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De habitual, vivimos presos de la pertinencia del concepto, del supuesto ajuste estructural dia/sincrónico en que las palabras y las cosas se envuelven y arrullan, se mienten y nos desmienten, y, por ello, con revisitada tozudez cometemos la doble sevicia de la economía del pensamiento y de la falsificación histórica. Ya el padre Huizinga avisó a la aturdida humanada, somnívaga de omphalemia, de que, si bien el hombre es el único animal que ríe (¿será cierto, o tan sólo es un rictus imitado de la esplendorosa hiena, y, entonces, deberíamos modificar el aserto hobbesiano para proclamar que el hombre es hiena para el hombre, pues sucumbe al deleite de sus propios desperdicios, y a la íntima y ruin comunión de la risa espejeada de sus miserias, las propias y las compartidas?), los animales no tuvieron que esperar su concurso para inventar los juegos. De igual modo, debemos atestiguar que no hizo falta un Ministerio de Turismo, ni el fatal concurso de la industria y los tour operadores para que el hombre fuera un turista. Cierto que alguna parte del concepto queda subsumido por el de viaje, y el resto, si es significativo y veraz, por el de cierta iluminación que el exterior ha de aportar para que la transubstanciación, si no completa, sea, al menos, eficaz en algo. Así, ya en el inicio, el hombre es su primer turista, su primer visitante accidental, con su bagaje de ropa de temporada, su falsa y atemperada sorpresa, su mísero marbete de extranjero, altaricón de un espíritu malsostenido por las alzas de la historia vencedora, y, por todo mismo, con su miedo. El turista interior señala un primer espacio, un primer límite que, una vez rebasado queda incorporado al paisaje, a la geografía sucinta de lo atónito, a la paradoja ensimismada que envuelve todo nuestro vacío. Una primera
paradoja
aparece en el inicio
de la paradoja primera. Si, al escarbar en los sedimentos que deposita
lo humano sobre sí mismo, es imposible que en el paleosuelo de
cada
ámbito no aparezca la noción de sustento (que de tan
presente
llega a convertirse en invisible por proyectarse en causalidades
superestructurales),
entonces, ¿fue el viaje del apetito el que condujo al apetito
del
viaje? Desgraciada- mente, el paleosuelo se muestra fragmentario, en
teselas
desperdigadas y caóticas de lo que fue el conjunto. Pues,
¿no
habíamos quedado en que el hombre natural (cul de sac
donde arrojaremos con desparpajo todo lo anterior y un algo del
neolítico),
no podía vivir en estado de carencia? ¿no ha quedado
preso
en las redes de la demostración (malla por antonomasia de la
realidad-real)
que los datos de los antropólogos estrechan la intimidad del
círculo
ecológico (1)? Y si
es así,
¿a
qué danzar por las tierras del Dios que aún no lo era?
¿Qué
alimento habría de prometérsenos tan salaz que
hubiéramos
de haber corrido a su promesa como aquel individuo que descubrió
el amor al concurso de la lluvia, y luego, de ánimo
sombrío,
especulaba con los cielos a la espera del chubasco, según nos
supo
iluminar el maestro Groucho? (2). El mono andariego Extraño apetito el del apetito extraño. Pero no tan sólo el paleosuelo se derrumba como ineficaz sostén para el mono famélico y andariego. Entonces, ¿estamos, quizá, ante un impulso incondicionado del turista interior?. Jaques Bril (3), ante la endemia de razones convincentes que justifiquen la invención de aquellos hombres primeros, ha propuesto la angustia como hipótesis paralela, que tendría su origen en la consciencia que el hombre tiene de su inadaptación, y que de ella derivaría la oscura necesidad de alejarse de la realidad objetiva. ¿Hay, pues, realidad más objetiva, vacía y muda, que la que descubre el turista interior? Ya el primer paso del hombre fue en dirección contraria a sí mismo (Ortega, en Sobre la razón histórica, al hilo del descubrimiento de sustancias alucinógenas en cuevas paleolíticas, ya había sentenciado, sobre la sabiduría del principio de razón, que a lo que primero que se aplica es a perderse). Anteriormente a la tesis de Bril, Roy Lewis escribió una deliciosa novela en la que una horda decide que es el momento de evolucionar (aparte de descubrir el fuego y el trabajo, el rapto de mujeres y el tabú del incesto), impulso que, no en poca medida, se veía incrementado por la visita de un pariente viajero que les relata las fabulosas andanzas y evoluciones de otros y similares allende el pequeño mundo en que viven (4). Pero tampoco debemos ufanarnos enseguida de que el paleosuelo no asegure un buen cimiento a nuestras consideraciones. La pretendida feracidad de nuestros antepasados bien pudo operar como motor de aquel turista añejo. Th. McKeown expone las conclusiones de su intento de reconstrucción de las condiciones de salud y enfermedad para el hombre primitivo: «durante casi toda su existencia la capacidad del hombre de controlar su entorno y limitar su número fue insuficiente para promover su salud de modo significativo más allá de la de otras cosas vivas. Las tasas de mortalidad eran altas y la vida era corta; pero, como el número de personas que nacían era mucho mayor que el número de las que sobrevivían y se reproducían, por medio de la selección natural, se adaptaban bien a sus condiciones de vida. Las enfermedades no contagiosas que predominan hoy día, tales como el cáncer, las cardíacas y la diabetes, eran raras o no existían, excepción hecha de las dolencias artríticas y de las incapacidades ocasionadas por lesiones sufridas al cazar u otros accidentes. En el sentido limitado de que se veían esencialmente libres de muchas enfermedades que ahora son comunes, cabe decir que nuestros antepasados cazadores-recolectores estaban sanos. La falta de alimentos, que no podía contrarrestarse por medio de la adaptación genética, era la principal responsable de la elevada tasa de mortalidad y la lenta tasa de crecimiento de la población. (...) La deficiencia alimentaria limitaba el número de individuos y perjudicaba la salud de dos maneras. Daba origen a intentos de restringir el tamaño de la población reduciendo el número de nacimientos y matando o abandonando a los individuos no deseados. Sin embargo, el control numérico deliberado no era suficiente para evitar la escasez de alimentos, y las muertes a causa de la inanición, la nutrición defectuosa y las enfermedades parasitarias asociadas en gran parte con la nutrición deficiente, eran frecuentes. La infección era, pues, importante, aunque no constituía la causa predominante de muerte como en el período histórico» (5). Así,
quizás, tras el mono turista,
estuvo el mono enfermo, y, quizás, también enfermo del
alma,
preso del vértigo que hace que corramos de un lugar a otro sin
aún
saber por qué (6). El primer turista profesional Ha de reconocerse que ciertos lugares siempre estuvieron de moda, de temporada alta, por así decir. El ámbito egeo fue, desde luego, uno de ellos. Ya en tiempos históricos, tenemos noticia del culo de mal asiento que tenían los griegos, y cómo, con la peregrina excusa de buscar una mejor educación, de alcanzar saberes vedados a su genio, aprovechaban la mínima oportunidad para tomar las de Villadiego por el contorno. Una mañana del verano del 446 a. C., el agora ateniense bullía al doble calor de los cuerpos apretados y un sol generoso. Un hombre de mediana edad, con una rama de olivo inscrita en el manto, se subió a la tribuna, miró con cierta curiosidad pero sin miedo a la muchedumbre (al fin y al cabo, ¡ya había visto tanto!), y comenzó a relatar sus viajes. El público andaba con el alma confusa, pues de las descripciones de aquel hombre se les sonrojaban las creencias, dudaban de sus vergüenzas, se ofuscaban con la piedad y la ciencia ajena, y reían, en general, de una historia que los hacía parecer demasiado prójimos a los próximos y demasiado próximos a los prójimos. Aquel hombre era Heródoto y cobró 60.000 dracmas por la conferencia (dinero suficiente para que vivieran diez escritores de aquella época durante veinte años, y que, por supuesto, él se lo fundió inmediatamente en más viajes) (7). No hay duda de que reunió méritos suficientes para ser considerado como el primer historiador (historia = investigación y verificación) y etnógrafo de occidente. Pero hay algo en lo que no termina de ser reconocido como pionero. Borges, en el prólogo a Los nueve libros de la historia (8), recoge la impresión de Coleridge que lo califica como el padre de la prosa, y hace notar que esto debió asombrar quizás mucho más que sus historias a la gente acostumbrada a la poesía, que en todas la literaturas es anterior. Así pues, ya en los primeros turistas vemos cómo todo viaje es un libro de viajes, y como el impulso de narrar lo acontecido es superior a la pasión misma del viaje, quizás porque el género poético no parece convenir a la morosidad, a la descripción detallada, a la inevitable cadena causal que simula el propio ritmo del viaje. Nada distinto acontece hoy en día, donde el viaje no concurre sin la necesaria e impuesta presencia de cualquier tomavistas sentimental (¿valdría un tomasentimientos visual? (9)). Un turista sin fotos, sin videos, sin el recurso misérrimo de una postal ajada enviada desde algún confín es menos viaje, como lo es menos el no poder narrarlo, el no asombrarse de nuevo en el asombro de los otros, al fin y al cabo, en el banalizarse de nuevo en la banalidad de los otros. Pero Heródoto
es el primer turista
profesional, no porque al concurso de sus aventuras se le ofrecieran
pingües
beneficios (como a tantos otros hoy en día, desde el
antropólogo
profesional al simple aventurero cararrota y sin escrúpulos, que
luego nos atorra con sus filmadas andanzas), sino porque, en él,
el asombro radical deja de existir. Porque puede objetivar paisajes,
contemplar
panoramas extraños sin con-moverse, fijo en sí
mismo,
en su propia seguridad de ser (tan griego, tan acogido por la
ciudad
más importante del mundo), y el asombro es un efecto reservado
para
el público. No sólo es el padre de la prosa, es el hijo
de
su tiempo, y en una Grecia que ya consideraba lo real como un efecto de
lo real, Heródoto sabe que el asombro sólo es un efecto,
y por ello ha de guardarlo para el público adecuado, para el
espejo
que magnifique la dimensión de lo sido y que el habitante real
del
suceso jamás podrá compartir (10).
Al
día de hoy, con la desaparición ectoplásmica del
público,
con la constitución estructural de cada uno en su propio
público,
nos relatamos en tiempo real nuestro propio viaje, y, después, a
la remembranza, vivimos un tiempo sin espacio, al cual podemos
asomarnos
con todas las caras de espectadores que hemos ido almacenando. Una de piratas (11): Noticia primera del viaje organizado y democrático Quizás sólo el destino de unos cuantos está escrito en las estrellas y el de los más en la azulina vulgaridad de la tinta burocrático-mercantil de los registros. Así, poco o nada podían imaginar los que luego serían llamados «los hermanos de la costa» que, para llegar a ser tales, hubieran de darse una colección de encabalgados desatinos nacidos de la estupenda miopía de los escribas y ecónomos de El Escorial. Es opinión común, y de común espanto, sellar el fracaso imperial español con su origen e inicio proteccionista (que las razones de ello se quieran ver en ciertas prevenciones religiosas o en desatinadas ansias de avaricia estructural, carece de sentido intentar dilucidarlo en este momento (12)). Tras el exterminio de Haiti, los habitantes españoles abandonaron la isla para buscar fortuna en Méjico y Peru, dejando tras de sí grandes manadas de ganados salvajes y cerdos cimarrones. Clark Russel (Vida de William Dampier) describe del siguiente modo a los ingleses y franceses que se asentaron en aquel lugar: «A mediados del siglo XVII la isla de Santo Domingo, o La Española, como se llamaba entonces, estaba invadida e infestada por una singular comunidad de salvajes: hombres fieros, insolentes, zarrapastrosos. Principalmente se componían de colonos franceses, cuyas filas aumentaban, de cuando en cuando, por la abundante contribución de los suburbios y arrabales de más de una ciudad europea. Esta gente andaba vestida con camisas y pantalones de género ordinario, que se empapaba en la sangre de los animales que sacrificaban. usaban gorros redondos, zapatos o botas de piel de cerdo y cinturones de cuero crudo, donde introducían sus sables y cuchillas. Se armaban también con mosquetones que lanzaban un par de balas de dos onzas cada una. Los sitios donde secaban y salaban las carnes los llamaban boucans (13), y de este término vino el nombrarles bucaniers o buccaneers, según nuestro modo de escribirlo. Eran cazadores de oficio y salvajes por hábito. Perseguían y mataban ganado vacuno y traficaban con su carne, y su alimento favorito era el tuétano crudo de los huesos de las bestias que arcabuceaban. Comían y dormían en el suelo; tenían por mesa una piedra; sus almohadas eran troncos de árboles, y su techo era el cálido y rutilante cielo de las Antillas». Expulsados por diversas batidas de castigo de los españoles, los bucaneros encontraron refugio en la isla Tortuga, y posteriormente en Port Royal. No poco contribuyó a crear su estupenda leyenda el libro de Esquemelin, Bucaneros de América, que ya circulaba en Amsterdam en 1678 (la primera edición española se hizo en 1681 y la inglesa en 1684 que tuvo que ser reimpresa a los tres meses acompañada de un segundo volumen (14)). Frente a la sanguinaria leyenda posterior, los primeros «hermanos de la costa» fueron una institución radicalmente democrática, y, en al menos un aspecto, precursora del sistema de pensiones. Esquemelin da cuenta de su modo de comportamiento: se notificaba a los interesados la fecha exacta de embarque, indicándoles la cantidad de pólvora y balas que creían que cada uno debía aportar para la expedición. Una vez a bordo se reunía el consejo para decidir el rumbo y buscar provisiones que eran robadas, por supuesto. Es interesante el modo de reparto de los víveres durante la travesía: la ración para cada bucanero se componía de tanto como cada uno pueda comer en dos sentadas al día, sin usar peso ni medida; ni el capitán ni miembro discreto de la tripulación podían contravenir tal estipulación, ni en la cantidad ni la calidad del manjar. Una vez avituallados se reunía de nuevo el Consejo para acordar ciertas estipulaciones que se pondrán por escrito y que todos quedaban constreñidos a observar: cantidad que le correspondía a cada particular por el viaje, extraídos del fondo que quedará constituido con el acopio común de lo que se atrapara. En caso contrario, la ley pirata establecía: si no hay presa, no hay paga. En el documento se consigna lo que se le debe al capitán por el barco, el salario del carpintero y la paga del cirujano; por último se establecía la recompensa para cada uno de los heridos o lisiados (15). Como se ve, observaban gran orden entre ellos, y estaba terminantemente prohibido apropiarse de nada en particular. Además era habitual juramentarse para no esconder algo a los demás. Si alguno contravenía tal compromiso era separado de la sociedad, pero solían ser atentos y caritativos entre ellos (16). Es obvio que no
fueron los bucaneros el primer
contingente de turistas organizados. Desde los argonautas (tanto del
egeo
como del pacífico), las expediciones fenicio-cartaginesas, las
razzias
vikingas, las estructuradas caravanas de los comerciantes venecianos,
los
exploradores, las compañías de comercio inglesas y
holandesas,
y tantas otras expediciones anónimas que han tenido por objeto
el
intercambio, hay cientos de noticias de viajes fantásticos y
plagados
de dificultades y sorpresas. Sin embargo, en la historia de los
primeros hermanos de la costa hay un elemento que nunca se
había dado
(aun cuando en muchos tiempos y lugares, el impulso de sobrevivir
hubiera
llevado a organizaciones similares) ni volvería a darse. El
compromiso
igualitario de los desheredados en un medio hostil. Ya no es tierra y
libertad
lo que habrán de reivindicar estos azarosos héroes de la
historia, sino un espacio nuevo que ensancha los confines de la
libertad.
Una vida que se inventa donde no había condiciones para ello, y
que ya jamás volverá a darse con la progresiva
extensión
de las legislaciones sobre el mar y sus derechos. Sin dios ni amo, ni
lugar
donde instaurar el surco (17)
mágico de la
posesión, los bucaneros descubren su propia libertad como
único
señor a quien servir. Desde esta óptica es donde las
fanfarrias
del poema de Espronceda dejan escuchar, sobre el fondo, el himno de la
libertad inagotable. Empujados al turismo forzoso, los bucaneros son el
mejor exponente del ámbito específico que inaugura la
cárcel
de la libertad. Chesterton y las profecías inversamente cumplidas G. K. Chesterton
observó que el ocio
no debía ser confundido con la libertad, pues la presencia del
primero
no asegura la disponibilidad de la segunda. Esta confusión surge
porque la palabra «ocio» es utilizada para describir tres
cosas
diferentes: a) poder hacer algo, b) poder hacer cualquier cosa, c)
poder
no hacer nada». Poder hacer algo, afirmaba, era la forma
más
común de ocio, y la que en los últimos años
-primeros
años del siglo XX- había aumentado considerablemente. La
segunda, la libertad de ajustar lo que uno desea dentro del tiempo de
ocio,
estaba más restringida, y tendía a limitarse a artistas y
otros creadores. Sin embargo, la tercera era su favorita ya que
permitía
la inactividad, que para Chesterton era la verdadera forma de ocio (18). Estas cuestiones son particularmente relevantes en la medida en que la industria del turismo se ha erigido en torno al tiempo libre. Witold Rybczynski (19) ha rastreado la historia del tiempo libre, mostrando las dificultades y cortapisas que tuvo que sufrir hasta su implantación actual, así como da cuenta del deslizamiento, de la hipostasis a que se ha llevado el concepto de ocio desde las recomendaciones de Chesterton y otros bienaventurados. El momento de mayor tiempo libre fue conseguido exactamente antes de la Depresión americana (no sin sortear grandes y graves inconvenientes por parte de la patronal y la moral al uso). Durante la Depresión, tanto los patronos como el gobierno de Roosevelt se opusieron a la semana de treinta horas, y la Ley de la Recuperación de la Industria Nacional terminó con la idea de la disminución del tiempo de trabajo (20). El aumento del tiempo libre fue prontamente avistado como un problema estructural. Así, en 1930, Walter Lippmann (21) ya advertía que el ocio ofrecía al individuo opciones difíciles, opciones para las cuales una sociedad orientada hacia el trabajo, como la estadounidense, no lo había preparado. Staffan Linder (22) mostró cómo esta nueva articulación se erigía sobre una paradoja: a mayor riqueza, menor tiempo libre. En las sociedades prósperas, existe un conflicto entre la promoción de bienes de lujo en el mercado y el tiempo libre del individuo. Así, cuando se redujo por primera vez el horario laboral, casi no había bienes de lujo disponibles para el público en general, y el tiempo libre era dedicado al ocio. Con el crecimiento de la llamada «industria del ocio», la gente tenía que elegir entre más tiempo libre o más gastos; si un individuo normal desea dedicarse a actividades costosas como esquiar o navegar, o comprar lo necesario para dichas ocasiones, debe trabajar más, es decir, cambiar las horas libres por horas extras o coger un trabajo adicional, y la mayoría de las personas prefieren gastar a tener más tiempo libre. Para Linder, el
crecimiento económico
ha provocado falta de tiempo, y lo que las estadísticas muestran
como un aumento de los ingresos per cápita no es necesariamente
un signo de prosperidad (la gente gana más porque trabaja
más),
y un gran porcentaje del tiempo libre se está convirtiendo en lo
que él llamó «tiempo de consumo», y refleja
un
cambio del ocio de «tiempo intensivo» a ocio de
«bienes
intensivos» (23). No parece ningún desvarío metodológico trasladar todas estas consideraciones al turismo. Con tan sólo recurrir a la experiencia propia, observamos cómo el período vacacional ha disminuido considerablemente: una familia de clase media de los años 60 podía soportar uno o dos meses de vacaciones estivales (extensión que se acogía y permitía con bastante agrado la premisa tercera del esquema de Chesterton). Paulatinamente, el período de vacaciones ha ido disminuyendo, así como ha ido aumentando la reserva monetaria necesaria para poder afrontar períodos cada vez más cortos. Pero también la calidad del turismo se modifica en la misma dirección que la evolución que analiza Rybczynski. La prisa, el ansia de ver más en menos tiempo, de exprimir hasta la última gota de la sensación vacacional, hasta en los instantes que se imponen al descanso (algo así como diez minutos de siesta pero muy intensa, con los ojos muy apretados, etc). Y la razón de
ello no es tan sólo
que el turismo haya devenido industria, sino que el tiempo elabora las
formas de la vida al ritmo de lo industrioso, de lo industrial, como de
modos distintos nos han enseñado Gilles Deleuze y Agustín
García Calvo. Y, como el tiempo de la industria también
desaparece,
también el tiempo del turista adquiere una nueva
dimensión.
La anticipación y previsión han constituido al turista en
un dios, el alcaide informatizado del panóptico mundo. A
día
de hoy, cualquier viaje es una travesía ya conclusa, todo ha
sido
visto antes de verlo (desde los folletos hasta la presencia doblemente
real, por atestiguada y comunalmente compartida, del mundo en la
televisión),
y lo que no ha sido visto aún no merece el comentario, la cuita
que se desembucha en oídos sordos para aquello que no haya sido
dicho ya. Si el viaje con Heródoto se articula como un
género
literario, a día de hoy se articula como un género
estrictamente
visual y cinematográfico. Y la nueva cárcel es el mismo y
propio mundo, y la pena es el trabajo forzoso de un turismo reiterativo
que tan sólo aspira a ver lo ya visto. Desde el principio de la
travesía del mono andariego, se anunciaba el fin de cualquier
búsqueda:
el propio ojo. El resto tan sólo han sido oportunidades perdidas. Notas 1. Tomas McKeown
(Los
orígenes de las enfermedades humanas, Barcelona,
Crítica,
1990), recoge en la pág. 59 las conclusiones de Dunn de que la
nutrición
defectuosa es rara y que la falta de alimento sólo se da, de
modo
infrecuente, en las bandas de cazadores-recolectores. Por su parte, es
habitual en la literatura antropológica sostener el equilibrio
estructural
del hombre con el medio (M. Herkovits, Antropología
económica,
FCE, 1954) y, por tanto, tan sólo mostrar las distintas
articulaciones
y consecuencias de tal estructuración. Este campo, sin duda,
merecería
mayor atención, pues presenta más complejidad de la que
se
le suele suponer. Así Mauss, para cubrir el elástico
campo
de la necesidad, recurre a la teoría de la utilidad marginal de
la escuela austriaca (M. Mauss, Introducción a la
etnografía,
Madrid, Istmo, 1974: 221), relativizando, pues, la misma noción
de bien básico o necesidad. Sin embargo, es difícil casar
lo anterior con el descubrimiento del hambre por parte del hombre, tal
y como K. Polanyi expuso en El sustento del hombre. Aún
más
y por otro lado, todo lo anterior encaja aun peor con la luminosa y
arriesgada
propuesta de G. Bataille en La parte maldita, tan injustamente
menospreciada.
Desde la misma economía, el intento, a mi juicio, más
riguroso
y crítico, en lo que a definiciones se refiere, puede
encontrarse
en A. Barceló, Reproducción económica y modos
de
producción, Barcelona, Ediciones del Serbal, 1981. 2. Que lo cual, ni verdad ni mentira, sino estricta aplicación del nonsense judío a la referida malla de la demostración de la real-realidad-real. Pues si el principio de causalidad aparece como un modo de contigüidad en su génesis ingenua, lo propio no es desbaratar su potencia, sino acrecentar su potencial poético inverosímil. El mito, desde su raigambre platónica para occidente, se ha explotado desde la gravedad, como si al silencio, apenas desvelado, la contigüidad del ceño grave le añadiera un plusvalor. Es ahí donde la risa desbarata la estrategia de la razón y su contrario, inaugura el espacio adecuado (ingrávido y gentil, quizás) y desactiva la neurosis inherente a la estructura infinita del principio de causalidad. 3. Jacques Bril,
L'invention
comme phénomène anthropologique, Klincksieck, 1973 4. Roy Lewis, Crónica
del pleistoceno, Madrid, Anaya-Mario Muchnick, 1994. 5. Tomas McKeown, op. cit.: 63. 6. Pero si el cómo. Nuestro antepasado turista es un individuo perfectamente pertrechado al fin de su tarea. No ha mucho Félix de Azua en El País ponderaba con admiración el equipo técnico del individuo encontrado en un glaciar de los Alpes (5.000 a. C.). De nuevo, observamos la innecesidad de esperar al Coronel tapioca o a Jack el panameño, para trotar como un salvaje por los andurriales del peligro. Equidistantes y simétricos, el turista actual mantiene una relación estructural similar, Cuánto hubiera disfrutado R. Barthès haciendo el sistema de la moda Aventura, con su profusión infinita de cremalleras (¿qué habrá de guardarse en tan íntimas escondrijos tras el sésamo de las cremalleras), con sus coquetas celosías (¿puestas para albergue de enjambres de vacío?, ¿para íntimas comunicaciones del diálogo del alma consigo misma?), con su simulada asperidad y el ingenuo engaño de una tela fuerte, añeja, creada en probetas anegadas de petróleo. Qué decir, en fin, de su trazo de camuflaje, sino que se convierte en divisa que inmediatamente se capta desde la lejanía. 7. Las noticias acerca de esta conferencia de Heródoto pueden encontrarse en Herbert Went, Empezó en Babel, Barcelona, Noguer, 1967. 8. Heródoto, Los
nueve libros de la historia, Barcelona, Orbis, 1987. 9. Dos cosas. Una: anda irresuelta la dialéctica del paisaje y del estado de ánimo, a caballo de invasiones metonímicas entre ambas; quizá quien con mayor pudor lo confesó fue uno de los Pessoa en el Libro del desasosiego, ante la vista de el íntimo temblor de Lisboa bajo la tormenta, tan similar a la de su corazón. Dos: E. Fromm ya observó que la relación de alienación entre el tiempo de ocio y el espacio quedaba simbolizada de modo adecuado en el ojo de la cámara (fotográfica, videográfica, etc): la cámara ve por él y, al final del periplo, le ofrecerá una nueva realidad más válida que la que pudo observar por sí mismo. 10. La dimensión de la conciencia del texto se vuelve asunto fundamental a este respecto. También ahí se ve la necesidad de la prosa respecto a la poesía. Y dentro de la prosa, esa instancia que se ha convertido en canon en tanta novela, el recurso de la carta, de la narración dentro de la narración de la narración (sí, son tres), del mensaje encontrado, por azar o necesidad, en su búsqueda o en su perdida, de los papeles abandonados que desencadenan cadenas casusales, fatales, monstruosas, etc. etc. Pero, de otro modo, también aparece la especificidad del genero del relato y las diversas especificidades que él reclama, en función del asunto y la intención (véase para el tema, S. Fish, Práctica sin teoría: retórica y cambio en la vida institucional. Barcelona, Destino, 1992). Para la revisión crítica de la literatura antropológica y sus implicaciones puede consultarse El surgimiento de la antropología posmoderna, Barcelona, Crítica, 1998. 11. La mayor parte de las noticias de este apartado han sido extraídas de Philip Gosse, Los piratas del oeste, Los piratas de oriente, Madrid, Espasa Calpe, 1970, (en concreto de la primera parte: "Los piratas del oeste"). 12. Por ejemplo,
P .
Vilar
en Crecimiento y desarrollo («Los primitivos
españoles
del pensamiento económico. 'Cuantitativismo' y
'Bullonismo'»),
Barcelona, Ariel, 1983. 13. Boucan, es el término francés que designa el sitio donde se ahuma la carne, donde se hace cecina. Su etimología parece derivar del caribe bucacui. Carson Ritchie, Comida y civilización (Madrid, Alianza Editorial, 1996), magnifica el papel para el desarrollo de la civilización de los bucaneros en estos términos: «La necesidad de las expediciones navales de largo recorrido de procurarse carne fresca, dio lugar a lo que tal vez sea el episodio más extraño del relato que cuenta cómo los alimentos cambiaron el curso de la historia; me refiero a la era de los bucaneros». Es posible que la contribución gastronómica se deje sentir aún en la actualidad (con su importancia de iconografía cultural: la barbacoa en el patio trasero), pero hay una contribución que se deja sentir con mucha más fuerza y que el propio Ritchie no deja de glosar. Dentro del equipo esencial que llevaba cualquier bucanero constituía una parte esencial la gorra: «La parte más interesante del equipo del bucanero era su gorra. Se trataba de un sombrero moderno con todo el borde recortado, excepto en su parte delantera, para darle sombra a los ojos. Fue el precursor de las gorras de los jinetes y de los jugadores de béisbol». La desesperación de Pérez Reverte quizá se atempere un poco al saber que hombres tan recios, decididos y de su gusto, fueron los precursores de una prenda que lo consigue sacar de sus casillas. 14. Alexander Olivier Esquemelin, natural de Honfleur, arribó a las Antillas en 1658. Fue aprendiz al servicio de la Compañía Francesa de las Indias Occidentales en Tortuga (lo cual lo convertía en esclavo durante un determinado número de años), al cabo de cierto tiempo, con la salud quebrantada, fue vendido por el gobernador a un cirujano, de quien aprendió el oficio y heredó el instrumental. En 1668 se alistó como cirujano-barbero en un navío de bucaneros y de aquellas travesías y de las noticias que circulaban por el mundo bucanero fue componiendo su diario. En 1679, un año después de la publicación de su libro, aprobó los exámenes del estado para cirujanos, y vivió de esta ocupación hasta su muerte. En el libro de Esquemelin puede encontrarse el momento del salto cualitativo/ cuantitativo de lo que significó la bucanería: Peter Legran, en 1665, en un barquichuelo con veintiocho hombres por tripulación surcó los mares en busca de botín, pero la suerte fue esquiva y ya a punto de perecer de hambre, divisaron una flota española, esperaron a la noche y se acercaron al galeón más grande que navegaba algo más retrasado que el resto; antes de iniciar el abordaje, Legrand encomendó al cirujano barrenar su embarcación para que no hubiese esperanza de escapar, tomaron el barco y, en contra de la costumbre bucanera en vez de poner rumbo a Tortuga, se dirigió a Dieppe, Normandía, donde se retiró a una vida de paz y abundancia. Como pólvora bien seca y prendida corrió tan fabulosa noticia entre los bucaneros que desde entonces se dedicaron con mayor entusiasmo y eficacia a su cometido. 15. De la
modernidad
y
generosidad del sistema de recompensas de lo bucaneros valga esta tabla
comparativa (en T. W. Blackbourn, The insurance field); por
razones
obvias se explica la diferencia de valor entre los miembros derechos e
izquierdos:
16. De las
fabulosas
aventuras
bucaneras quizás el más extraordinario periplo
corrió
a cargo de la primera expedición contra las costas del
Pacífico.
En enero de 1680, al mando de Bartolomew Sharp y John Coxon,
salió
de Port Morant aquella expedición. La primera escala tuvo lugar
a veinte millas de Porto Bello, ciudad que alcanzaron tras cuatro
días
de fatigosa marcha a pie y que fue inmediatamente saqueada. Reembarcada
la tripulación, se dirigieron al norte a reparar el barco y
aprovisionarse
de agua, y allí encontraron a las fuerzas de Richard Sawkins y
Peter
Harris que se sumaron a la expedición. Una vez alcanzado el
istmo
de Darien emprendieron la marcha hacia el Pacífico a bordo de
treinta
y cinco canoas. En la desembocadura del río, encontraron dos
pequeños
buques españoles, que inmediatamente apresaron y tripularon, y
la
flotilla al completo puso rumbo a Panamá, donde fueron recibidos
por tres pequeños buques de guerra españoles. Tras una
breve
pero intensa lucha, capturaron los tres buques de guerra y se lanzaron
al abordaje de un gran bajel de guerra, el Santísima Trinidad,
que
tras su rendición, fue convertido en el hospital de la
expedición.
Surgieron las disputas
y Coxon abandonó la partida para volver a Jamaica, quedó
entonces ésta al mando de Sawkins. Permanecieron todavía
durante algún tiempo en la bahía de Panamá,
robando
los barcos que entraban al puerto, y comerciando al amparo de la noche
con comerciantes españoles de pocos escrúpulos que los
abastecían
de vituallas y pólvora a cambio de los valiosos despojos robados
a los buques. En éstas se entretuvieron hasta que el 15 de mayo
tomaron rumbo sur. La primera escala fue en Puebla Nueva, donde Sawkins
y Sharp echaron pie a tierra con una fuerza de sesenta hombres armados,
marchando contra el poblado. Los españoles, por una vez
avisados,
opusieron feroz resistencia y Sawkins fué muerto de un balazo en
la cabeza. Quedó entonces la expedición al mando del
capitán
Bartholomew Sharp, tomando como primera decisión poner rumbo a
Guayaquil,
pero se entretuvieron demasiado tiempo en Gorgona (Isla de Sharp), lo
cual
modificó los planes de asalto para optar por Arica,
decisión
en la que influyo decisivamente el rumor de que era el lugar donde se
depositaban
los cargamentos de plata de las minas del interior para su traslado a
Panamá.
La travesía hacía Chile se amenizaba con la captura de
los
barcos que se cruzaban en su camino, hasta que el 26 de octubre
llegaron
frente a Arica. Los bucaneros dejaron el barco en canoas para atacarla;
pero encontraron la playa infectada de españoles que les
esperaban
armados.
Tomaron rumbo entonces
hacia La Serena, más al sur, pero también allí la
población estaba sobre aviso y tan sólo pudieron saquear
una ciudad vacía. Siguieron, pues, rumbo al sur y el día
de Navidad dieron vista a la isla Juan Fernández (o de
Robisón
Crusoe), y fue en ella donde, tras avituallarse de cabras cimarronas y
de agua fresca, se organizó una revuelta que acabó con el
mando del capitán Sharp, nombrando al viejo y endurecido pirata
John Watling como jefe de la expedición cuya primera
decisión
fue volver a poner rumbo a Arica. Esto suscitó nuevas rencillas
y de un disparo en el hígado concluyó la breve jefatura.
Otros muchos murieron con él, y los que quedaron vivos, ya
heridos
y derrotados, alcanzaron la costa en el instante en que llegaban
refuerzos
de caballería española. De nuevo, asumió el mando
el capitán Sharp, no sin ciertas reticencias, cuya primera
misión
fue entonces emplear la mayor parte del mes de mayo en preparar el
Santísima
Trinidad para su viaje al cabo de Hornos. Se desmanteló la
cubierta
superior se recortaron los mástiles y el bauprés y se
remendaron
las velas y jarcias. A los prisioneros españoles se les
entregó
un barquichuelo para que volvieran a tierra, guardando sólo
algunos
negros e indios para las faenas de a bordo. El 10 de julio avistaron al
San Pedro, buque que ya habían pillado el año anterior,
encontrando
a bordo veintiún mil piezas de a ocho en ocho arcas de roble y
dieciséis
mil más en sacos, aparte de cierta cantidad de plata. Una semana
más tarde apresaron el Santo Rosario, donde pillaron plata y
dinero
acuñado, más seiscientas veintidós jarras de vino
y de coñac (pero desdeñaron centenares de lingotes que
tomaron
por estaño y arrojaron al agua como cosa de poco valor, cuando
en
realidad eran de plata, con un valor estimado en ciento cincuenta mil
libras
esterlinas). En la isla de Plata, donde fondearon para avituallar,
tuvieron
que hacer frente a un motín de los esclavos que llevaban a
bordo,
pero fue desbaratada la conjura y muerto el cabecilla, un indio
originario
de Iquique y llamado Santiago. Fue ésta la última escala antes de atacar el cabo de Hornos. Tuvieron suerte de no perecer en varias ocasiones pues ya la fecha anunciaba tan sólo tormentas de nieve y violentas ráfagas, que empecinadamente les empujaban hacia el Sur. Siguieron días de lluvia y de violentas turbonadas. Consiguieron tras muchas penalidades doblar el cabo de Hornos, y rumbo al norte, el 28 de enero, avistaron Barbados. Al sentirse ya seguros hicieron el reparto general de la porción de botín que aun quedaba sin distribuir, con intención de disolver la expedición en Antigua, pero el gobernador les negó la entrada y hubieron de poner rumbo a Nevis, donde por fin se les permitió desembarcar, y se disolvieron. 17. Porque si se sigue la lógica de la creación ritual del espacio, en los bucaneros encontramos el reencuentro con el no-lugar. Tal creación ritual del espacio puede seguirse en Ivan Ilich, H2O y las aguas del olvido, Cátedra, 1989, pp. 30-35, y podría resumirse del siguiente modo. Ni la vocación de un fundador, ni el mandato del oráculo, ni siquiera el poblamiento de un sitio, son suficientes para convertir una localidad en un pueblo. Se requiere de la intervención de un augur que cree espacio en el sitio descubierto por el fundador: esta creación social de espacio es llamada in-auguración. El augur ve cuerpos celestes que son invisibles a los mortales comunes, el templum de la ciudad en el cielo (templum es una forma poligonal que se cierne sobre el sitio encontrado por el fundador y que es visible sólo al augur mientras celebra la inauguración); ciertos signos -vuelo de aves, un sendero de nubes, el hígado de un animal sacrificado- ayudan al augur en la con-templatio, acto en el que proyecta la figura vista en el cielo sobre el paisaje escogido por el dios (en la con-templatio el templum celestial adquiere su contorno de este mundo); sin embargo, la. con-templatio no es suficiente: el contorno del templum no puede establecerse sobre la tierra a menos que esté debidamente con-siderado, alineado con las estrellas (sidus); la con-sideratio sigue a la con-templatio, y alínea el cardo (los ejes) del templum con «la estrella» de la ciudad. La in-auguración concluye al nombrar aquellas partes de la ciudad que estarán a la derecha y a la izquierda, delante y detrás, y al dotar de un contenido a los espacios así visualizados, designando (de-signatio) el lugar para un mundus, o boca del mundo subterráneo, que se abre cerca del focus, la puerta focal (de fuego) que se abre para el otro mundo. Pero ninguno de los gestos o signos del augur dejan traza visible sobre el suelo, sino que son un encantamiento del espacio para hacerse tangible, y el fundador mismo debe realizar el matrimonio entre este templum disimétrico y el paisaje: dos bueyes blancos son enganchados a un arado de bronce, la vaca en la parte de dentro, llevando el arado en contra de las manecillas del reloj y grabando así el templum en el suelo. El surco crea un círculo sagrado, y, como las paredes que se levantarán sobre él, está bajo la protección de los dioses. Cruzar ese surco es un sacrilegio. Para mantener ese círculo abierto, se levanta el arado cuando se llega a los puntos donde estarán las puertas de la ciudad. El que lleva el arado lo sujeta, lo porta (portat) para crear una porta, una puerta. A diferencia del surco y de las paredes protegidas por los inmortales, el umbral y la entrada estarán bajo la ley civil. En la porta, se encuentran domus (locativo domi, la morada o el espacio para morar) y foras (todo aquello que está más allá del umbral); la puerta puede abrirse o estar cerrada. Sólo cuando el fundador ha arado el sulcus primigenitus (surco) alrededor del futuro perímetro del pueblo, su interior se vuelve espacio que puede pisarse y sólo entonces arraiga en el paisaje el arcano templum celestial. Al arar un surco alrededor del futuro pueblo el fundador hace tangible el espacio interno, excluye el espacio externo al establecer un límite y realiza el matrimonio de los dos espacios en el lugar donde después se erigirán las paredes. 18. El ocio es una noción bien añeja dentro de las preocupaciones del hombre. Si para los griegos constituía una razón necesaria de la contemplación desinteresada -teoría (y si Platón consideraba los festivales regulares como muy adecuados para tomar aire y un signo de misericordia de los dioses para con los hombres, opiniones no menos favorables se pueden encontrar en Aristóteles), en Roma, frente a iniciales obstáculos con conceptos como virtus y officium, ya un ecléctico filoestoico como Cicerón escribía: «Que todo tipo de litigio cese en las fiestas sagradas, y permítase que los esclavos las disfruten con una reducción del trabajo, pues con este propósito fueron establecidas en ciertas estaciones». Y aun cuando podemos encontrar en Goethe un antecedente de la tercera tesis de Chesterton («¡Qué hermoso es no hacer nada, y después del nada, descansar!»), el ocio que intuye Chesterton en el horizonte es el que ha de producir la sociedad que sale de la Revolución Industrial. Y es a partir de ese momento en el que puede observarse cómo la ideología dominante barrió por completo cualquier posibilidad de introducir la pereza como concepto positivo. A las reflexiones de Chesterton, puede sumarse el libro de Paul Lafargue (El derecho a la pereza), el de Bertrand Russel (Elogio de la ociosidad), y algunos más, pero si se concatenan con los títulos y las predicas en favor del trabajo y su virtud, así como todos aquellos que denigran de la dulce pereza, la diferencia a favor de los segundos es abrumadora. No sólo porque se subsuma la pereza como una forma de trabajo en el caso de los más audaces manuales de autoayuda y bricolage, sino porque no se permite concebir la pereza como término sin antítesis. Así, siempre se concibe como un término sombra, como un correlato negativo del esfuerzo. Muy otra era la intención de los autores arriba mencionados, aun cuando ellos no cumplieran en absoluto sus propias recomendaciones, ya que todos ellos fueron infatigables y esforzados trabajadores. 19. Witold
Rybczynski, Esperando el fin de semana, Barcelona, Emece, 1992 20. Antes de la Depresión, un estadounidense que trabajaba cuarenta horas semanales estaba en el lugar de trabajo menos de la mitad de las 5.840 horas en que se hallaba despierto, y el resto del tiempo estaba libre. Cien años antes, el trabajo ocupaba dos tercios de las horas en que una persona estaba despierta. Sin embargo, esta reducción no es significativa pues se hace en el contexto de la Revolución Industrial que supuso el más alto número de horas trabajadas hasta el presente. En una comparación con periodos históricos anteriores, la conclusión es muy otra: los romanos del siglo IV dedicaban al trabajo menos de un tercio de las horas en que estaba despierto; en la Europa medieval, el año laboral se reducía a menos de dos mil horas. Las horas laborales llegaron al límite inferior durante la Depresión, y luego comenzaron a subir nuevamente: en 1948, el trece por ciento de los estadounidenses con jornada completa trabajaban más de cuarenta y nueve horas semanales; en 1979, esta cifra había aumentado a un dieciocho por ciento; en 1989 de los ochenta y ocho millones de estadounidenses con jornada completa, el veinticuatro por ciento trabajaba más de cuarenta y nueve horas semanales. 21. W. Lipmpmann, «Tiempo libre y dinero extra», publicado en Woman's home companion, (nº 57, abril de 1930) citado en W. Rybczynski, op. cit. 22. Staffan
Linder, The
harried leisure class (1970), citado en W. Rybczynski, op. cit.
23. Según el U.
S. News & World Report, los estadounidenses gastan más
de
trece mil millones de dólares anuales en vestimenta deportiva;
en
otras palabras, mil trescientos millones de horas libres son cambiadas
por vestimenta para actividades relacionadas con el tiempo libre, como
zapatillas para correr cada vez más sofisticadas, pantalones
cortos
para excursiones y chándales de marca. En 1989, para pagar estos
lujos, el 6,2 por ciento de los trabajadores (el porcentaje más
alto alcanzado hasta entonces) tenían otro trabajo adicional de
menos horas. |
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