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Aun admitiendo la variabilidad cultural que caracteriza a los diversos aspectos del comportamiento humano, en la actualidad ya nadie pone en duda la capacidad de las mujeres para experimentar orgasmos en el transcurso de sus relaciones sexuales. Esta afirmación, que puede llegar a resultar irrisoria para muchas mujeres, no siempre ha sido tan evidente. De hecho, hasta mediados del siglo XX, muchas personas, entre las que se incluían algunas celebridades científicas, consideraban a las mujeres incapaces de tales experiencias (Masters et al. 1988). La creencia, fruto de un indudable prejuicio cultural, partía de una idea comúnmente aceptada que consideraba el sexo como una actividad realizada por los hombres para su exclusivo disfrute. Las mujeres, sujetos pasivos de dicha actividad, debían cumplir con sus deberes conyugales prestándose a los requerimientos sexuales de su pareja, sin encontrar placer en el contacto sexual. Una consecuencia lógica de este sistema de pensamiento, que consideraba "impropio de una dama" las muestras de placer físico, fue la creencia generalizada de que las mujeres eran incapaces de experimentar orgasmos. Gracias a la superación de tales prejuicios, hoy en día se admite sin reparos que el orgasmo es una experiencia común a ambos sexos. Aunque resulte paradójico, la capacidad de las mujeres para experimentar orgasmos plantea un interesante problema evolutivo. Desde un punto de vista fisiológico, el orgasmo masculino puede ser interpretado como una compleja cadena de movimientos de contracción, cuya finalidad es impulsar hacia el exterior a los espermatozoides producidos en los testículos. Se trata, por tanto, de una adaptación extremadamente valiosa para los machos de nuestra especie. De hecho, un mal funcionamiento en este mecanismo de expulsión de espermatozoides puede comprometer seriamente la capacidad de fecundación del individuo. A diferencia de lo que ocurre con los hombres, las mujeres no necesitan experimentar orgasmos durante la cópula para que se produzca la fecundación de sus óvulos. Esta aparente ausencia de funcionalidad ha llevado a algunos autores a considerar el orgasmo femenino como un subproducto fortuito del masculino (e.g. Symons 1979; Gould 1987; Fox 1993). En realidad, argumentan estos autores, sólo el orgasmo masculino debería ser considerado como una adaptación de la sexualidad humana, ya que éste, y no el orgasmo femenino, sería el carácter seleccionado a lo largo del proceso evolutivo. Frente a esta opinión, otros muchos autores consideran que el orgasmo femenino habría surgido como consecuencia de un proceso de selección natural, por lo que debería ser contemplado como una verdadera adaptación. Pero, si únicamente el orgasmo masculino es necesario para que se produzca la concepción, ¿cuál sería entonces el valor adaptativo del orgasmo femenino? O, dicho de otra forma, ¿cómo puede contribuir a incrementar el éxito reproductivo de una mujer su capacidad para experimentar orgasmos durante los encuentros sexuales? No existe una respuesta unánime frente a esta pregunta. Por el contrario, son muchas y muy diversas las hipótesis que se han planteado con el fin de explicar la función del orgasmo femenino. Autores como Morris (1967) y Eibl-Eibesfeldt (1989) han sugerido que, al contribuir a promover el deseo de las mujeres de mantener unas relaciones sexuales en las que obtienen sensaciones placenteras, el orgasmo ayudaría a crear y estabilizar el vínculo entre ambos miembros de la pareja. Hrdy (1981), por su parte, ha visto en el orgasmo un mecanismo capaz de motivar a las hembras humanas para mantener relaciones sexuales con diversos machos, lo que les ayudaría no sólo a obtener beneficios materiales de ellos sino también a prevenir el posible infanticidio de sus hijos. Según otros autores, el orgasmo actuaría como un indicador que permitiría a las mujeres establecer emparejamientos selectivos, preferentemente con los machos dispuestos a invertir en ellas una mayor cantidad de tiempo y recursos materiales (Alexander 1979; Alcock 1987). Con todo, las hipótesis adaptacionistas que mayor apoyo encuentran en la actualidad dentro de la comunidad científica se refieren al papel del orgasmo como un mecanismo de retención del esperma en el interior del tracto sexual femenino. Una de tales hipótesis afirma que, dado que los seres humanos somos bípedos, es importante que las mujeres permanezcan tumbadas al finalizar la cópula con el fin de reducir la pérdida del esperma inseminado (Morris 1967; Levin 1981). En este sentido, el orgasmo sería un mecanismo que favorecería una retención pasiva del esperma al inducir la fatiga y el sueño de la mujer tras la cópula. También se han propuesto mecanismos mucho más activos de retención del esperma. Así, la hipótesis de la "aspiración" sugiere que el orgasmo femenino tendría la función de succionar hacia el interior del útero el esperma inseminado durante la cópula (Fox et al. 1970; Singer 1973). Basándose en esta hipótesis, Smith (1984) ha sugerido la posibilidad de que el orgasmo sea un mecanismo capaz de otorgar a las hembras humanas la posibilidad de seleccionar los espermatozoides de unos machos frente a los de otros. Tal como Baker y Bellis (1995) han apuntado, esta última idea permitiría establecer una relación entre el orgasmo femenino y la competición espermática. Ambos autores postulan que tanto la variabilidad en la consecución del orgasmo como el momento en el que éste se produce dentro de la cópula serían, en realidad, estrategias por medio de las cuales las mujeres podrían ejercer cierto control sobre la retención del esperma inseminado. Con ello, no sólo influirían sobre la probabilidad de concepción en las situaciones de monogamia, sino también sobre el resultado de la competición espermática en las de poliandria. Se trata de una peculiaridad muy adecuada dentro del contexto de poliandria facultativa en el que probablemente se produjo la evolución de los homínidos (Smith 1984). El orgasmo femenino, por tanto, sería una característica adaptativa de la sexualidad humana que habría evolucionado como mecanismo de selección de los espermatozoides procedentes de los machos de mayor calidad. El problema surge a la hora de definir la noción de "calidad" de un macho. En este sentido, la evidencia acumulada sugiere que la selección natural puede haber actuado favoreciendo a aquellas hembras diseñadas para retener el esperma procedente de los machos con marcadores fenotípicos de "buenos genes" (Benshoof y Thornhill 1979; Smith 1984; Gangestad 1993). Uno de tales marcadores, quizás uno de los más importantes, es la "asimetría fluctuante". Esta hace referencia a la asimetría que puede presentarse en aquellas características anatómicas bilaterales (e.g. manos, pies, orejas, alas, aletas, etc.) que, en condiciones normales, deberían ser perfectamente simétricas (Van Valen 1962; Moller y Swaddle 1997). Dado que la morfología alcanzada por cada uno de los lados de tales características no está controlada por genes diferentes, parece lógico pensar que la existencia de una asimetría fluctuante entre ellos será debida al efecto de ciertas perturbaciones surgidas durante el desarrollo de los individuos (e.g. organismos parásitos y patógenos, condiciones ambientales extremas, mutaciones genéticas, toxinas, etc.). Sea cual sea la causa que genere la perturbación en el desarrollo de la simetría bilateral de los individuos, lo cierto es que la selección natural debe haber favorecido las preferencias por compañeros sexuales que posean indicadores honestos de resistencia frente a las mismas. La asimetría fluctuante sería una buena medida de dicha resistencia. Al menos, así parece indicarlo la correlación negativa encontrada entre ella y parámetros tales como la fecundidad, la tasa de crecimiento y la supervivencia de muchas de las especies animales estudiadas hasta el momento (Mitton y Grant 1984; Palmer y Strobeck 1986; Parsons 1990; Thornhill 1992). Por supuesto, la asimetría fluctuante también parece ser un buen indicador de calidad individual en la especie humana. De hecho, se ha podido demostrar que los hombres que poseen una baja asimetría son juzgados como más atractivos, tienden a tener un mayor número de parejas y consiguen entablar relaciones sexuales tras periodos de cortejo más breves (Gangestad et al. 1994; Grammer y Thornhill 1994; Thornhill y Gangestad 1994). Teniendo en cuenta el contexto teórico que acabamos de describir, parece lógico plantearse el siguiente razonamiento. Si una baja asimetría fluctuante es un buen marcador de la calidad del macho, con independencia de cualquier inversión parental que éste pueda realizar, y el orgasmo de la mujer es un mecanismo moldeado a lo largo de la evolución para favorecer la retención de los espermatozoides procedentes de los machos de mayor calidad, entonces la proporción de cópulas asociadas con orgasmos en las mujeres debería estar inversamente relacionada con la asimetría fluctuante de sus compañeros sexuales. Esta es, precisamente, la predicción que trataban de comprobar Randy Thornhill y sus colaboradores en un artículo publicado en 1995 en la revista británica Animal Behaviour (Thornhill et al. 1995). En su investigación, los autores entrevistaron a 86 parejas heterosexuales que mantenían una relación afectiva estable y eran sexualmente activas. Cada sujeto rellenó un cuestionario de forma anónima en el que se les solicitaba información acerca de aspectos tan variados como la historia sexual previa y las actitudes frente al sexo, el uso de anticonceptivos, las pautas de orgasmo dentro de la pareja, el compromiso con la relación, el estatus social percibido y el poder adquisitivo previsto de la pareja, etc. El cuestionario se complementaba con diversos datos personales de los sujetos (e.g. edad, altura, peso, grupo étnico, estado civil, duración de la relación actual, número de hijos, etc.). También se realizó una estimación del "índice de asimetría fluctuante" de cada sujeto basada en la comparación de las medidas obtenidas entre los dos lados de cada uno de los siete parámetros siguientes: longitud y anchura de las orejas, anchura de los pies, anchura de las muñecas, anchura de las manos, anchura de los tobillos y anchura de los codos (Palmer y Strobeck 1986). Estos parámetros fueron elegidos debido a que muestran una asimetría fluctuante con una heredabilidad moderada (Livshits y Kobylianski 1991). Una vez calculada la asimetría fluctuante, los investigadores realizaron una fotografía facial de cada sujeto y, a partir de ella, obtuvieron el "índice de atractivo físico" de los individuos. Para su elaboración, varios jueces ajenos a la hipótesis analizada en la investigación tuvieron que valorar el atractivo de diez parámetros morfológicos observables en las fotografías. De acuerdo con
la
predicción realizada,
los resultados de la investigación demostraron que las mujeres
emparejadas
con los hombres que poseían una menor asimetría
fluctuante
tuvieron una mayor proporción de cópulas asociadas con
orgasmos.
Tal como se muestra en la Tabla 1,
ninguna
otra
de las posibles variables predictoras analizadas en este trabajo se
correlacionó
de forma estadísticamente significativa con la aparición
del orgasmo en las mujeres durante las cópulas. Aunque los datos
aportados en el artículo proporcionan cierta evidencia de que el
atractivo físico y el tamaño corporal de los hombres
pueden
estar correlacionados también con la existencia de orgasmos
copulativos
en las mujeres, los propios autores indican la necesidad de esperar a
que
nuevas investigaciones analicen la robustez de tales relaciones. En
cualquier
caso, estos datos sugieren que el orgasmo femenino humano está
diseñado
para retener el esperma inseminado preferentemente por hombres que han
tenido una elevada estabilidad en su desarrollo. Ello apoya claramente
la noción propuesta por Smith (1984) referente a la
evolución
del orgasmo femenino como un mecanismo de manipulación del
resultado
de la competición espermática en una situación de
poliandria facultativa. Al mismo tiempo, ponen en duda la
hipótesis
tradicional que lo consideraba como un simple efecto incidental del
orgasmo
masculino (Symons 1979; Gould 1987; Fox 1993). ¿Qué implicaciones tienen estos resultados en relación a las hipótesis adaptacionistas del orgasmo femenino que sugieren funciones distintas a la de la retención espermática? La hipótesis referente a la creación y estabilización de vínculos entre los miembros de la pareja (Morris 1967; Eibl-Eibesfeldt 1989) podría ser descartada, ya que no parece explicar adecuadamente la variabilidad encontrada en la respuesta sexual de las mujeres en relación a la simetría masculina. Tampoco la hipótesis de Hrdy (1981) acerca del orgasmo femenino como mecanismo de obtención de los favores de diversos machos se vería apoyada por los resultados obtenidos en la investigación. Dicha hipótesis parece predecir la existencia de una correlación negativa entre la proporción de cópulas asociadas con orgasmos y el número de compañeros sexuales que una mujer tiene a lo largo de su vida. Sin embargo, no se ha podido encontrar ninguna relación, ni positiva ni negativa, que permita apoyar esta predicción. Los datos aportados tampoco muestran ninguna correlación entre los índices de inversión de los machos (e.g. grado de enamoramiento, predicción de ingresos percibidos en el futuro, estatus socioeconómico del hogar parental) y la proporción de cópulas asociadas a orgasmo en las mujeres. Ello descartaría la hipótesis de que el orgasmo femenino promueve el emparejamiento preferencial de las mujeres con los hombres dispuestos a invertir una mayor cantidad de tiempo y recursos materiales en ellas (Alexander 1979; Alcock 1987). Quizás, una
de las pruebas que apoyarían
con mayor solidez los argumentos esgrimidos por Smith (1984) en
relación
a la evolución del orgasmo femenino como mecanismo de
manipulación
del resultado de la competencia espermática, se debería
buscar
en el análisis comparado de los resultados obtenidos en diversas
especies animales. Siguiendo el razonamiento de Thornhill et al.
(1995), el orgasmo femenino debería encontrarse en aquellas
especies
cuyas hembras tienen la posibilidad de contener simultáneamente
en su tracto genital los espermatozoides procedentes de las
cópulas
con dos o más machos. Entre los primates, por ejemplo, el
orgasmo
femenino debería estar presente en aquellas especies cuyas
unidades
sociales incluyen varios machos sexualmente activos (e.g.
chimpancés).
Sin embargo, debería estar ausente en las especies
monógamas
con territorios grandes y dispersos (e.g. gibones) y en aquellas otras
especies en las que un único macho monopoliza el acceso a las
hembras
fértiles de un harén (e.g. gorilas). Aunque los escasos
datos
de los que disponemos en la actualidad parecen apoyar estas
predicciones
(Tabla 2),
el orgasmo femenino fuera de la
especie
humana continúa siendo un objeto de controversia (Alexander
1979;
Lancaster 1979; Symons 1979; Hrdy 1981; Fox 1993). Por ello, se
requieren
nuevas investigaciones que nos permitan verificar la exactitud de los
planteamientos
teóricos expuestos.
Alcock, J. Alexander, R. D. Allen, M. L. (y W. B. Lemmon) Baker, R. R. (y M. A. Bellis) Benshoof, L. (y R. Thornhill) Burton, F. D. Chevalier-Skolnikoff, S. Eibl-Eibesfeldt, I. Fox, C. A. (H. S. Wolff y J. A.
Baker) Fox, R. Gangestad, S. W. Gangestad, S. W. (R. Thornhill y
R.
A. Yeo) Goldfoot, D. A. (y otros) Gould, S. J. Grammer, K. (y R. Thornhill) Hrdy, S. B. Lancaster, J. B. Levin, R. J. Livshits, G. (y E. Kobylianski) Masters, W. H. (V. E. Johnson y
R.
C. Kolodny) Mitchell, G. Mitton, J. B. (y M. C. Grant) Moller, A. P. (y J. P. Swaddler)
Morris, D. Palmer, A. R. (y C. Strobeck) Parsons, P. A. Saayman, G. S. Singer, I. Smith, R. L. Symons, D. Thornhill, R. Thornhill, R. (y S. W.
Gangestad) Thornhill, R. (S. W. Gangestad y
R.
Comer) Valen, L. van Waal, F. B. M. de Wolfe, L. D. Zumpe, D. (y R. P. Michael)
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