 100 encuestados riojanos. 23. A no ser, tal vez, que se intensifiquen las acciones motivacionales. 24. Dicho con otras palabras: el sujeto social está ya persuadido de actuar en una cierta dirección. 25. Ahora bien, hay trabajos antropológicos (y no sólo relacionados con el tema de la etnicidad) que se preocupan por la realidad interaccional y/o estructural sólo en la medida en que les sirve para salvar las ambigüedades de los discursos, tratándolos así como textos. 26. Si no es dentro de concepciones de los procesos étnicos diferentes a las que aquí estoy analizando, tales como las que estipulan que los rasgos diacríticos del discurso étnico no son más que los rasgos culturales que objetivamente comparte el grupo. 27. En un artículo en prensa (Jociles 1995) estudio, si bien incidentalmente, estas relaciones tal como se desarrollaron en una comarca de Tarragona durante la primera mitad de la década de los 80. 28. Joan Frigolé (1994: 269 y ss.) lleva a cabo un sugerente estudio de la metáfora o modelo de procreación implícito en Yerma, de Lorca. Siguiendo a Lakoff y Johson (1986), considera que «(los) modelos de procreación de la gente son a la vez modelos conceptuales y morales, que explican cómo es la realidad, pero también cómo debe ser valorada y cómo debe actuarse en relación a ella». 29. Y lo
consiguen
en
buena medida gracias a la ambigüedad de significados que comporta
una sola metáfora, un solo símbolo, una sola figura
retórica
o una sola noción étnica (como riojano, vasco..);
ambigüedad
que hace posible no sólo que conecten con las expectativas de un
número amplio de grupos e individuos, sino el uso
estratégico
de los discursos en los procesos de inclusión/exclusión
étnica
dentro de contextos sociales específicos (ver Jociles, 1988).
Anderson, B. Azcona, Jesús Barrera, Andrés Bourdieu, Pierre Callejo, Javier Calvo, Tomás Comas, Dolors y Joan J. Pujadas Devillard, Marie-Jose (y otros) Elías, Norbert Frigolé, Joan García Ferrando, Manuel Giddens, Anthony González Echevarría,
Aurora Ibáñez, Jesús Jociles, Mª Isabel Lakoff, G. y M. Johson Lévi-Strauss, Claude Lisón, Carmelo Marx, Karl Nietzsche, Friedrich Ortí, Alfonso Pérez-Agote, Alfonso Piqueras, Andrés Pujadas, Joan J. Rivas, Ana Mª y Mª Isabel
Jociles Schutz, Alfred Valle, Teresa del, Txemi
Apalaoza, y
Agustín
Ramos |
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