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1. La expresión «sentido de la vida» es problemática Cuando hablamos del sentido de la vida no siempre está claro qué entendemos por vida. ¿Es la vida desde las bacterias hasta los primates, como fenómeno terrestre con una antigüedad de tres mil quinientos millones de años? ¿Es la vida humana? ¿La de la especie? ¿La de una civilización? ¿La individual? Y ¿le cabe sentido al individuo si careciera de él la sociedad, o la especie? ¿Le queda sentido a la especie humana si no lo tuviera la vida, la biosfera? ¿Qué significa el futuro del cosmos para el sentido de la vida, en relación con el sentido de la humanidad y con el de cada existencia individual? Demasiadas preguntas ante lo poco que es posible responder. Nuestro cerebro busca afanosamente significados que le den información sobre la existencia. Las terminales sensoriales le suministran sin cesar datos, que son codificados por las reglas epigenéticas de la mente y por los esquemas culturales. Pero no hay un aparato sensorial (como el oído, o la vista) especializado en la captación del «sentido de la vida». Millones de
especies
vivas existen, evolucionan
y mueren sin preguntarse por si tienen, o no, sentido. La
mayoría
de los humanos pueden vivir sin apenas reflexionar sobre esa
cuestión.
Aunque sin duda estamos abocados a planteárnosla. Tal vez el sentido sólo se dé propiamente «entre nosotros»: el que los humanos le damos a la propia existencia y al mundo en que vivimos. De manera que el sentido esté en el hombre, pero el hombre no esté en el sentido... O tal vez cada cosa, desde la partícula a los cúmulos galácticos, desde lo más simple a lo hipercomplejo, posea su sentido objetivo, consistente en la realización de su estructura y sus interacciones durante el lapso de tiempo en que perdura y evoluciona y se desvanece. ¿Qué punto de vista adoptar para discernir acerca del sentido de algo? ¿Es legítimo un punto de vista que se pronuncie sobre el todo? ¿Es posible, siquiera, para un cerebro humano procesar el sentido del mundo? Si todos los
sistemas, desde los físicos
a los biológicos y los antroposociales, se sustentan unos sobre
otros, como sistemas de sistemas, entonces el sentido que se les
encuentre
dependerá en parte del que tengan los componentes de nivel
inferior.
Pues ¿cómo se edificaría el sentido sobre un
basamento
de absurdos? No obstante, cada sistema envolvente hace emerger nuevas
propiedades
que pueden significar un nuevo sentido, e incluso conferir sentido
nuevo
a los subsistemas integrados. Pero a todo esto le aqueja la
incertidumbre
de no saber si cabe hablar genéricamente por encima de la
polisemia
y acaso la equivocidad del término «sentido». Si el universo y
la
historia están
evolutivamente abiertos, y así parece ser, resulta imposible
efectuar
la totalización de su sentido, pues la idea de totalidad total
supone
un cierre definitivo: un cierre en falso, impredecible e incognoscible.
No obstante, la evolución universal, de hecho, va desplegando
sistemas
en determinadas direcciones. Nuestro entendimiento humano opera
persistentemente
tratando de otorgarle un sentido, y de dárselo sobre todo a la
historia
humana y a nuestra personal biografía; pero no existe una
teleología
o finalidad global determinante de la emergencia de los sentidos
particulares.
El determinismo del todo no puede existir en un cosmos evolutivo,
atravesado
por caos y creación, orden y desorden, azar y necesidad, cuyo
devenir
es siempre entrópico e inacabado. Ya se esfumaron las ilusiones
de un mundo fundado en un orden inmutable, idealizado como esencia
eterna,
regido por leyes universales que escapaban al tiempo. Y no son menos
ilusorias
las leyes del desarrollo histórico, por muy dialécticas
que
se las piense. Si de algo podemos afirmar que tiene sentido es del existir concreto, esto es, el devenir, llegar a ser, evolucionar. Que un sistema astrofísico permanezca, que un sistema vivo crezca y sobreviva. El sentido acontece en la satisfacción de la teleología inmanente a cada estructura, tendente a resistir en su ser y desplegar potencialidades en un entorno concreto -capaz a su vez de incidir en la modificación de la estructura-. La estabilidad de un sistema no se da sino al borde de la inestabilidad. El sentido no opera sólo en las fases estables sino también a través de las crisis y las adaptaciones, mediante las cuales se gesta. La perfecta inmutabilidad sería sinónimo de la nada. No cabe más
sentido que el que se va
alcanzando sistémicamente, localmente, transitoriamente, en
medio
de una colosal hemorragia de sinsentidos que amenaza con vaciar y
aniquilar
todo logro plasmado en la realidad: átomos que se degradan,
estrellas
que se apagan, especies que se extinguen, civilizaciones que
desaparecen... La vida ha
emergido
de la historia de la tierra,
y el hombre ha emergido de la historia de la vida terrestre. El sentido
de la vida, a la que pertenecemos los humanos, emerge con el
patrón
de organización típico de los sistemas vivientes, y ese
sentido
se reproduce y transforma, y se disuelve al compás de las
estructuras
que lo sustentan. Para todo ser vivo, como es sabido, el concepto de
vida
implica el de muerte. Quizá sólo entre estos dos polos
tenga
su oportunidad el sentido. Para la humanidad, ese lapso es justamente
el
espacio y el tiempo de la cultura. Antropológicamente hablando,
es la cultura lo que confiere sentido humano a nuestras vidas (1). 2. La
historia de
las culturas va alumbrando
y contando sentidos de la vida Si la cultura es lo que posibilita y configura el sentido humano de la vida humana, el problema del sentido se traslada a la problemática inherente a la evolución cultural, en cuyo curso no ha cesado de producirse una gran diversidad de formas y sistemas. Evoquemos sumariamente el recorrido: Han pasado
setenta
mil años desde que
las sociedades arcaicas de homo sapiens, constituidas en el
este
y sur de África, iniciaron su expansión por el planeta,
como
culturas de recolectores cazadores. Existió, en el
paleolítico,
una humanidad en diáspora ecuménica, que pronto
olvidó
su origen único y que se ignoraba a sí misma. Hace diez mil años se produjo la revolución neolítica: el pastoreo, la agricultura y los poblados estables. Pocos siglos después, se dio un cambio de fase histórica: el surgimiento de las civilizaciones urbanas transformó algunas de aquellas sociedades arcaicas y confinó a otras muchas en zonas boscosas o desérticas. La humanidad arcaica empezó a ser exterminada. (Más tarde, la época moderna de los descubrimientos y las conquistas completará su aniquilación definitiva.) Con ella desapareció un milenario sentido de la vida, cuyos vestigios se han encontrado sólo en unas cuantas decenas de bandas de cazadores, sobrevivientes en rincones perdidos. La civilización nació hace seis mil años en Mesopotamia; hace cuatro mil ochocientos, en Egipto; hace cuatro mil quinientos, en el valle del Indo; hace cuatro mil doscientos, en el valle del Río Amarillo, en China; hace dos mil trescientos, en la península de Yucatán, en Mesoamérica; y también al norte de los Andes. Se inventó la agricultura de regadío a gran escala, la metalurgia, la rueda, la división del trabajo, las clases sociales, la vida urbana, el comercio, la guerra, la escritura, la centralización del poder político en el estado y las grandes religiones. Se formaron ciudades, reinos e imperios, que a menudo se confrontaron ferozmente y que también intercambiaron población, mercancías e ideas.
Cada gran
civilización pretendió
durar eternamente, pero todos los imperios se han hundido en la
decadencia.
Cada gran civilización presumió realizar plenamente la
humanidad,
pero ninguna lo ha logrado más que de una forma regional y
fragmentaria.
Son historias diversas y, en muchos casos, incomunicadas de las
demás. Hubo despliegues políticos (desde Alejandro Magno a Gengis Jan) y religiosos (el budismo, el cristianismo y el islam) con un sentido abierto a todos los humanos. Pero su alcance nunca pasó de ser regional. El
descubrimiento de
la Tierra como un todo
se llevó a cabo hace tan sólo quinientos años, con
las circunnavegaciones, las exploraciones y las conquistas. En 1492, se
inauguró la era planetaria, en medio de encuentros y
encontronazos
bárbaros entre civilizaciones. Con los tiempos modernos se
transfiguró
la visión de la realidad: La Tierra no es plana, sino redonda,
un
globo; no es inmóvil, sino gira sobre sí misma y
alrededor
del Sol; no es el centro del cosmos. Europa descubrió otras
grandes
civilizaciones y centenares de otras culturas que desconocían al
Dios de la tradición judía, cristiana e islámica.
Lo que hay es una pluralidad de historias humanas. Europa
descubría
que no era el centro del mundo, precisamente en el momento en que, como
si lo fuera, se lanzaba a la dominación colonial sobre él. Intercambios de todo tipo se extienden e intensifican mediante el comercio y toda clase de violencia y extorsiones. Se provocan cataclismos culturales y demográficos. Se desarrollan el estado nación, la acumulación capitalista; más tarde, la revolución industrial y tecnológica. España, Portugal, Francia, Holanda y, sobre todo, Inglaterra crean fabulosos imperios con pilares por todo el globo. Se inicia ya así el proceso de globalización, de mundialización, desplegado como occidentalización del mundo. Es, como la denomina Edgar Morin, «la edad de hierro planetaria, en la que permanecemos todavía». Me remito a la historia económica, política, demográfica, filosófica, científica y religiosa de los últimos cuatro siglos para analizar el imponente proceso de mundialización de la civilización occidental: los flujos de riqueza, los flujos migratorios, los flujos de ideas transforman todos los continentes, ocasionando a la vez enormes devastaciones. En Europa, la nueva conciencia del mundo florece en el humanismo ilustrado, dando a luz un nuevo sentido de la historia. Aunque no pase de ser un «humanismo burgués» (cfr. Lévi-Strauss 1973: 259), en principio concede a todo ser humano la capacidad racional y la igualdad de derechos. A mediados del siglo XIX, la teoría darvinista desentraña los mecanismos de la evolución de la vida, de la que formamos parte los humanos, como descendientes de un mismo antepasado homínido. La ciencia biológica pone de manifiesto la unidad de la especie humana (corroborada hoy por el estudio del genoma humano). Poco después, la antropología social formula la hipótesis de la unidad psíquica de la humanidad, la existencia de unas mismas necesidades básicas y unas estructuras del espíritu humano comunes a la especie, la existencia de un patrón cultural universal y unos principios generales de la evolución cultural (en cuyo análisis fue pionero también el materialismo histórico). El problema, desde entonces, radica en cómo comprender teóricamente las diferencias biológicas y culturales en relación con la unidad biocultural de la especie. Y en cómo articular prácticamente la evolución de las sociedades humanas en el marco de una civilización mundial o planetaria, capaz de superar el estado crítico de barbarie mundial en el que se agita hoy la humanidad. El siglo XX ha producido las más tremendas convulsiones en todos los órdenes: la mundialización de la guerra, de la revolución, del imperialismo, del totalitarismo, del terror nuclear, de los desastres ecológicos y las sacudidas económicas y sociales. «La mundialización económica unifica y divide, iguala y desiguala» a la vez (Morin 1993: 33). A escala global aumenta la desigualdad entre «desarrollados» y subdesarrollados: un 20% de la población gasta el 80% de la producción mundial. En el interior de un sistema planetario cada vez más interdependiente, se confrontan fuertes tendencias a la integración y a la desintegración cultural. Nos sentimos
perplejos ante fabulosos progresos
y espantosas regresiones, no raramente atribuibles a las mismas causas,
y se nos plantea más acuciante que nunca la pregunta por el
absurdo
o el sentido de todo esto. 3. La
diversidad
y la unidad cultural en
la actual configuración de sentido En la historia de las culturas, antiguas y modernas, el pensamiento simbólico-mítico ha elaborado durante milenios relatos proveedores de sentido. Son fundamentalmente los mitos los que han codificado visiones portentosas, tratando de dar sentido al mundo y al hombre, a su origen y su destino. La mitología impregna toda la vida y las fantasías humanas: el arte, la técnica, la política, la ciencia, la literatura, el cine, la música... Está presente en las ideologías filosóficas y, sobre todo, en las tradiciones religiosas, que la han transcrito en textos (sagrados) y la escenifican en rituales, repetidos una y otra vez a lo largo de los siglos, recreados a veces febrilmente, en un afán persistente por dotar de significación a la vida de los humanos. Nunca faltan relatos configuradores de sentido, en correspondencia con la diversidad de las trayectorias históricas. Ahora bien, el hecho universal de dar sentido, intentando resolver las contradicciones reales de la existencia a través de mediaciones simbólicas e imaginarias, choca con la disparidad de sentidos culturalmente propuestos. Tal vez a una
sola
especie, homo sapiens,
le esté destinada una sola cultura de los humanos; pero
aún
vivimos de ideas reaccionarias frente a esa unidad. Incluso se denuncia
la idea de la unidad del hombre como ideología abstracta, en
nombre
de la defensa de «etnias» y culturas oprimidas o en peligro
de exterminio. Ambas cosas son verdad: la liquidación de la
diversidad
en aras de un humanismo homogeneizador e incapaz de concebir la
diversidad,
y una idea diferencialista de la diversidad humana incapaz de concebir
la unidad: «Así se oponen una unidad sin diversidad y una
diversidad sin unidad» (Morin 1980: 7). Nos falta un pensar
conforme
a un paradigma que vincule ambos polos, concibiendo la unitas
multiplex
de la humanidad. Es verdad que
los
hechos son dolorosos, porque
toda evolución comporta destrucciones. No todo podrá ser
conservado en los procesos de modernización, y no sólo
porque
se desencadenen genocidios y etnocidios, o se provoque esclavitud,
pobreza
y enfermedad. El destino de las sociedades de bandas y tribus
preestatales
es trágico, por más que se reconozca el derecho de las
culturas
a no cambiar su modo de vida si no quieren (cfr. Harris 1979: 404-406).
Las culturas indígenas, que ya apenas abarcan a trescientos
millones
de personas, agonizan; y sólo alargará su agonía
el
confinarlas en reservas selladas a todo contacto exterior. Respecto a
éstas
y a otras muchas culturas tradicionales, tampoco parece mejor
solución
promoverlas a estados soberanos, lo que supondría fundar
más
de seis mil estados «étnicos», cuyas fronteras
resultaría
imposible trazar en la mayor parte de los casos, para regenerar a
escala
mundial un feudalismo sombrío, que únicamente
sería
viable a condición de suprimir las libertades individuales y
toda
disensión, en nombre de los dioses de la tribu, es decir, de una
«identidad cultural» colectiva, excluyente. Ya sea en
sociedades
arcaicas, tradicionales
o modernas, la pretensión particularista (etnicista,
nacionalista,
indigenista, multiculturalista) de mantener la cultura
«propia» (2)
a salvo de contaminación de las demás coincide con la
occidentalización
uniformadora en el mito obcecado de que la humanidad se acantona
enteramente
en una sola de sus plasmaciones históricas, y también en
el menosprecio hacia las riquezas culturales de las restantes
sociedades.
Cada cual a su modo repercuten conjuntamente en obstruir el nacimiento
de una humanidad integrada y plural. Es innegable que la multimilenaria experiencia de innumerables sociedades humanas ha acumulado conocimientos, sabiduría y modos de adaptación ecológica geniales. Es asimismo innegable que el mundo moderno impone cada vez más la necesidad de una cultura planetaria. Y el avance de ésta, en alguna medida, conlleva la reestructuración de aquéllas. Lo que no está decidido es el modelo a seguir, que no tiene por qué ser el de la homogeneización tecnoindustrial y cultural.
La humanidad se
debate entre la tendencia a instaurar
la unificación y la tendencia a mantener la
diversificación,
en una evolución contradictoria que, sin embargo, puede y debe
ser
complementaria. Ahora bien, en último término, como
señalaba
sabiamente Lévi-Strauss: «Lo que debe ser salvado es el
hecho
de la diversidad, no el contenido histórico que cada
época
le dio, y que ninguna conseguiría prolongar más
allá
de sí misma» (1973: 339). Y esto, porque un grado
óptimo
de diversidad es irrenunciable como mecanismo del progreso, para que la
humanidad no se osifique; y porque un grado óptimo de unidad
resulta
imprescindible para conseguir el equilibrio del que depende cada
día
más la supervivencia biológica y cultural de todos. Esta
problemática se ha replanteado,
en años recientes, a modo de batalla casi apocalíptica
entre
los propugnadores de la globalización y los defensores
de
las identidades culturales: «La oposición entre
globalización
e identidad está dando forma a nuestro mundo y a nuestras
vidas»,
escribe Manuel Castells, en La era de la información
(1998:
23). Y este sociólogo lo relaciona precisamente con el tema del
sentido de la vida. Sería la identidad cultural, al construirse,
la que organiza el sentido, de manera que define la
«identidad»
como «el proceso de construcción del sentido atendiendo a
un atributo cultural o un conjunto relacionado de atributos culturales,
al que se da prioridad sobre el resto de las fuentes de sentido»
(Castells 1998: 28). Pero, cabe objetarle, que, salvo que se opte por
la
pura arbitrariedad en ese dar prioridad, la misma definición
propuesta
puede aplicarse coherentemente a los atributos que nos globalizan. Por
sí solo, ni el articularse como identidad de resistencia, ni el
presentarse como proyecto mejorará el posible carácter
reaccionario
y reductor de una identidad particularista. No son aceptables los argumentos contra la globalización basados en la defensa de las identidades culturales. La modernización, de la que la globalización no es más que un efecto, no parece que pueda ser reversible ni evitable. Hace desaparecer modos de vida tradicionales, pero ofrece otros modos modernos a los que en realidad nadie está dispuesto a renunciar, si puede elegir libremente. Por eso, la noción de «identidad cultural» colectiva se vuelve un absoluto peligroso, una idea simplificadora, reduccionista y deshumanizadora. La globalización, por su lado, no debe confundirse con su versión reducida a la faceta económica o financiera. Pues, más allá de sus innegables destrucciones y riesgos, y de los desniveles que provoca, no sólo extiende las posibilidades para cada individuo humano de acceder a otras culturas, sino que abre caminos para la mejor defensa de la propia cultura, que estriba en una política de promoción por el mundo unificado en que vivimos. Como escribe un autor suramericano, con la condición de que se mundialice y profundice la democracia:
La misma idea nos sorprende en un intelectual peruano, comprometido con las luchas populares. Sostiene que, a pesar de la proyección homogeneizadora que dimana de los centros de poder, la tecnología electrónica produce fracturas por las que penetra la diversidad:
Hoy no sólo se globaliza la ciencia, el mercado, el capital financiero, el «pensamiento único» y el estilo de vida norteamericano y la pobreza, también se globaliza o mundializa la demanda de justicia, de paz, de libertad, de democracia, de tolerancia. El conflicto principal es, más bien, el que opone las fuerzas de integración y las de desintegración, y este conflicto se da entre naciones, entre macrorregiones, entre religiones, entre civilizaciones, y también en el interior de cada una de ellas, y en cada uno de nosotros. A todas luces, si algo tiene sentido es proseguir la hominización en el desarrollo humano, civilizar la civilización, democratizar la democracia, superar el estado-nación en asociaciones más amplias y en la organización mundial, que deberá instaurar la ciudadanía planetaria. Para ello es necesario gestar y generalizar una conciencia cívica planetaria, una opinión pública planetaria, en el plano científico, político y religioso: es decir, estamos emplazados a dar nacimiento a un nuevo sentido de la vida y la historia. Se trata de avanzar hacia una civilización universal que funde su unidad en la integración de la diversidad. Esto exige un imperativo paradójico, ya señalado: el de promover a la vez y en todas partes la unidad y la diversidad. Es preciso preservar la pluralidad de las culturas y abrirlas al mestizaje. Lo terrible no es el sincretismo, la simbiosis que asocia, sino el estado de desintegración de la humanidad que viene a ser consagrado por la defensa a ultranza de particularismos identitarios. Frente a los agoreros de lo peor, hay otros que creen que la mundialización puede llevarnos también a lo mejor. Amin Maalouf, en su obra Identidades asesinas, propone una nueva comprensión de la identidad:
La vía de las múltiples pertenencias culturales nos abre el horizonte de un nuevo ciudadano del mundo, dotado con identidades concéntricas y multipolares, componentes en último término de la identidad terrestre, en cuanto miembro de la humanidad, una y diversa, en la casa común del planeta. Es la nueva
conciencia de pertenencia planetaria
la que esboza el nuevo sentido de la vida que está en fase de
gestación.
En su despertar inciden: la amenaza nuclear de destrucción
total;
la degradación ecológica de la biosfera terrestre; la
explosiva
problemática del tercer mundo superpoblado; la difusión
mundial
de la ciencia, la tecnología, el mercado y unos modos de vida
estandarizados;
el trasvase de tradiciones culturales de unas sociedades a otras; la
participación
en todo lo que acontece en el mundo, a través de la
televisión
y los medios teleinformáticos. Todas las poblaciones de la
especie
humana evolucionan hacia la conciencia de pertenecer a una sola entidad
y de estar afectadas por unos problemas mundiales comunes. La especie
comienza
a reconocer su unidad como humanidad, pero en medio de resistencias,
desgarros
y regresiones. Frente a la idea del humanismo democrático y el
mundialismo
mestizo de la era planetaria, apenas nacidos, cobran fuerza, sin
embargo,
los repliegues etnocéntricos, la cerrazón de los
particularismos
que creen poseer singularidades exclusivas y que sacralizan la etnia y
la nación. Es necesario compaginar la unidad antropológica y la inmensa diversidad de las culturas del mundo. La vida implica diversificación y combinatoria genética y cultural, cuya concreción más inmediata es cada individuo humano. No obstante, los teóricos de las singularidades culturales preconizan la irreductibilidad de las diferencias, al tiempo que ocultan la unidad del hombre. Pero el análisis de la evolución cultural nos lleva más bien a reconocer en las diferencias, y a través de ellas, la identidad humana. Como escribe Morin: «El principio de identidad humana es unitas multiplex, la unidad múltiple, tanto desde el punto de vista biológico como cultural e individual» (1993: 67). Se da una pugna entre el enfoque diferencialista, que antepone la primacía o la primordialidad originaria de las identidades culturales, entendiéndolas como irreductibles y, por otro lado, el enfoque que trata de comprender toda la diversidad como perteneciente a la cultura humana. Este último enfoque no se refiere a ninguna universalidad abstracta y homogénea, sino a la universalidad concreta constituida por todos los sistemas culturales, en cuanto susceptibles de ser descritos en un mismo marco teórico. Éste, a su vez, avala la posibilidad práctica de una civilización humana, no uniforme sino unitaria, que integre en su seno la multiplicidad de herencias históricas particulares: la compleja unidad/diversidad del hombre. Como puede
colegirse, es muy dispar el sentido
propugnado por el diferencialismo y el propugnado por el universalismo
complejo. Ahí entra en liza el ideal etnicista frente al ideal
humanista
(en el sentido de un humanismo etnológico y democrático,
del que hablara Lévi-Strauss). El primero propende a la
balcanización
generalizada del planeta, el segundo aspira a la solidarización
supraétnica y supranacional. De esa confrontación depende hoy el sentido que se confiere, entre el fragor y la furia, a las grandes estrategias políticas, económicas, sociales, educativas y religiosas. Su batalla atraviesa subrepticiamente los dominios intelectuales de la ética, la ideología política, la filosofía y la teología. Sobre el planeta Tierra, que aparece hoy como un ser vivo, un complejísimo sistema autorregulado, contemplamos la unidad cultural de la humanidad, teóricamente fundada e históricamente en marcha. Los sistemas sociales humanos se autoorganizan por medio del intercambio de lenguaje compartido (cfr. Capra 1996: 222-224). Y todas las lenguas son traducibles de una sociedad a otra. La naturaleza humana impone unas reglas que son universales en todas las culturas particulares. Son luego los ecosistemas variables, junto al desarrollo tecnológico, los que determinan los modos de adaptación. Pero igual que la biosfera es una, también es una la antroposfera. Cada cultura local constituye un sistema y consta de unos componentes; es decir, posee un patrón de organización que no es sino una concreción del patrón cultural universal, y todos sus componentes son susceptibles de transferirse y articularse en otros sistemas locales. Todas las sociedades humanas son parte de una sola red histórica y geográfica de cultura: Hay un intercambio global de elementos culturales (llamados memes), una recombinación cultural generalizada. Más aún, opera un mecanismo evolutivo de simbiogénesis, esto es, creación de nuevas formas socioculturales mediante simbiosis permanente entre tradiciones diferentes. Si cualesquiera sistemas socioculturales son capaces de integrar rasgos (memes) procedentes de otros, y con frecuencia lo hacen, entonces es erróneo considerar las culturas humanas como «especies» diferentes, puesto que, al intercambiar, todas pertenecen a la misma especie de cultura. Todos tienen acceso, en principio, a un único banco de memes, de información cultural. Cada vez más los mecanismos adaptativos históricamente producidos estarán a disposición de todos. El conjunto de las variantes culturales conforman así un dominio único. Aunque, como es patente, su distribución no sea isótropa ni justa, tiende a serlo por la globalización de las redes de comunicación. En el plano de los hechos, ninguna de las sociedades contemporáneas dispone de clausura operacional en su organización; es decir, su identidad está constituida por una red de procesos de intercambio que traspasan, hacia dentro y hacia fuera, el espacio propio de la red interna de cada sociedad. Si siempre hubo una apertura a la transmisión cultural, hoy ya no es posible la clausura organizativa para ninguna sociedad humana. La trama de la cultura conforma un todo complejo, a modo de estructura multinivel de (sub)sistemas culturales, que, desde el más cercano al individuo hasta la globalización planetaria, anidan o encajan unos dentro de otros: como redes en el interior de otra red más amplia, cada una de las cuales opera con un cierto grado de autonomía, a la vez que es interdependiente de las demás y del sistema global. En un mundo
donde la
recombinación
cultural se está efectuando no sólo entre poblaciones y a
largo plazo, sino incluso directamente entre individuos (por medio del
mercado, los viajes, los multimedios, o Internet), poniendo de
manifiesto
la comunidad cultural de toda la humanidad, la cuestión no es ya
discutir si tiene sentido la unificación planetaria, sino
cómo
contrarrestar los desequilibrios que amenazan con hacerla
estallar.
No bastará el enfoque del llamado multiculturalismo, que no
previene
los efectos disgregadores. La misma idea de «pluralismo
cultural»,
cuya aceptación general aún esperamos, deberá un
día
ser sustituida por la de cultura pluralista. 4. La busca
de
sentido avanza negando críticamente
los sinsentidos De entre las muchas acepciones del término «sentido» que recoge el diccionario, la más pertinente aquí es la que lo define como «razón de ser o finalidad». Esto, que puede estar claro cuando se trata de acciones a nuestro alcance inmediato, va volviéndose problemático y opaco a medida que inscribimos la pregunta en un marco más amplio, sobre todo si preguntamos por la historia con una intención global, última y trascendente. Los grandes relatos, y los pequeños también, ofrecen elaboraciones acerca de la razón de ser y la finalidad de cada cosa, del hombre y del mundo. Confieren sentido, sin duda. Pero, aun en el mejor de los casos, y excepto que nos ciñamos las anteojeras para no ver más que desde dentro del propio discurso, es legítimo preguntarse qué sentido tiene ese sentido que se afirma. Y no es que así se alcance jamás un punto de vista definitivo ni absoluto, pues sólo cabe traducir a otros lenguajes. De lo que se trata es, más bien, de aprender a relativizar y a captar quizá, al través de las múltiples traducciones, un mayor relieve significativo. Si no hay una teleología determinista en la evolución, si no hay un fundamento último en la historia, ni una esencia metafísica del hombre, entonces el problema del sentido no apunta ya al problema de la finalidad preestablecida, sino al de la dirección a seguir en las encrucijadas que plantea la vida, individual, colectiva y planetaria. ¿Hay acaso un camino trazado, un método? Al mirar atrás, vemos el que se ha recorrido. Al mirar adelante, la ineludible incertidumbre provoca angustia y pánico. Y es en estas coyunturas cuando los suministradores de mitos, ritos, profecías y utopías vienen a colmar el vacío. Porque vivimos cada instante al borde del tiempo y la nada, empujados por las inercias de la especie, la cultura y una ignorancia invencible. Los humanos podemos ser fácil presa de los seductores que hablan del «verdadero camino» -hallado o revelado- que promete pasar por encima del precipicio. Desconfiemos. En la historia nunca hay más historia que la que la humanidad hace, a menudo sin saber cómo. Por eso, es imprescindible repensar el pasado críticamente, imaginar los pasos a dar, debatir unos con otros, de todos los orígenes culturales, la dirección a seguir, renunciando a toda ilusión de poseer la verdad absoluta. Todas las
respuestas
que se presentan como
absolutas exhiben las huellas de su historia limitada, no son sino
respuestas
fragmentarias, dispares y hasta contradictorias, tanto más
cuanto
más se autoconciben como absolutas: pues es evidente que varios
absolutos son incompatibles. Considerado a cierta distancia, el
panorama
mundial de las propuestas de sentido resulta paradójicamente lo
más parecido al absurdo... El mito de la torre de Babel sirve
todavía
como una buena descripción metafórica. Donde no hay
espacio
absoluto, ni tiempo reversible,
ni esencias eternas, la diversidad sociocultural representa no
sólo
la disparidad de adaptaciones a los entornos tecnoecológicos,
sino
las dispares elecciones que se han hecho respecto a la visión
del
mundo, del tiempo y de la muerte, plasmadas en relatos orales y
escritos. Las distintas
tradiciones aquietan con mitos
la sed de sentido. Pero, ¿son todas equivalentes,
homólogas,
intercambiables? ¿Vienen todas a decir lo mismo con diferentes
simbolismos?
¿Es la misma divinidad la que se trasluce a través de
todas
las religiones? ¿Todo vale en eso del sentido? Si tomamos en
serio
lo que dicen unos y otros, cualquier concordismo será
incoherente.
Y si sentimos el horror enmudecedor de la inmensidad de crímenes
justificados en nombre del «verdadero sentido» de la vida o
de la historia, repugna que pueda dar igual cualquier
interpretación. La historia nos enseña con crudeza cómo suele ser una misma la fuente del sentido y la del absurdo. De hecho, los movimientos integristas, como los totalitarios, igual que las sectas destructivas y apocalípticas, toman sus mensajes literalmente de las grandes tradiciones filosóficas y religiosas, aunque las interpreten demencialmente y las degraden hasta el fanatismo. Toda formulación de sentido comporta polisemia y ambigüedad, hasta el punto de que su absolutización, al alejarla del contraste con la realidad y volverla inmune a la crítica, siempre acaba fabricando un fetiche deshumanizador, en forma de racionalización patológica. Hoy ya no bastan los mitos tradicionales repetidos durante siglos, ni el recurso a vaguedades místicas, ni los dogmas o imperativos extraídos de la ciencia y la filosofía. Nadie tiene la patente de las soluciones correctas ni del futuro, que sólo están confiados al trabajo de la razón dialogante, la sabiduría, la imaginación y el amor solidario. No hay método irreformable ni reglas de dirección definitivas. Todas las direcciones han dado pie a metáforas para establecer una quiblá, una recta vía a la salvación espiritual o terrenal. Entre el infierno abajo y el cielo arriba, el oriente nos desorienta, el norte nos desnorta, el occidente (según su etimología) nos mata; sólo queda vacante el sur tercermundista para los últimos nostálgicos del pueblo mesiánico o del sujeto revolucionario. En otro plano, la izquierda se vuelve siniestra, la derecha tuerce el derecho y crea injusticia, el centro es un eufemismo; el progreso puede resultar regresivo, y la tradición no es siempre antiprogresista. Estos juegos de palabras, seguramente vanos, intentan ironizar la fuerza con la que todos y cada uno nos aferramos a nuestra brújula para predeterminar el camino. Es preciso
relativizar, contextualizar y globalizar
reiteradamente nuestra visión del sentido de cada cosa, de cada
idea, de cada acción, en un diálogo interminable de
nuestra
visión con la del prójimo y con las complejas condiciones
de una realidad histórica, natural y cósmica, cuyo
último
misterio es insondable. Sólo sabemos que hay una flecha del
tiempo
(Prigogine 1996) que hace irreversible el trayecto recorrido, y que no
están escritas en ninguna parte las bifurcaciones del futuro.
Éste
no resultará como cumplimiento determinista de una ley natural,
ni como teleología de un proyecto previsto, sino, a
través
del azar y la necesidad, como obra de la libertad empeñada en el
rechazo de los sinsentidos que salen al paso, como apuesta y aventura
posible,
improbable, imprevisible, indeducible e innovadora. Aquí termino,
evocando la advertencia
del poeta: «Caminante, son tus huellas el camino, y nada
más...»
Y me atrevería a traducir su continuación así:
Caminante,
no hay sentido, se hace sentido al andar.
1. Pero la misma idea de «vida humana» incluye una significación compleja, puesto que alude a la vez a la especie homo sapiens, a la organización sociocultural y al individuo concreto. Es decir, apunta a lo que podemos denominar el «sistema ántropo», un sistema multidimensional, situado ineludiblemente dentro de un ecosistema. Cada una de las dimensiones básicas (la especie, la cultura, el individuo) está indisolublemente vinculada a las demás. Pero, en diferentes momentos, es una u otra la que se impone, subordinando a las restantes y sirviéndose de ellas. Lo que tiene sentido para la especie puede no tenerlo para el individuo (por ejemplo, la muerte genéticamente programada). Lo que tiene sentido para el individuo puede no tenerlo para la sociedad, y viceversa. Sus relaciones pueden ser simbióticas, parasitarias, antagónicas. 2. Los tres
componentes
más sólidos de las diferencias identitarias son el
parentesco,
la lengua y la religión, invocados como marcadores de la
conciencia
de pertenencia. Sobre parentesco y su trasfondo racial ya se ha
pronunciado la genómica: todos somos parientes en el seno de la
misma especie homo sapiens. Sobre la lengua: todas las
lenguas
son intertraducibles, como lo demuestra el turismo, Internet o la
literatura.
Además, se pueden aprender otras lenguas. Sobre la religión
(en un sentido amplio, que engloba las ideologías
políticas)
en la medida en que pretenda sustraerse a la ciencia y la razón
crítica, ahí sí radica un peligro verdadero: el
último
refugio de la ilusión de poseer el verdadero sentido y pretender
ser el «pueblo elegido» o la clase mesiánica.
Biondi Shaw, Juan J. Capra, Fritjof Castells, Manuel Harris, Marvin Lévi-Strauss, Claude Maalouf, Amin Morin, Edgar Prigogine, Ilya Vargas Llosa, Mario |
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