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El comienzo de esta historia podría situarse en lo que se suele considerar albores del cine etnográfico, el periodo que va desde la "cronofotografía" de finales del siglo XIX hasta los años treinta, durante los que se produjeron un considerable número de películas cuyo fin era documentar la vida de pueblos lejanos y desconocidos tanto para los exploradores e investigadores occidentales como para sus audiencias. Es el momento en el que Félix-Louis Regnault piensa en la imagen en movimiento como un medio privilegiado para estudiar los gestos del cuerpo humano en secuencias. El momento de las grandes exposiciones etnográficas, como la celebrada en París en 1895, en las que se mostraba en vivo a gentes traídas de otras tierras a las que se les pedía que representasen sus vidas en un escenario que reproducía el hábitat natural del que provenían, todo ello ante un publico entre curioso y horrorizado. Es el momento en el que se proyectan los museos etnográficos como una manera de recoger y archivar informaciones referentes a una serie de culturas en peligro de extinción. En definitiva, se trata de situarnos en el momento en el que la etnografía se confunde con el colonialismo y éste con el afán de explicar, medir y someter a las poblaciones indígenas que vivían en lugares dependientes de las metrópolis europeas. La insistencia de
Regnault en la filmación del cuerpo no era
gratuita y tenía que ver, primero, con el descubrimiento de unos
cuerpos otros con respecto a los cuales se podían estudiar
cualidades
como la forma de andar, trepar o cargar según determinaciones
raciales
de corte evolucionista y, segundo, con la medicalización y
patologización
de comportamientos que resultaban pintorescos cuando no aberrantes
respecto
al sentido occidental de la moral y la etiqueta. No hay que olvidar que
los inicios de la antropología están estrechamente
ligados
a los de la investigación en medicina y biología y que la
tipología anatómica del salvaje era esencial en la
composición
de la identidad del civilizado. Así pues, para los
investigadores
del momento, se trataba de descubrir las peculiaridades de estos
cuerpos
en acción, de caracterizar su nativismo y primitivismo
siempre en contraste con las formas de los propios estudiosos. De
demostrar
que sus hábitos y quehaceres se situaban en un tiempo remoto, un
tiempo superado en la historia de la civilización, del que estas
gentes constituían los últimos vestigios. Para Regnault, el gesto era esencial puesto que representaba la antítesis de la palabra o, más exactamente, un estadio previo a la expresión lingüística, basado en reflejos naturales y no en un sistema de comunicación convencional. "Todas las gentes salvajes —explica Regnault— recurren al gesto para expresarse; su lenguaje es tan pobre que no les basta para entenderse..." (1896, citado). Y qué mejor para captar el gesto, sus movimientos y su contexto expresivo, que el relato audiovisual. Esta obsesión con la mostración del cuerpo en movimiento como lugar común del primitivismo marcará la historia de la antropología visual. En este sentido, y saltando unos años hacia delante para situarnos en 1922, no ha de extrañarnos que el único rasgo de la subjetividad de los indígenas Inuits que nos muestra Robert Flaherty en el documental clásico Nanook of the North sean primeros planos en los que se nos presenta a los miembros de la familia ficticia de Nanook reproduciendo lo que Flaherty considera su gesto más peculiar: el cuerpo flexionado de Nanook, el rostro (según se afirma en la película) siempre sonriente de Nyla y la asimilación de los movimientos de los niños a los de los perros que tiran del trineo de esta familia. de ficción. Pero, prestemos algo más de atención a la representación de Nyla puesto que ella es la imagen de la primera otra en el documental etnográfico. Como indica el título de la película, ésta se refiere fundamentalmente a Nanook que aparece alternativamente como el hombre que lucha contra la naturaleza, como el cabeza de familia que provee alimentos y adiestra a los pequeños en la caza y como el perfecto contrapunto de la civilización, la cara divertida e inocente del salvaje que no acierta a comprender de dónde sale el sonido del gramófono que le presenta el hombre moderno que le compra las pieles en el mercado. Nyla aparece invariablemente en un segundo plano. La conocemos por la cara risueña que la señala como un personaje aniñado y confiado y por su constante ligazón al cuerpo desnudo del pequeño que carga a la espalda en el interior de su propio traje y al que saca en varias ocasiones con el fin de lavarlo y alimentarlo. En otras escenas, Nyla aparece cuando se nos muestra alguna actividad relacionada con el espacio doméstico: las escenas en las que la familia se prepara para dormir y en las que ella se viste o desnuda dejando el pecho al descubierto en un alarde de realismo, la escena en la que junto a otras mujeres ve partir desde la tienda familiar a Nanook y a otros cazadores o la escena en la que colabora en la construcción y el acondicionamiento del iglú. Aunque esta breve caracterización de Nyla recoge en lo esencial la imagen que la etnografía visual ha ofrecido durante mucho tiempo de la mujer otra como objeto de análisis cultural, propongo ilustrar con más detenimiento en la primera parte de esta presentación algunos de estos rasgos en los que el proceso de racialización se entrelaza con el de la definición de una alteridad sexuada. Si el mito del salvaje está siempre en la sombra del civilizado es preciso entender el binomio que forman ambas identidades sin caer en la simplificación. El análisis del nativismo va unido, desde esta perspectiva crítica, al de quien produce esta identidad, ya sea como contrapunto, ya como mediación entre culturas que se sitúan en espacios, tiempos, formas de conocimiento y prejuicios diferentes. En un principio, son los hombres de cultura quienes producen discursos sobre las gentes nativas y, sin embargo, cada vez son más las mujeres y, de entre ellas, algunas que participan de las culturas que son objeto de atención, las autoras de textos etnográficos. A raíz de este hecho, se plantea la necesidad de recomponer o complejizar este binomio y pensar el modo en que las mujeres como sujetos que "escriben o filman la cultura" desde distintos lugares se enfrentan a la posibilidad de construir una etnografía feminista o, como prefieren algunas, un feminismo etnográfico. Inmediatamente surgen un sinnúmero de conflictos que derivan de un pensamiento que quiere ser una crítica radical de la practica antropológica que opone el sujeto al objeto, el pensamiento al sentimiento, el conocedor al conocido y lo político a lo personal. En la segunda parte de esta exposición, trataré de retomar una discusión que se viene desarrollando en estos últimos años y que ha sido formulada por varias autoras y en repetidas ocasiones mediante la misma pregunta: ¿es posible una etnografía feminista? Para terminar,
tratare de exponer, a propósito
de este debate, algunas reflexiones de la directora y escritora de
origen
vietnamita Trinh Minh-Ha a propósito de la representación
en tanto práctica reflexiva. En particular, desearía
referirme
a la crítica a la forma del documental como creación y
apropiación
de la otra mujer en la era de la imagen. 1. La construcción fílmica del primitivismo Empezare con la primera cuestión: ¿qué elementos constituyen el primitivismo a nivel visual? y, más concretamente, ¿qué aspectos lo conforman cuando son las mujeres los sujetos a representar? De acuerdo con el antropólogo visual Jay Ruby, la etnografía hasta hace no mucho se definía en lo fundamental por su objeto de estudio: esas gentes de piel oscura conocidas como "salvajes" o "primitivos". Aun hoy, la película etnográfica y sus derivados mediáticos nos remiten a colectividades exóticas que se sitúan a miles de kilómetros de distancia y a las que vemos actuar en lo que constituye un compendio de los aspectos fundamentales de su cultura: actividades de subsistencia, relaciones sociales, religión, mitos, ceremonias rituales, etc. Se puede decir que la etnografía está desde sus orígenes estrechamente ligada a un proceso de racialización que la define como el estudio de unos seres que, durante el siglo XIX, eran tipificados como "ejemplares" de otras razas. Los protagonistas de estas películas -negros, amarillos, indios americanos, africanos, asiáticos, habitantes de las Islas del Pacifico- eran vistos como individuos atrasados carentes de escritura, de historia, de tecnología y de civilización. Hecho que, a los ojos de Claude Lévi-Strauss, los hacía sujetos etnografiables frente a aquellos que eran sujetos de la historia. Entre otras cosas, interesaban sus cuerpos, su movilidad animalesca, su capacidad de adaptarse a un medio natural hostil, su goce corporal de un entorno paradisíaco y sus rituales frenéticos y amenazadores. En definitiva, todo aquello que identificaba la expresividad corporal como más cercana a la naturaleza ingobernada y, por consiguiente, alejada de la sofisticación de las formas culturales de las gentes occidentales. Su tiempo, el tiempo que el discurso antropológico cedía a las poblaciones nativas, era el pasado, un estadio anterior en la evolución de la especie humana que hacía del sujeto de la etnografía un ser situado al margen de la historia. El "presente etnográfico" ("Ellos son, hacen, tienen...") los congelaba en un momento abstracto e indefinido y hacía de sus hábitos el tema de una historia natural, lo que Fatimah Tobing Rony (1996) llama un ejercicio de taxidermista. Como observa Johanes Fabian, la antropología opera como una "máquina del tiempo" que basa su deseo de verdad y objetividad en la distancia y ésta en la negación sistemática del tiempo compartido. El referente de la antropología se sitúa en un tiempo distinto al presente en el que se produce el discurso. Las coordenadas espacio-temporales de la etnografía se suponen otras y, por consiguiente, el sujeto conocedor y sus aparatos desaparecen del campo de visión, se hacen literalmente invisibles. Intuimos su existencia como sujeto que acompaña y observa al indígena tras la cámara desde un ángulo oculto. Es él quien traza el mapa y la flecha que se desplaza de un continente a otro con el fin de ubicarnos en las fronteras de lo imaginable. Sin embargo, desconocemos su planta y carecemos de información acerca del diálogo que establece con el nativo. La suya es una presencia silenciosa, a pesar de que lo que vemos depende enteramente de su mirada. Del mismo modo, se borran de la escena todos los elementos que sugieren la existencia del más mínimo contacto entre culturas. Es la pureza cultural y el pintoresquismo de estas gentes lo que fascina a pesar de que en la época de la filmación ya contaran con artilugios provenientes de otros lugares. Esta idea de la distancia temporal en relación a lo visual me interesa en dos sentidos. En primer lugar, porque representa al nativo como un ser más cercano a la muerte que a la vida. En cierto modo, siempre lo contemplamos como ya extinto. Ya se deba a lo rudimentario de su vida, a la desprotección frente al medio (como en los documentales de Flaherty), ya a la interacción con las fuerzas corruptas de la civilización (como en Tabu de Murnau), el nativo se nos aparece como carente de futuro, una reminiscencia nostálgica e idílica de un periodo perdido. Esto resulta especialmente evidente en aquellas películas más cercanas al cine de ficción, como las de Edward Curtis sobre los nativos americanos. En ellas, tal y como sugiere Catherine Russell (1996), el primitivismo no es el resultado de una descripción realista sino que está condicionado por el deseo de ofrecer un espectáculo, una fantasía alegórica de unos indios ostensiblemente disfrazados y cuidadosamente colocados delante de la cámara. El segundo aspecto tiene que ver con lo que los estudiosos del cine denominan "la actitud documental" en tanto forma de observación y mostración de lo real. Frente al relato de ficción cinematográfica, la imagen documental hace las veces de indicio, en el sentido que Peirce da a este término. Está, pues, directamente "afectada" por la espacialidad y la temporalidad del objeto representado. Así, las escenas del cine científico se conciben, empleando las palabras de Schaeffer, como "la retención visual de un momento espaciotemporal real". Lo que se nos muestra ha ocurrido y tiene, en este sentido, el valor dramático de lo auténtico. Lo que la audiencia contempla es el tiempo físico de lo que se conoce como la "formación de la impresión". Es la vida a tamaño natural lo que se nos ofrece, un "haber-estado-ahí" similar al que tiene lugar durante la experiencia fotográfica. Las estrategias cinematográficas que caracterizan el "cine de observación" (la cámara única y estática, la falta de cortes durante las secuencias, el sonido sincronizado, la ausencia de primeros planos y el escaso valor que se concede al ejercicio de montaje) constituyen las cualidades esenciales del documental científico hasta los años setenta. La objetividad y su valor de verdad se basan en la distancia entre un sujeto difuminado que mira y un objeto que aparenta no percibir el aparato de captura al que se le somete. Es, en este sentido, en el que se afirma lo de "ver es creer" dando por sentado que entre la percepción natural o pre-fílmica y la inscripción apenas sí existe una fractura. Historias como la de Nanook, la del hombre de Aran del propio Flaherty o, ya en los años sesenta y salvando las distancias, la de Paul Hockings sobre una comunidad irlandesa o las de Margaret Mead sobre Bali parecieran contarse solas. No obstante, hoy sabemos que la distinción tajante entre documental y ficción no es tal. Ni Nanook era Nanook, ni Flaherty captaba imágenes reales sino situaciones expresamente creadas para sus películas. Pero, lo que es más importante, en la actualidad podemos decir que la observación de la realidad en el cine etnográfico está sujeta a procedimientos empleados en los géneros de ficción. En primer lugar, hay que advertir que la cámara no capta al nativo sino la imagen de éste, lo tangible, aquello que se deja ver. Y esto depende, en buena medida, de la relación entre observador y observado. En segundo lugar, el documental sonoro, ha puesto de manifiesto la cualidad significante de la imagen y la de la interrelación entre ésta y la palabra. La palabra interpreta, aclara y organiza secuencias que no siempre son lo que parecen. La reproducción realista no exime de una puesta en escena, de la elección de un punto de vista y de una composición narrativa dependiente, entre otras cosas, de la demanda de agradar de un tipo de espectáculo en el que también cuenta la perspectiva de la audiencia aunque ésta la compongan un grupo de científicos. Como explican algunos estudiosos franceses de la antropología visual tras los pasos de Jean Rouch, entre la observación y la filmación ocurren muchas cosas que nos obligan a poner en cuestión la equiparación entre la mirada directa y la que se produce tras la cámara. Entre ellas se podrían mencionar las siguientes: la mirada es discontinua mientras que la filmación produce la idea, supuestamente más realista, de continuidad y persistencia; la imagen fílmica se compone en función de un marco o campo de visión bien delimitado mientras que la mirada directa no está sujeta a dicha limitación tecnológica y, por mencionar una última característica, la observación directa es multisensorial mientras que la fílmica se limita al registro visual y auditivo. Todas estas razones han contribuido de manera decisiva a transformar la inocencia y el materialismo reduccionista del primer cine etnográfico en una reflexión sobre los medios de expresión que corre pareja a la crisis que, en antropología, se produce a partir de los sesenta coincidiendo con los procesos de independencia colonial. El primitivismo emerge, más que nunca, como un discurso ficcionalizante en el contexto de una epistemología colonialista dominada por la distancia, la objetividad, la desubjetivación y la deshistorización de las culturas periféricas. Como se desprende de estas observaciones, la representación del primitivismo en el cine etnográfico de los primeros años se debate entre dos polos: la mostración realista de lo filmado por el investigador y el deseo de establecer un mundo, hasta cierto punto, fantástico e insólito, un mundo habitado por caníbales, monstruos, salvajes exóticos, simples y demasiado inocentes; en definitiva, gentes con los días contados. El primitivo es atractivo gracias a esta tensión que recrea al nativo como un ser demasiado alejado de los receptores y, a la vez, demasiado real en la pantalla. Hay que ver a un individuo como Nanook para creer que alguien puede o ha podido alguna vez vivir de ese modo. Así pues, la fuerza del testimonio está en relación directamente proporcional con la inminente extinción de lo que se presenta. Me gustaría
concentrarme, a continuación,
en aquellos rasgos del primitivismo que lo distinguen como un discurso
que se interesa por la diferencia sexual de los sujetos representados. 2. Imagen racializada, imagen generizada Indudablemente, la mujer-nativa-otra ofrecía y ofrece un atractivo singular para el cine etnográfico que trataré de desarrollar brevemente a partir de tres elementos recurrentes en el espectáculo etnográfico: (1) la fabricación de la intimidad, (2) la objetualización y accesibilidad del cuerpo desnudo de la mujer y (3) la metáfora del viaje como penetración y descubrimiento. Una de las cualidades más alabadas de los documentales de Flaherty puesta de manifiesto por una de sus comentadoras más directas, su esposa Frances Flaherty, es la búsqueda consciente de un retrato de carácter íntimo. El discurso de Flaherty es un discurso humanista que viene a decir que detrás de todo cazador en estado semisalvaje hay un hombre que representa una etapa en el desarrollo cultural que, en el caso de los inuits, encarna los valores protestantes del patricarcado, la laboriosidad, la independencia y el coraje. Este lado humano, y aquí humano significa similar, que no igual, a nosotros, pasa por el retrato de la familia y, en particular, por la representación de las mujeres como máximo exponente del ámbito de la intimidad. En El hombre de Arán, se suceden numerosas escenas que, alternándose con la rudimentaria y arriesgada caza del tiburón, enfocan a la esposa preocupada del protagonista en la penumbra, junto al fuego y meciendo la cuna del bebé con una expresión anhelante. En otros pasajes podemos verla en los acantilados junto al hijo pequeño contemplando el mar embravecido en el que se debaten los pescadores o preparando su llegada, todo ello en un estilo de un romanticismo subido. Otra escena de corte intimista es aquella en la que el hombre de Arán se niega a llevar al pequeño consigo a alta mar y lo insta a volver con su madre a resguardo. Ya me he referido a las escenas de Nanook of the North que tienen lugar en el interior del iglú, junto a éstas podemos contemplar otras muchas que, entremezcladas con las actuaciones de subsistencia más dramáticas, nos muestran el contacto ostensiblemente corporeizado entre Nyla y el bebé y otras muchas de carácter humorístico como aquella en la que se ve a la totalidad de la familia saliendo uno a uno de los bajos de una canoa en la que aparentemente sólo viajaba el cabeza de familia. A pesar de todas estas indicaciones, hay que tener presente que junto a este lado íntimo y humanizado de los nativos siempre se halla, ni demasiado cerca ni demasiado lejos, la sombra del animal. De hecho, el relato de las andanzas de Nanook y familia está organizado de tal modo que las imágenes de los humanos entran en una comparación constante con las imágenes de los animales. Por otro lado, intimidad y subjetividad parecen de todo punto reñidas. Nada que nos haga pensar en la singularidad de los personajes que, más bien, responden a estereotipos como el del nativo inocente únicamente preocupado en subsistir o el de la nativa aniñada y ocupada en las infraestructuras familiares. Otro elemento revelador en la imagen de la nativa se refiere a la cuestion del cuerpo que he mencionado al comienzo de esta presentación. El cine etnográfico es, ante todo, un cine del cuerpo que se fija en la anatomía y los gestos de los indígenas así como en el cuerpo del territorio que habitan. El erotismo de las imágenes se funda en la enfatización de los contactos orales así como en la desnudez. Pero, más que la desnudez, es el espectáculo de cubrir y descubrir el cuerpo, el deseo del espectador occidental de comprobar cómo son desnudas, lo que tematiza el cuerpo de la mujer. Una actividad que si estuviera protagonizada por mujeres blancas sería inmediatamente tachada de pornográfica. La accesibilidad del cuerpo de la nativa es el rasgo más sobresaliente del primitivismo tropical. Moana (Flaherty 1926), un documental de ficción sobre la Isla Savaii en la Samoa británica, nos cuenta la historia de una pareja de adolescentes en un paraíso natural, un santuario en el que la belleza del paisaje se une al exotismo de unos cuerpos tostados, flexibles, sensuales y totalmente ajenos a la problemática de la dominación colonial que estaba teniendo lugar en aquellos momentos. Los bailes, la acción de untarse de aceite o la forma exhuberante de beber simbolizan la seducción que el cuerpo de la nativa ejerce ante el espectador. En una escena, se ve a la joven con los pechos al descubierto, sumergida hasta las rodillas y con los brazos por encima de la cabeza. En otra se nos muestra la realización de un tatuaje a pesar de que, como explica Tobing Rony, el tatuaje había sido prohibido por considerarse una práctica que iba en contra de la religión impuesta por los colonos. Al mismo paradigma edénico pertenecen otras películas como White shadows in the South Seas (W. W. van Dyke) sobre Tahiti, Goona, Goona: An authentic melodrama of the isle of Bali (André Roosevelt y Armand Denis 1932) sobre Bali o Tabu: A story of the South Seas (F.W. Murnau 1931) sobre Bora-Bora en Polinesia. Algunos de estas películas tematizan la "culpabilidad colonial" de la que habla Levi-Strauss según la cual la interacción entre lo moderno y lo primitivo sólo puede llevar a la corrupción de sociedades inocentes. Aquí aparece un tema que nutrirá buena parte de los documentales posteriores y que define sin ambiguedades el lugar que durante el imperio colonial habría de ocupar cada cual. El mensaje moral proclama que el indígena que no se mantiene en su propio espacio se transforma en un híbrido y, por tanto, en algo abominable. Es este carácter monstruoso de la mezcla el que Fatimah Tobing Rony ejemplifica mediante King Kong, una película que si bien participa plenamente del género de ficción se inspira en las expediciones etnográficas y adopta la simbología del primitivismo vigente. En realidad, King Kong es una película sobre la producción de una película etnográfica. Todas estas reflexiones nos conduce al tercer punto que quería comentar en relación a la representación de la nativa. La crítica posmoderna y poscolonial encuentra en la simbología del viaje y el desplazamiento un terreno sugerente de investigación transcultural. La diáspora, el exilio, el nomadismo, el turismo, la migración o el vagabundeo son todas formas de viaje, sin embargo, cada una de ellas está inscrita de diferente manera según los sujetos, los lugares y los tiempos que la determinan. De entre las formas de viaje, el desplazamiento colonizador y algunas de sus expresiones científicas como la expedición etnográfica se articulan en torno al deseo de conquistar, medir y someter territorios y formas de vida con el fin de extraer beneficios y conformar una alteridad a las posiciones hegemónicas. Acaso el turismo, tal y como se entiende en nuestros días, comparta este afán de consumir lo otro que se desvanece. El nativo en un tris de desaparecer, la cultura perdida, el fin de la experiencia incontaminada: todas estas imágenes reflejan la convicción de que la modernidad es incompatible con la supuesta inmovilidad de los elementos tradicionales y premodernos y que, por consiguiente, más valdría preservarlos en un museo o visitarlos antes de que sea demasiado tarde. Tan pronto se declara una cultura en peligro, una siente la necesidad de visitarla, fotografiarla y llevársela a casa en forma de souvenir. Aún hay quien siente nostalgia por esa forma de viaje que no podrá ser nunca más: la primera incursión en un territorio virgen representada explícita o implícitamente por el cine etnográfico. El discurso de la incursión etnográfica es, sin lugar a dudas, un discurso en el que la imagen racializada adquiere una dimensión de género. Primero, porque salvo contadas excepciones los que se hallan tras la cámara son hombres y segundo, porque el viaje de exploración se funda en una ideología profundamente patriarcal que opera una clara distinción entre el hogar-lugar seguro y el viaje como prueba de fuerza y capacidad de dominio. En pos de la autenticidad, el explorador se adentra en parajes desconocidos enfrentándose a incontables peligros, entre los que se cuentan unos nativos que, como sugieren los tambores de fondo en Tarzán, resultan amenazantes e imprevisibles. Aquí, la figura del explorador se funde con la del científico y la del héroe de ficción. El sujeto que pretende filmar lo que nadie ha visto es el mismo que sostiene la cámara ante un paraje fascinante y ante una nativa desnuda; el encargado de descubrir al espectador —explotando las cualidades fetichistas y voyeuristas de la cámara— el horror y la belleza de esas otras tierras que habitan la imaginación de las audiencias occidentales. También la mujer blanca es objeto de representación en el cine etnográfico de los años treinta y cuarenta, bien en contraposición con el hombre nativo (la blanca y el salvaje), bien como un ser liminal que contiene en sí los elementos incontrolados del salvajismo. En ambos casos, y frente a la nativa que permanece innombrada, la mujer blanca es la estrella del documental de ficción y encarna el erotismo de la feminidad según el modelo racial y sexual dominante. Sin detenerme
más en estas representaciones,
cabría concluir que el colonialismo óptico de los
primeros
años del cine etnográfico se concibe a partir del
afán
de penetrar y desvelar la esencia del primitivismo para transformarlo
en
espectáculo. Un primitivismo que adquiere su expresión
primera
en el cuerpo y, más concretamente, en el cuerpo desnudo de la
mujer
como lugar privilegiado de la relación nativa-naturaleza. El
discurso
etnográfico presenta el cuerpo de la nativa como un objeto
visual
fascinante, primario y sensual. 3. ¿Es posible una etnografía feminista? Tal y como he explicado anteriormente, el llamado "cine observacional" de mediados de los setenta constituía un esfuerzo a favor del descriptivismo fenomenológico en oposición a lo que se contemplaba como autoritarismo y afán interpretativo de todos aquellos que producían documentales diegéticos en los que se explicaban las imágenes y se elaboraba una visión subjetiva e irreflexiva sobre la cultura otra. Sin embargo, cada vez más la antropología se hace consciente, por un lado, de la mirada de los sujetos filmados y, por otro, de la mirada de la audiencia. La devolución de la mirada evidencia lo oculto: el hecho de la filmación, la coetaneidad de las miradas, la coexistencia espacio-temporal de los cuerpos, el cuestionamiento del rol por parte de unos sujetos que habían de limitarse a actuar desde una posición a-subjetiva y desde la negación de la autonomía interpretativa. Tambien la percepción de la mirada por parte de la audiencia pone de relieve una serie de cuestiones, entre otras, la intención de la autora del texto fílmico de agradar o dar placer a los receptores de dichos textos, de interaccionar con su audiencia, así como su disposición a ganar autoridad mediante la utilización de los códigos de la disciplina desde la que habla. Esta opacidad de la mirada se produce coincidiendo con la descolonización de los sesenta. En este periodo, son las gentes nativas las que, cada vez más, se hacen con la cámara afirmando la unilateralidad del punto de vista de las ciencias sociales, al tiempo que los antropólogos occidentales se vuelven hacia sus propias culturas e incluso hacia sí mismos en calidad de comentadores de las vidas ajenas. Peter Loizos caracteriza este cambio hacia la reflexividad en el cine etnográfico como el paso de la inocencia a la autoconsciencia. Sin embargo, la reflexividad en tanto nuevo paradigma científico no está exenta de dificultades, tanto a nivel técnico como político. En palabras de Jay Ruby, "ser reflexivo, en antropología, significa que los antropólogos han de revelar de manera sistemática y rigurosa su metodología y a sí mismos en tanto instrumentos en la generación de información" (1980: 153). Pero, ¿qué supone esta revelación de la maquinaria cinematográfica y de la filmación en tanto método interpretativo y en tanto acontecimiento de comunicación? Desde la etnografía feminista, la discusión adquiere contornos específicos. Etnografía y feminismo parecen casar bien en todo lo referente a la crítica al positivismo, la abstracción y el dualismo que disocia a la persona que investiga (sujeto del conocimiento) y al objeto de investigación (informante, fuente de datos). Si el feminismo preconiza la comprensión directa de las experiencias y los lenguajes de las mujeres, la etnografía parece un camino adecuado a la hora de romper con las barreras de la documentación a distancia. El hecho de que investigadoras interesadas en la filmación como Barbara Myerhoff y Zora Neale Hurston permanecieran en la periferia de los canones antropológicos debido a sus métodos de investigación, tachados de poco científicos dada la cercanía que mantenían con respecto a sus informantes y a su decidida implicación en la vivencia de hacer una etnografía participativa, dice mucho a favor de la posibilidad de construir etnografías feministas. Esta actitud choca, no obstante, con el pesimismo de investigadoras como Judith Stacey o Ruth Behard. El salto entre la otra representada por la etnógrafa sea cual sea su cultura de referencia y la otra nativa parece insalvable por varios motivos. Parece que una otra es siempre más otra. Ambas autoras cuentan sus experiencias personales y las contradicciones a la hora de establecer una relación igualitaria y recíproca que cuestione el poder en el ámbito académico. Los problemas surgen a la hora de decidir qué información revelar y a costa de qué, y aquí Judith Stacey se debate entre la "traición" a sus informantes y la autenticidad de unas historias que no dejan de constituir datos para una etnografía. Ruth Behard se refiere a los problemas de traducción cultural y se lamenta en lo que se acerca más a un diario que a un texto etnográfico convencional de que Esperanza —la mujer mexicana con la que compartió una intensa experiencia de campo— nunca podrá leer lo que ella ha escrito sobre su vida, así como de la orfandad que le ha acarreado ser reflexiva sobre su propia familia en sus escritos: "He venido a México, como de costumbre, con un proyecto, esta vez a documentar la respuesta de Esperanza ante el libro que he escrito acerca de la historia de su vida. ¿Qué puedo decir? ¿Que he escrito un libro, que lo traje y mi comadre no lo quiso? ¿Que casi me mato con David y Gabriel en la autopista de camino aquí? ¿Que mi padre ya no me habla? Loca, está loca la antropóloga que mezcla el campo con su vida." Lila Abu-Lughod se muestra algo más optimista acerca de la posibilidad de una etnografía feminista que tome las vidas de las mujeres como objeto de estudio y método de reflexión textual y experiencial. Para Abu-Lughod, esto pasa necesariamente por un pensamiento acerca de las relaciones entre mujeres de distintas razas, clases y culturas. El encabezamiento "women writting culture" retoma el debate en torno a cómo se construye la autoridad en los textos canónicos en antropología, así como al modo en que las historias están impregnadas por la diferencia sexual de los sujetos y los objetos de la investigación. El objetivo no consiste en identificar una escritura o una filmación femenina (común a todas las mujeres) o en establecer una experiencia femenina a representar. Tampoco se trata, como era el caso en la primera antropología de la mujer, de establecer comparaciones entre los sistemas de género en distintas culturas. El pensamiento feminista de los ochenta ha recogido y sigue recogiendo las cartografías trazadas por "mujeres del tercer mundo" de las que hemos aprendido y seguimos aprendiendo a reflexionar sobre la diversidad del ser mujer y su interconexión con otras formas del ser. La etnografía feminista atiende a la subjetividad de las mujeres a través de la singularidad de sus historias de vida con el propósito de pensar la complejidad de las relaciones de poder que afrontan las mujeres en los contextos sociales en los que se debaten. Y dentro de estos contextos se pone especial énfasis en el encuentro etnográfico entre mujeres. No obstante, el
problema de quién habla,
en nuestro caso, quién filma y el de la representación de
la mujer que se sitúa del otro lado sigue a debate y para
pensarlo
con más detenimiento me gustaría acudir a una de las
pocas
autoras que lo ha abordado en relación al cine
etnográfico. 4. "Outside In, Inside Out" / "Fuera dentro, dentro fuera" Trinh Minh-Ha es, sin lugar a dudas, lo que ella llama una "otra impropia" que se define por el "fuera dentro dentro fuera" de su posición. El umbral de una autora asiática en América o de una americana con Asia en el pensamiento. Pero, ¿qué lugar es este para una mujer? Según la autora, no es un lugar, una localización estática, sino un modo de mirar, una forma de transitar la multiculturalidad sin caer en la homogeneización ni en el atrincheramiento. "En el momento en que la de dentro da un paso fuera del interior, deja de ser simplemente una de dentro (y vice versa). Ella mira dentro necesariamente desde fuera al tiempo que además mira fuera desde dentro. Al igual que la de fuera, ella da un paso atrás y registra lo que nunca se le hubiera ocurrido a ella, la de dentro, que mereciera la pena o precisara ser registrado. Pero, a diferencia de la de fuera, ella además recurre a estrategias que no explican ni totalizan, que dejan en suspense el significado y resisten el cierre. Ella se niega a reducirse a sí misma a una Otra, y reducir sus reflexiones al razonamiento objetivo de una que fuera simplemente de fuera o al sentimiento subjetivo de una de dentro (...) Ella sabe que es diferente al mismo tiempo que es El. No exactamente la Igual, no exactamente la Otra, ella se mantiene en ese umbral indeterminado en el que constantemente se inclina hacia dentro y hacia fuera. Rebajando la oposición dentro/fuera, su intervención es necesariamente y al tiempo el engaño de la de dentro y el engaño de la de fuera. Ella es esa Otra/Igual Impropia que siempre va de aquí para allá con al menos cuatro gestos: el de afirmar "Yo soy como tú" mientras persiste en su diferencia; y el de recordar "Yo soy diferente" mientras sacude toda definición de la alteridad a la que llega" (74). Un acto imperialista en antropología es seguir las enseñanzas del maestro (y aquí Trinh se refiere claramente a Malinowski) cuando dice: captemos el punto de vista del nativo, la visión que tiene de su mundo. La gente nativa, como el criminal en la sociedad disciplinaria, ha de explicarse, remover su conciencia para decir quién es y porqué hace lo que hace. En este sentido, no es suficiente ser una otra subalterna en un sistema hegemónico, además es preciso mostrar lo que se es para satisfacer el voyeurismo científicamente legitimado, el intrusismo interno y la sutil arrogancia de quien indaga en la mente de otra persona. ¿Qué actitud es entonces más imperialista, la que describe a las gentes nativas como superficies asubjetivas o la que pretende "dar la palabra" a su supuesta experiencia interior? De acuerdo con Trinh, se trata de un movimiento neocolonialista en antropología que deja intactas las fronteras binarias que separan la Una de la Otra y cada una de las posibilidades indeterminadas del ser. Preserva la idea de autenticidad de los hechos y testimonios que aparecen en pantalla para seguir en la línea del ver es creer. En este modelo, "mostrar no es mostrar cómo puedo verte, cómo puedes verme, y cómo somos percibidas -el encuentro- sino cómo tú te ves a ti misma y representas tu propio tipo (en el mejor de los casos, por medio de conflictos) -el hecho en sí mismo-." La nativa gana autoridad pero sólo en la medida en que permanece en su sitio y, de esta manera, legitima el conocimiento antropológico en su pretensión de representar su existencia como ya acabada. "¿Si no pudes ubicar a la otra, cómo vas a ubicarte a ti misma?". La reflexividad a la hora de dirigir películas etnográficas de la que hablaba anteriormente, se reduce en muchos casos a una cuestion de naturalizar el yo y el tú, las posiciones, de enseñar los aspectos más vistosos del proceso de filmación y de cuidar la verosimilitud de cada representación. Pero, según Trinh, no basta con mostrar una directora en funciones, con visualizar a la narradora o con exhibir a una nativa con una Super 8 para convencer de la honestidad de la documentalista. La subjetividad no consiste simplemente en hablar de una, ya sea con indulgencia o críticamente. Es preciso iniciar, a nivel fílmico, una práctica de la subjetividad que sea consciente de su composición múltiple e inestable, de su papel en la producción continua de significado, de la representación en tanto representación y de la Otra Impropia que reside en cada "yo". Si para la etnografía visual reflexiva la discusión giraba en torno a la autenticidad de la observación-filmación, al efecto de realidad que ha de acompañar a la documentación de las distintas culturas, a la fidelidad de la perspectiva de los sujetos filmados, para Trinh las cuestiones se desplazan a territorios radicalmente distintos. El documental ya no documenta sino que construye o ha de buscar un encuentro, creación intersubjetiva, intrasubjetiva, multisubjetiva que rompa con la composición de lo que Trinh llama la "invisibilidad de lo visible". Lo que interesa pensar a la hora de proyectar-se o reflexionar acerca de la proyección son las formas contemporáneas del mirar y escuchar. El "ojo mecánico" en la era imagen en la que todo se torna visible y en la que la mirada se convierte en el primer sentido a la hora de captar la realidad. Benjamin ya advirtió sobre este hecho. En realidad, el atractivo contemporáneo del documental reside en saber conjugar, por un lado, la accesibilidad, la circulación y la popularización de imágenes reproducidas de forma mecánica y, por otro, esa obsesión moderna con el pasado y todo aquello que se sitúa en lugares y tiempos remotos. La imagen trae a casa lo ajeno, lo hace visible y lo convierte en objeto de consumo. Para Trinh Minh-Ha la transformación de lo otro en visible-consumible re-circulable sincronizado es la condición de la invisibilidad y la sordera. Es el requisito para alcanzar la indiferenciación más absoluta y la destrucción de un discurso sobre las diferencias. "El espacio que se ofrece no es el de un objeto hecho visible sino el de la pura invisibilidad de lo invisible en lo visible." Los excesos de la imagen en el entorno mediático y, en particular, de la imagen de la otra mujer, de la otra minoría la hacen insignificante, demasiado pre-visible y familiar, siempre ya enunciada-visualizada en la pantalla. Ya todo el mundo sabe y tiene el mejor sillón para ver una y otra vez lo ya visto. El consumismo y la acumulación capitalista ejercen el mando sobre las formas del mirar y escuchar. Trinh Minh-Ha llama a la desnaturalización de lo fílmico para romper la certidumbre de lo visible y así poder ver lo invisible. Y aquí invisible no equivale a mostrar el proceso de filmación cuanto a descodificar o re-vitalizar la expresividad de la imagen con el fin de hacerla densa e intensa. En una entrevista con Laura Mulvey y Isaac Julien acerca de su obra Surname Viet, given name Nam (1989), Trinh explica sus estrategias para crear un cine de estas características. Desmontar la mecanización y reificación de la imagen no exige experimentos sofisticados o artificiosos, exige pensar la complejidad subjetiva y plurisignificante de las mujeres que hablan, sus ingredientes generizados, sus formas políticas, sus discursos nacionales y comunitarios, sus diálogos con el estado, la diversidad regional y profesional, etc. Trinh compone en palabras esta mirada otra. La entrevista en primera persona, sujetos expresándose sobre sí y sobre otras desde la inautenticidad e inestabilidad de su "propia perspectiva". La entrevista como ficción, como representación escénica contra toda transcendencia. La filmación como acontecimiento extraordinario que invita a presentar un yo-mujer especial, con un pie dentro y fuera de lo cotidiano. Estrategias autobiográficas como los diarios, las memorias y los relatos empleados por las gentes marginalizadas para ganar visibilidad y destruir la compartimentación patriarcal y racista de lo público y lo privado y de la desubjetivación y desingularización de las otras en tanto sujetos y comunidades. La repeticióncomo una práctica delicada que encierra, como en el haiku, la semilla de la transformación a través de la imagen, la palabra y la música. La intensificación de la repetición, su aparición mediante intervalos, fragmentos que crean y re-crean lo mismo y lo distinto. La desincronización imagen-sonido como ejercicio que dota a la película de una textura polifónica y problematiza la cuestión de la traducción en tanto mecanismo fílmico de sutura cuyo objetivo es naturalizar la visión dominante sobre el mundo. La deconstrucción del "ver es creer" y la autonomía de las actividades de ver, leer y oir para indagar las resonacias de una mujer impropia. Filmar y ver con una
mirada otra, mirada mujer,
mirada asiático-americana, mirada minoría, mirada nativa,
mirada dominante-dominada, mirada que ve lo invisible y libera la
potencia
devastada por insignificante de una imagen de mujer vietnamita durante
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