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El año 1992, fue para muchos museos del hemisferio occidental la ocasión para reflexionar sobre el impacto que los 500 años de expansión europea habían causado sobre todos los continentes y mares y sobre los cambios que a causa del mismo se habían desencadenado. Tras haberme dedicado durante muchos años al trabajo antropológico en el Museo de Etnología y en el Museo Suizo de Folclore (Volkskunde) en Basilea (Suiza), me pregunto sobre los cambios que se han ido operando a lo largo de las décadas de mi actividad profesional en el campo de los museos, concretamente de las exposiciones. Cuando, en los años cincuenta, inicié mis estudios de etnología/antropología cultural, la literatura antropológica, en particular la literatura especializada de lengua alemana, reflejaba aún muy claramente la situación poscolonial en la que se había encontrado Europa hasta finales de la segunda guerra mundial. Ciertamente, se notaba inseguridad respecto a los valores que estaban relacionados con las ideas de «pueblos primitivos», «pueblos sin historia», «culturas primitivas». Esta inseguridad provenía, en última instancia, no sólo de que Europa en las dos guerras mundiales había gastado sus recursos y se había agotado, sino de que, finalmente, su pretensión de liderazgo también se había extinguido o, al menos, no presentaba una continuidad, debido a las atrocidades cometidas en Alemania. La descolonización fue impuesta de una forma normal a las naciones europeas bajo la presión de Estados Unidos y en parte de las potencias comunistas. Por lo demás, la mayoría de las potencias europeas, tras las dos guerras mundiales, quedaron tan debilitadas que, económica, militar y políticamente, sólo podían presentar una pequeña oposición a la voluntad de las antiguas colonias tras la disolución de los poderes coloniales. La pérdida de poder de Europa tuvo consecuencias variadas: entre otras, consolidó la nueva posición de liderazgo de Estados Unidos y aceleró al mismo tiempo la ascensión de la Unión Soviética como un supuesto defensor de los Estados hasta entonces dependientes de las potencias coloniales. Una nueva y multifocal comunidad de Estados estaba surgiendo, la cual se iba formando en torno a nuevos centros y subcentros a pesar de las rivalidades existentes en las décadas últimas entre el este y el oeste. Lo que sucedía en el campo económico y político, tenía también sus repercusiones sociales y culturales. Las manifestaciones culturales en las regiones anteriormente colonizadas iban siendo cada vez más libres; encontraban una expresión propia, menos dependiente de Europa y de Estados Unidos. Un ejemplo de esto nos lo ofrecen algunas pinturas de los muralistas mexicanos, Rivera, Siqueiros, Orozco o la pintura de Diego Rivera en su totalidad. La búsqueda de una identidad cultural propia de estos nuevos países condujo también a esforzarse por hacer llegar las formas de expresión de esta identidad a vitrinas modernamente instaladas en los museos o en los yacimientos arqueológicos, y, además, dirigir los flujos turísticos a estos lugares de orgullo nacional. También aquí puede servir de ejemplo México (donde hay lugares arqueológicos precolombinos en gran cantidad). Lo que apareció en las décadas posteriores a la segunda guerra mundial como novedoso fue la necesidad de los países emergentes de tomar y de consolidar el control en los campos de la arqueología y de la etnología/antropología cultural, que eran las disciplinas que podían contribuir decididamente a la identidad cultural de un país. Ya desde el principio se podía ver que estas tendencias podrían conducir a que el cielo uniforme que anteriormente había cubierto todas las escuelas de etnología/antropología cultural y que había mantenido unida a esta rama de la ciencia, a pesar de todas las tendencias de escuela en la teoría y en la práctica, un día podría romperse. Ahora era pensable que la unidad de la etnología/antropología cultural se disolviera y que de sus ruinas nacerían particulares «folclores», o etnologías nacionales (Volkskunden) que estarían influenciados por los deseos de representación de los nuevos Estados. Ahora bien, los grandes yacimientos arqueológicos de un país son una cosa y las sociedades étnicas, que en un país forman las minorías, son otra cosa. La cuestión se plantea aquí en toda su crudeza: ¿Quién está legitimado para hacer afirmaciones fundadas al hablar sobre las minorías étnicas y su cultura/sociedad? ¿Quién representa a quién, y por qué? La experiencia muestra que la mirada que las élites políticas de un país poscolonial proyectan sobre sus minorías se diferencia claramente de la mirada de los antropólogos culturales occidentales. Las minorías étnicas que reflexionan sobre su propia identidad cultural y social frecuentemente no se conciben a sí mismos dentro de sus estados -- se ven mal integrados, o no se ven representados, o viven una falsa integración--, y, a menudo, también se sienten desvalorizados. Un antropólogo cultural que va a visitar a una de estas minorías, se encuentra, pues, por regla general, en las relaciones que entabla con un campo de tensión que le envuelve y le obliga a tomar posición. Lo quiera o no lo quiera el antropólogo/antropóloga, será incluido en una u otra posición, y las relaciones que busca construir estarán determinadas con esta marca. Cualquier etnólogo/antropólogo cultural que ha hecho trabajo de campo conoce este tipo de situaciones. Nos ponen de manifiesto claramente que la investigación y el trabajo de campo son una parte general del trabajo de las ciencias sociales en el que el investigador opera como participante del campo que investiga. La descripción, la interpretación, la presentación de una cultura/sociedad que se hace de una minoría étnica, puede, pues, partir al menos de tres perspectivas diferentes: del punto de vista de la cultura/sociedad en cuestión (perspectiva interna); del punto de vista de las élites políticas del país al que la minorías pertenecen (perspectiva externa 1); y del punto de vista del etnólogo/antropólogo cultural de origen occidental (perspectiva externa 2). Pero se podría pensar aún en otras dos perspectivas: a) la de un etnólogo/antropólogo que procediera de la minoría étnica investigada o b) que procediera de otra parte del Estado al que la minoría pertenece. Esta situación de por sí nos acerca ya a la solución: esforzarse por una especie de «polifonía» en la que las voces particulares de la interpretación y de la representación permanezcan distinguibles e identificables, en la que y por la que, por tanto, el discurso se convierta propiamente en diálogo (J. Clifford, en E. Berg y M. Fuchs 1993). Nos volvemos ahora al tema de los museos y nos planteamos la cuestión de cómo se presenta el discurso antropológico en este terreno. Muchas colecciones etnográficas en nuestros museos proceden de etnias que hoy se han extinguido. Pero incluso allí donde los descendientes del autor de la colección se mantienen aún en la misma región, la tradición primitiva está frecuentemente rota, a veces por la prohibición de usar su lengua indígena y de enseñarla en las escuelas. En todos estos casos --y son numerosos-- corresponde a los museos etnográficos una importante función: operar como albaceas de los autores, imponiéndose con ello la obligación de ocuparse de la conservación y cuidado de la colección, ante todo también para la documentación e investigación de las cuestiones relacionadas con los objetos. Esto sólo es posible hacerlo en colaboración estrecha con las sociedades de origen, es decir, con los «autores» indígenas, y, desde luego, por redes personales, que se alimenten de información recíproca. Para que se haga realidad un trabajo recíproco de esta índole, se requiere el meterse en los intereses de los autores indígenas y sintonizar con ellos. Una tarea no siempre fácil. Pero sólo así será posible facilitar para la ciencia o para exposiciones el arsenal de ideas o de recuerdos que los autores o sus seguidores un día comunicaron o comunican aún con los objetos recogidos. Por tanto, si queremos utilizar este saber aún disponible, tenemos, por otra parte, la obligación de devolver como feedback la relación científica elaborada en forma de trabajos publicados u otras documentaciones a los autores, que son nuestros informantes. Sólo cuando cumplimos con este deber conseguimos oír de manera auténtica las «voces» de los autores, los pueblos, las comunidades, los grupos vivos o los ya desaparecidos; sólo entonces conseguimos entablar un diálogo con estas creaciones y con los hombres que las generaron: como voces en el coro de la historia humana. Por tanto, la cuestión es también si hoy es aún correcto el planificar y realizar exposiciones etnográficas sin la participación directa de los llamados partenaires, esto es, los representantes de las sociedades autoras. Las dificultades que surgen de un proyecto de exposición común en la que los autores participan son muy reales. Sin embargo, habría que dejar claro también que hoy al menos es difícil el montar exposiciones sobre sociedades extranjeras y sus culturas sin que se plantee uno la cuestión de si es correcto aún el presentar esto «extranjero» sólo desde nuestro punto de vista. Sin duda se presentan los más variados problemas prácticos cuando se intenta hacer participar a representantes de estas sociedades y culturas extranjeras en una exposición. Hay costes añadidos, las cuestiones de la atención personal y, naturalmente, las cuestiones más difíciles: cómo pueden elaborar o al menos asimilar un concepto de exposición los representantes de la sociedad indígena. Pienso que no es necesario que una exposición se monte siempre en común pues habría también otras soluciones. Por ejemplo, sería interesante intentar alguna vez el dividir una exposición en dos partes y una de esas partes encargarla a los representantes de la sociedad indígena. Podría resultar que un determinado grupo indígena invitado no pudiera llevar a cabo la parte de la exposición que deberían ellos organizar. En ese caso sería ciertamente muy instructivo el preguntarse por los motivos por los que no se pudo montar una determinada exposición. Naturalmente se podrían aducir muy variadas razones que se moverían en ámbitos muy variados: desde principios fundamentales hasta reflexiones sociales y políticas. Pero si se diese el caso de que el grupo de indígenas no hiciera la exposición o no quisiera exponer, sería posible el organizar una conferencia sobre el tema general de «la representación del extranjero entre nosotros», y este sería el discurso del que todo dependería. Las dificultades, por tanto, no son lo definitivo: es mucho más importante el acto emancipatorio que debe partir de los representantes de la etnología/antropología cultural occidental. También aquí habrá finalmente que querer intentar el conducir el discurso monológico hacia un auténtico diálogo, hacia una «polifonía». Para terminar formulemos aún una última cuestión breve, esto es, sobre el contenido de la etnología/antropología cultural y folclore. Se sabe que ambas disciplinas científicas tienen un origen basado en una perspectiva epistemológico-científica históricamente diferente. La etnología/antropología cultural procede de las ciencias naturales; el Folclore (Volkskunde) de la región de habla alemana de Europa viene del espíritu romántico, de la germanística (canciones populares, cuentos) y de la historia (nacional). Me parece que las fronteras entre ambas disciplinas se han hecho permeables en ciertos terrenos. Un ejemplo: cuando hoy en día los pertenecientes a un Estado latinoamericano, por ejemplo, los aimaras de Bolivia, viajan a Europa y se instalan aquí, entonces surge un movimiento que va desde «fuera» hacia «adentro», de lo «extranjero» a lo «propio». Al menos los descendientes de los emigrantes se sentirán probablemente europeos tras un largo y complicado proceso. El investigar el proceso histórico de estas migraciones y sus motivos y circunstancias concomitantes sería, pues, un estudio imprescindible que reuniría en si apartados históricos, etnológicos y folclóricos. Este ejemplo
aclara
el cambio que se ha producido
en la perspectiva del trabajo etnológico y
antropológico-cultural.
Si, en otros tiempos, los etnólogos/antropólogos
culturales
viajaban hacia ultramar para, posteriormente, informar en el propio
país
(Europa o Estados Unidos) sobre las culturas extranjeras, ahora los
pertenecientes
a las sociedades y culturas extranjeras vienen desde ultramar a Europa
y Estados Unidos, y piden ser acogidos. Las culturas extranjeras
están,
pues, entre nosotros y pueden ser investigadas en nuestros
países.
(En nuestro ejemplo sería la lengua de los aimaras; por otra
parte,
los estudios ergológicos sobre la construcción de casas
de
los aimaras en Europa tendrían menos razón de ser). Todo
esto significa que nos estamos dando cuenta de que lo
«extranjero»
no se puede comprender sin lo «propio», y, al revés,
lo «propio» tampoco sin comparación con lo
«extranjero».
Finalmente, se comprenderá que las interpretaciones y las
presentaciones
de las culturas extranjeras o propias --en el caso de una
exposición--
no requieren imprescindiblemente plantearse si se adscriben a la
etnología/antropología
cultural o al folclore: los destinos humanos en todas partes de la
tierra
remiten a parecidas condiciones fundamentales y tienen parecidas
dimensiones.
Clifford, James: Geertz, Clifford Harms, Volker |
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