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I Escribí el párrafo que sigue en San Pedro de Atacama, mientras realizaba trabajo de campo en aquella zona de Chile. Y ahora que lo veo (pro)puesto en la pantalla del ordenador me parece tan lejano y de un tono tan épico que quisiera no verme reconocido en ello. Ha cambiado el contexto y, por lo tanto, el texto toma una nueva dimensión, más narrativa: retórica. La distancia entre el trabajo de campo y el proceso de escritura es cada vez más grande: ¿dónde está Atacama?, ¿es el proceso antropológico un trabajo evocativo?, ¿cambian los atacameños o cambian con el antropólogo en el proceso de escritura?, ¿es el trabajo de campo un experimento o, simplemente, una serie de azares en cadena? Todo ello parece definirse en el proceso de escritura, en los diarios de campo, durante la redacción de las conclusiones, en los informes, y en el fondo del escenario el debate entre los atacameños, en este caso, y el investigador. Una lucha en segundo plano que invariablemente determina el contexto del trabajo. Y, ahora, la escritura (evocativa):
En efecto, esto lo escribí en San Pedro de Atacama, en el trascurso de mi trabajo de campo (durante 1992-1993, que he continuado en 1996 y 1997), dando por hecho que el trabajo en el campo no sea sólo eso: escritura; aunque hay otros antropólogos que proponen transcribir con otros métodos (véase, por ejemplo, West 1996: 327-352). Pero me consta que no soy el único europeo que ha tenido esta sensación ante los paisajes que, como éste, tiene el Cono Sur. Un misterio que se ha explicado generalmente recurriendo al hecho religioso (cuasi «místico»; lo que no deja de ser una paradoja que para explicar lo inexplicable se recurra a otra figura inexplicable). Darwin comenta ante la Patagonia que «aunque la vista no pudiera posarse en ningún objeto concreto, se experimentaba una indefinible e intensa sensación de placer» (Darwin 1972: 81); ya en el desierto de Atacama su opinión no parece cambiar, aunque la larga marcha por el despoblado (de Atacama) le hace que también sea más escéptico: «el paisaje mostraba la más completa desolación, subrayada por un cielo despejado y diáfano. Al principio, la contemplación del paisaje produce la impresión de lo sublime, pero ésta no dura mucho y acaba resultando de lo más anodino» (Darwin 1972: 177). Yo mismo más de una vez me vi envuelto en esa monotonía anodina, pero, a diferencia de Darwin, en mis viajes por el desierto siempre encontraba un nuevo tono marrón en el horizonte que me hacía que regresara a un momento de cercanía con lo «sublime». Bruce Chatwin, que utiliza la visión de otros para expresar su opinión, nos recuerda las interpretaciones que un viajero inglés, de nombre W. H. Hudson, hace en 1860 cuando se acercó a la Patagonia (1), tal cual hacía él mismo:
Y junto a estas visiones del desierto, tan teo-ego-etno-céntricas, hay que superponerse en pos de los hombres que allí viven. El desierto permite los principios culturales (aparentemente) más exóticos, diferentes y extremos. En su nada absoluta cabe todo: por aquí (por esta zona de Atacama) ha pasado la cultura Tiawanaco y el imperio Inca, la cultura de la clase media de la gente de Estados Unidos y la flema inglesa, el empuje español y el colorido de las bolivianas, el militarismo chileno y los emigrantes de la ex Checoslovaquia, y hasta sureños de Chile convertidos en pampinos. Han pasado todo tipo de dioses (desde los nacidos en la inhalación de alucinógenos, hasta aquéllos que vienen estampados en los dólares) y, ante todo, algo que se puede considerar como la cultura atacameña (Dannemann; Valencia 1989. Núñez 1992). Este desierto y su gente, con su capacidad de mantener un discurso polifónico y multicolor, rompe con las ideas de centro/periferia, de mayorías/minorías, al convertirse constantemente en un centro particular de múltiples periferias generalizantes, universales, globales. ¿Cabe la posibilidad, por lo tanto, de que el antropólogo, superada esa empatía personal hacia el medio, vea la manera de observar los hechos en su contexto ecológico-cultural? (para ver el trasfondo de este problema y tener algunas claves más véase Jenkins 1996: 807-822). Es más, si se tiene en cuenta que, sin perder la visión holística, el investigador se centra en una única temática, ¿cabe la posibilidad de estudiar, por ejemplo, fenómenos religiosos sin más? El propio Bronislaw Malinowski, padre del trabajo de campo como observador participante (tradición en la que quiera o no estoy incluido), tenía claro que:
Parece obvio
--críticas aparte-- que vistas
así las cosas no existe más posibilidad que llegar a la
escritura
de la consabida monografía etnográfica. Pero ¿por
qué no estudiar los ritos, que --doy por hecho-- en Atacama
están
relacionados, entre otras cosas, con la organización social, con
la explicación del medio, con las interpretaciones
cosmológicas,
que reflejan las tensiones y disidencias de la comunidad, sin que
estemos
dando una visión global de toda esta cultura? De este modo, las
monografías no dejan de ser elementos de apropiación
etnocéntrica,
que con unos patrones predefinidos consideran las relaciones culturales
desde la visión occidental ajena al hecho que en ese momento
estudiamos
(que generalmente se ha convertido en un mito donde se silencia al
autor,
véase Charmaz; Mitchell 1996: 285-302). Que el
antropólogo
esté influido, incluso delimitado, por su propia cultura de
origen
no significa traicionar lo que el otro es en su contexto, lo
que
Geertz (1994: 73-90) llama «desde el punto de vista del
nativo».
El trabajo de campo, en este sentido, sirve como desmitificador. No se
trata, en principio, sólo de traducir otras culturas a un
lenguaje
propio comprensible por nosotros, para lo cual sería útil
contar con la «lista» de aquello que consideramos
importante:
cómo se construye la vivienda, cómo se come, cómo
se educa a los niños, cuáles son los ritos y cómo
son los rostros de sus dioses... (una completa tabla de materias de
datos
culturales está en Maestre 1976: 237-255. También se ha
tener
en cuenta, o no, el trabajo clásico de Murdock 1994, que en
Atacama
ha sido aplicado por Mostny 1954), sino que, ante todo, nos propone ver
lo que otros hacen y piensan en un contexto (comparativo) que de
antemano
nos es ajeno y que, consecuentemente, necesita de elementos propios
para
su explicación (Boon 1993. Geertz 1987: 44); que pueden ser
válidos
si en vez de excluyentes son multicomprensivos.
II El discurso del progreso social (nacional) se propone en América Latina desde la idea de que, sobre todo, hay que industrializarse (Mansilla 1989: 67). Este hecho es símbolo del acceso a ciertas comodidades materiales (agua corriente, electricidad, transportes públicos...), que niegan, a su vez, la capacidad del hombre para vivir plenamente desde otros principios, permitiendo el autodesarrollo de un futuro propio. Niegan, en definitiva, la diversidad cultural (Clifford 1995: 30-32 expresa de forma más global esta misma idea). Por ello, podría parecer lógico pensar que a los grupos indígenas americanos se les inculque la necesidad o bien de ser artesanos (primer paso para la creación de un mundo industrial-capitalista) o bien se les ayude a formar cooperativas agrícolas (para el abastecimiento de los núcleos urbanos). Vistas las cosas de esta manera se equipara modernidad a «esa» forma de progreso: el desarrollismo. Atacama, por lo tanto, es parte consecuente del criterio donde lo tradicional es sinónimo de subdesarrollo, arcaísmo y exotismo. Pero la modernidad tiene otra cara: la de ser vanguardia frente a ciertos principios formales; en ese sentido, el tradicionalismo atacameño es el símbolo por excelencia de la modernidad. Su gran capacidad para incorporar nuevos elementos hacen de este lugar una trinchera de la creatividad y el dinamismo cultural. Intentar, por lo tanto, una complementariedad progresista industrial y consumista es negar su capacidad de ser vanguardia. Pero ser vanguardia, como nos muestra lo atacameño, en un mundo que tiende a la homogeneidad (la globalidad) es, además de una provocación, una ironía con tintes de paradoja. En un lugar donde no hay electricidad de forma continuada, lo que representa una de las «pesadillas» de la municipalidad de San Pedro, este mismo organismo se puso como meta (parte de las promesas electorales) conseguir una antena parabólica con la que «abrirse al mundo» (palabras de la entonces alcaldesa, Ana María Barón 1992-1993) o, quizás, ¿abrir al mundo desde Atacama? Para encontrar algunas claves hay que combinar lo que nos dicen los actuales atacameños (sumergidos en sus propias contradicciones) y la manera en como se describía hace unos años (antes de la llegada del turismo masivo) el mundo atacameño. Así, pues, resulta del todo exótico leer, casi 30 años después, lo que un afamado folclorista chileno escribía de estas tierras:
Por ejemplo, la referencia al Valle de la Luna, zona que forma parte de uno de los mayores atractivos turísticos de la actual Atacama (e, incluso, del propio Chile), es parte de una construcción nacida directamente de la mano de los primeros investigadores que por allí pasaron (y, más en concreto, del arqueólogo y párroco local Gustavo Le Paige; véase, al respecto, la hagiografía hecha por Núñez 1995). Los atacameños en esto poco hicieron y su aporte a la construcción de Atacama ha tenido otros puntos de mira, que no tienen nada que ver con lo que aquí relato, como es el caso de trabajar en las minas que desde el siglo XIX inundan todo el desierto. Muy por el contrario, ellos han aportado a la construcción de la actual Atacama (y más concretamente a San Pedro) su puesta en escena, su figuración sobre el paisaje, ser los objetos de investigación, hacer de su vida cotidiana un tópico. En efecto, la folclorización de la vida tradicional ha impuesto a ciertos grupos americanos la dialéctica de vivir en lo antiguo o en el progresismo moderno. Aún así, culturas como la atacameña parecen imponer otra suerte: el sincretismo cultural entre lo tradicional y lo moderno (lo que García Canclini 1991 llama culturas híbridas); en definitiva, una sorprendente muestra de vitalidad y dinamismo en el espacio y en el tiempo. Así, pues, en
este espacio desértico
la realidad de un grupo social, los atacameños, y la capacidad
de
observarlo, durante el trabajo de campo, se entremezclan, formando una
nueva forma de realidad, la antropológica (siempre autorial,
retórica
y significada). En efecto, me propongo ahora observar todos estos
elementos
en un ejemplo concreto. No es tanto un producto antropológico
terminado,
sino la exposición del proceso de investigación en el
campo
y su correspondencia con el proceso teórico, siempre anterior,
siempre
construido de forma exógena a la realidad que se mira, pero que
en la interacción con el otro aparece reconsiderado.
Teoría
y realidad, verdad y cultura, se construyen en función de la
combinación
de hechos, casuales generalmente, que toman forma en el largo proceso
de
la escritura antropológica (Rosaldo 1991) hacia la
monografía,
una forma de explicación «científica» que
tiende,
retóricamente, a negar la emoción, al autor, sin que, sin
embargo, se pueda desprender de la autoridad literaria. Una paradoja
que
en su dinamismo se resuelve como parte de los elementos definitorios
del
antropólogo. De esta manera cabe preguntarse ¿cómo
se construye, se asume y resuelve la paradoja antropológica, esa
forma tan particular de contacto con el Otro?
III Nada sospechaba un sábado por la tarde, cuando me acerqué a la casa parroquial de San Pedro, que iba a vivir el resto del día, y gran parte del siguiente, una jornada plagada de hechos muy significativos para mi trabajo, donde habría de toparme con una gran cantidad de elementos sincréticos en transformación; todo ello producto del sorpresivo trabajo de campo en una comunidad donde nada y todo pasa a la vez. De tarde en tarde me acercaba a ver al párroco de San Pedro (que actúa más o menos a tiempo completo, atendiendo a todas las comunidades, lo que es una tarea imposible y de gran dificultad), un hombre sencillo y amante de esta tierra: el padre Pepe --como le gusta que le llamen--; es de estatura media, se mueve en un «enorme» Toyota con tracción total y los fines de semana lo hace con la catequista, Luisa, venida desde la prelatura de Calama. Pepe es oriundo de Cataluña (Barcelona) y en su acento hay una mezcla de elementos que le dan una suavidad y soltura que le permiten la incorporación de su figura a estas agrestes tierras (2). Bien, como decía, me fui hasta la casa parroquial para distraerme un rato con el párroco, con el que compartía por un momento expresiones españolas que sólo nosotros parecíamos entender; en otros casos, aprendía de Luisa un poco de teología de la liberación. Ese día el padre salía hacia Toconao para oficiar una boda, había espacio en su todoterreno y, tras coger mi cámara de fotos --las libretas de trabajo de campo se llevan siempre puestas-- me fui hacia allí. No es que me interesara ver una boda por sí misma, ya había sido testigo de otras, sino que parecía que se pondría en escena una vieja costumbre de boda: el baile del chara-chara; en fin, a pesar de que conocía bien Toconao, este baile parecía algo que merecía ser visto (3). Toconao es, sin duda, el pueblo donde el sincretismo cultural es más evidente, entre otras cosas porque en el resto de los oasis (comunidades) son, aún hoy en día, demasiado «atacameños» (andinos) y, por otro lado, San Pedro está resuelto a convertirse en una gran fonda turística --en el mejor de los casos, la carretera bioceánica que pasa por la mitad del pueblo no presagia nada bueno--, lo que hace que en unos u otros puntos existan demasiados estereotipos culturales (ya sea por acumulación o por exaltación). Toconao es, además, punto de encuentro para todos aquellos oasis que se encuentran a la derecha del salar de Atacama (Peine, Socaire, Cámar y Talabre), lo que les confiere el título de comerciantes --y, como no podía ser de otra manera, también, de abastecedores, pillos y truhanes-- y cambistas con estos pueblos. Tienen otras características importantes, como son su gran capacidad de innovación, recreación de la realidad cambiante y capacidad de trabajo en sus huertas, frutales, campos de maíz (choclo) y alfalfa y en las cercanas minas de rocas volcánicas. Todo lo cual hace del hombre y la mujer toconaos seres altivos y orgullosos, seguros de su medio y sus capacidades, lo que les permite competir con sus eternos rivales: los sampedrinos (Gómez 1980). Aún así, la boda no tenía --o, más bien, no parecía tener-- ningún elemento que la hiciera diferente o particular de cualquier otra boda en el orbe católico: misa, novia de blanco, novio con traje, testigos, trajes de gala en los invitados, anillos, el beso, el «sí quiero»... pero es esta misma «normalidad» lo que en última instancia no conjuga con el contexto de Toconao, lo que produce un hecho sincrético de múltiples y diferenciados elementos. No quiero decir con esto que durante el trabajo de campo se esté atento a lo que parece sospechoso, sino que la conjugación del trabajo de campo y los datos etnográficos analizados en el gabinete permiten sospechar cómo se construye la realidad que se observa. El mundo andino,
por
su enorme capacidad de
exotizarse, posee elementos que no se tienen en cuenta como parte de
una
hibridación que explica fenómenos, como ocurre
aquí
con el proceso de chilenización de Atacama, que generalmente no
se tienen en cuenta. La actitud positivista, folclórica, de
teorizar
la realidad andina como un proceso en descomposición (se dice
que
«desaparecen»), niega que los atacameños, como
cualquier
otro grupo social, estén en constante cambio y
reinterpretación
de su cultura (lo que acertadamente el antropólogo Orin Starn
1992:
15-71 ha llamado «andinismo», siguiendo las sugerentes
ideas
de Said 1990 para Oriente). La boda que estaba a punto de ver estaba
llena
de elementos producto de la aculturación, pero tenía
más
elementos, incluso, si cabe, la interpretación de
aquéllos
que eran producto del contacto estaban siendo interpretados desde una
lógica
que no era la occidental. La novia podía estar casándose
de blanco, como seguramente ocurre en casi cualquier parte del mundo
católico
occidental, pero la significación del color por parte de los
atacameños
es, en principio, diferente a la de otros lugares.
IV El espacio simbólico de la iglesia es uno de los marcos ideales para observar el fenómeno del sincretismo, al igual que el del bar restaurante donde se realizó el convite, ya que son espacios sociales que permiten una polisemia de base y los diferentes símbolos se aúnan para recurrir a la finalidad propuesta, ya sea como hecho religioso, ya sea como introducción social de los novios (hecho que ocurre en el restaurante). En la iglesia se aúnan, en un único espacio-tiempo, cuando menos, tres códigos simbólicos diferentes, que conviven gracias no sólo a la capacidad polisémica de la iglesia, sino, ante todo, a la posibilidad referencial de aunar múltiples discursos y formas de entendimiento bajo el mismo hecho explicativo: la rememoración de la cosmología atacameña. Así, pues,
tenemos, por un lado, la
iglesia del pueblo como espacio sacro, donde se llevan a cabo
los
diferentes sacramentos universalizados de la Iglesia católica de
Roma; esto conlleva un altar, un sacerdote, una multitud fiel y
creyente,
una jerarquía, un mundo de referencia a Cristo, imágenes
varias, etc. (no hace falta extenderse en un punto que se conoce a
múltiples
niveles y tiende a su universalización). Por otro lado, la
utilización
socializada de dichos elementos universales bajo criterios culturales
específicos:
se decora la iglesia con flores, se ponen cintas blancas entre los
bancos
(señalando el camino hacia el altar), se hacen fotos, se tira
arroz
a la salida de la iglesia (simbolización de un deseo de
fertilidad
y buenaventura que, en el mismo nivel, tiene mucho que ver con el baile
de chara-chara)... todo ello nos muestra una
interpretación
sociocultural particular del hecho religioso universal. Y, por
último,
una interpretación sincrético-popular de los
múltiples
elementos que conviven en el espacio de la iglesia, como son una Virgen
que tiene por aureola el escudo chileno y rodeada por cuatro banderas
pequeñas
de las líneas aéreas SAS (traídas por algún
turista o algún emigrante), una serie de exvotos, el cepillo y
un
ramo de flores de plástico... una pequeña muestra de la
riqueza
y capacidad de adaptación del sincretismo religioso americano.
Por
lo tanto, estos tres elementos conviven entre sí, pero los dos
últimos
no se entienden porque se suscriban al primero, ya que de hecho viven
diferenciados
y en universos explicativos contrapuestos, sino porque todos ellos
recrean
un mundo explicativo de la cultura atacameña.
V Como en tantas otras ocasiones durante el trabajo de campo, la casualidad vino a llamar a mi puerta, esta vez por dos veces: por un lado, el día anterior a la boda de Toconao yo había estado en un bar restaurante de San Pedro muy conocido (el Tambo-Cañaveral) por ser uno de los sitios de reunión para aquellas personas foráneas y donde se compran y venden los grandes estereotipos de la cultura andina-atacameña, en este lugar actúan grupos «folclóricos» y se encuentra el ambiente ideal para el turista, que quiere estar en un lugar exótico donde todo le recuerde lo lejos (físicamente) y cerca (conceptualmente) que está de su casa (Segura 1996: 51-82). Bueno, como contaba, estaba en el Tambo y fui testigo de la despedida de soltero del hombre que había de casarse al día siguiente en Toconao. Yo, en aquel momento, no le di mayor importancia a este hecho; me fijé en ellos y el alboroto que formaban por pura curiosidad y porque me llamó la atención lo bien que habían congeniado con unas lugareñas. Es indudable, además, que como antropólogo uno está hipersensibilizado con todo lo que ocurre alrededor; hechos aparentemente desconcertantes, más tarde (en el proceso de contextualización) se funden en uno solo, lo que exige atención continuada. Por lo demás aquella noche yo era un turista más, no en vano había tenido un día de mucho trabajo (el pueblo estaba de fiesta) y no quería saber más de atacameños y una cerveza de barril ayuda a despejar el ánimo, prepara para el sueño reparador y descontamina de exotismo. El segundo hecho no es menos casual, la boda empezó realmente tarde, pues no aparecían las llaves de la iglesia, algo muy común en un lugar (Atacama) donde no existen encargados oficializados de las cosas y sólo se utilizan personas delegadas que administran los bienes comunales (iglesia, escuela, servicio médico...), hecho del que había sido testigo en diferentes lugares, momentos y contextos otras veces. Cuando por fin aparecieron las llaves y se abrió la iglesia, se empezó a esperar a la novia, que mantuvo el suspense su aparición por un buen raro. En este entreacto yo me dedicaba a hablar con algunos de los presentes, a tomar algunas notas en mi libreta y a realizar fotos; fue entonces cuando el hermano del novio se me acercó y me pidió que si podía actuar como fotógrafo, ya que a nadie se le había ocurrido traer una cámara; yo accedí, lo que me permitió congeniar un poco más con aquella gente. Fue así como me enteré que el novio no era de allí, sino de Chañaral (en otra región de Chile), y que la novia vivía y estudiaba en Calama desde hacía tres años, ... bueno y de otros muchos detalles que corrían entre lo personal, lo íntimo y lo social; a la par que fui invitado, junto con el sacerdote y las catequistas también presentes, al convite que había de hacerse más tarde y donde tendría lugar el baile del chara-chara. Esta última casualidad me trasladó de mi papel de observador participante a participante comprometido, lo que realmente me permitió la inmersión en el mundo sincrético que allí se estaba viviendo. Tanto la despedida de soltero de la que fui --en parte, supongo-- testigo, como la necesidad de tener unas fotos del acontecimiento me planteaban una boda que no era propia del lugar. Por un lado, porque la despedida de soltero tiene en Atacama más el sentido de la iniciación a la sexualidad que el de despedida, en la medida en que se supone se pierde una condición (la soltería) y se toma otra nueva (el matrimonio), pero no se pierden los amigos con los que se seguirá bebiendo los fines de semana (e, incluso, a diario). Por otro lado, la boda en Toconao es diferente a lo que allí se observaba, no sólo los trajes de colores chillones (verde, fucsia, azul...) son los más comunes, en vez del blanco que llevaba aquí la novia, sino que no existe necesidad, por el hecho en sí mismo, de tomar fotografías, pues la condición y el acto de la boda están presentes, ya sea en la intimidad del hogar o al nivel social, de forma constante. La foto de la boda, como recuerdo de ese día (Bourdieu 1979), está sustituida por otros elementos recordatorios diferentes, como son la tenencia, por ejemplo, de una casa propia o de unos hijos. En última instancia, lo visual, como forma definitiva de demostración social de la «verdad» de los hechos, no se da de forma efectiva entre los atacameños. Por otro lado, esta boda planteaba otro nivel de sincretismo cultural, donde los hechos sociales no son interpretables sólo como símbolos atacameños, ya que aparecen en un contexto explicativo sincrético. Por ejemplo: tradicionalmente --lo que viene a corresponder en Atacama más o menos a hace 100, a lo más 150 años-- la boda que tenía lugar en Toconao, y por analogía en todo Atacama, duraba dos días, el primero (con su consiguiente fiesta) en casa de los padres del novio y el segundo en la de los de la novia, las puertas de ambas casas se encontraban abiertas y todo el pueblo estaba invitado; el baile del chara-chara no era más que la acumulación de los regalos de boda (muebles, sacos de harina, colchón, ladrillos...) y en un momento dado el novio cogía todos, o gran parte de ellos, en sus espaldas y se daba unas vueltas por la estancia al ritmo de la música --¿guarda este rito alguna relación con el Dios de la fertilidad boliviano, el Equeko, que por igual se echa miles de objetos a la espalda?--. Es un hecho consumado que se había echado todas esas cosas encima al tomar esa nueva condición de hombre casado. Este hecho social es todo un símbolo del funcionamiento, estructura y valoración de esta cultura (tal cual nos recuerda Geertz 1987). Pero hoy en día la boda está restringida a los invitados, dura sólo un día y el convite se hace en un lugar social (un bar, un restaurante...), alejado de los criterios familiares y de intimidad, se bailan vals, cuecas (música folclórica del sur de Chile) e, incluso, música pop-rock. Los regalos son parte de lo «decorativo», frente a regalos de «utilidad popular»... En este contexto el baile del chara-chara (del que fui testigo), consistente en un doble arco decorado con latas de conserva, flores y el dibujo caricaturizado de los novios, es el símbolo de una nueva condición, que se explica cuando los novios bailan dentro del chara-chara al son repetitivo de un música que habla de la fertilidad de la mujer y de la tierra (pachamama). Para mí el problema, entre otros, que suscita este baile en la actualidad es, simplemente, si el símbolo necesita del contexto cultural del Toconao atacameño para existir o, por el contrario, si no es más que un ejemplo de lo que ocurre a un nivel más general (Grebe; Hidalgo 1988). En efecto, existe una indudable vulgarización de los símbolos atacameños, que pierden su contexto original para inmiscuirse en realidades que le son ajenas, dando lugar a un doble juego, por un lado, sincrético, por otro, de cambio y reestructuración (lo he tratado, para otras fiestas religiosas, en Anta 1997; de forma más general este problema ha sido tratado para Chile, en Cristi; Dawson 1996: 319-338; Salinas 1996: 353-366; y para la dualidad andina Gelles 1995: 710-742; No menos interesante es cómo se transforman las técnicas de representación, un ejemplo andino se encuentra en Sillar 1996: 259-289). Es en este sentido en el que hay que ver la revitalización y/o recuperación de algunas fiestas y costumbres tradicionales. No en vano la modernidad en Atacama toma tintes, salvando las distancias, de un proceso muy parecido al que viven el resto de los chilenos. La modernidad
como
parte de un múltiple
entendimiento de símbolos sincréticos conjuga lo culto y
lo popular, lo tradicional y lo moderno, lo artístico y lo
decorativo.
Es justo reconocer que la riqueza cultural proviene de este mismo
hecho.
No se puede decir, como constantemente se repite en ciertos
círculos
sampedrinos, que «se está perdiendo la cultura
atacameña»,
primero, porque los hombres (atacameños) no pueden vivir sin
cultura
(atacameña); segundo, la cultura (atacameña) es una suma
de unos símbolos que se ajustan a su realidad constantemente; y,
tercero, en la medida en que la cultura necesita de una
interpretación
ésta se adscribe continuamente a múltiples niveles de
entendimiento,
que pueden ser paradójicos e, incluso, contradictorios entre
ellos,
pero, aún así, adscritos a una cultura referencial. El
problema
del antropólogo es situarse en un plano donde pueda descubrir
cómo
se construye esa realidad, cómo se referencia y, más
tarde,
cómo la expresa en el trabajo que se contextualiza en otro
mundo,
el científico occidental: en la escritura. Resolver tanta
paradoja
es tan fácil o difícil como saber, poder y querer estar
en
el lugar exacto donde se contacta con el Otro. Podemos y debemos
intentarlo,
pero los resultados no están, en ningún caso, asegurados.
1. Obviamente, la Patagonia no es el desierto de Atacama. Ahora bien, de lo que aquí hablo es de esa enorme metáfora que supone que los espacios naturales mueven tras de sí una imagen de grandeza. Más que nada, por su enorme capacidad de servir de contenedores polisémicos de conceptos no occidentales, donde el vacío natural se llena «siempre» de elementos culturales pre-construidos. 2. En otra de mis estancias en Atacama (1996) pude asistir a una de las múltiples fiestas, muestra de afecto, que se le hicieron a este mismo párroco cuando dejó, definitivamente y para regresar a su Cataluña natal, estas tierras. Resulta claro que existen complicidades en el trabajo de campo y que los informantes, las situaciones, la observación y la participación vienen, en múltiples ocasiones, mediadas por terceros. Eso sin contar la supuesta soledad del trabajo en otras tierras. 3. Nos
acompañaba,
también, el antropólogo chileno Blas Hidalgo, con el que
tengo una enorme deuda de gratitud.
Anta Félez, José Luis Boon, James A. Bourdieu, Pierre (comp.) Charmaz, Kathy, y Ricard G.
Mitchell Chatwin, Bruce Clifford, James Cristi, Marcela (y Lorne L.
Dawson) Dannemmann, Manuel (y Alba
Valencia) Darwin, Charles R. García Canclini, Néstor Geertz, Cliford Gelles, Paul H. Gómez Parra, Domingo Grebe, M. Ester (y Blas Hidalgo) Jenkins, Richard Maestre, Juan Malinowski, Bronislaw Mansilla, H. C. F. Mostny, Grete Murdock, George P. Núñez, Lautaro A. Said, Edward W. Salinas, Maximiliano Segura, Juan Carlos Sillar, Bill Starn, Orin Urrutia Blondel, Jorge West, Canadce |
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