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La evangelización de los Andes En los últimos años, los trabajos efectuados sobre la historia de la Iglesia católica han tenido un desarrollo muy alentador. Las investigaciones que conocíamos hasta entonces hacían una apología general de la «noble labor evangelizadora y moralizadora de la Iglesia», presentándonos la historia general del clero regular y secular, los métodos misionales, la aplicación del concilio de Trento, las historias regionales de la Iglesia, la legislación eclesiástica (Vargas Ugarte 1971). En algunos trabajos precisos, la historiografía eclesiástica peruana exalta la labor de la orden religiosa del autor, de algunos santos patrones y sobre todo los resultados positivos de la evangelización. Se percibe, en estos trabajos, un afán triunfalista y dogmático de la Iglesia (1). Recientemente todavía se persevera en estas rutas, por eso, aprovechando la conmemoración del quinto centenario del descubrimiento de América, han aparecido trabajos que sólo persiguen reivindicar el «papel civilizador» que la Iglesia llevó a cabo a través de las obras piadosas de sus santos varones (2). Sin embargo, empiezan a aparecer interpretaciones novedosas sobre las ideas y formación religiosa de los protagonistas de la evangelización de los Andes en los siglos XVI y XVII, y sobre las preocupaciones y problemas teológicos, pastorales, económicos que ellos vehicularon por tierras andinas. También, se empieza a separar los esfuerzos verdaderamente evangélicos de muchos de los servidores de la Iglesia y de la Corona de los que, desde muy tempranas etapas, mezclaron los ideales religiosos con los objetivos políticos e individualistas. Estos últimos trabajos renuevan de manera notable el panorama de la historia eclesiástica, porque han sido realizados con acuciosidad y enmarcándose dentro de la discusión teológica americanista, que separa teología académica de teología profética, y es en este sentido en el que reflexionamos y presentaremos las principales contribuciones (3). Se está realizando también un largo trabajo sobre los cronistas españoles, profundamente católicos, pero que llevaban dentro de ellos el largo convivir con dos religiones monoteístas: el islamismo y el judaísmo. Estos cronistas, sintiendo la necesidad o la obligación de escribir y de comunicar sus experiencias, utilizaron tempranamente los dos instrumentos inventados a fines del siglo XV: la imprenta y la gramática castellana de Nebrija. Por esta razón, los trabajos historiográficos como los actuales se beneficiaron del rol importante que desempeñó el libro desde el siglo XVI. Éste aseguró la difusión de la cultura, los resultados de los concilios y los sínodos, los textos catequísticos, los diccionarios y las gramáticas, las crónicas. El libro fue el instrumento de apoyo en la labor de la evangelización. Así durante el período de la extirpación de la idolatría y durante todo el siglo XVIII el Tratado de los Evangelios de Ávila y los Sermones de Avendano fueron leídos tanto por los misioneros como por los caciques. Fue un vehículo importante, mediante el cual se conocieron en tierras americanas las diversas corrientes fundamentales del pensamiento europeo. También hay que agregar que el libro en estas latitudes constituyó una fuente de temas iconográficos religiosos para los diferentes artistas indígenas, mestizos y europeos. Los grabados y viñetas contenidos en ellos suministran y generan nuevas ideas, son fuentes de inspiración y, combinados, adaptados y mezclados, fueron reproducidos por pintores, escultores y arquitectos, quienes por su oficio y con su arte terminan al servicio de una evangelización visual de los indígenas (Ramos, Guibovich 1991). La influencia de
la
corriente humanista cristiana
europea en los religiosos reformados españoles desarrollo en
cada
uno de ellos una enorme voluntad de reformas, a través de una
actividad
personal comprometida y efectiva en el proceso de evangelización
de América (4). A través
de las
intervenciones
de ellos fue apareciendo en España y en la mentalidad europea
una
idea de la población aborigen americana. Dada su
formación
humanista, estos pensadores activos atribuyeron una enorme importancia
a la educación, en el sentido de que había que educar a
los
indígenas de acuerdo a los mismos valores occidentales. Por este
motivo, criticaron las prácticas evangelizadoras, debido al
escaso
nivel cultural de muchos religiosos y porque estaban convencidos de que
la educación simultánea era básica para el
desarrollo
de la evangelización. En este sentido, se empeñaron en
sostener
que los religiosos evangelizadores debían ser excelentes
hablando
lenguas aborígenes, incluso más que en teología.
También
eran partidarios de un retorno a las fuentes del cristianismo, a la
«iglesia
primitiva». Se trataba, mediante la educación, de entregar
y dar a los indios «pedazos de evangelio». Estos humanistas
le dan relevancia a la retórica ciceroniana, como modelo para lo
que debía ser una de las armas fundamentales de la
evangelización:
la elocuencia, que, a través del sermón, prosperó
desde el inicio del período colonial y ha continuado hasta hoy,
porque fue capaz de convocar y atraer multitudes en los diversos grupos
sociales. La acción fundamental de estos «intelectuales y
obreros misioneros» fue producir el encuentro entre el mundo
antiguo,
clásico y bíblico con el nuevo mundo.
A. Primer período de extirpación de idolatrías En el período de la represión religiosa se deben considerar los estudios que dieron una primera idea general del problema, cuando se ocuparon de estudiar las reducciones; los que trataron de desmembrar el concepto de idolatría saliendo de los confines de los Andes y comparándolo con México; los que estudian la situación económica y social de los doctrineros y su relación con el movimiento del Taqui Onkoy, con la aparición del pishtaco o naqaq y con la extirpación de la idolatría; los que se ocuparon del contexto político-eclesiástico en que se realizaron las campañas de la extirpación de idolatrías. En este orden, los métodos de represión fueron precedidos por los de control y éstos se llevaron a cabo fundamentalmente a través del procedimiento de las reducciones de los pueblos indígenas, de la superintendencia de la moralidad pública y de la confusión. Tanto en las nuevas ciudades españolas como en el campo se crearon reducciones para agrupar a los indígenas, las cuales fueron puestas a cargo de los curas doctrineros. En estas reducciones, indispensables para la propagación y aceptación del evangelio, estos religiosos se encargaban de administrar los sacramentos, especialmente el de la confesión o penitencia; también enseñaban la doctrina cristiana, establecían escuelas infantiles, a menudo supervisaban y castigaban los vicios públicos, como borracheras, concubinato e idolatría menor; predicaban y exhortaban contra los pecados tanto de obra como de pensamiento; administraban justicia a través de multas, cárcel, azotes, y desarrollaron el castigo más grave y temido por los indígenas: el rapado del cabello. El concepto de idolatría fue trabajado en su dimensión europea y americana, empezando por discutir y comentar el contenido y la utilización del término religión, termino que es utilizado en el siglo XVI por Bartolomé de Las Casas, quien, basándose en la idea del carácter universal de la religión, da una interpretación de los cultos amerindios a través de la matriz de las religiones antiguas (5). En este sentido, afirma que las religiones indígenas forman parte de las grandes religiones de la antigüedad como la caldea, la egipcia o la romana, y define lo religioso en América a través del contenido de la religión: sus dioses, sus templos, los sacerdotes, los sacrificios; y en este sentido es completamente opuesto a la idolatría. Dos representantes singulares caracterizan esta tendencia, son sacerdotes doctrineros de indios, conocedores de las lenguas autóctonas y de las tradiciones locales, los dos escribieron, en la segunda mitad del siglo XVI, crónicas sobre los ritos y las fiestas en México y en el Perú. Diego Durán vivió en Texcoco, cerca de México, y Cristóbal de Molina en el Cusco. Los dos religiosos, con sus experiencias diversas, concluyen en sus crónicas que tanto en el Perú como en México no existe una palabra para designar a Dios, que en ambos casos es imposible separar la idolatría del conjunto socio-cultural, que la idolatría facilita los encuentros, las mezclas, los sincretismos. Frente a estas constataciones, Durán desarrolla la idea de que la idolatría debe ser vista como una costumbre antigua, como una tradición en la cual ciertas formas y hechos idolátricos pueden ser tolerados y de esta manera la iglesia misionera hace una separación entre actividades religiosas permitidas y actividades profanas relegadas a las costumbres. A partir de estas constataciones, la iglesia se empeña en crear nuevas tradiciones para desarraigar los antiguos ritos. Asimismo proceden a la transformación deliberada de las antiguas ceremonias indígenas en simples hechos de tradición o de costumbres, con la idea de que poco a poco serán llevados a cabo sin conocer ni sus orígenes ni su significación (seminario de Carmen Bernand y Serge Grusinski sobre las idolatrías en los Andes y en México). El mundo andino, de manera precoz, esta marcado por un movimiento indígena denominado por los investigadores como de resistencia, mesiánico, nativista, de rebelión. Este movimiento conlleva la aparición y la construcción del pishtaco o naqaq, personaje que jugará un rol importante hasta hoy (Varón, Millones 1990, Stern 1982). El movimiento del Taqui Onkoy emerge en una situación de profundo desequilibrio social provocado por la opresión y la dominación colonial temprana, que se manifiesta a través de las epidemias, el exceso de trabajo para los encomenderos y en las minas, las humillaciones, los maltratos físicos y morales, la hambruna, la muerte. Como esta violencia que desestructuraba y exterminaba totalmente el mundo indígena venía del exterior, este mundo se defiende, elaborando en su seno un retorno, un renacer de la situación anterior y propulsando el retorno de las Huacas. El movimiento se presenta entonces como una acción transformadora y de respuesta, como una legítima reacción de rechazo contra todo lo que es español y está fundamentalmente constituida y animada por elementos religiosos (6). En la sociedad indígena de la región de Ayacucho, a mediados del siglo XVI, corre el rumor de que los españoles enviados por el Rey de España habían venido a sacarles la grasa, a quitarles la energía y la vitalidad y era ésa la razón por la que cada vez se hacían más ricos y poderosos. A partir de estas constataciones aparece en el mundo indígena un grupo de personas que se denominan profetas o predicadores, que fomentan una separación radical entre españoles e indígenas, un rechazo a todo lo que es español, comenzando por la vestimenta, los caballos, los nombres y por supuesto la religión, con el fin de frenar las tendencias colaboracionistas. Para alcanzar el retorno a la sociedad anterior, los indígenas debían purificarse ayunando: comer sin sal ni ají, evitar las relaciones sexuales y especialmente tenían prohibido consumir la carne de los animales introducidos por los españoles: porcinos, ovinos, bovinos y aves. Estas mismas personas proclaman por todas partes que todas las Huacas que no recibían más los sacrificios rituales, que habían sido abandonadas por sus servidores y destruidas por los cristianos, habían resucitado; ahora andaban secándose y muy hambrientas. Explicaban que el conquistador Francisco Pizarro había vencido a las Huacas de los Incas, pero ahora ellas habían resucitado y se habían unificado en torno a las Huacas mayores: Titicaca y Pachacamac, y estaban listas para reiniciar la lucha. La muerte visitará esta vez a los españoles, que perecerán víctimas de las enfermedades que les enviarán la Huacas. Éstas, reforzadas por la reiniciación de los sacrificios, expulsarán al Dios cristiano y a los españoles. Los profetas auguran el fin del mundo y preludian un Pachacuti. En realidad se postula un reordenamiento de las relaciones en el interior del mundo andino y el tránsito hacia un nuevo orden social. Estamos en una fase de trabajo cognitivo-cultural, en el que todavía no se ha realizado la síntesis del universo religioso occidental con el andino. Después de la fase de propagación, las Huacas se introducen en el cuerpo de algunos indígenas, quienes por estar poseídos o encarnados por una de las Huacas se desplazaban agitándose y temblando, entraban en un estado de éxtasis y por esta razón eran considerados sagrados. Los que seguían el movimiento, los adeptos, lo hacían de manera desordenada, bailando desenfrenadamente sin descanso hasta caer también en éxtasis, gritando y cantando decían que renegaban del catolicismo. Por eso Taqui Onkoy significa literalmente danza enferma, canto enfermo, estrella enferma, y socialmente se trata de la enfermedad y la resurrección de los dioses. Como el movimiento del Taqui Onkoy se origina después de una evangelización previa, bajo la dirección de líderes y en una población que había conocido el cristianismo treinta años antes, que gran parte de ellos eran bautizados y llevaban nombres de santos, la Iglesia trata de detener el movimiento. La respuesta de las Huacas a través de los poseídos no se hace esperar; viene en forma de amenazas y castigos: previniendo que los que no siguen la corriente indígena se convertirán en huanacos y vicuñas, vivirán errando en las cordilleras, sufrirán enfermedades y, en caso de muerte, morirán con la cabeza abajo en franco sacrilegio contra la Pachamama. En este sentido, el movimiento estaba contra la religión de los conquistadores para proseguir con los cultos andinos tradicionales (7). El movimiento duró siete años de manera intensa y más de cincuenta años de manera latente. Se extendió por todo el obispado del Cusco, llegando activamente hasta Bolivia y Lima; pero como novedad recorre rápidamente todas las regiones del Virreinato del Perú. Fue denunciado por un cura, quien pidió desarraigar esta idolatría. Entonces la Iglesia cusqueña envió inmediatamente a un visitador mestizo, Cristóbal de Molina, seguido después por un eclesiástico como visitador oficial, Cristóbal de Albornoz, quien se hace acompañar de un fiscal, el futuro cronista Guamán Poma de Ayala. Todos ellos visitan las regiones de Huamanga, Arequipa, Cusco y en ellas encuestan, descubren el crimen de apostasía, identifican a los principales líderes del movimiento, a quienes encarcelan y exilian definitivamente; confinan a las mujeres líderes en los conventos, obligan a pagar fuertes multas a los curacas y castigan con la pena de azotes y rapada de cabello a más de ocho mil indígenas que siguieron el movimiento; mientras que paralelamente iban destruyendo todas las Huacas que encontraban. Frente a esta situación, un sector del clero reclamaba violentamente la presencia de la Inquisición, por lo menos en la región de Ayacucho, porque consideraban que los indios que habían recibido el bautismo y que habían participado en el movimiento no sólo eran idólatras sino también apóstatas y heréticos. Hasta el
momento,
los estudios se han concentrado
en investigar las informaciones ofrecidas por Cristóbal de
Albornoz
y los testigos presentados por él, para hacer constar una
importante
información de los servicios prestados. Las últimas
transcripciones
paleográficas, los estudios preliminares del personaje y de las
circunstancias que rodearon la elaboración de su hoja de
servicios
nos ofrece la imagen de un Cristóbal de Albornoz ansioso por
hacer
carrera dentro del cabildo eclesiástico del Cusco y dispuesto,
por
lo tanto, a presentar el Taqui Onkoy como el asunto central de las
idolatrías
que sustenta los méritos del piadoso visitador
eclesiástico
y con el fin de impulsar el proyecto que existía en el clero
secular
y en muchos religiosos de proceder a la realización de una
verdadera
campaña de extirpación de idolatrías. Igualmente
el
cronista Guamán Poma, como fiscal del visitador, es un
representante
del poder local dominante, un respetuoso defensor de los derechos de la
Corona y un eficaz instrumento del proceso de extirpación de
idolatrías.
Finalmente pudríamos decir que, para los indígenas, el
movimiento
del Taqui Onkoy fue fundamentalmente una expresión para designar
las enfermedades, las epidemias y todos los males que diezmaron a la
población
indígena. Fue una especie de movimiento de salvación que
utilizaba y se amparaba en las Huacas, mientras que la
respuesta
española-mestiza se exaltó con el fin de justificar
pretensiones
eclesiásticas y administrativas de los Visitadores (Ramos,
Guibovich
1991, Urbano 1990).
B. Segundo período de extirpación y la estabilización Con ocasión del cuarto centenario del III Concilio Provincial de Lima, en los últimos 15 años, las publicaciones de concilios, sínodos, visitas pastorales, libros de diezmos, confesionarios, llenaron el vacío que existía para poder entender la condición sociopolítica de la Iglesia católica en el siglo XVI y XVII y el desarrollo de la organización eclesiástica en América (Bartra 1982, Durán 1982). La publicación del III Concilio de Lima permitió una serie de estudios sobre distintos aspectos de la evangelización española en América. Estos trabajos trazan un panorama de la enseñanza catequística anterior al concilio de Lima III y retoman las pautas pastorales del concilio de Lima I (1552), Lima II (1567) y las novedades que introduce Lima III (1582). La convocatoria del III concilio limense representa un hito importante. Allí se analizaron cuestiones relacionadas con la evangelización, la disciplina eclesiástica, la administración de los sacramentos. También se consideraron estos aspectos al realizar la impresión de los libros, tanto en la versión de los autores del texto castellano como de las otras versiones en quechua y en aymara. De este concilio salieron tres obras: Catecismo, Confesionario y Sermonario; mientras que, entre Lima I y II, el dominico Domingo de Santo Tomás escribió la primera gramática quechua y un catecismo en la misma lengua. Los textos castellanos de las obras catequísticas de Lima III reflejan el abandono casi radical de las tesis planteadas por Bartolomé de Las Casas, quien denunciaba la espantosa masacre que causó la presencia española en el nuevo mundo. A partir de entonces, la marcha eclesiástica y pastoral toma nuevos rumbos y fue José Acosta uno de los religiosos que más tuvo que enfrentar los fuertes movimientos de inspiración lascasiana, y los rechazó o distorsionó para lograr sus objetivos (Urbano 1982; ver también los trabajos de Fermín del Pino). El fruto más relevante de Lima III es la Doctrina cristiana y el Catecismo mayor y menor, que estuvieron en vigor durante cuatro siglos. Con fines comparativos, sería necesario conocer los catecismos medievales, para comprender la metodología catequística indiana. El catecismo mayor es un esfuerzo notable para adaptarse a la realidad de las Indias, particularmente en lo que respecta a la introducción en él de los principios y fórmulas publicadas por el Concilio de Trento. Resumiendo, podríamos decir que Lima III está marcado por la figura de Toribio de Mogrovejo y la del jesuita José de Acosta, quienes tuvieron una acción muy significativa en el seno del concilio, responsabilizándose de la organización, discusión y redacción de los textos conciliares (Durán, Bartra 1982). A raíz de Lima III, comienzan a aparecer y difundirse los manuales de confesión, siendo el más antiguo el de México, editado en 1563, y en 1585 en el Perú (Azoulai 1983). Los manuales de confesión tienen como base el principio del interrogatorio y, en el caso que nos ocupa, contienen preguntas dirigidas a la sociedad indígena, aunque también hay otros manuales de confesión con interrogatorios exhaustivos dirigidos a los españoles y a los negros, los cuales no han sido estudiados todavía. Los manuales de confesión, siendo de por si tardíos en España, son instrumentos acabados y se trasladaron a América cuando dejaban de utilizarse en Europa. Desde el punto de vista teológico, los diversos confesionarios implicaban el compromiso de que, en la mayor parte de casos, los indígenas fueran efectivamente sometidos a los interrogatorios que figuran en esos manuales; en otros casos eran sólo guías para que el confesor logre una confesión completa y detallada de las culpas y pecados; y si no, eran utilizados para salvar problemas de orden lingüístico en la comunicación. El contenido de estos manuales es muy parecido a los temas que trata un científico social, lo que permite tener efectivamente las representaciones del mundo indígena en el momento preciso de su aplicación. Esto fue posible porque José de Acosta había recomendado a los confesores de indios el estudio atento de las costumbres religiosas de los naturales y de sus tradiciones mitológicas. El cuestionario interrogatorio cubre los siguientes sectores: lo que tiene que ver con la palabra (plegarias, rezos, juramentos, promesas, invocaciones, blasfemias, falsos testimonios, bendiciones), con la magia (ídolos, brujerías, curaciones, hierbas y plantas), con la fe católica (trinidad, sacramentos, misa, ayuno, fiestas, catecismo, doctrinas), con la violencia (venenos, abortos, infanticidios, suicidios, conflictos familiares, borracheras, agresión a los curas), con el sexo (matrimonio, practicas sexuales, hechicería, pecado nefando, amancebamiento), con la economía (robo, restitución, transacciones comerciales, operaciones financieras, trabajo, minas). No sabemos si la Iglesia se beneficiaba de sus conocimientos en cuestionarios y de sus resultados para desarrollar sus preocupaciones normativas; tampoco sabemos lo que pasaba durante y después de las confesiones. No hay nada escrito sobre la problemática de lo que es el pecado cometido por un español, el pecado efectuado por un negro y la situación de pecado generalizado de los indígenas, y se carece de información sobre el problema de la penitencia en general (8). Durante el siglo XVII, la labor legisladora de la Iglesia en el campo de la evangelización y organización eclesiástica fue muy fecunda, en particular durante las tres primeras décadas. A este período corresponden las Constituciones sinodales dictadas por los arzobispos Bartolomé Lope Guerrero, en 1613, y Hernando Arias de Ugarte, en 1636. Estas constituciones constituyen un complemento de las ya proveídas en 1583-1584, y su difusión atestiguada documentalmente fue grande en el obispado limeño durante los siglos XVII y XVIII. Con el fin de cumplir con los preceptos del concilio de Trento, en este período se crea una de las instituciones represivas de los asuntos eclesiásticos desviantes, y este es el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición (Guibovich 1989, Ramos, Guibovich 1991). Se ha estudiado el impacto político y económico que produjo tal institución, los diversos procesos contra los comerciantes portugueses y la consiguiente expropiación de sus cuantiosas fortunas, las relaciones que mantuvieron los ministros del Tribunal del Santo Oficio con los otros grupos de poder, las actividades económicas en que se comprometieron y el modo como estos nexos influyeron en la política del Santo Oficio, la articulación entre la censura de libros y la formación intelectual de los ministros de este organismo. Como la conquista había destruido el aparato institucional del Estado Inca y, sobre todo, los pilares fundamentales del sistema de las Huacas, las religiones andinas tradicionales se continuaron practicando de manera clandestina. En ese momento, la acción misionera desarrolló una verdadera campaña de persecución y represión, generando una especie de psicosis obsesiva, tanto en los civiles como en los religiosos españoles de los siglos XVI y XVII, y entre los indígenas que tenían el constante temor de ser denunciados con o sin razón. Se pensaba que la idolatría era una peste causada por la ignorancia de los indígenas y por la negligencia de los curas; por ese motivo se pone en marcha el movimiento de la «extirpación de idolatrías» utilizando todos los medios posibles: denuncia, obligación de confesión, educación de los niños, destrucción de todo objeto idolátrico, disuasión, reelaboración de las creencias con el fin de cortar las raíces de cualquier identificación y veneración religiosa. Como ejemplo, tenemos la región de Cajatambo, que fue recorrida a lo largo del siglo XVII por los frailes y curas encargados de perseguir la idolatría. Hay que insistir particularmente sobre las campañas de 1656-1663, que fueron muy devastadoras, siendo sus moradores objeto de interrogatorios rebuscados y agobiantes. Estas campañas desatadas en contra de las idolatrías representan la faceta religiosa de una segunda conquista del Perú (Duviols 1977). Las diferentes órdenes religiosas y sobre todo la de los jesuitas movilizaron todas sus energías para buscar y extirpar las idolatrías (Duviols 1977). La coyuntura era favorable para la orden de los jesuitas, quienes, en 1609, festejaban la beatificación de su fundador, San Ignacio de Loyola. Materialmente atacaron todo lo que podía ser confiscado, quemado o quebrado, y en este orden fueron destruidos sistemáticamente todos los objetos considerados sagrados y venerados: las piedras, las momias e incluso los tejidos. Sin embargo, la destrucción total de los ídolos fue casi tarea imposible, porque en ciertos casos las Huacas y los ancestros tenían como representación y lugar de culto una montaña, una enorme roca, una fuente, una laguna, un fenómeno meteorológico, una anomalía física, una forma percibida en el paisaje. Paralelamente a la actividad represiva de los misioneros extirpadores, hay una respuesta de la sociedad indígena a través de una reaparición y proliferación de curanderos y brujos que se presentan como una fuerza de choque para su defensa y protección, puesto que esta sociedad quiere evitar igualmente la amenaza del olvido de sus prácticas y creencias, tratando al contrario, de mantenerlas vivas a través de sus especialistas. En los últimos años, se han trabajado los procesos de idolatrías conservados en los archivos diocesanos y en el archivo arzobispal de Lima. Por la lectura de estos documentos, tenemos descripciones minuciosas de los ritos y creencias «diabólicas» (Duviols 1986, García Cabrera 1994, Ramos, Urbano 1993, Sánchez 1991). Bajo la influencia de los teóricos franceses y españoles que trabajaron en Occidente temas como la culpa, el miedo, la vergüenza y sobre brujas y magia en España, se detectó la manera como influyó en las prácticas antiidolátricas de los eclesiásticos que en el Perú se consagraron activamente a la extirpación de todas las prácticas rituales tradicionales. De todos estos trabajos destacaremos el que establece la relación entre idolatrías, brujas y mujeres en los Andes prehispánicos y coloniales (Silverblat 1990, Mannarelli 1985). Las acusaciones realizadas contra las mujeres en los juicios de idolatrías, tanto en la ciudad de Lima como en el mundo indígena, siguen un patrón o modelo cuyas raíces se encuentran en la persecución a los herejes y heterodoxos europeos, y una continua tradición medieval en la cual la mujer está relacionada íntimamente con el «pecado», con las «tentaciones carnales», con las «relaciones sexuales -tratos carnales- con el demonio», con los errores inducidos por el diablo y otras actitudes juzgadas como pecaminosas. El interés que despierta la figura del demonio no se restringe sólamente a lo que estudian los temas relacionados con la idolatría. Se han hecho estudios sobre la evolución del concepto quechua supay y sobre su significado en los Andes prehispánicos (Taylor 1987, Silverblat 1982). El término quechua utilizado más tarde por los evangelizadores cristianos adquiere la misma significación que la palabra demonio de la tradición judeo-cristiana, olvidando y dejando de lado todas las referencias a las diferentes categorías de «espíritus» que llevaban ese nombre en el Perú prehispánico. El vocablo supay deriva de upay y su significado va más bien hacia lo que podría ser abstractamente la «sombra» o el «alma», sin determinar ningún juicio de valor o referencia moral a un individuo. La introducción de la moneda, de los diversos objetos europeos y de las mercancías ejerce un impacto considerable en la reelaboración colonial de las creencias y cultos indígenas, que a su vez evolucionan a medida que se instala y desarrolla en los Andes la economía de mercado. Los objetos sagrados se convierten en mercancías, pero de igual manera las mercancías pueden ser sacralizadas. Esta situación tiene su inicio con la aparición y el desarrollo de la actividad pictórica producida inmediatamente después de la conquista. Durante los primeros años se venden los cuadros de pintura religiosa española; más tarde, a partir de 1545, los pintores españoles avecindados en el Cusco reciben estipendio por varias de sus obras pintadas en la catedral. Junto a los pintores españoles, los autóctonos empiezan a liberar su espíritu creador y deciden expresarse con lenguaje y códigos propios a finales del siglo XVI y sobre todo en el XVII y XVIII. En el Cusco, Huamanga, Cajamarca y Lima se constituyen verdaderos talleres y escuelas de pintura y escultura, en los que imperan los temas religiosos y en los cuales sobresalen especialmente los artistas indios y mestizos (Gonzales Salazar 1970). Igualmente, la economía de mercado empieza a englobar los objetos rituales andinos. Así, en 1656, en el mundo de las reducciones de indígenas de la región de Cajatambo, el cacique, que ya había tenido problemas con las autoridades eclesiásticas por causa de su comportamiento pagano, vende a los indígenas las plumas de cierto pájaro considerado indispensable para realizar los ritos destinados a recordar y festejar las momias de los ancestros. Se afirma también que aquellos que realizaban estos ritos sin tener ningún derecho explotaban las tierras de los ancestros por cuenta propia. Bajo la apremiante presión de los misioneros, los naturales de Ocros reclaman de inmediato a los «brujos» el reembolso de las ofrendas. Para muchas comunidades, el tradicional sacrificio de las llamas y de las alpacas resulta muy oneroso, poco a poco son reemplazadas por los cuyes. Dada la importancia de los mullos en las diferentes ceremonias andinas, tanto los indígenas como los españoles desarrollan un tráfico intenso entre la costa y la sierra. Pero, del mismo modo, por este mismo medio, se intensifica la introducción de las representaciones católicas a través de imágenes, rosarios, medallas, que tampoco escapan a los circuitos comerciales (Acosta 1987a, Duviols 1986, García Cabrera 1994. Seminario de Carmen Bernand). También es necesario interrogarse sobre otros aspectos de la noción de idolatra o de rebelde, conceptos que fueron determinados por el clima ideológico, los intereses creados en torno a la extirpación, así como por las relaciones de las fuerzas políticas y económicas entre los diferentes actores del poder local de la época. Es el caso del padre Francisco de Ávila, en Huarochiri, quien denuncia como idólatras a sus parroquianos, que a su vez lo acusan de exacciones y abusos económicos. De Ávila, por medio de la confesión y la observación directa, estaba ampliamente informado de las creencias y ritos a que estaban habituados los indígenas de la región, incluso algunas veces los propiciaba y forzaba él mismo, porque percibía un impuesto por cada una de las ofrendas que los indios depositaban sobre las tumbas con motivo del día de los muertos. La acusación de idolatría a sus doctrinados en realidad era una represalia porque ellos habían efectuado un recurso judicial en el que se quejaban de sus abusos sexuales, de su exagerada codicia económica, del aprovechamiento desmedido del trabajo indígena, de las ausencias repetidas de su parroquia con el fin de ocuparse de sus propios negocios comerciales y, sobre todo, tenía el proyecto de instalar un obraje. Todas estas actividades estaban prohibidas por el III Concilio Limense, pero, haciendo caso omiso de ello, gran parte de los doctrineros en los Andes, se habían vuelto para su propio provecho extraordinarios agentes económicos y eficaces extractores del excedente indígena. Por efectos de
la
colonización, las
circunstancias que rodean el nacimiento de algunos sacerdotes que
destacan
en la historia de la Iglesia colonial van a intervenir de manera
definitiva
en sus vidas y en sus actos. El hecho de ser expósito o ser
mestizo
les impedía presentarse a los concursos u oposiciones destinados
a ocupar puestos de responsabilidad en la estructura
eclesiástica,
como las canongías en el caso de Francisco de Ávila, o
simplemente
la Iglesia ponía dificultades para la ordenación, como es
el caso del jesuita Blas Valera. Aunque no todos fueron impedidos en su
carrera eclesiástica, porque la acusación con el
calificativo
de mestizo, expósito, ilegitimo, en la mayoría de los
casos
fue utilizada como un arma con fines políticos, para anular o
deshacerse
de los elementos no convenientes o poco gratos en determinadas
circunstancias
en la sociedad colonial. Los motivos que llevaron a los evangelizadores
más notables a lanzarse en persecución de
idolatrías
permite explorar el caso de Cristóbal de Molina, el
Cusqueño,
o de Cristóbal de Albornoz, para dilucidar los motivos
verdaderos
de tan piadosos como ambiciosos personajes. Éstos exageran la
situación,
sobrevaloran las estimaciones que hacen acerca del número de
ídolos,
intrigan, se ponen al servicio de los intereses de una orden religiosa
y tienen el pretexto exacto para organizar una política
represiva
en las comunidades, con el fin de acumular méritos para obtener
puestos importantes o recibir recompensas (Acosta 1987b, Guibovich
1993,
Ramos, Guibovich 1991).
C. Estabilización eclesiástica y religiosa Aunque, en esa época, la Iglesia no permitía desarrollar un clero indígena, se instituyó un «cuerpo de especialistas religiosos indígenas»: fiscales, sacristanes, catequistas, acólitos, músicos, mayordomos, así como también responsables para los demás servicios del culto religioso. Algunos vigilaban el cumplimiento de los deberes religiosos de los indios, otros estaban destinados exclusivamente al servicio del culto, del cura, otros tomaban varios cargos o responsabilidades en la celebración de las fiestas y en el cuidado de los bienes de la Iglesia y de las cofradías. Otros entraron a la vida religiosa como «donados», que eran considerados el rango más bajo en las órdenes regulares, o en calidad de sirvientes o domésticos en los conventos. Varios indígenas fueron premiados con nombramientos a cargos y oficios, por hacer cumplir las reglamentaciones españolas. Por ejemplo, el cacique de los indios originarios de Lima, don Gonzalo Lima, convocaba y juntaba a los indios e iba con ellos a la misa y castigaba a los que no acudían a su llamado; en recompensa fue nombrado por ello alguacil mayor. En calidad de tal azotó a una india, por consentir el concubinato de su marido, y de igual manera castigaba con la misma pena a otros por faltar a los rezos y a la misa. En el combate contra las borracheras, dado que los indígenas optaban por embriagarse a rienda suelta y luego tenían comportamientos incontrolables, una de las mejores armas era la vigilancia y la delación ejercida por los miembros de las cofradías indígenas, inclusive contra sus mismos parientes. No hay que olvidar el caso del cronista indígena Guamán Poma, a quien el visitador Cristóbal de Albornoz le dio, alrededor de 1560, el nombramiento de fiscal, para la campaña de extirpación de idolatrías en la sierra sur (Acosta 1987a, Urbano 1990, Ramos, Guibovich 1990). En los asuntos que conciernen a la represión y extirpación de idolatrías, el interés no está sólo en la búsqueda de las «raíces andinas». Con el fin de entender el problema que implica un estudio de mentalidades en el mundo colonial, se debe tomar en cuenta el contenido del conocimiento religioso del pensamiento en Europa y especialmente en el mundo ibérico. Es importante indagar sobre la dimensión exacta que de este conocimiento transportaron los conquistadores, corregidores, doctrineros, visitadores civiles y eclesiásticos, tratando de comprender el mosaico cultural y social que formaban los españoles que conquistaron y se instalaron en América, ellos mismos herederos directos de una situación colonial y de un mestizaje cultural no muy lejano. Hacer este trabajo significa comprender la lucha efectuada contra las idolatrías desde mediados del siglo XVI y durante todo el siglo XVII, y no reducirlo a un simple problema de pugna de poder y saber de los españoles contra los indios. En este dominio, empiezan a aparecer estudios novedosos en los que se busca comprender el objetivo y se compara el estilo de la evangelización de cada una de las ordenes religiosas (ver los trabajos realizados por Julián Heras, Henrique Urbano, Manuel Marzal, respectivamente sobre franciscanos, dominicos y jesuitas). Bajo la influencia de Las Casas, los dominicos buscaron en el indio un modelo de una ética natural; los franciscanos estimaron la pobreza del indio, y los jesuitas destacaron por la nueva mentalidad moderna que resaltaba la eficacia en los métodos. El siglo XVII es decisivo para la institucionalización de la Iglesia peruana. Paralelamente al período de extirpación de idolatrías se instalan las autoridades eclesiásticas, el clero religioso, los monasterios y conventos, los cuales ocupan lugares estratégicos a través de los Andes y cuya importancia política y económica crece con la expansión y el desarrollo de la población eclesiástica. Todavía no se ha trabajado debidamente sobre el desarrollo de la vida conventual en el Perú colonial. Hay un trabajo sobre el siglo XVII, dedicado exclusivamente a los criollos y la conciencia criolla en el interior de las ordenes religiosas de este Virreinato (Lavallé 1993). A mediados de este siglo aparecen las grandes crónicas conventuales, cuyo objetivo no es únicamente hacer historia, sino más bien mostrar la vida ejemplar, así como la moralidad de los fundadores de conventos y monasterios. Estos trabajos clásicos, sobre todo el de los mercedarios y el de los jesuitas, nunca fueron retomados por los autores contemporáneos. Hasta hoy, la mayoría de las órdenes religiosas no ha tenido sus historiadores, a pesar de que el pasado cristiano de América es obra en gran parte de la labor desplegada por las congregaciones y órdenes religiosas que difundieron a través de los Andes sus prácticas tradicionales, sus ideas, sus estilos de vida y las grandes orientaciones y postulados que guiaron a sus fundadores y fueron legados a la posteridad. Por este motivo, cuanto más aumentaban los monasterios y conventos era más necesario y más apremiante hacer recordar a las nuevas generaciones de frailes que los primeros evangelizadores se guiaron por la vida de los profetas de los primeros siglos cristianos, particularmente por la vida ejemplar que llevaron los apóstoles y discípulos directos de Jesús. La crónica moralizadora es un tratado de moral de la vida religiosa y conventual, en la que a veces no faltan aspectos milenaristas y mesiánicos. Con la instalación y una estratégica distribución geográfica de las iglesias, conventos y monasterios nacieron también las devociones, las fiestas de los pueblos andinos, las cofradías bajo la advocación de los santos patrones, de las vírgenes ligadas a la mitología de la fundación de una orden religiosa o de una congregación, las jerarquías angélicas inspiradas en el libro apócrifo de Enoc (desarrollado por Teresa Gisbert). La devoción a las vírgenes se multiplicó debido a la obra difusora de los milagros recibidos por las órdenes conventuales, las mismas que desde su primera fundación tanto en el Perú como en los Andes esparcieron su fe hasta las más remotas regiones. Bajo distintos nombres como la Merced, Rosario, Inmaculada, Carmen, Candelaria, Dolorosa, Asunción, Concepción y las versiones locales como Pomata, Cocharcas, Chiquinquira, Chapi, la devoción a la Virgen quedó establecida en todas partes. De igual manera proliferaron los santos, las devociones y la veneración a los múltiples Señores y a la cruz, estén relacionados o no con las cofradías, las obras pías o las capellanías. Destacan por su capacidad de convocatoria el Señor de Qoyllor Riti, el Señor de Muruhuay, el Señor de Huanca y las múltiples cruces de mayo. La vida religiosa de los Andes contemporáneos hereda y debe su actual importancia a la amplia difusión de las prácticas rituales y míticas pasadas, a las lecciones de los predicadores de la doctrina cristiana de los siglos XVI, XVII y XVIII, así como a la arquitectura, la escultura y la pintura religiosa. Dentro de los temas sobre la Iglesia colonial y la organización eclesiástica, los trabajos que, a partir de 1980, han ido apareciendo acerca de las cofradías religiosas nos informan sobre el papel socializador, socioeconómico y político desarrollado por éstas en la historia peruana (Celestino, Meyers 1981a). Estos trabajos analizan la manera como esa institución funcionó en España antes y durante su implantación en el Perú, y luego presentan los rasgos típicos andinos que fueron adquiriendo como articuladoras del sistema religioso andino. Desde el inicio, el gran proyecto de los colonizadores es reproducir las instituciones esenciales de la península: cofradías, cabildos, parroquias y, desde ese momento, una vez lograda esta estructuración, trataron y pensaron trasladar y vivir otra Europa en el nuevo continente. La vencida sociedad indígena se reorganiza alrededor de instituciones centrales como el mercado, la cofradía y el compadrazgo. Las cofradías se presentan como agrupaciones encargadas de venerar y rendir culto a la imagen de una Virgen o de un santo determinado, considerados como patrón o patrona de esa asociación. Abrieron de esta manera la posibilidad de establecer una continuidad de los grupos de parentesco, así como del sistema de creencias prehispánicas dentro del nuevo orden colonial. Con estas creencias, en algunos casos, se pasa del culto de los ancestros al culto de los santos, con la ventaja también al mismo tiempo de que los ayllus logran reestructurarse en algunos lugares. Las cofradías logran también imponer una gestión concreta del espacio, a través de la explotación de la tierra, del ganado y de los bienes de las Huacas, lo que les permite continuar realizando los antiguos cultos locales y regionales asociándolos a los nuevos cultos cristianos. Desde el siglo XVI hasta hoy, las cofradías se encargan igualmente de mantener, en muchos casos, el calendario festivo. Para ello, tanto en lo que se refiere al espacio como al tiempo, se han ido creando lazos interindividuales de orden contractual, se han formulado y reformulado relaciones con los poderes civiles y eclesiásticos, y de ello ha resultado un importante y complicado sistema de cargos, con un abundante calendario festivo en los Andes. En los diferentes trabajos de investigación, aparece definido cada vez más claramente el hecho de que las cofradías religiosas y el parentesco ritual o compadrazgo estructuran los lazos de solidaridad comunitaria. En algunas regiones no sólo han asegurado la prolongación del grupo familiar con características andinas, sino que han jugado un papel relevante en la conservación de la antigua organización de parcialidades patrilineales (Celestino, Meyers 1981b, Marzal 1988, Diez-Hurtado 1994). Se sostiene el importante papel estructurante de la cofradía y el correlativo culto a los santos en la configuración de la moderna comunidad andina. De los diversos estudios sobre la sociedad campesina de los Andes se desprende la constatación de que la cofradía, aún hoy, esconde y abriga en su organización y funcionamiento su tarea fundamental: la integración simbólica de un grupo con referencia a la imagen que veneran. En el mundo urbano, en Lima, Cusco, Arequipa, Trujillo, se establecieron separadamente cofradías de indios, de españoles y de negros, bajo un control eclesiástico vigilante (Garland Ponce 1994). Éstas se desempeñaron como organizaciones fraternales y caritativas; preveían misas para los cofrades muertos y ayuda para los cofrades enfermos o pobres. Bajo la dirección de un párroco o de un religioso, las cofradías de las ciudades, sirvieron de guía para las otras personas y grupos en su vida pública. Una de las fuerzas poderosas en la vida social de los indios urbanos de la colonia fue la devoción y el interés despertado por los santos y los ángeles, que coincidió y casi los obligo a mantener una participación en las cofradías de naturales. Los indios de Lima participaron en las fiestas corporativamente, juntaron limosnas para el hospital de naturales, así como también para otras obras de caridad, ayudaron a sus integrantes, acumularon bienes, dando así a sus dirigentes indígenas experiencia en gestión económica y revistiéndolos de un influyente poder en la comunidad. De igual manera, las cofradías de los españoles y de los negros se esforzaron por agrupar a sus integrantes bajo el estímulo de la ayuda espiritual y económica, tanto en la vida terrenal como en el viaje al más allá (Gareis 1992). Las investigaciones sobre las actividades socioeconómicas de la Iglesia católica, en tiempos coloniales y contemporáneos, marcan también un hito en la historia eclesiástica peruana (Macera 1977; ver específicamente sus Instrucciones para el manejo de las haciendas jesuitas en el Perú, trabajo que hasta hoy no se ha superado y el de Iglesia y economía). Una serie de sectores productivos de importancia fueron explotados por las órdenes religiosas. Éstas distribuían su tiempo entre la actividad misionera, la adquisición de grandes propiedades denominadas haciendas, la fundación de obrajes, el desarrollo de una agricultura comercial, la propiedad de inmuebles y el dominio de censos y capellanías. Hay que destacar las investigaciones realizadas sobre la hacienda jesuita en el siglo XVIII. Esta orden religiosa se especializó y fue experta en el cultivo, en la producción y en la administración de sus haciendas de caña de azúcar, vid, trigo, así como en la comercialización de azúcar, aguardiente, vino y harina, y finalmente en la instalación y explotación de las manufacturas de textiles u obrajes. La lógica de la administración jesuita permitía sustentar a la orden e instituciones dependientes, tales como los colegios y las misiones, gracias a la articulación exitosa de las haciendas con las industrias rurales, localizadas en el interior, los ingenios y los obrajes respectivamente. Existen aún en los archivos de las diócesis, de los conventos y monasterios de las ordenes religiosas, abundante material para trabajar sobre el enorme pilar de la economía eclesial peruana. El impuesto
colonial
del diezmo ha sido estudiado
tomando en cuenta la división administrativa eclesiástica
de los obispados y, dentro de ellos, los de Lima, Arequipa, Cusco,
Huamanga
y Trujillo, con el fin de analizar lo que anualmente recolectaba la
Iglesia
por este tributo (Huertas 1983a, 1983b, 1984). En la mayoría de
los casos, son trabajos que se enmarcan dentro de la metodología
de la larga duración, con el fin de determinar los efectos
producidos
por el diezmo, tanto en los fenómenos sociales y naturales de la
producción agropecuaria como en el desplazamiento progresivo de
esta renta tributaria de manos de la Iglesia colonial a las arcas
estatales
de la naciente república. El diezmo nos permite constatar el rol
y la intervención de la Iglesia en la fiscalidad agraria andina.
También se ha establecido una relación entre curas,
diezmos
y revueltas sociales alrededor de Tupac Amaru en el siglo XVIII,
así
como diezmos, comercio y conflictos sociales en la ciudad de Lima en el
siglo XVII, y finalmente los diezmos y el poder económico de los
curas doctrineros en vísperas de la independencia (Hunefeldt
1983).
D. Síntesis andino-católico: fiestas patronales/santuarios regionales Las peregrinaciones, denominadas en algunas zonas como romerías, son masivas. En algunos casos podríamos considerarlas como comunitarias o según una denominación antigua «por naciones», dada la cantidad de participantes; pero en otros, dada la composición de la muchedumbre y las motivaciones que expresan los peregrinos, obligan a matizar. Existe una marcada diferencia entre una fiesta patronal de cualquier pueblo de los Andes y la peregrinación. En la segunda, la masa de los peregrinos está constituida por una confluencia de motivaciones (problemas, necesidades y gratitudes) individuales que buscan en el centro sagrado del peregrinaje una solución particular a sus peticiones. Mientras que en una fiesta patronal se establece una relación estrecha y verdaderamente comunitaria entre el pueblo (territorio), la comunidad que lo habita y el patrón titular, que se convierte en símbolo de una conciencia colectiva; los participantes en la peregrinación se reconocen, durante las celebraciones, como unidos únicamente por el lazo de la devoción, pero no unidos entre si, excepción hecha de la coincidencia circunstancial de estar todos simultáneamente en el mismo lugar. En la mayoría de los casos, los problemas que los obligan a formar parte de la peregrinación no son problemas compartidos ni comunitarios sino personales; aunque de alguna manera, al buscar el beneficio personal, éste redundará directa o indirectamente en el bien comunitario. No se puede decir que lo comunitario está ausente en la peregrinación. La muchedumbre está lejos de ser una comunidad, pero también es verdad que la mayor parte de los peregrinos llegan en grupos familiares o de amistad, provenientes de diferentes instancias comunitarias. Sin embargo, lo predominante son los grupos familiares, físicamente presentes o simbólicamente representados por algunos de sus miembros, que llevan como encargo las peticiones y las necesidades de los que se quedaron en casa. Este carácter representativo crea el núcleo de devotos esparcidos por la región de influencia del santuario. Son estos grupos los que crean la dimensión comunitaria de la peregrinación, aglutinan a los adultos y se constituyen en los soportes de la iniciación de los niños en lo que se refiere a su experiencia religiosa. Igualmente, en las fiestas patronales, la participación masiva y repetitiva de los niños asegura desde ese momento la futura continuidad del culto (9). Los espacios sagrados de peregrinación son lugares religiosos que poseen una gran capacidad convocatoria. En los Andes peruanos, los más destacados son: el Ausangate, que se encuentra a 5.800 metros de altura; en este lugar se reúnen para celebrar la fiesta al Señor de Qoyllor Riti y la Cruz de Tayankani. Motupe, al nivel del mar, aquí se celebra la fiesta de la Santísima Cruz de Chalpon. El Señor de Huanca, en el valle sagrado de los Incas. El Señor de Muruhuay, en el valle de Tarma. El Señor de Pomalloquey, en Ancash. Todos estos lugares, son centros estratégicos de poder sacralizados no por los actos que allí se realizan sino por lo que allí existe y lo que allí se encuentra. La devoción y la ruta del peregrinaje no adquiere fuerza ni explicación en el conocimiento de la historia del objeto, del lugar o de la vida de la imagen, sino, sobre todo y en primer lugar, es el reconocimiento de su poder lo que lo convierte en sagrado y, a partir de ello, la montaña, el glaciar, el cerro, la ruta, el agua de un manantial o de un riachuelo donde la gente se purifica o se aprovisiona para llevar consigo de regreso a casa y donde actúan los curanderos para poner en relación a los devotos con las divinidades, todo este espacio adquiere propiedades sagradas. Este reconocimiento esta basado en la supuesta presencia del milagro concreto que mantiene y sostiene viva la devoción como fenómeno colectivo y personal. El movimiento devocional busca el favor y el respaldo de lo considerado como sagrado y éste tiene que demostrar su fuerza y poder, si quiere asegurar su audiencia y perennidad. Motivo por el cual es importante resaltar la particular grandiosidad agresiva de las montañas portadoras de imponentes significados ocultos para cada uno de los participantes y por lo tanto sagrados y milagrosos, siendo esta la razón por la cual estas manifestaciones son de carácter netamente regionales. En los Andes hay que resituar el milagro y la promesa dentro de la dinámica de la reciprocidad, que también se plantea en la religión. Cumplir y pasar los múltiples cargos, llevar a buen fin todas las promesas empeñadas es dar para recibir o recibir sabiendo que en un momento dado habrá que retribuir. Una peregrinación es además la reproducción en pequeña escala de toda la vida cotidiana de los pueblos convertida en culto y trasladada al lugar sagrado. Todas estas concentraciones son a la vez ceremonias rituales y actos de intercambio económico ritualizado. En ese lugar se encuentra trasladado el mercado, los puestos de comida, la comida compartida por los grupos de peregrinos, las orquestas y bandas de músicos, los grupos de danza, los bailes figurativos, los peregrinos enfermos en búsqueda de salud, los enamorados con sus juramentos de amor ante la imagen sagrada, los pobres en búsqueda de bienestar y riqueza, los campesinos pidiendo un buen año agropecuario. En general, como si se tratara de «un nuevo dorado», todos los asistentes buscan la concretización del milagro esperado o agradecen un milagro recibido. Lo que es posible realizar porque las peregrinaciones son anuales. Durante todos los días de peregrinaje se vive inmerso en un mercado de anhelos y en un teatro de ilusiones. El mercado de las alasitas (cómprame) es una especie de bazar de sueños y deseos en donde se compran miniaturas talladas en piedras, trabajadas en plástico industrialmente o simplemente piedras con diferentes formas que representan casas, animales, autos, botellas de licores, alimentos y otros tantos bienes que la gente desea adquirir. Este mercado situado muy cerca del santuario es un lugar sagrado. Ahí los peregrinos observan, escogen y compran con otra piedra o con un pedazo de papel que representa un billete falso la miniatura que imita el objeto soñado, con la esperanza y la fe inquebrantable en que esta vez se producirá el milagro de tenerlo verdaderamente. Finalizada la celebración, cada peregrino de vuelta a su casa lleva consigo la miniatura adquirida con la intención de poseer algún día el modelo verdadero. En este teatro de las ilusiones también se escenifican encuentros amorosos, matrimonios, procesos judiciales, litigios familiares y comunales, pero fundamentalmente es un lugar de encuentros y de futuras relaciones exclusivas y de amistades indisolubles. Estas peregrinaciones están enmarcadas por dos formas de actuar en el campo religioso católico. En primer lugar, el oficial, exclusivamente administrado por la jerarquía religiosa católica y con una marcada carga racionalista, que separa la experiencia católica de las realidades profanas de los peregrinos. Generalmente a cargo de varios sacerdotes, las actividades que se realizan constituyen un intenso y abrumador trabajo ritual compuesto por innumerables confesiones, comuniones, misas, bautizos, matrimonios, bendiciones, rezos y plegarias. Detrás y en segundo lugar, el lado andino, en el que el pueblo logra conservar cierta autonomía creativa en la elaboración, producción y conducción de los actos, gestos, bienes religiosos, y logra al mismo tiempo estructurar una experiencia de lo sagrado en la que queda englobada la cultura, la sociedad y la naturaleza. Actualmente la fiesta patronal es la temporada fuerte del año y por su poder de convocatoria organiza la vida sociorreligiosa de cada pueblo y de cada ciudad del Perú. La Virgen, el Señor, el Cristo, la Cruz, el santo, el ángel o arcángel es el patrón o titular de la fiesta, el símbolo del propio pueblo, el protector oficial en las dificultades/necesidades/decisiones personales o del grupo, la ocasión de participar en una serie de reciprocidades. Es el nudo y el núcleo de relaciones sociales. Durante la fiesta patronal se aprovecha la llegada del sacerdote para realizar los bautismos y los matrimonios. La organización de las fiestas depende del famoso sistema de cargos, que en los Andes peruanos se rigen por herencia, elección o designación. Los responsables tienen diversos nombres: mayordomos, alféreces, priostes, capitanes, sargentos, varayocs, altamisayocs,paqos, pasantes, devotos, comisiones de fiestas, cofradías y hermandades. Éstos juegan un papel importante para que durante la fiesta la cohesión familiar, la solidaridad comunal se manifiesten como factores de integración sobre todo de los valores tradicionales. Por el sistema de cargos se ha intentado lograr una igualación económica y una definición comunitaria, aunque siempre los cargos han servido para marcar el grado de riqueza y para seguir reafirmando la identidad y la pertenencia a las comunidades que se modernizan. Todos estos cargos tienen la responsabilidad de mantener vivo el culto de la imagen, mediante novenarios, verbena popular, fuegos artificiales, albas, salvas, desfiles, festivales musicales y folclóricos, corrida de toros. No hay fiesta sin una corrida de toros o toro-pukllay o yahuar, fiesta donde se enfrentan toros, caballos, cóndores, perros y los toreros andinos. Sin embargo, en las fiestas patronales, el primer contrato a respetar es la obligación con la Iglesia: el párroco celebra una secuencia de misas que van desde la víspera al día central y a las misas de despedida de peregrinos, e igualmente acompaña a una secuencia de procesiones, momentos en que los indígenas participan y se expresan más que en las ceremonias dentro de las iglesias, donde se limitan a ser simples espectadores. Es la ocasión igualmente esperada para cumplir con los sacramentos. Es la época del año en que los párrocos desarrollan un trabajo ritual intenso, dada la enorme demanda de los pueblos y la escasez de sacerdotes. Todas las fiestas van acompañadas de una feria en la que se sacraliza la economía de mercado, pues cada pueblo o comunidad es visitado por comerciantes especializados, o los mismos habitantes ofrecen sus propios productos, que son adquiridos casi de manera obligatoria, porque es la única ocasión del año en que toda la mercancía esta reunida en un solo lugar y los habitantes y los visitantes pueden proveerse de los productos bendecidos por el titular de la fiesta, quien durante la procesión, cargado por los devotos responsables, observa la totalidad de la feria. Durante la fiesta patronal, el intercambio religioso con el santo patrón es acompañado de intercambios económicos. También algunos servicios especializados se sacralizan, como por ejemplo el arte de curar y tratar de evitar las desgracias en período festivo. Los ritos de paso forman parte de casi todos los trabajos antropológicos e históricos. La primera obligación absoluta a la que se somete toda la sociedad andina es al bautismo, y lo hace por varias razones: en primer lugar, el futuro del individuo y en algunos casos el de la comunidad entera se pone en cuestión si no se realiza este acto católico. Se cree, por ejemplo, que el rayo persigue a un niño sin bautizar o si se muere no puede ir a un lugar de reposo, se convierte en un ser errante porque no alcanza o no llega a la puerta del descanso eterno. En segundo lugar, un niño no bautizado es una desgracia constante para la comunidad, porque ésta puede sufrir una granizada y sus funestas consecuencias. En tercer lugar, a través de este rito se establece el parentesco espiritual, el compadrazgo, que se inicia a partir de la ceremonia y es extensivo a todos los asistentes, y perdura para el resto de la vida de las personas comprometidas en este parentesco ritual que sirve esencialmente para enmascarar y ocultar las relaciones desiguales, sea entre indígenas, sea entre ellos y los mestizos y los viracochas o los extranjeros al lugar. El compadrazgo es una disimulada fuente de clientelismo. Ser bautizado también significa tomar un nombre católico y estar registrado oficialmente en los libros parroquiales de la iglesia. Otro rito
importante
en la vida de los pueblos
andinos es el rutuchi o primer corte de pelo del niño,
que
tiene una fuerte significación religiosa y
socioeconómica.
Después vienen los diferentes ritos que corresponden al sistema
de cargos y finalmente el matrimonio de prueba o sirvinacuy,
que
es un acuerdo ritual entre dos familias extensas, que culminara con una
sanción comunal que obliga al matrimonio civil y religioso.
E. Iglesia y religión contemporánea Los trabajos que se han realizado sobre la Iglesia en los siglos XIX y XX son raros, muy generales y más bien tienen un carácter político, ya que analizan tanto el trasfondo de la protesta social que puede existir en la religión popular como el rol que desempeñaron los partidos y los políticos que se han acercado a las clases populares usando los símbolos religiosos de más raigambre. Se resalta así el contraste existente entre la crítica antirreligiosa de los partidos políticos liberales, especialmente el de Gonzales Prada, inspirador de ideas a los partidos populistas, y la realidad del mundo popular. En todas las sublevaciones indígenas del siglo XIX, sobre todo en la de Atusparia, en Huaraz, en 1885, los indios se mostraron respetuosos con la Iglesia y siguieron practicando su peculiar cristianismo andino. En el siglo XX, el partido Aprista peruano, considerado como el de mayor arraigo popular, aprovechó con fines políticos el sentimiento religioso del pueblo, utilizando en sus campañas símbolos como el Cristo crucificado. El hecho de que nunca hubo un partido político exitoso en el Perú, no sólo se debe a que la Iglesia tenía acceso franco y directo a los partidos o facciones oligárquicos, sino que también se hizo sentir en los movimientos sociales y partidos populares o populistas. Por eso, tanto Haya de la Torre como Mariátegui tomaron muy en serio los sentimientos religiosos de la mayoría de los peruanos, en el momento de la formación de sus movimientos populistas o revolucionarios. Faltan todavía estudios precisos sobre la influencia que tuvo la existencia de una mayoría indígena campesina para la elaboración de la política de la Iglesia y las diversas formas de religiosidad en el Perú. Los últimos trabajos efectuados sobre la Iglesia en el Perú contemporáneo la presentan como un instrumento de control en manos de las élites dominantes, de los grupos del poder de la época republicana (García Jordán 1986, 1988, 1991; Klaiber 1980, 1983). Un siglo después de la independencia del Perú, la lucha entre el liberalismo anticlerical y una Iglesia católica que trataba de conservar sus enormes privilegios coloniales, no llegó a ser un problema tan agudo, ni una causa tan intensa de conflictos políticos y armados como fue en otros países hispanoamericanos, entre ellos México, Colombia y Guatemala. Sucedió así, porque las clases dominantes peruanas necesitaban a la Iglesia para fortalecer su sistema de control y hegemonía sobre las masas del pueblo peruano, esparcidas sobre un enorme territorio. A la vez, la jerarquía de la Iglesia no quería alejarse demasiado del Estado, para poder reafirmar y fortalecer sus bastiones de poder civil. Se reconocen tres épocas en la historia de la Iglesia católica peruana durante el siglo posterior a la independencia: en la primera, entre 1821 y 1845, se produce una subordinación gradual de la Iglesia al Estado republicano. El ataque más fuerte del nuevo Estado estuvo dirigido contra las ordenes religiosas masculinas y el clero regular, pese a que el débil y temprano Estado republicano necesitaba a los presbíteros parroquiales en las regiones rurales como representantes de la administración pública a nivel local. Habría que subrayar que la mayoría de los liberales peruanos, al contrario de lo que hicieron los próceres liberales estadounidenses, no pensaron jamás en una posible separación entre el Estado y la Iglesia, sino mejor en la subyugación de la Iglesia por el Estado. Durante la segunda época, que transcurre desde el ascenso a la presidencia de Ramón Castilla, en 1845, hasta comienzos de la guerra del Pacifico en 1879, se agudizaron los conflictos entre Estado e Iglesia, como resultado del ensayo de la «vertebración de un Estado moderno» impulsado por dirigentes políticos y empresarios fortalecidos por la bonanza del guano, de un lado, y por la creciente dogmatización y centralización de la Iglesia peruana del otro lado, siguiendo el rumbo cada vez más reaccionario del Vaticano. El Estado logró un control progresivo de la economía eclesial, tras la abolición de los diezmos, la asalarización de los sacerdotes y la aplicación de las leyes desamortizadoras. Sin embargo, a nivel local, nunca pudo abolir las primicias, rubro importante como fuente de ingresos de los párrocos, y también fracasó todo ensayo de introducir el registro civil. La Iglesia sufrió una merma importante de sus ingresos y el número de sacerdotes descendió sensiblemente. La tercera época abarca los años que van desde la guerra del Pacifico hasta la caída de la «República aristocrática», en 1919. El Estado siguió su proyecto secularizador, desvinculando del control monopolizador de la Iglesia católica el entierro en los cementerios, los matrimonios y, finalmente, estableciendo en 1914 la tolerancia de cultos como norma constitucional. La respuesta a estas medidas fue la constitución de un movimiento «nacional-católico», que proclamaba el catolicismo como única garantía de la identidad y coherencia nacional del Perú. A partir de entonces, dada la continua escasez de sacerdotes nacionales, la Iglesia empezó a invitar a muchas órdenes extranjeras para que crearan y tomaran a su cargo los nuevos colegios católicos y el trabajo misionero. Alrededor de 1930, el Estado liberal fracasó definitivamente; los gobernantes necesitaban continuamente la ayuda de la Iglesia en su lucha contra los apristas y los comunistas. El episcopado peruano siguió preparado para prestar este apoyo, a fin de favorecer tanto la dominación oligárquica como para fortalecer su propia posición privilegiada, en una sociedad insuficientemente ilustrada como para hacerse «moderna» y deshacerse definitivamente del clericalismo. En estos nuevos contextos, la Iglesia, como toda institución social, trató de buscar su propia conservación y perpetuación a través de una expansión institucional, un saneamiento económico, una maximización de su influencia social, un mantenimiento del orden social establecido. Trató de conseguirlo a través de una relación estable y sólida con el poder político gobernante, que es el único que puede de manera legítima garantizar su influencia social, su existencia institucional y a quien también a su vez ella puede influenciar. Se diría que estas dos visiones resumen la práctica de la Iglesia, orientada únicamente por determinados intereses, referidos tanto a su subsistencia como a su organización. En los últimos decenios, los problemas institucionales que atraviesa la Iglesia católica están ligados tanto a los grandes cambios sociales y culturales como a situaciones puramente internas. A partir de 1974, se destacan conflictos crecientes en el interior de la Iglesia, a partir de las conferencias del episcopado latinoamericano, la de Medellín en 1968, la de Puebla en 1979, y por el grado de renovación pastoral a raíz del concilio Vaticano II. Estas nuevas corrientes teológicas y eclesiológicas han cambiado el modelo de relación de la Iglesia peruana con la sociedad y ha permitido la aparición de corrientes en su seno. Antes de 1968, esta Iglesia intervenía en la escena política fundamentalmente para defender sus intereses institucionales; poco a poco, algunos de sus sectores lo hacen para promover leyes que repercuten en el cambio de la sociedad. Así por ejemplo, en determinadas regiones del Perú, bajo la denominación de Pastoral Andina, se asiste a una preocupación y a un compromiso indigenista más decidido de la Iglesia. Los cambios en la relación iglesia-sociedad también están en relación con los movimientos socio-populares, a partir de la cual surge tardíamente un modelo centrado en la «opción por los pobres». De esta manera, los sectores populares tienen mayores espacios de participación en el interior de la Iglesia, a través de las comunidades de base y de los grupos cristianos; pero todavía esta participación no está institucionalizada por la Iglesia (10). En este sentido,
uno
de los intentos más
significativos de modificar el modelo de autoridad en la Iglesia
peruana,
con la finalidad de abrir el acceso y participación en las
instancias
máximas de poder eclesial, fue el proceso de
regionalización
impulsado desde 1972 por la Conferencia Episcopal, que establece las
asambleas
episcopales regionales, abriendo la posibilidad de que algunas
delegaciones
de estos grupos, sacerdotes, religiosas y laicos, concurrieran a la
asamblea
episcopal, que se realiza una vez al año, al lado de sus
obispos.
Hubo resistencias institucionales a este cambio, porque era
indispensable
mantener la verticalidad jerárquica de la institución. A
partir de 1974, hay intentos de limitar esta participación que
la
regionalización significó para laicos, sacerdotes y
religiosas,
planteándose la necesidad de emitir un reglamento que
acentuará
la autoridad episcopal en las diversas regiones. Finalmente, en 1981,
todos
estos intentos conservadores se imponen y se deja de convocar las
asambleas
regionales. Los alcances y límites de este experimento
están
todavía por estudiarse. Mientras tanto, la Iglesia peruana
ejerce
presión sobre gobiernos y hombres de estado. Es el caso del
clericalismo
católico de derechas, de centro y de izquierdas y el de las
coaliciones
evangélicas que intervinieron en los años recientes en
las
elecciones presidenciales del Perú. Durante la segunda vuelta de
las elecciones presidenciales de 1990, el episcopado peruano apoyo al
escritor
Mario Vargas Llosa y publicó cartas pastorales en contra del
ingeniero
Alberto Fujimori, temiendo una creciente influencia de los
evangélicos.
Con ello quedó comprobado a la vista de todos la ingerencia y la
influencia potencial de la Iglesia en la esfera de la política
nacional.
En el transcurso de todo este período e incluso después,
la fuerza de la institución eclesial ya no derivaba
sólamente
de privilegios estatales ni de sus jerarquías administrativas,
sino
de la fuerza y el poder de las creencias, ritos y costumbres
tradicionales,
tanto como de sus organizaciones sociales laicas y educativas,
provocando
una situación no tan distinta de lo que pasó
también
en otros países latinoamericanos.
F. Teología de la liberación - utopía andina En vista de la posición conservadora de un gran sector de la Iglesia oficial, de la situación de crisis socioeconómica y política del Estado y de la sociedad peruana, y tratando de hacer frente a la afluencia progresiva de las nuevas iglesias y sectas, en el Perú emergen dos posiciones. La primera se genera en el mismo seno de la Iglesia y la otra es emitida por parte de los intelectuales y los políticos. El sector vanguardista de la Iglesia elabora y finalmente saca a la luz la teología de la liberación, en tanto que los sectores vanguardistas de la izquierda intelectual peruana fabrican la utopía andina. La teología de la liberación se constituye promoviendo la aceptación de una religión más personal en las comunidades de base y un mayor compromiso con el cambio social. Estas dos vertientes se nutren tanto de los avances de la Iglesia comprometida latinoamericana como de los mitos relativos a un personaje sobrenatural de los Andes, que pone a prueba la generosidad de los seres humanos tomando la apariencia de un hombre pobre. La lectura religiosa de tales mitos condensa la presencia de Dios en el pobre. Éste suele ser maltratado por la posición que ocupa en la sociedad, se revela en el mito como un ser sagrado, como la imagen de Dios, como Dios mismo. La sacralización en el mensaje del mito del hombre pobre fue asumida por los cronistas indígenas desde el siglo XVI, quienes se refieren muchas veces a los indios como los «pobres de Jesucristo». Tal visión del indio pobre explotado por el sistema ha sido recogida por los teólogos de la liberación y es una de las claves principales de su análisis. Gustavo Gutiérrez, cuando combina sus lecturas, primero se refiere a Guamán Poma como «uno de los primeros en rechazar, en nombre de la fe cristiana, el sufrimiento de los indios --sus hermanos--, ocasionado por el desprecio y la explotación» (Marzal 1995) y luego, propone que a partir de la Biblia, las comunidades de base deben analizar su realidad para transformarla. Esta reflexión de la fe en los pobres ha sido recogida y desarrollada por los teólogos de la liberación y ha causado impacto en la población, porque en la teología de la liberación los pobres son presentados con una sensibilidad especial para captar los valores del reino de Dios y para vivir cotidianamente la fraternidad. Estamos frente a una nueva versión mítica del Dios pobre andino, a lo que ciertos teólogos de la liberación responden que ellos no mitifican al pobre, sino que ha sido Dios quien lo ha mitificado, al hacerlo su preferido. En la década del 70 al 80, el Perú había agotado su modelo nacional de desarrollo, dada la incapacidad del Estado para integrar los amplios grupos sociales, sobre todo para detener la desintegración del mundo campesino, el éxodo rural, el crecimiento de las ciudades, la concentración de los pobres en la capital, el desarrollo de los grupos informales, la multiplicación de la violencia política regional y de dos grupos específicos (11), la represión militar que crecía lentamente. Entonces los gobiernos responden con políticas indigenistas arcaicas y los intelectuales buscan en esos momentos una definición del Perú a través de un retorno a sus antiguas raíces, tratando de reconstruir un mundo indígena sin la presencia de Occidente, como un presagio de un renacimiento indio o andino, predicando una identidad cada vez más autóctona del Perú. Los trabajos con una orientación etnohistórica tienen el afán de redescubrir el mundo andino. De esta manera revisan y plantean el desarrollo de la reflexión utópica en el país. Se emplea utopía en términos de idealización del pasado; se argumenta la sobrevivencia de una cultura andina a pesar de la colonización, hay un afán de recuperación de la herencia cultural precolombina medio destruida por la barbarie que causo la conquista española y por los consiguientes cambios posteriores. El carácter intelectual y político de esta corriente los obliga a replantear una nueva interpretación del pasado, tanto colonial como republicano, en la incesante búsqueda de una identidad concreta y de una proyección hacia el futuro (Burga 1988, Flores Galindo 1988). Tanto los
representantes de la teología
de la liberación como los de la utopía andina se inspiran
en el indigenismo cusqueño de la década de 1920, en los
trabajos
de José Carlos Mariátegui, en las fiestas
folclóricas,
en la actitud tomada por las élites indígenas frente a
los
antiguos cultos como a la evangelización cristiana, y utilizan
los
escritos de tres cronistas indígenas mestizos: Garcilaso de la
Vega,
Guamán Poma de Ayala, Santa Cruz Pachacuti. Estos cronistas de
fines
del XVI y principios del XVII, instruidos, evangelizados, son
considerados
por los representantes de estas dos corrientes, como los
«primeros
intelectuales de la utopía», porque al mismo tiempo que
fueron
recuperadores de la herencia andina, se esforzaron en elaborar una
explicación
del pasado y también del funcionamiento de la sociedad colonial
bajo la figura moral, ordenadora y mediadora del Inca. Pero en
ningún
momento toman en cuenta que estos cronistas fueron también
ardientes
defensores de la Corona española y de la evangelización
cristiana.
En ambos casos, tanto por los trabajos como por la divulgación
de
sus posiciones e ideas estamos indudablemente frente a utopías
retrospectivas.
G. Nuevas y viejas religiosidades La aparición, el desarrollo y la difusión de las nuevas y viejas religiosidades marca la vida social de los últimos años en el Perú. Conocidas corrientemente como sectas o nuevas iglesias, aunque muchas de ellas tienen en su haber una larga historia, tienen también diferentes denominaciones y contenidos. De manera general, las agruparíamos en iglesias evangélicas (centradas en la conversión personal), pentecostales (centradas en la conversión personal como en la curación por la fe), escatológicas (centradas en la esfera del inminente fin del mundo), orientales (presencia misional de las religiones de oriente), ocultistas (la Gran Fraternidad Universal). Todas ellas están arraigando en el país y marcan el período que se llama «explosión de sectas» o la predicción que afirma que «el Perú acabara siendo un país evangélico». Igualmente han hecho aparición las iglesias autóctonas: la Misión Israelita del Nuevo Pacto Universal y la iglesia Alfa y Omega, las dos fundamentalmente mesiánico-milenaristas (Marzal 1988, 1996). Los intelectuales, la Iglesia católica y los representantes de las sectas mismas han realizado estudios frente al reto de instalación, expansión y éxito de ellas. Analizaron los trabajos de contacto y acercamiento, los motivos de la conversión, las campañas de reclutamiento y los bautismos masivos, las razones de la perseverancia, el desajuste cultural de los conversos, el fracaso de las conversiones que parecían sinceras, las salidas y entradas de los conversos de una iglesia a otra por la intercomunión litúrgica de evangélicos y pentecostales, o por otras razones como la cercanía de la residencia al templo de una u otra denominación. Este último punto pone en cuestión el empleo del termino secta ya que se observa una fluidez extrema de las estructuras, así como de las afiliaciones, que se manifiesta en la frecuente y continua segmentación de los grupos, la libre migración de los fieles y la ocasional afiliación simultanea a confesiones diversas, fenómenos que se asocian mejor a la idea de «búsqueda» (Fuenzalida 1994). Los estudios sobre la Misión Israelita del Nuevo Pacto Universal destacan el entronque que tiene esta iglesia en la cultura andina, es la respuesta del mundo campesino a la producción de nuevas experiencias religiosas, porque su fundador es un campesino arequipeño que afirma ser el espíritu santo encarnado, que propiciará «la segunda venida de Cristo a la tierra prometida peruana». Esta iglesia, tiene acogida entre los campesinos y las masas suburbanas y desde su aparición va evolucionando de una simple escatología hacia posiciones y actividades en relación con el desarrollo y la política, se ubica también dentro del contexto de la violencia y la crisis que provoca el terrorismo en el Perú. Frente al crecimiento de las nuevas iglesias se han producido respuestas alarmistas y de resistencia de la Iglesia católica, de la cual proceden la mayoría de los convertidos a las nuevas iglesias. Las diferentes reuniones del CELAM, las voces de alarma de los obispos en reuniones nacionales y continentales, como la de Santo Domingo en 1992, han obligado a la jerarquía católica y a sus participantes a generar respuestas concretas ante el crecimiento y la proliferación de los nuevos grupos religiosos. En primer lugar, aparecieron y se multiplicaron las curaciones por la fe, porque éstas eran un motivo frecuente para las conversiones. Por esta razón, su aceptación y multiplicación en la Iglesia católica puede ser un freno para los que se van. Ésta cree en las curaciones, pero es más cauta que los evangélicos o los otros creyentes, como se prueba al comparar la prudencia de los dictámenes médicos que recoge la Congregación Romana para las Causas de las Santificaciones, para declarar que una curación no puede explicarse humanamente, contra el milagrismo desatado de los pentecostales. Últimamente la Iglesia católica fomenta las curaciones y en el Perú hay un gran movimiento carismático en el que se cura con métodos parecidos al de los pentecostales, y aun con otras formas de curación por la fe, como se comprueba en las concurridas misas de sanación del padre claretiano Manuel Rodríguez, en el barrio de San Miguel, de Lima (12). La segunda respuesta de la Iglesia católica es la fundación y constitución de muchas comunidades de base. Si muchos conversos se van por el sentido comunitario y la calidez que ofrecen los pequeños grupos evangélicos frente a la frialdad anónima y masiva de muchos templos católicos, la proliferación de comunidades vivas con alto nivel de exigencia y compromiso de la Iglesia católica será un freno seguro para el éxodo. En la historia de la organización eclesiástica peruana hubo siempre comunidades vivas en los institutos religiosos de vida consagrada, aunque no siempre fueron masivos por la dificultad de sus componentes de enfrentar y cumplir con el requisito de los votos de pobreza, castidad y obediencia. En cambio, ahora hay comunidades vivas, con distintas tendencias y teologías subyacentes, como las Comunidades Eclesiales de Base, los Cursillos de Cristiandad, el Movimiento Neocatecumenal, Comunión y Liberación, Opus Dei, Sodalitium Christianae Vitae. Estos nuevos grupos carecen de los frenos jurídicos de los institutos de vida consagrada y más bien están dispuestos a acoger a los fieles que buscan un compromiso personal y comunitario sin tener que renunciar a la familia. Finalmente somos
conscientes de que un estudio
riguroso y preciso de este universo complejo de las primeras
religiosidades
y de la religiosidad contemporánea, demanda del
antropólogo
un conocimiento detallado y profundo de la historia religiosa, tanto de
occidente como de oriente. También es necesario distinguir entre
la institución y sus miembros: la religiosidad de la Iglesia no
tiene por qué ser necesariamente la religiosidad de los fieles.
En la historia cultural de la sociedad peruana, la síntesis
religiosa
es regla más bien que excepción. Por eso, la figura de
Cristo
reaparece como un Inca peruano, como un retorno a las creencias y a las
fuentes de sus mitos propios. Por eso también, aunque la Iglesia
católica peruana, en 1997, es sustancialmente diferente a la de
1821, los cambios en cierto sentido parecerían superficiales
dada
la ambivalencia del catolicismo peruano como fuerza en la esfera
pública
y privada. En las investigaciones futuras, el trabajo
monográfico
en este campo deberá ser privilegiado, y además
deberá
subordinarse a los que se ocupan del panorama global, que es la
tendencia
mayoritaria cuando se trata de lo religioso en los Andes.
1. Son notables estos puntos de vista en los trabajos escritos por miembros de las mismas órdenes religiosas. 2. El clero oficial peruano y latinoamericano en general exaltó esta imagen de la Iglesia. 3. Los esfuerzos vienen sobre todo de los antropólogos y sociólogos que desarrollan estudios de carácter etnohistórico riguroso. 4. Se trata de los cuatro pensadores religiosos reformados: José de Acosta, Francisco de Vitoria, Tomás López Méndel, Bernardino de Sahagún. Informaciones y texto mimeografiado de Fermín del Pino, quien ha trabajado mucho sobre José de Acosta. 5. Seminario de Carmen Bernand y Serge Grusinski sobre Las idolatrías en los Andes y en México. 6. Es lo que destacamos de la documentación leída. 7. La síntesis de lo religioso en los Andes estaba en pleno proceso de construcción y por eso queda aún el detalle de la separación de ritos y cultos. 8. A lo largo de este texto he tratado de poner en claro los temas que faltan y de paso sugerirlos para futuros trabajos. 9. El contenido y los detalles etnográficos de las peregrinaciones y las fiestas están realizados a partir de nuestros trabajos en los lugares mencionados y también de las lecturas de quienes escribieron sobre estos asuntos. 10. En los últimos 30 años hemos sido testigos de esta evolución de la Iglesia peruana. 11. Estos grupos son el Movimiento Tupac Amaru y Sendero Luminoso. 12. A partir de
este
ejemplo,
difundido por la televisión peruana, el fenómeno se
está
extendiendo a otras ciudades del Perú.
Acosta, Antonio Acosta, José de Adorno, Rolena Albornoz, Cristóbal de Arguedas, José María Avila, Francisco de Azoulai, Martine Bartra, Enrique (ed.) Betanzos, Juan de Burga, Manuel Celestino, Olinda (y Albert
Meyers) Cieza de León, Pedro Diez-Hurtado, Alejandro Durán, Juan Guillermo (ed.) Duviols, Pierre Flores Galindo, Alberto Flores Ochoa, Jorge Fuenzalida, Fernando García Cabrera, Juan Carlos
(ed.) García Jordán, Pilar Garcilaso de la Vega, Inca Gareis, Iris Garland Ponce, Beatriz Gisbert, Teresa Gonzales, José Luis Gonzales Salazar, Manuel Guamán Poma de Ayala, Felipe Guibovich Pérez, Pedro Greslou, François Huertas, Lorenzo Hunefeldt, Cristina Klaiber, Jeffrey Lavallé, Bernard Lowry, Lynn Macera, Pablo Mannarelli, María Emma Marzal, Manuel Millones, Luis Molina, Cristóbal de (el
Cusqueño) Nabuoka, Nao Ortiz Rescaniere, Alejandro Ossio, Juan (ed.) Pease, Franklin Polo de Ondegardo, Juan Ramos, Gabriela (ed.) Ramos, Gabriela (y Pedro
Guibovich) Ramos, Gabriela (y Enrique
Urbano)
(ed.) Rojas Zolessi, Martha Rostworowski, María Sánchez, Ana (ed.) Silverblatt, Irene Stern, Steve J. Sherbondy, Jeanette Taylor, Gerald (ed.) Titu Cusi Yupanqui Urbano, Henrique Vargas Ugarte, Rubén Varón Gabai, Rafael Valiente, Tereza Zarzar, Alonso Zuidema, Reiner Tom Zuidema, R. Tom (y Gary Urton) |
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