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Deseo exponer esa dificultad, tan frecuente en las ciencias humanas, donde se habla de un objeto como si existiera fuera de nosotros, los sujetos. Y esto evidentemente es del todo flagrante para el amor, pues la mayoría de nosotros hemos sido, somos y seremos sujetos del amor. (El término «sujeto» vacila aquí entre dos sentidos que la polarizan: por una parte, el amor es algo que vivimos subjetivamente, y por otra, es algo a lo que estamos sujetos.) De ahí la diferencia, incluso la oposición, entre las palabras sobre el amor que quieren ser objetivas y las palabras de amor que son subjetivas. Esto llega a ser grotesco cuando las palabras sobre el amor son exactamente lo contrario de las palabras de amor. Se constituyen en un discurso frío, técnico, objetivo, que por sí mismo degrada y disuelve su objeto. No estudiaré el amor en los cuadros superiores o los empleados de los ferrocarriles, no haré comentario sobre el sondeo «El amor y los franceses». Por el contrario, intentaré esquivar esas cosas que tienen algo que repugna, no en sí mismas, sino con vistas a nuestro propósito. Topamos con un primer problema: que la tentativa de elucidación no sea una traición, ni una ocultación. Además, el término «elucidar» se vuelve peligroso si creemos que se puede llevar toda la luz a todas las cosas. Creo que la elucidación aclara, pero al mismo tiempo revela lo que resiste a la luz, detecta un fondo oscuro. Este texto se titula «Complejo de amor». El término «complejo» debe tomarse en su sentido literal: complexus, lo que está tejido junto. El amor es en cierto modo «uno», como una tapicería tejida con hilos extremadamente diversos y de diferentes orígenes. Detrás de la evidente unidad de un «te amo», hay una multiplicidad de componentes, y es precisamente la asociación de esos componentes por completo diversos lo que da coherencia al «te amo». En un extremo, tenemos un componente físico, y en el término «físico» se comprende el componente «biológico», que no es sólo el componente sexual, sino también la implicación del ser corporal. En el otro extremo, está el componente mitológico, el componente imaginario; y yo soy de esos para quienes el mito, lo imaginario, no es una simple superestructura, menos aún una ilusión, sino una realidad humana, profunda. Estos dos
componentes están modulados
por las culturas, las sociedades, pero no es de esta modulación
cultural de la que os voy a hablar: intentaré más bien
señalar
esos componentes. Encontramos una nueva paradoja. El amor está arraigado en nuestro ser corporal y, en este sentido, se puede decir que el amor precede a la palabra. Pero el amor está al mismo tiempo arraigado en nuestro ser mental, en nuestro mito, lo que evidentemente supone el lenguaje, y se puede decir que el amor procede de la palabra. El amor a la vez procede de la palabra y precede a la palabra. Y es, además, un problema bastante interesante, puesto que hay culturas donde no se habla de amor. ¿Es que, en estas culturas donde no se habla de amor, donde no ha emergido el amor en cuanto noción, verdaderamente no existe el amor? O bien ¿es que su existencia depende de lo no dicho? La Rochefoucauld
decía que, si no hubiera
habido novelas de amor, el amor sería desconocido. Entonces,
¿es
que la literatura es constitutiva del amor, o es que ella simplemente
lo
cataliza y lo vuelve visible, sensible y activo? De cualquier forma, es
en la palabra donde se expresan a la vez la verdad, la ilusión,
el engaño que pueden rodear o constituir el amor. El hecho de decir que el amor es un complejo necesita una mirada poliocular. Los constituyentes del amor preceden a su misma constitución. Así, se puede ver el origen del amor en la vida animal. Podemos hacer proyecciones antropomórficas, aunque desconfiemos de ellas, sobre los sentimientos animales; también hay que desconfiar de esta desconfianza. Ante el afecto de un perro, decimos: «Ah, qué gracioso es, que cariñoso!» Esta proyección antropomórfica que hacemos hacia el «perro-perro» es más verdadera que otro tipo de proyección que fuera mecánica, del tipo del animal-máquina de Descartes, que llevaría a decir: «Esto es una máquina que reacciona a los estímulos». ¿Y por qué está justificado? Porque nosotros mismos somos mamíferos evolucionados y sabemos que la afectividad se desarrolló en los mamíferos, entre ellos el perro. Hay, pues, una fuente animal incontestable en el amor. Pensemos en esas parejas de pájaros que se llaman «inseparables», que pasan su tiempo besuqueándose de manera casi obsesiva. ¿Cómo no ver ahí el cumplimiento de una de las potencialidades de esta relación tan intensa, tan simbiótica, entre dos seres de sexo diferente, que no pueden impedir el darse sin cesar encantadores besitos? Pero, en los mamíferos, hay algo más: el calor. Se les llama animales que «sangre caliente». Hay algo térmico en el pelo, y sobre todo en esa relación fundamental: el niño, el recién nacido mamífero sale prematuramente a un mundo frío. Nace en la separación, pero, en los primeros tiempos, vive en calida unión con la madre. La unión en la separación, la separación en la unión, no ya entre madre y progenitura, sino entre hombre y mujer, es lo que va a caracterizar el amor. Y la relación afectiva, intensa, infantil con la madre va a metamorfosearse, prolongarse, extenderse entre los primates y los humanos. La hominización ha conservado y desarrollado en el adulto humano la intensidad de la afectividad infantil y juvenil. Los mamíferos pueden expresar esta afectividad en la mirada, la boca, la lengua, el sonido. Todo lo que viene de la boca es ya algo que habla de amor antes de todo lenguaje: la madre que lame a su hijo, el perro que lame la mano; esto expresa ya lo que va a aparecer y expandirse en el mundo humano: el beso. Ahí
está el enraizamiento animal,
mamífero, del amor. ¿Qué nos aporta la hominización y qué marca biológicamente al homo sapiens? Ante todo, es la permanencia de la atracción sexual en la mujer y en el hombre. Mientras que en los primates aún existen períodos no sexuados, separados por el período de celo, ese momento en que la hembra se vuelve atractiva, en la humanidad se da una permanente atracción sexual. Además, la humanidad efectúa el cara a cara amoroso, mientras que, entre los otros primates, el apareamiento se hace por detrás. La película La guerra del fuego expresó con gracia la aparición del amor cara a cara. Desde entonces, el rostro va a jugar un papel extraordinario. El último
elemento que aporta la hominización
es la intensidad del coito, y no sólo en el hombre sino
también
en la mujer. En fin, en homo sapiens, desde las sociedades arcaicas, van a llegar los últimos y decisivos ingredientes necesarios para el amor entre dos seres: son los estados segundos de exaltación, fascinación, posesión, éxtasis, que suscitan la absorción de drogas o bebidas fermentadas, la participación en fiestas, ceremonias, ritos sagrados. Son al mismo tiempo las veneraciones y adoraciones de personajes mitológicos divinizados. Tenemos así los ingredientes físicos, biológicos, antropológicos, mitológicos que van a reunirse y cristalizar en amor. ¿Cuándo? Se puede obtener una hipótesis seductora de la propuesta de Jaynes, autor del libro El origen de la conciencia y la ruptura del espíritu bicameral. Su tesis es la siguiente: en los imperios de la Antigüedad, el espíritu humano es bicameral. No es sólo que haya dos hemisferios en el cerebro, hay dos cámaras. La primera está ocupada por los dioses, el rey-dios, los sacerdotes, el imperio, las órdenes que vienen de arriba. La persona obedece como un zombi a todo lo que está decretado, porque todo lo que viene de la cúspide de la sociedad es de naturaleza divina y sagrado. La segunda cámara está ocupada por la vida privada: uno se dedica a sus asuntos, intenta sobrevivir, tiene relaciones afectuosas con sus hijos, y relaciones afectivas, sexuales, con su mujer. Pero las dos cosas están separadas, y lo sagrado, lo religioso, está concentrado en una sola cámara. La irrupción de la conciencia aparece en la Atenas del siglo V, donde se abre la comunicación entre las dos cámaras: cesa la hipersacralidad de la primera cámara, lo mismo que la trivialidad de la segunda. Entonces, la sacralidad va a poder precipitarse y fijarse en un ser individual: el ser amado El amor va a
aparecer y ser tratado como tal,
en una civilización donde el individuo se autonomiza y se
expande.
Todo lo que viene de lo sagrado, el culto, la adoración puede
entonces
proyectarse sobre un individuo de carne, que va a ser el objeto de la
fijación
amorosa. El amor adquiere figura en el encuentro de lo sagrado y lo
profano,
de lo mitológico y lo sexual. Cada vez más será
posible
tener la experiencia mística, extática, la experiencia
del
culto, de lo divino, a través de la relación de amor con
otro individuo. En el momento en que llega el deseo, los seres sexuados se ven sometidos a una doble posesión que viene de mucho más lejos que ellos y que los sobrepasa. El ciclo de reproducción genética, que nos invade por el sexo, es a la vez algo que nos posee súbitamente y que nosotros poseemos: el deseo. Es la primera posesión. La otra
posesión es la que nace de
lo sagrado, lo divino, lo religioso. La posesión física
que
viene de la vida sexual se encuentra con la posesión
psíquica
que viene de la vida mitológica. Ahí está el
problema
del amor: estamos doblemente poseídos y poseemos aquello que nos
posee, considerándolo física y míticamente como un
bien propio. La cuestión de la salvajez del deseo y de la fascinación del amor se plantea con respecto al orden social. Las sociedades animales no tienen instituciones pero obedecen a reglas. Por ejemplo: los machos dominantes acaparan la mayor parte de las hembras y los demás machos quedan excluidos de la copulación. Todo esto depende de reglas jerárquicas, pero no hay ninguna regla institucional. La humanidad crea las instituciones, instituye la exogamia, las reglas de parentesco, prescribe el matrimonio, prohíbe el adulterio. Pero es preciso señalar cómo el deseo y el amor sobrepasan, transgreden normas, reglas y prohibiciones: o bien el amor es demasiado endógamo, y llega a ser incestuoso, o bien es demasiado exógamo, y llega a ser ya adulterino, ya traidor al grupo, al clan, a la patria. La salvajez del amor lo lleva ya sea a la clandestinidad, ya a la transgresión. Aunque
dependiente
de una expansión
cultural y social, el amor no obedece al orden social: desde que
aparece,
ignora esas barreras, se estrella contra ellas, o las rompe. Es un
«hijo
bohemio». Por lo demás, lo que es interesante en la civilización occidental, es la separación, que a veces es una disyunción, entre el amor vivido como mito y el amor vivido como deseo. Necesitamos percibir esta bipolaridad: por un lado, el amor espiritual exaltado que tiene miedo precisamente a degradarse en el contacto carnal y, por otro lado, una «bestialidad» que podrá hallar su propia sacralidad en esa parte maldita asumida por la prostituta. La bipolaridad del amor, si bien puede desgarrar al individuo entre amor sublime y deseo infame, puede hallarse también en diálogo, en comunicación: hay momentos felices en los que la plenitud del cuerpo y la plenitud del alma se encuentran. Y el verdadero
amor
se reconoce en que sobrevive
al coito, mientras que el deseo sin amor se disuelve en la famosa
tristeza
poscoital: Homo tristis post coitum. Quien es sujeto del amor
es felix
post coitum. Como todo lo que
está vivo y todo lo
que es humano, el amor está sometido al segundo principio de la
termodinámica, que es un principio de degradación y
desintegración
universal. Pero los seres vivos viven de su propia
desintegración
combatiéndola mediante la regeneración. ¿Qué es vivir? Heráclito
decía: «Morir
de vida, vivir de muerte». Nuestras moléculas se degradan
y mueren, y son reemplazadas por otras. Vivimos utilizando el proceso
de
nuestra descomposición para rejuvenecernos, hasta el momento en
que ya no podemos más. Le ocurre lo mismo al amor, que no vive
más
que renaciendo sin cesar. Lo sublime se da siempre en el estado naciente del enamoramiento. Francesco Alberoni lo explicó bien en su libro Enamoramiento y amor. El amor es la regeneración permanente del amor naciente. Todo lo que se instituye en la sociedad, todo lo que se instala en la vida comienza a soportar fuerzas de desintegración o de insipidez. En el amor, el problema del apego es a menudo trágico, porque el apego se ahonda a menudo en detrimento del deseo. Algunos
etólogos, tras haber señalado
que el hijo adulto de la chimpancé no copulaba con su madre, que
no había atracción sexual entre ellos, han pensado que la
inhibición de la pulsión genital provenía sin duda
del prolongado apego madre-hijo. Un apego prolongado y constante hace
más
íntimo el lazo, pero tiende a desintegrar la fuerza del deseo,
que
sería más bien exógama, vuelta hacia lo
desconocido,
hacia lo nuevo. Se puede
preguntar
si el prolongado apego
de la pareja, que la consolida, que la arraiga, que crea un afecto
profundo,
no tiende a destruir de hecho lo que había aportado el amor en
estado
naciente. Pero el amor es como la vida, paradójico; puede haber
amores que duren, de la misma manera que dura la vida. Vivimos de
muerte,
morimos de vida. El amor debería, potencialmente, poder
regenerarse,
operar en sí mismo una dialógica entre la prosa que se
esparce
en la vida cotidiana, y la poesía que le da savia a la vida
cotidiana. Es digno de destacar cómo la unión de lo mitológico y lo físico se opera en el rostro. En la mirada amorosa hay algo que uno se siente inclinado a describir en términos magnéticos o eléctricos, algo que depende de la fascinación, a veces tan aterrador como la fascinación de la boa sobre el pollo, pero que puede ser recíproca. Y en esos ojos portadores de una especie de poder magnético subyugador, ha puesto la mitología humana una de las localizaciones del alma. ¡Lo mismo pasa con la boca! La boca no es sólo lo que come, absorbe, da (salivar/lamer), es también la vía de paso del aliento, que corresponde a una concepción antropológica del alma. El beso en la boca, que ha popularizado y mundializado Occidente, concentra y concreta el encuentro inaudito de todas las potencias biológicas, eróticas, mitológicas de la boca. Por un lado, el beso que es un análogon de la unión física, por otro, la fusión de dos alientos que es una fusión de las almas. La boca se convierte en algo del todo extraordinario, abierta a lo mitológico y a lo fisiológico. No olvidemos que esta boca habla, y una cosa muy bella, que las palabras de amor van seguidas de silencios de amor. Nuestro rostro
permite, así, cristalizar
en sí todos los componentes del amor. De ahí el papel,
desde
la aparición del cine, de la magnificación por medio del
primer plano del rostro, que concentra en sí la totalidad del
amor. ¿Cómo
considerar el complejo
de amor? La categoría de lo sagrado, lo religioso, lo
mítico
y el misterio ha entrado en el amor individual y allí ha
arraigado
en lo más hondo. Existe una razón fría,
racionalista,
crítica, nacida del siglo de las Luces, que engendra el
escepticismo
como ante toda religión. De hecho, la fría razón
tiende
no sólo a disolver el amor, sino también a considerarlo
como
ilusión y locura. Por el contrario, en la concepción
romántica,
el amor se convierte en la verdad del ser. ¿Hay una razón
amorosa como hay una razón dialéctica, que supera las
limitaciones
de la razón helada? Desde el ángulo de la fría razón, el mito se ha considerado siempre como un epifenómeno superficial e ilusorio. Para el siglo XVIII, la religión era una invención de los sacerdotes, una superchería para engatusar a los pueblos. Ese siglo no comprendía las raíces profundas de la necesidad religiosa y sobre todo de la necesidad de salvación. Soy de los que
creen
en la profundidad antroposocial
del mito, es decir, en su realidad. Diré incluso que nuestra
realidad
tiene siempre un componente mitológico. Y añadiré
que entre homo sapiens y homo demens, la locura y la
sabiduría,
no hay una frontera neta. No sabemos cuándo se pasa de uno a
otro,
y además pueden volverse del revés: así, por
ejemplo,
una vida racional es una pura locura. Es una vida que se
ocuparía
únicamente de economizar su tiempo, de no salir cuando hace mal
tiempo, de querer vivir el mayor tiempo posible, sin cometer excesos
alimenticios,
ni excesos amorosos. Empujar la razón hasta sus límites
desemboca
en el delirio. Entonces, ¿qué es el amor? Es el culmen de la unión entre la locura y la sabiduría. ¿Cómo desenredar esto? Es evidente que es el problema que afrontamos en nuestra vida y que no hay ninguna clave que permita encontrar una solución exterior o superior. El amor conlleva precisamente esa contradicción fundamental, esa copresencia de la locura y la sabiduría. Acerca del amor diré lo que digo en general acerca del mito. Desde que un mito es reconocido como tal, deja de serlo. Hemos llegado a ese punto de la conciencia donde nos damos cuenta de que los mitos son mitos. Pero al mismo tiempo advertimos que no podemos prescindir de los mitos. No podemos vivir sin mitos, y entre los «mitos» incluiré la creencia en el amor, que es uno de los más nobles y más poderosos, y quizá el único mito al que deberíamos adherimos. Y no sólo el amor interindividual, sino en un sentido mucho más amplio, por supuesto sin hacer sombra al amor individual. En efecto, tenemos el problema de la convivencia con nuestros mitos, es decir, no una relación de compromiso, sino una relación compleja de diálogo, antagonismo y aceptación. El amor plantea a su modo el problema de la apuesta de Pascal, quien había comprendido que no hay ningún medio de probar lógicamente la existencia de Dios. No podemos probar empíricamente y lógicamente la necesidad del amor. No podemos más que apostar por y para el amor. Adoptar con nuestro mito de amor la actitud de la apuesta es ser capaces de entregarnos a él, dialogando con él de manera crítica. El amor forma parte de la poesía de la vida. Debemos, pues, vivir esta poesía, que no puede abarcar toda la vida porque, si todo fuera poesía, no sería más que prosa. Lo mismo que hace falta sufrir para saber lo que es la felicidad, es necesaria la prosa para que haya poesía. En la idea de apuesta es preciso saber que existe el riesgo del error ontológico, el riesgo de la ilusión. Es preciso saber que lo absoluto es al mismo tiempo lo incierto. Deberíamos saber que, en un momento dado, comprometemos nuestra vida, otras vidas, muchas veces sin saberlo y sin quererlo. El amor es un riesgo terrible, porque en él no es sólo uno mismo quien se compromete. Comprometemos a la persona amada, comprometemos también a quienes nos aman sin que los amemos, y quienes la aman sin que ella los ame. Pero, como decía Platón sobre la inmortalidad del alma, es correr un bello riesgo. El amor es un mito bellísimo. Es evidente que está condenado a la errancia y a la incertidumbre: «¿Me va bien a mí? ¿Le va bien a ella? ¿Nos va bien?» ¿Tenemos respuesta absoluta a esta pregunta? El amor puede ir de la fulminación a la deriva. Posee en sí el sentimiento de verdad, pero el sentimiento de verdad está en el origen de nuestros más graves errores. ¡Cuántos desdichados y desdichadas se ilusionaron con la «mujer de su vida» o el «hombre de su vida»! Pero nada es más pobre que una verdad sin sentimiento de verdad. Constatamos la verdad de que dos y dos son cuatro, constatamos la verdad de que esta mesa es una mesa, y no una caja, pero no tenemos el sentimiento de la verdad de esa proposición. Sólo tenemos la intelección. Ahora bien, es cierto que, sin sentimiento de verdad no hay verdad vivida. Pero precisamente lo que es origen de la verdad más grande, es al mismo tiempo el origen del mayor error. Por eso el amor es acaso nuestra religión más verdadera y a la vez nuestra más verdadera enfermedad mental. Oscilamos entre esos dos polos, tan real uno como otro. Pero, en esta oscilación, lo extraordinario es que nuestra verdad personal nos la revela y aporta el otro. Al mismo tiempo, el amor nos hace descubrir la verdad del otro. La autenticidad del amor no está sólo en proyectar nuestra verdad sobre el otro, para finalmente no verlo más que través de nuestros ojos, está en dejarnos contaminar por la verdad del otro. No hay que ser como esos creyentes que encuentran lo que buscan porque proyectan la respuesta que esperan. Y ahí está también la tragedia: llevamos en nosotros tal necesidad de amor que a veces un encuentro en un buen momento -acaso en un mal momento- desencadena el proceso de la fulminación, la fascinación. En ese momento,
proyectamos sobre otro esta
necesidad de amor, la fijamos, la endurecemos, e ignoramos al otro que
se convierte en nuestra imagen, nuestro tótem. Lo ignoramos
creyendo
adorarlo. Ahí está, en efecto, una de las tragedias del
amor:
la incomprensión de sí y del otro. Pero la belleza del
amor
es la interpenetración de la verdad del otro en sí, de la
de sí en el otro, es hallar la propia verdad a través de
la alteridad. Concluyo. La cuestión del amor se recapitula en esta posesión recíproca: poseer lo que nos posee. Somos individuos producidos por procesos que nos precedieron; estamos poseídos por cosas que nos sobrepasan y que irán más allá de nosotros, pero, en cierto modo, somos capaces de poseerlas. Siempre y por doquier, la doble posesión constituye la trama y la experiencia misma de nuestras vidas. Terminaré
aplicando a la búsqueda
del amor la fórmula de Rimbaud, la de la búsqueda de una
verdad que esté a la vez en un alma y en un cuerpo. Nota: «Le complexe d'amour» fue publicado como primer capítulo de un bello librito titulado Amour, poésie, sagesse (Paris, Éditions du Seuil, 1997: 13-36). Agradecemos al autor su gentil autorización para la presente traducción y publicación. Traducido por Pedro Gómez García. |
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