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Una libertad es una posibilidad de elección. Una posibilidad
de
elección puede ser
interior, es decir, subjetivamente o mentalmente posible; es una
libertad
de espíritu. Puede ser exterior, es decir, objetivamente o
materialmente
posible; es una libertad de acción. Cuantos más sean los dominios que ofrecen posibilidades de elección, más, en cada dominio, las elecciones son numerosas y variadas, mayores son las posibilidades de libertades; cuanto más importante para su propia existencia es el tipo de elección posible, más elevado es el nivel de libertad (elección de medio de transporte, elección de profesión, de residencia, de vida). A primera vista,
nos
parece evidente que el
ser humano dispone, en condiciones favorables, de posibilidades de
libertad.
Sentimos subjetivamente nuestra libertad cada vez que tenemos la
ocasión
de elegir entre alternativas y tomar una decisión. A la inversa,
toda
consideración objetiva
de nuestra condición parece reducir la libertad a una
ilusión
subjetiva; sufrimos las coacciones de nuestro medio natural al que
debemos
adaptarnos; estamos sometidos por nuestro patrimonio genético
que
produce y sustenta sin cesar nuestra anatomía, nuestra
fisiología,
nuestro cerebro y, por tanto, nuestra posibilidad de inteligencia y de
consciencia; estamos sometidos por nuestra cultura que inscribe en
nuestro
espíritu, desde nuestro nacimiento, sus normas, tabúes,
mitos,
ideas, creencias, y estamos sujetos a nuestra sociedad que nos impone
sus
leyes, reglas y prohibiciones; estamos incluso poseídos por
nuestras
ideas que se adueñan de nosotros cuando creemos disponer de
ellas.
De este modo, somos ecológicamente dependientes y estamos
genética,
social, cultural e intelectualmente sometidos. ¿Cómo
podríamos
disponer de libertades cuando estamos tan sometidos por todas partes?
El imperio del medio Como frecuentemente hemos dicho (cf. El método 1 y 2), nos hace falta sustituir la concepción de que el medio exterior impone sus fatalidades a los seres vivientes por una concepción de la autonomía dependiente. La autonomía viviente es inseparable de la autoorganización; ésta produce sus propias reglas y el ser vivo efectúa su propio comportamiento en el seno de su ambiente. Ciertamente, una organización así depende de determinaciones físico-químicas, pero éstas son integradas, trascendidas y utilizadas en y por la autoorganización viviente (cf. El método 1: 108-110). Como lo hemos expuesto igualmente en otra parte, la autonomía viviente depende de su medio exterior, de donde extrae energía y organización. Así, no hay autonomía viviente que no sea dependiente (1). Lo que produce la autonomía produce la dependencia que produce la autonomía. La existencia
social
ha dado al ser humano
una autonomía considerable; los desarrollos técnicos de
la
agricultura, los transportes, la industria, han constituido conquistas
de autonomía mediante sojuzgamiento de energías
materiales
y explotación de producciones naturales, conduciendo a una
efectiva
dominación de la naturaleza, a través evidentemente de
una
multiplicación de dependencias y una dependencia global con
respecto
a la biosfera de la que formamos parte. Al desarrollar
su
autonomía domesticando
la naturaleza, la sociedad histórica desarrolla e impone sus
coacciones
sobre los individuos (frecuentemente hasta someter al mayor
número),
lo que nos conduce a preguntarnos: ¿la autonomía ganada
con
respecto a la naturaleza estaría perdida, por los individuos,
con
respecto a la cultura y la sociedad?
La influencia de los genes Antes de pasar a esta interrogación, es necesario examinar si la autonomía viviente con respecto al mundo exterior no comporta en sí misma una dependencia interior ineluctable. Desde luego la dependencia de una organización autónoma con respecto a sí misma es la condición evidente de toda autonomía. Pero el problema se profundiza cuando se considera que la autoorganización viviente -y desde luego la humana- es genéticamente dependiente. Se trata de una dependencia de origen anterior puesto que es hereditaria. Como los genetistas especifican el papel de los genes mediante la palabra programa, entonces la autonomía viviente, incluida en ella la humana, estaría programada como la de un autómata. Así genos (la organización genética) da a anthropos la autonomía con respecto a oikos (el ambiente natural), pero poniéndolo bajo su dependencia. Según esta concepción, el gen, unidad a la vez química e informacional, detenta la verdadera soberanía sobre nuestros seres. Hemos examinado en otra parte (El método 2) las formas fetichistas, racionalizadoras (delirantes) del pangenetismo que ha sustituido el imperio del medio por el imperio de los genes. Recordemos brevemente los argumentos que se oponen a esa concepción imperialista. 1. Si es verdad que la autonomía del individuo en el mundo exterior procede de una autonomía genética, esta autonomía genética depende ella misma de la autonomía individual que ella produce. Como vimos (El método 2: 115 ss., y más ampliamente 101-300), la autoorganización viviente asocia en el individuo, de manera indisociable y complementaria, el genos (la especie, el patrimonio hereditario, el proceso de reproducción) y el phenon (el individuo vivo hic et nunc en un mundo de fenómenos). Su relación es en bucle recursivo, es decir, constituye un circuito generador/ regenerador donde la producción produce un producto que la produce y reproduce, donde cada término es a la vez producto y productor del otro, donde la especie produce al individuo que produce la especie: el individuo es producido por un ciclo de reproducción, el cual tiene necesidad del individuo para perpetuarse: el genos produce el phenon que produce el genos. El ADN tiene necesidad de las proteínas que él especifica y que lo especifican como especificador; la invariancia genética tiene necesidad de una actividad fenoménica siempre recomenzada. Más aún, el aparentemente todopoderoso ADN está sometido a fisuras, roturas, brechas, y es la unidad global de la organización geno-fenoménica la que permite a las proteínas con dedicación ancilar reparar, reajustar, recomponer, remendar los trozos inválidos. Y, en lo que concierne a las mutaciones del ADN en curso de reproducción, es, en el caso feliz en que la mutación provoque una cualidad nueva, la misma unidad global quien restaura su propia organización transformándola. Los engramas
genéticos se transforman
en programas según las necesidades y actividades. Lo que
está
inscrito en esos engramas es en primer lugar la formidable experiencia
de nuestro linaje, de nuestra especie, de nuestro orden (primate), de
nuestra
clase (mamífera), de nuestro filo (vertebrado), de nuestro reino
(animal), de nuestra organización (viviente). Este capital
genético
nos da nuestra autonomía. La unidad global se encuentra en los individuos, los cuales se encuentran recíprocamente en esta unidad global que atraviesa las generaciones. El individuo está en un todo que está en los individuos. Así los genes
no son los Señores
de lo viviente: son un momento en la autoorganización: en ellos
están concentradas en forma de engrama la memoria y la
experiencia
hereditaria. Es la actividad computante propia de la
autoorganización
la que los transforma en programa. La
auto(geno-feno)-eco-organización
es señora- dependiente y produce la autonomía/dependencia
del individuo que la produce. El cerebro humano es un aparato epigenético que depende del bucle geno-fenoménico (el cual, como veremos más adelante, se integra en un gran bucle ego-sociocultural donde el espíritu se forma como emergencia, sin cesar de depender del cerebro, e integra en ella este bucle). El más mínimo de nuestros pensamientos es inseparable de síntesis y transformaciones moleculares, ellas mismas inseparables de la acción de los genes presentes en las neuronas. Y es en estas múltiples dependencias como emerge la autonomía mental del ser humano, capaz de efectuar elecciones y elaborar estrategias. En lo que a la actividad cerebral del hombre concierne, lo innato y lo adquirido no se oponen absolutamente. Son también complementarios. Sólo podemos adquirir de modo autónomo porque nuestro cerebro dispone de la aptitud innata para adquirir aptitudes no innatas. Cuanto más rico en competencias es el dispositivo cerebral innato, más rica es la disponibilidad para el aprendizaje y para la realización de cualidades autónomas. Más aún: el espíritu humano ha podido, en las condiciones históricas de este fin de siglo, tomar conocimiento, control y posesión de los genes de los que depende, y ha comenzado a manipularlos para sus propios fines. Un moderno Saulo de Tarso podría exclamar: «Oh gen, ¿dónde está tu victoria?». Detengamos este lirismo. Retengamos que sólo podemos escribir nuestros destinos obedeciendo a la inscripción genética incluida en cada una de nuestras células. Es en esta servidumbre como se forja nuestra autonomía. El individuo sufre un destino que le permite devenir autónomo. Así pues, el gen significa a la vez herencia y heredad, carga y regalo, determinación y autonomía, limitación y posibilidad, necesidad y libertad. No estamos
destinados únicamente a
la reproducción, estamos igualmente destinados a gozar la vida,
y la reproducción misma está también destinada a
producir
individuos que puedan gozar de la vida. El amor y la voluptuosidad
utilizan
el acto reproductor para realizarse y pueden eliminar sus consecuencias
reproductoras mediante coito interrumpido, preservativos,
píldoras.
Estamos invadidos por la sexualidad, pero la sexualidad está
invadida
por el goce y el amor. Cuando
consideramos
nuestra doble dependencia,
con respecto a genos (el gen) y con respecto a oikos
(el
medio), podemos ver que la dependencia con respecto a genos
proporciona
autonomía individual con respecto a oikos, y que la
dependencia
con respecto a oikos alimenta esa autonomía. El cierre
genético
del individuo le impide ser destruido por la invasión de
determinismos
exteriores, y su apertura fenoménica le permite constituir y
desarrollar
sus prácticas autónomas. Más ampliamente, nuestra dependencia genética nos permite no sufrir totalmente los determinismos ecológicos y los determinismos culturales. Nuestra dependencia ecológica nos permite alimentar y desarrollar nuestra autonomía. La autonomía individual se forma y se mantiene a partir de estas dos dependencias que se oponen y se unen en ella. Más profunda y fundamentalmente, la autonomía del individuo vivo, y singularmente el humano, se afirma en su cualidad de sujeto. Recordemos que ser sujeto es ocupar el centro del propio mundo, es decir, el lugar egocéntrico del «para sí». La constitución misma del sujeto es dialógica, puesto que comporta al mismo tiempo un principio de exclusión (nadie puede ocupar su lugar) y un principio de inclusión (en un «nosotros» -la familia, la especie, la sociedad- y de inclusión de este «nosotros» en sí mismo), que incluye las actividades reproductoras, la inscripción hereditaria, la inserción comunitaria en el interior del sujeto. Además la autoafirmación del sujeto efectúa la apropiación egocéntrica de su inscripción hereditaria, la apropiación egocéntrica de su legado, no sólo familiar, sino, como hemos visto, antropológico, primático, mamífero, etc. Así el fatum genético se transforma en destino personal en el acto de autoafirmación del sujeto. El individuo sujeto se apropia de su genos, pero sin dejar de depender de él, pues el ocupante egocéntrico está él mismo dialógicamente ocupado por el genos. El individuo se autonomiza al apropiarse del genos al que obedece. Su dependencia hereditaria singular, sin dejar de ser dependencia, deviene fundamento de la identidad personal: nuestra herencia plural hace de nosotros individuos singulares. Nuestras vidas las vivimos resucitando los ingredientes de las vidas de nuestros antecesores. De modo que poseemos los genes que nos poseen. De ahí la
paradoja: toda existencia
humana es a la vez jugadora y jugada; todo individuo es una marioneta
manipulada
desde el interior y desde el exterior y al mismo tiempo un ser que se
autoafirma
en su misma calidad de sujeto. Es evidentemente mediante la consciencia como, diferenciándose de todo animal, el ser humano puede, en determinadas condiciones y ocasiones a veces decisivas, manifestar su libertad. El individuo
humano,
no puede ciertamente
escapar a su suerte paradójica: es una pequeña
partícula
de vida, un momento efímero, una insignificancia, pero al mismo
tiempo despliega en sí la plenitud de la realidad viviente: la
existencia,
el ser, las actividades, y así contiene en sí el todo de
la vida sin dejar de ser una unidad elemental de la vida. Al mismo
tiempo,
despliega en sí la plenitud de la realidad humana, con la
consciencia,
el pensamiento, el amor, la amistad. Contiene en sí el todo de
la
humanidad, sin dejar de ser la unidad elemental de la humanidad. Y, como vamos a
ver
ahora, su inscripción
en una cultura y una sociedad le hace sufrir una nueva dependencia, que
le ofrece a la vez la posibilidad de una nueva autonomía, a
veces
el acceso a la libertad.
El imperio sociológico y la influencia cultural Existe en primer lugar la influencia sociocultural. La cultura de las sociedades arcaicas permitió la realización de individuos que desarrollaron una extrema agudeza de sentidos, que les permite captar como signos y mensajes los múltiples indicios y acontecimientos de su ambiente natural; individuos con aptitudes manuales politécnicas, maestros en el arte de manejar sus armas para la caza, de fabricar sus útiles y edificar su casa. Los arcaicos son seres «libres», sin Estado, pero no ciudadanos; libres pero sometidos a tabúes; libres en su medio ambiente, pero limitados a ese ambiente; adquirieron una autonomía técnica, pero no pueden desarrollar el mundo de ideas que les permita desarrollar su autonomía mental. Las sociedades históricas dotadas de Estado sojuzgan, dominan, no dan libertades a las élites sino privando de ellas a los inferiores, condenándolos a la obediencia y a la ignorancia. El Estado se inscribe como superyó en el espíritu de los individuos e instala en ellos una cámara sagrada dedicada a su devoción. Y, en todas las sociedades, la cultura se impone a los individuos. El feto sufre influencias culturales en su vida intrauterina (alimentos, sonidos, músicas) y desde su nacimiento el individuo comienza a recibir el legado cultural que asegura su formación, su orientación, su desarrollo como ser social; sufre tabúes, imperativos, normas (que se inscriben cerebralmente por estabilización selectiva de sinapsis), y en él se fijan los automatismos sociales. En todo individuo, el legado cultural se combina con su herencia biológica, determinando estimulaciones o inhibiciones que modulan la expresión de esta herencia. Así cada cultura, mediante su sistema de educación, su régimen alimentario, sus modelos de comportamiento, reprime, inhibe, favorece, estimula, sobredetermina la expresión de tal aptitud, ejerce sus efectos sobre el funcionamiento cerebral y sobre la formación del espíritu, y así interviene para co-organizar y controlar el conjunto de la personalidad. La cultura llega
a
inscribir en el individuo
su imprinting, impronta matricial frecuentemente sin retorno
que
marca a los individuos en su modo de conocer y de comportarse desde la
tierna infancia y que se profundiza con la educación familiar y
luego escolar. El imprinting fija lo prescrito y lo prohibido,
lo
santificado y lo maldito, implanta las creencias, ideas, doctrinas, que
disponen de la fuerza imperativa de la verdad o de la evidencia.
Arraiga
en el interior de los espíritus sus paradigmas, principios
iniciales
que comandan los esquemas y modelos explicativos, la utilización
de la lógica, las teorías, pensamientos, discursos. El imprinting
se acompaña de una normalización que acalla toda duda o
impugnación
de sus normas, verdades y tabúes. De ahí el
carácter
aparentemente implacable de los determinismos interiores al
espíritu. Imprinting y normalización se reproducen de generación en generación: «una cultura produce modos de conocimiento entre los humanos sometidos a esa cultura, quienes, por su modo de conocimiento, reproducen la cultura que produce esos modos de conocimiento» (Las ideas: 27-28). Así se efectúa la domesticación de los espíritus. Como, en el seno de una misma sociedad, los individuos son extremadamente diversos, genética y psicológicamente, algunos individuos llegan a mostrarse resistentes al imprinting justamente porque su individualidad se manifiesta mediante una fuerte autonomía cerebral, y serán reacios con respecto a lo que la mayor parte acepta como evidencia. El juego entre los caracteres individuales producidos por la herencia biológica y la formación de la personalidad, mediante las normas culturales, diversifica los individuos, y permite la aparición de no conformistas, incluso desviantes, que podrán escapar al imprinting y serán mentalmente autónomos. La vitalidad de la autonomía cerebral/mental es una condición de la libertad del espíritu. Son espíritus libres los que se atreven a la insumisión o la resistencia. Algunos, desde Antígona a Soljenitsin, afrontan incluso el suplicio y la muerte en su rebelión contra un Orden implacable. Pero muchos reacios secretos o potenciales desviantes no podrán manifestarse más que en condiciones de debilitamiento del imprinting y la normalización. Por lo tanto podemos concebir las condiciones socioculturales de la autonomía cognitiva y de la libertad. Son las de la alta complejidad social: las que limitan la explotación, restringen el sometimiento, permiten la autonomía física, mental y espiritual, y, cuando hay democracia, la libertad política. Esta alta
complejidad está ligada a
la importancia de la componente autoorganizadora espontánea de
la
sociedad, ella misma ligada al desarrollo de las comunicaciones, de los
intercambios económicos que llevan consigo los de las ideas, al
juego de los antagonismos entre intereses, pasiones y opiniones. Por lo
tanto el campo de las libertades humanas crece con el crecimiento de
las
elecciones individuales (de mercancías, parejas, amistades,
ocios,
opiniones, etc.). Los desarrollos
de
las pluralidades, comunicaciones,
intercambios, antagonismos en los campo económico, en el campo
político
(democracia), en el campo de las ideas constituyen así los
caldos
de cultura de las libertades individuales. En estas condiciones, el sometimiento de los individuos se vuelve moderado e intermitente, las dos cámaras del espíritu se comunican, el superyó no sofoca al yo, las brechas se multiplican en el imprinting cultural y la normalización. La desviación no es ya eliminada siempre de raíz y puede desempeñar su papel innovador. Pueden propagarse ideas desconocidas, llegadas de otros lugares o de los mismos subsuelos de la sociedad. La democracia y
la
laicidad otorgan al ciudadano
el derecho de fiscalizar sobre la ciudad y sobre el mundo. El examen y
la opinión le son permitidos, y hasta demandados, sobre lo que
ha
dejado de ser sagrado: la conducción de los asuntos
públicos
y la reflexión sobre su destino. A partir de entonces, la parte
autónoma del espíritu se introduce en la cámara
que
había sido subyugada, y, al mismo tiempo, emerge una libertad
que
otorga raíces mentales a las libres elecciones del ciudadano;
una
libertad del espíritu individual. Esta libertad es dependiente y
relativa; en los espíritus sigue habiendo santuarios de lo
sagrado, imprintings
profundos, múltiples prejuicios, conformismos, y la
normalización
no cesa de rechazar las desviaciones extremas. Al menos las libertades
tienen un dominio más amplio que el pequeño
círculo
de las decisiones de la vida privada. La vida cotidiana, al tornarse relativamente autónoma, permite expansiones personales especialmente en el amor. La adoración y el culto dedicado a las divinidades se extienden en la vida privada y se encarnan en la persona amada. Así se democratiza el complejo de amor que comporta su parte de mitología y de religión, y que poetiza las existencias individuales. Entonces, existe una vida cultural, intelectual y a veces política de carácter dialógico, fundada sobre los conflictos de ideas, el intercambio de argumentos, que comporta sus reglas de juego, que prohíben agresiones y liquidaciones físicas, y esta vida cultural nutre la autonomía del espíritu. Cuando las reglas dialógicas están inscritas en la cultura y en la política (democracia), entonces el imprinting cambia de naturaleza y prescribe la libertad. Se arraiga una tradición de espíritu escéptico y crítico. Se constituye
una
intelectualidad socialmente
medio desarraigada y parcialmente cosmopolita, que llega a constituir
el
caldo de cultivo de las ideas universalistas. Y en ciertos lugares, en ciertos momentos privilegiados, hay brotes de libertad creadora en el pensamiento. Algunos individuos despliegan entonces sus aptitudes para imaginar y concebir, y, transgrediendo los imprintings, se manifiestan como descubridores, teóricos, pensadores, creadores. Ocurre incluso,
en
determinadas condiciones
que hemos examinado (El método 4: 45 ss.), que hay
quienes
efectúan inmersiones radicales en los problemas impensados de
las
estructuras del pensamiento o de la organización de la sociedad. En fin, en las
democracias, los individuos
se convierten en ciudadanos relativamente libres. Están
sometidos
a sus deberes para poder disfrutar de sus derechos. De ahí la
importancia
antropológica de la democracia en el sentido de instituir
posibilidades
de libertad humana. Los derechos
permanecen desigualmente repartidos,
incluso en las sociedades democráticas de alta complejidad, y
las
posibilidades de libertad de movimiento, de acción, de gozos, de
espíritu, están muy desigualmente repartidas... También, en las sociedades muy complejas que comportan no obstante sojuzgamientos y sujeciones, algunos pasan a través de las mallas de la sociedad, anómicos, locos, vagabundos, hippies, buscan en el subsuelo refugio para su libertad personal, pero pierden sus libertades civiles en la exclusión. Otros, situados en la mega-máquina, practican en ella una resistencia colaboracionista, es decir, se las arreglan para que las cosas funcionen sin por ello conformarse a las instrucciones: son las astucias sociales de la libertad. Hay, pues,
repitámoslo aquí,
ambivalencia a la vez en la relación entre la relación
sociocultural
y el individuo. La cultura impone su imprinting y al mismo
tiempo
aporta sus habilidades, saberes y conocimientos que desarrollan la
individualidad,
constituye en las sociedades pluralistas un caldo de cultivo para la
autonomía
de las ideas y la expresión de las creencias o dudas personales.
De aquí su ambivalencia radical: la cultura permite la
autonomía,
pero sometiéndose a sus normas. Toda cultura subyuga y emancipa,
aprisiona y libera. Las culturas de las sociedades cerradas y
autoritarias
contribuyen fuertemente a la subyugación, las culturas de las
sociedades
abiertas y democráticas favorecen una pluralidad de libertades. Así la
complejidad del ser social es
el caldo de cultivo de la complejidad individual.
La influencia de las ideas Los individuos no se encuentran sometidos sólo por su sociedad y su cultura, están también sometidos por sus dioses y sus ideas. Como vimos (El
método 4, Las
ideas: 105-157) los dioses y las ideas, han surgido como
ectoplasmas
colectivos a partir de los espíritus humanos, han llegado a ser
entidades dotadas de vida y de individualidad, son alimentados por la
comunidad
de sus fieles y, retroactuando sobre nuestros espíritus sin los
cuales nada serían, nos someten, reinan, ordenan. Hemos
secretado
estos seres espirituales, pero tienen una autonomía relativa y
una
existencia real tanto en nuestros espíritus como en nuestras
sociedades. Estamos poseídos por los dioses y las ideas en el sentido vudú y en el sentido dostoievskiano del término. Las ideas que nos poseen son ideas-fuerzas, Ideas-Mitos, es decir, de sustancia sobrehumana, cargadas de providencialismo. Véase el ímpetu de las ideas que se sirven de los humanos, los encadenan, se desencadenan y los arrastran: «Las ideas han quebrantado al siglo XX, incendiado el planeta, hecho fluir un Danubio de sangre, deportado a millones de hombres» (Tchossitch, Le temps du pouvoir, L'âge d'homme: 235). Cuántos
millones de individuos no han
sido víctimas de la ilusión ideológica, creyendo
obrar
por la emancipación humana y obrando de hecho por su
sojuzgamiento. Pero, del mismo
modo
que hay rupturas del imprinting, hay, y frecuentemente bajo los
efectos de la
experiencia
vivida, fracturas de ideas, desinflamientos de ideologías. Y
hemos
podido ver espíritus que se liberaban, antes de recaer en otras
ilusiones. No podemos prescindir de ideas maestras, de ideas-fuerzas. Pero entre estas ideas maestras e ideas-fuerzas se encuentra la idea de libertad. Y cuando estamos poseídos por ella, nos permite adquirir libertades. La libertad está en una relación dialógica con nuestras ideas, de las que somos posesos y poseedores. En fin, a tantas
influencias resultantes de
la sociedad y la cultura, es preciso añadir la influencia de la
historia: los individuos son llevados, bamboleados en una historia que
aporta sometimientos y liberaciones, que no solamente opone sino
también
asocia civilización y barbarie, y cuyo juego, cuya
continuación...
no conocen.
Los caminos de la libertad Si nos atenemos
a
una concepción determinista
del ser humano, no hay posibilidad de libertad y ésta aparece
como
una pura ilusión. Si nos atenemos a una concepción
espiritualista
de la libertad, ella sería independiente de las condiciones
físicas,
biológicas, sociológicas. Nosotros hemos intentado
concebir
las posibilidades de libertades humanas en y por sus dependencias
ecológicas,
biológicas, sociales, culturales, históricas. Hemos
intentado
ir más allá del genetismo, del culturalismo, del
sociologismo,
pero integrando el gen, la cultura, la sociedad. Lo que significa en primer lugar que es necesario concebir el carácter incierto y complejo de la relación entre autonomía y dependencia. La autonomía necesita dependencias, pero las dependencias comportan servidumbres y pueden determinar sometimientos que aniquilen la autonomía. No podemos ignorar el peso trágico de las dependencias, las determinaciones, los sometimientos, las sujeciones, las posesiones. Un ser humano
puede
estar totalmente sometido
a la necesidad de vivir para sobrevivir, es decir, trabajar sin tener
asegurado
el gozo de vivir, si no es por flashes, momentos privilegiados de
poesía...
Vivir para sobrevivir mata de raíz la libertad, y son una
aplastante
mayoría de los humanos los que, en la historia y hoy por doquier
en el mundo, sólo han podido vivir para sobrevivir, y, en las
sociedades
de baja complejidad, en las peores condiciones.
El nudo gordiano Y sin embargo la autonomía humana y las posibilidades de libertad se producen, no ex nihilo, sino por y en la dependencia anterior (patrimonio hereditario), la dependencia exterior (ecológica), la dependencia superior (la cultura), que la coproducen, la permiten, la alimentan, a la vez que la limitan, la subordinan, y corren permanentemente el riesgo de someterla y destruirla. Recordemos que el individuo es un sujeto cuya sede egocéntrica incluye la inscripción genocéntrica (de la especie) y la inscripción sociocéntrica. Todo ocurre como si su cómputo/cógito obedeciese a tres soportes lógicos en uno, el del mí-yo, el de la especie, el de la sociedad. Este programa triúnico es dialógico, es decir, que sus instancias antagonistas son al mismo tiempo complementarias al permitir la autoafirmación del sujeto. Las poli-dependencias son factores de autonomía en su complementariedad y su oposición: la autonomía biológica se debe a la relación dialógica entre el individuo y su medio, la autonomía cerebral se debe a la dependencia genética, la autonomía mental se alimenta de la dependencia cultural, la autonomía del comportamiento es nutrida por la cultura que suministra las técnicas y los conocimientos que permiten actuar de modo eficaz. La mayor parte del tiempo somos máquinas aparentemente triviales, pues obedecemos simultáneamente a nuestras determinaciones ecológicas, biológicas, sociales y culturales. Pero somos de hecho máquinas no triviales, porque disponemos de un soporte polilógico, genético, cultural y egocéntrico, necesario para nuestra autoafirmación como sujetos. Las dependencias
genéticas tienden
a reprimir las dependencias culturales, y las dependencias culturales
tienden
a rechazar las dependencias genéticas; en este juego el
espíritu
humano formado por la cultura puede disponer de bastante
autonomía
cerebral para resistir a los imprintings de esa cultura. Nuestra autonomía se sitúa en un bucle y una dialógica entre los genes, el medio, el cerebro, el espíritu, la cultura, la sociedad. Estamos en relaciones antagonistas con cada una de las instancias de este bucle que tiende a destruir nuestra autonomía, pero esta relación es complementaria para instaurar esta autonomía. Estamos poseídos por y en este bucle, pero en nuestros momentos de autonomía, cuando dejamos de vivir únicamente para sobrevivir, poseemos este bucle que nos posee. E incluso en los raros momentos creadores que sobrevienen en el mundo humano, la posesión permanece en la creación aunque esta transcienda la posesión. El acto creador es a la vez autónomo y poseído. Vivimos por ello
efectivamente casi como posesos.
Cumplimos de manera alucinada nuestro oficio de vivir, como si
efectivamente
fuéramos máquinas triviales programadas desde siempre,
con
nuestro corazón que late automáticamente, nuestro
organismo
que trabaja hiper-cibernéticamente con sus miríadas de
células
y sus centenares de órganos, nuestro enorme ordenador viviente,
cuyas operaciones inconscientes tienen nuestra consciencia a su merced.
¿En qué juego estamos? Estamos en varios juegos, jugados,
juguetes, pero también somos al mismo tiempo jugadores. Y, en todo esto,
interviene el azar que, incluso
antes del nacimiento, repartió los genes parentales; que a
partir
del nacimiento interviene en forma de accidentes, muertes, experiencias
singulares, encuentros; que en el interior de cada uno surge de manera
inesperada en sus actos o decisiones de máquina no trivial,
sobre
todo en la conversión a una fe o la desconversión, con
sus
efectos asimismo inesperados. Así nuestras libertades dependen también del azar: pueden realizarse cogiendo el azar al vuelo, pero pueden ser abolidas por el azar. Como nuestras vidas, son tributarias de la buena y de la mala suerte. Si la libertad es elección y toda elección es aleatoria, entonces tomamos nuestras libres decisiones en la incertidumbre y el riesgo. Y he aquí la
paradoja: estando insertos
en procesos transindividuales, genéticos, familiares, sociales,
culturales, noológicos, estando sometidos a áleas de toda
clase, somos individuos relativamente autónomos, relativamente
capaces
de perseguir nuestros fines individuales y que disponemos eventualmente
de libertades. El destino humano se conduce en zigzag, en una dialógica de azar, necesidad y autonomía. Tantos azares, tantas necesidades en una vida humana, y sin embargo hay posibilidades de autoconstrucción de su autonomía: - a través de
la integración
y las lecciones de las experiencias de la vida; - a través de
la capacidad de adquirir,
capitalizar, explotar la experiencia personal (ciertamente
también
con la posibilidad de enormes errores e ilusiones); - a través de
la capacidad de elaborar
estrategias de conocimiento y de comportamiento (es decir, de plantar
cara
a la incertidumbre y utilizar el álea); - a través de
la capacidad de elección
y de modificar la elección; - a través de la capacidad de consciencia. La verdadera
consciencia de la libertad se
funda en la consciencia de la relación
autonomía/dependencia,
posesión/poseedor, en la consciencia de la ecología de la
acción, en la voluntad de pensar de modo autónomo a pesar
de puestas en el índice, anatemas y peligros.
Las libertades del espíritu El espíritu (mind) de un individuo/sujeto es la sede de la sujeción y la sede de la libertad. Cuando algunos individuos dejan de estar sujetos a las órdenes, mitos y creencias que emanan del Gran Ordenador y llegan a ser al fin sujetos de conocimiento y de reflexión, entonces comienza la libertad del espíritu. Pero el problema noológico permanece: el sometimiento por las ideas, incluidas las emancipadoras: la libertad de espíritu debe llevarse a efecto en dialógica con el mundo noológico. La libertad del espíritu es mantenida, fortalecida por: - las curiosidades y las aperturas hacia los más allá (de lo ya dicho, conocido, enseñado, recibido); - la capacidad de aprender pos sí mismo (autodidactismo); - la aptitud problematizadora; - la práctica de estrategias cognitivas (las estrategias comportan siempre un juego entre las decisiones y acciones autónomas, por un lado, y, por otro, las condiciones exteriores inciertas); - la
invención y la creación,
que revelan el carácter no trivial del espíritu humano; - la posibilidad de verificar y de eliminar el error; - la consciencia reflexiva: la capacidad cerebral se autocomputarse es integrada, prolongada y superada por la capacidad del espíritu para autoexaminarse, y del individuo para autoconocerse, autopensarse, autojuzgarse; - la consciencia moral. En toda
sociedad,
hay una minoría de
espíritus reacios al imprinting y a la
normalización,
son desviantes potenciales y son (a veces con la suerte de un soberano
también desviante) los precursores de las libertades del
prójimo.
Despiertos y sonámbulos Somos autómatas, sonámbulos, posesos, pero podemos ser conscientes de nuestro sonambulismo, de nuestros automatismos, de nuestras posesiones. Somos máquinas la mayoría de la veces triviales, pero somos también sujetos conscientes capaces de autoafirmarnos y, por ello, somos también máquinas no triviales. En cierto modo, podemos tomar posesión de lo que nos posee. El bucle de doble posesión prolonga y transforma el bucle de autonomía/dependencia. La autoafirmación del sujeto se apropia de lo que lo posee sin dejar de ser poseído. Lo mismo que podemos poseer el amor que nos posee, el sujeto consciente puede poseer lo que lo posee. La consciencia,
emergencia de tantas posesiones
poseídas, de tantas dependencias productoras de
autonomía,
metapunto de vista reflexivo de sí sobre sí, metapunto de
vista del conocimiento del conocimiento, es la condición de la
libertad
humana. La autoafirmación del sujeto (subjetiva) es el acto en el cual toma posesión de sus posesiones, el acto de apropiación de su destino. En la consciencia, se da el acto de autoafirmación del sujeto, y en el acto de autoafirmación del sujeto humano, se da el acto de autoafirmación de la consciencia. Está claro que las concepciones dominantes que ignoran al sujeto, la consciencia, la creatividad son incapaces de percibir autonomía y libertad. El sujeto está en el corazón de la autonomía humana: en él, la consciencia, la reflexividad, la existencialidad. La complejidad
bio-ántropo-social es
la condición de la libertad. Cuanto más grandes son las
complejidades
biológica, social, cultural, ideológica, tanto más
grande es la parte de autonomía individual, más grandes
son
las posibilidades de libertad. La libertad
tiene
necesidad de reglas y coacciones
exteriores (las leyes de la sociedad) e interiores (los imperativos
morales).
La libertad que se quiere suprema transgrede la ley, puede convertirse
en crimen y en el límite se autodestruye como en el suicidio de
Kirilov, donde la posesión total de sí se convierte en la
destrucción total de sí. La libertad sin
freno va hacia el crimen y,
al afirmarse contra el sometimiento y la sujeción, corre riesgo
de muerte. La libertad o mata, o está condenada a muerte. En democracia el
pensamiento libre es una
desviación frecuentemente tolerada, pero sin más, y debe
con frecuencia aceptar la incomprensión y la soledad. Asumir
conscientemente las tres finalidades,
la del individuo/sujeto, la de la especie humana, la de la sociedad
humana,
es elegir el destino humano con sus antinomias y su plenitud, y es por
ello afirmar al más alto nivel la libertad que es, así,
puesta
al servicio, no sólo de sí misma, sino también de
la especie y de la sociedad. La libertad
alcanza
su mayor fuerza cuando
está poseída por el espíritu de libertad. Su mayor
capacidad para afrontar lo sagrado sólo la logra cuando ella
misma
es sacralizada.
1. Su dependencia con respecto al ecosistema es en bucle. La biocenosis (parte viviente del ecosistema) está constituida por las interacciones entre seres vivos, y por tanto depende de los seres vivos que dependen de ella. Nota:
Texto
publicado en: GRASCE (Groupe
de Recherche sur l'Adaptation, la Systémique et la
Complexité
Économique) (ed.), Entre systémique et
complexité,
chemin faisant... Mélanges en hommage à Jean-Louis Le
Moigne,
PUF, París, 1999: 157-170. Traducción de José Luis
Solana Ruiz, profesor de Antropología Social de la Universidad
de
Jaén. Agradecemos a Edgar Morin su amabilísima
autorización
para traducir y publicar este texto. |
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